Profe Apol Natalia Regina Mesa Herrera 2009 Esto es dedicado a mi muy querido profesor JHM La bienvenida más grandiosa que me pudo dar Alemania era la posibilidad de tener las llaves de la biblioteca del instituto en el cual yo iba hacer mi doctorado. Aquel salón sólo contaba con una entrada formal, de tal manera que a la izquierda encontrabas grandes ventanales que remplazaban las paredes, y a la derecha, el escritorio de la bibliotecóloga, con su respectivo recibidor, seguido por una larga estantería de libros. Cada metro tenía una lámpara para poder ver mejor los libros. En medio reposaban las mesas de trabajo, a la izquierda las rectangulares y a la derecha las cuadradas, que permitían el trabajo en grupo. Cada una de las mesas poseía su lamparita, su lapicero y su bloque con el formato para solicitar la literatura. En el sótano se hallaba la hemeroteca. Allí también estaban las fotocopiadoras, que tú mismo podías manipular. Al lado había una mesita con todo lo que necesitabas para dejar en orden tus fotocopias: guillotina, cosedora, perforadora, sacaganchos, clips, tijeras y hojas en todos los tamaños para las copias. Yo no dejaba de salir de mi asombro ante tanta abundancia, tanto orden y un ambiente donde la palabra “desconfianza” no existía. Si yo quería tomar veinte libros y llevármelos, lo podía hacer, a la hora que fuera, y simplemente llenaba un formato que al día siguiente tomaba la bibliotecóloga. Así que yo vivía todo el tiempo allí, hasta la madrugada. De hecho, a veces hasta la mañana siguiente. En mis cotidianas visitas detecté que había algo más en la biblioteca que le añadía un encanto: era un anciano, muy alto, de talla grande, su cabellera despoblada, con una pequeña semiluna que iba de oreja a oreja; sus ojos eran de un azul precioso; su cara alargada, con una nariz muy simétrica; no tenía muchas arrugas. Era el rostro de un hombre que alguna vez fue muy hermoso, y que todavía lo era. Su vestir era muy moderno, pero de acuerdo con su edad; incluso pude ver que su ropaje pertenecía a una de las marcas de ropa más reconocidas y costosas en Europa. En realidad, toda esta descripción la construí a través de los días, porque la primera vez que lo vi él estaba de espaldas, cuando se hallaba sumido en su trabajo y yo entraba a la biblioteca. Quiero anotar que la disposición de las mesas de la biblioteca sólo daba la posibilidad de que las espaldas dieran a la entrada principal. Era curioso que también él permaneciera allí hasta altas horas de la noche y siempre dejaba parte de su trabajo en una de las mesas, exactamente en la tercera después de la entrada. Quizá fue la cuarta vez que lo vi allí que quise observarlo de frente, lo cual no era fácil, pues siempre miraba hacia el escritorio mientras escribía o leía. Yo sentía una profunda atracción por este señor. Finalmente tuve que desarrollar una estrategia para poder verlo, así que me ubiqué en la primera mesa de tal modo que cuando saliera necesariamente tuviéramos que cruzar nuestros rostros. ¡Y lo logré! Le saludé: ¡Guten Abend!, pero no obtuve ninguna respuesta, ni siquiera una mirada suya; pero me sentía feliz de poderlo mirar, estaba emocionada. Ahora, además de mi obsesión por la biblioteca, estaba aquel señor. Había días que él no iba a la biblioteca, y yo lo extrañaba. Así que me concentraba en poder disfrutar de la hemeroteca, que tenía los volúmenes número uno de las revistas más prestigiosas… los computadores permitían el acceso a todas las revistas, incluso a las más extrañas. Además, contabas con la posibilidad de imprimir sin límites en impresora de alta calidad. Cuando pude verle su cara más de cerca, tuve que seguirlo hasta la cafetería, simulando que iba al baño y dando tiempo a que comprara su almuerzo, para luego sentarme estratégicamente en un lugar donde no me pudiera ver. De esta manera observé con detalle los rasgos de su cara; su rostro me parecía muy conocido, pero