ACTUALIDAD E HISTERIA Gladys Franco1 Desde las

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Fepal - XXVI Congreso Latinoamericano de Psicoanálisis
"El legado de Freud a 150 años de su nacimiento"
Lima, Perú - Octubre 2006
ACTUALIDAD E HISTERIA
Gladys Franco1
Desde las escenas de los ateneos en La Salpetrière al recoleto ámbito
del consultorio psicoanalítico de los inicios del siglo XXI, muchas variables han
contextuado y cuestionado tanto el diagnóstico como las alternativas de
abordaje terapéutico de los pacientes histéricos.
Desenlazadas en ocasiones de los brillantes relacionamientos que Freud
estableciera entre los orígenes sexual-edípico, la predisposición a la
bisexualidad y el contexto del cuerpo erógeno, por temporadas “las histerias”
han migrado al campo de la exclusiva asistencia psiquiátrica, fundidas por el
predominio de los “aspectos arcaicos”, cuya relevancia no escapara a Freud,
como nos recuerda el pie de página, en el caso Dora, cuando luego de que
ésta le abandonara, aquel reencauzó la mirada desde la fijación a la seducción
paterna al espeso sub mundo de las relaciones de seducción cuerpo a cuerpo
entre la madre y el niño. Tiempo y camino de descubrimiento que acompasó
los orígenes de la transferencia, ese vasto territorio de incertidumbres y
compromiso trascendente del analista donde se juega su identidad de tal, y en
cuyo trabajo se suspende la urgencia de la presunta cura, las certezas
diagnósticas y la complicidad con las exigencias externas de los tiempos de la
realidad.
Los desarrollos psicoanalíticos relativos a las “patologías actuales” y el
trabajo conceptual del narcisismo desasido ficcionalmente de los derroteros de
la pulsión, suelen contribuir al desmontaje del cuadro histérico, al poner el
reflector sobre la sintomatología –de pertinaz y camaleónica adaptabilidad- o
sobre el predominio de las llamadas laxamente “fallas narcisísticas” en la
neurosis, lo cual abarcaría –y se reflejaría en- eventuales fracasos de ligazón
entre campos representacionales, (elementos pasibles de interpretación a nivel
metapsicológico como fracasos en la construcción de simbolización) que con
frecuencia, según es observable en las discusiones científicas entre
psicoanalistas, puede deslizarse a la duda acerca de la verosimilitud del
diagnóstico presuntivo: ¿estamos ante una histeria o un cuadro fronterizo? ¿se
trata de una histeria o un trastorno narcisista de la personalidad? La
transacción en definiciones tales como “histeria grave” o “histeria arcaica” no
tarda en llegar. Poco se dice en contrapartida de “histerias leves” o “histerias
evolucionadas”, ¿estaría ese campo innominado, hoy, próximo a aquello que
Freud tildara de “pequeña histeria”? En ese rubro Freud incluyó a Dora, y si
bien es cierto que ella no hizo exhibición de extravagantes conversiones ni de
tan perfecta indiferencia bella como otras de sus contemporáneas, cierto es
que Dora sufrió toda su vida por ese “pequeño” conjunto de padecimientos, e
hizo, de paso, sufrir a todos cuantos la rodeaban (como supo decir aproximadamente- Félix Deutsch.)
1
Miembro titular de APU
1
De todas maneras, las cotidianas y prolíficas discusiones entre
psicoanalistas, centradas en construir y precisar especificidad en el campo de
la psicopatología psicoanalítica, no perturban lo que ha de ser el trabajo de
cada analista con su paciente presuntamente histérico, grave o leve. Lo que sí
aparece perturbado en nuestra actualidad es la llegada del paciente al
consultorio del psicoanalista, ya que por el camino la mirada será distraída por
extensos manteles que ofrecen atractivos espejos de colores. Los espejitos
suelen ser distorcionadores y parcializantes: en ellos se puede ver una
pequeña porción de cuerpo asexuado y enfermo, o un fragmento conductual
para cuyo tratamiento el vendedor de espejos orienta al sujeto a un especialista
también parcial, que puede ser por ej. un médico, un curandero, un coordinador
de grupo de ayuda mutua, un especialista en nutrición, un masajista, etc. El
paciente suele egresar de las sucesiones de terapéuticas médicas o
alternativas con iguales o nuevos síntomas, una pertinaz ignorancia acerca de
sí mismo y una cuota extra de desencanto; al cabo tal vez recale en el
consultorio de un psicoanalista.
