ENSAYO_11 diagramar

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 EL LUGAR DE LOS NIÑOS EN LA ÉPOCA DE LA INDEPENDENCIA EN
COLOMBIA
Olga Nubia Higuita
Génesis Quintero Valderrama
Jaime Alejandro García González*
Responde a la pregunta6. ¿Cómo era la vida de los niños campesinos en medio del
conflicto social de hace 200 años? (Fabio Matallana, Grado 6, Maripí, Boyacá).
RESUMEN
En este ensayo se hace un recorrido histórico para determinar el lugar del niño en Colombia
entre los siglos XVIII y XIX: aunque los niños hacían parte de la sociedad de estas épocas, su
papel ha sido poco documentado. Generalmente por diferencias que se presentaron a la hora
de identificar la edad socialmente legitimada, lo que ha generado la sensación de
inexistencia. A pesar de esta aparente inexistencia, a los niños se les pudo encontrar en las
diferentes instituciones sociales (la familia, la Iglesia, la escuela) las cuales marcaron
algunas de las etapas que ellos tenían que vivir.
La percepción de niño que se tenía en América y por ende en Colombia, era inicialmente
producto de la influencia europea, la cual tuvo una gran importancia a la hora de construir
los espacios en los que se desenvolvería la infancia de acuerdo con el género y la condición
social. Sin embargo, al existir en América una mezcla entre blancos, negros, indígenas y
mestizos, el concepto y el lugar del niño presentaron algunas modificaciones que quedaron
legitimadas y sedimentadas en los imaginarios de la sociedad.
*
Fundación Universitaria Luis Amigó, sede Medellín, Facultad de Psicología.
INTRODUCCIÓN
Dado que se habla de unos siglos en los que la mayoría de la población colombiana era
campesina, donde incluso los centros urbanos marcaban apenas algunas diferencias con
respecto a la vida rural, el indagar por el lugar de los niños en la época de la Colonia y de la
Independencia encierra una preocupación por el papel que ocupaba la infancia como una
etapa del desarrollo y los niños percibidos como actores sociales, en un contexto pre
moderno, Colonial, multicultural y de guerra.
El abordaje de ese papel se hace desde las ciencias sociales, específicamente desde la
psicología social (interaccionismo simbólico) a partir de un ejercicio investigativo que
permite una aproximación a la realidad del contexto y a la cotidianidad de la época,
reflejada en distintas fuentes.
En la revisión de antecedentes realizada acerca del niño en el siglo XIX en Latinoamérica,
se ha encontrado que el niño es mencionado predominantemente en el campo laboral y en
su participación en las guerras, pero ha sido poca la información del rol que tenía en la
familia, la importancia como tal de esta etapa del desarrollo y cómo se concebía, qué clase
de educación recibían los niños y cómo eran tratados dependiendo de su clase social o raza.
En Colombia, las investigaciones se han enfocado principalmente sobre la participación del
niño en las guerras civiles, ya que la construcción teórica se ha elaborado al mismo tiempo
que se dio la guerra de la Independencia, sin darle un lugar relevante a su participación en
este evento, pues en realidad el niño era considerado simplemente como un objeto más.
Ante la ausencia de otros estudios sobre este tema, se realizó una indagación sobre el rol
del niño y su representación social en la sociedad colonial.
Al parecer, el concepto de niño en las Américas en el momento de la Independencia fue
influenciado por la colonización europea durante tres siglos; por ello, se constata que la
situación de los niños era muy similar a la que se vivía en Europa entre los siglos XVIII y
XIX .
Pero aún así, los grupos culturales autóctonos (negros, indígenas y mestizos) tenían dentro
de su estructura y desde sus prácticas, un concepto diferente de niño que, aunque los
conquistadores intentaron desarraigar, es evidente que dichos grupos se las ingeniaron para
conservarlo, al igual que lo hicieron con gran parte de su identidad cultural.
EL NIÑO, EL JUEGO Y LA SOCIEDAD
Si se hace un recorrido histórico por el concepto de niñez, se podrá encontrar cómo éste
apenas es mencionado, o ni siquiera es tomado en cuenta. El niño era considerado un mero
proyecto de hombre (Delgado, 1998), y la niñez era una etapa por la que se debía atravesar
para comenzar a ser productivo. Estos eran conceptos provenientes de Roma, Grecia y
Esparta, que fueron traídos a América en el proceso de conquista, transmitidos a través de
la palabra y que quedaron sedimentados en la cultura; entendiendo la sedimentación desde
el interaccionismo simbólico como “un legado que se puede transmitir a través del
lenguaje, sin el cual el ser humano no podría hallarle sentido a su biografía” (Berger &
Luckmann, 1998, p. 91); por esto, cuando se mira a un niño, no sólo es él lo que aparece
ante los ojos, es también toda una historia, toda una tradición; decía el Rector de la
Universidad de Salamanca en su poema a los niños, (citado en Delgado, 1998, p. 171) :
Mira a ese niño; ¡cuántos siglos sobre él […] generaciones!
Su cabecita rubia sostiene el peso de vidas por millones.
¡Qué antiguo es ese niño!, ¡cuántos han muerto para que él naciera!
¡En él cuajará la historia! […].
“La sedimentación, es también el conocimiento que va quedando como producto de la
interacción y los hechos socio-simbólicos, y se convierte en la base de las construcciones
socioculturales” (Tobón, 2010). Un ejemplo de lo que es un sedimento, se puede apreciar
cuando en un recipiente se depositan agua y algunos granos de maíz, apreciando cómo
algunos suben y cómo otros se quedan en el fondo. Lo que está en el fondo es el sedimento,
que para propósito de esta investigación representará a las diferentes culturas, que
desprenden algo suyo para aportarlo a la construcción de una nueva sociedad.
Los individuos basan su diario acontecer en los recuerdos que tienen de las experiencias
vividas anteriormente, ya sean propias o ajenas. El comportamiento humano está pues
ligado a partir del conocimiento que se ha internalizado a través de la historia en cada
sujeto, a los significados que las sociedades anteriores han construido para transmitir de
generación en generación. Estas historias; contadas por sus protagonistas, socializadas a
través del lenguaje, y que luego fueron adjudicadas como propias por otros sujetos
haciendo así parte de una cultura; son las que le dan al individuo sus bases para interactuar
y pertenecer a un grupo determinado: éste, al asumir esas historias como suyas, adquiere
unas normas y un saber que también debe transmitir a futuras generaciones.
Fue de este modo como en el proceso de conquista y colonización, los españoles
violentaron las tradiciones indígenas al invadir su territorio. Además de esta violencia con
el indígena, forzaron aún con mayor fuerza las tradiciones africanas al traer a los nativos a
otro continente, con un nuevo lenguaje y con unas reglas ya institucionalizadas y puestas en
funcionamiento por una comunidad, generalmente dominada por blancos, que marcaban y
asignaban unos roles específicos a las otras comunidades raciales o culturales y que eran
por lo general degradantes para ellos, obligando a estas comunidades a legitimar con
abnegación estos actos para poder sobrevivir en la sociedad. De esta manera, una cultura
como la colombiana y la latinoamericana, no sólo son producto de lo traído por los
conquistadores, sino el resultado de todas aquellas tradiciones que han quedado en el
inconsciente de las comunidades (como un sedimento) y que se han amalgamado para dar
explicación a lo cotidiano y a lo específico.
Aunque se haya tratado de someter a los indígenas y a los negros a una especie de
programa de aculturación para que perdieran todo rastro de lo que eran, se puede apreciar
cómo, de acuerdo al grupo étnico al que pertenecían, cada objeto y cada situación tenía una
representación social diferente para ellos como comunidad, pues en el siglo XIX cada
división racial y cultural tenía un lugar definido, desde el cual se posicionaban sus
integrantes para ver el mundo. Es así como se puede encontrar que “el juego, aún siendo
una necesidad que el hombre ha sentido desde siempre, más allá del momento histórico y
condición social por los que transite, en compañía o en soledad”1, no significa lo mismo
para el niño de raza negra que para el de raza blanca; para el primero, en un juego “como el
de los caballitos”, era él el caballo (un animal sometido), mientras que para el segundo este
mismo juego implicaba ser el jinete.
“Habían niños esclavos que, bajo las órdenes de niños libres (blancos), se ponían en cuatro
y hacían de bestias. […] Por lo visto, al menos a los ojos de las personas libres, cargar
sobre la espalda al futuro dueño no era trabajo, era simple diversión” (Florentino & Góes,
2007 p.182-183). Es más, se encontraba que “algunas familias compraban muleques,
esclavos pequeños, para que acompañaran a sus hijos, jugaran con ellos y los divirtieran”
(Rodríguez, 2004, p. 268). Podemos encontrar incluso descripciones en la literatura de la
forma cómo funcionaban las relaciones entre los niños blancos y los de otras razas, de
acuerdo con los imaginarios existentes en la sociedad; esto se puede apreciar en el cuento
de Tomás Carrasquilla de 1890, “Simón el Mago”:
Simón, describe a Frutos, su cuidadora (una negra que había sido esclava)
como una mujer que tenía ideas de la más rancia aristocracia, y hacía unas
distinciones y deslindes de castas de que muchos blancos no se curan: no
me dejaba juntar con muchachos mulatos, dizque porque no me tendrían el
suficiente respeto cuando yo fuera un señor grande (p.17).
Como se puede ver, no sólo los blancos prohibían a sus niños jugar con los de otras razas:
sus cuidadores, que aún siendo negros o mestizos también se encargaban de inculcarles a
los niños-amos esta mentalidad de diferencia racial, desconociendo lo que simbólicamente
implica el acto de jugar:
El juego infantil tiene como objetivo conectar al niño con la sociedad por medio
de objetos y acciones que imitan la vida cotidiana de los adultos. Los juguetes
más antiguos (reproducciones en miniatura de enseres domésticos, animales o
personas) cumplían esta función: familiarizar al niño con el uso de objetos
1
Nota del editor: Datos incompletos del autor.
manejados por los adultos y al mismo tiempo desarrollar en él sentimientos
afectivos y satisfacer su necesidad posesiva2.
El juego es una parte importante en el desarrollo de todo ser humano, aunque muchas veces
no se le reconozca como tal. Los niños cuando juegan no sólo están imaginando desde lo
abstracto, sino que también van incorporando el reconocimiento que ellos tienen de los
objetos de su entorno; por lo tanto, van interiorizando todo aquello que los otros desean
inculcar dentro de su formación. Dicho de otra manera, el juego es la forma como lo niños
hacen aprehensión de las normas, reglas y valores, de acuerdo con su naturaleza. Es así
como en las distintas etapas de la vida de todo ser se le puede concebir como un “homo
ludens, un ser que juega a ser otro” (Carmona & Tobón, 2006, p.72).
Cabe resaltar que los niños del siglo XIX tenían una interacción más directa con su entorno a
través de los juegos, pues el hecho de tener que usar su imaginación y los recursos que el
medio les ofrecía para crear su diversión y recrear su mundo, les permitía usar los elementos
que tuvieran a su alcance:
Obviamente los niños no tenían juguetes o tenían muy pocos, entonces
ellos inventaban sus juguetes y sus juegos, con base en cosas que habían
aprendido a construir, trompos, latas, rueditas, aros, animalitos […] El día
sábado los niños se despertaban un poquito más tarde y su rutina consistía
básicamente en ir al río a lavar la ropa, su propia ropa, o a veces ropa que
les encargaban, era un poco entre juego y trabajo (Serrano, 2010).
Si bien es cierto que ellos construían sus juguetes, también es cierto que muchos de ellos,
los que no provenían de familias adineradas, debían construirlos para el entretenimiento de
otros:
Mi mamá y mis tías, nunca llegaron a jugar, ellas no tenían muñecas.
Cuando se sentaban con la mamá, mi abuelita Juana, se sentaba a remendar,
entonces las ponía a hacer muñequitas de trapo, hacerles caritas, que los
bracitos, pero nunca hacían uso de ellas, sino que las hacían y después se las
daban a otras muchachitas, porque a ellas no les permitían jugar […] ellas
decían que nunca tuvieron amistades ni amigos, sólo se dedicaban a
trabajar, a las labores domésticas, decían que nunca pudieron disfrutar de la
niñez (Valderrama, 2010).
Situaciones como estas no sólo se presentaban en Colombia, puesto que en Europa se tenía
un pensamiento similar con respecto al juego y a la crianza de los hijos, lo que se puede
observar en cartas personales como la de Harrower (1735) enviada a su esposa, en la que le
aconsejaba el cuidado de su hija y, refiriéndose al tema, aclaraba: “mantenla apegada a su
2
Nota del editor: Datos incompletos del autor.
costura y al hilado y a cualquier ocupación doméstica conforme lo indiquen sus años y no la
eduques en la pereza o en el juego” (citado en Pollock, 1990, p. 272).
Cuando se busca en los anales de la historia del juego, se puede encontrar que existían
diferencias con respecto a los espacios en los que se podía desarrollar de acuerdo con el
género y la raza. Por lo general, el juego de las niñas se daba en el interior del hogar,
consistiendo muchas veces en aprender su rol como madres y esposas (jugando con sus
muñecas y enseres domésticos); por el contrario, para los niños el juego se podía presentar
tanto en el interior como en el exterior del hogar, recreando su rol masculino. Por otro lado,
en América los niños blancos tenían mayores posibilidades de tener juguetes (animados o
inanimados), ya que muchos de estos fueron traídos de Europa o hechos por sus sirvientes;
para los de otras razas, tener un juguete propio era mucho más complicado (cuando no eran
ellos mismos los juguetes de otros). Por lo tanto, recurrían a lo que su medio les ofrecía
(Rodríguez, 2004), “como mis abuelos no tenían juguetes, cogían luciernaguitas y las metían
en frascos y jugaban a que eran velitas” (Valderrama, 2010).
Partiendo desde allí, también la transición entre niño y adulto se vivía de una manera
diferente para estas comunidades, debido a procesos como la socialización primaria; donde
se construye el primer mundo del individuo gracias a las primeras relaciones con aquellos
que ya están inmersos en la sociedad (familia o cuidadores), y quienes son los indicados
para transmitir al niño todos aquellos elementos (primeras reglas sociales, relaciones
afectivas) que muchas veces se presentan como dogmáticos (ya que han sido cargados
previamente de afectos), y así crear una identidad con la cual el niño sea capaz de asumir de
manera acertada los diferentes roles que la socialización secundaria tiene para él, esto es:
“cualquier proceso posterior que induce al individuo ya socializado a nuevos sectores del
mundo objetivo de su sociedad” (Berger & Luckmann, 1998, p. 166):
La niñez de mi papá fue parecida a la mía, la misma educación que le
daban a los padres de él era la misma educación que me daba él a mí,
porque él aprendió del papá de él a ser bravo con nosotros, a que teníamos
que obedecer. […]Nosotros estudiábamos y trabajábamos; nosotros al
medía día salíamos de la escuela y llegábamos a la casa y almorzábamos;
como el potrero mantenía mucho maleza nos mandaba a desvastonar el
potrero con una barra (Román, 2010).
Teniendo en cuenta estas condiciones, la labor del niño y el lugar que ocupaba no estaban
muy claros en ese contexto, histórico y social, ya que para la época éste no era un asunto
importante ni para el Estado, ni para las instituciones sociales (la familia, la escuela y la
Iglesia), puesto que no existían leyes de protección a la infancia que garantizaran el
desarrollo integral desde lo que eran: “niños” (teniendo en cuenta que estas leyes
empezaron a regir en el siglo XX con la promulgación de los derechos de los niños en
1989), mientras que sí existían pautas de comportamiento y mesura, para adoctrinarlos y
mantenerlos dentro de lo que la sociedad exigía.
Entonces, en este proceso de socialización y de las relaciones con el otro, el rol del niño en
el siglo XIX giraba en torno a lo que él desde su condición le aportaba a la sociedad, desde
su interacción social y del vínculo que lograba establecer en sus diferentes espacios. El
vínculo social se daba a partir de la estructura legitimada de la época y la realidad del niño
era lo que ya estaba planteado en la historia de su grupo cultural. El rol le era asignado
antes de su nacimiento; él se asumía como quien debía responder a las exigencias propias
de quienes le asignaban su papel dentro del círculo al cual pertenecía. Por ejemplo, si era
hijo de un herrero, el niño a su corta edad debía aprender el oficio, para así continuar con el
legado familiar y de esta forma dejar huellas que perduraran en el tiempo, para que sus
obras pudieran ser legitimadas y objetivadas en instituciones y a través de prácticas
humanas que han regulado el comportamiento del individuo, y que han creado pautas que
lo canalizan en una dirección determinada. Este proceso de canalización del niño, es decir,
de insertarlo en las instituciones se lleva a cabo generalmente en conglomerados, que son
los encargados de insertarlo en la sociedad.
LA FAMILIA Y EL PROCESO DE SOCIALIZACIÓN PRIMARIA
En la familia, como encargada de la socialización primaria de los infantes, si bien es cierto
que los hijos eran la base del matrimonio, el lugar que tenían los niños no era muy
relevante, debido a factores tales como la muerte a temprana edad por abortos, infanticidios
y las enfermedades que se padecían en ese entonces (Sotomayor, 1999). Teniendo en
cuenta las diferentes condiciones sociales y razas, cada familia se separaba de sus hijos por
razones propias de su cultura.
Las familias blancas eran, por lo general, nucleares pero aún así debían alejarse de sus hijos
a muy temprana edad, por cuestiones escolares y sociales; las indígenas, la mayoría de las
veces no permanecían unidas, porque muchos de sus hijos debían estar en otros lugares, en
condición de agregados; las mestizas, siendo muchas de ellas madres solteras , eran
empujadas al abandono o la entrega de sus hijos a terceros; y en las familias de raza negra,
quienes muchas veces no podían llamarse familia puesto que sus hijos les eran arrancados
para ser esclavizados, incluso desde su nacimiento (Dueñas, 1997). Son éstas algunas de las
causas por las cuales no valía la pena ilusionarse o apegarse con un niño que se podría
perder fácilmente (Delgado, 1998).
Aunque en algunas de las familias estaba presente el padre, su rol no era significativo “en
los primeros tres años del proceso de crianza de los niños, pues la ley obligaba a las madres
a la crianza de los infantes hasta esta edad, después de la cual los padres asumían la
responsabilidad” (Twinan & Restrepo, 2009. p. 226). Debido a los factores ya
mencionados, el mundo social propiciado por la familia para los niños estaba enmarcado
por condiciones que establecían una dinámica en la que no se les permitía un vínculo
afectivo muy estrecho con sus representantes parentales, ya que se pensaba que “a los hijos
se debía tratar con mano dura, la madre debía tener una actitud mesurada en los afectos que
le daba a sus hijos, dado que demasiada ternura e indulgencia arruinaría su carácter y
constitución física” (Estrada, 2006, p. 121). Es más, “el trato de los padres con los niños era
completamente austero; no existía el mimoseo. Y cuando los niños besaban al padre, lo
hacían en la mano” (Rodríguez, 2004 p. 72).
Para el ser humano, la socialización primaria significa aceptar lo que la sociedad le ofrece
para la estructuración de su personalidad (Berger & Luckmann, 1998) así, la propia
interpretación de los acontecimientos sociales y las normas sea, en muchos casos, diferente
a como se les presentan.
Sin embargo, en este proceso de socialización, y sea cual fuere la postura del infante, éste
debe hacerse partícipe de los tres momentos que se requieren para lograr la vinculación
social: la identificación con otro y consigo mismo, la internalización de la norma y la
interpretación que el niño le dé a las cosas que salen a su encuentro. Son éstas sus
herramientas para su integración con otras sociedades.
Así, el sujeto se hace presente en cada pensamiento y en cada acción como participante,
compartiendo lo que esta sociedad le brinda, aunque eso no significa que debe comprender
todas las cosas tal y como se las presentan. Dentro de lo social existirán formas que no le
serán muy fáciles de aceptar, o que se interpreten de un modo diferente: con ello, su
socialización estará relacionada con el significado que representan dichas formas para él y
la comunidad en general. Esto se puede afirmar debido a que:
La perspectiva de la no existencia de la infancia propiamente, suponía que
los niños eran esencialmente adaptables, la sociedad tenía confianza en que
ellos se adaptaban y empezaban a proceder como adultos desde una edad
muy temprana y sobre todo eran muy autónomos, pues el padre y la madre
dejaban a los hijos solos mucho más temprano que ahora, los dejaban a
cargo de alguno de los hermanos, obviamente los niños chiquitos obedecían
a los mayores en todo, incluso mucho más que ahora: para la comida, para
vestirse, para dormirse (Serrano, 2010).
De este modo, la socialización primaria se convierte en un proceso importante en la
vida de todo individuo.
FORMALIZACIÓN DE LAS INSTITUCIONES EN LA SOCIALIZACIÓN
SECUNDARIA
La Escuela
Posterior a la socialización primaria, aparecen las instituciones encargadas de integrar al
niño a la sociedad, entre las que se puede encontrar la escuela aclarando que esta institución
no fue para todos, o no de la misma manera, puesto que acceder a ella requería de
condiciones especiales de acuerdo con la raza, la condición social y el género, y en las
cuales la Corona española y la Iglesia jugaron un papel crucial, instaurando la educación
como:
Instancia social reguladora del comportamiento humano, más por preceptos
religiosos y moralistas que por autonomía y libertad. En la antigüedad se
ahondaban esfuerzos en cuidar que los jóvenes no sucumbieran a las
tentaciones del cuerpo; se les consideraba débiles, frágiles y por ello
pecadores. Para evitar este destino, la educación se ofrecía (en un principio
sólo a los hijos de la nobleza) en instituciones alejadas de la vida ordinaria,
en monasterios retirados de su familia. Los jóvenes eran considerados
propensos a la tentación, débiles y con atracción por el mal, por lo tanto se
contemplaba necesario aislarlos del mundo exterior, ya que este es temido
como fuente de tentaciones. Había que vigilar al alumno para que no
sucumbiera a sus deseos y apetencias naturales (Vergara, 2009, p. 2).
Esta fue la educación que se instauró en Europa y que, con la llegada de los colonizadores,
se implementó en América. Debido a esto, en países como Colombia, sólo los que
demostraban pureza de sangre podían estudiar en las escuelas o colegios existentes, ya que
según Gutiérrez de Pineda (1999) (citado en Sánchez, 2005, p. 13) a los negros se les tenía
prohibida la educación y los indígenas sólo podían recibir la doctrina católica y el español.
La condición social, es decir el ser aristócrata o no, legítimo o ilegítimo, determinaba la
educación que el niño recibiría (Rodríguez, 2002), así: educación para el trabajo, donde se
les instruía en un arte u oficio (muchas veces siguiendo la tradición laboral de sus padres o
cuidadores, en el caso de los niños que no pertenecían a un grupo familiar y estaban
recluidos en los hospicios) y para los hijos de las familias aristocráticas, quienes serían los
próximos dirigentes del país, ésta podía ser impartida por un maestro contratado, en
internados o en escuelas dirigidas por la Iglesia, donde se preparaban para el sacerdocio o
en “oficios inútiles” (llamadas así en este tiempo las profesiones como el derecho y la
filosofía, entre otras) (Gaviria, 2010).
Podría decirse que esta separación de la educación, producto de la división de clases, se
presentó en casi todos los países latinoamericanos, ya que se pueden encontrar escritos
como los de Simón Rodríguez (citado en Sánchez, 2005, p.6) quién apoyó la educación
para las clases menos favorecidas:
Aquellos [los blancos y nobles] han de contribuir en bien de la patria
ocupando empleos políticos y militares, desempeñando el ministerio
eclesiástico, [los pobres] han de servirla con sus oficios no menos
importantes y por lo mismo deben ser igual atendidos en la primera
instrucción.
Dichas divisiones educativas son producto de la concepción del hombre para la educación,
desarrollada en España durante los siglos XVIII y XIX , de donde surgen posturas como la
del ministro español José del Campillo (citado en Delgado 1998, p. 138), quien planteaba:
No es menester en una monarquía que todos discurran ni tengan grandes
talentos. Basta que sepan trabajar el mayor número, siendo pocos los que deben
mandar, que son los que necesitan luces muy superiores; pero la muchedumbre
no ha de necesitar más que fuerzas corporales y docilidad para dejarse
gobernar.
A muchos hijos ilegítimos o naturales se les mantuvo al margen de la educación, por lo
menos en colegios privados y eclesiásticos, aun siendo sus padres hidalgos (Sotomayor,
1999). En las niñas, por otro lado, aunque existía la diferencia social, la educación estaba
basada en prepararlas para su rol en la sociedad como esposas y madres, siempre
inculcándoles el tratar de ser hacendosas: una mujer que estuviera preparada en el arte de
la cocina, costura, que fuese observante de los valores morales cristianos y que, además, se
abnegase en función de su familia y su esposo (Estrada, 2006).
El mismo discurso se produce de manera idéntica en la prensa de la época,
independientemente de la orientación del periódico, así vemos que los
voceros de la iglesia católica y la prensa liberal coinciden en su mensaje a
las damas: les recomiendan que se mantengan en la virtud, que sigan el
ejemplo de la Virgen María y que se dediquen a su función de esposas y
madres. Es esa, igualmente, la enseñanza que reciben las muchachas en los
colegios públicos y privados, laicos y religiosos (Quintero, 1996; citado en
Mannarelli, 2004, p.238).
Como lo menciona Estrada, en la época Colonial de la Nueva Granada, se pueden encontrar
escritos que hacen referencia de igual forma a la condición de la mujer con respecto a la
educación:
El conocimiento, y en esta medida el uso de la razón, no se tomaban entonces
como valores adecuados de una mujer, motivo por el cual debían esforzarse en
no parecer una persona instruida; por el contrario, su dominio se reducía al
ámbito doméstico y a los conocimientos que le fueran útiles para ser
transmitidos a sus hijos (2006, p.120)
Además, en la mentalidad de la sociedad con respecto a la educación y al ideal de mujer
que se tuvo a finales de los siglos XVIII y XIX , se pensaba que:
Aquellas que no eran educadas para “regir la casa”, cargo que se le establece en
el modelo oficial desde el cánon de la iglesia y del estado, si quieren ser
aceptadas socialmente se cuidarán de respetar los símbolos de la santidad y el
honor: o es monja o es esposa3.
Así mismo, en el convento Santa Clara, de Santa Fe de Bogotá,
[…] muchas niñas de familias pudientes eran ingresadas al convento de 8
ó 9 años, donde aprendían a bordar, leer o a tocar algún instrumento (esto
lo aprendían para reforzar su vocación), las que eran pobres, negras, indias
y mestizas también ingresaban al convento como monjas, para servirles a
las ricas y se diferenciaban de las primeras por usar un velo negro (Díaz,
2010).
En este tiempo, sin importar el género y la condición social, la educación que se recibía no
se basaba en la experiencia personal, sino en el otro, el maestro, quien era el protagonista de
la experiencia educativa; a éste se le adjudicaba la responsabilidad de formar al niño bajo las
prescripciones religiosas, autorizándolo a castigar físicamente al niño cuando éste se alejaba
de las normas establecidas:
Cuando ella era niña, si le alzaba la voz al profesor o profesora, ellas le
daban un reglazo en la mano o la arrodillaban en el patio de la escuela con
las manos arriba, hasta que la profesora quisiera. Y no se podían quejar
con los papás, porque ellos le daban a uno más duro. Ellos decían ¡por
algo sería! (Correa, 2010).
De prácticas como éstas, que eran legitimadas por toda una comunidad educativa (padres,
maestros y hasta los mismos alumnos) surgió una educación vertical, donde los niños sólo
eran receptores y no se ejercía una reciprocidad entre ellos y sus formadores: el término
alumno (sin luz) utilizado en la educación, es otra de las maneras para designar al niño, que
confirma el concepto que se tenía de éste como alguien que no aporta.
Los hospicios
Estos eran sitios donde ingresaban los niños, tanto legítimos como ilegítimos, que habían
sido abandonados por sus padres. Los primeros años eran cuidados por un ama de leche, y
cuando se consideraba que tenían edad para laborar, eran cuidados por un instructor, que les
enseñaría un arte u oficio, lo que sería considerado importante para su formación. El
abandono que se presentaba en estos lugares se puede categorizar en momentos y
circunstancias diferentes.
3
Archivo Histórico de la Nación [AGN] (Fondo Negros y Esclavos, cap. 1, doc. 8, Educación). “La esclavitud
en Colombia Testimonio: 150 años de su abolición; Instrucción sobre educación, trato y ocupación de los
esclavos, Aranjuez, mayo 31 de 1789”.
Los que eran dejados por sus padres a las pocas semanas o meses de
nacidos, lo cual habla de un cierto desapego familiar con respecto a estos
pequeños, actitud que mostraba que, o bien no se les quería desde antes,
pues eran producto de relaciones ilícitas o forzadas [esto para los niños
ilegítimos] , o que, ante dificultades graves como muerte, enfermedad o
pobreza extrema de los familiares, o enfermedades y defectos físicos de
los infantes, se optaba por deshacerse de ellos en un tiempo relativamente
breve, antes de establecer vínculos afectivos fuertes y acostumbrarse a su
compañía, y sin esperar mejores tiempos por venir [caso de los legítimos]
(Ávila, 1994, p. 280).
De esta manera se puede ver cómo algunos (los que eran abandonados de meses de nacidos)
iniciaban su socialización tanto primaria como secundaria en los hospicios, convirtiéndose
éstos en su primer mundo simbólico y siendo las personas que habitaban allí (llámese ama o
instructor) aquellas que ayudarían a los niños a conformar los primeros vínculos afectivos
necesarios en todo proceso de aprehensión de lo social.
En el caso de los niños que abandonaban allí siendo ya de edades más avanzadas su
socialización secundaría estaba marcada por este hecho, y es de suponer que les era más
difícil adaptarse a este entorno que para los que eran criados allí. Por el hecho de llegar al
hospicio a una edad avanzada, ellos ya habían tenido la oportunidad de tener un primer lazo
social con los otros significativos, como lo eran sus familiares de sangre, propiciando en
ellos una ruptura con su realidad subjetiva, puesto que aquello que creían dogmático (que es
lo que se muestra en la socialización primaria), se veía fragmentado de forma abrupta,
creando en los niños confusiones y situaciones difíciles de asumir ante la nueva realidad,
como lo era precisamente el ingreso al hospicio.
Para estos niños, lograr sobrevivir en los primeros años era más difícil que para los niños
que tenían a sus padres puesto que, aunque las reglas instauradas para los hospicios no
permitían que hubiera más niños que amas ni más amas que niños, existían casos en los que
no daban abasto para su atención, agregando que tenían que vivir con lo dispuesto por la
Iglesia y lo que las personas de buen corazón les ofrecían. Habría que decir también que
muchos niños llegaban con enfermedades que no podían ser atendidas. Una vez superada
esta etapa, se presentaba el obstáculo de la aceptación y la adaptación social.
La Iglesia
Como se puede observar, desde “la iglesia y la religión, que también desempeñaron un
papel importante en la definición de la niñez” (Lavrin, 1994, p. 44), se escribían las pautas
de comportamiento entre los iguales y los de raza inferior, pues ésta era parte esencial de la
comunidad, por no decir que era la base desde la cual se construía toda la sociedad, los
significados y significantes que se encontraban en ella. Esto es algo que se puede apreciar
desde la Conquista, ya que “los españoles llegaron a concebir que los indios pertenecían a
una especie diferente (esta operación se legitimaba en una manera menos amplia por una
teoría que “probaba” que los indios no podían descender de Adán y Eva)” (Berger &
Luckman,1998, p. 133); por ende, toda su descendencia estaría destinada a ser incorporada
a los mandamientos de la Iglesia , dejando atrás sus costumbres y creencias ancestrales.
Los indígenas “tuvieron la oportunidad” de convertirse al evangelio, pagar tributo y poder
ingresar a ciertas esferas sociales institucionalizadas (aunque no fuesen muy altas), siendo
considerados como “una persona a tutelar durante el virreinato, convirtiéndose en un
personable; no es persona, lo es en potencia y podrá serlo totalmente si sigue las vías del
desarrollo, si se integra a la sociedad” (Narváez, 2005, p.39); es por tal razón que a muchos
de sus hijos se les daría la posibilidad de recibir alguna instrucción.
Con los negros, provenientes por lo general de África sucedió algo parecido o incluso peor.
Como se sabe tuvieron que, además de aprender otra lengua, someterse a trabajos desde
muy pequeños que excedían muchas veces sus capacidades físicas. No tenían acceso a la
educación ni a ninguna instrucción en letras; además, su situación no mejoraba aunque
hubiera leyes que los protegieran, ya que desde la Iglesia se les concebía como seres en
pecado, “barberiscos o paganos por provenir de zonas no controladas por los católicos, por
lo tanto peligrosos en cuestión de fe”4 considerando de esta forma incluso profanas sus
tradiciones sagradas.
Como se lee en el libro Los rostros de ébano y canela: “[…] los representantes de la iglesia
no tuvieron en cuenta los valores religiosos de las culturas africanas. Y sustentaban que: la
esclavitud era un medio para entrar al reino de DIOS” (Segovia et al., 2005, p.104). Esta
concepción fue sedimentada por la sociedad y sustentada por una tradición oral que luego
fue tomando forma de ley, poniéndosele en marcha. De tal manera que aquellos nacidos en
tierras americanas, aquellos niños que comenzaban a establecer relaciones sociales y que se
encontraban bajo las normas de los blancos (amos) y las de su propia raza, fueron obligados
a vivir entre dos mundos: uno público (donde eran esclavos, muchas veces maltratados) y
otro privado (donde eran hijos de los dioses, de los orishas, donde eran amados), mundo
que debía ser disimulado y escondido, si no querían ser castigados.
En cuanto a lo que se refiere a los negros, es una historia que se esconde
mucho, cuando es mucho lo que les debemos a ellos, nuestra cultura en tanto
mestiza aprendió mucho de ellos y hay que reivindicarlos (Serrano, 2010).
Con ellos se trató, desde pequeños, de mantener la “minoría de edad”: se les limitó el
acceso a la instrucción y se les trató de aniquilar conceptualmente, que según Berger y
Luckmann (1998) “es la forma de negar la realidad de cualquier fenómeno o interpretación
de fenómenos que no encaje con lo ya legitimado”. Sin embargo, aunque los blancos
trataran de imponer sus creencias y religión, casi siempre a través de métodos coercitivos,
se puede observar que incluso aún hoy esto no ha tenido el resultado que se esperaba,
4
Archivo Histórico de la Nación [AGN] (Fondo Negros y Esclavos, cap. 2, De los alimentos y vestuario). “La
esclavitud en Colombia Testimonio: 150 años de su abolición; Instrucción sobre educación, trato y ocupación
de los esclavos, Aranjuez, mayo 31 de 1789”.
puesto que las comunidades afro-descendientes representan los acontecimientos religiosos
de una manera diferente con respecto a otras culturas. Esto puede simbolizar que los negros
esclavos, ya sea que fueran bozales5 o nacidos en territorio americano, al no encontrar
funcionalismo en lo nuevo que se les presentaba como “verdad”, pudieron haber
sincretizado lo católico con el elemento mágico propio de su cultura. Por esta razón al no
recibir educación institucionalizada, es probable que su instrucción fuese producto de la
tradición oral de sus ancestros (Gutiérrez & Pineda, 1999), siendo éste un medio para
mantener sus costumbres y la cultura de la que provenían, convirtiéndose en un objeto de la
conciencia individual (Berger & Luckmann, 1998) que les fuera útil en su momento.
Mantener sus tradiciones les podía dar un poder frente a los blancos, debido a que había
elementos mágicos y curativos que sólo ellos conocían (Gutiérrez & Pineda, 1999).
Si se mencionó a la familia como socializador primario, se podría denominar a la escuela,
los hospicios, la Iglesia, la sociedad y toda la dinámica que se mueve allí como
socializadores secundarios, ya que estas instituciones le demarcarían al niño cuál o cuáles
serían sus roles para el mañana delimitándole, incluso, las fronteras de su mundo. De esta
manera, se le afianzaba lo ya adquirido en la socialización primaria. Rubén Ardila (1986, p.
88), de una forma clara expone cómo “el aprendizaje cultural es la forma de modificarse el
comportamiento de acuerdo con los valores, actitudes y patrones de conducta de una cierta
cultura. En esto influyen también las subculturas, la clase social y la estructura familiar”.
IDENTIFICACIÓN Y REPRESENTACIÓN
Aunque los niños siempre estaban presentes en los grupos sociales; es decir, estaban
inscritos en ellos desde el momento en que nacían; el primer ritual con el que se
incorporaban a la sociedad era “el bautizo, realizado dentro de los tres primeros días. Junto
a la bendición se le da un nombre, que como se puede ver, tenía cierta significación
religiosa.” (Rodríguez, 2004, p. 267). Adquirir un nombre es adquirir una identidad, pues
cuando algo se nombra se legitima socialmente, manera por la cual el individuo es ubicado
y accede al mundo ya institucionalizado; el niño, con este rito, ya tiene un lugar en la
sociedad, así mismo se acepta y se reconoce como miembro de ella e igualmente asimila lo
que ésta le ofrece.
El bautizo se convierte entonces en una forma de incluir a los niños y sus familias en la
doctrina católica; podría decirse que en esa época era el primer rito de paso, tanto social
como familiar, pues incluía al niño en una comunidad católica y le daba el aval para
ingresar a una familia, ya fuese como miembro legítimo o ilegítimo:
No era lo mismo ser un hijo de un matrimonio formal, bautizado con la
presencia de ambos padres y de dos o más padrinos y tener por delante
todos los privilegios derivados de esa legitimidad, que ser hijo de una
relación ilícita, bautizado como hijo natural o de padre no conocido y
5
Negros recién llegados de África, que aún no habían aprendido el castellano.
dependiente de los esfuerzos de la madre para garantizar la sobrevivencia
(Salinas, 2004, p. 403).
Otra muestra de la importancia que tuvo el bautizo es la que se apreciaba en las
comunidades indígenas, debido a que les garantizaba que podían, además de acceder a
ciertas esferas sociales, liberarse del pecado en el que estaban. Para los esclavos negros,
quienes obtenían el nombre y apellido a través de sus amos (muchos llegaron hasta el rito
del bautizo), el bautizo era una ceremonia más que de prestigio social, para que
reconocieran su destino, y para que ellos y los demás de la comunidad estuvieran al tanto
de a quién pertenecían.
Otros de los ritos de paso, establecidos por la institución de la Iglesia y legitimados
socialmente, eran la primera comunión y la confesión:
La primera comunión entrañaba un paso ritual de la niñez neófita a la
responsabilidad cristiana; este acto era importante por el compromiso que
se adquiría con la iglesia y por la oportunidad que tenían de vestirse
diferente a como lo hacían en su vida cotidiana (Lavrin, 1994, p.44)6.
Era la ocasión para ponerse algo nuevo:
Ellas se vestían en esa época de vestido largo, el modo de vestir era siempre
sencillo, los muchachos con pantaloncito corto, con quimbas, y cuando
hacían la primera comunión, la hacían de vestido cortico o con vestidito
largo, les compraban su vestidito con la camisita blanca de manga larga
(Castrillón, 2010).
La confesión iniciaba la responsabilidad moral y espiritual. El derecho
civil y el canónico cerraban las puertas de la niñez y abrían las de la
adultez con la posibilidad del matrimonio entre los 12 y 14 años de
acuerdo con el sexo del sujeto (Lavrin, 1994, p.44).
El niño comprendía el mundo como se lo presentaba la sociedad o la clase social a la cual
pertenecía; su realidad estaba determinada por lo que los otros le mostraban. Desde la
adquisición de un nombre y un apellido, ya éste sabía qué lugar le había sido asignado
dentro de la sociedad, puesto que muchos apellidos provenían del oficio que desempeñaban
o de la región de origen de sus padres o amos. Un ejemplo de esto es el apellido “Barragán,
que provenía de la barraganía, término utilizado para designar a los hijos o dependientes
de los curas. Así mismo, Herrera, apellido que provenía del oficio de Herrero, y como estos
muchos otros apellidos” (Gaviria, 2010). Por ende, no se puede afirmar que para el niño no
6
Nota del editor: Referencia incompleta en el original y en proceso de verificación por parte de los autores.
era apropiado ser herrero o tejedor, o cualquier otro rol que se le asignara, puesto que
interiorizar todo esto era parte de su desarrollo tanto físico como intelectual. Además, “el
niño aprende que él es lo que lo llaman” (Berger & Luckmann, 1998, p.168).
Entonces, ¿qué pasaba con los niños que no habían recibido el apellido o que aún
recibiéndolo eran catalogados como ilegítimos?
Muchos de estos niños tuvieron una socialización deficiente, como resultado de ese
“accidente biográfico” (Berger & Luckmann, 1998, p.206) que habían sufrido, de ese no
poder encontrar un registro de su genealogía que los respaldara, debido a factores como la
mezcla entre razas y el honor:
La legislación sobre matrimonios prohibía los enlaces nupciales de blancos,
mestizos e indígenas con personas de raza negra y, por otro lado, era difícil
encontrar personas libres o blancas dispuestas a contraer matrimonio con
negras o mulatas, debido al descenso social que ello implicaba. La
posibilidad de un cambio en el estatus racial a través del matrimonio
interracial era casi imposible por el estigma de la esclavitud (Dueñas, 1997,
p.238).
[…] El honor colocaba las familias de las élites no sólo en un espacio
social, sino en un tiempo familiar. Una parte de él se heredaba, incluyendo
el concepto de pureza de sangre, ya que quienes pertenecían a los estratos
altos debían demostrar que sus antepasados no habían sido moros, judíos,
herejes o, en las colonias, negros o indígenas. […] Representaba la historia
de una buena familia, avalada por generaciones de matrimonios
santificados y nacimientos de hijos legítimos (Twinam, 1991, citado en
Sánchez, 2002).
En el caso de los esclavos, sus amos no les permitirían legitimar su unión a través del
matrimonio por no haber llegado a un acuerdo entre amos (Bermúdez, 2009, p. 46). Solo
después de la ley de libertad de vientres, todos aquellos que habían sido manumitidos7
pudieron contraer matrimonio, lo que permitiría además que sus hijos nacieran libres y
fueran considerados legítimos (Acevedo, 2001).
Para el interaccionismo simbólico, sin embargo, todos los seres humanos tienen una
socialización deficiente, ya que la sociedad no puede abarcar la totalidad del ser humano:
esto quiere decir que a pesar de las dificultades que se les presentaron al momento de
establecer las primeras relaciones, pudieron abrirse paso en la sociedad, muchos por medio
de sus labores (las que les eran permitidas), entablando una familia o acudiendo al llamado
de las armas (para aquellos partícipes en guerras ).
7
Manumisión, era otra forma de denominar la libertad para los esclavos.
Los hijos ilegítimos pudieron crecer y tener su primera socialización desde tres lugares
diferentes: con sus madres, que por lo general (y por la condición que les daba tener un hijo
ilegítimo) trabajaban en casas de familia como agregadas con sus hijos (Dueñas,1997, p.
232); en los hospicios, donde desde temprana edad estaban bajo la tutoría, primero de un
ama de leche y luego con un rector que dispondría la edad en la que debían ser productivos
(Delgado, 1998); y muchos otros alejados, viviendo en otros países o continentes para
poder adquirir otro estatus o nivel de vida. Esto último les sucedía a los hijos de los
hidalgos, quienes podían beneficiarse de algún reconocimiento, “dichos reconocimientos
podían ser privados o públicos” (Twinan & Restrepo, 2009. p. 203), convirtiéndolos en
hijos naturales o hijos de hidalgos, que aunque no les dieran el apellido, los enviaban donde
parientes o tutores para que los educaran y les ayudaran a cambiar su situación en nuevas
tierras. Esto se puede considerar como un desplazamiento geográfico y quizá muchos de
ellos, en algunos momentos, pudieron sentir que realmente no pertenecían a ningún lugar
(Twinan & Restrepo, 2009).
¿Qué tenían estos hijos ilegítimos en común, aparte de su ilegitimidad? Tenían una cantidad
de socializadores primarios, muchas veces no enmarcados dentro de un rol específico;
entonces, la socialización deficiente que una vez fue mencionada pudo haber sido producto
“de la heterogeneidad en los elencos socializadores”, quienes “mediatizan una realidad
común, pero desde perspectivas diferentes” (Berger & Luckmann, 1998, p. 209).
Para comprender esto último habría que asumir dos papeles: el de la madre, quien estaría
asegurando al niño ilegítimo (mestizo) que él está en un nivel mucho más alto que aquellos
que son negros e indígenas, que algún día podrá llegar a ser un hidalgo como pudo haber
sido su padre; y el del amo, quien para este caso sería el representante de lo social,
recordándole al niño que él era un ilegítimo, que no valía, ni podría llegar a ser alguien.
Desde ese momento y desde estas dos perspectivas que se le pudieron haber presentado al
niño en su primer acercamiento con lo social, convergen en un mismo mundo dos
realidades que le serían asimétricas y que en algún momento pudieron haberlo llenado de
dudas, convirtiéndose en elementos relevantes a la hora de su interacción con otros,
llegando a reconocerse como fulano de tal, el bastardo. “No es casual que cuando los
ilegítimos describían su estatus social, utilizaran explícitamente palabras cifradas tales
como “privado” y “secreto”, o “público” y “notorio”, para designar el grado de
reconocimiento por parte de sus parientes” (Twinan & Restrepo, 2009, p. 204).
Aunque con alguna identidad y reconocimiento dentro de la sociedad, los hijos ilegítimos
no aparecían como seres pertenecientes a ella, porque pertenecer implica, según PichónRiviére, (p.141)8 “una mayor integración al grupo”, es decir, una interacción con la
dialéctica grupal. Esto se puede apreciar en muchos escritos de la época, puesto que incluso
los padres, teniendo conocimiento del estatus que adquiría el niño, y aún siendo utilizados
8
Nota del editor: Referencia incompleta en el original y en proceso de verificación por parte de los autores.
para cumplir las labores que se les asignaban socialmente, no eran reconocidos como
participantes en los cambios sociales.
Si se mira desde el contexto, no era mucho lo que los niños podían hacer, puesto que solo
se modifica algo cuando se hace un aporte o se contribuye para que esto suceda; pero las
acciones de los niños no eran consideradas hazañas, sino parte de su identificación, lo que
debían hacer por tradición. Por ende, las acciones del niño ya estaban determinadas por la
clase social.
Desde este punto de vista, se podría decir que el niño era alguien que no tenía nada que
aportar a la sociedad. Pero, aunque no se le tenía en cuenta como un contribuyente
importante si era considerado miembro al internalizar las normas socialmente preescritas,
así él fuese muchas veces víctima de los abusos en pro del acatamiento de éstas. “En el caso
de normas para ‘roles’ socialmente definidos, el acatarlas y el no acatarlas deja de ser
optativo, aunque, por supuesto, la severidad de las sanciones pueda variar de un caso a
otro” (Berger & Luckmann, 1998, p. 98), como lo muestra Villegas del Castillo: “el genio
díscolo e inquieto de los menores era motivo suficiente para que los jueces permitieran que
los padres castigaran a sus hijos, desdibujándose la frontera entre el castigo y el maltrato o
abuso físico” (2006, p. 97). “A los niños se les castigaba a “juete”, hasta con un palo, les
daban con ramas de verbena hasta que les moreteaban las piernitas, ellos si les dieron duro”
(Castrillón, 2010).
Es más, en aquella época existía una ley llamada “ley del castigo” en la cual se facultaba al
padre para ejercer castigo, físico incluso, sobre sus subordinados (esposa, empleados e
hijos). (Mojica, citado en Rodríguez, 2004, p. 262).
Al haber asumido el menor su rol como miembro de una sociedad, (llámese familia, escuela
o filas militares) debía acatar lo que ésta dictara, así los castigos alcanzaran las magnitudes
antes mencionadas, que pudieron haber sido comprendidas como un castigo severo (para
los menores) y una forma de corregir (para los demás ). Aunque los niños hubieran tenido
un concepto diferente de esta acción, no tenían más opciones debido a que en aquella
época, aunque fuesen maltratados tan drásticamente, no contaban con leyes que los
protegieran (como las que existen ahora, como la Ley de infancia y adolescencia):
socialmente se les mostraba el castigo como la forma de proceder ante una acción
considerada errada, y se regían por la ley social del ¡así se hacen las cosas!
A pesar de esto, el proceso de identidad y desarrollo del niño se basaba en una dialéctica, es
decir, entre lo que la sociedad le atribuía y lo que él asumía. Es por esto que se puede decir
que, aparentemente, el niño tenía una vida establecida por otro.
Prácticamente, en ese tiempo, desde que nacían, las niñas eran criadas para hacer las
labores de la casa, eso fue lo que les enseñaron, a lavar, a remendar, a planchar, a traer leña,
a traer agua, que pelen este revuelto, vaya dele vuelta al fogón, todo eso desde niños, desde
los seis años (Castrillón, 2010).
Sin embargo, éste poseía una subjetividad que estaba en parte estructurada por el exterior, y
en parte por lo propio que lo ayudaba a situarse en un lugar para ver y comprender su
mundo interno y lo social. Es factible que para los niños de esta época su realidad era más
objetiva que subjetiva, ya que su subjetividad no era reconocida por el otro, pues “se
concebían como seres inacabados que no podían expresar sus emociones primarias que
ayudan a conformar su subjetividad, sino que se les pedía que respondieran a un linaje y a
sus padres de quién eran propiedad” (Gélis, 1999, p. 294).
Pero, ¿podría decirse que los niños de raza negra, mestiza e indígena del continente
americano, pertenecían a sus padres?
Esta duda se nos presenta porque si bien es cierto que los niños de raza blanca del
continente europeo y posiblemente los del continente americano; que no eran expósitos ni
huérfanos; estaban sujetos a tradiciones legitimadas y marcadas donde debían pertenecer y
responder a toda una tradición familiar, los niños de raza negra que no habían nacido de
padres libres, y que por ende pertenecerían a los amos de éstos: es más, las leyes de la
época legitimaban la posibilidad que tenía el amo de separar a los esclavos de sus familias,
lo cual dejaba a los padres de los niños esclavos sin derecho alguno sobre ellos (Gutiérrez
& Pineda, 1999), al igual que los niños mestizos, quienes muchas veces “eran producto de
relaciones furtivas de sus madres (las cuales también serían mestizas y por lo general
trabajaban en el servicio doméstico) con padres anónimos” (Dueñas, 1997, p. 232), lo cual
permitía que la cadena de mando se extendiera a estos nuevos integrantes, que pasarían a
engrosar, como agregados, las filas del servicio en la casa de los patronos. Los indígenas
que no estaban en resguardos, generalmente se “dedicaban a labores agropecuarias
dependiendo de un hacendado” (Mejía, 1993, p. 37).
Cuando se observa cómo la realidad del niño no podía desligarse de la situación de su raza,
de su condición social, sino que más bien se convierte en una extensión de ella, se puede
apreciar que el niño estaba en un estado de “cosificación”, es decir, era algo de lo que se
podía disponer en cualquier momento, y su independencia ( cuando alcanzaba la adultez)
estaría determinada incluso por la voluntad de Otro, que podía llamarse papá, mamá e
incluso sociedad.
Partiendo entonces del estado en que se tenía al niño, se puede observar cómo éste disponía
de pocas opciones en su vida para elegir lo que quería ser. Su papel ya estaba determinado
desde su condición, teniendo presente que muy pocas veces podía asumir su rol de niño y
dedicarse a realizar actividades que lo ayudaran a desarrollarse de una manera integral:
jugar, estudiar, aprender cosas propias de su edad, y no responsabilidades de adultos; tanto
así que ni siquiera el derecho a una familia era respetado.
La relación que establecía el niño con su contexto era ambivalente, dado que éste último era
quien dictaminaba cuándo el niño debía comenzar su transición hacia la adultez; es por esto
que se puede decir que la mayoría de edad legal estaba entre los dieciocho y los veinticinco
años, edad en la que se podía tener una participación relevante en la toma de decisiones
sociales y personales (heredar, casarse, tener cargos públicos, entre otros), pero la edad en
la que el niño comenzaba a enfrentar responsabilidades de adulto oscilaba entre los seis y
siete años, edad que era socialmente legitimada (que no tenía que ver precisamente con lo
legal).
Cuando el niño se encontraba en capacidad de trabajar podía ser entregado
a ciudadanos particulares, a maestros de oficios o a agricultores que
requirieran de su trabajo. Para ello era menester que el director de la casa
[hospicio] firmara con los interesados una fianza en la que se estipulaban
las obligaciones de ambas partes, hasta por cinco años. Finalizado el pacto,
los jóvenes con 18 años cumplidos podían quedar en libertad si a juicio del
concejo de administración hubieran dado pruebas de honradez, de
capacidad para trabajar y de buenos hábitos. Quienes no habían llegado a
esa edad o eran reportados como infractores, debían seguir en la
institución (Restrepo, 2007, p. 270).
El caso que se acaba de citar sucedía principalmente con los niños de los hospicios, pero
hacía parte de la realidad de los niños del siglo XIX dado que preparar al menor para que
dejara “la seguridad del hogar y del círculo privado era una costumbre traída desde Europa”
(Twinan & Restrepo, 2009. p. 252). Enfrentar las responsabilidades de adulto y adentrarse a
la vida pública, era enfrentarse a lo laboral (en la clase baja) o a lo educativo (en la clase
alta), ya que muchos de estos últimos debían separarse de sus hogares para ir a internados,
viajando a otras regiones o países.
Cuando al niño se le presenta en ese momento esta fragmentación del mundo que construyó
con sus socializadores primarios desde lo privado, puede cargar ambas realidades de afecto,
y por consiguiente confundirse, ya que por un lado debe cumplir con lo que los
socializadores le piden y por otro él, a su edad, puede desear cosas diferentes. El hecho de
llegar a sentirse engañado por aquel que le reconoce su poca experiencia y necesidad de
protección, pero que de un momento a otro lo abandona a la suerte de unos socializadores
(secundarios), quienes podrán ser sus patronos, jefes, amos, y tutores, con nuevas reglas; en
ese momento al niño no le queda otra opción “que internalizar las nuevas normas. Sin
embargo, no tiene que identificarse con ellas, ya que el niño puede interactuar con éstas
desde los roles” (Berger & Luckmann, p. 214), así como se presenta ante esta nueva
realidad como “hombre en miniatura”, “agregado”, “niño esclavo”, para poder mantenerse
en un mundo que se muestra hostil ante sus ojos.
EL TRABAJO Y LA GUERRA
En cuanto a la vida laboral de los niños, hay que especificar que, aunque muchos realizaban
oficios domésticos, su labor no era reconocida como tal, pues, a diferencia de los adultos,
ellos “por ser considerados minoría y no estar en edad productiva” (Milanich, 2004, p.
601), no podían gozar de un contrato. Aquí se nos presenta una confusión: no estaban en
edad productiva, pero debían producir; podría pensarse entonces que esto generaba en el
infante problemas con su identidad, debido a su corta edad y a las pocas explicaciones que
recibía de sus adultos. Sin embargo, con lo que plantea el interaccionismo simbólico se
puede decir que, en tanto dichas costumbres fueran aceptadas por la sociedad el menor, al
pertenecer a ésta las admitía y las hacía parte de su formación, integrándolas a su vida
cotidiana, de tal manera que el acato de estas normas lo incluía dentro del grupo social. Es
así como pasa a sentirse parte importante del grupo ya que en su mentalidad el ejercer
dichas labores, lo estructuraba para su proceso como hombre o mujer, de acuerdo al
concepto que sobre éste se tenía.
Un ejemplo de estas formas de asumir su rol dentro de la sociedad se puede encontrar en
los esclavos de raza negra que aún siendo de “teta” eran vendidos (Gutiérrez & Pineda,
1999). Su socialización primaria, por ende, la llevaban a cabo fuera del núcleo familiar y
muy pocas veces tenían la oportunidad de compartir con un mismo grupo de esclavos, lo
que desde pequeños les presentaba el mundo en el que tendrían que moverse por el resto de
sus vidas. Incluso, cuando se promulgó la ley de 1821 llamada “libertad de vientres”, que
permitía la manumisión de los hijos de las esclavas que hubieran nacido después de su
establecimiento , se estipulaba que los niños “sólo alcanzarían el pleno goce de su libertad
cuando cumplieran la edad de 18 años” (Acevedo,2001, p.98): existía una libertad, pero la
niñez transcurría dependiendo de los amos: ellos los debían cuidar, proteger, brindarles
alimento, pero aun así los niños debían retribuirle los favores con trabajo, legitimándose así
nuevamente la única realidad conocida para ellos. Incluso los que llegaban a obtener su
manumisión debían estar sometidos, pues, en la Consulta de Indias de 1794, se establecía
en el principio de subordinación que:
[…] todo negro esclavo o libre, primerizo o tercerón en adelante, será tan
sumiso y respetuoso a toda persona blanca, como si cada uno de ellos fuera
su amo y señor, creando un principio de subordinación racial del negro y su
mezcla con cualquier blanco y cerrando el paso al blanquiamiento social del
negro (Gutiérrez & Pineda, 1999, p.30).
Otro de los campos laborales en los que se puede encontrar al niño del siglo XIX es el de la
guerra, ya que en esta se podían desempeñar diversos roles: “guerrero, espía, informante,
mensajero, ordenanza y combatiente” (Jaramillo, 2007). Si bien es cierto que muchos
ingresaron a las filas por voluntad propia, en la medida que ésta era otra forma de marcar su
transición entre niño y adulto, algunos fueron llevados por sus propios padres cuando éstos
ingresaban a la guerra; es así como en las batallas moría más de un integrante de la familia y
otros tantos “fueron arrastrados a los campos de batalla bajo la presión de las armas” (p.
236) en cumplimiento de su deber como ciudadano.
Los niños se pueden encontrar como participes activos en todas las instituciones sociales,
incluso dentro de la milicia ; es bastante lo que se les debe, pues fueron héroes silenciosos,
cuyo papel fue o bien obligatorio (desde lo social) o voluntario (lo que significaba
vincularse a la guerra, el combatir como hombres y con “hombres de pelo en pecho”,
tratándoseles como tal). Con todo esto, su papel en muchas ocasiones fue desvalorizado y
menospreciado. No obstante, su valentía y coraje fueron de gran ayuda en estas luchas y
tuvieron un sinnúmero de oportunidades para demostrarlo: he aquí una de tantas
circunstancias en las que se puede apreciar dicho arrojo:
Nos alcanzó el gran jefe y mirando a nuestros pequeños soldados que
conformaban la quinta campaña, me dijo: “Mayor, ¿cómo se atreve a traer estos
muchachitos quienes se tragan los pantalones a combatir con hombres de pelo
en pecho?”. Más tarde vi que su inexperiencia los hace no temer a la muerte en
los combates y me sacó del paso un soldadito que, cuadrándose y golpeando
con la palma de su mano la culata del fusil, observó: “sí, general, nos quedan
grandes, pero nos los amarramos bien”“¡Bravo mi chinito, dijo el veterano, te
haré oficial” […] y espoleó su mula, temiendo quizás que, como antioqueño, le
pidiera allí el ascenso (Cook, 1946, p.34).
Aunque la participación de las niñas en este campo no fue directa, si se puede decir que
tuvieron diferentes labores, más no como combatientes (Jaramillo, 2007, p.239). Así, en la
interacción de los niños en los procesos sociales, queda ratificada una vez más la forma que
tenían de enfrentar su mundo: para ellos, era la oportunidad de jugar a la guerra, como lo
hacían al crear los juegos de niños con sus hermanos o amigos, sin imaginar lo que ello
significaba en realidad. El juego ya dejaba de ser juego, y se convertía en algo que costaba
la vida, algo incomprensible para ellos por su corta edad.
Lo que si parecería ser cierto es que la guerra se convertía en el escenario perfecto para
ellos, pues este juego y su rol de soldados significaba ganarse un estatus dentro de las filas,
un respeto que quizá no tenían dentro de la comunidad a la cual pertenecían. El sentirse
importantes iba más allá de su condición de obreros, mestizos o esclavos, podría
representar, por qué no, una forma de escapar del maltrato, una vida llena de aventuras
para conocer nuevas formas de vida, nuevos lugares y personas, “jugar a ser combatiente”,
“jugar a ser”(Carmona & Tobón, 2006, p. 84).
Cuando se dice que los niños ingresaban a la guerra desde los roles y jugaban a ser, no
quiere decir que ellos no se tomaban su papel dentro de esta en serio; lo que se evidencia
es que para ellos no era la guerra su único mundo. En ese momento, solo era un
acontecimiento más en el que se debía actuar, por lo tanto, los niños no eran solamente
soldados, sino que también jugaban a ser soldados (Berger & Luckman, 1998).
Si lográramos hacer el esfuerzo de mirar el mundo militar desde la posición
subjetiva de un muchacho de doce años, o de un adulto con la mentalidad de un
muchacho de esa edad, quizá comprendiéramos el carácter divertido que este le
puede encontrar, especialmente si comparamos los rituales y actividades
militares, con los juegos y las pasiones de los púberes y adolescentes, incluidos
los juegos a agredirse verbal y físicamente con los chicos de su misma edad
(Carmona & Tobón, 2006, p. 61).
Se puede ver a los infantes, entonces, como emergentes sociales de situaciones en las
cuales su protagonismo no era muy claro para sus mayores, pero a quienes se les debe
reconocer su labor durante las diferentes batallas que sucedieron en el siglo XIX y su
contribución a la historia, que es innegable.
CONCLUSIONES
Cuando se piensa en el siglo XIX se pueden hacer muchas críticas, tanto al modelo social
como al modelo educativo, que recluía y no permitía a los niños expresar su singularidad de
acuerdo a la etapa que estuvieran atravesando. Se habla de un ser para el pecado, mano de
obra barata, hombre en miniatura: palabras que hoy en día no encajarían con la concepción
de niño, ni desde la sociedad, ni desde las leyes.
Sin embargo, cuando se realizaron algunas entrevistas a los mayores de edad, aquellos que
nacieron a finales del siglo ya mencionado, se puede encontrar que para ellos, las
situaciones que se presentaban y el lugar que ocupaban, no eran asumidos como formas de
represión, pues sus historias están cargadas de emotividad y al hacer un recuento de lo que
les trasmitieron sus padres se evidencian nostalgias de tiempos mejores; pretender construir
una única forma de la manera cómo los infantes del siglo XIX hacían su socialización, es
negar la existencia de la diversidad cultural y la manera de contribuir a la constitución de
los pueblos.
BIBLIOGRAFÍA9
Archivos
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