parecía poco probable que yo lo conociera o lo hubiera visto. Al pasar de los días me di cuenta de que el anciano, cuando permanecía prolongadamente en la biblioteca, llevaba una canasta mediana ovalada muy bonita y elaborada en su tejido, y al parecer de materiales muy finos. En general contenía un termo (que posteriormente supe que guardaba café), una jarra de vidrio con té, tortas de chocolate y manzanas casi siempre verdes. Yo persistía en saludarlo sin resultado alguno, pero esto no me intimidaba; más aún, me retaba con mucha emoción y cariño, así que decidí dejarle una manzana en su escritorio. La manzana permaneció allí algunos días. Una mañana, al llegar muy temprano a la biblioteca, lo primero que detecté fue la ausencia de la manzana. Me emocioné tanto, que cuando hablé con un compañero le comenté esto como mi gran logro. Como no sabía quién era el anciano, a pesar de haberlo averiguado en el instituto, a partir de este momento lo bauticé el profe Apol (Apple, manzana). Para ese entonces habían transcurrido tres meses, y mi recurrencia a la biblioteca había disminuido, ya que hacía mi curso de alemán. No estaba segura de si él relacionaba la manzana con mi asistencia a la biblioteca. Lo que sí era seguro es que las manzanas las tomaba él, por el hecho de que era el último en salir de la biblioteca y al día siguiente no encontraba la manzana. De hecho, algunas veces coloque la manzana y luego, cuando él se levantaba de su mesa, aquélla desaparecía. En ese momento este señor se convirtió en algo tan importante, que quienes conocían la historia siempre me preguntaban por el profe Apol y en qué parte iba la historia. Una noche, en mi rutina de despedida para el profe Apol, él me miró, cerró sus ojos e inclinó un poco su cabeza. ¡No lo podía creer, por fin había logrado algún tipo de comunicación con él! Llegó el invierno, con su luz día más escasa, lo que hizo que el profe Apol permaneciera más tiempo en el instituto. Además, me dio la oportunidad de topármelo en el parqueadero de bicicletas. De esta manera pude verle subir y bajarse de su bicicleta, pues era todo un espectáculo acrobático como el de cualquier adolescente con un velocípedo nuevo. Por otro lado, era muy bonito verle con su casco, su balaca y su traje de invierno. Algunas veces lo vi en la ciudad (o sea, lo que para nosotros es la plaza o el centro). Yo sigilosamente lo seguía. En una oportunidad entró a una tienda vegetariana, en donde tomó algunos productos muy exquisitos y, por tanto, costosos. Tuve un amante palestino, que después de narrarle las maravillas de la cotidianidad del profe Apol, quiso conocerlo. Esto fue muy estimulante, porque íbamos a la biblioteca y de esta manera se convirtió en mi compinche de miradas para todo lo que tuviera que ver con el profe. Éste, muchas veces hablaba solo, se reía, se enojaba, alegaba, en fin, esto era muy divertido para nosotros. Mi inquietud crecía cada día por saber quién era en realidad el profe Apol, pero curiosamente nadie sabía nada de él. Algunos se referían a un “viejito loco” y lo más triste era que al preguntar por qué era loco, el consenso de las respuestas iba referido a que “un viejito tan viejito y todavía yendo al instituto a estudiar”, y por otro lado, porque hablaba solo. Cuando me dijeron esto último, traté de observar con detalle estos rasgos, por lo que me ubiqué una mesa delante de él. En realidad, permanentemente estaba murmurando; sin embargo, debido a mi escaso alemán, yo no podía entender aquellos susurros. Al detallar los objetos de su escritorio tangencialmente, observé algunos libros de física. Incluso pude leer un título de física cuántica. También había artículos y, al parecer, algunos manuscritos, pocos utensilios de papelería, pero todo puesto en un exquisito orden. Para este entonces, ya habían pasado diez meses, ya había terminado mi curso de alemán, por lo que estaba la mayor parte del tiempo en