Marcelo. Llega una tarde a mi consultorio una hora antes de la hora acordada,
flanqueado y sostenido por su madre y una de sus hermanas mayores. Lo veo
llegar, conducido como un niño discapacitado; le cuesta caminar e inclina la
cabeza sobre su hombro izquierdo, parece un cristo: los ojos entornados y una
expresión de sufrimiento en su lindo rostro de treinta años. Sé por su madre, a
quien conozco hace años, que hace tres meses tuvo un accidente en el trabajo
–es albañil- a consecuencia del cual se fracturó la clavícula y unas costillas;
durante estos meses sin trabajar, una cierta tendencia a marearse en
situaciones de tensión emocional que acontecía de tarde en vez, y una ligera
aversión a los espacios abiertos, han leudado monstruosamente y se han
convertido en pan de cada día. Marcelo se desmaya siete u ocho veces al día,
no puede salir solo a la calle ni permanecer en la casa -que comparte con su
mujer y sus cuatro hijos- si no hay otro adulto en ella. El más pequeño de los
hijos, y único varón, es un bebé que da sus primeros pasos; Marcelo, quien ha
deseado intensamente ese hijo, tiene terror de que le pase “algo malo”. Ubica
sus desmayos actuales, precedidos por sensación de ahogo y taquicardia, a
partir de ideas de muerte del hijo, imágenes tan insoportables que pierde el
conocimiento. Estas crisis han sido diagnosticadas como “ataques de pánico”
por el psiquiatra tratante, quien le ha indicado además de la medicación, la
concurrencia a un grupo de “fóbicos anónimos”. Me explica que fue a varias
reuniones en las que escuchó testimonios: recuerda una persona que describió
intensa sudoración en las crisis y otra que habló de su pánico a subir a los
ómnibus; Marcelo incorporó la sudoración a sus desmayos y concretó estallidos
de desesperación en vehículos de transporte. A mi consulta debió venir en
ómnibus puesto que vive muy lejos, de allí la expresión de sufrimiento a su
llegada. El día que decidió consultarme, “como último recurso”, había estado
haciendo un intento de barrer el patio y de pronto experimentó la sensación de
que en la mano no tenía una escoba sino una serpiente, incluso creyó verla;
soltó la escoba y se desmayó. “Es más de lo que puedo soportar, si esto sigue
así el psiquiatra me va a internar”- dijo sin énfasis.
Esteban
2
En otra ocasión recibí una solicitud de entrevista por parte de un hombre
joven; en el teléfono solo dijo que le había dado mi nombre su psiquiatra, la
doctora X. Llegó y sin dar tiempo más que al apretón de manos, se sentó y
dijo: “Venía en el auto con mi padre, sentado en el asiento del acompañante,
atrás venían mi madre y mi esposa que está embarazada de cuatro semanas
de nuestro primer hijo. Veníamos tranquilos, escuchando un casete de Bucay2,
todo bien, todo en orden, contentos. De pronto sentí como un ahogo, frío y
calor, empecé a transpirar, algo que me iba apretando el cuerpo, sentí que no
podía mover la mano, la tenía paralizada, sentí que me ahogaba, un dolor en
el corazón... ¡horrible!... le dije a mi viejo: ‘¡Viejo! ¡Pará! ¡pará que me voy! ¡Me
voy! Cuidame a mi mujer y a mi hijo’”. El relato continuó: la intervención de la
emergencia médica, un día de internación, análisis, electro cardiograma,
electro encefalograma, tomografía, etc., finalmente pase a psiquiatra quien
diagnosticó “panic attack”, le medicó anti depresivos y un ansiolítico que lleva
en el bolsillo, las grageas ya desvestidas del blister para poder introducirlas
rápidamente bajo la lengua al menor asomo de sudoración, mareo, etc., tal
como –recuerdo- llevaba mi abuela unas pastillas con nombre de explosivo
para prevenir o interrumpir sus crisis cardíacas. Este muchacho, que llegó a mi
consulta dos semanas después de haber tenido la crisis, no tenía la menor idea
de qué es un psicoanálisis, sin embargo estaba ya bien interiorizado en varios
métodos de terapias “alternativas” que le fueran recomendadas por otros
sufrientes, conocidos en esas semanas en dos diferentes grupos de auto ayuda
a los que concurrió. En cada entrevista me relataba además el llamado de un
amigo de un primo, o de la hermana del cuñado de una conocida, o de la novia
de un amigo de un amigo, gente bien intencionada, todos ellos padecían o
habían padecido “ataques de pánico”, le invitaban a reuniones, entrevistas,
encuentros informales, él
no perdía ninguna ocasión de relatar
minuciosamente su experiencia y recibir la condolencia, la solidaridad, la
empatía de la coincidencia en los detalles. También recibió una ampliación
diagnóstica acerca de la dolencia que le había aquejado: “lo que tengo es
estrés”, me dijo seriamente cuando yo aún estaba en vías de intentar explicarle
algo de lo que podría ser un tratamiento psicoanalítico.
