morir y resucitar con cristo

Anuncio
ANDRÉ FEUILLET
MORIR Y RESUCITAR CON CRISTO
La muerte de Cristo debe ser asumida por el cristiano paulatinamente: empezando en el
bautismo, luego, día a día, por la mortificación, para culminar en el morir físico
definitivo. Pero a la vez la resurrección de Cristo nos irá invadiendo; el gozo del
cristiano será éste: que la resurrección de Cristo viva en él, a través de la ,muerte de
Cristo hecha muerte propia. Este es el pensamiento de Pablo: la muerte y la
resurrección refiriéndose a la vez a la vida corporal y a la vida espiritual; y el cristiano
incorporándose paulatinamente a la muerte y resurrección de Cristo.
Mort du Christ et mort du chrétien d’après les épîtres pauliniennes, Revue Biblique, 66
(1959), 481-513.
Le Mystère Pascal et la Résurrection des chrétiens d’après les épîtres pauliniennes,
Nouvelle Revue Théologique, 79 (1957), 337-354
MUERTE EN EL CALVARIO
El hecho fundamental que nos servirá de punto de partida, es que el Cuerpo de Cristo
fue clavado en la cruz por nosotros, y que de esta muerte brotó la vida: "porque si uno
sólo murió por todos, consiguientemente todos hemos muerto" (2 Cor 5, 14). Pero.
hablando con justeza ¿en qué consiste esta participación de todos los hombres en la
muerte de Cristo Y No se trata, evidentemente, de una participación en la muerte física
de Jesús, puesto que sólo Él murió su muerte en este sentido. ¿De qué se trata pues?
Para responder a esta pregunta debemos estudiar de raíz toda la concepción paulina
sobre la muerte de Cristo y nuestra muerte.
Un estudio de la mentalidad judía acerca de la muerte, mentalidad de la que,
naturalmente, participaba Pablo, nos hará captar el sentido de revolución salvadora que
la muerte de Cristo tiene sobre el tradicional concepto de muerte.
Toda la tradición judía establece una íntima ligazón entre los conceptos de muerte y
pecado. Sólo algunos textos más antiguos -lo que induciría a pensar en una verdadera
"evolución" del sentido de la muerte para la mentalidad judía- hablan de ella como
término normal de la existencia: Abraham, por ejemplo, muere "cargado de días" (Gen
25, 8). Pero en cuanto se la considera como la interrupción violenta de las relaciones
con Dios --porque en el reino de los muertos no se alaba a Dios-, entonces aparece
como un estado odioso, como un castigo... Bien explícito es el texto del Eclesiástico
(25, 24): "Por la mujer comenzó el pecado y por causa deella moriremos todos".
Por eso, bien opone O. Cullmann frente a la concepción griega (según la cual la muerte
es un fenómeno natural, que da acceso a una vida ulterior, na tural también), la
revelación juego-cristiana, que ve en la muerte una catástrofe, algo ligado
intrínsecamente al pecado, una destrucción de la creación, sólo remediable por la
intervención de Dios en Cristo muerto y resucitado.
Cuando Pablo habla de la muerte, se hace necesariamente eco de esta concepción
judaica. La llamará: "salario del pecado" (Rom 6, 23). Una potencia auténticamente
ANDRÉ FEUILLET
demoníaca había establecido su reino en el mundo al amparo del pecado de Adán:
"reinó la muerte" (Rom 5, 14).
De ahí que al asumir en sí mismo la muerte, Cristo se solidariza con la humanidad, en
cuanto pecadora. En un sentido mucho más pleno que los antiguos animales
expiatorios, que cargan con los pecados del pueblo; e incluso de un modo infinitamente
más perfecto que Moisés o Jeremías y tantos otros, que interceden por los culpables y
ponen en juego su vida para cumplir su misión (precursores de la figura profética del
"siervo de Yahvé"), Cristo lleva a su término esta línea de expiación sustituyendo
definitivamente en el patíbulo de la cruz a los verdaderos culpables.
Pero su inocencia, opuesta radicalmente a la muerte espiritual, (origen de la física),
desintegra el viejo sentido de la muerte; es más, cambia de signo el concepto mismo de
muerte. Si la muerte no formó parte del primer plan de Dios, porque es consecuencia del
pecado, Cristo, al someterse a ella, no la ha suprimido; la ha transformado de arriba
abajo. En adelante, morir es la suprema manifestación de obediencia y amor, es el
medio de acceso a Dios, es un paso y un anticipo hacia la resurrección gloriosa. Y es tan
legítima la sustitución que de nosotros hace Cristo en la cruz, que nos comunica su
misma capacidad de victoria sobre el complejo muerte-pecado. Decir que Cristo nos
convirtió en la cruz significa que nos ha dado la fuerza de que nosotros mismos nos
convirtamos a través de nuestra muerte transformada. Justamente, pues, se atreve a decir
san Pablo que "todos hemos muerto en Cristo" (2 Cor 5, 14), es decir. que en la muerte
de Cristo la humanidad entera está virtualmente muerta, desgajada de la vida del
pecado.