el laboratorio. Una tarde, mientras en la cafetería contemplaba la maravilla de los colores del otoño al son de un café y un cigarrillo, llegó el profe Apol y, como de costumbre, le dije Guten Tag! Para mi sorpresa, respondió: Guten Tag! y me mostró su hermosa sonrisa. Mi corazón se puso a mil, me sentía muy alegre. Ya había pasado un año de haberle conocido y por fin había logrado esto. Continuaba dejándole la manzana y eventualmente le obsequiaba una torta de chocolate. Puede ver que esto le encantaba, pues incluso vi que la primera vez la tomó y salió a comérsela con uno de sus té. Para esta época ya vivía con un colombiano y un panameño, quienes disfrutaban con todas las historias del profe Apol. La fase experimental del doctorado la realizaba en otro instituto, por lo que eventualmente iba a la biblioteca del primero y, por tanto, pocas veces podía ver a mi querido profe. Cuando pensé en hacer mi doctorado, me abordaba una idea romántica, y quizá absurda para la “época”, de tener una dinámica de estudio como en la época de Abelardo y Eloisa, en la cual hubiese grandes discusiones y reflexiones. Pero para mi frustración, mi supervisor estaba a la vanguardia con los métodos de dirección para doctorandos donde lo más importante es la producción de datos; incluso, la discusión y la reflexión brillaban por su ausencia. Para tratar de diluir aquella frustración, decidí buscar a mi profe Apol. Lo esperé varias veces, pero cuando pasaron muchos días y noté que no asistía a la biblioteca, indagué con el portero por el profe. Aquél me contó que éste estaba muy enfermo y no había vuelto; me preocupó que se muriera y no llegar a saber quién era este personaje. Esto me dio la libertad de ir a su mesa de trabajo, para tratar de encontrar algo que me diera una pista de su identidad. Cuando vi su nombre en sus sobres de la correspondencia, casi se me caen los ojos, pues en muchas oportunidades yo misma lo había enunciado y su rostro era el de las diapositivas de mis clases para ilustrar el aporte científico que él había hecho (lo cual generó un Premio Nobel). De inmediato busqué su foto en internet; cuando la vi, entendí el porqué me era tan conocido el rostro del profe Apol. Después supe que se había recuperado, pero tardé varios meses sin verlo. Para lograrlo, tuve que sentarme literalmente en la entrada a esperar que ingresara. Pasaron varios días, pero no fue posible verlo. Así que le dije al portero que me avisara cuando llegara al parqueadero de bicicletas. Esto resultó muy efectivo, por lo que con muchos nervios lo intercepté; por fin puede estar a menos de un metro de su cara. La expresión de sus ojos era tranquila, muy fresca, humilde y sobre todo con una gran vitalidad. Le solicité una cita, a la cual accedió muy amablemente, y quedamos para el domingo siguiente tomarnos un café colombiano que yo le ofrecí. Cuando desapareció al cerrarse la puerta del ascensor, salte de alegría. Incluso, al llegar a casa, fue el tema de conversación con mis compañeros. Por fortuna, aquel día fue soleado y el clima era muy primaveral. Desde la mañana estuve en función de este anhelado encuentro. Recuerdo el vestido azul oscuro con mi abrigo negro que usé. Yo llegué con mi termo de café colombiano y él me brindó una torta pequeña, muy bonita y, además, deliciosa. Nos sentamos en el jardín de la cafetería. Por primera vez me había dado su mano para saludarme; era muy grande y calurosa. Las primeras frases las emití yo, explicándole los deseos que tenía de que me asesorara y poder discutir con él mi tesis doctoral. Lo primero que dijo y que me impactó profundamente fue: “Me parece muy raro y me extraña que una joven dama quiera hablar conmigo cuando llevo más de diez años sin que nadie en este instituto me hable”. Y esto era totalmente cierto, pues en mi búsqueda de su identidad nadie sabía quién era él. Para mí fue muy triste saber que el profe Apol ya no era ni siquiera un