Me declaro culpable | Edición impresa | EL PAÍS

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Me declaro culpable | Edición impresa | EL PAÍS
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EDICIÓN
IMPRESA
SÁBADO, 6 de agosto de 2011
REPORTAJE:PENSAMIENTO
JAVIER GOMÁ LANZÓN
6 AGO 2011
Dado que la globalización es un fenómeno de occidentalización del mundo, sería deseable que las otras culturas emulen también la capacidad autocrítica de Occidente
Si alguien me denunciara como sospechoso de etnocentrismo, yo debería en conciencia
declararme culpable ante el tribunal. Porque, después de observar imparcialmente las
tendencias generales de la cultura contemporánea, llego siempre a la convicción, no puedo
remediarlo, de que la presente globalización de la cultura es, en alta proporción, un
fenómeno de occidentalización del mundo. No se quiere decir que Europa y EE UU sigan
siendo, como antes, los únicos actores de la escena internacional -ya para siempre
multipolar o polifónica- sino que, aunque otras potencias asuman en el futuro un amplio
protagonismo económico -los BRIC: Brasil, Rusia, India y China-, Occidente, a despecho de
los frecuentes trenos que lloran su muerte, está universalizando por todos los rincones del
planeta sus instituciones y su concepto de ciudadanía: instituciones como los derechos
humanos, el Estado de derecho, la democracia, el liberalismo, la economía de mercado o el
Estado del bienestar; y una idea igualitaria y secularizada de ciudadanía, en virtud de la cual,
llegado cierto momento, al ciudadano mayor de edad se le reconoce capacidad crítica
suficiente para escoger sin tutelas el estilo de vida que prefiera. Los países descolonizados
durante los dos últimos siglos en América Latina, África o Asia (incluyendo India y Brasil) han
replicado las instituciones y el modelo de ciudadanía de la metrópoli; la caída del telón de
acero incorporó gran número de Estados al bloque occidental (incluida Rusia); Japón es una
democracia parlamentaria, Turquía anhela ser miembro de la UE, las recientes revoluciones
norteafricanas, en lo que tienen de ideológico, promueven reformas para occidentalizar sus
países, etcétera.
Quien censure el
etnocentrismo occidental
debería recordar que
Occidente ha sido la única
civilización capaz de
someterse a sí misma a un
cuestionamiento feroz
Sí, sí, por supuesto, Occidente ha incurrido en imperialismos
odiosos y en su nombre se han arrasado pueblos enteros, se han
explotado sus riquezas naturales y se ha sometido a servidumbre a
sus habitantes, quienes han sufrido no sólo la opresión económica y
social de la potencia ocupante sino una alienante colonización
simbólica: la imposición forzosa de la lengua, la cultura y la religión
de los dominadores, con la seguridad que otorgaba a éstos la
conciencia de su superioridad moral sobre esas pobres naciones
subdesarrolladas a las que, pensaban ellos, iba a redimir de su
congénita barbarie el mero roce con una más refinada civilización.
Durante demasiado tiempo, en efecto, los occidentales hemos tenido la arrogancia de pensar
que la ventaja de la espada -ser militarmente más poderosos- nos confería una ventaja ética
y oportunamente nos inventamos una historia universal que, como el mapamundi de Mercator
(1569), hacía converger sobre el centro europeo todas sus líneas.
Este etnocentrismo engreído perdió su base cuando en Europa, a partir del siglo XVIII,
empezó a desarrollarse una auténtica conciencia histórica. Todo lo humano es histórico y la
historia real muestra el cuadro de una amplia pluralidad de culturas, las cuales, por su mera
coexistencia, mutuamente se relativizan neutralizando toda pretensión de universalidad
normativa de una de ellas frente a las demás. De esta intuición nació el impulso para la más
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audaz autocrítica que se ha desarrollado nunca en el seno de cultura alguna contra la validez
y legitimidad de sus propios fundamentos: el nihilismo occidental. A su sombra, la
antropología cultural, la deconstrucción filosófica y los cultural studies, que ponen en el
mismo pie todas las culturas del mundo presentes y pasadas, han destronado a Occidente
de su antigua preeminencia y han contribuido a sustituir el antiguo etnocentrismo atlántico
por un saludable multiculturalismo relativista.
Ahora bien, aceptar el relativismo de las cosas humanas no aboca, como muchos de estos
antropólogos suponen, a un escepticismo en el que ningún juicio moral es posible porque
cuando se analizan los datos empíricos de la historia -y no se acude a ella, como en el
etnocentrismo antiguo, sólo para corroborar una tesis previa- lo que encontramos es, no una
infinitud incontrolable de ideas en pugna, que excluiría toda posibilidad de comparación y
crítica, sino sólo un escaso número de ellas. Bien mirado, es sorprendente la parvedad de
ideas realmente valiosas que la humanidad ha producido a lo largo de la historia y no parece
que en el futuro vayan a multiplicarse los descubrimientos espirituales nuevos. Quizá ello se
deba a que de la misma manera que el hombre ha llegado a ser biológicamente una especie
estable, así también su esencia moral habría revelado ya la mayoría de sus rasgos
específicos y ninguna gran originalidad cabría esperar en el porvenir. Precisamente por eso
las culturas son conmensurables, sus ideas pueden rivalizar entre sí y los hombres elegir
entre una oferta limitada y razonable de ellas. Lo que la globalización nos enseña hoy, como
una cuestión de hecho más que derecho, es que las ideas occidentales -sus instituciones y
estilos de vida- disfrutan de una creciente aceptación universal y que los ciudadanos de todos
los rincones del mundo las eligen entre las demás por propio convencimiento, seducidos por
su inmanente capacidad de atracción. Con más verosimilitud el mundo futuro será aún más
occidental que más africano o asiático, incluso si China acaba alcanzando el liderazgo
económico planetario (cosa que dudo).
Quien censure el etnocentrismo occidental debería recordar que Occidente ha sido la única
civilización, en perspectiva comparada, capaz de someterse a sí misma a un
cuestionamiento feroz, en verdad radical, y que el historicismo, el relativismo, el pluralismo y
el multiculturalismo -fuente del moderno antioccidentalismo- son también una invención
genuinamente occidental, como asimismo lo son, en opinión de Max Weber, la ciencia
matemática, la empresa, las universidades, la ojiva arquitectónica, la música polifónica o el
funcionario jurista. Dado que, según parece, las ideas occidentales están llamadas a
expandirse por imitación a lo largo del ancho mundo, mi deseo sería que las otras culturas
emulasen menos la corbata, el McDonald's, el consumo histérico o el culto a los ídolos de
Hollywood, y más esa superferolítica obra maestra del genio occidental: la autocrítica. O sea,
que también ellas aprendan a declararse culpables.
© EDICIONES EL PAÍS, S.L.
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