1 “LAS PALABRAS OLVIDADAS” El siglo decimonoveno fue agitado

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“LAS PALABRAS OLVIDADAS”
El siglo decimonoveno fue agitado en Europa pues las revoluciones a favor de la libertad,
igualdad y fraternidad despertaban al continente. Nuestra España era conocida como la nación
indomable pues habíamos expulsado al ejército francés y posteriormente, a la soberana de
nuestra tierra, Isabel II.
Todo era inmundicia, desorden, disparos y alaridos en las calles de Madrid. Un individuo,
ataviado de traje oscuro y apoyado sobre un bastón, deambulaba intentando ocultarse bajo el ala
de su sombrero. Contemplaba la miseria y la muerte pululante en la ciudad. Aceleró el paso al
contemplar una columna de humo en el horizonte. Y entre los vaivenes de niños, damas y
soldados distinguió la incendiada mansión del ministro González Bravo. Se temió lo peor. Un
tumulto se hallaba en frente del edificio lanzando objetos, rompiendo cristales y asaltando un
lugar que él apreciaba. La esperanza de que el ministro hubiese escapado se desvaneció cuando
él se introdujo entre el gentío y vio al conocido abandonar la residencia, escoltado. Entonces, el
caballero se aproximó a la procesión y entre los abucheos consiguió alcanzar al político, éste le
reconoció y le dijo: “He perdido tu regalo, se ha quemado”, inmediatamente los escoltas le
apartaron derribándolo al suelo y alejándolo del preso. Sus puños se cerraron, sudó, lloró desde
lo más profundo de su ser, quiso clamar al cielo de rabia, pero su ahogada voz no era escuchada
al igual que sus letras no podrían ser leídas jamás. Cerró los ojos, ya bastaba de ver un paisaje
macabro…
…
No podría decir con precisión en qué día, mes o año ocurrió este insólito hecho que no logro
recordar con la suficiente nitidez. Probablemente, en la etapa más brillante de mi vida. En aquel
tiempo mi pelo no era canoso, era castaño. No estaba en una silla de ruedas, andaba, más bien,
volaba. Mi tez no tenía arrugas ni estas manchas propias de la senectud que hoy se extienden
por mi cuerpo; no me cansaba, de hecho, aún no me canso de gozar y aprender.
Una hermosa mañana, evadiéndome de mis estudios en el Rectorado paseaba bordeando las
aguas del Guadalquivir por la ribera cartujana. El alba acariciaba las suaves páginas de un
curioso libro: Impresiones y recuerdos de Julio Nombela.
…
Despertó sobre un lecho de una estancia humilde cuya puerta se abrió dejando pasar a un
hombre. Su voz le era conocida, se trataba de su amigo Julio, sólo oía “Gustavo, ¿cómo te
encuentras?... te encontraron en la calle…”, no veía, todo se nubló. Atravesaba un trance de
semiinconsciencia… En su mundo onírico aparecieron algunas imágenes: su mujer Casta le
comunicaba entrecortadamente su reciente e ilegítimo embarazo fruto de una aventura con otro,
su reacción tan irascible insultándola, el sollozo de sus inocentes hijos y el inefable dolor al
abandonar su familia en Soria y el odio hacia la traición daban lugar a la intensa melancolía que
le conducía a un deseo de muerte, destrucción y extinción de sí… ¡Qué sufrimiento, qué
desgraciado matrimonio! Un tiempo después, se incorporó y encontró a su lado a dos grandes
amistades, Nombela y Luis García de Luna, a quienes profesaba un cariño infinito.
-Gustavo, os encontraron desmayado en medio de la calle, gracias a la Providencia que os
reconocieron y os trajeron a buen lugar, de lo contrario no sabemos lo que os hubiese ocurrido.
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Casta me ha escrito comunicándome la trágica noticia. Lo siento amigo mío. Nos acaban de
contar la detención del ministro, y por consiguiente, la pérdida de tus manuscritos…
Hubo un silencio atronador.