El “ataque de pánico”- La “crisis de angustia”
Los ataques de pánico aparecen descriptos en el DSM-IV en el capítulo
“Trastornos de ansiedad”. El subtítulo específico reza “Crisis de angustia (panic
attack)”; en inglés y cursiva. Los psicoanalistas, que encontramos en la
palabra nuestro valioso instrumento, a veces, paradojalmente, imbuidos de
cierta temeraria pasión por la ínter disciplina, la comunicación, la relación
cordial entre colegas y toda una serie de buenas intenciones, dejamos de lado
la consideración del poder de las palabras. La palabra es una cabeza de
diamante que puede horadar un largo trabajo de construcción acertada a
nuestros fines, para dejar en su lugar una crisis de sentido, o permitir el desliz a
un sentido cerrado y concreto, como propone el término “pánico”.
La crisis de angustia, (concepto que resulta más familiar,
adecuadamente descriptivo y suficientemente abierto) repetida, insistente, nos
avisa de un peligro inminente; no se trata de un peligro sencillamente
2
Autor de libros de auto ayuda.
3
nombrable e identificable, la angustia está allí como punta de iceberg para
indicar que en otro sitio se han enredado madejas de significaciones
correspondientes a representaciones inaceptables que pugnan por emerger. El
psiquismo está trabajando
para mantener reprimidos los conjuntos de
representaciones inaceptables, está buscando un icono que las represente
para poder desplazar el miedo sobre él, está, tal vez, explorando una zona
corporal suficientemente investida para convertir sobre ella y poder así
liberarse, refugiándose en la bella indiferencia de la ignorancia de lo que
acontece, o está, en el peor de los casos, anunciando que no puede sostener
más la lucha interna, que tropieza con una crisis de significaciones y que quizá
suceda algo, eclosione una enfermedad orgánica, se cometa un acto
desesperado, se proceda a dar un salto al vacío de la a-simbolización.
Sí, la crisis de angustia contiene un pánico, pero ese pánico no es
sencillamente traducible. He visto, sin embargo, en intercambios con algunos
colegas, cómo podemos dejarnos seducir por la palabra “pánico” e interpretar
en consecuencia: “en su crisis de pánico, ud. muestra su miedo a...” o “usted
tiene pánico a...” y a continuación la enumeración de asuntos del discurso
manifiesto del paciente y -desde su voz- de un discurso cultural entusiasmado
con la simplicidad de la conciencia: pánico a perder (o salvar) un examen,
pánico a triunfar, pánico a amar, pánico a morir, pánico a papá o a mamá o a la
menopausia o al crecimiento.
Las crisis de angustia, designadas “ataques de pánico”, han tenido una
intensa proliferación en los últimos años, y su constatación se corresponde con
la multiplicación de artículos de divulgación sobre el tema; revistas dominicales
y costosos libros de satinadas páginas se encargan de describir y difundir la
maqueta del síntoma
En los grupos (llamados) de “auto ayuda”, y a la manera como las
jóvenes novicias de “Los demonios de Loudun” se arrebataban los derechos de
ser las poseídas demoníacas, legiones de hístero-fóbicos se disputan el lugar
de ser el mejor descriptor de las palpitaciones, sudoración, temblores,
sensación de ahogo, opresión torácica, náusea, mareo, desmayo... o
incorporan por contagio, como me hizo saber Marcelo, otros detalles inherentes
a la puesta en escena.