objeto de museo; era un anónimo. Para nadie existía, ni siquiera para dos de los matrimonios que tuvo, de los cuales resultaron siete hijos, algunos de ellos prestantes científicos. Aquella conversación parecía más una entrevista, en donde yo fui quien hizo las preguntas, sobre todo relacionadas con su trabajo científico, experimental y la obtención del Premio Nobel. Me habló de sus compañeros de trabajo, quienes en su mayoría eran científicos muy renombrados históricamente por los aportes que le dieron a la ciencia. También me contó un par de cosas sobre la época de la guerra. De la importancia de su padre en su formación y su carrera, de la época en que fue director del instituto, de sus enemigos científicos, de su vida actual, de una vida llena de disciplina, de mucha actividad de una constancia inalcanzable. De esta manera me habló de los experimentos que realizaba en ese momento, de su colección y cultivo de rosas, a las que llamó “sus hijas”, de los cultivos de árboles frutales y hierbas aromáticas que hacía en su finca. Así pasamos toda la tarde conversando. Por desgracia, en aquella oportunidad no aceptó ser mi supervisor, pues tenía el estatus de profesor emérito, por lo que la universidad no aceptaba tal condición; sin embargo, sí acepto, de manera muy entusiasta, que nos reuniéramos eventualmente para discutir acerca de los avances en mi tesis. Para mi fortuna, estaba de acuerdo con que los procesos doctorales deben regirse por la disquisición, la reflexión y la adquisición del conocimiento en todos los sentidos, incluyendo el conocimiento de sí mismo. Después de aquel acercamiento pasaron muchos meses; eventualmente nos veíamos, pero nuestros encuentros sólo fueron un saludo y un pequeño reporte de lo que iba haciendo. Para aquel entonces ya casi había terminado los experimentos de mi tesis doctoral y, por otro lado, mi relación con el supervisor de trabajo experimental era más distante, pues su máquina de producir datos ya se acercaba al final. Así tuve más tiempo para ir a la biblioteca y verme con mayor frecuencia con mi profe Apol. También se iniciaron las discusiones de mi tesis, por lo que surgían muchas preguntas que luego debñia resolver. Estas reuniones fueron muy motivadoras para ambos. Puedo decir que fueron días entre los más maravillosos de mi vida. Me dio cuenta de la diferencia cultural que teníamos, me sirvió como una máquina del tiempo que me transportó a mediados del siglo XX. Al final rompí con la parte experimental, por lo que mi supervisor del laboratorio pasó a ser mi asupervisor. De esta manera, le comenté al profe Apol la posibilidad de formalizar su posición de supervisor. Inicialmente se resistió, pero luego me puso a elaborar un texto, que evaluó para tomar la decisión. Después de habérselo entregado pasó casi un mes y entonces me llamó. Discutimos el texto, lo volvió miseria, pero aceptó hacer las gestiones para formalmente ser mi supervisor. Para esto me pidió mi hoja de vida. Esperaba al día siguiente su llamada, pero nada. Pasaron tres días. Al cuarto perdí las esperanzas, y a los ocho días, sorpresivamente me citó para discutir la hoja de vida. Cuando se inició la discusión, entendí por qué se había demorado ocho días, pues hizo toda clase de averiguaciones sobre el sistema educativo colombiano, corroboró todo lo que estaba escrito allí. En realidad quedé estupefacta y fue una apología a la excelencia y al compromiso con cualquier actividad. Como resultado de esto, envió una súper carta a la universidad, que hizo que mi profe Apol se convirtiera en mi supervisor. En adelante, comenzó una actividad maratónica, intensas y espectaculares jornadas de discusión, días enteros discutiendo, consultando, escribiendo, corrigiendo… El profe Apol parecía haberse congelado a finales de la década del ochenta, así que me convertí en la máquina del tiempo que lo transportó a la época actual en los avances científicos de la