-Sabemos lo que significaban para vos…
Ambos le entregaron en mano una misiva de su hermano Valeriano, en ella decía: “Querido
Gustavo, compañero de cuna, me hallo débil. No quisiera enfermar en soledad, por favor venid
a verme, os espero en el monasterio de Veruela, donde Dios nos bendiga”.
-Haced saber a todo conocido mi viaje a Toledo, mientras que, en realidad me desplazaré a
Zaragoza, por favor.
…
En los pálidos recuerdos de un Nombela envejecido al publicar dicha autobiografía, se habla de
la existencia de Esmeralda, un escrito que nunca vio la luz.
Mis ojos se deslizaban cautelosamente sobre aquellas inauditas páginas, llevando a cabo una
exhaustiva investigación y que, a modo de espejo, reflejaban la frustración de un simple joven.
Conseguían embelesarme.
No obstante, debía tener en cuenta la vaguedad de la memoria del escritor, cuyas misteriosas
confesiones tenía en mis manos.
Conforme avanzaba ávidamente en mi deliciosa lectura se despertaba en mi interior una
incesante batalla por apartar los datos irrelevantes y tomar los trascendentes. Más tarde, el autor
desvelaba algo vital: la trama de esa obra desvanecida era similar a la de Notre Dame de Paris
de Víctor Hugo.
Quedé anonadado. Mi paso se detuvo por mi profunda estupefacción. Entonces, el aroma de
aquella tinta me besó.
…
Alejándose de las revueltas de la capital, Gustavo viajó a Zaragoza. Allí, su hermano lo recibió
con los brazos abiertos en el monasterio donde ambos residirían durante un tiempo. En aquellos
remotos lugares encontraron la paz alentadora para que cada uno se consagrase a su vida, uno, a
la pintura y otro, a la escritura.
Toda la jornada era exclusiva para su proyecto. Nuestro protagonista intentaba, sumergido en la
solitaria musicalidad y armonía que aquel lugar le inspiraba, reescribir sus Rimas, sus escritos
perdidos, ¡No había tiempo para lamentos! Indagaba en su memoria en busca de aquellos
rítmicos y evasivos versos, que de forma paulatina impregnaban su papel, compuestos por su
sutil pluma en el pasado, y ahora, lo hacía seguramente por las recientes vicisitudes con más
sentimiento. Por las noches cantaba para sí: “¡Versos míos, yo os invoco! ¡Oh, poesía, divinidad
de poetas, devuélveme mis versos!” Aunque no fue franco consigo, la lírica no pudo resistirse a
concederle su gracia ante tal humilde corazón casi famélico de erudición.
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Desafortunadamente la salud de su hermano decaía día tras día. Las ojeras en su marmórea tez
tomaban protagonismo. Su sueño era interrumpido de madrugada por una fiebre que le producía
una abundante sudorificación en el lecho, por lo que su descanso resultaba imposible.
A pesar de los intentos de Valeriano por ocultar su estado terminal que, obstinado, consideraba
una patología trivial, Gustavo se percató de la funesta situación. Todo pasó factura en sus
lienzos que adquirían cierta pero injusta mediocridad.
Un triste día, Gustavo simulando escribir, contemplaba de soslayo cómo el pincel de su
retratista más estimado se deslizaba dando tumbos siendo exigua toda agilidad pasada en aquel
arte y demostrando una debilidad adherida a un cuerpo enfermo, y consumiendo un alma viva.
Repentinamente, como una hoja seca abandona su rama arbórea, Valeriano se precipitó al suelo
casi asfixiado por una tos que le impedía respirar. El poeta se aproximó al inconsciente dejando
caer sus efectos y bajo la influencia del pánico.
Poco tiempo después de que la enfermedad de Valeriano mostrara su crueldad, ambos hermanos
Domínguez Bastida abandonaron el valle del Moncayo tomando la ruta hacia Madrid.
La berlina les transportó a la casa de su amigo Nombela quien le había escrito vehemente
rogando su rápida vuelta a la capital, en aquel momento, desierta por las recientes medidas del
gobierno provisional de Serrano. Al entrar en el interior del recatado domicilio, Luis lo recibió
dirigiéndole a su oficina esquivando las bienvenidas de su esposa.
-Me alegro de que hayáis regresado- comunicó Julio con tono festivo dándole una palmada en el
hombro.