En los albores del siglo XX Freud habló de la “adhesión libidinal al
síntoma”; este presente nos confronta con grupos humanos numerosos,
organizados para apoyarse mutuamente en tales adhesiones. Podemos
recabar innúmeros relatos del error de traslación del método conductual desde
los grupos de control de las adicciones a los grupos de personas aquejadas de
síntomas neuróticos. Donde aquellos se fortalecen3 para resistir la tentación de
la recaída en la droga, estos alimentan el regodeo en la identificación
sintomática: puede vérseles como hermanitos cuyos corazones palpitan al son
de los ruidos provenientes de la cama parental, juntos espían y se exploran, se
miran, compiten, comparan, ven y no ven las diferencias, ven y desmienten las
diferencias, se identifican, se miran ser –resuelven- idénticos; es un mirar
excitante, el corazón y el pulso se aceleran, hay palpitaciones, sudor, ahogos,
mareos... Aprenden. La pulsión de saber, enredada en la primacía de la
neurosis infantil prioriza el conocimiento fragmentario sexualizado y
sexualizable, el saber del igual, el saber fijo de lo que “ya se sabe”; se
3
Fortalecimiento a nivel del yo conciente.
4
desestimará grupalmente la investigación de lo diferente y el interés por lo
novedoso quedará restringido a números o letras concretas: cuántos ataques,
cuántas pastillas, qué nombres tienen los medicamentos.
Una discusión psicoanalítica actual se ocupa de la discriminación entre
aquellas crisis de angustia que pueden interpretarse como preliminar de la
organización de un síntoma definidamente neurótico y aquellas que parecerían
corresponder a descargas masivas carentes de enlaces a nivel
representacional. Este último tipo de crisis estaría diciendo de ciertas fallas en
la organización psíquica que podrían corresponder a trastornos y/o fracasos de
procesos de la simbolización que afectarían sectores psíquicos, mantenidos
escindidos mediante complejos mecanismos.4 Se deduce que en estos casos
la pura exploración de sentidos estaría destinada al fracaso, y que del punto de
vista técnico sería pertinente el uso de construcciones interpretativas, mediante
las cuales el analista “prestaría” al paciente parte de su bagaje psíquico y sus
potencialidades simbólicas, tendientes a edificar en la grieta más que a hacer
conciente lo inconsciente.
El tipo de descarga de angustia masiva correspondiente a las crisis de
angustia, tendría correspondencia en su presentación con lo descrito por
Freud como neurosis de angustia, entendida como neurosis actual y en su
momento “caracterizada específicamente por la acumulación de excitación
sexual que se transformaría directamente en síntoma sin mediación psíquica”
(cita tomada del Vocabulario de Psicoanálisis de Laplanche y Pontalis) . Freud ponía como
ejemplos la “angustia de las vírgenes, angustia de la abstinencia sexual,
angustia del coitus interruptus”, etc; la excitación sexual no podría entrar en
conexión con representaciones psíquicas y se descargaría directamente en el
soma en forma de angustia. Más tarde, en “Inhibición, síntoma y angustia”
Freud volvería sobre el tema de las neurosis de angustia para decir : “podemos
arriesgar la hipótesis de que el yo sospecha peligros en la situación del coito
interrumpido, de la excitación frustrada y de la abstinencia, peligros ante los
cuales reacciona con angustia, pero esta hipótesis no nos conduce a nada”.
En ese momento de la teorización Freud está enfatizando el a posteriori por lo
que la hipótesis de la descarga sin enlaces queda suspendida y lo que
importaría pensar a partir de allí sería en los cómo y por qué fracasarían los
enlaces libidinales habilitantes de una codificación a descifrar. Carlos Pérez,
próximo al planteo de F. Schkolnik, presupone un “déficit de representaciones
inconscientes” (condicionado por) “falla o defecto en la inscripción erógena”.5
Este suscinto pasaje por lo que podría nombrarse como “el problema de
la codificación en la crisis de angustia” hace al punto de su consideración como
síntoma, a la consideración de su entidad como síntoma neurótico y/o a la
posibilidad de entenderla como preliminar de una más compleja organización
sintomática. Dejo así esquemáticamente planteadas algunas discusiones
actuales.6
4
Estas ideas forman parte de la teorización de Fanny Schkolnik, desarrollada en diversos trabajos y
expuesta verbalmente en reuniones científicas de la APU
5
Carlos Pérez-“Escenarios para un drama” en “La histeria”, Ed. Imago, Bs.As.
6
Se desprende del texto que entiendo los ejemplos acá considerados como síntomas histéricos en proceso,
en los cuales sería pasible rastrear las cadenas de representaciones inaceptadas que intervienen en su
constitución.
5
Si la crisis –llamada por la psiquiatría “de pánico” y por nosotros,
psicoanalistas, “de angustia”- se expone a la mirada colectiva, lejos del
psicoanálisis y cerca de los medios de comunicación, la divulgación revisteril
del “cúrese usted mismo” o “cúrese en grupo”, es probable que, -como intento
ilustrar a través de Marcelo y Esteban- los pacientes organicen mejor la
sintomatología, la cronifiquen o mejoren, pero favorezcan la clausura del
interés por saber acerca de las causas del padecimiento. Estos hombres
jóvenes, de muy opuestos contextos socio económicos, llegaron a mi
consultorio después de un tránsito similar, fuertemente psiquiatrizados y
resignados a constituir parte de un colectivo específico: aquel de los
“anónimos” padeceres de época (“pannick attack, fobias), padeceres difundidos
como hechos inevitables e inescrutables para los cuales solo se propone la
calma propiciada por la pastilla o el consuelo de formar parte de un grupo más
o menos homogéneo. La interrogación causal tiende a ser excluída o
simplificada en la palabra “estrés”, baluarte de origen extranjero utilizado para
bloquear la curiosidad.
Esteban, el joven histérico, que hubiera podido beneficiarse de un
psicoanálisis, me abandonó dos meses después de conocernos. Durante las
vacaciones de verano viajó a un país cercano a realizar un tratamiento
intensivo diseñado específicamente para la “cura del panic attack” y estableció
allí un contrato de viajes mensuales. No obstante, lo sucedido en las
entrevistas y las pocas sesiones que llegamos a tener me permitió aprender
algunas cosas que si bien no redundarían en su mejoría, me ayudarían a
entender mejor otras situaciones y otros pacientes. Agregaré que Esteban
sufrió, durante el período en que lo vi, ocho anuncios de repetición de la crisis,
llegando al punto de la “mano paralizada” e interrumpiéndose antes del dolor
en el pecho. Esas situaciones llevaban a la repetición del relato de “la primera
vez”, en el auto, sentado a la derecha del padre, con su madre y su esposa
embarazada en el asiento trasero, escuchando tranquilos un casete de Bucay.
Esteban tenía una relación de dependencia laboral y económica con su
padre, un hombre poderoso y autoritario, de carácter irascible, y una relación
de dependencia emocional con una madre absolutamente idealizada. La
angustia motivada por las intervenciones descalificatorias del padre hacia él era
moneda diaria, Esteban vivía en un clima de permanente tensión: “mi padre me
mete el dedo en el culito cada vez que puede”, decía en tono de asumida
desesperación. Por su parte, exhibiendo una marcada identificación con los
aspectos violentos del padre, con frecuencia se veía mezclado en peleas
callejeras; a la menor provocación -o a lo que él interpretaba como talrespondía con puñetazos. Una noche despertó de un sueño dando un golpe
contra la pared, con tal intensidad que se fracturó algunos huesos de la mano,
acontecimiento que le generó mucha ansiedad, al imaginar que dormido podría
haberle pegado a la esposa en la barriga.
El imperativo de ser padre parecía ser determinante en la eclosión de la
crisis, que adquirió rápidamente carácter de síntoma. Previamente Esteban
padecía una difusa sintomatología sexual (episodios de anorgasmia o
impotencia total o parcial) coherentes con su organización histérica. Anclado en
la no-resolución del núcleo de su neurosis infantil, mantenía abiertas las líneas
correspondientes a las dos vertientes del complejo de Edipo: en la línea
positiva, continuaba rindiendo tributo a una madre no castrada y el fantasma
6
incestuoso asomaba con frecuencia en su vínculo con el oscuro continente
femenino, coartando la posibilidad de satisfacción sexual. (Naturalmente, la
desmentida de la castración materna no es total, y es ese flaqueo de la defensa
lo que permite hacer de Esteban un neurótico y no un perverso.) En la línea del
Edipo negativo, el inconsciente sometimiento gozoso al padre, le hundía en una
humillación paralizante. La represión fallaba cada vez más, la fantasía de ser
penetrado por el padre se filtraba en el lenguaje, y la rebelión fálica en defensa
de su masculinidad se perdía en estériles golpes y trompadas. Como bien dice
Nasio: “... el universo fálico constituye el mundo angustiante en el que el sujeto
histérico se debate constantemente.”7 El recurso al síntoma conversivo, parece
haber tomado, en Esteban, la modalidad de la llamada “crisis de pánico”, crisis
en la cual la angustia aparece ya no únicamente como alerta, sino como
organización sintomática, descentrando la angustia de las zonas corporales
comprometidas por la angustia de castración, para irradiarse por el cuerpo
somático: cabeza, pecho, y, en este caso, mano. Mano paralizada y por tanto
liberada tanto de la (probable) compulsión masturbatoria como del (probado)
impulso al golpe asesino dirigido al padre o al hijo.
Por su parte, Marcelo parecía haber “hecho crisis” a partir de dos hechos
complementarios: el accidente y la convivencia pasiva y forzosa con su hijo
varón. Era frente a la observación de los desplazamientos del niño que se
activaban en él las fantasías de muerte. El apretado conglomerado activopasivo, fálico-castrado, vivo-muerto, engarzado en origen en una –probablefantasía parricida, parecía haber precipitado el fracaso de las defensas hasta
entonces relativamente eficaces ante intensas ansiedades de castración y
activado núcleos perturbadores que tocarían fantásticamente algo esencial de
su constitución como sujeto individuo y como sujeto sexuado: ese hombrepadre que venía siendo con relativa adaptación desde diez años antes, caía
desmayado ante la imagen de una serpiente imaginaria, como una niña
aterrorizada por la fuerza del deseo.
Síntoma y puesta en escena
La angustia inherente al sufrimiento neurótico, aún eclipsada en el
síntoma conversivo logrado, es intensa, limitante, y contribuye seriamente al
empobrecimiento de la vida; pero así mismo, las características de exceso con
que el histérico se juega, incluso en el dolor, nos permite reconocerlo en su
especificidad. La gestualidad de Marcelo en nuestro primer encuentro me
habló de histeria antes que llegaran sus palabras, y cuando estas llegaron, vi
una serpiente en la escoba arrojada lejos de sí. Sentí el miedo, y detrás del
miedo, agazapado y expectante, el deleite por el impacto que causaría en mí.
Al mencionar la probable internación, volvió a inclinar la cabeza sobre su
hombro izquierdo, como al llegar, y en los ojos entrecerrados -ahora con
resignación- creí entrever algo del “goce procurado por el síntoma”8. Esa
“teatralidad” que los pacientes histéricos no pueden soslayar les hace proclives
a formar parte de las convocatorias colectivas, a integrar los ya mencionados
grupos de ayuda mutua, a relatar infinitas veces sus padeceres, mostrarlos, y
7
J.D.Nasio: El dolor de la histeria. Paidós, Bs.As. 1998, pág 59.
Carlos Sopena: Mecanismos de defensa en las neurosis- Revista Relaciones No 242, Montevideo, julio
2004.
8
7
también lograr la participación de otros en su montaje escénico. “El histérico es
un actor especial, ya que representa a todos los personajes de la obra. En ‘La
interpretación de los sueños’ Freud dice que ‘Por el camino de la identificación
los enfermos llegan a expresar en sus síntomas las vivencias de toda una serie
de personas y no sólo las propias; es como si padecieran por todo un grupo de
hombres y figuraran todos los papeles de un drama con sus solos recursos
personales’”9 El histérico es un actor sin escuela de teatro, por eso el
psicoanalista sospecha de su representación; a veces -como me sucedió con
Esteban y su relato de la escena en el auto- impresiona como un niño que
intenta hacerse pasar por un adulto. La actuación suena pueril o se estereotipa
con facilidad, o ambas cosas. El relato de Esteban se estereotipaba en la
narración del episodio inicial, en una repetición (ante mí y ante cada persona
que contactaba) que contenía una parte de intento de elaboración de aquello
vivido traumáticamente, y una parte de deleite no consciente: en el “¡viejo,
pará! ¡ pará que me voy!” se deslizaba un aroma a anticipación orgásmica, pero
¿de quién? ¿qué voz se hacía escuchar detrás de sus palabras? Tal vez se
tratara de una voz femenina, de líneas del guión correspondiente a un
personaje tomado por identificación. El “cuidame a mi mujer y a mi hijo” parece
corresponder a otro personaje (un hombre, un padre) pero también, camuflado
en el texto, desvalido y asustado un niño decía: “cuidame”. En última instancia,
corroborando los muchos escritos sobre la histeria, Esteban muestra en la
organización de su relato que puede ocupar imaginariamente los tres vértices
del triángulo edípico.
Un público para una puesta en escena.
En cada época el despliegue histérico se viste con las modas
correspondientes, adecuándose al público que le hará de testigo. Para Lucien
Israel, es a finales de la Edad Media, con la caza de brujas llevada a cabo por
la Inquisición -brazo ejecutor de la Iglesia Católica- y sus correspondientes
émulos de las iglesias reformistas, que “aparece un fenómeno muy curioso: el
paso de la histeria individual a la histeria colectiva. Contagio, imitación,
identificación: cualquier cosa, ya que estos términos son lo suficientemente
vagos para que cada cual los clasifique como le plazca. Por otra parte es
probable que, antes de la escritura, hubiera existido una acción análoga a la
publicidad. La caza de brujas mostró el camino de los sabbats, sugirió nuevas
manifestaciones expresivas, trances, posesiones, etcétera. Nos recuerda la
actual influencia de la difusión de medidas preventivas contra los estados
depresivos y el suicidio, que facilitan justamente la aparición de estos síntomas,
o más bien la elección de dichas conductas.”10 Esta reflexión de L.Israel,
resulta aplicable en relación al tratamiento social actual de los “ataques de
pánico”: la identificación es favorecida por la divulgación, el contagio propiciado
por la enseñanza de un modelo que el histérico actúa para un público que lo
solicita. No caeremos en la ingenuidad de pensar que este particular teatro, con
sus actores, público y difusión de obra, se sostiene solamente en un afán de
investigación, prevención y amor a la causa: también es experimentación,
distracción y dividendos. Así como la iglesia necesitaba crear brujas y brujos
9
Carlos Sopena: Comentarios acerca de la histeria. R.U.P 78, pág. 79
L. Israel: La histeria, el sexo y el médico. Ed. Toray – Masson, Barcelona 1979. pág. 5
10
8
para centrar la atención en los demonios extraterrenos en un momento
histórico en que los campesinos se rebelaban contra los impuestos excesivos
decretados por la Santa Sede, generando escisiones en la hegemonía católica,
las corporaciones de los laboratorios necesitan epidemias para la colocación de
sus productos. El apaciguamiento sintomático que sin duda producen los
psicofármacos, efecto sostenido –además- en una transferencia positiva y
silvestre con el médico, tiende a alejar al paciente de la consulta psicoanalítica,
(la cual es sin duda más costosa e incómoda que la ingesta de pastillas.) Para
el campo común de psicólogos-psicoanalistas y psiquiatras-psicoanalistas éste
constituye un punto de cuestión con ribetes éticos, pues es preciso considerar
la pertinencia de permitir que el paciente “sufra” para poder propiciar su
inserción en un tratamiento psicoanalítico o favorecer el rápido apaciguamiento
del malestar generado por el síntoma, lo cual puede alejarlo más de la
posibilidad de desentrañar sus sentidos y curarse.
Esteban encontró en los ansiolíticos y la escucha de los grupos de
apoyo, (sin olvidar los antidepresivos) y luego en el tratamiento de diseño
especial para el síntoma, caminos más confortables que el del psicoanálisis.
Sin embargo, en la consideración del problema, podríamos preguntarnos
acerca del costo de la confortabilidad de acallar el síntoma y silenciar la
angustia, ¿es gratis para el soma la ingesta prolongada de psicofármacos? ¿se
debe confiar sin vueltas en las cada vez más afinadas propagandas de
restricción de “efectos secundarios”? ¿cuán secundario puede ser –por
ejemplo- el efecto de disminución de la libido en los pacientes tratados
prolongadamente con anti depresivos? ¿cómo interviene ese factor en la ya
complicada economía libidinal del histérico?
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