— 95 — El conde se apresuró ó decir con cierta ironia : ___ Creo era muy amiga de esta señora y en particular de este caballero. Flora, recordando que el conde escondido en su gabinete habia escuchado su conferencia conPereival, preparó á desvanecer toda sospecha; inventó s e una fábula perfectamente urdida y exclamó con viveza : — Perdonad, señor conde, si rechazo vuestra suposición, pues nunca d i á semejante aventurera, y mucho mas habiendo sido m i criada, el título de amiga. : — Me consta de una manera positiva que estuvo en vuestra recepción y que con el señor de Pereival ha tenido conferencias m u y íntimas y familiares. — Eso no lo negare; pero tampoco ignoraréis que cuando ella se presentó en mis salones, desaparecí yo por no recibirla. Nadie podrá decir que nos han visto juntas. Flora decia la verdad y el conde no pudo menos de confesarlo. Con objeto de asegurarse en su nueva posición de baronesa y desorientar á los que abrigasen l a menor sospecha, improvisó en l a misma noche dos reuniones, una en el palacio de F l o r i n i , otra en el de Pereival : como tenia prontas y fáciles comunicaciones, y doncellas adiestradísimas" que l a disfrazasen instantáneamente, pudo presentarse en ambos salones, ya como princesa, y a como baronesa, hacendó en uno y otro los honores con la mayor finura y s m nadie conociese el e n g a ñ o . — 96 — E l conde quedó satisfecho en lo referente á este punto, mas no en lo de Pereival, porque tenia muy presente l a conversación que habia oido la noche de su prisión. Por lo tanto, exclamó dirigiéndose á é l : — ¡Dispensadme, si os hago ciertas preguntas!... — No hay necesidad de que os molestéis, añadió Pereival i n t e r r u m p i é n d o l e . Con la franqueza que me es propia, voy á manifestaros todo lo que sé de esa mujer, á l a cual hemos conocido en u n estado bastante deplorable. Según acaba de decir m i esposa, ha sido criada nuestra acompañándonos en algunos de los viajes, que con motivo de nuestra emigración hicimos por el extranjero, antes de embarcarnos para América. S i n embargo de su carácter altivo é intrigante, m i esposa l a quería por el buen servicio que l a prestaba, y en este concepto la propusimos si quería irse con nosotros á Ultramar. Desde luego accedió con mucho gusto ; pero antes nos pidió permiso para venir á España á despedirse de su familia. — Y por cierto que nos j u g ó una mala pasada, dijo Flora continuando el relato de su esposo para hacer ver que no era una cosa improvisada, sino un hecho real y positivo del cual tenían ambos el mas perfecto conocimiento. — I No h a b r á jugado pocas la farsanta 1 exclamó la del Rio. — Nosotros l a encargamos, siguió diciendo Flora, que nos recogiese algunas alhajas de gran valor que habíamos dejado aquí en una casa conocida, y puesto que habia de i r á reunirse con nosotros nos las llevase. — 97 — _ ¿Y no la habéis vuelto á ver? dijo el conde. Nos. escribió desde Cádiz, que estaba dispuesta ¿volar á nuestro lado y que al efecto tenia tomado pasaje en el navio San Andrés, que debia hacerse á la vela pocos dias después de escrita su carta. — Precisamente en el San Andrés se embarcó m i esposa, dijo el conde con amarga tristeza. — Este buque naufragó en la travesía; lo supimos algún tiempo después, y deploramos la triste muerte de nuestra doncella, suponiendo desde, luego habría sufrido la misma suerte que los demás pasajeros. — Su fortuna la salvó para que arrebatase el título y las riquezas de m i infeliz esposa, dijo el conde. Pereival, muy al corriente de la fábula que iban combinando, prosiguió sin turbarse : — Hace poco, á nuestro regreso á Europa, mi esposa se quedó en Paris preparando su equipo ; en tanto vine yo á la corte á buscar habitación donde padiéramos alojarnos dignamente. Á los pocos dias de millegadaoí hablar con entusiasmo de la princesa italiana que tanto llamaba l a atención con su asombroso fausto, lo que me hizo entrar en deseos de conocerla. Al efecto, rogué á un amigo me presentase en una de sus recepciones. Lo hizo , asi, y os confesaré con franqueza, que me quedé absorto, admirado, al reconocer en la tal princesa á nuestra doncella. La felicité por su nueva posición, y no pude menos de recordarla su antiguo estado y decirla reíamos sepultada en las aguas del Océano. q u e l a 3* — 98 — A l pronto quiso negar, pero no pudo hacerlo, porque l a e n s e ñ é el collar que llevaba puesto y que era precisamente una de las alhajas que l a habíamos mandado recoger. Entonces se estremeció vivamente, y me rogó no l a descubriese. Tuve lástima de su congoja, y l a ofrecí callar si me contaba los medios de que se habia valido para hacerse una princesa de las mas ricas de Europa. Llena de alegría convino desde luego en m i deseo, y desde aquel momento frecuenté su casa como. uno de sus mas íntimos amigos. Con el deseo de complacerme ó acaso con el de asegurar m i silencio se interesó muchísimo por nosotros. E l l a me proporcionó el palacio que habitamos, y m a n d ó á sus tapiceros le decorasen y alhajasen del modo en que está. Muchas veces l a he rogado me presentase las cuentas de todo, y siempre me contestaba que me entendiese con su mayordomo. — ¿Y os contó a l fin su historia? p r e g u n t ó la marquesa impaciente por saber aquella aventura. — Sí, me citó dos veces : una m a ñ a n a me refirió parte de ella, volví por l a noche y acabó de satisfacer m i curiosidad. - - L a ú l t i m a conferencia l a oí yo escondido en su gabinete, dijo el conde ; y tuve el gusto de saber t a m b i é n en aquella noche, que me salvasteis la vida en la Habana; dispensad si antes no os he manifestado m i reconocimiento, y perdonadme la ligera idea que he podido abrigar de que fueseis su cómplice. E l noble conde, desvanecidas completamente sus — 99 — sospechas y dejándose llevar de sus generosos senti­ mientos, tendió las manos con efusión á Pereival, manifestándole de l a manera mas viva su inmenso agradecimiento ; ofreció á los dos esposos su amistad franca y leal, prometiendo visitarlos y combinar con ellos el medio de arrancar l a máscara á l a fingida princesa. Tanto Flora como Pereival le hicieron las mas ardientes protestas, dándole palabra de cooperar en cuanto les fuese dable para l a perdición de aquella mujer y para que él recobrase el título y la fortuna que correspondía á su hijo. Completamente satisfecho y tranquilo el confiado italiano, pidió permiso para retirarse, pues no queria oir el final de aquella historia que lastimaba tan dolorosamente su corazón. Despidióse con la mayor finura de sus nuevos amigos y de la anciana marquesa, y salió de l a sala apoyándose en Ruderico. Las humedades del sótano en que pasó unos dias tan crueles le habían hecho contraer un reuma penosísimo, que le obligabaá demandar auxilio ajeno para manejarse. Cuando salió de l a sala volvió l a cabeza para sa­ ludar otra vez; en cuyo instante Ruderico sorprendió en la baronesa una mirada de odio, que se apagó como un relámpago, volviendo á brillar en su fiso­ nomía su fingida dulzura. — 4 00 — CAPITULO XIII. ACCESO. Ese pobre conde es bien digno de lástima, dijo la marquesa del Rio luego que aquel hubo desaparecido. Y esa farsanta princesa ha perdido todo su prestigio en nuestra sociedad, descubriéndose, con la m i lagrosa salvación del conde, su infamia y los medios de que se ha valido para adquirir unas riquezas que no la pertenecen. Tanto como ha llamado la atención con su fausto durante dos años, tanto está en el dia siendo el objeto de la crítica y el desprecio general, pues en todo Madrid no se habla de otra cosa. — Es natural, contestó Flora con la mayor indiferencia. Y* ha hecho muy bien escapar tan á tiempo; mas yo creo será fácil descubrirla y que pague de una vez todas sus infamias. — Yo me alegraría muchísimo. — Y nosotros ayudaremos desde luego á ese noble caballero, se lo hemos prometido, y deseo cumplirlo con viva ansiedad. — Concluid, b a r ó n , de contarme lo que os refirió de su historia, aunque yo supongo será igual á lo que me tiene referido el conde. — Exactamente, puesto que oyó nuestra conver- — 101 — sacion escondite en el gabinete, dijo Pereival; lo que «o ignoro es de qué modo consiguió encerrar al conde en el sótano. Verdaderamente lo ignoraba; pues su esposa, poco comunicativa con él, nada le habia dicho; la marquesa le contó minuciosamente lo ocurrido, según lo supo por el mismo conde. Flora, deseando cortar una conversación que la era enojosa, se levantó para marcharse, pretextando que aun les quedaba una visita urgente. En aquel momento y cuando ya se preparaban á salir del salón, apareció Leticia con el cabello en desorden, pálida y completamente desencajada; acababa de ser acometida por uno de sus accesos de locura, y escapándose de las manos de sus camareras corrió adonde se hallaba su cuñada gritando completamente fuera de s í : — ¡ El asesino, el asesino! ¡ que le mata! ¡ ahí está, ese es! cogedle ! favor! socorro !... ¡ y a le tengo! ¡no te escaparás, infame, asesino de m i esposo y de mis hijas!... asesino !... Con una fuerza espantosa se agarró al cuello de Pereival, y no necesitó mucho para hacerle caer en un sillón, mas muerto que vivo. — j Dios mió! m u r m u r ó el esposo de Flora ahogado por los remordimientos y sintiendo atarazado su cuello por las crispadas manos de l a loca. — ¡ Hija mia, Leticia, vuelve en t i ! . . . exclamó la marquesa, procurando separarla. Flora se quedó estupefacta, y mucho mas al leer — 102 — en l a alterada fisonomía de su marido una sombra de culpabilidad. — i Sí, es él, no le dejo! j que le prendan!... j h matado á m i esposo !... a Gomo la marquesa la sujetaba por los brazos, la infeliz en su delirio se juzgaba atada al pié del lecho como en aquella noche fatal, y siguió gritando : — ¡Hay ! ¡ desatadme !... ¡ cortad estas ligaduras que me sujetan los brazos y yo le s a l v a r é ! . . . ¡ Oh! ¡ sí, a r r a n c a r é el puñal de manos del asesino y no se llev a r á n mis hijas !... ¡ a y ! ¡ no, no... traedlas,son m i consuelo, el encanto de m i vida !... ¡y me las roban... crueles!... matadme á m í t a m b i é n ! . . . — ¡ Cálmate, Leticia !... c á l m a t e . . . d e c i a l a delllio poniéndola en brazos de los criados que habían acudido á los gritos. Estos señores son mis amigos, el b a r ó n y la baronesa de Pereival, y en tu locura los confundes con los asesinos de tu esposo. — No los confundo... digo la verdad... — Lleváosla, dijo la marquesa, haciendo una seña á los criados y viendo era imposible conducirla á la razón. — No te fies, hermana, no te fies de esas vívoras, continuó gritando mientras l a llevavan. ¡Mira que esa Flora á quién llamas amiga, es la fingida princesa de Florifii, y sigue con los perversos instintos de su juventud !... ¡ n o te fies, hermana!... ¡ n o te fies! arrójalos de tu ca...sa.. L a voz de aquella infeliz fué perdiéndose en las galerías, — 103 — £n la fisonomía de Flora se reflejó un momento todo el odio de su corazón. Empero, cuando l a marquesa se volvió hacia ella, cambió completamente, apareciendo pintada en su rostro l a mas profunda compasión. — ¡ Infeliz! m u r m u r ó con voz que quiso hacer dulce y suave, pero embargada por l a cólera, resonó un tanto enronquecida y t r é m u l a . _ ¡Válgame Dios! cuánto siento hayáis tenido el digusio de presenciar uno de los accesos mas frenéticos de mi desventurada hermana. — Os confieso que me ha conmovido mucho, dijo Flora, y sobre todo Pereival se ha afectado profundamente. — ¡Es verdad !... y está desmayado? exclamó l a marquesa acercándose á él, que permanecía sin sentido en el mismo sillón donde lo dejó Leticia. Flora, á quien bastó una sola mirada para comprender la culpabilidad de su esposo, en aquel desagradable suceso, procuró alejar á l a marquesa, y a rogándole abriese los balcones, y a pidiendo u n frasquito de esencia, ú l t i m a m e n t e , indicándola fuese á ver cómo seguía Leticia. S u m a s ardiente deseo era quedarse sola con Pereival, temiendo que al volver este de su desmayo pronunciase alguna palabra por cual pudiera hacerse sospechoso. l a Por lo tanto aprovechó l a primera ocasión que tuvo, en una salida de la marquesa, para aproximar á l a nanzde Pereival un licor rojizo que llevaba á prevención, vertiendo después en su inanimada boca S«nas gotas espumosas. al — 404 — — i Aseguré su silencio! dijo escondiendo el pomo con precipitación. Luego, volviéndose á la marquesa que entraba en aquel momento, l a dijo : — Os ruego tengáis l a bondad de hacer que vuestros criados trasladen á m i pobre esposo á nuestro carruaje. — Esperad que vuelva en sí, baronesa; le pondremos en una cama y se h a r á venir al médico. — Es i n ú t i l ; estos parasismos le acometen con frecuencia, y le duran á veces muchos dias. Agradezco vuestro i n t e r é s ; pero me es imposible aceptar un ofrecimiento tan generoso. — Gomo gustéis, aunque siento muchísimo salga de m i casa en tal estado. Flora insistió y Pereival fué trasladado al coche, que partió r á p i d a m e n t e , deteniéndose poco después en l a calle de Alcalá. Inmediatamente cundió l a voz entre toda la servidumbre, del accidente ocurrido al señor barón, acudiendo los primeros á prestarle auxilio López y Germán. Entre los dos le llevaron á su lecho, quedando ú n i camente ellos y l a baronesa á l a cabecera. Flora, t r é m u l a de cólera y apareciendo su semblante enrojecido por vivas llamaradas, preguntó á los amigos de su esposo en un tono que no admitía réplica. — ¿Vosotros nunca os separasteis de este infeliz desde que salió de esta corte dirigiéndose á París y l u e g o á América? — 4 05 — _ Ni un momento, contestó G e r m á n ; juntos hemos vivido por espacio de diez y siete años. _ ¿LU e g o tendréis parte en l a aventura ocurrida en casa de Enrique Simón, cuando fué asesinado en Paris ? — Presenciamos l a escena, y debemos confesar, enhonor de la verdad,que solo Pereival fué el asesino. — ¡ Ya yo lo habia sospechado ! m u r m u r ó Flora can una sonrisa terrible. — ¿Lo ignorabais acaso ? exclamó Germán pesaroso de haber sido tan franco. — Puedo decirse que no, porque lo he leido en su rostro, dijo Flora señalando á Pereival y acercándose para verter en sus labios el líquido contenido en otro frasco diferente al que usó en casa de la marquesa. — ¡ Y se lo he dicho ! m u r m u r ó Germán al oído de López. —No lo sintáis, replicó vivamente la dama, á c u y a perspicacia no se escapó l a exclamación de aquel, Los dos amigos se miraron confusos. Ella continuó : — El mismo Pereival nos va á declarar en este momento todas las peripecias de tan terrible drama. No se engañó : á los pocos instantes, volvió el i n feliz de su desmayo, completamente trastornada l a razón y en un estado de frenético delirio imposible e describir. J Sus extraviados ojos divagaban de u n lado á otro 5 1 ü f fi arse J e n ningún objeto, y en l a cadavérica ex- P esion de su semblante se pintaban el terror y los — 106 — remordimientos. Dejándose llevar del poderoso grito de su culpable conciencia, exclamó con espanto : — ¡ P e r d ó n , Dios m i ó !... p e r d ó n ! yo le asesiné ! I pero su sangre hirviendo cayó sobre m i cabeza... gota á gota ! . . . ¡ O h ! j y me abrasa, me aniquila !... ¡ su moribunda m i r a d a está siempre fija en m í , n i un momento se separa ! . . . ¡ p e r d ó n 1... ¡ p e r d ó n !. Después de una pausa angustiosa, c o n t i n u ó : — ¡ N o t e n í a m o s dinero para embarcarnos!... ¿qué hacer? j Robarlo era el único recurso y se lo robamos á é l ! . . . ¡ á él, q u e m e maldijo y me conoció al morir! j su mujer t a m b i é n ! . . . ¡ p o b r e l o c a ! . . . ¡ me delata y me pide sus hijas ! . . . ¡ s u s hijas, ay ! ¡ yo no las tengo, esa infame Corneja se las g u a r d ó ! . . . ¡cediéndonos su parte en las alhajas!... ¡ Y o se lo diré á su madre, s í . . . sí, ahora mismo v o y ! . . . ¡Rosa y Flor del Espino son tus hijas... t ó m a l a s y p e r d ó n a m e la muerte de S i m ó n . . . voy á buscarlas !... Con u n a fuerza superior á su precario estado, quiso Pereival lanzarse fuera del gabinete; sus amigos le contuvieron h a c i é n d o l o sentar en u n a butaca. F l o r a mirando á los tres con asombro, les dijo : — ¿ L a s hijas de Leticia son esas niñas que l a Corneja retiene en su h o s t e r í a , no es verdad? — Sí, s e ñ o r a , ellas son, afirmó G e r m á n . — ¡ T a m b i é n yo lo habia sospechado ! m u r m u r ó entre dientes l a baronesa, a b a n d o n á n d o l a estancia. Se d i r i g i ó á su gabinete, y cerrando por dentro para que nadie penetrase, hizo girar l a puerta secreta que l a ponia en comunicación con el otro pala- - 107 — *o \travesó algunos corredores silenciosos y sombríos, penetrando al fin en una pieza donde agitó con mano convulsa una campanilla. La Corneja se presentó inmediatamente. — Esta misma noche necesito ver á las hijas de doña Leticia, la infeliz viuda de Enrique Simón, l a dijo con imperioso tono Flora. — ¿Y sabéis dónde están? p r e g u n t ó la vieja. — En tu casa : y si no las conoces por el nombre de su madre, te lo diré por el que t ú las has puesto. Así, pues, te repito que sin pretexto n i excusa deben dormir en esta casa des-de hoy en adelante Rosa y Flor del Espino. — ¡Señora, es imposible !... ¡ h a n desaparecido de la hostería!... ignoro su paradero y no os puedo complacer. — ¿Será cierto? Preguntadle á Ataúlfo, él me anunció su desaparición. — ¿Y qué hace ese bandido? varias veces le he mandado llamar y no viene. — Si lo tenéis á bien iré yo misma á buscarle. — Sí, vuela en este momento, necesito verle antes de una hora. La Corneja desapareció en seguida, y antes del terminofijadopor Flora volvió á decirla con angustia: — i Ataúlfo ha sido preso con Atocha en casa del arques de Pinares! F1( — ¡Ah! soy perdida!... ¡ soy perdida!... m u r m u r ó * a con desaliento. — 408 — CAPÍTULO REPRIMENDA XIV. PATERNAL. Tenemos que retroceder algunos dias, mis amables lectores ; son tantos los personajes de nuestra novela, y tan complicadas las intrigas en que se hallan envueltos, que nos es preciso volver atrás muchas veces para tomar el hilo de los sucesos en el punto que los dejamos. Apenas Rafael de Pinares abandonó el dormitorio de su m a m á , se dirigió á su cuarto. Impaciente como todo niño de diez y seis años, se puso á dar largos paseos en l a habitación con una inquietud febril. Deseaba vivamente ver á Honorata y se lo habían prohibido; queria también i r á la hostería con objeto de prevenir á Flor del Espino, diciéndola la visita que aquella misma tarde pensaba hacerla su mamá, y tampoco le era fácil seguir este pensamiento por hallarse detenido en casa de orden del marqués. Cansado de pasear tomó asiento en una butaca, y apoyando l a frente en sus manos permaneció mucho tiempo en silenciosa meditación. Decidido por fin á poner término á su angustia, levantó l a cabeza enteramente resuelto y llamó á su ayuda de cámara. - 109 — Un reloj de sobremesa dio en aquel momento las diez de la mañana. Ya se habrá levantado m i papá, m u r m u r ó ; antes míe me llame me presento á él. Hablaremos y todo quedará arreglado. Así podré salir á la calle; no puedo sufrir este encierro forzoso, y si dura mucho tiempo no respondo de m i paciencia. El ayuda de cámara se presentó. Ven á vestirme, le dijo Rafael. — ¿Qué traje? preguntó el criado. — De calle; pero descuidado, como de mañana. — Ya comprendo. Mientras el criado entró por las prendas necesarias, el joven heredero de Pinares soltó sobre la butaca l a rica y elegante bata que cubría sus formas y arrojó lejos de sí las zapatillas de tierciopelo encarnado bordadas de oro. En cinco minutos estuvo completamente vestido; entrelazó la cadena del reloj entre los botones del chaleco, y abrochándose el primer botón del paletósaco, pidió un bastoncillo ligero. El ayuda de cámara se le dio con los guantes; cogió ambas prendas con distracción, y sin cuidarse de tomar el sombrero que le alargaba el solícito criado, se dirigió á las habitaciones de su padre. Ignoramos si aun Rogelio permanecía en l a cama; lo cierto es que mandó á suhijo le esperase en el salón. Mas de media hora estuvo nuestro adolescente en Pie, con el brazo derecho apoyado en l a chimenea, y a mano izquierda en el bolsillo del pantalón, según TOMO II. 1 l — 110 — costumbre que tenia este joven cuando se hallaba en compañía de sus amigos. Aunque el ayuda de cámara del marqués le acercó un sillón por si gustaba sentarse, no quiso hacerlo y cuando entró su padre le halló en la misma postura que hemos descrito y profundamente pensativo. Rogelio se acercó, y tomando asiento le indicó hiciese lo propio; empero Rafael prefirió continuar del mismo modo, lo que hubo de manifestar con una respetuosa inclinación de cabeza. — ¿ ibas á salir ? le preguntó el marqués echando una ojeada á su elegante traje, y sobre todo al bastón con que jugueteaba distraídamente. •— Sin vuestro permiso, no, señor, contestó este. — ¿Y venias á pedírmele? — No ha sido ese mi principal objeto. — ¿Guál era pues ? — El ponerme á vuestras órdenes y daros cuenta del descubrimiento que anoche hice en esta casa. — Habla, te escucho, y dejaré para después I09 graves asuntos de que tenemos que tratar. Rafael, sin deconcertarse por el tono grave con que su padre le hablaba, sacó las cartas que habia recogido en el escritorio de la marquesa y el anónimo de que ya tienen noticia nuestros lectores. Antes de entregárselas, refirió con todos sus detalles la conversación de Ataúlfo con Atocha, manifestando que en aquella misma noche debían volver á reunirse, p u proyecto de sorprenderlos y apoderarse del bandido, — 111 — aprisionándole hasta hacerle confesar el nombre del enemigo que los p e r s e g u í a . — Eso corre de m i cuenta, dijo el m a r q u é s , alargando la mano para recoger los papeles que su hijo le entregaba. __ ¿No necesitáis m i cooperación? — Me basta l a de unos cuantos agentes de la autoridad, que h a r é esconder entre las ramas del j a r d í n . — Entonces, si os e n c a r g á i s de ello, q u e d a r é descuidado. — Completamente. Rogelio, sin leer siquiera aquellas cartas, las g u a r d ó en su cartera. Hubo un momento de silencio. Rafael habia llegado á imaginarse que preocupado su padre con aquel asunto, no le h a b l a r í a de otra cosa, y de este convencimiento nacía su aparente tranquilidad ; mas cuando vio lo contrario y halló dipuesto al m a r q u é s acaso para u n interrogatorio demasiado penoso, no pudo menos de estremecerse, y bajando los ojos esperó como el reo l a sentencia de su juez. Rogelio le miró con paternal t e r n u r a ; sin embargo revistiendo su acentode una grave severidad exclamó: —•Cuando recien venidos de nuestro castillo de P i nares, me rogaste te librase de la enojosa tutela de | u a y o , considerándote u n hombre y con bastante instrucción para manejarte por t i solo, ¿ q u é hice ? - A c c e d e r á m i deseo. ~" ¿ ^ qué me impulsó á obrar de tal manera ? — 112 — — L a confianza que teniais en m í . — Y b i e n , ¿ h a s correspondido á e l l a ? — Creo ser siempre digno de vuestro c a r i ñ o , tart a m u d e ó confuso el adolescente. — Pero no de m i confianza. — j Padre m i ó ! — T ú , d e j á n d o t e llevar de u n a p a s i ó n insensata y manchando los ilustres blasones de tu progenie, has descendido hasta frecuentar el sitio mas i n m u n d o de l a corte, l a miserable taberna de l a Coreeja. T ú , el ú n i c o heredero de los marqueses de Pinares, el prometido esposo de l a no menos ilustre condesa del Palancar, has ido á reunirte con u n a cáfila de bandidos y salteadores tomando parte en sus infames org í a s , y e n a m o r á n d o t e con m e n g u a de tu decoro de u n a mujer que ocupa u n l u g a r tan bajo como degradante. — ¡ Padre m i ó ! — I Silencio ! no era bastante descender á tal extremo ; a u n te faltaba alterar l a tranquilidad de tu casa, sembrar l a discordia y el duelo en tu familia, y por ú l t i m o , olvidarte hasta de tus mas graves deberes. Y a lo has conseguido. ¡ Y a tienes moribunda á esa infeliz u i n a q u e d e b í a s adorar de rodillas; agitada, enferma é i n t r a n q u i l a á l a mejor y mas bondadosa de las madres, é i n d i g n a d o y lleno de disgusto á u n padre demasiado c r é d u l o , que había llegado á imaginarse en su ú n i c o hijo á un digno sucesor de su ilustre n o m b r e , y que h o y con l a llama del r u b o r en l a frente se a v e r g ü e n z a de dar senie- — 113 — jante nombre al que en tan poco tiene el decoro do su apellido y el cumplimiento de sus deberes!... __ ¡Oidme y perdonadme, padre m i ó ! . . . es cierto lo que acabo de decir? contesta. — ¡ Quemas queréis, si arrepentido de m i falla vengo d e m a n d a r p e r d ó n ? . . . . exclamó Rafael cayendo á los pies de su padre. a _ Este, sin hacer caso de l a congoja que se pintaba en el semblante del mancebo, le dijo : — Para obtener el p e r d ó n es necesario hacer m é ritos mostrando un verdaro arrepentimiento. — Decidme vos que debo hacer; á todo estoy pronto; m i único anhelo es que Honorata me devuelva su amor y mis queridos padres su ternura. — Eso lo conseguirás con e l tiempo, cuando hayas sufrido el castigo que te impongo. Rafael bajó la cabeza resignado. El marqués prosiguió : — Desde este momento no se a p a r t a r á el ayo de tu lado : ya te espera en tu cuarto, y m a ñ a n a a l rayar el alba saldréis los dos de l a corte con dirección a l castillo de Pinares, donde p e r m a n e c e r á s hasta recibir mi? órdenes. El joven, que no esperaba semejante resolución, quedó confuso; dejó escapar u n profundo suspiro y con la cabeza hizo una señal de asentimiento, no atreviéndoseá replicar una palabrani á oponer l a mas eve objeción á las severas indicaciones del autor de sus dias. Es *e continuó diciendo ; — 114— — E l dia de hoy le pasarás con tu madre. — ¿Y no podré ver á Honorata ? — S i lo deseas y ella quiere recibirte, no hay i n conveniente por m i parte. — Me lo ha prohibido m a m á . — Entonces obedécela. Ahora puedes retirarte : voy á combinar el medio de sorprender esta noche al enemigo ó enemiga oculta que tan ardientemente procura nuestra perdición. A l decir esto el m a r q u é s , se levantó, y sin dignarse alzar á Rafael, que aun permanecía arrodillado, entró en su cuarto de vestir. E n su rostro se marcaba la mas grave severidad, aunque su corazón tierno y bondadoso, palpitando con violencia, le aconsejaba el cariño y el p e r d ó n . S i se hubiera dejado llevar por su instinto, lejos de encerrarse en su cuarto á ocultar su emoción y l a violencia que habia tenido que hacerse para obrar de aquel modo, le hubiéramos visto levantando á su adorado h i j o , abrazarle y cubrir de besos su juvenil semblante. E m p e r o , quiso mejor asegurar su obediencia, apartándole de l a resbaladiza senda donde su inocente juventud le hubo guiado y en l a cual veía segura su perdición. — 115 - C A P I T U L O XV. RECONCILIACION. Rafael dejó el aposento de su padre con l a angustia en el alma, pero dispuesto á obedecer sus mandatos, porque no se hallaba con fuerzas p a r a oponerse á s u voluntad. Pasó el dia bastante b i e n , porque los halagos y las tiernas caricias de su bondadosa madre fueron para su lacerado c o r a z ó n u n b á l s a m o d u l c í s i m o . Al anochecer le dijo l a marquesa : — Honorata sigue mas aliviada, y habiendo sabido ta partida y los deseos que tienes de h a b l a r l a , consiente en recibirte con objeto de despedirse de t i . — ¿Y cuándo p o d r é entrar en su aposento ? — Á las ocho; á esta h o r a y a h a b r á venido e l m é dico, y sabremos si teme