-Me hallo aquí por la premura con la que tanto me escribisteis en vuestro último mensaje, si
bien no pasando por alto la enfermedad de mi hermano.
-Lo siento mucho, amigo. Deseo tu comodidad, ten la seguridad de que mi servicio está al tanto
de las precarias necesidades de Valeriano- hizo una pausa provocando una pavorosa
incertidumbre en su huésped- . Hice tal y como me indicaste, pero al hacerlo, hubo una serie de
contrariedades, todas las cartas llegaban a tu residencia familiar y Casta las hacía llegar, la
última fue…
Abrió un cajón del escritorio, que al parecer, había sido construido con bastante fastuosidad,
situado en el centro de la habitación. Y le entregó un pliego con suma prudencia, cuyo sello
rotulaba La Ilustración de Madrid. Entre nerviosismo e intriga despegó la solapa del sobre,
extrajo su contenido, tomó el credencial y comenzó a leer:
A Gustavo Adolfo Domínguez Bastida:
He sido informado gratamente de sus pasadas intervenciones en el ámbito literario- tales como
su colaboración en El Contemporáneo y el cargo de censor de novelas-. Resulta un placer
poderle comunicar que ha sido seleccionado para la dirección de la nueva revista literaria La
Ilustración de Madrid, os esperamos en la próxima reunión el lunes catorce de septiembre.
Un honorable saludo,
Eduardo Gasset
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-Hace una década nos conocimos… ¿Vos, recordáis nuestros interminables paseos por el Retiro
traduciendo al castellano Notre Dame de Paris? ¿Evocáis las conversaciones con el espectro de
nuestro gran Víctor Hugo? ¿Recuerdas aquellos cuatro mil reales que casi nos arruinan al
entregarlos a un impúdico censorio?... Aquel superfluo esfuerzo en vano… ¿Recuerdas nuestra
joya?, ¿recuerdas nuestra Esmeralda?...
Despertó algo en su interior, una sensación de antaño…
-¿Recuerdas nuestra juventud?
-Sí, por supuesto, ha quedado en mí. Su último plan fue la melodía, ¡su anhelado estreno!…dos lágrimas se deslizaron por su rostro-.
Nombela asintió sonriente e intervino para acabar:
-No me conformé nunca con su censura, al fin y al cabo era un drama extraordinario, sus
francos personajes y tramas enamoraban. Por esa razón, fue expedida a Joaquín Espí con el fin
de componer un sonido acompañante a las respectivas escenas del drama. Tardó un año en
volver a mí. Después de la muerte del compositor de su música, decidí reservarla, era una obra
condenada a ser desconocida pero no querida ni recordada, no obstante, con tu nombramiento
debes tenerla en tu poder e intentar cumplir nuestro sueño: su publicación- recitó Luis con
vocablo quebrado.
-Julio Nombela y Tabares, amigo mío, juro por Goethe que haré lo imposible por publicarla
mientras viva, de lo contrario reposará en mi panteón.
Domínguez Bastida, conocido literariamente como Bécquer, había logrado alcanzar su cima
apoteósica al dirigir dicha revista donde su fiel colaborador participaría con bocetos. A finales
de mes Valeriano feneció a causa de una tuberculosis diagnosticada. El poeta se entristeció ante
esta gran pérdida, sin embargo, le recordaría siempre en el crepúsculo pintando los jardines de
Veruela.
…
Emergí de un embriagador océano de palabras, tomé aire, miré al cielo. ¿Nadie se había
percatado de esto? ¿Este libro había pasado desapercibido o era mi imaginación? Quizás
hubiese leído con demasiado ahínco cual un caza tesoros explora un monumento inescrutable
por el resto del mundo conocedor de la arquitectura. Evidentemente Bécquer no había publicado
su obra completa y eso, aún, lo convertía en un autor más interesante y atractivo. ¿Debía
informar al Rectorado o ya lo sabrían? Si todo esto no era cierto me mirarían con escepticismo
tanto los profesores como mis compañeros de clase. ¿Mancharía la imagen del autor sevillano?
