Luis Vega - Servicio de publicaciones de la ULL

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EN TORNO A LA IDEA TRADICIONAL DE DEMOSTRACIÓN:
CUESTIONES Y CONSIDERACIONES (AUTO)CRÍTICAS1
Luis Vega
“Les interpretes Grecs d’Aristote disent que le subjet de la Logique c’est la Demonstration.
Scot le subtil tient que c’est plustot le syllogisme, que les Latins appellent Ratiocination comme
qui diroit Raisonnement. Les Arabes generalisent encore davantage ce subjet disant que c’est
l’argumentation. Lesquelles trois opinions peuvent estre rapportées commodément l’une à l’autre.
Car l’argumentation contient soubs soy le syllogisme et la demonstration; et le syllogisme contient
aussi soubs soy la demonstration. Ainsi l’un depend de l’autre comme l’espece du genre”.
[Scipion Dupleix, 1603. La logique ou Art de discourir et raisonner. Reimp. Paris: Fayard,
1984; p. 43]
1. UNA APROXIMACIÓN A LA IDEA TRADICIONAL DE DEMOSTRACIÓN
Las relaciones entre la lógica y la argumentación vienen siendo un asunto muy discutido, por más que a veces lo puesto en cuestión sea la existencia misma de alguna relación
entre ellas. Desde luego, no faltan en la literatura diversos intentos de distanciarlas con
demarcaciones o contraposiciones del tipo: lógica formal/lógica informal, o lógica vs. retórica. Pero también existen lugares de cruce donde alguna suerte de relación parece obligada –aunque, por lo regular, el tratarse de una cita inevitable no vuelve más claro su sentido, ni
más previsible su desenlace–. Uno de estos lugares de cruce es la demostración: en la demostración, desde su invención griega, la lógica siempre ha tenido que verse las caras con la
argumentación.
La demostración también puede tener una significación crucial en otras perspectivas.
Por ejemplo, la demostración constituye un rasgo típico de la imagen tradicional del conocimiento matemático –Bourbaki ha dejado escrito: “a partir de los griegos, quien dice matemáticas dice demostración”–, y la idea que nos hagamos de la demostración influirá en en nuestra visión de la filosofía y de la historia de las matemáticas. Más aún: la demostración, conforme a una tradición sumamente extendida, consiste en una deducción lógicamente válida
que da a conocer la verdad de una conclusión a toda persona que reconozca la verdad de sus
1
Agradezco a Laguna esta ocasión de revisar mi planteamiento anterior de la concepción tradicional de
la demostración, e.g. en el Encuentro Carnap & Reichenbach. In Memoriam (Madrid, 1991), y corregir
algunas presunciones al respecto. También me considero en deuda con la DGICYT por haberme facilitado
el proceso de aprender de errores anteriores a través de los proyectos de investigación PB89-0202 y
PS92-0031, éste último en curso.
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premisas2. De ser así, en la demostración confluirían lógica, argumentación, verdad, conocimiento. Bueno, ¿qué más se puede pedir a una noción para que sea un nido de tensiones y
problemas?
Para no aumentar con malos entendidos esos problemas, voy a precisar algunos de los
supuestos de una aproximación a la idea tradicional de demostración. Primero, se supone que
una demostración es una prueba lógicamente concluyente que nos hace saber la necesidad de
que algo sea (o no sea) el caso. Estoy hablando, naturalmente, de demostraciones en sentido
estricto –como las rematadas por el “Q.E.D.” de los matemáticos–; no pienso referirme a la
“demostración” en ningún otro de los varios sentidos o usos de este término (es decir, como
demostraciones expresivas –e.g. de afecto o de protesta–, demostraciones prácticas –e.g. de
cómo funciona algo–, demostraciones empíricas de una conjetura, etc.). En segundo lugar,
conviene moverse dentro de un marco como el recordado por Scipion Dupleix, i.e. dentro de
la tradición que considera que (a), toda demostración es una prueba, y (b), toda prueba es una
argumentación, aunque naturalmente (c), no ocurre lo mismo en sentido inverso –ni toda
argumentación es una prueba, ni toda prueba es una demostración–.
Tras este primer paso nos aguarda el primer problema.
2. ¿QUÉ ES UNA ARGUMENTACIÓN?
En realidad, aún no lo sé. No tengo una idea precisa ni de la argumentación ni de la
mejor manera de tratar con ella. En mi descargo puedo alegar que el vasto campo cubierto
por la llamada “teoría de la argumentación” se encuentra hoy en una situación de indeterminación parecida. Son varias y diversas las perspectivas y estrategias que se ofrecen y compiten en calidad de “teorías” de la argumentación3. Hay, por añadidura, cuestiones iniciales o, si
quiere, “cuestiones de principio” que siguen siendo focos de la discusión. Creo que bastarán
dos ejemplos. El primero es el debate en torno a las dimensiones de la argumentación –e.g.
las llamadas “dimensión racional (o metódica)”, “dimensión dialéctica (o dialógica)”, “dimensión pragmática (o retórica)”–, y acerca de la orientación que debería presidir su orden,
su alcance o su sentido respectivos. El segundo concierne incluso al planteamiento mismo de
2
Algunas muestras recientes de esta tradición son: G. Weaver, 1988, “Readings proofs with
understanding”, Theoria, LIV/1: 31-47; J. Gasser, 1989, Essai sur la nature et les critères de la preuve,
Cousset (Fribourg): DelVal; J. Corcoran (1989), “Argumentaciones y Lógica”, versión española de
próxima aparición en la revista Agora.
3
Según varios diagnósticos, la disparidad de aproximaciones, enfoques y tratamientos de la
argumentación señalan una “crisis de identidad” del campo en su conjunto, vid. R.C. Rowland, 1987,
“On defining Argument”, Philosophy and Rhetoric, 20/3: 140-159; D.N. Walton, 1990: “What is
reasoning? What is an argument?”, The Journal of Philosophy, 87: 399-419; L. Vega, 1990, “Dureza y
fragilidad de las demostraciones”, Signos (Anuario de Humanidades, UAM), III: 127-144. En W.L.
Benoit, D. Hample, P.J. Benoit, eds., 1992, Readings in Argumentation, Berlin/New York: Foris, hay
otros informes en este sentido.
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una noción efectiva de argumentación, se refiere a cuestiones del tipo: ¿qué es un buen argumento? Y también está en cuestión la respuesta oportuna –aunque ya no se trate de establecer
la naturaleza misma de la argumentación sino más bien criterios eficientes de reconocimiento4–. ¿Cabe refugiarse en una propuesta estipulativa? ¿O hay que procurar una determinación
analítica, e.g. unas condiciones necesarias y/o suficientes de satisfacción del predicado “ser
un buen argumento”? ¿O habremos de contentarnos con caracterizaciones diversificadas y
sectoriales de la argumentación, de modo que la eficacia de un alegato jurídico sea distinta de
la eficacia de una prueba metamatemática informal, digamos, y ambas difieran de las correspondientes a una conjetura hermenéutica o a una extrapolación empírica? ¿O, en fin, no nos
queda sino atenernos a muestras paradigmáticas de “buenos argumentos” en tales o cuales
contextos discursivos o marcos de intervención lingüística?
Aquí, en aras de la noción tradicional de demostración que estoy considerando, voy a
entender que una argumentación es una interacción lingüística compleja que sirve, entre otras
funciones, para dar cuenta y razón de algo ante alguien en un marco de discurso M. Este
marco incluye ciertas condiciones de entendimiento mutuo entre los agentes discursivos que
hacen viable, en principio, el logro de los diversos objetivos de la argumentación. Pues una
argumentación, además de su propósito particular en un marco determinado (dirimir una
discusión, apoyar una propuesta, recomendar una opción, sugerir una implicación, motivar
un juicio, fundamentar un veredicto, etc.), suele involucrar finalidades más genéricas: una es,
ciertamente, captar la adhesión de sus destinatarios. En otras palabras, toda argumentación se
dirige de modo implícito o explícito a persuadir o convencer a alguien de algo: trata de intervenir en el mundo de las creencias y actitudes de un interlocutor o de un auditorio. Y por lo
que toca al presente contexto, entiendo que la argumentación envuelve así mismo unos objetivos de información, explicación o justificación tan característicos que la vía de la argumentación viene a ser a veces el único camino para lograrlos. Por ejemplo, uno ha de argumentar
si quiere que una creencia (o un conjunto de creencias) adquiera el estatuto cabal y expreso
de un conocimiento probado (o de un cuerpo de conocimientos establecidos). No argumenta
en este sentido el que se limita a aseverar: “Yo tengo mis razones. Y punto”.
La argumentación es un proceso interactivo y dinámico donde caben diversas formas de
comunicación, “inducción” –con efectos análogos a los inducidos por una corriente en un
campo electromagnético– y modificación de los mensajes discursivos. Pero cabe suponer
que el tipo de argumentación aquí considerado admite, a efectos de análisis, alguna transcripción escrita normalizada o “congelada” bajo la forma de un argumento. Esta transcripción no
pasa de ser por lo regular una expresión parcial y selectiva del curso correspondiente de
razonamiento; algo así como la punta de un iceberg inferencial y discursivo. Ahora no voy a
entrar en la discusión de si hay o de cuál debería ser la estructura básica de cualquier argu4
Todo el que visite el zoo, puede reconocer a un elefante por su trompa sin necesidad de saber que se
trata de un proboscidio del orden de los euterios. Carlos Pereda, en su inédito “¿Qué es un buen
argumento?”, adopta este tipo de planteamiento epistémico y operativo, más eficiente que el empeño
en una definición previa. Por citar otro ejemplo: está claro que la definición tarskiana del concepto
semántico de verdad no hace saber a nadie cuándo ha dado efectivamente con una verdad concreta, por
mucha que sea su competencia lingüística.
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mento. Estas cuestiones llevarían no sólo a considerar las complicadas relaciones entre los
procesos de inferencia y sus codificaciones eventuales, o entre los supuestos tácitos de fondo
y una argumentación expresa, sino mucho más lejos, e.g. a tratar con cuestiones antropológicas
e históricas como las relaciones entre una cultura oral y una cultura (o sub-cultura) escrita.
De momento, bastará entender que un argumento consiste en una serie abarcable de proposiciones dispuestas en orden a dar cuenta y razón de que algo es (o no es) es el caso, y que todo
argumento consta al menos de estos componentes: una conclusión –sea "–, un conjunto de
premisas –sea '– y una línea de discurso tendida entre ellas. Pues bien, de ahora en adelante,
la abreviatura convencional “<', ">” designará un argumento.
Pero no toda argumentación es una prueba.
2. ¿QUÉ DISTINGUE A LAS PRUEBAS?
Las pruebas son argumentos que en general parten de ciertos conocimientos –o presunciones de conocimiento– para concluir en otro conocimiento –o presunto conocimiento–. Es
decir, una prueba explicita una pretensión cognoscitiva o acentúa en tal sentido las dimensiones informativa, explicativa o justificativa de la argumentación. Una prueba procura hacer
más inteligible el objeto de la argumentación, aumentar o explicar su contenido informativo,
o también (deslizándose hacia una perspectiva de segundo orden) justificar el crédito que
conferimos a su proposición, respaldar nuestro grado de adhesión a ella, etc. Estoy tomando
“prueba” en el sentido general en que hablamos de “probar que algo es así o no es así”, en
cualquier contexto ordinario de investigación o indagación; no en el sentido específico que
adquiere en la jerga de un lógico matemático (por ejemplo, cuando habla de “pruebas” dentro
del contexto de la proof-theory); tampoco en el sentido peculiar de otros contextos donde
“prueba” equivale a “indicio”, “elemento de juicio” o “prueba material”.
Según esto, un argumento <', "> será una prueba sólo si <', "> tiene un valor cognoscitivo o una fuerza epistémica y discursiva (una “plausibilidad”) superiores a los representados por la mera proposición de " en el marco de discurso dado. Creo que podemos ver estos
valores de prueba como si formaran una gama continua, compuesta a su vez por diversas
gradaciones de valor cognoscitivo, fuerza y plausibilidad, de modo semejante a como la gama
perceptible de colores se compone de gradaciones diversas (e.g. la longitud de onda, la tonalidad, el brillo). Esta manera de ver los valores de prueba como si formaran una gama de
intensidades se remonta hasta el padre común del análisis lógico, el viejo Aristóteles (vid.,
por ejemplo, sus referencias a pruebas más o menos convincentes y a elementos de prueba
[semeîa] necesarios o plausibles en APr. II 25, 69a20 ss., y 27, 70a2 ss.)5. También me gustaría apuntar en esta perspectiva el corolario expreso de que, si contemplamos los valores de
prueba dentro de esa compleja especie de continuo, el valor de <', "> sólo será apreciable,
5
Para una consideración más detenida de las dimensiones y de la significación de la dialéctica aristotélica
de la plausibilidad, cf. L. Vega 1993, “Tà éndoxa: argumentación y plausibilidad”, Éndoxa, 1: 5-19.
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en general, por comparación con otras pruebas u otros elementos de juicio ante los que haga
valer su presunta contribución a la extensión o la calificación del conocimiento disponible.
Dicho de otro modo: las pruebas se aducen en un marco explícito o implícito de interacción
y de enfrentamiento discursivos, donde el valor, la fuerza y la plausibilidad de una proposición o de una prueba vienen determinados en mayor o menor medida por el valor, la fuerza y
la plausibilidad de alguna contrapropuesta o contraargumentación alternativa.
A esto se añade que <', "> sólo será una prueba en un marco M, si es visto o reconocido por algún agente discursivo como prueba de " en M. De modo que la calidad de significar una prueba es una función esencialmente contextual y pragmática. (Así que, en mi opinión, las pruebas no nos esperan en algún mundo semántico antes de materializarse en nuestros propios usos discursivos, ni pasan a residir en algún limbo epistémico cuando dejan de
ser reconocidas por alguien, cuando a nadie convencen.) Sin embargo, de esta dependencia
pragmática no se sigue que cualquier conjunto mejor o peor hilado de proposiciones, con tal
de que sea visto por alguien como prueba en algún marco de discurso, funcionará efectivamente así en dicho contexto. La sanción de un argumento como prueba no es un asunto
privado, sino público; como tampoco es una cuestión meramente personal el dar razón de
algo ante alguien, aunque la gente tenga sus motivos personales para creer ésto o aquéllo.
Cada cual es muy dueño de abrigar sus propias creencias –y algunos (como la Reina Blanca
del otro lado del espejo que presumía ante Alicia de haber sido, cuando niña, muy capaz de
creer seis cosas imposibles antes del desayuno) pueden ser harto creídos–. Pero no cabe
pensar lo mismo de los conocimientos: ni la desmesurada Reina Blanca podría conocer que
el círculo es cuadrado –se dice que Euclides dijo en cierta ocasión al fundador de la dinastía
ptolemaica, Ptolemeo Sóter: “no hay camino de reyes en geometría”–.
Para que X crea que P, ni es necesario (i) que alguien más comparta dicha creencia, ni es
necesario (ii) que P sea congruente con algún cuerpo disponible de conocimientos al respecto. En cambio, toda pretensión de conocimiento deberá atenerse a ambos supuestos, de modo
que deja de ser una cuestión personal para convertirse en una cuestión de dominio público, al
menos en principio. En este medio abierto, las pruebas son las credenciales con las que una
pretensión de conocimiento afronta su destino. Por lo tanto, es obvio que una prueba, como
cualquier credencial, carece de sentido fuera del ámbito de unas instituciones y de unas normas de uso, de valoración y de reconocimiento.
Las pruebas son, por lo demás, hijas de los tiempos. Las condiciones de valor y fuerza
epistémicas y de reconocimiento pragmático que he mencionado, son supuestos generales
cuya especificación queda a cargo de los marcos de discurso y de los agentes discursivos que
emplean unos argumentos como pruebas. No es seguro que una prueba en el marco dado M
pueda mantener indefinidamente su valor de origen en otro medio M’ o pueda contar siempre
con el mismo grado de aceptación o de reconocimiento. Más bien tiende a ocurrir lo contrario pues el valor de una prueba nunca está desligado de la suerte de otras pruebas o argumentos concurrentes y, en general, depende del grado, de la forma y de las vicisitudes de desarrollo de la red correspondiente de conocimientos. Como sugería antes, las pruebas (en particular, los valores de un argumento como prueba) sólo se aprecian por contraste o por coligación,
nunca en términos absolutos, siempre en términos comparativos.
Pero, según la tradición, algunas pruebas pueden ser concluyentemente demostrativas.
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3. ¿QUÉ DISTINGUE A LA DEMOSTRACIÓN?
Una demostración es un tipo especial de prueba. La peculiaridad de la demostración se
echa de ver, siguiendo la tradición, en ciertos requisitos específicos como los siguientes: una
prueba <', "> en un marco discursivo M es una demostración de " en M, sólo si <', ">
(i) es una deducción lógicamente concluyente;
(ii) hace saber a algún agente discursivo X que " es el caso;
(iii) es una prueba cogente.
Cabe plantear estas condiciones como demandas maximalistas dentro de cada uno de
los planos respectivamente involucrados: el lógico, el epistémico, el pragmático. Es decir: la
deducción concluyente de " a partir de ' muestra que " se sigue lógicamente de ', y ésta es
una relación semántica de una fuerza singular; el hacer saber es, a su vez, una manera sumamente fuerte de dar a conocer y probar que algo es el caso; la “cogencia”, en fin, marca así
mismo un grado especialmente alto de poder de convicción y de reconocimiento. Pero, por
otro lado, también cabe considerar que (i)-(iii) no son precisamente condiciones suficientes
de optimización de unos estados o formas de conocimiento, sino más bien ciertos requisitos
que debe satisfacer una clase específica de argumentos: la subclase de las pruebas que constituyen demostraciones en sentido estricto, a partir de un marco de discurso dado.
Veamos por encima el sentido de cada uno de los requisitos señalados. Una deducción
concluyente es una acción discursiva que supone la mediación de una relación lógica de
consecuencia. No es fácil definir esta relación de consecuencia. Sin embargo, nos resultan
familiares algunas de sus virtudes, e.g. la de preservar y transmitir la verdad (como suele
decirse) o la condición de modelo (como sería preferible decir): si " se sigue de ' no hay
modelo de ' que no sea modelo de ". Luego, si " se sigue de ' y ' es consistente, ninguna
deducción concluyente de " podrá poner en peligro esa consistencia, y de ahí se derivan
otras virtudes metodológicas bien conocidas de la mediación de una relación de consecuencia. Ésta es, además, una relación semántica entre proposiciones donde no cabe andarse con
medias tintas: o se da o no se da en un argumento. Si se da, el argumento es válido, concluyente; no lo es en otro caso. La validez no admite grados como puede hacerlo el valor de
prueba. También es, en fin, una relación objetiva al menos en el sentido de que, una vez
producida, vale con independencia de las actitudes o disposiciones de los agentes discursivos
–dicho en otros términos, la vigencia de una relación de consecuencia no es un atributo de un
argumento válido particular sino que corresponde a la clase, posiblemente infinita, de todos
los argumentos de su misma forma lógica–.
Ahora bien, esta condición lógica no es suficiente para determinar por sí sola una demostración. No todo argumento válido se erige, por esta validez misma, en una prueba demostrativa. Así: un argumento fundado en una petición de principio envuelve por definición
una relación de consecuencia estándar, sea reflexiva o sea circular; pero, por regla general, no
pasará de ser una prueba fallida; y una demostración fallida no es una demostración. Tampoco se extienden a la demostración ciertos supuestos ordinarios: la transmisión de validez a
través de los refinamientos de una estructura lógica; la preservación de validez en todos los
argumentos de una misma clase por su forma lógica. Pues no todo argumento de la misma
forma lógica que una demostración dada constituye, a su vez, una demostración. Considere-
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mos una demostración fundada sobre la base de la premisa inductiva I: “si un conjunto de nn.
naturales contiene el cero y está cerrado bajo la operación de sucesión, contiene todo número
natural”; si sustituimos la mención de los naturales en la premisa I por la mención de los
enteros (conforme a I*: “si un conjunto de nn. enteros contiene el cero y está cerrado bajo la
operación de sucesión, contiene todo número entero”), ya no resulta una demostración. Por
lo demás, una deducción que sea concluyente, a los efectos de una prueba, no se limita a ser
la actualización de una relación de consecuencia lógica entre proposiciones. Toda deducción
efectiva, como la que constituye una demostración, comporta una dirección o una orientación discursiva que contrasta con la indiferencia de las consecuencias posiblemente infinitas
que se seguirían dentro de los conjuntos de proposiciones cerrados bajo dicha relación de
consecuencia. Y en fin, al comportar una intención de prueba, se mueve no sólo entre actitudes proposicionales típicas de una semántica intensional, sino entre presunciones de conocimiento y elementos de juicio dentro de algún marco de discurso dado.
Pasamos así al requisito epistémico de hacer saber, donde nos aguardan mayores problemas. Hacer saber es –dicho vagamente– hacer entender que algo es el caso de modo que no
puede ser de otra manera. Se supone tradicionalmente que toda atribución de saber debe
hacer referencia expresa a la verdad y que la demostración da a conocer una verdad a partir
de otras verdades ya conocidas. Esta suposición ha tenido la virtud de inspirar sistematizaciones
del conocimiento, bien sobre la base de una jerarquía ontológica de las verdades mismas –en
la tradición clásica de Aristóteles, Bolzano, Frege–, bien sobre la base de una jerarquía
epistémica axiomatiforme de las verdades conocidas –en la tradición de los programas del
more geometrico–. La pasión por la verdad siempre ha sido, en la perspectiva histórica del
desarrollo del conocimiento, una buena consejera. Pero la adopción entusiasta de esa suposición puede prestarse, desde otros puntos de vista, a mezclas indiscriminadas y discutibles
entre nociones semánticas y epistémicas (una confusión de este género ha inspirado a veces
la crítica a toda deducción que trate de ser no sólo válida sino informativa), aparte de suscitar
más problemas de los que ahora serían necesarios en torno a las relaciones entre lo que es
verdad y lo que se conoce –o se pretende conocer– como verdadero. Así pues, mientras no
tenga claras estas relaciones, me atendré a una suposición más tímida o más discreta: supondré que X sabe que " es el caso, en virtud de una prueba <', ">, sólo implica que X estaría
justificado si asumiera que " es verdadera, de modo que la atribución de verdad es relativa
al peso de una justificación, al valor de la prueba aducida. Me temo incluso que, epistémica
y discursivamente, nos movemos no entre verdades y falsedades sino más bien entre pruebas
y contrapruebas, algunas de las cuales son demostraciones.
¿Hay, entonces, algo que distinga al saber demostrado de las otras formas probadas de
conocimiento? Según la tradición, sí. Este saber es reflexivo: si X sabe por una demostración
que " es el caso, X sabe que sabe por demostración que " es el caso. Además presenta una
transmisibilidad peculiar: si X sabe por demostración que " es el caso y W sabe que X sabe
por una demostración que " es el caso, W sabe por tal demostración que " es el caso (esto
es: W sólo puede saber –en el sentido aquí pertinente– que X cuenta con una demostración, si
W es capaz de seguir y entender tal demostración, lo que representa en suma una manera de
tenerla: todo el que sigue y entiende una demostración, la rehace por cuenta propia y, en
definitiva, dispone de ella). No cabe generalizar tal propiedad a cualquier caso de conoci-
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miento por pruebas: no basta que X conozca el texto de un manuscrito por haberlo transcrito,
y que W tenga conocimiento por referencias indirectas de que X conoce el texto de ese manuscrito, para que W conozca un texto al que no ha tenido acceso en su vida –ni que decir
tiene que lo mismo se aplicaría al caso de una demostración de cuya existencia sólo se “sabe
de oídas”: la mención del “teorema de Pitágoras” no transmite demostración alguna–. Ambas
propiedades, reflexividad y transmisibilidad, se avienen a las lógicas epistémicas en curso,
e.g. la de J. Hintikka. Pero no faltan los puntos de divergencia entre el saber por una demostración que " es el caso y la lógica del operador modal “... sabe que "”. Según una regla
lógico-epistémica de Hintikka, de “si ", entonces $” se sigue “si X sabe que ", entonces X
sabe que $”6. Esta no es, desde luego, una regla aplicable al saber asociado a la demostración. Si lo fuera, habríamos de aceptar absurdos como éste: El 2º teorema de limitación de
Gödel (1931) resulta lógicamente equivalente al resultado de Löb (1955); luego, Gödel también debía saber este resultado y, en general, todo aquél que conozca el teorema de Gödel
conoce el teorema de Löb. Naturalmente, esta deducción no es de recibo (aunque haya gente
que a veces habla de correlaciones en historia de la Lógica en términos parecidos, e.g. “los
estoicos ya conocían nuestra lógica de functores de enunciados”). La excusa más socorrida
es que la lógica epistémica constituye una idealización: sólo contempla sujetos singularmente perspicaces dentro de mundos objetivamente transparentes, para marcar ciertas posibilidades y condiciones formales al margen de las limitaciones reales que hemos de padecer como
agentes discursivos. A mi juicio, hay otras diferencias aún más significativas. Una es que la
lógica no basta para acreditar en un marco de discurso una conclusión a menos que sea allí la
instancia que prevalece (circunstancia que no toca decidir precisamente a la lógica misma)7.
Otra diferencia estriba en que la demostración hace saber en razón de que dirige y transmite
a la conclusión no sólo un valor externo de prueba –como la verdad (conocida) de las premisas,
tan estimada por la idea tradicional de demostración–, sino la pertinencia misma de su justificación en el marco discursivo dado. Dicho en otras palabras: la línea de justificación que a
través de una demostración hace saber a X que $, a partir de "1 ... "n en M, forma una cadena
discursiva <"1 ... "n, $>, cuyos eslabones "1, ..., "n, codeterminan la deducción efectiva de
$ en M. Esta condición es perfectamente aplicable a una demostración en lógica estándar. Y
6
Vid. J. Hintikka (1962): Saber y creer. Madrid: Tecnos, 1979; “Knowledge, Belief, and Logical
Consequence”, Ajatus, 32 (1970), pp. 32-47; Logic Epistemic and Epistemology of Logic, Dordrecht/
Boston: Reidel, 1981.
7
Según es bien sabido, A.R. Luria, en sus investigaciones de 1931-32 sobre sociedades de cultura oral
en Uzbekistán, se encontró con campesinos que rehusaban emplear patrones lógicos elementales, el
Modus Ponens o el Modus Tollens, como vía inferencial de prueba y de conocimiento. Su saber se
circunscribía a su propia experiencia inmediata y sus pruebas no iban más allá de los testimonios
directos de sus allegados o de los convecinos dignos de crédito. En este medio cultural, la lógica
discursiva carecía de fuerza probatoria. Vid. A. Luria (1933), Desarrollo histórico de los procesos
cognitivos, Madrid: Akal, 1987, pp. 118-137 en particular. Naturalmente, de ahí no se sigue ni que los
uzbekos analfabetos fueran seres irracionales, ni que la validez semántica de una regla lógica sea
relativa a lo que piensen de ella sus usuarios concretos. Pero sí pueden desprenderse consideraciones
interesantes sobre la dependencia pragmática del valor de prueba y de sus condiciones de reconocimiento.
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por esta razón, entre otras, creo que podemos hablar con toda propiedad, no de “demostraciones formales”, pero sí de demostraciones lógicas. E.g.: si $ es un teorema de lógica
elemental, su prueba puede consistir en una deducción “normalizada” –en el sentido de
Dag Prawitz– que construye la fórmula $ al hilo de la subdeducción de sus subfórmulas
constituyentes, de modo que la justificación que da lugar a cada una de ellas pasa a formar
parte esencial de la justificación final que da lugar a $8. En términos más generales y en
honor del viejo Aristóteles, diríamos que hacer saber es una manera de probar que algo es el
caso por sus causas y/o razones pertinentes e intrínsecas. En la jerga de los actuales analistas
del conocimiento, diríamos que la demostración depara un saber inmune a las “paradojas
Gettier”. Desde luego, no llega a tanto lo que podemos esperar de cualquier prueba o, menos
aún, de una prueba empírica “de caja negra” que se limite a comprobar una correlación de
datos input-output o a constatar determinados hechos.
Con este modo de ver el saber demostrado encaja, en fin, la tendencia de la demostración
no sólo a tejer cadenas o núcleos deductivos sino a entramar sistemas o cuerpos de conocimientos, i.e. formar teorías deductivas. Se supone que no hay demostración que no dependa de algún
marco discursivo específico (no hay demostración en general, sólo hay demostraciones lógicas,
o matemáticas, o físico-matemáticas, etc.), y que no discurra en términos teóricos propiamente
dichos: en términos cuyo uso nos compromete con el empleo de una determinada teoría de
modo similar a como el uso deductivo del término “línea paralela” nos compromete con el
empleo de una determinada geometría. Precisamente en la tradición geométrica griega de los
tratados de Elementos fue donde se manifestó por vez primera esta tendencia de las demostraciones a organizarse de modo sistemático en forma de teorías deductivas (vid. por ejemplo
Aristóteles: Metaphys. 1014a35-b2)9.
El requisito de cogencia se desprende del anterior. Suele aludirse a él en términos equívocos:
e.g., cuando se dice que una demostración es una prueba que establece una proposición de manera
tan cierta y evidente que nos fuerza a asumirla. Según esto, cabría convenir con algún epicúreo o
algún cartesiano rezagados en que la demostración de toda proposición que ya tengamos por
cierta y evidente, carece de sentido; o podríamos confesar, con los puristas cantabrigenses Littlewood
y Hardy, que las demostraciones matemáticas no pasan de ser verborrea, retórica, pedagogía. Pero
cogencia no es lo mismo que certidumbre. En realidad, las certezas y evidencias son modalidades
de la creencia antes que del conocimiento, y por ende la certidumbre no guarda con la cogencia
una relación mayor que la que podría tener el mundo de las creencias con el mundo de las pruebas.
8
En L. Vega, 1991, “¿La lógica da explicaciones?” (en AAVV, Variaciones sobre la explicación, Madrid:
UNED, pp. 135-209), puede verse un análisis pormenorizado de este planteamiento de Prawitz,
enmarcado en la que él mismo llama “General Proof Theory”.
9
Cf. L. Vega, 1992, “Los elementos de geometría y el desarrollo de la idea de demostración”, Mathesis,
8: 403-423. Para referencias recientes sobre las raíces griegas de la concepción tradicional de la
demostración y de sus dimensiones lógica, epistemológica y metodológica, puede verse mi “La
dimostrazione”, en S. Settis, ed., Noi e i Greci, c. 8 (en prensa, Torino: Einaudi, 1995), y sobre los
métodos de prueba matemática mi “Methods of proof-demonstration”, en A. Garciadiego, ed.,
Encyclopedia on the History and Philosophy of the Mathematical Sciences, P. I, vol. 2, sec. iii (en
prensa, México: UNAM, 1995).
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Por “cogencia” se entiende una normatividad semejante a la sugerida por Wittgenstein:
“Recorro la demostración y digo: ‘Sí, así tiene que ser’”; aquí está hablando el “yo” de una
comunidad epistémica o, si se quiere, de la comunidad científica, pues es el dominio de unos
lenguajes y métodos determinados –matemáticos, por ejemplo– lo que nos depara en principio la habilidad para reconocer una demostración cuando nos hallamos ante ella. Además, la
cogencia implica una disposición a tomar lo demostrado como algo establecido, y a tomar su
deducción como una prueba a salvo de cualquier contrapueba –éste es uno de los puntos en
que la demostración rompe la baraja de las pruebas y refutaciones de una dialéctica como la
de Lakatos–. Recordando una vez más a Wittgenstein, “hemos de estar dispuestos a usar la
demostración como pauta de juicio... La demostración ha de ser modélica”10.
De todo ello no se sigue que exista a nuestro alcance una vía infalible y atemporal
conocimiento. La cogencia de una demostración no es un estado de gracia ahistórico. La
cogencia de una demostración implica el entendimiento pleno de la prueba, la comprensión
de su estrategia global y la comprensión de cada paso deductivo, de donde se deriva el poder
de convicción inherente a una prueba demostrativa. Por consiguiente, una demostración debe
tener efectividad pragmática, ha de ser entendida, y debe tener eficacia retórica, ha de ser
convincente. Y todo esto, desde la integración teórica y más o menos sistemática que supone
una demostración hasta su reconocimiento efectivo y su poder de convicción, hace que este
tipo de prueba discursiva también sea a su manera carne de historia.
A partir de aquí nos asomamos a un horizonte de problemas que parecen desbordar la
perspectiva de la tradición sobre la idea de demostración. La ilustración más viva es la discusión actualmente en curso sobre la suerte de la demostración tradicional en matemáticas. Esta
discusión se mueve, principalmente, en dos planos estrechamente relacionados. En uno, el
más dramático, se ha llegado incluso a hablar de “la muerte” de la demostración; en el otro,
lo que se debate es más bien el sentido y alcance de la demostración entre las pruebas. Veamos brevemente el estado de la cuestión en uno y otro plano.
4. LA CRISIS DE LA CONCEPCIÓN TRADICIONAL DE LA DEMOSTRACIÓN
Según la concepción tradicional de la demostración, recordemos, una demostración es
una prueba concluyente y un teorema matemático es una verdad demostrada de una vez por
todas y para siempre. Hoy corren malos tiempos para estas ideas; quizás sean demasiado
arrogantes para las atribuladas tribus de descreídos o de perplejos o de otras gentes dadas a la
debilidad del pensamiento. Lo cierto es que nunca como ahora se ha empezado a hablar de la
posible muerte de la demostración matemática (en su sentido clásico). Cunde el rumor de que
10
Vid. sus (19783): Observaciones sobre los fundamentos de la matemática, Madrid: Alianza, 1987;
III, § 30 y § 22 respectivamente. Estas referencias no implican la inclusión de la concepción
wittgensteiniana de la demostración, en su conjunto, dentro del legado de la tradición; pero dan a
entender que esa concepción, lejos de ser tan novedosa como algunos suponen, viene a ser una
prolongación del ideario tradicional en muchos aspectos.
EN TORNO A LA IDEA TRADICIONAL DE DEMOSTRACIÓN:...
19
las nuevas perspectivas históricas y filosóficas del desarrollo de las matemáticas, junto con
los nuevos tipos de prueba que han aparecido por el horizonte de la investigación –e.g. las
pruebas que exigen la ayuda de ordenadores cada vez más potentes–, amenazan con asestarle
el golpe de gracia. Un rumor no es una profecía, aunque pueda, como ella, cumplirse a sí
mismo. En cualquier caso, un rumor siempre tiene un valor de síntoma. Según todos los
visos, algo está cambiando en la imagen tradicional de las matemáticas o en la idea clásica de
demostración o, habida cuenta de su antigua liaison, en una y otra.
No faltan, además, varios catalizadores del cambio. Unos han tenido más repercusión en
la imagen pública o cultural de las matemáticas; otros siguen influyendo en su imagen profesional. Entre los primeros figuran varios desengaños sucesivos, cuyo desenlace puede cifrarse en “la pérdida de la certidumbre” –como reza el título de un difundido libro de M. Kline,
historiador algo dado al trazo grueso en historia y a los vivos colores en pedagogía. Según
quiere la versión oficial de los acontecimientos, las matemáticas han pasado desde mediados
del s. XIX por estos trances: 1º) La pérdida de arraigadas evidencias y certezas físico-matemáticas, sobre todo a partir del desarrollo de las geometrías no euclidianas; con ellas se fue
diluyendo la fe del pensamiento moderno de los ss. XVII-XVIII en una suerte de armonía
preestablecida entre la geometría euclidiana y bien la configuración real del espacio físico o
bien la conformación mental de nuestra percepción del espacio; tras ellas creció la sospecha
de que las matemáticas serían más seguras si se refirieran a sus modelos teóricos antes que a
la naturaleza. 2º) La quiebra de las aspiraciones a cimentar la solidez lógica y/o téorica del
edificio deductivo de la matemática clásica, por las dificultades conceptuales y la precariedad sistemática en que ha naufragado la búsqueda de unos fundamentos en teoría de conjuntos durante las primeras décadas del siglo XX; e.g., después de las paradojas conjuntistas de
un principio, hemos tropezado con indeterminaciones sistemáticas como la supuesta por la
bifurcación entre teorías cantorianas y no-cantorianas de conjuntos. 3º) La imposibilidad de
confiar, al menos, en una seguridad metódica como la que prometía el programa de la metamatemática finitaria de Hilbert, desmentida por los resultados de Gödel (1931) sobre las
limitaciones internas de la formalización estándar de la aritmética elemental. Después de
estos descalabros en cascada, las matemáticas ya nunca podrán ser lo que habían sido para la
tradición vigente desde el precoz more geometrico griego: un conocimiento racional privilegiado de verdades que se imponen por sí mismas al entendimiento o fluyen deductivamente
por el cauce de un sistema axiomático a salvo de cualquier contingencia. Y de tamaño desastre, la idea tradicional de demostración no puede salir indemne: adiós a la esperanza en el
rigor absoluto; adiós a la ilusión de las pruebas definitivas; adiós a la creencia de que un
teorema demostrado es una proposición establecida de una vez por todas, para siempre. Hoy,
entre los interesados por la historia y la filosofía de las matemáticas, los posibles sentimientos de pérdida se han desvanecido ante la urgencia de estas despedidas.
Por lo que concierne a los otros motivos del cambio de imagen, con mayor peso entre
los matemáticos profesionales, cuenta, por ejemplo, la clara percepción de las distancias
que median entre una prueba matemática ordinaria y su representación como derivación
formal o automatizada. Pero tampoco faltan, además, desarrollos internos que ponen en
evidencia la complicación o la extensión desmesurada de las pruebas en ciertas áreas de
investigación –dentro, incluso, de ámbitos familiares desde antiguo como la teoría de los
20
LUIS VEGA
números o el álgebra– y, por ende, el imperativo práctico de atenerse a unos resultados meramente probabilísticos, e.g. con respecto a la serie de los números primos, o la necesidad de
confiar en la corrección de un programa y en el buen comportamiento de un ordenador, e.g.
cuando se trata de la clasificación de los grupos finitos simples.
Consideraciones como éstas, unas históricas o filosóficas, otras más centradas en el
trabajo matemático ordinario, contribuyen a que se extienda como una mancha de crudo la
sensación de crisis de la idea tradicional de demostración.
La crisis, para colmo, no sólo tiene relieve teórico o metodológico; también puede tener
repercusiones prácticas hasta el punto de llevar la cuestión de la demostración ante los tribunales de justicia. No es una especulación temeraria si observamos las demandas del control
de calidad en el mercado de los microprocesadores: aparte de las pruebas de fiabilidad del
hardware, las instrucciones oficiales pueden exigir “demostraciones matemáticas” de la corrección del software; abora bien, el control exhaustivo y concluyente de un programa de
cierta complejidad suele resultar impracticable. Considerando esta situación y las dificultades de compaginar el estándar oficial de demostración del matemático con los criterios de
prueba técnicamente satisfactoria del ingeniero, E. Peláez, J. Fleck y D. Mackenzie predijeron en 1987 que el asunto de dirimir qué es una demostración de la corrección de un programa acabaría en los tribunales de justicia. En 1991 estuvo a punto de cumplirse la predicción,
cuando la empresa Charter Technologies Ltd., beneficiaria de una licencia de uso del
microprocesador VIPER ofertado por el Ministerio de Defensa británico, inició los trámites
de una acción legal contra el Ministerio por información presuntamente fraudulenta: el Ministerio había asegurado que la corrección del diseño del VIPER estaba efectivamente “demostrada” con arreglo al estándar matemático oficialmente adoptado en el Reino Unido. El
proceso no se llegó a celebrarse ante la High Court por la inoportuna quiebra comercial de la
empresa Charter Technologies Ltd. Pero el mismo MacKenzie, dos años después de esa experiencia abortada, ha vuelto a predecir nuevas demandas judiciales en análogo sentido11.
5. LA DEMOSTRACIÓN EN EL MUNDO DE LAS PRUEBAS
Puestas así las cosas, ¿cuál puede ser el sentido o el alcance de una demostración, si es que
tiene alguno, entre las pruebas matemáticas? Hoy abundan los pronunciamientos al respecto.
Las tendencias principales se dejan agrupar en torno a los siguientes puntos de vista.
Para empezar, quedan restos de un punto de vista maximalista. Son, por ejemplo, residuos
de la demarcación tradicional entre las pruebas meramente plausibles y la demostración terminante –e.g. a partir de la venerable distinción aristotélica entre la dialéctica de los Tópicos y la
11
Vid. D. MacKenzie, 1993, “Negotiating Arithmetic, Constructing Proof: The Sociology oif
Mathematics and Information Technology”, Social Studies of Science, 23: 37-65. Por lo que concierne
a las referencias anteriores, cf. M. Kline, 1980, Matemáticas. La pérdida de la certidumbre, Madrid:
Siglo XXI, 1985; J. Horgan, 1993, “La muerte de la demostración”, Investigación y Ciencia, 208
(diciembre 1993): 70-77.
EN TORNO A LA IDEA TRADICIONAL DE DEMOSTRACIÓN:...
21
ciencia demostrativa de los Segundos Analíticos, o a partir de la distinción neopositivista entre
la deducción lógico-matemática y la inferencia empírica–; pero también se hacen notar las
secuelas de algunos aforismos de Wittgenstein en torno a las matemáticas. De acuerdo con esta
perspectiva, las señas de identidad de los teoremas matemáticos descansan en la demostración
efectiva; hay una divisoria neta entre esta demostración estricta y cualquier otro género de
pruebas en favor o en contra de una proposición empírica. Según las posturas maximalistas, las
demostraciones clásicas nunca podrán morir mientras vivan las matemáticas.
Más común es un enfoque minimalista como el que, siguiendo los pasos de Lakatos,
sostendría que el desarrollo del conocimiento matemático no difiere sustancialmente del
desarrollo del conocimiento científico en general, pues también consiste en una dialéctica de
conjeturas y contraejemplos, pruebas y refutaciones. Así que toda prueba y, por lo tanto,
cualquier supuesta demostración admiten, por principio, contrapruebas. En esta dirección,
no faltan movimientos más radicales o más confusos que, por mor de cierta historia o de
cierta sociología o de cierta etnometodología, desembocan en el relativismo. Cabe suponer,
por ejemplo, que la prueba matemática no es más que la acreditación oficial de un cálculo o
de una medida, y sus métodos varían como cualquier otro patrón cultural. Cabe considerar
que una demostración sólo es una prueba relativa a las convenciones instituidas de exposición y a las pautas de justificación que obran en determinados marcos históricos y en medios
sociales concretos. Así pues, no habría gran diferencia entre contar con los dedos, o verificar
con la computadora una operación artimética, y establecer un resultado como una conclusión
necesaria dentro de una teoría de los números: basta en cada ocasión y momento el rigor de
turno. Y más allá todavía nos podríamos topar con alguna propuesta cero, que sólo reconocería a la demostración unos efectos retóricos o ciertas virtudes didácticas.
Por mi parte, me temo que ninguna de estas perspectivas –las derivadas de posturas
maximalistas, de posiciones minimalistas, de poses cero– nos depara una imagen adecuada
de la situación de la demostración clásica entre las pruebas matemáticas. Un inconveniente
del punto de vista maximalista es negarse a ver algo tan obvio como esto: no sólo de teoremas
han vivido y viven las matemáticas. Un inconveniente del punto de vista minimalista es pasar
por alto otros dos hechos claros: 1/ hay demostraciones efectivas de teoremas reconocidos,
desde la primera sistematización matemática conocida, los Elementos de Euclides, e incluso
desde antes; 2/ hay innegables diferencias entre ciertas pruebas o comprobaciones típicas y
ciertas demostraciones paradigmáticas, aunque medie entre ambos extremos una amplia gama
de casos de indeterminación, un continuum por donde se sitúan o se desplazan otras pruebas
que apuntan hacia uno u otro margen de esta banda.
Nuestras matemáticas no sólo han asumido el legado griego de la demostración, sino otras
tradiciones orientales de medición y de cálculo. Hoy, según es bien sabido, en matemáticas
también se reconocen, junto a las proposiciones demostradas, otros resultados a veces plausibles o a veces aproximados, amén de diversos procedimientos de comprobación o confirmación. Hay así mismo conjeturas que aun resistiéndose a una demostración no dejan de estimular
su búsqueda y siguen siendo objeto de investigación matemática –la expectación creada en
torno a la demostración del último teorema de Fermat puede ser un incentivo para estrechar el
cerco de otra antigua conocida, la conjetura de Goldbach–. Hay, por añadidura, suposiciones
cuya verificación descansa en su rendimiento teórico o sistemático; digamos que actúan en
22
LUIS VEGA
nombre de algo como “la mejor suposición”, por analogía con la llamada “mejor explicación”
en la ciencia empírica. Son, por ejemplo, la correspondencia biunívoca entre los puntos del
continuo y los números reales (un presupuesto básico de la geometría analítica), la hipótesis
cantoriana del continuo, el axioma de elección. Hay, en fin, asunciones metateóricas que sólo
gozan de una plausibilidad a posteriori como la suministrada por una especie de coligación
inductiva o por la ausencia de contraejemplos conocidos, e.g. la tesis Church-Turing de que
toda función soluble o calculable es computable –en este caso, no hay prueba que pueda asegurarnos a priori la correspondencia cabal entre las nociones informales de lo que es soluble o
calculable y el concepto formalmente definido de computabilidad–.
Ahora bien, esto no desmiente la suposición tradicional de que algunas pruebas se distinguen por constituir demostraciones concluyentes. De hecho hay, sigue habiendo, demostraciones matemáticas en sentido clásico, por más que hayan cambiado algunas de sus connotaciones tradicionales con respecto a la imagen del conocimiento matemático en su conjunto. Por ejemplo: hoy creemos que nuestro conocimiento matemático es falible, como cualquier empresa humana; más aún, sabemos que nuestras teorías matemáticas no son, en general, axiomatizables; sabemos por añadidura que no toda verdad matemática formalizada es
formalmente demostrable; pensamos que nuestros estándares de rigor y de reconocimiento
de la demostración no dejan de ser mudables y limitados. Pero la falibilidad del conocimiento
matemático –todos, alguna vez, podemos equivocarnos– no implica la refutabilidad concreta
de cualquier teorema demostrado, i.e. la viabilidad de una contraprueba congruente en el
marco de discurso de su demostración efectiva. Y podemos seguir considerando que una
demostración es el método más estable de que disponemos para establecer lo que solemos
llamar una “verdad matemática” y para integrar este resultado probado en uno de nuestros
cuerpos sistemáticos de conocimiento matemático.
Al llegar a este punto, la concepción tradicional de la demostración empieza a mostrar
ciertas flaquezas. “Supongamos por mor de la discusión –podría argüir un crítico minimalista
o relativista–, que hay demostraciones en sentido estricto y que éstas se distinguen de cualquier otro género de prueba. Pues bien, ¿cómo podemos saber de su existencia? ¿Cuáles son
los criterios que permiten entresacar y reconocer una demostración propiamente dicha?”. El
defensor de la concepción tradicional, sea maximalista o no lo sea, tiende a aducir entonces
alguno de estos tres tipos de respuesta –o los tres conjugados–: (A) Una demostración es en
esencia una prueba discursiva que satisface las condiciones siguientes: validez lógica, hacer
saber, cogencia, etc. (B) Para identificar una demostración nos basta con seguir o realizar la
deducción oportuna. (C) Para convalidar el valor y la fuerza, o acreditar el rigor, de una
demostración basta a su vez la formalización correspondiente.
La debilidad de las respuestas de tipo (A) es que, en el mejor de los casos, nos deparan
alguna suerte de condición necesaria, pero no un conjunto definido de condiciones suficientes: no disponemos de criterios inequívocos que definan efectivamente, dentro del mundo
heterogéneo y cambiante de las pruebas, cuáles obrarán como demostraciones a todos los
efectos y en cualquier marco discursivo. Las respuestas de tipo (B) tienen una virtud negativa: nunca será preciso pedir algo así como la demostración de una demostración lograda
–una prueba cogente se da a conocer por el simple hecho de hacerla y entenderla–. Pero la
contrapartida positiva, i.e. ¿qué lo que determina su identificación o cómo se logra una de-
EN TORNO A LA IDEA TRADICIONAL DE DEMOSTRACIÓN:...
23
mostración cuando la echamos en falta?, es mucho más problemática –no se trata del viejo
dilema “lógica de la invención vs. lógica de la justificación” sino de otro problema que, por
seguir con esos términos, envolvería la invención de una justificación capaz de cuidar de sí
misma–. Las respuestas de tipo (C) andan algo descaminadas e ignoran los problemas que
por lo común anidan en la rigorización, lógica o teórica, de una prueba informal dada.
Ahora no puedo desarrollar todos estos puntos en un espacio razonable.
Pero conviene mencionar un hecho curioso que constituye una de las claves de la situación. Es cierto que, por un lado, como confiesan G. Kreisel o H. Putnam, aún no sabemos
gran cosa ni sobre la demostración en general, ni sobre la demostración matemática en particular; pero, por otro lado, no es menos cierto que nos las arreglamos para diferenciar diversos
géneros de pruebas en matemáticas y, desde luego, para discernir algunos casos de demostraciones estrictas. A veces, por lo menos, distinguimos teoremas y no-teoremas.
Por ejemplo, en 1962, D. Shanks y J.W. Wrench constataron por ordenador que la serie
“...7777...” aparece en la expansión decimal del número B –empleando la fórmula de Störmer
para B y un programa capaz de computar sus 100.265 primeros dígitos–. En 1977, K. Appel,
W. Haken y J. Koch, también con la ayuda de un complejo programa, un potente ordenador y
largas horas de computación, probaron el llamado “teorema de los cuatro colores”: bastan
cuatro colores para distinguir todas las regiones adyacentes que puedan configurar cualquier
mapa normal. En un reciente congreso matemático (Cambridge, 1993), Andrew J. Wiles presentó una demostración de corte clásico del “último teorema de Fermat”. Pues bien, hoy
nadie –que yo sepa– habla de un “teorema de los 4 sietes seguidos” de Shanks y Wrench; en
el caso del “teorema de los 4 colores” de Appel-Haken, todos convienen en que no se trata
justamente de una prueba demostrativa de corte clásico al incluir tramos no accesibles o no
integrables aún en el marco conceptual y deductivo de la teoría de redes; y, en fin, muchos
reconocen que la prueba de Wiles, con alguna corrección añadida, representa una demostración en sentido tradicional. En el primer caso, estamos ante una constatación fortuita que no
tiene el menor viso de demostración; en el segundo, ante una prueba que se aproxima a una
demostración y se estima suficiente para sentar como teorema el resultado obtenido; en el
tercero, ante una muestra de demostración matemática clásica que sobrevive al desafío de las
pruebas por ordenador y a la crisis de la idea tradicional de demostración. El punto es: ¿cómo
podemos entender esta curiosa situación de, digamos, I + D = Indeterminación + Discernimiento? No la comprenderemos insistiendo en la búsqueda de una definición cabal y genuina
de la demostración; tampoco la entenderemos si cortamos por lo sano y reducimos la demostración al común de las pruebas. Veamos cómo podemos hacerlo.
6. DISCERNIMIENTO Y CARACTERIZACIÓN
No hay discernimiento sin caracterización. Pero ésta no se reduce a una definición de lo
discernido. Pues no todas las nociones se prestan a una misma forma de caracterización. Hay
nociones susceptibles de caracterización cerrada. Son caracterizaciones cerradas, por ejemplo, la determinación de una clase por enumeración y denotación exhaustiva de sus miembros, la definición de un concepto en términos de condiciones necesarias o suficientes o una
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LUIS VEGA
definición recursiva por inducción. Hay, en cambio, nociones que demandan otra forma de
caracterización, una caracterización abierta. Un caso bastante socorrido es la noción de juego: su determinación –si puede decirse así– ha de proceder sobre la base de unos juegos
paradigmáticos (e.g. póker, ajedrez, ruleta...) para luego extenderse a un número indefinido
de actividades que consideramos juegos en virtud de su mayor o menor afinidad, o su aire de
familia, con los primeros (extensión donde caben no sólo nuevos juegos, como los de rol,
sino la vasta gama de actividades que cubrirían las invitaciones del tenor de “vamos a jugar
a...”). Los juegos paradigmáticos se distinguen tanto por su calidad de ejemplos típicos (ejemplares de juegos de cartas, tablero, azar, etc.), como por su contribución a formar y determinar la idea misma de juego: no sólo nos deparan una noción genérica de qué es jugar, sino que
el simple hecho de que uno de ellos dejara de ser un juego supondría un cambio sustancial en
nuestra idea de juego. Pero no nos facilitan un listado preciso de criterios inequívocos o de
características suficientes para identificar cualquier otra actividad más o menos afín como
juego o como no-juego. Con todo, la noción genérica en que se resuelven nos permite convenir en que, por ejemplo, a menos que cambie nuestra idea de jugar, si un juego de rol incluye
como jugada el asesinato premeditado entonces pasa a convertirse en otra cosa que un juego.
En suma: aunque no disponemos de una definición cerrada de la naturaleza propia y exclusiva de los juegos, nos las arreglamos en la práctica para discernir algunos casos típicos de
juego y de no-juego.
Esta perspectiva, de entrada, nos libra de confundir el concepto formal de derivación
con la noción común de demostración matemática. El primero tiene caracterización cerrada.
Así: supongamos que S es un sistema axiomático formalizado en el lenguaje L, donde hay un
conjunto recursivamente definible de expresiones de la categoría de las fórmulas enunciativas.
S cuenta, a su vez, con un conjunto finito de axiomas, o enunciados primitivos, y un conjunto
expreso de reglas de transformación que permiten obtener un enunciado derivado a partir de
uno o más enunciados previamente dados. Pues bien, D es una derivación del enunciado "n
en S si y sólo si D es una serie de enunciados "i , L (1 ≤i ≤n), donde cada uno de los
miembros o es un axioma de S, o resulta de la aplicación de una regla de transformación de S
a uno o más miembros precedentes, hasta concluir en "n. (También cabe definir en términos
recursivos, por inducción más una cláusula de cierre, el concepto de derivación no finita).
En cambio, la noción común y general de demostración matemática sólo se presta a una
caracterización abierta. El desarrollo del conocimiento matemático nos ha proporcionado
paradigmas de diversos tipos: demostración euclídea, demostración algebraica, prueba por
casos, prueba por inducción, reducción por diagonalización, etc. Según esto, la mejor manera
de dar a entender qué es una demostración consiste en partir de alguna muestra típica.
Cuando se ojea un libro de divulgación o introducción o un ensayo general sobre la índole
de las matemáticas, llama la atención la presencia casi obligada de una prueba de corte euclídeo
en el apartado dedicado a la demostración. El hecho es tanto más llamativo no sólo por darse
entre los autores más pendientes de los nuevos signos de los tiempos –e.g. el caso elegido por
P.J. Davis y R. Hersch ([1982] Experiencia matemática, Barcelona: Labor, 1988) es la proposición 47 del libro I de los Elementos, el consabido “Teorema de Pitágoras”–; sino por mantenerse, más allá de una tradición escolar de varios siglos, a pesar de la convicción general en que el
lenguaje de los Elementos es una lengua matemática muerta y pese a la creciente sensación de
EN TORNO A LA IDEA TRADICIONAL DE DEMOSTRACIÓN:...
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que tampoco se le ha negado la sal de las “revoluciones” a la historia de las matemáticas: ahí
está, sin ir más lejos, la llamada “revolución no euclidiana”. Pero si un juego inmemorial como
los dados –practicado por los antiguos griegos– puede convivir con nuestros modernos juegos
de consola, también es posible que una demostración clásica siga representando hoy una muestra paradigmática de la demostración matemática. (Es decir: un posible cambio de “paradigma”
–en el sentido de Kuhn–, en la práctica o en la concepción de las matemáticas, no comporta
necesariamente la revisión del estatuto de ciertas pruebas clásicas, que pueden mantenerse
como casos paradigmáticos de demostración concluyente12).
Consideremos, por ejemplo, la prueba de la inconmensurabilidad de la diagonal con el
lado del cuadrado. Data, al parecer, de la segunda mitad del s. V a.n.e. Es una de las demostraciones matemáticas más antiguas, quizás la primera, de cuya calidad efectivamente demostrativa tenemos constancia. Según informa Aristóteles, descansa en la reducción de la
hipótesis de la conmensurabilidad de la diagonal al absurdo de que un mismo número resulte
par e impar. Una versión posterior y más elaborada se añadió al final del libro X de los
Elementos de Euclides como “proposición 117”; es apócrifa, sin duda, y hoy ya no se encuentra en las ediciones del tratado. Pero como la mención o el uso de este famoso ejemplo
no ha dejado de ser un lugar común en la literatura sobre la prueba matemática, me voy a
permitir aquí el rescate de un texto original del que muchos hablan y no tantos conocen.
“Sean ABCD un cuadrado, AC su diagonal. Digo que AC y AB son inconmensurables en
longitud. Pues, si fuera posible, sean conmensurables. Digo que resultará que un mismo
número es par e impar.
Está claro que AC2 = 2 AB2 [I 47]. Ahora bien, como CA y AB son conmensurables, CA
y AB guardan entre sí la razón que un número guarda con otro número [X 6]. Sea CA: AB ::
EF: G, y sean EF y G los términos menores de aquellos que guardan la misma razón que ellos
[VII 33]. Entonces EF no es la unidad. Si lo fuera, como EF: G :: AC: AB y AC es mayor que
AB, EF también será mayor que G, la unidad mayor que un número [V 14]; lo cual es absurdo. Así pues, EF no es la unidad. Luego, es un número.
Como CA: AB :: EF : G, así mismo CA2: AB2 :: EF2:G2 [VI 20, corolario; VIII 11]. Ahora
bien, CA2 = 2 AB2; luego, también EF2 = 2G2. Por tanto, EF2 es par. Así que el número EF es par,
pues de ser impar, su cuadrado también sería impar, porque si se suman números impares y la
cantidad (de los sumandos) es impar, el total es impar [IX 23]. Por tanto, EF es par. Pártase en
dos partes iguales por H. Como EF y G son los términos menores de aquellos que guardan la
misma razón que ellos, son primos entre sí [VII 21]. Ahora bien, EF es par. Entonces, G es
impar. Pues de ser par, mediría a dos números EF, G (todo número par tiene parte mitad [VII
def. 6]), que son primos entre sí; lo cual es imposible. Luego G no es par. Por tanto, es impar.
Y como EF = 2 EH, entonces EF2 = 4 EH [VIII 11]. Pero, EF2 = 2 G2; entonces G2 = 2 EH;
luego, G2 es par. Así que, según lo dicho antes, G es par; pero, también impar. Lo cual es
imposible.
12
Así pues, no es lo mismo hablar de paradigmas en el contexto wittgensteiniano de la noción de juego
(Investigaciones filosóficas, §§ 66 ss.) y en el sentido empleado aquí, que hablar de “paradigmas” (o
cambios de “paradigma”) en un contexto y un sentido kuhnianos.
26
LUIS VEGA
Por consiguiente, AC y AB no son conmensurables en longitud. Q.E.D.13 ”.
Pues bien, de acuerdo con este antiguo paradigma, una demostración matemática es una
prueba discursiva que puede presentar rasgos como los siguientes. (i) El resultado se obtiene
por deducción sobre la base de ciertas nociones matemáticas elementales (las de cuadrado,
número par e impar, números primos relativos), y de algunas de sus propiedades mejor conocidas (e.g.: si n2 es par, n es par, y si n2 es impar, n es impar). (ii) Esa misma deducción nos
hace saber que, dado este marco teórico, el resultado de inconmensurabilidad se sigue necesariamente; dicho en otras palabras, es una deducción lógicamente correcta y epistémicamente
cogente, de modo que todo el que entiende las bases conceptuales y comprende la validez de
los pasos de la prueba sabe por qué debe reconocer así mismo su conclusión. (iii) La prueba
tiene un alcance general: vale para el lado y la diagonal de cualquier cuadrado euclidiano.
(iv) La prueba establece la imposibilidad de una medida numérica (i.e. exacta) común entre
las magnitudes consideradas, conclusión que no cabría establecer por otros medios que no
fueran la deducción de una consecuencia lógica dentro de un marco teórico. Este punto marca una diferencia sustancial entre una matemática de la conmensuración, o de la no
conmensuración, y una matemática de la inconmensurabilidad. El que dos cantidades sean
conmensurables es algo que cabe comprobar echando las cuentas. Los griegos disponían
incluso de un procedimiento efectivo de cálculo a estos efectos: un algoritmo de sustracción
recíproca, anthyphaíresis, que aplicado a dos números naturales cualesquiera, siempre acaba
dando su medida común exacta, sea ésta la unidad si son primos entre sí, sea su medida
común máxima si no lo son (cf. Euclides, Elementos, VII 1-3). Pero supongamos el caso
particular de un cuadrado de lado x = 1 y de diagonal y = √2. Ahora la anthyphaíresis o
cualquier otro recurso de contar –incluidas nuestras computadoras– ya no arrojan de suyo un
resultado concluyente, sino tantos fracasos sucesivos de conmensuración cuantos sean los
repetidos intentos. Tenemos, a lo sumo, experiencias de no conmensuración: el hecho es que
x e y no acaban de encontrar una medida numérica común, aunque siempre podamos confiar
en ulteriores aproximaciones. Pero esas experiencias refutadoras o estas expectativas de posibles aproximaciones indefinidamente proseguidas se mueven en un plano muy distinto del
plano de lo que resulta a todas luces imposible, como los griegos mismos advirtieron a propósito de la inconmensurabilidad. Las no conmensuraciones (al igual que las conmensuraciones) se dejan ver, mostrar o comprobar; la inconmensurabilidad es un punto lógico y
teórico que sólo se deja demostrar. En términos más generales: el no dar con la solución
exacta de un problema, o el ignorar si a la larga tendrá solución, son algo muy distinto a
establecer que la solución es imposible –al menos en el marco teórico dado–. En los dos
primeros casos, aún cabría confiar en mejores aproximaciones. En el último caso, no cabe
esperanza alguna puesto que nos hallamos ante una imposibilidad racional: se trata de un
resultado concluyente y, en este sentido, definitivo.
13
Sigo el texto griego de la edic. Heiberg de Euclides (Leipzig: Teubner, 1886) t. III, Apéndice, 27, pp.
408 y 410, con estas licencias: el símbolo de igualdad; las expresiones de la forma ‘XY2’ para abreviar
“el cuadrado (construido) a partir de la línea XY”, y de la forma ‘W: X :: Y: Z’ para abreviar la
proporción “como W es a X, así es Y a Z”. Las referencias [I 47], etc., remiten al libro y la proposición
correspondientes en los Elementos de Euclides.
EN TORNO A LA IDEA TRADICIONAL DE DEMOSTRACIÓN:...
27
Naturalmente, de todo lo anterior no se desprende que los teoremas así demostrados
tengan vida eterna. El lenguaje griego de la inconmensurabilidad está hoy día en desuso, es
una lengua muerta –pasto de filólogos e historiadores–; las lenguas matemáticas actualmente
en uso, para el dominio correspondiente, son los lenguajes aritmético, conjuntista o lógico
no-estándar de los irracionales; un tipo de números, por cierto, completamente ajeno a los
matemáticos griegos. Pero de lo anterior sí se desprende, en efecto, la existencia de demostraciones matemáticas irreducibles a unas pruebas o comprobaciones cualesquiera.
Ahora bien, por desgracia, no cabe extrapolar miméticamente las características que se
derivan del discernimiento de las demostraciones clásicas al reconocimiento de cualquier
otro tipo posible de prueba efectivamente demostrativa. Hoy, por un lado, conocemos casos
paradigmáticos de muy diversos tipos –e.g. una prueba algebraica que opera con ecuaciones
y sustituciones de símbolos poco tiene que ver con una prueba diagramática euclidiana, y una
y otra difieren de una prueba fundada sobre la inducción matemática–. Hay, por añadidura,
otros varios casos más o menos afines a nuestros más distinguidos ejemplos típicos. ¿Qué
podemos pensar, entonces, acerca de unas condiciones generales de reconocimiento de la
demostración? Me temo que no podremos hacernos muchas ilusiones al respecto, por varios
motivos. Unos de esos motivos tienen que ver con la pragmática del discurso y con la variación histórica de nuestros estándares de rigor o de rigorización, y nuestros patrones de reconocimiento. Otros consisten, más bien, en limitaciones de orden lógico. La literatura sobre
los primeros es abundante, aunque no siempre sea todo lo precisa que sería de desear –no
faltan confusiones, por ejemplo, en torno a las nociones de “rigor” y “rigorización”–. Los
motivos de carácter lógico son, naturalmente, menos populares. Pero éste puede ser un buen
momento para contribuir a su difusión. Tienen, además, la virtud de mostrar que nuestros
problemas con la demostración pueden considerarse un caso particular de las limitaciones de
ciertos estándares metadiscursivos de reconocimiento. En esta perspectiva, los síntomas de la
crisis actual de la idea tradicional de demostración forman parte del síndrome que afecta a
nuestras posibilidades epistémicas, sistemáticas y reflexivas de reconocimiento. Y la lógica
puede arrojar luz sobre nuestras pretensiones de saber que sabemos.
7. LA LÓGICA DE LA DEMOSTRABILIDAD Y LOS LÍMITES DEL RECONOCIMIENTO
La lógica de la demostrabilidad es un estudio, actualmente en curso, del operador o del
predicado “Dem(") = el enunciado " es demostrable”, con miras a fijar sus posibilidades y
sus limitaciones con respecto a determinados sistemas deductivos, en particular la aritmética
elemental. El punto de partida son los teoremas de Gödel (1931) sobre las limitaciones de la
formalización finitaria en cualquier sistema estándar S con estas propiedades: (a) S puede
expresar la aritmética elemental; (b) cuenta con una codificación numérica efectiva y unívoca
de cada símbolo, fórmula y secuencia de fórmulas de su lenguaje; (c) esta codificación permite la construcción de fórmulas enunciativas que se refieren a sus propias condiciones
sintácticas, e.g. la de un enunciado que diga de sí mismo; “Yo no soy derivable en S”. El 1er
teorema de limitración de Gödel establece que, en el supuesto de que S sea consistente, si G*
es un enunciado que dice de sí mismo “Yo no soy derivable en S”, este enunciado G* no es en
28
LUIS VEGA
efecto derivable en S –de modo que si G* es verdadero en la interpretación dada, hay verdades de S no deducibles dentro de S–; como la negación de G* tampoco es derivable, G*
resulta indecidible en S. El 2º teorema descansa en la vinculación de la consistencia misma
de S a la suerte de G*: si S es consistente, G* no es derivable en S. Pero esto último es
justamente lo que dice G* (“Yo no soy derivable en S”). Así pues, si la consistencia de S se
derivara en S, también se derivaría por simple Modus Ponens el propio G* –contra lo que
había sentado el 1er teorema–. Luego S no puede establecer por sí mismo su consistencia a
menos que sea inconsistente (en un sistema inconsistente cabe derivar cualquier cosa).
En 1952, L. Henkin plantea el problema: dada la inderivabilidad de un enunciado G*
que dice de sí mismo que es inderivable, ¿qué ocurre con otro enunciado, pongamos L*, que
afirma su propia derivabilidad: “Yo soy derivable en S”. Martin H. Löb estableció en 1955
que, por contraste con G*, la derivabilidad de L* sí es demostrable en S, pero sólo cuando L*
se refiere a un enunciado efectivamente derivado en S. En términos más informales aún, el
resultado de Löb viene a decir que si cabe reconocer la demostración de un teorema de la
aritmética elemental, es que se trata de una proposición en efecto probada, pero no podemos
pretender un reconocimiento de lo demostrable en general, más allá de los casos de teoremas
demostrados. En resumen, cuando nos encontremos con un teorema aritmético formalizado,
podremos reconocer que se trata de un teorema. Y siempre que efectivamente contemos con
una demostración, podremos –en principio– identificarla como tal. Pero las cosas dejan de
estar tan claras en otras circunstancias.
Sobre esta base se ha construido una lógica de la demostrabilidad GL (en honor de
Gödel y de Löb) fundada en: (1) la lógica estándar de conectores de enunciados; (2) un lema
del “punto fijo” para la descarga de autorreferencias, y (3) un aparato axiomático como el
siguiente:
(3.1) los esquemas de axiomas
I: | Dem(" →$) →(Dem(") →Dem($)) –i.e. una versión del Modus Ponens;
II: | Dem(") →Dem(Dem(")) –i.e. una versión del rasgo clásico de reflexividad;
y (3.2) la regla de Löb: si | Dem(") → ", entonces cabe inferir | ".
GL cumple todos los desiderata de un sistema lógico estándar14 y es, dentro de su elegancia, irreprochable. Pero, visto como la formalización de un trasunto metateórico de la
idea de demostración, i.e. como análisis lógico de la demostrabilidad, es más prometedor en
sus aspectos negativos de espejo de nuestras limitaciones, que en sus aspectos positivos.
Viene a reiterar que reconoceremos una demostración al hallarnos ante ella: entonces podemos saber que sabemos –por ejemplo, en la línea del esquema axiomático II–. Pero nada nos
14
Una presentación que da idea cabal de su madurez sistemática es G. Boolos, 1993, The Logic of
Provability, Cambridge: Cambridge University Press. G. Boolos y G. Sambin, 1991, “Provability: the
emergence of a mathematical modality”, Studia Logica, 50: 1-23, hacen memoria de su corta historia.
Para apreciar su íntima conexión con los resultados de Gödel 1931 y las relaciones lógicas entre los
teoremas de limitación de Gödel y varios desarrollos actuales a partir del resultado de Löb 1955, cf. R.
Smullyan, 1992, Gödel’s Incompleteness Theorems, Oxford/New York: Oxford University Press. Por
otro lado, GL es equivalente a una clase de sistemas normales de lógica modal, donde el operador
“Dem(")” se corresponde con el operador de necesidad “N(") = " es necesario”.
EN TORNO A LA IDEA TRADICIONAL DE DEMOSTRACIÓN:...
29
dice acerca de los casos problemáticos, e.g. si una proposición en tela de juicio es o no es un
teorema demostrable, o sobre los casos más interesantes, e.g. cómo sancionar formas nuevas
de prueba o si podremos lograr una demostración cuando la echemos en falta.
Ahora bien, no es misión de la lógica enseñarnos a demostrar. La lógica, por lo regular,
no es misericordiosa: no enseña al que no sabe. (Cuando el peregrino del Pilgrim’s Regress,
de C.S. Lewis, acude a la Dama, personificación de la lógica, en busca de sabias respuestas
que sacien su sed de conocimientos, la Dama le responde: “Yo no puedo decirte lo que sé,
sólo puedo decirte lo que tú sabes”).
De todos modos, sí podemos esperar de la lógica de la demostrabilidad cierta lucidez
sobre las posibilidades y los límites de los métodos más precisos de convalidación y de reconocimiento que poseemos. En este sentido, como ya sugería antes, la crisis actual de la idea
tradicional de demostración se revela una vez más como una crisis de criterios de reconocimiento: la lógica de la demostrabilidad nos muestra los límites estructurales de algunos criterios sistemáticos, de forma paralela a como la historia de las pruebas y la pragmática de la
argumentación nos muestran indeterminaciones de otro género.
A riesgo de excederme, me gustaría poner de manifiesto el alcance de las limitaciones
lógicas de reconocimiento. Por ejemplo, ningún razonador lógicamente consistente podrá
saber que lo es, cuando se aplica a la deducción en sistemas tan básicos como la aritmética de
Peano o en sistemas superiores, a menos se vuelva inconsistente. Informalmente, podemos
ilustrar la situación por referencia a unos tipos de demostradores como los siguientes.
- Hay demostradores normales que personifican la lógica de conectores de enunciados.
Por ejemplo, sea W un demostrador normal. Si W asume que " y " →$ son teoremas, también
está dispuesto a asumir que $ es un teorema –es decir, W se atiene a la regla Modus Ponens–.
- Hay demostradores conscientes, capaces de reconocer que son normales. Por ejemplo,
sea X un demostrador consciente. Si X asume que " es un teorema, X está dispuesto a reconocer que " es demostrable –es decir, X se atiene a una regla propuesta por Gödel en
1932 para una noción de demostrabilidad antecesora de la desarrollada en GL: de | ", se
sigue | Dem(")–. Más osado resulta un demostrador creído; si Y es un demostrador creído,
está dispuesto a asumir la condición inversa: que todo enunciado que reconozca como demostrable, es un teorema –es decir, Y asume un axioma axiomático como: | Dem(") →"15.
- Hay, en fin, demostradores lúcidos, capaces de reconocer que son conscientes. Por
ejemplo, sea Z un demostrador lúcido. Si Z reconoce que " es demostrable, Z también está en
condiciones de reconocer que reconoce que " es demostrable –así pues, Z se atiene al esquema axiomático de la lógica de la demostrabilidad: | Dem(") →Dem(Dem("))–.
A diferencia de los demostradores normales, que no saben que son normales, y de los
demostradores conscientes, que no saben que son conscientes, un demostrador lúcido siempre
sabrá que es lúcido. No hace falta considerar formas superiores de conocimiento reflexivo.
15
También considerado por Gödel. Vid. su 1933, “Una interpretación de la lógica intuicionista de
enunciados”, en L. Vega, ed., 1981, Lecturas de Lógica (I). Madrid: UNED, 19842, 9, pp. 301-302. El
propio Gödel advierte las limitaciones de esta caracterización de lo demostrable con respecto a la
formalización estándar de la aritmética de Peano; más tarde, esta observación se extendería al correlato
modal de esta noción de demostrabilidad.
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Desde hace años, Raymond Smullyan viene empleando personificaciones de este estilo
y otras fábulas, como la de una isla gödeliana habitada por caballeros veraces y bribones
mentirosos, para explicar informalmente el alcance de los resultados de limitación de Gödel
y otros teoremas relacionados. Siguiendo sus pasos, cabe ilustrar algunos problemas de la
lógica de la demostrabilidad como problemas de reconocimiento reflexivo, pasando así a un
horizonte analítico de mayor generalidad e interés. De modo que, tomando la demostrabilidad
como pretexto, voy a terminar contando una historia que también ilustre nuestras limitaciones lógicas –o, si se quiere, estructurales– de reconocimiento, es decir: nuestras limitaciones
como sujetos reflexivos que, en determinadas ocasiones al menos, pretenden saber que saben. En homenaje a la matriz griega donde se concibió la demostración como forma clásica
no sólo de saber, sino de saber que sabemos, voy a sustituir las fabulaciones de Smullyan por
un mito, el mito de la Academia.
8. ÉRASE UNA VEZ EN ATENAS, EN LA PRIMERA MITAD DEL S. IV A.N.E.
Por entonces, algunos atenienses eran geómetras y algunos atenienses eran sofistas. Según
las crónicas, unos se distinguían de los otros tan meridianamente como lo verdadero de lo falso.
Los geómetras aman la verdad demostrada, los teoremas. Un ateniense es geómetra si y sólo si
es absolutamente veraz: sólo dice lo que sabe que es cierto. Los sofistas son virtuosos del
engaño. Un ateniense es sofista si y sólo si es absolutamente mendaz: sólo dice lo que sabe que
no es cierto. Como ningún ateniense quería anular su personalidad cayendo en flagrante inconsistencia, ningún ateniense se declaraba geómetra y sofista al mismo tiempo.
Hacia el 385, Platón funda la Academia. La funda, claro está, bajo el lema: “No entre
aquí quien no sea geómetra” (o en términos aún menos condescendientes: “Sofistas, fuera”).
Se supone que, entre los académicos iniciales, se encuentran demostradores normales
(e.g. Eudoxo), demostradores conscientes (Platón mismo, digamos), demostradores lúcidos
(Aristóteles, naturalmente). Se supone, además, que la Academia quiere cumplir su lema
fundacional de modo consistente: no puede entrar cualquiera ni, menos aún, alguien tan
monstruoso como un geómetra sofista. La Academia también pretende llegar a estar completa, i.e.: incluir a todos los atenienses geómetras –y excluir a todos los sofistas–. Pretensión
que le impone ser efectivamente discriminativa, esto es: identificar a cualquier posible candidato, a cualquier ateniense, como geómetra o como sofista.
Un buen día, se presenta un ateniense G1 que asegura: “Yo no soy un geómetra”. La
Academia se reúne a deliberar. Si G1 fuera un geómetra, estaría diciendo que no es geómetra;
luego no puede serlo; ha de ser excluido. Se tratará, entonces, de un sofista. Pero si G1 es un
sofista, estaría diciendo lo que sabe que no es cierto; de modo que en realidad sería lo que
dice no ser: sería un geómetra y habría de ser incluido. “En suma –sentencia Platón–, o lo que
dice G1 es verdad y entonces G1 no es un geómetra; o lo que dice G1 no es verdad y entonces
nos hallamos ante un monstruo, i.e. un geómetra sofista”. “Luego –concluye Aristóteles–, si
la Academia quiere ser consistente, no puede ser efectivamente discriminativa. Más aún, en
el caso interesante –a saber: en el caso de que G1 sea un ateniense que dice la verdad acerca
de sí mismo–, la Academia, si quiere mantenerse consistente, nunca llegará a estar completa:
EN TORNO A LA IDEA TRADICIONAL DE DEMOSTRACIÓN:...
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siempre habrá algún ateniense como G1 que diga lo que sabe que es cierto y no pueda ser
reconocido como geómetra, ni pueda ser, por consiguiente, incluido en la Academia”. G1 es
un antepasado del que mucho más tarde, desde principios de los años 1930, vendrá a conocerse como un enunciado G* de Gödel, un enunciado verdadero pero indecidible.
Al día siguiente, se presenta otro ateniense G2, primo hermano de G1, que asegura: “Yo
soy un sofista”. A Aristóteles se le pone la cara de fatalidad de los héroes trágicos de Esquilo:
“Si G2 es un ateniense y no un monstruo hiperbóreo, lo que declara es falso. Pero nuestros
propósitos de discriminación fallan en ambos casos: en el caso de un ateniense veraz, al que
no podremos reconocer como geómetra, y en el caso dual de un ateniense mendaz al que no
podremos reconocer como sofista. Además, ante un linaje como éste, mientras la Academia
sea consistente, no podrá reconocer su propia consistencia; no podrá saber que sólo va a
admitir geómetras auténticos y cualquier sofista posible se quedará fuera”.
Con el paso del tiempo, el linaje ateniense de los G, gente reflexiva y muy dispuesta a
dar cuenta de sí misma, engendró un nuevo miembro, G3, que se presentó diciendo: “Yo sí soy
geométra”. Espeusipo, un joven académico sobrino de Platón y bastante creído en sus razonamientos –concibió una metafísica del número a partir de la Unidad y Multiplicidad–, se
apresuró a acogerlo: “Como te reconocemos esa calidad, eres un geómetra”. La Academia,
dejándose guiar por el consejo de Aristóteles, acordó preservar su consistencia y sólo se
avino a admitirlo bajo ciertas condiciones: “Dados nuestros problemas de identificación y de
reconocimiento, la cosa no es tan simple. Al reconocerte la Academia como geómetra, serás
geómetra; pero sólo si, por tu parte, lo eres en efecto”. Las versiones refinadas de esta formulación recibirán más tarde, de 1955 en adelante, el nombre de “teorema (o regla) de Löb” –un
demostrador lúcido, a estas alturas del s. XX y tras los pasos de Kripke, Kreisel y Levi,
podría establecer que el teorema y la regla son interdeducibles entre sí y ambos, por añadidura, guardan esa relación con el segundo resultado de limitación de Gödel 1931–.
La Academia no dejó de tener algunas otras experiencias inquietantes. Por ejemplo,
hubo un pariente de los G, buen conocedor de las tribulaciones de la Academia con su familia, que esperó un día la llegada de Platón y de su sobrino Espeusipo para desafiarles: “Vosotros dos nunca reconoceréis que yo soy geómetra”. Aristóteles pasaba por allí y pensó: “Puede estar en lo cierto. Si Platón llegara a reconocerlo, dejaría de ser consistente. Si Espeusipo
llegara a reconocerlo, o no sería consistente o dejaría de ser un creído”.
Otra experiencia memorable se debió a otro miembro de la familia G que, bajo los efectos de una crisis de identidad, se fue a hacer una consulta al oráculo de Delfos. “¿Seré un
geómetra?” –preguntó. La respuesta del oráculo no se hizo esperar: “Si llegas a reconocerte
como geómetra, serás un geómetra”. El buen hombre volvió cariacontenido y expuso su
situación a un amigo: “El oráculo es digno de crédito y por tanto asumiré su respuesta, pero
no tengo motivos para reconocer que, en efecto, llegaré a reconocerme como geómetra”. El
amigo le pidió tiempo para consultar a Aristóteles. Al día siguiente, volvió con un motivo:
“No te preocupes. Si llegas a reconocer que yo soy geómetra, serás un geómetra. Según me
ha dicho Aristóteles, yo puedo servirte de punto de referencia. Y luego, sobre esta base, tú
también llegarás a reconocerte como geómetra a ti mismo. De manera que si el oráculo está
en lo cierto, serás un geómetra”. En nuestros días, esto puede recordarnos el lema de
diagonalización o lema del punto fijo, sugerido por Gödel y explicitado por un fino analista
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de sus resultados, J.B. Rosser, en 1934. El lema viene a decir que para toda fórmula enunciativa
de la aritmética formalizada de Peano, con una variable libre, existe un enunciado equivalente denominado su “punto fijo”. En los años 1970, las pruebas de G. Sambin y de D.H.J. de
Jong del teorema del punto fijo para la lógica de la demostrabilidad mostraron la utilidad de
contar con amigos de este tipo para aliviar psicosis de autorreferencia como la provocada
antaño por el oráculo de Delfos.
Siguiendo estos derroteros, del mito de la divisa fundacional de la Academia de Platón
–o, para el caso, del llamado “programa de Hilbert”– se pueden extraer, hoy en día, varias
moralejas. Moralejas no sólo a propósito de lo demostrable, sino, en general, acerca de lo
reconocible por parte de unos sujetos lógicos, reflexivos y epistémicos, que traten de saber
que saben algo sistemáticamente. Dejo su consideración al buen juicio de los lectores que
alguna vez se sientan como este tipo de gente.
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