u n recargo ó no, y s i es conveniente tu entrevista con e l l a . — No f a l t a r é ; pero habladla antes, m i q u e r i d a mamá, y decidla m i arrepentimiento y m i d o l o r . — ¡Vamos, eso es decirme que te prepare el camino para la reconciliación ! N o , hijo m i ó , no ; t ú que has ocurrido en l a culpa, sufre l a p e n a . — 116 — E l tono de broma con que la marquesa pronunció estas palabras a n i m ó á Rafael, dejándole casi adivinar que aquel paso estaba ya da'do de antemano, y que, gracias á l a cariñosa solicitud de tan indulgente madre, no encontraría á l a condesa tan indignada y ofendida como l a última vez que l a vio en el Retiro. Consolado con esta esperanza, se retiró á concluir sus preparativos de viaje, esperando con verdadera impaciencia que l a aguja del reloj se aproximase á las ocho, para volar al otro lado del palacio, donde le llamaba el mas imperioso de sus deseos. No por eso dejó de consagrar un recuerdo á Flor del Espino, deplorando en el fondo de su corazón la triste suerte que le aguardaba y sintiendo con el mas vivo dolor su fatal destino. Aunque la amaba m u cho, solo en su presencia ú oyéndola se sentia fascinado por un vértigo que le dominaba, que haciéndole olvidarse de todo le hubiera hecho cometer los mayores desatinos. L a marquesa, de acuerdo con su esposo, habían convenido alejarle de la corte para apagar con la ausencia aquella pasión que pudiera acarrearles funestas consecuencias. Tampoco quiso decirle que Flor del Espino y su hermana habían desaparecido de la hostería, sin que nadie supiera su paradero. De modo, que Rafael se marchó á Pinares, ignorando completamente este suceso. Á medida que el tiempo pasaba, su impaciencia crecía, y cuando sintió l a sonora vibración de la campana que dio las siete y media, no pudo sujetar- — 417 — y sin hacer caso de u n a pregunta que relativa á su equipaje acababa de hacerle e l ayo, salió de l a estancia y se d i r i g i ó con viveza á las habitaciones de Honorata. Aurora, como siempre, le salió a l encuentro d i ciéndolc con una calma glacial : ¿Venís á preguntar por l a s e ñ o r a condesa? — Vengo á despedirme, y os ruego l a h a g á i s presente mi deseo, contestó Rafael con voz conmovida. — E l caso es, que no quiere recibir á nadie. — Anunciadme, y si tan enojosa l a es m i presencia, me m a r c h a r é donde no vuelva á molestarla jamas. La doncella e n t r ó , y saliendo á poco, repuso. — M i señora os espera. Rafael atravesó con paso firme e l gabinete, y se detuvo á la puerta de l a alcoba. Honorata estaba sentada en l a c a m a ; c u b r í a sus hombros u n abrigo de m e r i n o blanco cuyas puntas, después de cruzarse sobre e l seno, v e n í a n á caer por ambos lados del lecho. Su hermoso rostro, p á l i d o y demacrado, que demostraba las huellas de su enfermedad, se coloró l i geramente al sentir l a a p r o x i m a c i ó n de su amante. Quiso dirigir su m i r a d a m e l a n c ó l i c a y grave hacia &5 pero por no encontrarse con l a suya p e r m a n e c i ó con los ojos bajos. Aunque conoció que Rafael estaba allí frente á ella y d e v o r á n d o l a con l a vista, siguió silenciosa y sin dar muestras de sentirle. — ¡Qué frialdad ! ¡ O h 1 ¡ n i aun me m i r a l dijo n n s i e l v 3° eu d e s a l e n t á n d o s e a l g ú n tanto. — 118 — L u e g o , a d e l a n t á n d o s e dos pasos, e x c l a m ó con un acento embargado por l a e m o c i ó n mas v i v a : — ¡ Honorata! — i A h ! ¿ sois vos, Rafael ? dispensad, no os habia visto, dijo l a condesa como d i s t r a í d a y fingiendo una i n d i f e r e n c i a que estaba m u y lejos de sentir. A l o i r aquellas palabras ceremoniosas y de pura etiqueta, e l pobre j o v e n medio desfallecido cayó en u n sillón que acaso para él estaba colocado junto á l a cama. A p o y a n d o l a frente entre sus manos y sin ocultar su desconsuelo, e x c l a m ó : — ¡ O h Dios m i ó ! Dios m i ó ! he perdido su a m o r ! . . . L a condesa tuvo que contener con su mano los ardientes latidos de su c o r a z ó n y estuvo á punto de asegurarle lo contrario ; empero, aun h a l l ó fuerzas en su a l m a para continuar en su papel de indiferente y a d q u i r i r de aquel modo l a completa certidumbre de que era amada como siempre. S u m i r a d a h u b i e r a delatado inmediatamente sus sentimientos ; por eso s i g u i ó m i r a n d o como distraída las labores de l a m a g n í f i c a colcha de damasco. Rafael, resentido por aquel silencio y perdiendo casi l a esperanza de u n a r e c o n c i l i a c i ó n , se levantó y dijo con u n tono de voz alterado por l a emoción y l a angustia : — ¡ M a ñ a n a parto de l a corte, acaso no nos volvamos á v e r ! . . . ¿ T e n é i s a l g u n a cosa que mandarme? — ¡Os deseo feliz v i a j e ! . . . m u r m u r ó l a condesa sin poderse contener y p r ó x i m o á brotar de sus ojos u n m a n a n t i a l de l á g r i m a s . — 119 — _ j Adiós para siempre!... exclamó el joven d i r i giéndola una mirada dolorosa. j Adiós!... balbuceó Honorata dándole l a mano, que el adolescente se apresuró á estrechar en las suyas cubriéndola de besos y de lágrimas. En aquel momento sus miradas se encontraron; el llanto largo rato contenido, brotó con ímpetu de sus ojos, y los sollozos embargaron su voz. Rafael cayó de rodillas al pié del lecho y continuó estrechando con delirio la diestra de su amada, que ella le abandonó por completo. La reconciliación estaba hecha. ¿Qué mas nos resta que decir? L a conversación de dos amantes será muy grata, tendrá para ellos mucho ínteres y muchos encantos, mas para los que l a oyen siempre es frivola é insustancial. Esta idea me impulsa á no referir palabra por palabra, sino en resumen, todas las quejas que se dieron y todas las protestas de ternura y de mutua y seguida lealtad. Rafael alcanzó de Honorata que le perdonase lo que él quiso llamar un momento de extravío,y que iba á expiar cruelmente en una ausencia penosa y en la triste soledad á que le condenaba su padre por via de castigo. Honorata trémula de gozo volvió á recibir el retrato y el anillo, prometiendo a instancias de Rafael que procuraría abreviar su casamiento haciendo que c e ? a s e e l destierro que le imponían. En tan agradable y amistosa reconciliación fueron — 120 — sorprendidos por la marquesa y el doctor, los que no pudieron menos de confesar que l a fisonomía de l a enferma había sufrido u n cambio notable avanzando r á p i d a m e n t e á una convalecencia feliz. L a marquesa mirando con ternura á los amantes exclamó : — ¡ O h ! el amor hace milagros!... CAPITULO XVI RESUMEN. E n este capítulo no me propongo hablar determinadamente de uno ó mas personajes; voy á presentar en resumen la situación de todos los que figuran en m i novela, porque han de pasar quince dias sin que la mas p e q u e ñ a nube altere su tranquilidad. E m p e z a r é diciendo á mis amables lectores, que Rafael abandonó la corte el dia y hora en que su padre tenia determinado; no sin exhalar algunos suspiros en memoria de aquellos dos caros pedazos de su alma, porque él continuó en la idea de que amaba del misma modo á Honorata que á Flor del Espino ; creíase víctima de una extraña anomalía y de igual manera consagraba á ambas sus recuerdos. Desde luego s u buen juicio le indicó que solo u n í — 121 — podia ser su esposa, en cuyo caso y atendiendo á la conveniencia y razón social, optó por l a condesa sin olvidar por eso á Flor del Espino, aunque se resignó no verla n i hablarla. a En este estado prosiguió su marcha al castillo de Pinares. Honorata avanzó con rapidez en su convalecencia, volviendo á brillar en sus mejillas el sonrosado color de la salud y la felicidad, y en sus ojos l a calma pura y apacible de quien por fin tras largos dias de tor­ menta ve asegurado en su pecho el iris de la bo­ nanza. El marqués de Pinares, enérgico y activo en sus decisiones, y dispuesto á cortar de raíz el abuso que venia ejerciéndose en su casa, dio parte á la autoridad competente y delató, si no á los culpables, á sus cómplices por lo menos Ataúlfo y Atocha, los cuales fueron presos en el j a r d í n y cogidos con pruebas evidentes de su culpabilidad. También indicó el m a r q u é s como punto de r e u n i ó n de los bandidos la hostería de la calle de Lavapiés ; pero esta se encontró cerrada no dando nadie razón del paradero de la Corneja, n i de los demás mora­ dores de la casa ; sin embargo, la autoridad se en­ cargó de seguirles la pista. Entre tanto Flora suspendió todo plan de ataque Wntra sus inocentes víctimas ; dio una tregua ó su °dio y se dedicó con ardor á conquistarse l a confianza fc i I aprecio de la familia de Pinares y de Honorata, a c a s a d i o en visitar con mucha frecuencia. — 122 — Nadie sospechó sus verdaderas intenciones n i su falso doblez, siendo siempre recibida con deferencia y atención ; solo l a anciana paralitica doña Juana la m i r ó con cierto recelo, e m p e ñ á n d o s e en sostener que l a baronesa y l a princesa eran una misrna persona, lo cual su familia calificó de maniática aprehensión, no propasándose á darle crédito. Pereival, repuesto de su accidente, recobró la salud, pero no su entera r a z ó n . Los remordimientos y el terror llegaron á embargarle por completo, y tenia momentos de verdadera imbecilidad, por lo que su esposa se vio obligada á tenerle siempre encerrado en su aposento. López y G e r m á n no perdian el tiempo ; enterados perfectamente de todas las intriguas y secretos de F l o r a , se apoderaron de los caudales y de las cuantiosas rentas que recibía como princesa de sus estados de Italia, y con el pretexto de emprender grandes especulaciones en beneficio de l a casa, iban desapareciendo de las arcas y llenando sus bolsillos particulares. L a Corneja p e r m a n e c i ó escondida en el solitario y sombrío palacio de F l o r i n i , de donde salia alguna vez con objeto de visitar á Ataúlfo en l a cárcel y gestionar acerca de su libertad. Iba completamente disfrazada con su enorme peluca, sombrero y vestida con elegancia, aparentando una anciana y desgraciada señora á quien u n impulso de compasión la hacia visitar los presos de l a cárcel. Por supuesto que en l a causa de Ataúlfo quedó muy — 123 — mal parada la princesa, igualmente que en la que se siguió con motivo de haber hallado en el sótano al conde de Cinkar, su criado y doña Tecla. Todos declararon contra ella, y ante pruebas tan evidentes, no hubiera podido librarse si su astucia no la sugiere tan feliz estratagema. Al abrigo de su disfraz y de su nuevo nombre, se propuso continuar su plan de venganza, exterminando á las personas que la estorbaban en el mundo. Ya había puesto el pié en la senda del crimen; ciega, por el orgullo y el odio que la dominaban, y enteramente desposeída del auxilio de la fe cristiana y de la sublime religión que tantos culpables aparta del precipicio, no se detuvo en su camino y continuó impertubable sin que m i aun el freno de l a conciencia refrenara sus malos instintos. Dejémosla, y vamos á ver á l a Colasa. La infeliz prendera, narcotizada por Carlos, no despertó de su profundo sueño hasta las veinticuatro horas; por consecuencia cuando empezó á volver en si, eran las doce de la siguiente noche. Entorpecida su razón por el funesto líquido, nada recordó al pronto n i en toda la noche. Al abrir los ojos vio la l á m p a r a que alumbraba el dormitorio, y sintiendo que el reloj daba las doce, creyó buenamente que hacia dos ó tres horas que. se habia acostado; por lo cual volvió á recogerse entre las ropas. Quiso conciliar el sueño de nuevo, pero sintiéndose atormentada por la debilidad, volvió á incorporarse. —m — Afortunadamente l a criada habia puesto sobre la mesa de noche u n gran vaso de leche con vizcochos, que l a prendera tenia costumbre de tomar casi siempre cuando se acostaba. Esto la confirmó mas en la única idea que le ocurrió á su ofuscada i m a g i n a c i ó n . Por lo tanto, satisfaciendo l a necesidad de su estómago, volvió á dormirse no con el s u e ñ o letárgico y pesado de que acababa de despertar, sino con l a tranquila naturalidad de siempre. Amaneció el siguiente dia sereno, espléndido y hermoso. U n sol claro y refulgente empezó á iluminar l a solitaria calle de Segovia. Serian apenas las seis de l a m a ñ a n a cuando la puerta de l a Colasa se estremeció a l brusco llamamiento de u n hombre bajo y grueso. Mis amables lectores de La Pastora del Guadiela, reconocerán en este nuevo personaje al grosero alquilador de muebles que, en u n i ó n de Colasa y otros acreedores, hicieron pasar un rato tan fatal al infeliz conde del Palancar, padre de Flora, lo que indudablemente aceleró su muerte, causándole el grave accidente de que y a tienen conocimiento. E n l a idea, pues, de que y a le conocen, advertiré ú n i c a m e n t e que á l a sazón tiene diez y ocho años mas, frisa en los sesenta y sin embargo se conserva fuerte, robusto y con el mismo carácter brusco y poco caritativo con que le presentamos l a primera vez. S i n cuidarse de lo intempestivo de l a hora, y de que despertaba á los d e m á s vecinos del barrio, sigum — 125 — dando fuertes golpes unas veces con el llamador de la puerta y otras, apurada su paciencia, con el grueso bastón que le servia de apoyo. Á tan impensado ruido despertó l a Colasa frotándose los ojos, se arrojó de l a cama, y vistiéndose lo mas de prisa que pudo, salió á ver q u i é n era el importuno que tan á deshora llegaba á interrumpir su sueño. — ¡ Abrid con m i l diablos! ¡soy y o ! gritó el antiguo alquilador de muebles á l a interpelación que l a prendera le hizo desde el interior de l a tienda. — ¿Sois vos, señor Judas? ¿ q u é se os ofrece tan de mañana para que v e n g á i s alborotando de ese modo? — Ya podéis conocerlo • vengo por los diez m i l duros que tenéis mios y que