No podía hacerlo, no lo haría… Apabullado, me senté a pensar y sopesarlo todo.
Al atardecer, una ráfaga de un viento primaveral arrastrando azahares volátiles envolvió mi
figura azotando mis cabellos y escurriendo el libro, que dejándolo caer entre la orilla y el agua,
tomó forma de un esbelto unicornio de piel ígnea que galopó hacia mí y me abatió.
¡Todo era tan estético y, simultáneamente, rebosaba metafísica!
Al fin, resolví comunicar mis argumentos al departamento especializado del siglo XIX aun a
riesgo de la desaprobación de sus intelectuales componentes. Apremiado, deambulaba entre los
laberínticos pasillos de la universidad hasta llegar al final de un pasillo donde una puerta
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entreabierta se erguía ante mí, sobre ella un cartel rezaba: “Siglo XIX. Filología Hispánica”.
Pavor, emoción y una confundible inquietud me invadían en ese instante. Al entrar, el sujeto
hallado, de algún modo, percibió el motivo de mi visita. Brevemente le narré la pesquisa que
había llevado a cabo con el libro, los apuntes tomados y mi posterior sospecha de que aquel
escrito aún se conservaba en un recóndito lugar. Lo iban a estudiar. Pasó el tiempo. Nadie me
creyó. Nadie en absoluto. Durante semanas no asistí a clases, cuando paseaba por el exterior
todo se doblaba, se difundía, cada objeto, cada ser, y me atrevo a decir, cada sentimiento se
disipaba…Todo fue nada.
Días más tarde, cuando el hastío y confinamiento que abarcaban mi vida cesaron, cuando mi
vida volvió a florecer. Mi compañero de piso me entregó una nota del tal profesor con el que
había departido, en ella me alentaba a leer una página de un desconocido periódico depositada
en el mismo sobre. El título del artículo Hallazgo de un manuscrito becqueriano, hizo de mi
corazón contrito, uno desmesuradamente feliz. Mis argumentos eran ciertos, sí. La obra teatral
apareció escrita sobre un papel pautado con todos los elementos musicales propios de una
zarzuela. Era lícito pensar que hubiese sido compuesta hacia 1860 por Joaquín Espín para un
«gran piano», tal y como se señala en varias ocasiones. El manuscrito titulaba como El
Talismán sustituyendo al de Esmeralda, -talismán da significado a aquel objeto poseedor de
poderes sobrenaturales-, aunque no creía ni creo que se le cambiara por ese motivo: el
manuscrito se encontraba sobre lo natural, sobre el cadáver de Bécquer, quedaba por encima de
su muerte, lo natural. Triunfó saliendo a la luz a los ciento cincuenta años de su fallecimiento,
causa por la cual, al estar en imperfecto estado el féretro se procedió a su aventurada
exhumación.
Pude acusar a mi remitente de tener una conducta camaleónica. Indigente, sólo me limité a
sonreír. Era la autenticidad de mi literaria revelación, la no exhibición fue mi decisión,
cumpliendo así las palabras del lírico “…donde habite el olvido, allí estará mi tumba…”. Solo,
y sólo, entonces, escribiría en el momento en que ya no sienta.
…
-Hubisteis profanado mi sepultura perturbando mi letargo aunque no mi oratoria. Y siendo
precipitados cual ánimas suicidas y cansadas de amar al recóndito abismo -más allá del
deleitoso canto de las musas y del mitológico Parnaso- con el mero objeto de poseer este escrito.
-Debo confesaros que sois un héroe prosístico, coronado de laureles y cegado como Edipo para
ver la luz- la verdad-. Sois un ser desatado apasionadamente en una furiosa tempestad, unido a
una única patria por la que luchar, arraigado en sentimientos desbordantes y dañinos
murmurando sugerentes palabras a modo de una exigua pero laudatoria acción poética
meticulosamente instalada en esta historia. Y, a la velocidad lumínica nuestro conocimiento
humanístico ancla en un término, para algunos de cierta voluptuosidad: Romanticismo.
…
-Y ahora, querido nieto, Bécquer podrá proseguir su sueño. En este momento soy, somos
conscientes de su inmortalidad.
Cruzado
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