MUERTE BAUTISMAL
Muerto fundamentalmente con Cristo en el Calvario, en el sentido que acabamos de
señalar, el cristiano debe ir asimilándose gradualmente a esta muerte de Cristo que le
resucita; y ha de empezar a morir con Cristo por el bautismo. El bautizado es asociado
por el rito sacramental a la Pasión de Jesús, como si él mismo la hubiera sufrido.
Constantes son las alusiones de san Pablo a esta realidad: "¿,No sabéis que cuantos
hemos sido bautizados en Cristo, hemos sido bautizados (sumergidos) en su muertes
(Rom 6, 3); y poco después: "nos hemos convertido en un mismo ser con Cristo por una
muerte semejante a la suya" (6, 5); "nuestro hombre viejo ha sido crucificado con Él
para que este cuerpo de pecado fuese destruido" (6,6).
¿En qué consiste esta unificación con Cristo, que produce el bautismo? Si se cae en la
cuenta de que para Pablo la muerte y resurrección de Cristo son siempre hechos
históricos, irrepetibles, creemos que se trata de una incorporación al Cristo actual, que
sigue llevando en sí los efectos de su pasión y resurrección: la muerte al pecado y, por
ella, la vida nueva del Espíritu, recibida continuamente de la mano del Padre. Pero sea
cualquiera la explicación que se dé de la presencia de Cristo muerto y resucitado en
nosotros (O. Cassel y otros), el hecho es que "a todo bautizado, y para su remedio, se le
comunica la pasión de Cristo, como si él mismo hubiese padecido y hubiese muerto"
(Santo Tomás, 3 q 69 a 2).
Existen exege tas y teólogos que en la mística de san Pablo sólo ven el aspecto subjetivo,
la fe desplegada en plenitud; sin embargo el bautismo confiere a la mística paulina un
ANDRÉ FEUILLET
cariz ontológico que no se puede descuidar: el bautismo, recibido con fe, enlaza
realmente al hombre con Cristo; y precisamente por esto le comunica una nueva vida.
En efecto, Cristo al someterse a la ley de la muerte, hizo algo mejor que suprimirla: la
transformó en fuente de purificación y de vida. ¿Cómo iba a suprimirla cuando su
propia muerte era la manifestación suprema del agapè (Rom 5, 8; Gal 2, 20)? Por esto,
su sacrificio en el Calvario tuvo más bien como finalidad arrastrar a los hombres en el
mismo movimiento de caridad, y por tanto inducirlos a morir como el mismo Cristo
murió. Por esto la muerte es ya para el cristiano, como lo fue para Cristo, el preámbulo
obligado antes de acceder a una nueva vida. Ahora bien, si el cristiano está ya
parcialmente en posesión de la nueva vida, esto significa que, parcialmente por lo
menos, ha realizado también él su paso por la muerte. Este pasar por la muerte ha tenido
lugar en el bautismo: "Vuestro cuerpo ha muerto (y no "es mortal") por razón del
pecado" y antes (Rom 6, 10-11): Cristo ha "muerto al pecado una vez por todas... y
vosotros mismos miraos como muertos al pecado".
Algunos interpretan el texto "El que ha muerto, no está en deuda con el pecado" (Rom
6,7) atribuyendo a san Pablo una aplicación a la muerte mística del aforismo jurídico
clásico ("la muerte libera de todas las deudas"). Sin embargo Pablo va más hondo:
enlaza la muerte física y la muerte mística; el discípulo que se une místicamente a la
muerte de Cristo escapa ya por esto mismo al reino del pecado y no debería volver a
cometerlo jamás.
Por esto para Pablo, la muerte del cristiano, en su esencia, es ya un hecho pasado; no en
vano, con la Biblia, une Pablo íntimamente la idea de muerte a la idea de pecado, y el
cristiano ha muerto ya al pecado. Por esto escribe muy bien H. Riesenfeld: "La muerte
debe considerarse como un todo repartido entre diferentes momentos: lo que llega al fin
de la vida terrestre no es sino el cumplimiento final de lo que ya hemos realizado en
parte en el momento del bautismo... La muerte, a la vez la pasada y la que aún
esperamos, reciben su sello de lo acaecido en el Gólgota. La muerte aparece allí con
todo su horror de juicio sobre la existencia humana caída (Jn 12, 31). Pero es también
entonces cuando la muerte dejó de presentarse, de una vez por todas, como algo
definitivo y desesperanzado (I Cor 15, 55).
MORTIFICACIÓN
El bautismo no transforma al hombre más que fundamentalmente: hace posible y
fecundo el esfuerzo moral subsiguiente, pero no lo reemplaza (en san Pablo, y en
general en todo el Nuevo Testamento, la salvación no tiene nada de mecánico). Por eso,
el cristiano que muere con Cristo en el bautismo, debe esforzarse todos los días. en
morir un poco más a todo lo que no es Cristo. Así como la resurrección bautismal lleva
consigo un imperativo de renovación constante, del mismo modo la muerte bautismal
exige una vida de mortificación, de crucifixión, que actualice lo realizado en germen en
el rito sacramental. "Habéis muerto (en el bautismo), y vuestra vida está escondida con
Cristo en Dios... Haced morir vuestros miembros terrenos" (Col 2, 3 y 5).
Las mismas pruebas, que no dejan de abatirse sobre los fieles discípulos de Cristo, son
como una muerte anticipada, y a la vez una prolongación de la de Cristo: "Muero cada
día" (1 Cor 15,31), "El hombre exterior se desmorona en nosotros" (2 Cor 4, 16). La
vida cristiana consiste en estar siempre más "configurado con Cristo en su muerte" (Fil
ANDRÉ FEUILLET
3, 10); y por esto es concebida como un sacrificio que prolonga el del Calvario, y que
como él, reemplaza la liturgia imperfecta de la antigua alianza: "Os exhorto, hermanos,
por la misericordia de Dios, a ofrecer vuestros cuerpos en hostia viviente, santa,
agradable a Dios: este es el culto espiritual que debéis dar" (Rom 12, 1). Y cuando
Pablo tiene conciencia de cumplir lo que faltaba a las "tribulaciones de Cristo en mi
carne en favor de su Cuerpo que es la Iglesia", no se refiere, según creemos, a un CristoCabeza que deba ser completado por su Cuerpo (concepción ajena a san Pablo) incluso
en sus sufrimientos, sino que las "tribulaciones de Cristo" de Col l, 24 son lo mismo que
los "padecimientos de Cristo" de 2 Cor 1, 5: las pruebas de Pablo, llamadas pruebas de
Cristo, porque Cristo vive en su apóstol y prolonga en él su muerte vivificante.
Pero si Cristo "ha sido entregado por nuestros pecados", "ha resucitado por nuestra
justificación" (Rom 4,25). Es decir, la doble muerte del cristiano: muerte inicial del
bautismo y muerte cotidiana inherente a la práctica de las virtudes cristianas, no son
sino el revés de la trama de un misterio de vida divina que afluye en el alma del fiel.
"Estoy crucificado con Cristo; y si vivo, ya no soy yo, sino Cristo quien vive en mí"
(Gal 2, 19-20).
Resulta ya consolador oír afirmar a Pablo que, unidos a los de Cristo, los sufrimientos
de los cristianos e incluso los de la creación entera, solidaria de su rey el hombre; no
pueden ser en modo alguno inútiles, ya que son el doloroso alumbramiento de un
mundo nuevo (Rom 8, 17-22). Pero el pensamiento del apóstol no atiende únicamente al
porvenir glorioso, sino que la "dóxa" (gloria) es en sus escritos un don ahora ya actual.
"Cristo, resucitado de entre los muertos, no muere ya; la Muerte ya no tiene poder sobre
Él. Su muerte fue una muerte al pecado una vez por todas; su vida es una vida para
Dios. Y vosotros, de igual modo, teneos por muertos al pecado pero vivientes para Dios
en Cristo Jesús" (Rom 6, 9-11). Si la muerte, término inevitable del pecado, no tiene ya
poder sobre Cristo, tampoco tiene ya poder sobre el cristiano que vive la gracia de su
bautismo. Se presiente ya aquí que un hombre así no muere del mismo modo que uno
que haya rehusado a Cristo. "Si vivís carnalmente, moriréis, pero si por el Espíritu dais
muerte a las obras del cuerpo, viviréis" (Rom 8, 13).
A los ojos de Pablo la condición del cristiano es pues una paradoja: es una muerte que
es una vida, y una vida que le rebasa y llega a ser vida para muchas otras almas, ya que
el sacrificio del cristiano, dependiendo del de Cristo, contribuye a salvar el mundo. El
misterio del Viernes Santo, unido indisolublemente al de la mañana de Pascua, se
prolonga en la vida de los discípulos de Jesús; san Pablo es el primero que lo
experimenta, y en un grado eminente. "Llevamos continuamente en nuestro cuerpo los
sufrimientos de muerte de Jesús, a fin de que la vida de Jesús se manifieste también en
nuestra carne mortal. Así la muerte realiza su obra en nosotros, y la vida en vosotros" (2
Cor 4, 10-12). "Se nos tiene por gente que va a morir, y he aquí que vivimos; por gente
a quienes se castiga, pero sin matarlas; por afligidos, y estamos siempre alegres; por
indigentes, y nos creemos ricos; por gente que nada tiene, y lo poseemos todo" (2 Cor 6,
9-10).
LA MUERTE DEFINITIVA
Lógicamente, según lo que llevamos visto hasta aquí, la concepción de Pablo sobre la
muerte definitiva del cristiano, la que pone punto final a su morar terrestre, debería estar
ANDRÉ FEUILLET
"en la línea de la mortificación progresiva de la sarx (carne), producida por la
aceptación de la flaqueza carnal; no tiene otro papel que llevar a su término este
sumergirse en la muerte". Y de este modo "la muerte física consuma la muerte
sacramental" (F. X. Durwell).
Pero no es fácil ver si Pablo cree esto, porque habla pocas veces de este tema, y los
pocos textos en que lo trata, presentan peculiares dificultades. En efecto, los dos textos
clásicos al respecto (2 Cor 5, 6-7; Fil 1, 23) son de época posterior a las cartas a los de
Tesalónica, y representan una clara evolución del pensamiento escatológico de Pablo;
más aún, estos textos pertenecen a cartas plagadas de términos típicos de la filosofía
estoica, tan vulgarizada en aquella época (vg. el cuerpo humano comparado a un vaso
de arcilla, la fuerza inquebrantable en la prueba; la oposición entre hombre exterior y
hombre interior, la "desnudez" del alma separada del cuerpo, etc.), y esto puede llevar a
creer que la concepción escatológica del Pablo de estas cartas, es una concepción de
inspiración helenística, opuesta a su primera concepción judeocristiana.
Sin embargo, vamos a analizar estos textos a la luz de toda la doctrina paulina sobre el
morir con Cristo, y veremos que Pablo sigue fiel a su línea de siempre a la hora de
enfrentarse con el punto final de nuestra existencia terrestre, la muerte definitiva.
Antes, sin embargo, citemos un tercer texto de Pablo, muy claro a este respecto. San
Pablo, que presenta la vida cristiana como un sacrificio que prolonga el del Calvario,
anuncia también su propia muerte con imágenes sacrificiales: "Si mi sangre ha de
derramarse en libación sobre el sacrificio y oblación de vuestra fe, estoy orgulloso de
ello y me alegro con todos vosotros" (Fil 2, 17). Y este texto está en la línea del
pensamiento judío: ya el libro de la Sabiduría, siguiendo los salmos 16, 73 y otros,
presentaba la muerte del justo como un holocausto acepto al Señor, que no puede
interrump ir su intimidad con Él: "Los ha probado como el oro en el crisol; los ha
aceptado como un holocausto" (Sab 3,6).
Abandonar el cuerpo y habitar junto al Señor (2 Cor 5, 6-B)
Antes de abordar el texto veamos lo que le precede. En 5, 1 habla Pablo de un edificio
no construido por mano de hombre que nos debe consolar de la pérdida de nuestro
cuerpo. Este edificio, si atendemos a la alusión a Me 14, 58 cuando Cristo habla del
Templo que El reedificará en tres días, y si recordamos el contraste entre el Adán
terrestre y el celeste (1 Cor 15, 42-43), parece referirse al Cristo glorioso, resucitado
como primicias de la nueva creación, cuyo cuerpo glorioso incluye virtualmente los
cuerpos gloriosos de todos los cristianos. Esta morada celeste que poseemos ya desde
ahora, nos debe consolar. Más aún, el deseo de Pablo y los hermanos es revestir este
Cristo celeste sin tener que pasar por la muerte (1 Cor 15, 49, 52-54). Este deseo es
normal en un cristiano que posee ya las "arras del Espíritu" (5,5) (la resurrección
inaugural del bautismo), qué aguijonea al cristiano a desear con todo deseo la
participación plena en la vida de Cristo.
Y llegamos ya a nuestro texto: estas mismas arras del Espíritu fundan también la
confianza inquebrantable del cristiano ante la muerte: "Así pues, llenos de seguridad y
sabiendo que habitar este cuerpo es vivir en destierro lejos del Señor, porque
ANDRÉ FEUILLET
caminamos en la fe y no en la clara visión... Estamos, pues, llenos de seguridad y
preferimos abandonar este cuerpo para ir a morar con el Señor" (5, 6-8).
Ya hemos hablado de los resabios helenistas de este texto; comprobemos sin embargo
cómo Pablo da un sentido totalmente suyo a los términos que importa del estoicismo.
Si considera Pablo como un destierro el vivir aquí abajo lejos del Señor, no es porque el
alma esté encarcelada en el cuerpo al modo platónico, sino porque el cristiano muerto y
resucitado con Cristo no pertenece ya a este mundo de acá, sino que, por lo mejor de sí
mismo, está ya "donde Cristo se sienta a la diestra de Dios" (Col 3, 1).
Tampoco al hablar de "desnudez" del alma que deja el cuerpo, se entretiene Pablo en
consideraciones sobre su liberación y salvación, sino sólo en "escoger morada junto al
Señor": el destino más envidiable sería lograr la glorificación corporal sin necesidad de
pasar por la muerte, pero esto es un privilegio reservado a los que vivan cuando venga
el Señor, y como no sabe si será uno de éstos, prefiere dejar el cuerpo e irse ya con el
Señor.
Tampoco el hombre exterior, que se opone al hombre interior, es el cuerpo griego que
se opone a la razón; el hombre exterior, que se desmorona día a día, es el cuerpo y todo
el siquismo humano que se crucifica a diario: "continuamente llevamos en nuestro
cuerpo los padecimientos de Cristo entregado a la muerte" (4,10); y el hombre interior,
que se renueva cotidianamente bajo la acción de las mismas penas que le hacen
participar en la pasión del Salvador, es el mismo hombre, su personalidad invisible, en
cuanto transformada por la muerte y vida de Cristo. Por eso, cuando el apóstol
considera una ganancia abandonar el cuerpo para ir a Cristo, no piensa en el
encarcelamiento del alma, sino en consumar la destrucción del hombre exterior y con
ella el perfeccionamiento del hombre interior; y éste es el que sobrevive cuando
desaparece la tienda terrestre, y el que, abandonando el cuerpo, va a habitar con Cristo.
En el pasaje de la carta a los Filipenses, que estudiaremos a continuación, cuando Pablo
habla de "habitar en la carne", se refiere sin duda alguna a la sarx semítica, al hombre
en cuanto perecedero y corruptible. Y ahora vivimos encerrados en esta carne, en este
cuerpo sometido a las exigencias de la muerte, cuerpo no espiritualizado aún y donde
todo lo mortal no ha sido aún "absorbido por a vida" (5,4); por eso, mientras tanto, no
podemos hacer otra cosa que suspirar por el fin de este destierro contradictorio, en el
que deben convivir las arras del Espíritu y el "cuerpo de, muerte", y en el que gemimos
por ver al Señor ya sin velos.
Pablo se lamenta de no poder ver al Señor, impedido por su cuerpo esclavo del pecado y
por tanto destinado a la muerte: "Ay de mil ¿.Quién me librará de este cuerpo de
muerte?" (Rom 7,24). Pero ya el sacramento del bautismo ha inaugurado este morir
insoslayable: "Si Cristo está en vosotros, el cuerpo está muerto a causa del pecado; pero
el espíritu está vivo por la justicia" (Rom 8,10). Y este morir es el que culmina en el
abandono del cuerpo al fin de nuestra existencia.
En resumen, Pablo mantiene su concepción moral y mística de la muerte, a cien leguas
de la concepción dualista griega que concebía al alma como perteneciente a un mundo
totalmente diverso del de la materia.
ANDRÉ FEUILLET
Una ganancia irme y estar con Cristo (Fil 1,23)
"Para mí, ciertamente, vivir es Cristo, y morir, es una ganancia. Sin embargo, si vivir en
esta carne me permite trabajar con fruto aún, dudo en escoger... Me siento prisionero de
esta alternativa: por una parte deseo irme y estar eón Cristo, lo que sería preferible con
mucho, pero por otra parte habitar en la carne es más urgente para vuestro bien."
Nos encontramos de nuevo aquí con términos griegos profundamente transformados por
el apóstol. En primer lugar la muerte como ganancia es un lugar común en la literatura
griega, pero el motivo es totalmente otro. En efecto, para el griego es ventajoso morir a
fin de librarse de una existencia que juzga demasiado dura (nos hemos acostumbrado a
considerar al helenismo como la juventud del mundo, la nostalgia de una humanidad
adolescente, los ojos claros de niño que la vida no ha ensombrecido; en la realidad el
alma griega es dolorosa: "¿quién expresará la tristeza de los trágicos?" (Festugière); lo
contesta a Prometeo que le anuncia "un océano de desventuras" además de las que le
colman ya: "¿Qué ganancia es para mí todavía vivir? ¿A qué espero para arrojarme
desde este áspero acantilado? Precipitándome al fondo, me libraría de todos mis dolores.
Más vale morir de una vez que sufrir miserablemente cada día". Y en su apología
Sócrates supone un instante que la muerte es un sueño en el que el hombre no, ve nada,
ni siquiera en sueños: "qué maravillosa ganancia debe de ser morir" en tales
condiciones: ¡incluso el gran rey juzgaría preferible a todas las otras una noche tal, en la
que se puede dormir tan profundamente! Y aun en Josefo, los árabes vencidos por
Herodes consideran la muerte como una ganancia).
Totalmente diversa es la mentalidad del apóstol, para quien las tribulaciones son una,
gloria: "llevo en mi cuerpo los sufrimientos de la muerte de Cristo",(2 Cor,, 4,6), y, para
quien los privilegios de que gozaba antes de su conversión no son considerados como
ganancia, sino como pérdida, más aún, como inmundicias; la única ganancia a la que
aspira es Cristo, o más exactamente, aspira a .conocer el poder de su resurrección por la
"comunión en sus padecimientos". Por esto, la muerte definitiva, corona de la del
bautismo y de la cotidiana mortificación, no puede ser para el apóstol más que un
inmenso beneficio, y por el mismo título, que lo fue la muerte de Cristo: por ser la
manifestación suprema del agapé que ha salvado al mundo. En pocas palabras, la
muerte definitiva permite al cristiano comulgar, de un modo mucho más perfecto que
hasta ahora, en la muerte vivificante de Jesús. Por esto el apóstol había ya escrito en el
v. 20: "Cristo será glorificado en mi cuerpo, sea que yo viva, sea que muera".
Existe sin embargo, un segundo problema: la expresión "estar con Cristo" reviste aquí
un carácter de identificación mística, en oposición al parecer, al carácter apocalíptico
del "estar con Cristo" de las cartas a los tesalonicenses; el primero sería de influencia
mistérica y helénica, mientras que el segundo sería de carácter judeo-cristiano. Hemos
de reconocer que en la escatología del apóstol ha habido una evolución, en la que el
encuentro con el helenismo ha jugado un buen papel; sin embargo, no se puede negar
que ya en las primeras epístolas Pablo habla de la unión mística. con Cristo (él ha sido
"empuñado por Cristo" desde el encuentro en el camino de Damasco, los tesalonicenses
poseen ya ahora los bienes escatológicos, y en primer lugar el don del Espíritu) y en sus
últimas epístolas continúa esperando con igual fuerza la Parusía. Asípues, Pablo tiene
una misma visión al comienzo y fin de su carrera, visión en la que el encuentro místico
con Cristo lleva a un encuentro físico y parusíaco con Él: la resurrección espiritual lleva
a la resurrección corporal gloriosa. Analicemos más despacio todo esto.
ANDRÉ FEUILLET
Las primeras concepciones del apóstol contienen en germen lo que el helenismo y su
experienc ia cristiana le llevará, a explicitar más adelante; sin embargo estos gérmenes
son sólo gérmenes, y si no ¿por qué, para tranquilizar a los tesalonicenses sobre la
suerte de los hermanos difuntos, no les presenta más que la esperanza de la resurrección
final? Pero el pensamiento del apóstol evolucionará; de este texto a los tesalonicenses (1
Tes 4, 14): "Si creemos que Jesús ha muerto y resucitado, también los que han dormido
por Jesús, Dios los conducirá con El", pasa a este texto a, los romanos (6, 5,8): "Si
hemos llegado a ser una sola cosa con Cristo por una muerte parecida a la suya, también
lo seremos por una resurrección parecida... Si hemos muerto con Cristo, creemos que
viviremos también con Él". En este último texto la resurrección parece ser la misma
resurrección final de las cartas a los tesalonicenses, pero la muerte es aquí ya la muerte
del bautismo; los gérmenes de unión mística con Cristo, existentes ya en las cartas a los
de Tesalónica, empiezan ya a tomar, forma concreta en el morir con Cristo bautismal;
de ahí se pasará a concebir la existencia cristiana como un ir muriendo al pecado, que
tiene su principio en el Calvario (2 Cor 5; 14), y que llega a su término en la muerte
definitiva "por Cristo" o mejor "en Cristo:" (1 Tes 4,. 16; 2 Cor 15,18). Para indicar lo
que sucede con el fiel después de la muerte, Pablo ha echado mano en un cierto grado
de la terminología griega, pero sin renunciar por ello a los, grandes principios que guían
su doctrina.
Hemos indicado que Pablo, en el texto citado de la carta a los Romanos; no llama
resurrección a la vida nueva ganada en el bautismo; más adelante la llamará así. Estos
confirma nuestra tesis de que el progreso doctrinal en el apóstol consiste en subrayar,
cada vez con más fuerza, que los bienes escatológicos son ya desde ahora una realidad
en nosotros. Y estos bienes escatológicos, místicos ahora y visibles en el futuro,
consisten en nuestra asimilación a Cristo muerto y resucitado; asimilación a Cristo, ya
presente en los mismos sinópticos: las grandes predicciones de la pasión son seguidas
del anuncio de los sufrimientos de los discípulos, y también se, tiene en cuenta la
participación en el triunfo de Cristo (Mc 14,25; Mt 19,2829; Lc 22, 28-30).
Constantemente participa el bautizado en la muerte vivificante del Salvador, hasta su
muerte propiamente dicha que será el cumplimiento de esta participación; y
constantemente también el bautizado comulga en; la resurrección de su Señor; la
resurrección de los cuerpos al fin de los tiempos será la última etapa del triunfo de la
humanidad rescatada sobre la muerte; hasta esa fecha la victoria permanecerá
imperfecta, e inacabada la vuelta á Dios de la humanidad.
Así se explica que la espesa de la Parusía permanezca en primer término en el
pensamiento del Apóstol, incluso cuando trata explícitamente de la suerte de los
difuntos inmediatamente después de su muerte, como en la segunda carta a los Corintios
y en la de los Filipenses. El encuentro con Cristo inmediatamente después de la muerte,
por más dulce que pueda aparecer, no es la salvación de todo el ser del hombre, no es la
realización perfecta del plan de Dios sobre la humanidad; y por eso a los ojos del
apóstol, este encuentro es aún una etapa provisional. Su gran esperanza está en la
Parusía; de ella saca el consuelo en el sufrimiento, y el valor en los peligros; hacia ese
"día" radiante, el día por excelencia, el último en el sentido de meta última de la.
historia religiosa de la humanidad, hacia ese día es hacia donde Pablo orienta los
pensamientos y los corazones de sus convertidos.
En resumen, morir es una ganancia para el apóstol, porque le permitirá "ganar a Cristo":
acabará de identificarse con la muerte de Cristo y por eso mismo tendrá acceso ya a
ANDRÉ FEUILLET
Cristo glorioso; su ser y su vivir serán ya totalmente Cristo muerto y resucitado; y esta
identificación mística será a la vez real, y. no deberá esperar más que la resurrección
gloriosa y comunitaria de la humanidad; pero ya desde ahora podrá estar con Cristo su
hombre interior y esto de un modo real. Realidad que no es sino la otra cara de la unión
mística: sólo existe una unión con Cristo, a la vez mística y real.
LA RESURRECCIÓN
Antiguo Testamento
El Espíritu de Yahwé resucitará a su puebla volviéndolo del destierro (Jer 31, 31-34; Ez
37), pero esta :resurrección colectiva y nacional, será a la vez una resurrección espiritual
de los individuos: el mismo Espíritu que ha de dar al pueblo su vida. nacional, será
quien comunique a sus miembros la verdadera vida religiosa, limpia de toda ganga
sospechosa, vida de sinceridad, de rectitud, de docilidad a la Ley, y el nuevo pueblo será
con toda realidad un pueblo fiel. Notemos de paso la imagen empleada por Ezequiel el
Espíritu que reanima los huesos. blanqueados, los viste de carne y nace un gran ejército;
entre los semitas la frontera entre la imagen y la realidad es mucho más imprecisa que
entre nosotros;. y la fe en la resurrección general de los cuerpos, inexistente en Israel
antes de este texto, a partir de aquí está ya en vísperas de nacer.
Lo que Ezequiel había predicho al hablar de la regeneración por el agua y el Espíritu, el
salmista se lo aplica a sí mismo en el Miserere y lo llama una creación (12a): tan
profunda es esta regeneración.
La realidad figurada
Pablo ha sido testigo de la gran regeneración del mundo en Cristo; y sus cartas están
más llenas de ella que los mismos evangelios, ya que Pablo vive después de los
acontecimientos decisivos, después de la muerte y resurrección de Cristo. Como dice
felizmente Schweitzer: se trata de la misma montaña, pero mientras Jesús la ve todavía
delante de sí, el apóstol tiene el vivo sentimiento de haber traspuesto ya sus primeras
cumbres. Ciertamente Pablo continuará oponiendo el mundo presente, y el mundo
venidero, como lo hacía el judaísmo contemporáneo; pero para Pablo existe ya desde
ahora este mundo venidero, que Cristo ya ha inaugurado. Esta es la paradoja del
cristianismo: la coexistencia de dos mundos que se oponen.
Cristo es para Pablo el Adán celeste; lo que quiere decir que su destino señala el
nuestro. Y nuestro destino de resucitados lo empezamos a asumir ya en el bautismo.
Esta resurrección es lo mismo que el don de Espíritu, ese mismo Espíritu que en el AT
era el principio de toda vida y de toda renovación espiritual.
Y este Espíritu nos debe ir conformando día a día en la resurrección de Cristo; el
bautismo ha sido un lanzamiento hacia la Parusía; y la eucaristía debe ser lo mismo:
"cada vez que comáis este pan y bebáis este cáliz, anunciaréis la muerte del Señor hasta
que venga" (1 Cor 11,26) Los sacramentos, unidos al acaecimiento histórico del
Calvario y de Pascua, y orientados hacia el retorno definitivo de Cristo, son ya un
preludio y un gustar de antemano nuestra glorificación definitiva.
ANDRÉ FEUILLET
En las cartas a los tesalonicenses, Pablo no estaba preocupado por contraponer las
riquezas de la nueva justicia cristiana al orgullo farisaico de la Ley o la sabiduría inútil
de los griegos (Romanos, Gálatas, 1 Corintios), sino que acentuaba sobre todo las
riquezas que aguardan aún a los cristianos y que se mostrarán en la Parusía. Por esta
razón, esas primeras cartas no se preocupan tanto de la resurrección interior del cristiano
por una vida moral de mística unión con Cristo crucificado, sino más bien de la
resurrección gloriosa de los cristianos en los últimos tiempos. Sin embargo, incluso en
estas epístolas la resurrección gloriosa no puede deslindarse de la resurrección
espiritual, y ésta es la riqueza mayor de la escatología paulina.
Resurrección corporal y resurrección espiritual
En primer lugar alcalicemos la esperanza de una vida de ultratumba entre los
contemporáneos de Pablo. En el mundo estoico se pensaba en la supervivencia del alma.
En el mundo judaico también sé creía en la supervivencia del espíritu humano, e incluso
se discutía sobre la resurrección de los cuerpos (si resucitarían desnudos o vestidos,
enfermos o sanos, etc). Los primeros cristianos viven deslumbrados por el hecho que
funda su fe: la resurrección corporal de Cristo; por este motivo, no siguen el camino
intelectual que siguen hoy numerosos teólogos (inmortalidad del alma y al fin de los
tiempos reunión de ella con el cuerpo, sino que de golpe, se instalan en la resurrección
final de todo el hombre. Esto explica que en las cartas a los tesalonicenses Pablo no se
plantee el problema del destino inmediato del hombre después de morir; sólo poco a
poco irá desenvolviendo todas las virtualidades que encierra la concepción cristiana, y
recorriendo, un. camino de retroceso desde la Parusía, se planteará la suerte del cristiano
al abandonar su cuerpo; entonces, usará de términos que le ofrece el helenismo para
explicitar que el hombre luego de morir está ya con Cristo.
Sin embargo; cuando Pablo se siente movido a hablar de la suerte del hombre después
de su muerte, no lo hace para tranquilizar, pequeñas inquietudes burguesas y egoístas de
los cristianos, sino más bien para ligar la resurrección y supervivencia del hombre a la
resurrección en el espíritu iniciada en el bautismo y continuada toda la vida. Por
ejemplo, el gran texto de la resurrección, en el capítulo 15 de la primera carta a los de
Corinto se dirige sobre todo a contrarrestar las concepciones materialistas de la
resurrección. En efecto, a los cristianos de Corinto, no les debía resultar difícil admitir
la supervivencia del alma humana, creencia extendida en el mundo griego; en cambio,
les debían repugnar las materialísticas explicaciones rabínicas sobre la resurrección de
los cuerpos, explicaciones que debían ver implícitas en la concepción cristiana de la
resurrección. Y Pablo reacciona contra este materialismo judaico de la resurrección,
como ya antes había reaccionado Cristo ("serán como ángeles en: los cielos" Mc 12,25);
y reacciona enlazando la resurrección a nuestra incorporación al Adán celeste por el
bautismo, cuya divina faz debemos esforzarnos por reproducir en nosotros cada vez
más. La resurrección es pues, la eclosión de esta figura celeste que se va formando en
nosotros.
Esta concepción paulina debería ser tenida más en cuenta por la teología occidental; en
el oriente, por el contrario, es la concepción predominante: lo primero que se estudia es
la divinización del cristiano por la resurrección de Cristo, y desde ese punto de mira está
presente siempre la idea de nuestra resurrección; el cristiano de nuestras regiones no
tiene estas preocupaciones; le basta tranquilizarse acerca de la suerte de su alma después
ANDRÉ FEUILLET
de la muerte. Faltos de este dinamismo hacia la resurrección final con Cristo, eclosión
de nuestra resurrección interior, nuestra escatología se ha empobrecido hasta el punto de
convertirse en conjunto de cosas a estudiar: "De ultimis rebus", "Quid sit ignis
purgatorios?", "Utrum visio Dei sit per speciem", etc.; ha pasado de ser una eclesiología
en acción a ser una física de las últimas cosas (Congar).
Y sin embargo, Pablo vive inmerso en el gran drama, iniciado en el Paraíso, que llena la
Biblia entera, y en el que todos somos actores, o al lado de Dios o al de Satán;.y Pablo
anhela el desenlace de esta lucha gigantesca entre el Bien y el Mal, entre Dios y Satán,
entre la Muerte y la Vida; desenlace maravilloso, victoria definitiva de la humanidad,
que arranca a Pablo estos gritos de entusiasmo: "¿Dónde está, Muerte, tu victoria?
¿Dónde, Muerte, tu aguijón? El aguijón de la muerte es el pecado; y la fuerza del
pecado es la Ley. ¡Pero gracias sean dadas a Dios que nos da la victoria por Cristo
nuestro Señor!" (l Cor 15, b5-57).
Nótese el tiempo empleado aquí por san Pablo: el presente. La victoria celebrada por el
apóstol es un presente, es ya realidad, porque Cristo ha resucitado ya y nosotros
participamos ya en su resurrección. Y sin embargo la victoria perfecta no deja por eso
de ser objeto de esperanza escatológica: sólo "cuando nuestro ser mortal se haya
revestido de inmortalidad", y haya sido por fin destruida la Muerte, entonces podremos
lanzarle el reto: Muerte, ¿dónde está tu victoria?
Esta paradoja de un triunfo, a la vez presente y futuro, expresa perfectamente la doctrina
de san Pablo sobre la condición del cristiano y su escatología.
Tradujo y condensó: JOSÉ M.ª GARCIA DE MADARIAGA
Descargar