debisteis entregarme ayer; pero, ya se ve, os estuvisteis todo el dia durmiendo y yo vine mas de diez veces. ~ ¡Estáis loco! si no me a p a r t é de l a tienda. — ¡Sí! entonces os esconderiais al verme venir, porque la muchacha me contestaba : j L a señora está durmiendo y tengo orden de no despertarla I — ¡ Habrá bachillera! ven a q u í . La rolliza fámula se acercó sin saber lo que pasaba. — ¿Vino ayer el señor Judas? l a p r e g u n t ó l a Colasa. — Sí, señora, muchas veces. - ¿ Y dónde estaba y o ? — u l a cama. £ ~~ izamos, me van á volver el j u i c i o l ¡ n o sabes ^quetedicesd... — 126 — — H e dicho l a v e r d a d . E l s e ñ o r i t o se m a r c h ó de caza ayer a l amanecer y me dijo que h a b í a i s pasado m a l a noche y que no os despertase hasta que vos lo hicierais. — ¿ Y me estuve d u r m i e n d o todo el d i a ? — i T o d o ! yo e n t r é varias veces, y siempre duerme que d u e r m e . Tanto, que por l a noche, serian las once, os d e j é u n vaso de leche con vizcochos, y me fui á la cama. L a Colasa se q u e d ó pensativa, y poco á poco fué d e s p e j á n d o s e su i m a g i n a c i ó n de las nieblas que la ofuscaban. De pronto p r e g u n t ó : — ¿ Y c u á n d o h a vuelto Carlos? — Esta noche no h a d o r m i d o en casa. — I S i me h a b r á e n g a ñ a d o ! m u r m u r ó l a prendera d á n d o s e u n a palmada en l a frente. — Vamos, s e ñ o r a Colosa, yo nada tengo que ver con vuestros asuntos y estoy perdiendo u n tiempo precioso, dadme los diez m i l duros, pues tengo necesidad de entregarlos h o y á las ocho. — T e n é i s r a z ó n , s e ñ o r Judas ; venid por ellos. L a prendera h a b i a empezado á recordar todo lo pasado, y cuando l l e g ó á su h a b i t a c i ó n , u n temblor g e n e r a l i b a a p o d e r á n d o s e de sus miembros. Buscó en los bolsillos de su vestido la llave del a r m a r i o , y e n c o n t r á n d o l a en el mismo donde l a ponía siempre, se t r a n q u i l i z ó a l g ú n tanto. E n t r a en l a alcoba, abre el a r m a r i o , y apretando e l resorte, se p r e s e n t ó e l cajón secreto completamente vacío. — 127 r La pobre mujer, medio loca, y por asegurarse mas de la espantosa verdad, metió ambas manos en su fondo, al propio tiempo que exhalando un grito espantoso cayó en una silla que crujió al peso de su cuerpo. ¿Qué sucede? p r e g u n t ó el alquilador entrando en el dormitorio. _ |Soy perdida!... ¡ m e han robado 1... ¡ y vuestros diez mil duros t a m b i é n ! . . . — ¡Infame usurera! ¿pretendes e n g a ñ a r m e con esa comedia?... No lo conseguirás; ahora mismo voy á presentar el pagaré á l a justicia y que te vendan bástala camisa... El señor Judas salió furioso á cumplir su amenaza en tanto que la infeliz mujer seguía gritando : — ¡Soy perdida!... ¡soy perdida!... La autoridad atendió como era natural la justa petición del señor Judas, embargando todos los muebles y efectos de la p r e n d e r í a , con lo que apenas pudo cubrirse la suma consabida. Cuando la Colasa se vio en l a calle sin mas traje que el puesto y siendo l a mofa de todos los vecimos, fué acometida de un accidente. Todos la conocían por una usurera sin conciencia; por lo cual nadie quiso recogerla en su casa, y en tan lamentable estado, fué conducida al hospital. No fué de las últimas la señora Gervasia en salir á Presenciar el despojo de la maja de rumbo de las billas, como llamaban á la Colasa. Con una risilla asaz irónica y maliciosa, murmur a la astuta vieja : — (28 — j a q U e S e i t a ' * ' - ; " 4 casar con i C a r i t o s ! . . . H a hecho u n negocio soberbio., , „ m u j e r ! ; muchas veces las ilusiones nos ciegan e sentido!... ° e P b e i CAPÍTULO X Vi I CONTINÚA EL ANTERIOR. A l salir e l conde de G i n k a r de casa de l a marquesa del R i o apoyado en e l robusto brazo de Ruderico, p r e g u n t ó á su fiel criado : — ¿ Q u é te h a parecido el encuentro? — N o m u y bueno, s e ñ o r . — ¿ Q u é dices? ¿ a c a s o no te h a n bastado las explicaciones con que P e r e i v a l h a desvanecido nuestras sospechas? — H u b i é r a n m e bastado sin u n a circunstancia. — ¿Cual? — ¿ R e c o r d á i s su c o n v e r s a c i ó n con l a princesa ? — Perfectamente. — ¿ Y no t e n é i s presente que a l referirle su histor i a , hizo m e n c i ó n varias veces de u n a n i ñ a que llevaba de l a m i s m a edad que vuestra h i j a ? — Tienes r a z ó n . —- E s a c i r c u n t a n c i a , ha tenido Pereival precaución — 429 — de callarla, y no se comprende como l a fingida p r i n cesa iba otra vez á servirles de criada, llevando u n a niña de pocos meses, y e x p o n i é n d o l a á los peligros de tan larga n a v e g a c i ó n . — Has despertado en m i alma con t u oportuna observación una sospecha que estaba m u y lejos de abrigar. __Yo creo desde luego que hay misterio ; y esos barones de Pereival deben tener con esa aventurera vínculos mas estrechos que los que h a n querido s u poner. — Viviremos prevenidos. Mucho nos conviene tratarlos á fondo y frecuentar su casa. T ú me acompañarás siempre, con el pretexto del reuma que no me permite manejarme. Así q u e d á n d o t e fuera algunas veces, podrás observar y hacerte amigo de alguno de los criados. — No me d e s c u i d a r é . — Ahora vamos á casa, escribiremos á t u padre para que active cuanto antes las diligencias que le tenemos encargadas. — Eso va á ser u n golpe terrible para l a farsanta. — ¡ Oh! sí; y afortunadamente, para que todo sea mas breve, l a fragata Santa Rita está en el puerto de Cádiz. Conseguimos los documentos necesarios que acrediten la defunción de m i esposa, y se hace inmediatamente que en los estados de F l o r i n i se tenga á esa mujer por una usurpadora aventurera, l o q u e no podrán menos de creer a c o m p a ñ a n d o las pruebas de l o que aquí ha pasado, y de ese modo cesa de percibir — 130 — las rentas, y acaso logremos apresar a l encargado de cobrarlas haciendo nos descubra d ó n d e se oculta la farsanta. — i O h ! j h a sido u n a idea m a g n í f i c a ! y no p o d r á escapar d e l lazo. E l conde y Ruderico c o n t i n u a r o n en su confidencial conversación. Pasaron muchos dias, en los cuales h i c i e r o n algunas visitas á F l o r a ; esta siempre los r e c i b i ó con l a m a y o r finura, siguiendo su táctica de i n s p i r a r confianza para poder h e r i r d e s p u é s con m a y o r s e g u r i d a d . E n t r e tanto Rosa y F l o r d e l Espino, contratadas en e l teatro, estaban l l a m a n d o l a a t e n c i ó n de toda, l a corte y a d q u i r i e n d o como cantantes u n a fama u n i versal, tan justa como merecida. Confesaron francamente su triste posición y sus desgracias a l e m p r e s a r i o ; este las p r o t e g i ó y desde luego las hizo habitar e n su m h m a casa con objeto de l i b r a r l a s de c u a l q u i e r tentativa por parte de l a Corneja y sus c ó m p l i c e s . De todos sus amigos y conocidos, e l primero que supo su casa y l a n u e v a carrera que con tan buen é x i t o h a b í a n e m p r e n d i d o , fué Sebastian. L e dejamos a l finalizar e l c a p í t u l o iv en casa de su maestro, y ambos con d o ñ a A u r o r a sumamente tristes por l a d e s a p a r i c i ó n d é l a s n i ñ a s , ü e s d e e l siguiente d i a no cesaron sus indagaciones, que por desgracia fueron infructuosas. L a casualidad se e n c a r g ó , cuando menos l o esper a b a n , de satisfacer s u ardiente anhelo. — 131 — Una tarde hallábase Sebastian en su gabinete de estadio concluyendo u n retrato p e q u e ñ o ; don Constantino leía atentamente unos papeles de familia que su madre le habia entregado. % Hubo de concluir sin duda, porque levantando l a cabeza dijo á su discípulo : — ¿ Está ya ese retrato ? — S í ; y en verdad que no sé q u é hacer, tenemos aquí estos tres sin poder terminar n i n g u n o . — En la cuñada de l a marquesa del Rio no e x t r a ñ o la ausencia; c o n t i n u a r á enferma; pero ese caballero es particular no haya vuelto por a q u í . — y mucho mas teniendo y a pagado el retrato. — Doble motivo para e x t r a ñ a r l o . E l de esas infelices niñas, creo no se t e r m i n a r á . — ¿Por qué decís eso, m i querido maestro? — Cuando no han vuelto por a q u í , lo cual era nuestra única esperanza, n i por mas esfuerzos que empleamos se averigua su paradero, me figuro si las tendrán encerradas ó las h a b r á n sacado de M a d r i d . Sebastian bajó l a cabeza con abatimiento, d e s p u é s de haber fijado en e l retrato de F l o r del Espino una mirada dolorosa. Don Constantino c o n t i n u ó : — Y mi madre no cesa de contemplarlas, y tiene la fatal aprehensión deque son hijas de su hermano. ~ ¡Quién sabe si s e r á cierto su presentimiento! — Aquí me ha hecho examinar todos estos papeles que refieren su historia, en los cuales solo veo que, P°r la severidad con que era tratado por su madrastra, — 132 — se escapó de la casa paterna, viniendo á la corte donde algún tiempo después se casó con una joven modista. Este casamiento, como todo lo que él hacia fué á disgústenle sus padres. Al poco tiempo de casado, se supo había muerto dejando dos niñas. Estas son las únicas noticias que tienen. Cuando mi madre vino con mi padre y conmigo á establecerse á la corte, hizo varias indagaciones por descubrir el paradero de la viuda y las niñas, y hasta hoy han sido tan infructuosas, como las nuestras por encontrar á Rosa y Flor del Espino. — ¿Y en qué se funda para creer á éstas hijas de su hermano? — En el parecido, que ciertamente es admirable, y en un vago presentimiento de su corazón. — ¿ Tenéis el retrato de él ? — Sí, mírale. Sebastian le miró y pasmado de la semejanza de aquel rostro expresivo y enérgico con la fisonomía igualmente interesante de Rosa, no pudo menos de exclamar : — ¡Oh! ¡ casi estoy por abrigar su creencia! — ¿Tú también? — ¡ Si es la misma fisonomía!... ¡ los mismos rasgos, la expresión, todo !... Mirad !... — Ya lo veo, pero muy bien puede ser obra de la casualidad. — Desdeluego esasniñas no son hijas déla Corneja. Esta infame mujer las robó en Paris, y es preciso á todo trance averiguar su origen y el nombre de sus padres. — 133 — Lo primero es encontrarlas á ellas, dijo don Constantino. _ ¡ Aquí e s t á n ! e x c l a m ó dona A u r o r a penetrando en el gabinete con llosa y F l o r del E s p i n o . Nuestros lectores se i m a g i n a r á n l a escena que seguiría á tan impensada p r e s e n t a c i ó n . Todo fueron plácemes y felicitaciones, e s t r e c h á n d o s e desde aquel momento las relaciones entre tan amables personas de una manera í n t i m a y cordial. — Nosotros v e n í a m o s á concluir e l retrato, dijo Rosa después de algunas explicaciones, cuando nos liemos encontrado á esta s e ñ o r a en l a escalera, notando con sorpresa que nos m i r a b a con demasiado i n t e r é s . — j Como que se figura si s e r é i s sus sobrinas! exclamó don Constantino. — ¡Oh! ¡si fuera v e r d a d ! seria u n a dicha inmensa para nosotras, contestó F l o r del Espino. Rosa, á instancias de d o ñ a A u r o r a , refirió toda su historia, la que los dejó en l a misma duda, sin poder aclararlacerteza de sus sospechas. Solamente quetodcs adquirieron por su relato, y lo ocurrido d e s p u é s , l a convicción de que no eran hijas de l a Corneja. Sebastian, en cuyo hermoso semblante se notaba la mas plácida a l e g r í a , no pudo contener los i m p u l sos de su alma, y sin poderlo remediar, sus ojos se fij^on con adoración en F l o r d e l E s p i n o . La candida n i ñ a sintió el fuego de aquella m i r a d a , adivinando el sentimiento d e l adolescente, a l cual P°diacorresponder por hallarse comprometida con su idolatrado Rafael. n o 4* — 134 — Rosa, cuya natural franqueza era tan expansiva, y no sabiendo ocultar sus inclinaciones, p r e g u n t ó á Sebastian por Carlos. — Hace algunos diasque nole veo, contestóel joven. Las mejillas de Rosa se coloraron ligeramente, porque en aquel momento advirtió una mirada profunda y melancólica que don Constantino habia fijado en ella. Por supuesto que el retrato no se concluyó aquella tarde; Rosa y F l o r del Espino se marcharon habiendo antes informado á sus nuevos amigos de l a casa donde viviau y el teatro en que estaban contratadas. No aceptaron ninguno de los ofrecimientos de tan generosa familia, ú n i c a m e n t e el que Sebastian y su maestro las hicieron de i r todas las noches á aplaudirlas. C A P I T U L O XVIII LA QUINTA DE V A L L E - REAL. Abandonamos l a corte, lectores mios, y vamos por unos dias á distraer nuestra imaginación en las r i s u e ñ a s m á r g e n e s del caudaloso Tajo. E n un hermoso valle que, ya por la fecundidad y lozanía de su suelo ó porque en ól tienen su casa solariega los marqueses de "Valle-Real, lleva este — 135 — mismo nombre, se alza elegantemente construida ana pequeña casita, compuesta de piso bajo y p r i n cipal. Blanca como l a nieve, y con persianas verdes en las ventanas y balcones, hállase rodeada de un jardín que resguarda apenas u n ligero enverjado de madera. Desde la puerta de la casa hasta l a entrada del jardin, hay emparrado que forma una hermosa y entoldada calle donde solo penetra el sol á través de los verdes y lozanos p á m p a n o s que guarnecen la techumbre. A l pié de las parras, y de trecho en trecho, brotan magníficos rosales y caprichosas plantas de enredaderas, que entrelazándose á los troncos vecinos, y ostentando su multitud de campanillas de varios colores, forman de aquel sitio por su frescura y belleza un paseo encantador. i m Acorta distancia cruza el rio Tajo, en cuya amena orilla se elevan frondosos á l a m o s , creciendo en derredor infinitas florecillas y yerbas olorosas que perfuman el ambiente con su preciado aroma y ofrecen al cansado pié del caminante blanda alfonbra, al