Videopresentaciones sobre Joseph Addison

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Curso “La Estética y la Teoría del Arte en el siglo XVIII”.
TRANSCRIPCIÓN DE LAS VIDEOPRESENTACIONES:
-Introducción a “Los placeres de la imaginación” de Joseph Addison
-¿Qué entiende Addison por “placeres de la imaginación”?
-Los “placeres de la imaginación primarios” (según Addison)
-Los “placeres de la imaginación secundarios” (según Addison)
Profesor: Juan Martín Prada
AVISO: Este documento se ha realizado a través de software de reconocimiento de voz,
partiendo de las videopresentaciones impartidas por el profesor Juan Martín Prada e incluidas
en este curso MOOC. Dada la dificultad en convertir una presentación oral en texto escrito,
este documento puede contener algunas variaciones respecto al material original.
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Esta presentación estará centrada en una aproximación a la obra de Joseph Addison titulada
Los placeres de la imaginación publicada en 1712. Una obra de gran importancia por lo que
supone en la consolidación de muchos de los planteamientos que caracterizarán la estética del
británica posterior, así como por conformar, como veremos, uno de los antecedentes más
obvios y determinantes de lo que será la futura estética romántica.
Addison, que había nacido en Milston, al sur de Inglaterra en 1672, fue, además de un
reconocido crítico literario y ensayista, también poeta, dramaturgo y político de éxito. En 1709,
Richard Steele, amigo desde la infancia de Addison, fundará The Tatler, una publicación en la
que Addison colaborará activamente. Centrada en la actualidad de la Inglaterra del momento,
la revista empezó pronto a incorporar críticas literarias y ensayos breves. Tras el éxito de The
Tatler, Steele y Addison iniciaron en 1711 una nueva gaceta, titulada The Spectator, con el
formato de una hoja diaria de aproximadamente unas 2.500 palabras. La serie original contó
con 555 números, iniciándose el primero de ellos el uno de marzo de 1711 y siendo el último
publicado el 6 de diciembre de 1712. Esta publicación fue muy exitosa, con ventas de miles de
ejemplares diariamente (…) y de hecho, según algunas fuentes, este número pudo haber
llegado incluso hasta los 20 000 ejemplares diarios (según The Dictionary of National
Biographies).
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El ensayo objeto de esta presentación, Los placeres de la imaginación fue publicado en The
Spectator en el verano de 1712 (números 411 y 421), cuando Addison contaba con 40 años.
Probablemente valga la pena comenzar este comentario recordando que Donald F. Bond, en
su edición de The Spectator (pp. 536 y 538) señaló que la expresión “Pleasures of imagination”
y que da título a este ensayo, había sido empleada con anterioridad por Sir William Temple en
su obra Observations upon the United Provinces of the Netherlands (1687) y cuyo prefacio
vemos en la imagen, justo donde, en efecto, aparece este término que empleará años más
tarde Addison en su ensayo.
La versión de Los placeres de la imaginación que vamos a emplear en esta presentación es la
de Hugh Blair y editada en Amberes en 1828. En castellano esta obra fue publicada por
primera vez, en traducción directa del inglés y realizada por José Luis Munarriz, en la revista
Variedades de ciencias, literatura y artes en el año 1804. Existe una cuidada edición de esta
traducción de Munárriz realizada por Tonia Raquejo en Visor y publicada en 1991, edición a la
que me referiré cuando en la pantalla aparezcan fragmentos del texto de Addison, teniendo en
cuenta que los números de página que aparezcan corresponderán siempre a esta edición de
Visor.
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En primer lugar, creo que sería bueno iniciar esta introducción haciéndonos una pregunta:
¿qué entiende Addison por “placeres de la imaginación”?. La respuesta que nos da Addison es
la siguiente: “entiendo los placeres que nos dan los objetos visibles sea que los tengamos
actualmente a la vista, sea que se exciten sus ideas por medio de las pinturas, de las estatuas,
de las descripciones, u otros semejantes” (p. 130-131). Debemos prestar mucha atención al
hecho de que por “placeres de la imaginación” Addison entiende solamente·aquellos que
nacen de la vista (p. 132), algo que no puede resultarnos extraño pues para Addison “La vista
es el más perfecto y delicioso de todos nuestros sentidos” (p. 129).
Es muy importante que recordemos también que estos placeres de la imaginación son, para él
de dos clases. La primera clase son los que denomina “placeres·primarios” que “provienen
enteramente·de los objetos cuando los tenemos presentes” (p. 132). La segunda clase de estos
placeres serían los “placeres secundarios”, “que dimanan de las ideas (de las imágenes,
podríamos decir nosotros) de los objetos visibles, recordadas y formadas en visiones
agradables de cosas ausentes o quiméricas” (p. 132). Aquí se incluirían las ideas ((las
imágenes)) que nos dan las estatuas, las descripciones literarias, etc. Es decir, que los placeres
secundarios serían los que provienen de las representaciones, ya sean éstas las que se
producen en los recuerdos, por ejemplo, o las que observamos en las estatuas, las pinturas o
las que nos producen las narraciones literarias. En realidad, esta división de placeres primarios
y secundarios parece inspirarse en la división que hizo Locke en su obra An Essay on Human
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Understanding (publicado en 1689) entre las cualidades primarias y las secundarias de los
objetos (An Essay concerning… VIII, p. 206) y que comentaremos con más calma en otras
sesiones.
En todo caso, y volviendo a la división entre placeres primarios y secundarios de Addison, y
una vez admitida esta división, se hace necesario ahora preguntarnos ¿por qué se producen
esos placeres? es decir, ¿qué cualidades tienen que tener los objetos que tenemos delante de
nuestros ojos o que son evocados por las representaciones para que nos produzcan placer?
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En primer lugar, los placeres de la imaginación primarios, es decir, aquellos que nos
proporciona la visión directa de los objetos dimanarían, afirma Addison, de “alguna cosa
grande, singular o bella” (p. 137). Es decir, que los placeres de la imaginación primarios surgen
de la contemplación de algo que tiene que tener las cualidades de la grandeza, la singularidad
o la belleza.
Pero empecemos aclarando ahora un poco todo esto comentando la primera de las cualidades
mencionadas por Addison: la grandeza. Por grandeza no entiende Addison solamente el
tamaño de un objeto concreto, sino también, nos dice, “la anchura de una perspectiva entera
considerada como una sola pieza” (p. 138.), es decir, por ejemplo, la vista de “un campo
abierto, un gran desierto inculto, o las grandes masas de montañas, riscos, y precipicios
elevados, o una vasta extensión de aguas” (p. 138). Es decir, la grandeza sería esa “especie de
magnificencia que se descubre en estos portentos de la naturaleza”.
Según Addison, a “La imaginación (le) apetece llenarse de un objeto y apoderarse de alguna
cosa que sea demasiado grande para su·capacidad. Caemos en un asombro agradable al ver
tales cosas sin término, y sentimos interiormente una deliciosa inquietud y espanto” (p. 139).
Sin embargo, y como buen empirista, y como veremos más delante, Addison considera
imposible saber realmente la causa eficiente de esta relación entre lo grande y esa deliciosa
inquietud y espanto, pero sí que nos ofrece algunas pistas. En su opinión, “extensas e
ilimitadas vistas son tan agradables a la imaginación, como lo son al entendimiento las
especulaciones de la eternidad y del infinito”.
Hablemos ahora de la segunda cualidad de los objetos que suscitan placeres de la imaginación
primarios, es decir, la singularidad, que Addison relaciona con la novedad: “Todo lo que es
nuevo o singular da placer a la imaginación; porque llena el ánimo de una sorpresa agradable;
lisonjea su curiosidad, y le da idea de cosas que antes no había poseído”. Estaríamos tan
familiarizados con cierta especie de objetos, y tan cansados por la repetición de las mismas
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cosas, que “todo cuanto sea nuevo o singular contribuye no poco a diversificar la vida” (p.
140). Es decir, para Addison lo que es singular, extraño o novedoso, alivia el tedio del que nos
quejamos en nuestra vida ordinaria. El ser humano, pues, necesitaría variedad, novedad,
extrañeza … y ello le produciría placer.
Pasemos ahora a ver qué comenta Addison de la tercera de las cualidades que han de tener los
objetos para que susciten en nosotros “placeres de la imaginación primarios”. Esa cualidad es
la belleza: “Basta descubrirla para que el ánimo se llene de una alegría interior , y para que se
esparza un agrado y deleite por todas sus facultades” (p. 141).
En relación a la belleza, Addison afirma que “la experiencia nos dice que hay ciertas
modificaciones de la materia, las cuales sin examen alguno previo las pronunciamos a primera
vista bellas o deformes”. Con esta afirmación Addison se adelanta a lo que mucho más tarde
va a plantear David Hume en su texto Sobre la norma del gusto (1757) donde recuperará casi
literalmente esta misma afirmación de Addison, escribiendo que “en medio de toda la
variedad y capricho del gusto (…) algunas formas o cualidades particulares, a causa de la
estructura original de nuestra configuración interna, están calculadas para agradar y otras para
desagradar” (p. 54).
Por otro lado, dentro del concepto de belleza podríamos hablar, en su opinión, de varios
subtipos diferenciados. Habría un tipo de belleza que sería la de nuestra propia especie, es
decir, la que tendría que ver con nuestros cuerpos, y cuyo efecto sería la atracción sexual. Pero
también habría para Addison otra belleza que radicaría en “diversas producciones del arte y de
la naturaleza, y que aunque no obren en nuestra imaginación con el ardor y la violencia que la
belleza de nuestra especie, excitan en nosotros un deleite secreto” (p. 144). Esta belleza
consiste “en la alegría o variedad de los colores, en la simetría y proporción de las partes, en la
ordenación y disposición de los cuerpos, o en la adecuada concurrencia de todas estas
cualidades” (p. 144).
En definitiva, como vemos, la belleza de los objetos artísticos y de la naturaleza está para
Addison basada en consideraciones completamente clásicas, como son la simetría, la
proporción, el orden, etc. Un posicionamiento éste que tendrá mucha continuidad en la
estética británica posterior. Por ejemplo, años más tarde, otro de los grandes representantes
de las estéticas de base empirista, Edmund Burke, en su obra Indagación filosófica sobre el
origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y de lo bello (publicada por primera vez en 1756)
mencionará de nuevo la variedad de colores brillantes y la simetría como cualidades esenciales
de la belleza.
Por tanto, los placeres de la imaginación primarios dimanan, en opinión de Addison, de
“alguna cosa grande, singular o bella” (p. 137). Y como resulta lógico, y dado que estas
cualidades pueden aparecer combinadas, “tanto mayor será el placer suscitado cuantas más
de estas cualidades se descubran en un mismo objeto”. Y lo mismo sucedería si otro sentido se
sumase a lo que recibimos por la vista. Así, por ejemplo, “si se percibe la fragrancia de algunos
olores o aromas, realzan éstos los placeres de la imaginación, y hacen más·agradables los
colores y·verdor de un paisaje, porque las ideas excitadas por las impresiones de ambos
sentidos se ayudan mutuamente, y son más deliciosas cuando·van juntas, que dirigiéndose al
ánimo separadamente” (p. 145).
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Por otro lado, y como acabo de señalar, Addison considera que se puede comprobar en la
experiencia que da placer a la imaginación todo lo que sea grande, nuevo, o bello (p. 147). Sin
embargo, no puede dejar de advertirnos a continuación de “la imposibilidad de señalar la
causa eficiente de este placer” (p. 147). Es decir, no podríamos “bosquejar o señalar las
diversas causas necesarias y eficientes de que dimana nuestro placer o disgusto” (p. 147).
¿Pero por qué no podemos señalar esas causas? Pues porque, en su opinión, no
comprendemos ni “la naturaleza de una idea, ni la esencia del alma humana” (Ibid.) y eso es lo
que necesitaríamos para poder descubrir las causas de las relaciones entre esas cualidades y el
placer que nos producen. Es decir, para él lo que está claro es que la alegría o variedad de los
colores, la simetría y proporción de las partes de un objeto nos producen placer al observarlas,
pero no sería posible averiguar la causa eficiente de ese placer, es decir, qué es lo que, en
última instancia, explicaría esta correspondencia entre esas cualidades y el placer que nos
suscita (p. 144). Y para incidir en este desconocimiento, sin duda central en la estética de base
empirista, Addison cita a Ovidio, iniciando uno de los apartados de este ensayo con este
pequeño fragmento de las Metamorfosis: “…Causa latet, uis est notissima” (“La causa es
secreta; los efectos de la fuente, en cambio, bien conocidos”, Metamorfosis, IV, CSIC Madrid,
1982, p. 134).
No obstante, aunque no podamos señalar las diversas causas eficientes de las que dimana
nuestro placer o desagrado sí que estarían a nuestro alcance las causas finales. Tenemos que
tener en cuenta que aquí Addison está haciendo uso de la teoría de las causas de Aristóteles,
para quien la causa formal de una escultura, por ejemplo, sería la forma de la escultura, es
decir, la “figura en la que entra el material” (Heidegger, La pregunta por la técnica); asimismo,
la causa material sería la materia de la que está hecha (el mármol, por ejemplo); la causa
eficiente sería el escultor, y la causa final no sería sino la finalidad última de ésta (por ejemplo,
que la escultura nos permita adorar a un dios o simplemente decorar un espacio).
Según Addison, no podemos conocer la causa eficiente del placer o desagrado que nos
producen la contemplación de determinados objetos, pero sí podemos conocer la causa final
de ese placer.
Y para aclarar un poco cuáles son para Addison las causas finales de cada una de las cualidades
de los objetos que nos proporcionan placeres de la imaginación primarios, empecemos por la
primera de esas cualidades: la grandeza. En relación a ésta escribe lo siguiente: “Una de las
causas finales del placer que sentimos en las cosas grandes puede ser la esencia misma del
alma del hombre, que no encuentra su última, completa y propia felicidad sino en el Ser
Supremo” (p. 148). Lo que viene a decir en este fragmento es que una gran parte de nuestra
felicidad resultaría de la contemplación de Dios y que, para ello, él “nos habría criado
dispuestos naturalmente a deleitarnos en la observación de todo lo que sea grande; y no
conozca límites algunos” (p. 148).
En segundo lugar, veamos cuál sería la causa final del placer que proporciona lo novedoso.
Escribe Addison: “El Hacedor ((es decir, Dios)) ha acompañado un placer secreto a la idea de
toda cosa nueva, para animarnos a adquirir conocimientos, y empeñarnos en investigar las
maravillas de la creación” (p. 149). Por ello, cada idea nueva llevaría consigo un placer que nos
impulsa a emprender nuevos descubrimientos (p. 149).
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En cuanto a la causa final de la belleza de los cuerpos y de las especies puntualizará lo
siguiente: “En todos y cada uno de los diferentes órdenes de criaturas ha hecho agradable el
mismo Ser Supremo todo lo que es bello en su propia especie, con el objeto de que todas se
animen a multiplicarse y perpetuarla, porque si todos los animales no sintiesen un estímulo y
ardor al observar la belleza de su casta, vendrían a acabarse las generaciones, y se despoblaría
la tierra” (p. 149). Es decir, que la causa final de la belleza de cuerpos y criaturas tendría que
ver, fundamentalmente, con la procreación.
Y por último, la causa final del placer que nos produce la belleza de las cosas externas, de los
objetos que nos rodean, sería la siguiente: “el Hacedor, escribe Addison, ha hecho que
parezcan bellos tantos objetos, para que la creación entera resultara más risueña y deliciosa.
Ha dado a casi todos los objetos que nos rodean el poder de excitar en la imaginación alguna
idea agradable, de tal suerte que nos es imposible mirar sus obras con frialdad y aún
indiferencia, y examinar tantas bellezas sin una satisfacción y complacencia interior” (p. 149).
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Pero volvamos ahora a recapitular brevemente acerca de algunas de las cuestiones que ya he
comentado. Si recordamos el principio de esta sesión, decíamos que los placeres de la
imaginación eran de dos clases.
La primera clase era la conformada por los que Addison denominaba “placeres·primarios” que
provienen enteramente de los objetos cuando los tenemos presentes (p. 132) y que
dimanarían, como he comentado ya, de “alguna cosa grande, singular o bella” (p. 137).
Por otra parte, habría una segunda clase de placeres de la imaginación (los “placeres
secundarios”) que dimanarían de las ideas de los objetos visibles cuando las evocamos en
nuestro recuerdo o a través de las estatuas, pinturas, o descripciones literarias (p. 132). Estos
placeres secundarios tendrían su fundamento principal, por tanto, en la acción de comparar la
ideas o imágenes procedentes de los originales con las ideas “que recibimos·de la estatua,
pintura, descripción o sonido que los representa”. Esa acción de comparación es lo que nos
haría disfrutar de la escultura, de la pintura o de la descripción (p. 171). Es decir, que este tipo
de placer tendría su fundamento en la representación, en las operaciones de la mímesis.
Como luego comentaré, los placeres secundarios de la imaginación son para Addison de mayor
extensión que los primarios, pero por ahora quedémonos simplemente con la idea de que en
relación a éstos sería aplicable todo lo dicho anteriormente en relación a los placeres de la
imaginación primarios. Y de hecho, Addison volverá a referirse aquí a las cualidades de lo
grande, lo bello y lo singular, para hablar así de las obras de Homero, Virgilio y Ovidio. En su
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opinión, “El primero hiere admirablemente la imaginación con lo grande, el segundo con lo
bello, y el último con lo extraño” (p. 182).
Considero importante, no obstante, que recordemos, antes de iniciar el análisis de lo que
Addison afirma sobre estos autores, que en relación a lo placeres de la imaginación
secundarios se va a limitar a los que proceden de las·ideas “excitadas por las palabras” (p.
175), es decir, solo va a hablar de la poesía y de la literatura en general, aunque nos advierta
que la mayor parte de las observaciones serían aplicables también a las artes visuales (p. 175).
Empecemos pues por lo que Addison comenta sobre Homero, autor por quien tenía una muy
especial devoción, siendo probablemente él quien animó a su amigo Pope a traducir esta obra
al inglés, un trabajo que éste iniciaría en 1713 y que vemos en la imagen.
Pero veamos qué escribe nuestro filósofo sobre esta obra de Homero y sobre su énfasis en lo
grande: “El que lee la Ilíada juzga que viaja por un país deshabitado; donde la fantasía se
entretiene con mil panoramas salvajes de desiertos áridos, páramos extensos, florestas
espesas y mal cortadas, rocas y precipicios” (p. 182-183) (…)
Por el contrario, “la Eneida ((la gran epopeya latina escrita por Virgilio)) parece un jardín bien
ordenado, donde no se halla parte alguna sin adorno, ni se echa la vista sobre un pedazo de
terreno que no produzca alguna planta u alguna flor bella”.
“Pero cuando estamos en las Metamorfosis nos paseamos por un suelo encantado; y no vemos
alrededor sino escenas mágicas”. “Ovidio ((añade Addison)) mostró en las Metamorfosis el
modo con que lo extraño puede afectar a la imaginación” (p. 184).
Pero si bien, como hemos visto, Homero sería el mejor en imaginar aquello que es grande,
Virgilio en imaginar aquello que es bello, y Ovidio en imaginar lo nuevo, para Addison fue
Milton un poeta “muy perfecto en los tres aspectos” llegando a afirmar que este escritor inglés
del s. XVII fue el “más diestro en las artes de obrar sobre la imaginación”.
No obstante, ya adelanté anteriormente que los placeres secundarios de la imaginación son de
mayor extensión que los primarios ¿por qué? pues la razón es sencilla: “porque en una buena
descripción agrada no solo lo que es grande, nuevo o bello, sino aún las cosas que vistas son
las más desagradables” (p. 187). Esto es algo evidente, no solo es agradable a la imaginación,
por ejemplo, la contemplación de una buena representación de algo bello, sino que también
nos puede suscitar placer una buena pintura que, por ejemplo represente un lugar en sí
desagradable, como un calabozo, por ejemplo, siempre y cuando se nos presentase “su
imagen con expresiones aptas”, es decir, mediante una buena representación.
Y para dar razón de eso, escribe Addison, necesitamos buscar “un nuevo principio del placer
((además de la grandeza, la singularidad y la belleza)) y éste no es otro que la operación del
ánimo que compara las ideas nacidas de las palabras con las ideas nacidas de los objetos
mismos” (p. 187). Es decir, un placer fundamentado en la experiencia de la mímesis. Un placer
que, sin embargo, en opinión de Addison, debiera acaso “llamarse más bien “del
entendimiento” que “de la imaginación”: pues “no nos deleita tanto la imagen contenida en la
descripción como la aptitud de la descripción para excitar la imagen” (p. 188).
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Es decir, que el placer se vincula aquí a la manera en la que se ha realizado la descripción, la
representación, y no a lo representado. En todo caso, añade Addison “si la descripción de lo
mezquino, común o disforme es agradable a la imaginacion, es mucho más agradable la de lo
grande, nuevo o bello: porque entonces no solo nos deleita la comparación de la copia con el
original , sino también el original mismo”. Algo que Addison ejemplifica aludiendo de nuevo a
su admirado John Milton, afirmando así lo siguiente: “Creo que los más tendrán mayor
complacencia en leer la descripción que Milton hace del Paraíso, que en la que él mismo hace
del infierno. Acaso las dos son igualmente perfectas en su línea. Pero no refrescan tanto la
imaginación el azufre y materias hediondas de éste, como los lechos de flores y perfumes
deliciosos del otro”.
Y al igual que hicimos en relación a los placeres de la imaginación primarios, parece necesario
preguntarnos ahora por las causas eficientes de los placeres de la imaginación secundarios. Es
decir, por qué razón nos suscita placer una buena representación de una cosa. Es una cuestión
a la que ya se había aproximado Aristóteles, para quien “el imitar es connatural al hombre (…)
todos los hombres experimentan placer en sus imitaciones… (Poética IV).
No obstante, al igual que sucedía con los placeres primarios, para Addison “Es imposible dar la
razón… ((de)) por qué esta operación del ánimo ((es decir, la experiencia de la mímesis)) va
acompañada de tanto placer” (p. 171). Es decir, que también en relación a los placeres de la
imaginación secundarios sería imposible hallar la causa eficiente. Sin embargo, y al igual que
sucedía con los placeres primarios, sí que sería posible, según Addison, conocer la causa final
de estos placeres. Y así, nos dice: “Probablemente la causa final de ligar placer a esta
operación del ánimo fue animarnos y alentarnos en las investigaciones de la verdad” (p. 175).
Para comprender esto creo que hay que tener en cuenta que para Addison el recto
discernimiento, es decir, la correcta investigación de la verdad, dependería de la comparación
que hacemos entre ideas, y en encontrar congruencias o incongruencias entre las cosas de la
naturaleza. Y, en efecto, a este tipo de operaciones corresponden las operaciones de la
mímesis y a ello se debería, precisamente, que estas operaciones nos produzcan placer.
Y vistas cuáles son las causas finales de los placeres de la imaginación primarios y secundarios,
creo que merece la pena, antes de continuar con otras cuestiones, señalar que para Addison
“el arte no puede competir con la naturaleza en cuanto su aptitud para divertir ((esto es, para
excitar o estimular)) la imaginación”. En su opinión, las obras del arte son mucho más débiles
que las obras de la naturaleza.
Efectivamente, para Addison hay una supremacía de la naturaleza frente al arte. Las obras de
arte “podrán parecer algunas veces tan bellas o singulares como las de la naturaleza, pero
nunca tendrán aquella desmedida grandeza e inmensidad”. De ahí que llegue a afirmar que
“Hay más grandiosidad y maestría en los broncos y desaliñados golpes de la naturaleza, que en
los delicados toques y adornos del arte”. (p. 153). Sin embargo, también tenemos que señalar
un curioso aspecto de su argumentación, que es el siguiente: “hallamos sin embargo más
agradables las obras de la naturaleza cuanto más se parecen a las arte” (p. 155) y la razón que
da para justificar esta afirmación (en la que, por cierto, cita a Longino) es que “en este caso el
placer nace de un principio doble, del agrado que los objetos causan a la vista, y de la
semejanza a otros objetos”.
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Añade Addison: “Jamás ví paisaje tan hermoso, como el formado por una cámara obscura
(instrumento óptico bien conocido) en la pared de un lugar obscuro, ((y en el)) que figuraba un
río navegable y un parque”. ((Aquí hay que puntualizar que, según Blair en su texto Lectures on
Rethoric… ( I, XXIII, pp. 469-470) Addison probablemente se está refiriendo a la cámara oscura
instalada en el observatorio de Greenwich Park, todavía visitable en la actualidad… una cámara
oscura instalada en una pequeña sala del piso superior del observatorio y desde la que, en
efecto, se puede divisar todavía hoy una imagen muy similar a la descrita por Addison, con el
río Támesis por un lado y, por otro, el parque que lo rodea.
Pero sigamos leyendo el texto de Addison: “Por una parte se descubrían las aguas, y el
movimiento de las olas con fuertes y propios colores, y se veía un navío que entraba por un
estrecho, e iba vagando por todo el río. Por otra parte, se dejaban ver las verdes sombras de
los árboles meciéndose al viento, y manadas de cervatillos brincando. Es preciso confesar·que
la novedad de semejante vista puede ser causa del placer de la imaginación; pero la razón
principal es ciertamente su próxima semejanza con la naturaleza, como que a distinción de
otras pinturas, da no solo los colores y figuras, sino los movimientos de las cosas
representadas”.
Al considerar Addison “que en general se halla en la naturaleza más grandiosidad, y alguna
cosa más augusta que las que hallamos en las curiosidades del arte” (p. 157) era casi inevitable
que en este ensayo criticara las formas del diseño de jardines que a principios del siglo XVIII
predominaban en Inglaterra. Leamos lo que nos dice al respecto: “los jardines ingleses, en
lugar de lisonjear a la naturaleza, se complacen en hacerla la resistencia posible. Los árboles se
alzan en conos, globos y pirámides, y en cualquier planta o arbusto vemos la señal de la tijera.
Seré acaso singular en mi modo de pensar; pero con más gusto veo un árbol con todo su
follaje·y lozanía, que dispuesto y contorneado en alguna figura matemática, y un vergel florido
y ameno me parece más delicioso que todos los pulidos laberintos del jardín más acabado” (p.
159).
Es éste, como vemos, un fragmento que adelanta las consideraciones que a finales del siglo
XVIII muchos plantearán sobre la libertad de la naturaleza. De hecho, parece que cita Friedrich
Schiller literalmente a Addison cuando en su texto Kallias, publicado en 1793, es decir, 82 años
más tarde que el ensayo de Addison, escriba lo siguiente: “si un jardinero poda un árbol hasta
lograr una figura circular (…) nos disgusta la violencia a la que se lo somete y nos complace ver
como el árbol, en virtud de su libertad interna, destruye la técnica que se le ha impuesto“
(Kallias, p. 59). Por otro lado, y mucho más tarde en el tiempo, también Ronsenkranz, en su
conocido texto Estética de lo feo (1853), volverá sobre esta misma cuestión, prefiriendo
siempre la irregularidad en el jardín “o mejor aún la libertad del bosque”.
Pero regresemos de nuevo al texto de Addison, para poner atención ahora en una cuestión
relacionada con la arquitectura. Para él es la arquitectura el “arte que se encamina
más·inmediatamente que ninguno a causar aquellos placeres primarios de la imaginación” (p.
161). Así, y basándose en un texto de Fréart (Parallele de l'architecture antique avec la
moderne : suivant les dix principaux auteurs qui ont écrit sur les cinq ordres, 1650), escribe
Addison que “la grandeza en las obras de arquitectura puede considerarse con respecto al
tamaño o cuerpo del edificio, o a la manera en que·está fabricado. Tocante a lo primero
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hallamos a los antiguos, especialmente los orientales, muy superiores a los modernos. Sin
hablar de la torre de Babel, de la cual dice un autor antiguo (…) que semejaba a una gran
montaña”. Y continúa escribiendo Addison: “¿qué cosa más noble que los muros de Babilonia,
sus jardines colgantes, y su templo a Júpiter Belo, que se levantaba una milla en alto por ocho
diversos suelos…?” (p. 162).
Otros ejemplos que menciona Addison serían las pirámides de Egipto… y “Las murallas de la
China, “uno de los edificios magníficos del Oriente”.
Por otra parte, escribirá que “Debemos a la devoción los edificios más nobles que hermosean
los diversos países del mundo”. En efecto, a él le maravillaron en su viaje a Roma la basílica de
San Pedro y el Panteón de Agripa, que vemos en la imagen.
Antes aludía a que Addison señaló dos tipos de grandeza en cuanto a la arquitectura, una
referida al tamaño del edificio y otra grandeza que tendría que ver con la manera en que·éste
está fabricado. Esta “grandeza de manera”, sería para Addison la que tiene más fuerza sobre la
imaginación. Una grandeza que tendría que ver, por ejemplo, con las formas cóncavas y
convexas, que nos permiten ver “mayor porción del cuerpo o de la masa que en las figuras de
otra especie” (p. 168) … “la concavidad entera cae de una vez dentro del ojo, siendo la vista
como el centro que reúne en sí todas las líneas de la circunferencia” (p. 169). En su opinión “la
fantasía se deleita más en ver por medio de un arco la atmósfera o los cielos, que por medio
de un cuadrado u otra figura” (p. 169).
En relación a esto, añade: “Reflexione cualquiera sobre la disposición de ánimo con que se
halla al entrar por primera vez en el panteón de Roma, y cómo su imaginación se llena de
grandeza y asombro, considere al mismo tiempo cuán poca sensación le hace en comparación
la vista del interior de una iglesia gótica, aunque sea cinco veces mayor que aquél, y advertirá
que la diferencia de impresión y de ideas no puede provenir sino de la grandeza de manera en
el uno y de la pequeñez o mezquindad de la otra”. Son afirmaciones que, como podemos
apreciar muy claramente, demuestran el desprecio de Addison por la arquitectura gótica en
favor de los ideales de la arquitectura clásica.
Por otro lado, hay en relación a los placeres secundarios algo que no podríamos dejar de
destacar aquí, y es el papel que juegan en su pensamiento estético la melancolía y el dolor.
Addison, no debemos olvidarlo, era también autor literario, y muchos de sus textos, de
carácter sombrío, denotan un marcado gusto por lo lúgubre, así como por las historias de
terror. De hecho, escribirá en una de las páginas de Los placeres de la imaginación que “Las
dos pasiones dominantes, que la poesía seria se esfuerza a excitar en nosotros son el terror y
la compasión” (p. 189).
En efecto, no dejará Addison de hacer notar “cuán admirable es que pasiones tan
desagradables en sí mismas sean muy agradables cuando son excitadas por oportunas
descripciones”. Y por ello no es de extrañar que su literatura haya sido considerada el más
claro antecedente de muchas de las pautas que caracterizarán, casi doscientos años más tarde,
a la literatura romántica. De hecho, creo que vale la pena recordar que en su texto Remarks on
Several parts of Italy, escrito por Addison en 1705, éste ya había descrito la visión de los Alpes
como “un agradable horror”. Addison anticipaba así una cuestión sobre la que años más tarde
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volverá Edmund Burke en su Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de
lo sublime y de lo bello… “¿cómo es que nos deleitan el terror y el abatimiento, cuando el
sentirlos y aún el temerlos nos incomoda tanto en otras ocasiones?” (p. 189). La respuesta que
nos da Addison es que la naturaleza de ese placer no nace tanto de la descripción de lo
terrible, sino que lo que nos complace es la consideración de que no estamos en peligro ante
ello. Y de ahí que “cuanto más terrible sea su apariencia, tanto mayor es el placer que
recibimos del sentimiento de nuestra propia seguridad”. Por la misma razón, apostilla, “nos
deleita reflexionar sobre los peligros ya pasados, o mirar de lejos un precipicio (…) de la misma
manera, cuando leemos descripciones de tormentos, heridas, muertes y otros infortunios
semejantes, nuestro placer no dimana tanto del dolor que nos dan tan melancólicas
descripciones, como de la comparación secreta que hacemos entre nosotros mismos y el
paciente” (p. 190).
Todo ello, evidentemente, sería también aplicable a las artes plásticas, y de ahí que Addison
opine que en “la vista de un buen retrato (…) es mayor el placer, si es pintura de un rostro
hermoso, y todavía se aumenta éste, si la belleza se suaviza con un aire de melancolía y de
dolor” (p. 189). En su opinión, una descripción de ese tipo nos alumbraría e inflamaría al
mismo tiempo: “el placer se hace más universal” y es capaz de entretenernos de varios
modos” (p. 188).
Por otro lado, creo que no conviene dejar de destacar la importancia que Addison otorgó con
este ensayo a la imaginación, esa capacidad que tiene el ser humano de figurarse “cosas más
grandes, nuevas o bellas que las ya vistas” (p. 191), pues para él los poetas (los artistas en
general) tienen la capacidad de enmendar y perfeccionar la naturaleza en sus descripciones de
las cosas reales, “aumentando nuevas bellezas que las que se hallan en la naturaleza” (p. 191).
Y precisamente en relación a los poderes de la fantasía del poeta, quiere Addison hacer
constar que “Hay una especie de escrito donde el poeta enteramente pierde de vista a la
naturaleza, y entretiene la imaginación del lector con caracteres y acciones de personas que no
tienen otra existencia que la que él les concede. Tales son las hadas, las brujas o hechiceras,
los magos, y almas separadas” (p. 195). Es lo que, puntualiza Addison, el poeta Dryden llamaba
el “estilo de los encantos” (p. 195.).
Addison, como ya he comentado, era en efecto muy aficionado a este tipo de temáticas
vinculadas a lo tenebroso, y de hecho consideraba a este estilo literario “de los encantos” el
mas difícil de todos, dado que al no tener modelo que seguir, el poeta necesitaba obrar
enteramente por su propia invención (p. 195).
Habiendo defendido, como vimos, lo extraño, lo singular o lo novedoso como fuente de los
placeres de la imaginación, resulta del todo coherente esta preferencia por los relatos de
hadas y espíritus, que en su opinión “excitan en el lector una especie de horror plácido y
entretienen su fantasía con la extrañeza y novedad de las personas representadas en ellas” (p.
197). En efecto, él estaba convencido de que nos deleita ser llevados a otro mundo, y ver
personas y costumbres de otra especie (p. 196). No hay que pasar por alto que Addison creía
que en el mundo hay “especies diversas de espíritus sujetos a otras leyes y economía que
nosotros” (p. 198).
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Y en relación a obras centradas en hechicerías, prodigios, magias y encantamientos, cree
Addison que los mejores poetas han sido los ingleses, que son, asegura, “naturalmente de una
imaginación grande; y por la oscuridad y temperamento melancólico tan frecuente en su
suelo, están más dispuestos que otras naciones a impregnarse de muchas ideas y visiones
extrañas” (p. 200). Y entre los ingleses “Shakespeare ha excedido incomparablemente a todos
los demás. La noble extravagancia de su fantasía, le calificaba enteramente para conmover al
lector por la parte débil y supersticiosa de su imaginación” (p. 200), añadiendo que “Hay tal
extrañeza, y sin embargo tal solemnidad o majestad en los razonamientos de sus espíritus,
hadas, hechiceras y personas imaginarias semejantes que no podemos menos de concebirlas
naturales (…) y es preciso confesar, que si en el mundo hay tales personas, deben muy
probablemente obrar y hablar como él las ha representado” (p. 200).
Resulta evidente que aquí nuevamente Addison se anticipa al gusto prerromántico en el que
las escenas mágicas de Shakesperare serán referencia continua, como vemos presente, por
ejemplo, en las pinturas de Johann Heinrich Füssli, que ocho décadas más tarde parecen
retomar casi literalmente las palabras de Addison. También quizá podríamos recordar las
pinturas de William Blake, muchas también sobre temáticas de Shakesperare, de la que podría
ser ejemplo esta inspirada también en Macbeth.
Pero también, afirma Addison, habría otros tipos de escritos que pueden agradar a la
imaginación, y a los que dedica el último capítulo de este ensayo (X), que centra en esos
escritores que están “precisados a seguir estrictamente a la naturaleza” como son los
historiadores, los filósofos naturales, los viajeros o los geógrafos. Entre todos ellos Addison
destaca los filósofos de la naturaleza, pues, en su opinión, son los que más lisonjean a la
imaginación, los que más la ensanchan” (p. 204).
A Addison le fascinaba, por ejemplo, el asombro agradable que nos produce el ver en el
cosmos “tantos mundos pendientes unos de otros, girando en torno de sus ejes con tanta
pompa y majestad” (p. 204) o cómo en la contemplación de los inmensos espacios del éter “se
presenta a la imaginación una perspectiva tan inmensa, que llenándola enteramente apenas
nos es posible comprenderla” (p. 205) o que podamos “descubrir en la partícula más pequeña
de este mundo un nuevo fondo inagotable de materia, bastante para hacerse de él un nuevo
universo” (p. 206). De hecho, y en relación a estas cuestiones, Addison también se adelanta a
la kantiana inadecuación entre facultades (es decir, entre entendimiento e imaginación) y que
para Kant será el fundamento de la explicación de lo sublime. Esto es algo que parece hacerse
evidente en el siguiente párrafo de Addison, muy cercano a lo que muchos años más tarde
escribirá el autor de la Crítica del Juicio. Escribe Addison: “El entendimiento, a la verdad, nos
abre un espacio infinito por todas partes, pero la imaginación después de hacer algunos
débiles esfuerzos se detiene inmediatamente, y se halla anegada en la inmensidad del vacío
que la rodea. La razón puede seguir una partícula de materia, y dividirla al infinito; pero la
fantasía la pierde luego de vista, y siente en sí misma una especie de abismo que necesita
llenar de materia de un tamaño más sensible” (p. 207).
Y siendo en última instancia la imaginación la clave la actividad artística, “un poeta (nos dirá
Addison) debe fatigarse tanto en formar su imaginación como un filósofo en rectificar su
entendimiento” (p. 182)
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Pero no quisiera terminar esta presentación sin hacer hincapié en una última consideración, y
que tiene que ver con la dimensión formativa que para Addison tiene el desarrollo de la
imaginación en el ser humano, algo que se hace patente en el siguiente párrafo y que
nuevamente anticipa muchas de las consideraciones que sobre la educación estética del ser
humano veremos desarrollarse décadas más tarde, sobre todo con Schiller. Escribe Addison:
“El que posee una imaginación delicada, participa de muchos y grandes placeres, de que no
puede disfrutar un hombre vulgar. Puede conversar con una pintura, y hallar en una estatua
una compañera agradable, encuentra un deleite secreto en una descripción, y·a veces siente
mayor satisfacción en la perspectiva de los campos y de los prados, que la que tiene otro en
poseerlos. La viveza de su imaginación le da una especie de propiedad sobre cuanto mira; y
hace que sirvan a sus placeres las partes mas eriales de la naturaleza” (p. 134).
[fin de audio]
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