tecnología y las comunicaciones. Nuestra relación se volvió en algo demencial y de total dependencia mutua. Él me estimulaba con sus preguntas, con sus inquietudes y yo a él con mis respuestas y mis reflexiones, que cada día eran más y más. Parecía que nada nos saciaba. Se convirtió en la relación más hermosa entre un padre y una hija; de esta manera él me permitió conocer muchas, por no decir que todas las cosas que componían su cotidianidad en el instituto. Comenzaron las largas jornadas de trabajo; cada día que transcurría al lado de mi profe Apol era un aprendizaje. Nunca, mientras estuve a su lado, dejé de sorprenderme. Este señor se transformó en un icono, en la imagen a seguir. Hoy, después de casi dos años de haber terminado mi doctorado, lo tengo presente en mi cotidianidad con su cotidianidad, con sus actos, con sus regaños, con sus consejos y, sobre todo, con su ejemplo de vida. En la rutina de su llegada, generalmente me iba a saludar, según donde estuviera, o en la biblioteca o en la cafetería. Asimismo, yo le tenía algún presente comestible. Era muy hermoso cuando se lo entregaba, pues me regalaba una pequeña sonrisa, con una mirada en la que parecía muy conmovido. Él también me obsequiaba cosas, casi siempre típicas alemanas, producto de las preguntas que le hacía o de comentarios referentes a mi gusto por ello. Una vez le hablé sobre un exquisito té de jazmín que me había brindado; a partir de aquel momento, cuando él preparaba su bebida, siempre me convidaba el té de jazmín. Un día me llamó y me invitó al Abenbrot, o sea, a la comida. Fue la primera vez que asistí a su oficina, la que denominé “el gran recinto”. Para mí fue grandioso el espacio de mi profe Apol: su oficina era absolutamente organizada y limpia, todo permanecía en su lugar; además, sugería que cada cosa estaba muy bien pensada y calculada. Su gran oficina la dividía en sectores: la zona de escritura, la de los oficios y documentación, la de los libros y revistas en estudio. En la entrada se encontraba una pequeña estantería; allí había utensilios para el té y el café, y algunos comestibles, todos ubicados en perfecto orden; a la izquierda reposaba un armario que contenía un lavamanos; las plantas de la oficina eran muy bonitas, puestas al lado de la ventana continua a la salida externa de las áreas comunes del instituto. Al principio algunas veces me invitaba a su Abenbrot, pero luego lo hizo siempre. Eran momentos muy agradables en los que hablábamos de otras cosas: política, religión, Alemania etc. Me llamaba por teléfono y me decía: “Abenbrot ist fertig” y colgaba. Cuando llegaba, toda la mesa portátil (fabricada por él mismo) se desplegaba, muy bien dispuesta con florecitas (cortadas por él), con velas, todo era preparado con delicadeza y gusto. Yo me sentía muy privilegiada de poder contemplar esto. Quiero resaltar que siempre preparaba su mesa así, aunque fuera a cenar solo. De esta manera puede aprender muchas cosas de las costumbres de la alimentación de los alemanes. El profe Apol estaba permanentemente pendiente de mí; por ejemplo, notaba que yo no había almorzado (no sé si premeditadamente) y cuando salía del baño encontraba una canasta con té, café, panes, quesos y embutidos. Se le convirtió en un rito bajarme café después de que hacía su siesta del almuerzo. Cuando me quedaba hasta la madrugada trabajando y, por tanto, no llegaba temprano al día siguiente, el profe Apol me llamaba por teléfono, para preguntarme por qué no había llegado. Debido a que yo no tenía oficina y andaba con todos mis corotos de un lado para otro, él hablo en el instituto para que me asignaran una oficina. El espacio que me designaron fue en su oficina; eso me hizo muy feliz, porque así podía estar más con mi profe Apol. Sin embargo, yo había olvidado que éramos personas muy diferentes, por lo que el cielo se convirtió en mi infierno, pues mi profe tenía sus sentidos de percepción hiperagudos, por lo que el movimiento de mis piernas mientras yo trabajaba, a pesar de que estábamos distantes y de espaldas, lo perturbaba; o cuando movía el lápiz de un lado para otro entre mis dedos, ese ruido lo desconcentraba, o el hecho de que yo estuviera moviendo giratoriamente la silla lo desconcentraba. En verano, el calor era insoportable; este país está muy preparado para el frío, con sus sistemas de calefacción, la construcción de las edificaciones, etc., pero no lo está para el verano y el calor; por ejemplo, en el instituto no hay aire acondicionado. El primer verano que estuve con el profesor, en esta época él pasaba la mayor parte del día en su jardín. Yo, como persona del trópico, sin pensar, cuando llegaba, abría la ventana y las puertas dizque para refrescar el ambiente. En uno de los días de más calor de aquel verano, el profe Apol llegó inesperadamente. Cuando encontró todo abierto, se puso energúmeno, furioso, porque había permitido con esto que entrara el calor; no podía entender cómo se me ocurría esto, porque si yo estaba en ese nivel académico, no podía permitir esto. Él, en los veranos, cuando se ocultaba el sol, abría las ventanas y puertas para que se aclimatara la habitación con el frescor de la noche, y muy temprano antes de que saliera el sol, cerraba ventanas y puertas; todo esto me lo dijo con el detalle más increíble. Y aunque esto me sonó raro y exagerado, era totalmente cierto; incluso lo comprobé aquí en Colombia. Así que, por fortuna, tuve algunos problemas con internet, por lo que fue la oportunidad perfecta para retorna a mi “sin-espacio”. La primera navidad que me tocó a su lado fue muy conmovedora, ya que yo sabía que él estaba solo y que no la pasaría en familia, por lo que preparé una cena con las deliciosas recetas de mi madre; dispuse en la cafetería del instituto una mesa con decoración de navidad, lo llené de velas y le compré un libro como regalo. Ese día, el profe Apol no había estado en las horas de la mañana, por lo que quedó en revisarme el trabajo en la noche. Cuando llegó al instituto me llamó y le dije que si podía bajar un momento; cuando el profe vio todo esto solo para él, sus ojos se llenaron de lagrimas sin derramar ninguna, se rió mucho y estaba feliz. Me dijo: “Muchos años sin tener una cena de navidad”. Todo le gustó, todo se lo comió, incluso lo que sobró se lo llevó para su casa. El libro que le regalé le encantó, era de su amigo de infancia Gunter Grass. Él también me obsequio un libro, con una hermosa tarjeta de navidad. Así estuvimos hasta las diez de la noche, conversando y compartiendo; luego nos dedicamos a revisar mi tesis. Fueron muchas las recomendaciones que me dio para que fuera más eficiente, más productiva, para que no estuviera absorta en mi trabajo, hasta el punto de olvidarme de mí misma. Por eso me insistía en la necesidad de hacer deporte, de caminar entre la naturaleza, en contemplar el cielo, las estrellas, sacar un momento para observar un atardecer, ver caer la nieve. También me insistía en la alimentación, con disciplina en el horario, balanceada y complementada, por lo que me regalaba frascos de vitaminas que él también consumía. Asimismo, me habló de las actividades paralelas a la academia que uno debía realizar, de la importancia del contacto con la tierra. Él cultivaba sus rosas y estaba pendiente de ellas según la estación, tratando de mantenerlas en un lugar adecuado en su finca, con la temperatura y la humedad adecuadas. Además, tenía árboles frutales a los que les brindaba todo su cuidado: manzanos, cerezos, peros, duraznos y ciruelos; incluso me llegó a describir algunas particularidades de sus árboles. Era tan generoso que cuando recogía sus cosechas, llevaba al instituto una canasta llena de manzanas y peras, y le colocaba un letrero que decía: “Estas frutas fueron cultivadas con todo el empeño para la salud de quienes las comemos. ¡Buen provecho!”. En una oportunidad, el vigilante le preguntó si tenía muchos árboles de manzanas y él le contesto: “unos cuantos”. El vigilante, insistente, lo inquirió: “¿Cuántos?”, y él respondió tranquilamente: “Como cincuenta”, y eso eran sólo los manzanos… Luego le pregunté qué hacía con la producción de esos árboles, y me confesó que se la regalaba a algunas familias extranjeras de bajos recursos, aunque tenía proyectos de vender para recoger algunos fondos que serían enviados a entidades de beneficencia que él ayudaba. También cultivaba yerbas aromáticas y especias; luego las recogía y secaba para el consumo. Degusté algunas de ellas, como menta, yerbabuena, orégano y tomillo. Él me expresó su gusto por arar la tierra y cultivar; de hecho, algunas veces llegó al instituto con pantalones muy cortos de blue jean y botas de trabajo muy sucias, como vestigio de trabajos con la tierra. Para él fue una fascinación entrar en el mundo computacional actual, el acceso a las bases de datos biológicas. Parte de mi trabajo fue con secuencias de ácido desoxirribonucleico (DNA) y estas bases de datos, así que jugábamos con ellas y cada día teníamos más preguntas, más ideas. En realidad, esto también me fascinaba a mí, era darle rienda suelta a la creatividad, a la imaginación, al pensamiento; las ideas que surgían de ambos de verdad eran geniales. El profe Apol revisaba todo el trabajo en papel, por lo que gastaba y gastaba cartuchos de tinta; él cortaba con tijeras y pegaba con pegante, mientras yo lo hacía en el computador. Varias de las mesas de la biblioteca estaban llenas de las impresiones de las secuencias, clasificadas y organizadas escrupulosamente. Pero toda esta magia, todo este encanto se fue desmoronando, cuando el dinero y la situación del estado terminal de mi padre me hicieron pisar tierra. Le comenté al profe Apol la necesidad de terminar, pero me respondió: “Un doctorado debería durar por lo menos diez años”, y yo le contesté: “Estoy completamente de acuerdo, pero yo soy colombiana, no tengo dinero y mi papa se está muriendo”. El profe Apol realizó un sinnúmero de cartas para que mi beca fuera prorrogada; incluso, en un período en el que dejé de recibir la beca, me prestó €2.500 (que posteriormente le pagué). Mi estado anímico estaba deteriorado, porque me sentía prisionera en Alemania; llegué a pensar en dejarlo todo tirado, para volver con mi papi y luego ver cómo salía de ese problema. Para ese momento yo ya había vuelto a mi “sin-espacio”; las cenas o tomas de café las hacíamos en otro lugar, por lo que no frecuentaba su oficina. Pero en uno de los días en el que el profesor no fue en las horas del día, por alguna razón que no recuerdo tuve que ir a su oficina. Cuando abrí la puerta, encontré todas las secuencias en los escritorios, las paredes, en cuanta superficie era posible, perfectamente clasificadas, catalogadas, rotuladas y con notas de indicaciones. Mi primer pensamiento fue la película Beautifull mind. En un sentimiento fugaz, sentí que ambos nos estábamos enloqueciendo; yo quería fotografiar esto, pero no lo hice por respeto a mi querido profe Apol. En medio del llanto, busqué lo que necesitaba y luego me fui a tomar un café y fumar un cigarrillo. Por fortuna, fueron sentimientos y pensamientos provocados por el desespero. Lo más hermoso de esto fue acercarme a su humanidad, a la complejidad de su cerebro, para comprender que esto no era más que el testimonio de su brillantez y su genialidad. Luego entendí que aunque esta metodología podría clasificarse como anticuada y engorrosa, permite que tus pensamientos fluyan mejor. Podría escribir muchas anécdotas que llenarían páginas y páginas, pero esto fue una breve historia de mi búsqueda por un profesor con una escala y gama de valores que me enseñaron, me estimularon y, sobre todo, marcaron una huella en mi historia. El profe Apol es el profesor que sin duda mereció todas las manzanas que le obsequié.