propio tiempo que le resguardan de los ardientes rayos del sol. Apenas la aurora se anunciaba tornasolando el cielo por la parte de oriente con sus brillantes y arrebolados celajes, cuando ya se notaba en Vallefteal movimiento y animación. Los pastores conducían sus ganados al pasto, y en l a P u e f l a de la quinta habia varios criados haciendo P'eparativos como si esperasen al dueño de la casa. — 136 — E n el espacio dejaba a d m i r a r u n a z u l e s p l é n d i d o y majestuoso l a p u r í s i m a y despejada a t m ó s f e r a , susurrando d o q u i e r a u n a brisa dulce y suave, que mov í a ligeramente las copas de los á r b o l e s donde m i l canoras avecillas entonaban melodiosos himnos saludando á l a rosada aurora. ¡ C u a n bello aparece el campo en l a madrugada de u n hermoso d i a ! ¡ O h ! ¡ cuan sublime cuadro nos presenta l a naturaleza en el ameno paraje que acabo de bosquejar ligeramente y en el que he pasado m i infancia y parte de m i j u v e n t u d ! U n a grave e m o c i ó n i n u n d a e l a l m a a l escuchar l a sonora a r m o n í a d e l r i o que m u r m u r a blandamente, de las aves, los céfiros, e l acompasado paso de los ganados y e l balar de los corderos, u n i d o á los balsámicos olores que exhalan las plantas y odoríferas semillas de l a r i b e r a . | Toda c r i a t u r a que en su pecho aliente l a fe r e l i giosa, no p o d r á menos de bendecir conmovida l a mano omnipotente que da impulso á u n a vegetación tan lozana y esplendorosa y nos presenta reunidas tantas y tantas maravillas l . . . U n criado i b a á entrar en l a q u i n t a con u n gran tarro de leche, cuando se p r e s e n t ó u n e r m i t a ñ o venerable tanto por su a n c i a n i d a d , su luenga y blanca barba, como por el austero sayal que le servia de traje. — Buenos d í a s , padre Anselmo, dijo e l pastor con respeto a l e r m i t a ñ o , ¿ q u e r é i s u n vaso de leche? A h o r a e s t á recien o r d e ñ a d a y os g u s t a r á . — 437 — Gracias, Antón, acabo de desayunarme. — Como siempre, a l g ú n mendrugo de p a n negro, hé? — ¡Lo que Dios me da ! amiguito, vivo de las l i mosnas y me mantengo con lo que l a santa caridad tiene á bien proporcionarme. — Pues en adelante con los nuevos s e ñ o r e s que vienen á la quinta no os i r á m a l . _ ¡ S í ! ¿ q u é me cuentas ? ¿ Conque por fin vienen á habitar esta hermosa casa que tanto tiempo lleva desierta? — Sí, señor. — ¿Y quiénes son ? ¿ se sabe ? —• No os puedo decir su nombre, padre Anselmo. Únicamente me han dicho que una princesa h a comprado la casa, y que viene á pasar en ella u n a temporada y á disfrutar los aires d e l campo u n a hija de esta señora, á la cual a c o m p a ñ a n su aya y u n a doncella. En este momento las estamos esperando. A y e r se recibió aviso de que no se d e t e n í a n en toda l a noche con objeto de estar a q u í de madrugada. — ¡En ese caso no deben tardar ! . . . El pastor tendió u n a m i r a d a á l o largo del camino y exclamó : ~ ¡Pero calla ! ¿ N o es aquel bulto que se ve á lo lejos un coche? A l a derecha del olivar. — No puedo asegurarlo, hijo m i ó ; ¡ m i vista a l anza tan poco!... contestó e l anciano e r m i t a ñ o . E l l o s s o n a v i 7" soál o s > no hay d u d a ; v o y corriendo á dar el demás criados. - 138 — E l pastor, volviendo á coger su tarro de leche que habia dejado en el suelo, echó á correr por las habitaciones interiores gritando como un loco : — | La s e ñ o r i t a ! ¡ l a s e ñ o r i t a ! E l e r m i t a ñ o fué á sentarse junto á u n árbol en un sitio desde donde los viera pasar contemplando á su sabor á los nuevos habitantes de l a casita del valle. Efectivamente, el coche de Carlos avanzando rápidamente llegó á pararse á l a puerta del j a r d í n . Carlos, a p e á n d o s e el primero, dio l a mano á Edelm i r a , dejando al lacayo el cuidado de hacer lo propio con el aya y L i s a . Cogidos del brazo los enamorados jóvenes se internaron por l a hermosa y entoldada calle, encontrándose á poco en l a p e q u e ñ a glorieta donde se hallaba situada l a entrada principal de l a casa. — I Oh ! ¡ q u é magnífico ! ¡ q u é bella posesión es esta!... dijo Edelmira dejándose caer en un banco de madera inmediato á u n rústico cenador. — j P o é t i c o ! ¡ s u b l i m e ! ¡ á tu lado pasaría aquí toda m i vida ! m u r m u r ó Carlos sentándose junto á la n i ñ a , cuyo semblante se coloró ligeramente, ignoro si por l a g a l a n t e r í a de su amante ó por el temor de que lo hubiese oido el aya que con Lisa los seguía á corta distancia. U n hombrecillo p e q u e ñ o y regordete, que ejercía las funciones de mayodormo ó administrador de la quinta, salió á c u m p l i m e n t a r á su joven ama poniéndose con los d e m á s individuos de l a servidumbre á su disposición. — 139 — L a sencilla y amable E d e l m i r a le d i s p e n s ó de toda etiqueta, i n d i c á n d o l e deseaba se sirviese u n ligero desayuno en aquel cenador que tenia á su derecha cubierto de verde follaje. E l mayordomo d e s a p a r e c i ó á c u m p l i r esta orden y dona Crispina, medio r e f u n f u ñ a n d o y de m a l humor, se sentó cerca de ellos y e m p e z ó á hacer i n c l i naciones con l a cabeza, lo c u a l demostraba que el cansancio y el s u e ñ o no l a p e r m i t i a n tenerla erguida. Lisa con este motivo hizo á los amantes u n signo m a licioso, y E d e l m i r a , c o m p r e n d i é n d o l o a l momento, se apresuró á decir ; — Doña Crispina, retiraos si g u s t á i s á descansar ; en vuestros a ñ o s , l a mas leve fatiga hace mas i m p r e sión que en nosotras. — Aprovechando vuestro permiso , v o y i n m e d i a tamente á meterme en l a c a m a . V o s , d e b é i s t a m b i é n estar cansada ; desde ayer tarde caminando y en u n a misma postura, es demasiado molesto... — No lo creáis, aya m i a ; para m í este viaje h a sido, mas que fatigoso, recreativo, y teniendo por término una perspectiva tan agradable como l a que desde aquí se disfruta, es el colmo de l a d i c h a . — Bien; si en ello g o z á i s , corriente. Y o no puedo cota el sueño. — Adiós, pues; descansad. — ¡La Magdalena te guie ! . . . m u r m u r ó Carlos gozoso cuando el aya d e s a p a r e c i ó de su vista. — Si estorbo yo t a m b i é n , me m a r c h a r é , dijo L i s a . "~ Tú nos servirás el desayuno, repuso E d e l m i r a . — 140 — Desde aquel momento los enamorados jóvenes se entregaron á su regocijo y a l placer de estar libres sin importunos testigos. Entre tanto el e r m i t a ñ o que habia pensado aquel dia retirarse sin limosna, se fué acercando poco á poco con vacilante paso y apoyado en su enorme báculo. — ¡ M u y buenos dias, s e ñ o r i t o s ! m u r m u r ó . ¡ Una limosna para l a santísima V i r g e n de Villaverde !... — ; Qué decís, buen hombre! exclamó Edelmira asombrada. ¿ acaso l a V i r g e n pide limosna? — L a imploro en su nombre para sostener el culto en su sagrada ermita que tengo á m i cargo. — I Tan pobre está !... — ¡ O h ! ¡ m u c h o ! . . . Desde que m u r i ó l a desgraciada y noble señorita que habitaba esta quinta y el ú l t i m o vastago ele l a ilustre casa de Valle-Real, que eran los que con sus cuantiosas limosnas sostenían el culto, nadie acude á depositar una moneda en el cepillo, y apenas con lo que puedo adquirir en los pueblos inmediatos basta para mantener ardiendo la l á m p a r a , y efectuar alguno que otro indispensable reparo en el santuario. — ¿ Y q u i é n e s eran esos señores que habéis mencionado? p r e g u n t ó Carlos. — ¡ A l recordarlos, señor, no pudo menos de llorar ! es una historia m u y dolorosa l a suya, replicó el e r m i t a ñ o limpiando con el revés de su callosa mano dos l á g r i m a s que rodaron por sus mejillas. — ¡Yo quisiera saberla !,.. m u r m u r ó Edelmira. — 141 — __El buen ermitaño nos la contará, ¿no es verdad? dijo Carlos. Con mucho gusto; pero es para despacio. — En ese caso, iremos tocias las tardes á la ermita y nos la contaréis, dijo Edelmira. Con eso visitaremos ala santísima Virgen, haremos restaurar su santuario, dedicando una buena suma para restablecer el culto. — ¡ El cielo os lo premiará, uoble señora! murmuró el anciano trémulo ele gozo. — Sí, añadió Carlos, yo también uniré mis auxilios y mis esfuerzos á los de esta señorita. — Y desde hoy, buen hombre, se apresuró á decir la joven, no volváis á pedir limosna en nombre déla Virgen, pues nosotros nos encargamos de atender á todo cuanto sea necesario. El pobre viejo, en su fervor religioso, no hubiera concluido nunca de bendecir y elogiar la generosidad de los nuevos habitantes de Valle-Real; pero Carlos, deseando alejarle, le dijo : — Id descuidado, y esperadnos esta tarde á la caída del sol. — ¿No estará muy lejos la ermita, lié? preguntó Edelmira. — Desde aquí se distingue ; vedla en la cúspide de aquel cerro. ~ Cien, bien ; adiós, no fallaremos. El pobre viejo, llorando de alegría, se despidió ™n mil cumplimientos de sus nuevos favorecedores. tos prosiguieron su interrumpido desayuno, que P^ció delicioso. e s _ — 142 — ¡ O h , q u é feliz s o y ! m u r m u r a b a E d e l m i r a ¡ n u n c a he disfrutado u n a d i c h a semejante. Este sitio encantador, este desayuno a l a i r e l i b r e , escuchando á l o lejos e l m u r m u r i o d e l r i o y sobre nuestras cabezas e l gorjeo de las aves, l l e n a m i a l m a de u n gozo indefinible. — ¿ Y te causa esto mas placer que m i presencia? l a dijo Carlos con u n a dulce m i r a d a . — T ú c o n t r i b u y e s á a u m e n t a r m i regocijo, y acaso s i n t u c a r i ñ o m e p a r e c e r í a esta soledad insoportable. E d e l m i r a tenia r a z ó n ; toda a l m a enamorada es p o é t i c a y h a l l a bellezas y p o e s í a e n cuanto l a rodea. CAPÍTULO LA ERMITA DE XIX. VILLA VERDE. R u e g o á m i s amables lectores, me dispensen si en m i n o v e l a censagro algunas l í n e a s en describir aunque l i g e r a m e n t e unos sitios m u y queridos de m i cor a z ó n . E s u n recuerdo de a m o r , ó mas bien u n tributo de g r a t i t u d , p o r q u e en ellos c o m e n c é á sentir; allí se i n s p i r ó m i a l m a : m i s p r i m e r o s cantos brotar e n c o n e l suave m u r m u r i o d e l Tajo, a l ambiente p u r í s i m o de sus riberas, y se a l z a r o n a l par de los gorjeos avecillas. que entre los á r b o l e s elevan m i l y m i l - 143 — La hermosa y dilatada vega, que por una licencia concedida al novelista me he permitido bautizar con el poético nombre de Valle-Real, se extiende á l a orilla izquierda del Tajo. Á la derecha y situada en una llanura, se halla una alegre y bonita villa á l a cual daré su verdadero nombre, siquiera sea porque corra unido con el m i ó . Llámase Villamanrique de Tajo. Empero, como no es m i á n i m o detenerme en este pueblecito, le saludaremos de lejos como á un antiguo conocido, y atravesando el rio iremos á visitar otra vez el sitio donde quedaron nuestros enamorados jóvenes. Según habían prometido por la m a ñ a n a , salieron de la quinta á las cuatro de l a tarde con dirección á la ermita. Mientras atraviesan l a no larga distancia que los separa, diremos dos palabras acerca del santuario. Se encuentra situado en l a cima de una p e q u e ñ a eminencia, casi en la falda de la interminable cordillera de montañas que desde este punto sigue hasta internarse en los montes Carpetanos. Á su pié, se desborda impetuoso el rio Tajo, formando entre aquellos riscos una confusa a r m o n í a su p l a ñ i d e r o sonido con los ecos de la m o n t a ñ a y el continuo gem i r C a d de los vientos y las aves. * 1 t o d o 1 u dr n a e l terreno que circunda l a ermita, es á r i - fl °* °r de perfumado cáliz brota en tan pe^ o s o s peñascales. 1 Lúas vegas tan hermosas, tan dilatadas y tan es- — 144 — tériles!... ¡ Duéleme decirlo! y sin embargo, es la verdad. El caudal de aguas tan inmenso que las cruza solo sirve para destruir y aniquilar mas y mas sus pobres frutos con sus continuas avenidas, cuando utilizado en un benéfico riego pudiera hacer de estos parajes el sitio mas bello y fructífero de España. I Triste destino ! los dueños de estas vegas no han encontrado todavía la mano generosa que convierta sus eriales en plácidos edenes, no obstante los muchos proyectos; mas como todas las obras útiles y buenas se llevan por desgracia con tanta lentitud, esta, que sobre hermosear una gran porción de nuestra España, llevaría al seno de infinitas familias la abundancia y la dicha, notendremosel placer de verla realizada. Mas... perdonadme, lectores mios ; olvidando un momento nuestra novela me he detenido, sin saber cómo, atraída acaso por mi amor al país que describo, en hablaros de cosas completamente ajenas á nuestro asunto. Volvamos otra vez; como á vgsotros solo os importa saber de nuestros interesantes personajes, os diré que llegaron al pié delcerro donde dejaron el carruaje. Como es natural, para ascender hasta la ermita y con objeto de que á la joven Edelmira se hiciera mas dulce la penosa cuesta, Carlos la ofreció el brazo. El aya y Lisa los siguieron un poco mas despacio. — ¿Sabes lo que he observado? dijo la primera á la traviesa doncella. — Si no me lo decís, doña Crispina, ¿cómo lo be de saber ? — 145 — — ¡Oh! sí, te lo d i r é , porque no me gusta mucho. — ¿Y qué es eso? — Que encuentro demasiado galante al m a r q u é s de Selva Verde con l a s e ñ o r i t a . — Eso nada tiene de particular. Son jóvenes y naturalmente han de consagrarse obsequios que á vuestra edad os parecen galanteos amorosos ; ¿ n o es esto lo que queréis decir ? — Sí; me has comprendido perfectamente ; y como conozco tu mucha p e n e t r a c i ó n , te indico m i pensamiento para que me digas si son ciertas mis sospechas. — Mas tarde acaso veamos alguna cosa; hoy cualquier juicio seria aventurado. — En eso tienes razón : apenas hace veinticuatro horas que se conocen y en este tiempo no han de haberse comprometido aun cuando se h a y a n enamorado; porque el amor es como una flecha, y o tengo buenos recuerdos allá de mis mocedades. — ¡ Y con todo eso p e r m a n e c é i s soltera! — Y qué quieres, ¡ hija ! calamidades de l a vida humana; ¡ perdí á m i novio en l a guerra y n i n g ú n otro ha sido de m i gusto ! . . . — ¡ Qué lástima! m u r m u r ó Lisa con malicia, casi todas las señoras que á cierta edad permanecen solteras es por igual causa que vos. Aunque y o supongo que muchas i n v e n t a r á n esa fábula por disculpar su perpetuo es-tado de celibatismo, sin que por esto deje d e creer que á vos os haya acontecido realmente. — No debes dudarlo, contestó l a solterona moriéndose los labios. TOMO II. s — 146 — — ¡ Oh! por supuesto, contestó Lisa con irónico gesto, -— Pero volviendo otra vez á nuestra señorita, yo debo hacer presente á la señora princesa cuanto nos ha ocurrido en el viaje y el compromiso que hemos adquirido con el señor marques; al propio tiempo no puedo prescindir de indicarle aunque de paso la observación que te acabo de hacer. — ¿Y qué le importará á la señora que su hija se enamore de un caballero tan distinguido como el señor marqués? ¡ y mucho mas no siendo ya su idea el hacerla profesar í — Sí; pero bueno es que lo sopa, y yo faltaría á mi deber y á las órdenes que tengo recibidas si no se lo comunicase. Á todo esto Carlos y Edelmira ya habían visitado la ermita y repelido infinitas veces al ermitaño sus promesas de contribuir con su protección al perpetuo culto de aquella pobre casa de la santa y milagrosa Virgen de Villaverde. — E l mismo ofrecimiento hicieron el joven marqués de Valle-Real y la desgraciada hija de don Gil. — Pero le cumplirían, preguntó Edelmira. — Durante su vida sí : al morir, sin duda como fueron tan desgraciados, no dejaron de su cuantiosa renta ni un leve recuerdo para esta pobre ermita. — ¡Su desgracia no era un pretexto para que se olvidasen de la Virgen!... — ¿Y qué queréis? ellos, ó no se acordaron, ó no lo pensaron así. — U7— — E n fin, que descansen en paz : ahora m i m a y o r deseo es que nos refiráis su h i s t o r i a , l a c u a l , sin saber por q u é , conceptúo m u y novelesca é interesante. — Juzgáis con mucho acierto, s e ñ o r i t a , dijo e l ermitaño. . y lleváis muchos a ñ o s en esta e r m i t a ? i n terrumpió d o ñ a Crispina. — Mas de cuarenta. — ¿ Seriáis u n n i ñ o ? — Nada de eso; otros tantos tenia cuando vine aquí. ¿ Os parece que no h a n pasado sobre m i calva frente ochenta inviernos ? — No los r e p r e s e n t á i s á fe. — Callaos, d o ñ a Crispina y dejadle que nos cuente esa historia, que tengo v i v a impaciencia por saberla. — Venid, pues, amables s e ñ o r a s , nos sentaremos en esta eminencia desde donde se descubre todo el valle y los sitios que mas' frecuentaron nuestros héroes. — ¡Y q u é perspectiva t a n hermosa se distingue desde a q u í ! dijo Carlos s e n t á n d o s e con su amada en la eminencia adonde los condujo el anciano. — Una i m a g i n a c i ó n poética no d e j a r á de encontrar bellezas en ese lejano horizonte coronado de u n azul diáfano y p u r í s i m o ; pero u n e s p í r i t u m a t e r i a lista y calculador, solo h a l l a r á en esta p o r c i ó n i n mensa de terreno, campos e s t é r i l e s é infecundos por la falta de riego. — ¿Falta de riego cuando los cruza u n caudal de aguas tan inmenso? e x c l a m ó E d e l m i r a . — 148 — — ¡ Y si esas aguas no pueden aprovecharse por falta de un benéfico canal! — | Qué lástima! murmuró Carlos. ¿Y aquel grupo de casas que se distingue á la derecha? — Es Villamanrique do Tajo, una despejada y alegre villa donde la ilustración y la cultura ha penetrado antes que en otros muchos pueblos de España mas populosos y con mas elementos que este. — i Y ocupando una posición tan bonita, qué lástima no se halle rodeada de huertos y alamedas que la convirtieran en un oasis delicioso !... — Quizá los nietos de sus habitantes vean realizado algún dia ese bello sueño. — Y decidme, buen ermitaño, ¿cómo es que mas allá se ven alamedas y jardines? — Porque es la posesión de Valle-Real, y los marqueses de este nombre han procurado hermosearla lo posible. Unido á esta posesión y en el caz del molino, tienen una gran máquina hidráulica llamada Zúa, extraordinaria por su gran dimensión, la cual riega y fertiliza una porción inmensa de terreno (1). — ¿En ella viviria el héroe de nuestra ansiada historia ? preguntó Edelmira. Sí, señora, y en la casita que vuestra madre ha comprado, habitó algunos años Clementina. (1) Esta magnifica posesión se halla situada á un cuarto de legua de Villamanrique de Tajo ; perteneció á la casa de los conventuales de Santiago de Ucles, y hoy es propiedad do las herederas de don Antonio Pando. Sa verdadero uouibre es Buenameson. — 149 — ~ ¡ E a ! ya no damos mas treguas á nuestra i m paciencia. — Escuchadme. El ermitaño , sacando un manuscrito , se puso los anteojos y leyó la siguiente verídica historia. CAPÍTULO XX. CLEMENTINA Y ALBERTO. I. Era una hermosa m a ñ a n a del mes de mayo. Apenas el nuevo dia empezó á extender sobre l a tierra su matutino crepúsculo, cuando una bella joven, saliendo de la quinta de Valle-Real, fué á sentarse en la orilla del rio exclamando a i contemplar las bellezas de la alborada : — ¡ Bendito sea Dios, que presenta á mis ojos tan sublime cuadro, en cuya contemplación gozo una dicha inefable!... Después de pronunciar en voz baja estas palabras, se reclinó en el tronco de u n árbol extraordinario por sus colosales dimensiones, pues á l a sombra de su inmensa copa pueden resguardarse del sol infinitas personas. Con los ojos fijos en el oriente y en actitud melancólica, aguardó largo rato l a salida del sol para sa- — 150 — c i a r e n e l astro l u m i n o s o su ardiente m i r a d a antes que sus abrasadores rayos p u d i e r a n h e r i r sus pupilas. S u m a n o derecha c o n s e r v ó abierto u n l i b r o de p o e s í a s , y caídos uno y otra sobre l a falda. T e n i a l a cabeza apoyada e n e l tronco del á r b o l y su mano i z quierda jugueteaba con u n a p l a n t a de ñ o r e s d i m i - nutas y olorosas que brotaban á su l a d o . Esta dulce n i ñ a , c u y a e x t r a o r d i n a r i a belleza c a u tivaba e l a l m a , t e n i a apenas diez y ocho a ñ o s . U n a estatura g a l l a r d a y elevada h a c í a n su presencia m a jestuosa y elegante. Vestía u n sencillo traje de fondo blanco, con florecillas moradas, o p r i m i e n d o su delgada y flexible cint u r a u n c o r d ó n de seda a z u l . Sus negros y abundantes cabellos c a í a n d i v i d i d o s e n dos magnificas trenzas hasta descansar e n l a y e r b a . ¡ C u a n b e l l a estaba en su p o é t i c a m e d i t a c i ó n ! . . . Sus ojos grandes, rasgados, y negros como el terciopelo, despidiendo una m i r a d a b r i l l a n t e , i n d e f i n i b l e , que i b a á fijarse en el cielo, p a r e c í a l a m i r a d a d e l genio que mide l a i n mensidad. E m b e b i d a en sus pensamientos, y s i n v e r otra cosa que l a e s p l é n d i d a n a t u r a l e z a y el n a c i m i e n t o del sol, no a d v i r t i ó que se m o v i e r o n las hojas del á r b o l i n mediato, g i m i e n d o las plantas de l a r i b e r a bajo el p i é de u n g a l l a r d o j o v e n , con traje de cazador, que entre e l follaje de unas ramas inmediatas contemp l a b a e x t á t i c o y silencioso l a s i n g u l a r hermosura de l a j o v e n , s i n atreverse n i a u n á r e s p i r a r temeroso de i n t e r r u m p i r tan m e l a n c ó l i c a m e d i t a c i ó n . — 451 — El sol, avanzando ya en su triunfal carrera, bañaba con sus rayos esplendorosos todo el valle reflejando en ei diáfano cristal del rio. — Clementiua, bija mia, ¿dónde estás? gritó una mujer anciana dirigiéndose hacia el árbol donde se hallaba la joven. La gruesa voz de su nodriza, pues ella era quien la llamaba, la sacó de su enajenamiento, y volviendo la cabeza contestó : — Aquí, Marta, ven. — ¿Cómo has madrugado tanto? ¡con el fresco tpie hace todavía!... ¡tú vas á enfermar!... dijo la nodriza apareciendo. — No lo creas, mi querida Marta ; antes se robustece mi salud con estos paseos matutinos. ¡ Es tan bello aspirar los embriagadores aromas de las flores de la ribera, escuchando los cánticos de las aves que en himnos jubilosos saludan al nuevo sol!... — Tú lo encontrarás muy bueno ; pero yo no dejo de conocer que es perjudicial, y que mas bien te retiras á estos sitios solitarios por entregarte á tus tristes meditaciones, que á gozar el apacible ambiente déla madrugada. — ¿Si es la única diversión que tengo en este aislamiento en que vivo, quieres privarme de ella? — Dios me libre de hacerte sufrirla mas pequeña contrariedad; pero es un deber mió advertirte el pe^gro de frecuentar estos parajes húmedos é insalubres. Y no te consiento permanezcas sentada en ia 1 estas horas está cubierta de rocío. Va> levántate. } 6 r mos b a u e a — 152 — — Y mi abuelo, ¿se lia levantado ya? pseguntó Clementina abandonando su descuidada y cómoda postura. — Si, y te espera hace un rato para el desayuno. — Vamos pues ; no quiero que se impaciente. — Ha notado tu ausencia, y se empeña en creer que estás triste. — ¿Y por qué esa idea? — Yo no lo sé ; aunque á decir verdad, también á mí me parece lo mismo ; y nada tiene de extraño, pues aquí te diviertes muy poco y te acordaras continuamente de tus compañeras de colegio. — ¡ Ah! sí, mucho, pero no es eso lo único que me entristece. — ¿Tienes pesares? ¿No eres feliz, Clementina mia? ¡ tan adorada de tu abuelo y de todos cuantos te conocen! ¿qué te falta? ¿por qué suspiras? — Te lo confesaré, mi querida Marta : hay momentos en que me veo agobiada por un peso cruel que oprime mi corazón ; por una angustia insoportable. —• ¡ Acaso te será enojosa esta soledad!... — No; antes me agrada y encuentro en ella muchos instantes de recreo. Es que un presentimiento amargo me anuncia que he de ser tan desgraciada como mi buena madre. — Vamos, hija mia, eso no dejan de ser niñadas, permite que te lo diga, pues sin una causa real no debes afligirte. No hagas caso de presentimientos que las mas veces engañan, y piensa solamente en casarte con un gallardo y guapo joven, según le — 153 — mereces por tus virtudes y d i s t i n g u i d a posición. Clementina, conociendo que las palabras de su cariñosa nodriza t e n í a n por objeto distraerla, se sonrió oon dulzura, lanzando u n a m i r a d a vaga y melancólica que se e n c o n t r ó por casualidad con l a a r diente y apasionada del j o v e n cazador que las s e g u í a desde la ribera. La nodriza p r o s i g u i ó diciendo : — Sí,Clementina, no te rias, y a tienes diez y ocho años; y todas las j ó v e n e s á t u edad piensan en casarse. Tú con doble motivo debes tener esas a s p i r a ciones, porque necesitas u n hombre que con su sombra y al abrigo de su amor te defienda y proteja. Tu abuelo y a es viejo y nosotros t a m b i é n vamos acercándonos á su edad ; sin embargo, en u n caso de desgracia m i Perico y yo jamas te a b a n d o n a r í a mos. Yo no p o d r é olvidar las palabras de t u t i e r n a madre. — Repítemelas ; ¡ me es tan grato su recuerdo ! — Me dijo a l m o r i r : « Q u e r i d a M a r t a , no abandones nunca á m i p e q u e ñ a C l e m e n t i n a , que t u c a r i ño la defienda en l a t i e r r a , yo desde e l cielo v e l a r é por ella, rogando á Dios no sea tan infeliz como su desventurada madre. » — i A h madre m i a ! e x c l a m ó l a j o v e n dejando correr su llanto. — ¡ Pobre s e ñ o r a ! a ñ a d i ó M a r t a l l o r a n d o t a m b i é n ; i y qué buena era ! ¡ q u é c a r á c t e r t a n dulce, t a n a n gelical!... Murió con l a r e s i g n a c i ó n de u n a ^ exhalar n i u n a queja s i q u i e r a . santa, — 154 — — V a m o s , s e ñ o r i t a , que e l abuelo se impaciento dijo e l m a y o r d o m o l l e g a n d o á i n t e r r u m p i r l a conv e r s a c i ó n de ambas. — N o es t a n tarde, P e d r o . — S í ; pero tiene p r i s a . — ¿Cómo h a m a d r u g a d o tanto contra su cos- tumbre? — P o r q u e se m a r c h a inmediatamente á l a corte con objeto de cobrar su p a g a . —- ¿ Y te h a dicho s i t a r d a r á ? — Creo que dos ó tres dias n a d a mas. E n t r e tanto los tres personajes se h a b í a n ido acercando á l a q u i n t a , y y a p r ó x i m o s á entrar en el paseo de parras que c o n d u c í a á esta, Clementina, por u n i m p u l s o de i r r e s i s t i b l e a t r a c c i ó n , volvió l a cabeza, y como antes sus ojos se encontraron con otros no menos dulces y expresivos. E l g a l l a r d o mancebo que fué siguiendo sus pasos, a l notar e l m o v i m i e n t o de l a j o v e n , se q u i t ó e l sombrero y l a s a l u d ó con u n a d e m a n l l e n o de gracia y elegancia. Confusa y t u r b a d a b a j ó l a vista c u b r i é n d o s e sus mejillas de u n h e r m o s o c a r m i n . E n seguida intern á n d o s e e n l a calle de p a r r a s , fué á encontrarse con su abuelo que y a i m p a c i e n t e l a esperaba en l a mesa. E r a d o n G i l d e l M a n z a n a r , alto, delgado, de car á c t e r recto, firme y e n e x t r e m o reservado y s o m b r í o . H a b i a d e s e m p e ñ a d o m u c h o s a ñ o s , con l a mayor p r o b v i d a d , u n cargo d i s t i n g u i d o e n l a R e a l Hacienda. Se casó e n M a d r i d , teniendo de su m a t r i m o n i o una — 4 55 — niña que se llamó E l i s a . Esta creció algunos años a l lado de su madre, y a l c u m p l i r los ocho tuvo l a desgracia de perderla. D o n G i l q u e d ó viudo a lo mejor de su edad, y sin embargo p r o c u r ó dar á su hija una educación distinguida, p r o p o n i é n d o s e no separarla nunca de su lado. Empero l a fatalidad lo dispuso jáe otro modp y en cumplimiento de sus deberes le fué forzoso emprender u n largo viaje. Durante el tiempo que E l i s a estuvo sola, se casó con un joven que l a hizo infeliz, peí o a l que amaba con delirio. E l fruto de estos amores fué Clementina, que recibió la vida, p e r d i é n d o l a poco d e s p u é s su pobre madre. Marta, antigua criada de l a casa,, se e n c a r g ó de lactaria, poniéndola en brazos de don G i l , cuando traspasado de dolor r e g r e s ó de su viaje. E l anciano en cuanto su nieta tuvo siete años, l a puso en un colegio, donde l a hizo permanecer hasta los quince, en cuya época l a llevó á su quinta de Valle-Real, sin dejarla conocer las bellezas de l a corte, temeroso de la seducción y l a falsía que tanto abunda en las grandes ciudades. Marta los acompañó con su marido Pedro, y ambos, poseyendo l a o m n í m o d a confianza de don G i l , se encargaron de l a dirección y a d m i n i s t r a c i ó n de l a casa y de los bienes, al propio tiempo que del inmediato cuidado de Clementina. La quinta de don G i l está situada á corta distancia del palacio de Valle-Real, magnífica posesión que casi nunca visitaba el joven m a r q u é s . Este era soltero, — 156 — ú l t i m o vastago de la ilustre familia de su nomhre. Sus padres liabian muerto desterrados de España, dejándole casi un n i ñ o y d u e ñ o de u n capital inmenso. Su punto habitual de residencia era Madrid, y solia pasar gran parte del a ñ o viajando por el extranjero. L a primera vez que fué á Valle-Real tenia veinte a ñ o s . E r a su figura gallarda yarrogante, de modales distinguidos y aristocráticos ; sus ojos negros y rasgados cautivaban por su mirada dulcísima y lánguida casi siempre. . E n su despejada y hermosa frente, retratábase toda l a nobleza de su alma generosa y caballeresca. Mis amables lectores le reconocerán en el apuesto mancebo que en traje de cazador hemos visto en la ribera contemplando con éxtasis á Clementina y siguiéndola después hasta que penetró en su casa. Triste y pensativo se volvió á su palacio, no sin haberse informado antes de cuanto le convenia saber acerca de l a melancólica n i ñ a que en u n momento habia impresionado profundamente su alma. Durante todo el dia, no dejó de pasearse en los alrededores de l a quinta, con la esperanza de volverla á v e r ; empero fué vano su anhelo, por lo cual se r e t i r ó a l anochecer triste , pensativo y sin poder apartar de su mente l a angelical figura de l a Virgen del Valle. — 157 — CAPITULO XXI. EL TROVADOR. II. Era la noche del mismo dia que vimos á Clementina cu la ribera. Su abuelo habia marchado á la corte, y en la hermosa casita del valle todos reposaban en un tranquilo sueño. El silencio mas profundo reinaba en los alrededores, dejándose únicamente percibir el ruido de la cascada del molino y los gemidos del céfiro que agitaba las copas de los árboles. Todas las ventanas de la casa de don Gil se hallaban herméticamente cerradas, excepto una que miraba al Oriente y cuya reja se veía cubierta de hermosas enredaderas que daban sombra al aposento. Esta era la habitación de Clementina. Penetremos eu su interior. Sus adornos son elegantes y sencillos. Una bonita alfombra de verano cubre el pavimento; frente á l a J i s e ven plegadas unas colgaduras de seda fondo Naneo, con flores grandes de color de carmesí, las rt l e dan paso al dormitorio de Clementina. E n l a — 158 — ventana habia otras de igual tela y color, y en ambos lados magníficas macetas donde se ostentaban majestuosamente dos hermosos naranjos. Muy cerca de l a reja un piano de palo santo, y encima un espejo grande de marco dorado. Enfrente veíase una mesa tallada de antiquísima forma, sobre la cual habia unos floreros, un reloj, algunos adornos de china, dos búcaros de porcelana llenos de flores, y en un extremo u n quinqué que alumbraba el aposento. Cerca de l a alcoba se veía un bonito reclinatorio y encima un gran cuadro que representaba el misterio de l a P u r í s i m a Concepción, cuya preciosa pintura era debida al pincel del inmortal Murillo. Estos eran los objetos mas notables de aquel aposento donde habitaba l a inocencia y el candor personificados en la dulce y poética Clementina. Hallábase esta sentada junto á la reja y contemplaba con éxtasis l a salida de la luna que en aquel momento aparecía pálida y melancólica por el último cerro del Oriente, iluminando con su luz diáfana y pura el bello rostro de la joven. L a sombra de un hombre se dibujó en la arena del j a r d í n , al propio tiempo que Clementina se levanto c©n objeto de apagar el quinqué, lo cual hizo en efecto murmurando en voz baja a l extinguirse el último reflejo : — ¡Oh q u é hermosa l u n a ! quiero que tu suave luz me alumbre solamente, y gozar tu esplendor por completo. Se sentó ai piano y con admirable maestría recorrió — 159 — el teclado produciendo melodiosos sonidos. Después de tocar algunas variaciones, empezó el acompañamiento de una canción compuesta por ella y lanzó al viento con sonora y clara vibración su hermosa voz cantando la siguiente CANCION. Á L A LUNA.' Reina del firmamento Bella Luna, Ue hermosura portento Cual ninguna. Espléndida en Oriente Tu faz asoma, Quiero admirar tu frente Eu alta loma. Y uua trova de amores Duke y sentida Consagro á tus fulgores, Luua querida. Que t u luz rutilante E n noche oscura Mitiga u n solo instante M i desventura. Es muy triste l a sombra Que en torno miro, Y desde verde alfombra Lanzo un suspiro. Á tu trono lo envia L a sio fortuna : Calma l a pena m i a Fúlgida l u n a ! . . . Su voz fué debilitándose por grados hasta que se extinguió completamente. Alzó la vista, y al dirigirla al jardín, un ligero temblor la agitó un momento; acababa de distinguir con claridad la figura de un hombre que, saltando el cercado de madera, se aproximaba á la ventana. Con la mayor viveza abandonó el piano y fué á cerrar «¿cristales dejando entreabiertas las maderas con jeto de observar las intenciones del desconocido. Este se fué acercando; los reflejos de la luna le hadaron por completo. olj — 160 — Clementina sintió un estremecimiento de placer reconociendo en aquella gallarda figura al joven cazador que vio por la mañana en la ribera, cuya penetrante mirada habia hecho conmover su corazón. No tuvo fuerzas para retirarse, ni para sostenerse en pié. Dejóse caer en un sitio inmediato, pretendiendo con ambas manos mitigar las ardientes palpitaciones de su pecho. Empero su emoción creció con fuerza al escuchar la argentina y sonora voz del mancebo que, acompañándose en la guitarra y después de un brillante preludio, cantó lo siguiente : EL TROVADOR. Despierta, niüa hermosa, Si duermes en !u lecho, Y escucha de mi pecho La relación de amor. Escucha los gemidos De un corazón amante; Por Dios, un solo instante Concede al Trovador! Estrella de los valles, Celeste Clementina, Purísima y divina Cual nacarada flor, A l verte en la ribera, Tu límpida mirada Á mi alma enamorada Comunicó su ardor. Heme á tus pies rendido, Heme á tus pies, hermosa, Alberto no reposa Sin obtener tu amor. Escucha los gemidos De un corazón amante; Por Dio?, un solo instante Concede al Trovador!... La inocente niña sentíase embargada por una emoción extraña y dulcísima, al escuchar aquella voz sonora y melodiosa, que tenia el poder de conmover profundamente su alma. Aquellos versos compuestos para ella, la decían con demasiada claridad que el joven cazador no habia mirado sus — 161 — encantos con indiferencia, h a b i é n d o s e inspirado m u tuamente un amor p u r í s i m o y a n g é l i c o . Clementina conoció que amaba por l a p r i m e r a vez de su vida, aunque al pronto no supo explicarse aquel sentimiento para ella desconocido y que, absorbiendo por completo sus sentidos, i n u n d ó su a l m a de una conmoción deliciosa y dulcísima. Su extremada timidez no l a p e r m i t i ó presentarse al enamorado trovador, y p e r m a n e c i ó clavada en su asiento hasta que sintió sobre l a arena del j a r d í n los pasos del mancebo que se alejaba tarareando las últimas notas de su canción. Entonces abrió l a ventana para verle desaparecer cutre los árboles, y al propio tiempo cayó á sus pies un ramo de hermosas flores que estaba sostenido entre la reja y los cristales. L o recogió con ansiedad aspirando con ansia sus perfumes. A la luz de la l u n a d i s t i n g u i ó que estaba atado con una cinta de color de rosa y n e g r a , y como advirtiese bordadas en ella unas letras de oro, se apresuró á desatarle y leyó este delicado emblema : • muero de a m o r , » y en cada punta bordados también con letras de oro los nombres de Clementina y Alberto. Con tan delicado presente, y l a anterior declaración, no la quedó duda n i n g u n a del sentimiento que ™fca inspirado. Así fué que mecida por las mas jonjeras esperanzas, se d u r m i ó aquella noche pen- ando con delicia en el nuevo horizonte que el destino 0 r ecia ante sus ojos. S i n embargo, su s u e ñ o no fué — 162 — del todo tranquilo; en medio de sus ilusiones también la agitaron presentimientos tristes. Soüó que Alberto la conducía al altar y cuando creía gozarse en su dicha, una mano de hierro los separaba con violencia dejándose oir un acento terrible que pronunciaba estas palabras ((¡jamas será tu esposo! » Llena de terror y exhalando un grito de angustia, despertó sobresaltada. Un sudor copiosísimo habia inundado su frente. Trémula, agitada, quiso apartar aquella idea que la atormentaba en medio de sus dulces emociones y no la era posible, sintiendo en su pecho una opresión penosa que no la dejaba respirar. ¡ Cuando las mas bellas esperanzas habían lisonjeado su corazón, un pensamiento amargo se lanzaba á turbar aquella dulce felicidad! Apartándole de su mente con violencia exclamó : — Lejos de mí las tristes ideas!... ¡una nueva perspectiva se abre ante mis ojos, gocemos mientras nos ofrezca sus encantos!... ¡Oh! sí; ¡ ya no puedo dudar que le amo !... ese gallardo y arrogante joven ha cautivado mi corazón. Nunca en la presencia de ningún hombre, le he sentido palpitar tan agitadamente. ¡ Oh! sí; ¡ este sentimiento dulcísimo que me embarga y me conmueve no puedo dudar que es amor!... Y me he dejado dominar por este sentimiento sin saber si "sera digno de él quien me lo inspira. Al parecer es un gallardo y arrogante joven ; yo le amo por simpatía, y distingo en su persona un cierto aire de nobleza y majestad que cautiva. La delicada de- — 463 — claracion de esta noche y su distinguido porte, me demuestran que tiene educación y talento. Embebida en estos pensamientos la hermosa Clementiua, dejó correr las horas sin volver á conciliar el sueno. Apenas comenzó á rayar la aurora, y en cuanto sintió los cánticos melodiosos de las aves que ¿altando de rama en rama saludan alegres al nuevo dia, abandonó el lecho, y se disponia á dar su pasco matutino, con la esperanza quizá de oir en boca de Alberto la poética declaración que habia confiado á lasfloresy á los dulcísimos versos de su canción. — ¿Ya te vas á paseo, hija mia? dijo la nodriza apareciendo en el momento en que salia la joven. — Sí, Marta mia, voy á contemplar desde la ribera la salida del sol. — ¿Y no te acuerdas que hoy es domingo y tenemos que ir á misa ? — Tienes razón; lo habia olvidado. — Por eso te traigo el desayuno, para que no te vayas sin tomar nada. Ea, aquí lo dejo, prepárale ; voy ádar algunas órdenes y al momento vuelvo. — ¡ Esta es la primera contrariedad !... murmuró Clcmentina cuando desapareció su nodriza. Ya no puedo verle lo menos hasta la tarde, j Cómo ha de i paciencia 1... Entre las flores también se mez'laa algunas espinas. dirigió al ramo una melancólica mi^ Y suspiró tristemente. Media hora después, montaron en su carruaje que P^ho con dirección á la magnífica salina que se co: l J t í c l r e s t o — 4 64 — noce con e l t í t u l o de l a Carcaballana, l a cual distaba u n cuarto de l e g u a de su casa y adonde acudía do la vecina aldea u n sacerdote, con objeto de celebrar todos los dias de precepto e l santo sacrificio d é l a misa Cuando volvieron era tarde, y Clementina perdió l a esperanza de ver aquel d i a á su amante. P o r l a tarde, y siguiendo su piadosa costumbre de v i s i t a r diariamente e l sepulcro de su madre, pidió el coche y se d i r i g i ó sola a l a ermita de "Villaverde, donde en u n sepulcro de p i e d r a se conservaban tan preciosos restos. Y a estaba el sol p r ó x i m o á su ocaso y aun perman e c í a l a j o v e n a r r o d i l l a d a ante l a tumba, después de haberla cubierto de flores y magníficas coronas. E l santuario, i l u m i n a d o apenas por l a luz de una l á m p a r a y por los d é b i l e s rayos del crepúsculo vespertino, h a l l á b a s e solitario y s o m b r í o . Clementina colocó l a ú l t i m a g u i r n a l d a , y m u r m u r a n d o una oración i b a á levantarse, cuando l a contuvieron los pasos de u n hombre que sintió tras de sí. No n e c e s i t ó verle para reconocer á A l b e r t o ; los precipitados latidos de su c o r a z ó n le advirtieron su presencia. Efectivamente era é l . H i n c ó u n a rodilla en tierra y p e r m a n e c i ó silencioso, hasta que la mirada de Clem e n t i n a se fijó en él con encantadora timidez y subiendo a l propio tiempo á su rostro u n hermoso sonrosado. — S e ñ o r i t a , ¿ o s he i n t e r r u m p i d o acaso en vuestra plegaria? e x c l a m ó el joven en dulce y respetuoso tono. - 465 — ¡ Ah, no! ya habia concluido y me disponía á retirarme. Ciementina al decir esto se puso en p i é . ¿Ya os vais ? — Sí, dijo la joven con manifiesta turbación. __¿ Y no podré alcanzar la gracia de que me escuchéis un momento ? — Este lugar sagrado no es propio para conversaciones profanas. — Por su misma santidad lo elijo, porque lo que tengo que deciros es sagrado t a m b i é n . — En ese caso hablad ; pero tened presente que estamos ante la tumba de m i madre, l a que nos escucha desde el cielo. — Ignoraba que se guardasen bajo esa losa tan preciosos restos, y os prometo no olvidar vuestra observación. La mirada de Alberto se habia fijado con demasiada intensidad en Clementina : esta no osaba levantar la vista del suelo, aunque sentía su corazón profundamente conmovido. La extática contemplación de Alberto prolongó el silencio algunos instantes; por fin abandonando l a Postura que aun conservaba, se lavantó y dijo con a g r a v e y solemne : *— Ante todo, deseo me perdonéis m i atrevimiento por haberos seguido hasta aquí, mas no ha estado en m i m a n remediarlo. Desde ayer por l a m a ñ a n a en 0 0 derú IT' ^ ^ ° P ' P°~ mi alma un sentí mi miento que no conocía; e e V e r S r i m e r a v e z s e a — 166 — pero tan imperioso, tan fuerte, que me domina p completo y no soy dueño de reprimir. Hoy casi todo el dia me he paseado en los alrededores de vuestra casacon la esperanza de hablaros. E<ta tarde por fin os vi dirigiros aquí, y os he seguido. ¿Me perdonáis? 0 r — ¡Para perdonaros esto tendría también que otorgar mi perdón por otras cosas!... — ¿ Acaso por la serenata y el ramo ? — Justamente. — ¡Sois tan buena!... tan amable, que me lisonjeo lo habréis admitido como una leve prueba del amor inmenso y puro que arde-en mi pecho y el cual vengo á ofreceros en este lugar sagrado y ante esa losa venerada. Así no podréis dudar de la santidad del sentimiento que me inspiráis ni de mis rectas intenciones. — Yo nunca dudo de la palabra de un caballero. — ¿Pero dudaréis de su amor? —Tampoco, silo expresa como lo habéis hecho vos. — ¿Luego me habéis comprendido? — Aunque sumamente poético vuestro modo de expresaros, no he dejado sin embargo de comprenderle. ~ - ? Y en ese caso podré esperar correspondencia. — Es demasiado pronto. —- Tened en cuenta que mi amor, aunque repentino, no se confunde con la vulgaridad. Y no puedo alimentarle con vagas esperanzas. Os amo con idolatría, mis intenciones son rectas, os juro que mi úmeo, mi solo deseo es que seáis mi esposa. Creedme, Clementina, yo no podría mentir en este.sitio ni ante — '167 — esa tumba venerada. ¡ Heme a q u í á vuestros pies j u rándoos un amor eterno!... 4lberto habia caido de rodillas ante su a m a d a ; esta alargó su mano y con acento conmovido e x c l a m ó : . p t a ! levantaos, ese homenaje de a d o r a c i ó n y a s respeto, debéis t r i b u t á r s e l e á l a madre de Dios que nos escucha. — No me l e v a n t a r é s i n u n a esperanza. — Levantaos y seguidme. Alberto tomó la mano que l a joven le ofrecía y salieron de la ermita. — ¿Tendréis valor para marcharos sin calmar m i ansiedad? dijo Alberto al ver á C l e m e n t i n a d i r i g i r s e con ánimosin dudade tomar su carruaje que la aguardaba á cierta distancia. — Mañana al rayar el alba, y junto a l á r b o l en que ayerme visteis por l a vez p r i m e r a , hablaremos ; por hoy básteos ver esta prueba que os h a r á conocer mis sentimientos. Al decir esto sacó de su p e c h ó l a cinta con que i b a atado el ramo y se l a m o s t r ó entrelazada con n u a trenza de sus cabellos. ~~ ¡ Mtj Clementina ! e x c l a m ó Alberto con entusiasmo. ¡ Vuestro amor es m i felicidad ! . . . ¡ l a g l o r i a de mi vida!... ~ - « i e n , ahora dejadme. No quiero os vean mis criados. C1 "~" ! Pero dadme al menos esa trenza que rodea m i nta!... Eso no; unidas se han de conservar siempre. — 168 — — Dadme siquiera esa flor que adorna vuestro pecho. — Es u n a perpetua morada; ¿sabéis su significado? — Recuerdo eterno. — Tomadla. — Prometo conservarla mientras viva, dijo Alberto i m p r i m i e n d o en ella u n ósculo apasionado. Adiós, pensad en m í . — No me olvidéis vos. — Os r e c o r d a r é m i amor esta noche con otra serenata. — Os lo prohibo. — ¡ C r u e l ! entonces hasta m a ñ a n a . —- Adiós. Clementina despidiéndose del joven con graciosa sonrisa, m o n t ó en su coche que p a r t i ó rápidamente hacia Valle-Real. CAPÍTULO EL ÁRBOL XXII. DE L A ESPERANZA. ni. Á l a siguiente m a ñ a n a , apenas l a aurora comenzaba á colorar las crestas de los cerros circunvecinos, cuando saltando del lecho Clementina, se vistió con ligereza y bajó al j a r d í n . — 169 — Cortó una hermosa flor que acababa de abrir su corola á impulsos de una brisa suave y perfumada, y colocándola entre sus cabellos, se dispuso á salir. La fuerte y gruesa voz de su nodriza l a detuvo un momento. — ¿Ya te vas á paseo ? E s mucho... tienes l a costumbre de recorrer con el fresco de l a alborada l a ribera, y Dios quiera no te sea perjudicial. —No temas, buena Marta, los paseos matinales hacen mucho bien, y son'convenientes para la salud. — Pues no te descuides en venir, t e n d r é preparado el desayuno. — Antes que el sol se extienda por estos campos me tendrás aquí. — Y á propósito, sabes que elabuelo debe venir hoy, — Pero no será hasta la tarde; ya saldremos á s u encuentro, adiós. Clementina, deseando desentenderse de su nodriza, la hizo un gracioso signo con l a mano y se dirigió á la orilla del rio. Llegó al frondoso árbol donde l a vio Alberto por primera vez. Era su sitio favorito, porque situado en una pequeña eminencia y en l a misma margen del Ta J o , la permitía contemplar á su sabor todos los encantos de la naturaleza, r e s g u a r d á n d o l a a l propio tiempo de los rayos del sol, mientras embargaba sus sentidos el mágico concierto de las infinitas aves que S e abri E n 8 8 S a b a n en su inmensa copa de verdura. a ( v I u e l Paraje delicioso, habíase entregado m u - eces el inocente corazón de Clementina á sus 5* — 170 — q u i m é r i c o s s u e ñ o s , á sus ilusiones de ventura y de amor. ¡ O l í ! sí, de a m o r ; por este sentimiento Labia suspirado muchas veces sin saberlo q u i z á . Deseaba l l e n a r el infinito vacío de su a l m a , sin acertar á definir q u é sentimiento necesitaba para conseguirlo. E l ardiente fuego que Alberto supo comunicarla, la hizo conocer que era amor, y se e n t r e g ó á amar con todo el lleno de sus facultades, con toda la vehemencia de su entusiasta y j u v e n i l corazón. Educada en u n colegio, y d e s p u é s viviendo en l a soledad del campo, no h a b i a conocido u n hombre digno de ella, que l a inspirase l a mas p e q u e ñ a simp a t í a ; sin embargo, desde que comenzó á sentir las primeras emociones de l a j u v e n t u d , c o m p r e n d i ó en su pecho u n deseo vago, indefinible, u n anhelo desconocido, u n vacío inmenso que no sabia cómo llenar. H a b i a recibido en el colegio u n a educación b r i llante, pero o b s e r v á n d o s e en él las costumbres mas severas, jamas p e r m i t i e r o n á las educandas entregarse á otra clase de lectura que á l a prescrita por los profesores p a r a l a conveniente instrucción. Cuando se t r a s l a d ó á V a l l e - R e a l , e n c o n t r ó en la biblioteca de su abuelo, que este puso á su disposición, toda clase de obras y entre ellas muchas novelas rom á n t i c a s , á las que se aficionó con extremo. Ellas la e n s e ñ a r o n á traducir l a vaga ansiedad de su alma; y desde aquel momento c o m p r e n d i ó l a necesidad de encontrar u n a l m a que comprendiese l a suya y I a brindase con su a m o r l a copa de l a felicidad. S u i m a g i n a c i ó n p o é t i c a y exaltada formó un bello — 17'! - ideal, creyendo verle hasta en s u e ñ o s ; por eso a l conocer al joven y elegante m a r q u é s de Valle-Real le reconoció como á su fantástico amante y le saludó como á un antiguo conocido, y mas cuando escuchó sus ardientes protestas de ternura. Al distinguirle por entre los á r b o l e s , Clementina, con las mejillas encendidas de r u b o r / c o r r i ó hacia é l , v alargándole una mano le saludó con una dulce sonrisa. Alberto l a dijo con e l acento mas cariñoso que puede emplear un amante : — ¿Me esperabais, querida m i a ? — Acabo de llegar en este momento al á r b o l d é l a esperanza. — ¿ Cuál distinguís con tan poético nombre ? — Este, bajo cuya inmensa copa pueden abrigarse infinitas personas, sin temor de que n i aun en medio del día puedan molestarlas los rayos del sol. Clementina, al señalar á l a corpulenta encina, se dirigió hacia ella. Alberto la siguió. — Y está guarnecido su tronco de enredaderas, exclamó este con a d m i r a c i ó n . — Las he plantado yo l a p r i m e r a vez que vine á alle Reai ^ ~ > Y todos los años las veo r e t o ñ a r frescas y lozanas. — ¿Por eso amaréis tanto á este á r b o l distinguiend o con tan bello nombre ? ! S 1 ; i b a , 0 s u s o m D dad ' Í r a bienhechora he aguar^iitas veces la salida del s o l ! . . . ¡ Apoyada m 0 — 172 cabeza en su rústica corteza, ha alimentado tantos pensamientos halagüeños, tantas esperanzas lisonjeras !... que no puedo menos de mirarle con cierta predilección, habiendo adquirido la costumbre de visitarle todas las mañanas al brillar la aurora. —• Yo también le amo y le distingo, Clementina, porque vos le amáis, y porque os he conocido protegida por su benéfica sombra. Aquí os conocí hace tres días y desde tan dichoso momento no soy dueño de mi corazón. ¿Y vos, nada sentisteis al contemplarme? — No os vi cuando decís, empero mi corazón hace tiempo que os conocía. — ¿ Me conocíais ? — Personalmente no; mas en sueños habia visto muchas veces lo sombra de un hombre que me juraba adoración, y ese hombre, esa sombra ideal, erais vos, Alberto; vos á quien he saludado como á un antiguo amigo que vuelve de una prolongada y triste ausencia. — ¿Luego vuestros sueños se parecían á los mios? porque también yo he visto constantemente en mi imaginación un ángel de pureza que en la tierra estaba destinado á ser la luz de mi vida, el encanto de mi existencia. Lo busqué en las ciudades populosas, donde hallé bellísimas mujeres de nacarado cutis y ojos de terciopelo y en cuyos corazones encontré profundamente arraigado el espíritu del siglo, el interés calculador, la vanidad y la ignorancia. No eran ellas el tipo celestial, puro é inocente que yo — 173 — habia soñado; con el desengaño en el alma, abandoné los grandes centros, dejé la ciudad con su ofullosa y mentida pompa y me vine á la soledad del campo, donde nunca pude figurarme encontrar tan acabado, tan perfecto, al bello ideal de mis ensueños. — ¿Y ese bello ideal? — Eres t ú , mi Clementina ; tú, por quien he suspirado desde lejanos climas y en el fondo de mi gabinete, sin sospechar se deslizase tranquila tu existencia en este valle encantador y entre las silvestres flores de tan amena ribera. ¡Olí! ya desde hoy para mí, y poseyendo tu amor, serán el tomillo y la madreselva de estos campos mucho mas gratos que la fragancia de un pensil oriental. Las azules campanillas de esa enredadera que guarnece el tronco del árbol de la esperanza, al abrir su cáliz con la nueva luz del dia, me anunciarán la presencia de mi amada, y los céfiros primaverales, susurrando entre las ramas, me parecerán suspiros de amor escapados de tu pecho y que me envías cual ofrenda de ternura. Todo, mi dulce Clementina, iodo en este valle nos convida á amar : el rio con su plácido murmurio, el rumor de la cascada, la armonía de la aves, el tiernísimo arrullo de las tórtolas y las torcaces palomas, y hasta el tímido balar de los corderos, aspiran amor, y el alma goza un éxtaxis delicioso P «jes tan solitarios como poéticos. — ¿ seriáis feliz toda la vida en esta profunda soledad? e n e s t o s ar Y — 174 — •— Con tu amor y á tu lado, desde luego seria eterna mi ventura. Clementina dirigió á- su entusiasta amante una dulce mirada dejando aparecer en sus labios una leve sonrisa de incredulidad. Luego dijo : — Alberto, mi cariño hacia vos durará tanto como mi vida. Habéis sido el primer hombre que ha poseido mi corazón; pero de una manera imperiosa, absoluta, y yo no soy de esas mujeres que pueden amar dos veces. Así, pues, os prometo que seréis mi primero y último amor. — ¡ Solo esperaba esas palabras para que mi dicha fuese cumplida!... j Ah! ya nada temo : un porvenir de gloria nos sonríe y disfrutaremos la felicidad de los ángeles ; ¿no es verdad, amada una, que piensas del propio modo? — Sí, Alberto; empero en ese rosado horizonte, ¿no contemplas una nube que oscurece su fulgor? Yo no se por qué cuando mas íntima es mi alegría, un amargo presentimiento, una ráfaga de tristeza oprime mi corazón. — Aleja tan triste idea de tu mente. — ¡No puedo! ¡yo he de ser muy desgraciada!... — ¿Y por qué? — Porque mi madre lo ha sido. — Eso no es un motivo para que tú lo seas. — Pero es una convicción moral que se abriga en mi pecho desde niña, ay! en lo general las hijas seguimos la suerte próspera ó adversa de las madres. — Esos son delirios de tu fantasía ; ten confianza en mi amor y nada temas. - -175 ~ — La tendré. — ¿Me lo prometes? _ S í - mas una dichosa tranquilidad nunca, hasta que mi'abuelo sancione nuestros votos y apruebe nuestro amor. __ hablaré inmediatamente si quieres, m i único deseo es que bendiga nuestra u n i ó n . L e — Sí, Alberto, tan luego como vuelva de l a corte, le hablaremos. — Y ya verás como nos bendice y somos felices. — I Dios lo quiera! — Eu tanto, Clementina, el árbol de l a esperanza extenderá todos los dias sobre nuestras cabezas su benéfica sombra. — Mañana solamente. Esta noche esperamos á m i abuelo, y tan luego como haya descansado de las fatigas del viaje, te presentaré á él. Por hoy separémonos; Marta vendrá á buscarme y no quiero sea ella la primera en conocer á m i nuevo amigo. — Acaso me haya visto alguna v e z ; recorro estos valles con tanta frecuencia, que todos sus habitantes me conocen. — ¿Y habitas en el palacio de Valle-Real ? -Sí. — ