2D V I D A : E l N o r t e : Domingo 29 de Agosto del 2004 Editora: Rosa Linda González Email: [email protected] por sus 1 Para el Cronista de Adrián San Pedro, Carlos Zambrano González, la riqueza de emprender una investigación genealógica va más allá del árbol genealógico: es como jugar a ser Dios. “A mí no me resulta tan atractivo hacer un árbol y poner a toda la parentela, como ubicar a ciertos familiares y descubrir su vida: quiénes fueron, qué hacían, qué propiedades tenían”, explica González, cuyas investigaciones han llegado hasta 1821. Esto es lo maravilloso: jugar un poco a la Creación. Ser como Dios”. Si Carlos no inició su carrera de historiador a partir de su árbol genealógico, Israel Cavazos sí se enamoró del polvo de oro de los siglos a través de la exploración de sus raíces. “Mi afición por la historia surgió a partir del árbol genealógico”, explica el Cronista de Monterrey. “Muy joven me pregunté por qué en la familia de mi madre aparecía tanto el apellido Garza. A partir de allí me he involucrado mucho en esta área de la historia, lo que me ha POR DANIEL DE LA FUENTE El afán de conocer permitido participar en reuniones anuales de genealogistas en el sur de Estados Unidos”. De hecho, el autor de “El Muy Ilustre Ayuntamiento de Monterrey” señala una tendencia de regreso a las raíces, que data de 20 a 25 años. “De un tiempo a esta parte, 20 ó 25 años, la gente se interesa mucho por su pasado”, añade. “Cuando voy a estas conferencias anuales en Texas la gente llora cuando les describo los muros viejos de las casas de Cerralvo. Percibo mucho esta curiosidad sobre todo en gente adulta, aunque también en jóvenes, sólo que éstos no tienden a investigar”. Allí, comenta el autor de “Catálogos y Síntesis de los Protocolos del Archivo Municipal de Monterrey 1599-1700” –herramienta muy útil para los genealogistas, pues allí aparecen miles de nombres con rasgos de sus vidas–, señala que en Estados Unidos hay cerca de 15 asociaciones genealógicas. Sin embargo, pocas personas tienen un inicio tan tardío como Miguel. Ha pasado tiempo desde el incidente que le cambió la vida. Hoy, es un hombre que lleva una vida normal, que acude a su oficina a diario y se caracteriza por ser dicharachero, de excelente humor (es fan total de Les Luthiers), más religioso y sentimental. Pero, sobre todo, más apegado a sus raíces. “A los jóvenes no les suele interesar esto de hurgar en su pasado para ver quiénes fueron sus tatarabuelos, sus tíos, sus antepasados. Pero siempre hay una época en nuestras vidas en la que nos entra el deseo por los ancestros. Y el deseo, créamelo, es muy intenso”. A partir del material que le proporcionó la iglesia mormona sobre su apellido y un árbol genealógico que elaboró en los 40 un antepasado suyo, Jesús Zubiría y Campa, Miguel comenzó a actualizar la base de datos y a hacer infinidad de llamadas telefónicas, cartas y correos electrónicos. Esta información la llevó a www.zubiriamexico.com, sitio planeado y nutrido por él mismo, casi sin ver, sólo con el ánimo de reunir y divulgar lo recolectado. El espacio está musicalizado con el vals “Capricho”, del compositor duranguense Ricardo Castro, que ejecutaba al piano la abuela de Miguel, Elena, sobre todo para arrullar a su nieto. “Hoy, ya tengo registrados más de 700 Zubirías con sus hijos, esposas y padres de los lugares que he visitado”, afirmó. “Tengo el registro del primer Zubiría en 1212, en Arrayóz, Bastán, España, y sé mucho de lo que fueron e hicieron en sus vidas todos estos antepasados”. Miguel es de los pocos que han encendido la vela del pasado al filo de la madurez. La gran mayoría inicia antes, por no decir poco después de abandonar la juventud, deseosa de hallar en su pasado los porqués del presente. En Monterrey, señala Israel, hay buenos genealogistas, profesionales, como Tomás Mendirichaga, Adrián Zambrano y Conchita Hinojosa, entre otros. “Sin embargo”, añade, “destacaría por su capacidad de trabajo a un hombre sencillo, de nombre poco conocido: Agapito Renovato Zavala”. 2 Nacido en 1941 en el Rancho San Carlos de la Hacienda Santana, en Zacatecas, Agapito llegó muy joven a Monterrey para buscar trabajo, comenta Conchita Hinojosa. La vida lo llevó al Palacio de Gobierno, donde estaba entonces los orígenes del nombre y la familia es una pasión que envuelve a los genealogistas el archivo estatal. Con el sombrero de paja entre las manos, Agapito se dio ánimo y entró, quedando perplejo ante la multitud de libros y documentos allí almacenados. Allí, también, encontró a Israel, quien lo acogió como ayudante y le enseñó a leer, a escribir, pero sobre todo le transmitió su frenesí por el pasado. Pronto, el zacatecano se interesó por los orígenes de su apellido, animado por el Cronista a profundizar en sus raíces. Desde entonces, por las manos de Agapito han pasado actas de nacimiento, defunción y matrimonio de cientos de personas que pertenecen a las más adineradas familias de la ciudad, las cuales le encargan a este hombre de pocas palabras y sonrisa fácil la ardua tarea de explorar y ordenar su pasado. “Cuando yo llego a encontrar el nombre de alguna persona que no encontraba grito de alegría”, cuenta Conchita Hinojosa, también reconocida genealogista, “pero en el caso de Agapito no hay ni comentario alguno: lo ha encontrado todo”. Muchas personas, empresarios poderosos cuyos nombres Agapito no menciona, le han encargado investigaciones que luego firman como suyas. Él así ha aceptado su tarea. “No me interesa mucho que mi nombre aparezca en estas investigaciones. Yo lo hago con gusto porque es mi pasión, lo que me gusta hacer”, explica el hombre cuyas herramientas de trabajo son internet, los archivos municipales y eclesiásticos. “Además, no soy muy dado a explicar la información: hago la investigación y ya las personas a las que les interesa se encargan de comentar el trabajo”. Agapito es persistente: una vez esperó todo el día sentado en la plaza de Ciudad del Maíz, San Luis Potosí, a que el sacerdote del pueblo lo dejara entrar al archivo del templo para revisar unos papeles, debido a que se encontraba de visita el Obispo Lupito Galván y el sacerdote lo estaba atendiendo. “Me la pasé comiendo paletas de hielo y platicando con el peluquero, que era como el cronista del pueblo”, recuerda. “Y luego, a darle al archivo de esa iglesia”. Conchita, quien ha vislumbrado hacia 1649 a sus parientes más remotos, entre ellos el Cronista Anónimo Juan Bautista Chapa, y que ha elaborado un árbol de 540 personas, explica que la ruta de los apellidos nuevoleoneses es hasta cierto punto conocida si se piensa que los colonizadores tomaban como vía Veracruz, D.F., Jalisco, San Luis Potosí y Zacatecas. “También está el libro de los viajeros de Indias, que publicó el Archivo General de la Nación, y, sobre todo, la información que te brinda la Iglesia Mormona, que ha microfilmado todos los acervos históricos del mundo”. La historiadora califica la afición del genealogista como una enfermedad inoculada por el virus de la locura. “Andar en estas tareas es como estar loca”, afirma. “Te la puedes pasar horas y horas, hasta muy noche, trabajando en archivos, y ya cuando das con un nombre es imposible no continuar en la búsqueda de los antepasados, en lo que fueron, en lo que hicieron”. Para Adrián Zambrano, presidente en tres ocasiones de la Sociedad de Genealogistas de Nuevo León, que data de 1996, y quien ha reunido entre 400 y 500 nombres en su árbol, indica que ser genealogista responde a las inquietudes básicas del ser humano: ¿quién soy?, ¿de dónde vengo?, ¿por qué estoy aquí? “La genealogía nace con el hombre mismo. Si nos vamos a La Biblia, en su primer libro, “Génesis”, ya se está hablando de genealogía cuando se señalan las generaciones anteriores a los patriarcas. Incluso al dar la genealogía de Jesús. “La genealogía es tan antigua como los tiempos”, señala para referirse a la clásica redacción bíblica: fulano, que es hijo de zutano y mengano, quienes son hijos de… y así. Adrián, quien vislumbra en este momento su árbol hacia 1637, afirma que los genealogistas echan mano de archivos municipales, del General del Estado, así como de acervos agrarios y eclesiásticos. “Lo mas difícil de todo esto es poder ubicar al personaje, porque sabemos que Monterrey se funda en 1596, pero la gente que lo funda viene de varios lados. “Yo tengo a muchos ubicados a lo largo de los siglos, ¡y mira que te das tus sorpresas! Por ejemplo, tengo un antepasado cuyo oficio fue el de ahorcador de indios, ¿te imaginas? ¡Qué horror!”. Otro problema es cuando te enfrentas a la lectura de documentos antiguos, a veces incomprensible. Esto se debe, explica Conchita, a que a los antepasados no les interesaba en lo más mínimo la ortografía. “Esto es una locura a la hora de paleografiar, de tratar de entender lo que dicen en documentos muy antiguos, porque yo llego a conclusiones de acuerdo al papel. Papelito habla, me digo cuando sospecho algo. Hay que encontrar la documentación que compruebe lo que uno especula”. 3 En el fervor por sus raíces, Miguel Zubiría ha visitado archivos como el de la Arquidiócesis de Durango, en mayo del 2004, donde descubrió en el Legajo No. 380 algo asombroso. Firmado el 8 de enero de 1865, el Magistrado imperial Pedro Esteban consta en un documento que –después de un año de fallecer en una cueva y ser sepultado en la Hacienda de Cacaria– al momento de exhumarlo para trasladarlo a la Catedral de Durango, el cuerpo del Obispo fue encontrado en perfecto estado, incluso blando y flexible. El pueblo llevó con pompa el cuerpo del religioso santo, cuya vida fue plasmada en un libro por el tío bisabuelo de Miguel, Santiago Zubiría y Manzanera, en 1907, obra supuesConchita tamente plagiada en 1965 Hinojosa por Juan Ignacio Gallegos C. en “El Obispo Santo”, editado por Jus. Hoy, Miguel promueve la beatificación del Obispo, un derrotero al que no se suele llegar cuando se exploran las raíces. Lo ve como parte de la tarea que se le encomendó, silenciosamente, por su segunda oportunidad de vida. “A veces me resulta sorprendente pensar que puedo sentirme tan cercano a personas que vivieron hace 150 años”, explica. “En ocasiones me pregunto de dónde viene este amor por el pasado, esta locura como a veces le llamo”. Para Carlos no se trata de una locura sino de una búsqueda espiritual, como un golpe de ánimas. Él ubica a José María González, su tatarabuelo, en el insurgente año de 1821. Una vez, cuando le tocó hacer espacio en las tumbas familiares, tuvo entre sus restos el fémur enorme de ese antepasado. “Tuve también la cabeza de mi padre entre las manos. Sientes que el aire del espíritu de tu gente te corre por la sangre. Esto es exactamente lo que uno Carlos siente cuando revisas tu González árbol y descubres quiénes fueron tus antepasados, qué hicieron, lo que dejaron en pie”. Por su parte, Miguel califica este frenesí por lo pretérito como un apostolado “Dijo Jesús: ‘Menos sacrificios y más caridad’. Creo que lo que hago por la historia de mi familia es por caridad y es por amor. Un apostolado, pues. “Estoy seguro que, a quien le hablo por teléfono para preguntarle sobre nuestros familiares, se pone tan feliz como yo lo estoy por andar metido en esto, porque es algo que tiene qué ver con todos, no sólo conmigo. Es nuestra historia”. Son muchas las personas que, de manera pública o privada, hurgan en archivos y en las memorias de sus viejos para construir la historia de su pasado. Y es que sólo así, afirman los entrevistados, se evita ser un árbol sin raíces que está a merced del fuerte viento del mañana. Ilustración : EL NORTE/ Jorge Cavazos/ Diseño: Gaspar Enrique Hernández C uando Miguel Zubiría EstradaBerg despertó aquella mañana, luego de un sueño agitado, no se encontró en su cama convertido en un enorme insecto, como le pasó a Gregorio Samsa en “La Metamorfosis”, sino en medio de una extraña sensación que, sin duda, tiene algo de transfiguración. Soñaba despierto. Al próspero empresario de San Pedro, de 64 años de edad, le dolía la cabeza y le daba vueltas y más vueltas en aquella mañana del 14 de marzo del 2002. Le pidió ayuda a su esposa, América Elizondo Garza, quien se asustó al ver a su marido con los ojos enormes como platos, en blanco. –¿Quién soy yo?– le preguntó América, asustada. –Creo que eres mi mujer– respondió Miguel. Allí entendió su esposa que Miguel debía ser trasladado a un hospital. El diagnóstico fue infarto cerebral. Había que operar de inmediato. Horas después, el hombre despertó en cuidados intensivos, en medio de una oscuridad profunda. Pidió que le encendieran la luz y su familia se asustó: la luz estaba encendida. “Aún estaba volviendo de la inconsciencia cuando desperté. O creí haber despertado, salté de pronto a la realidad, comprendiéndolo todo: había perdido la vista”. Miguel En medio de aquella Zubiría aterradora desesperación, lo único que a Miguel se le vino a la mente fue el nombre de un pariente remoto, Obispo del Siglo 19 mexicano: José Antonio Laureano López de Zubiría, católico perseguido en la época juarista. “No sé qué me pasó por la mente, pero de manera natural le empecé a pedir a Dios con todas mis fuerzas, a través del Obispo, que intercediera por mí para que recuperara mi vista”, narra. “En esa incertidumbre le prometí difundir su fe a los que no la conocieran”. Insólitamente, como si fuera una historia de ficción, Miguel comenzó a ver débilmente, en ese momento, la silueta de su esposa. “No sé ni cómo explicar el cambio que tuve, pero en cuanto me recuperé, aun cuando mi vista no está del todo bien –veo muy poco todavía–, mi interés por el pasado, por mis raíces, ver quiénes fueron mis antepasados, fue creciendo dentro de mí, inexplicable, con fuerza poderosa. Poderosísima”. Sí, en este caso el llamado de la sangre no es metáfora. Es pura realidad.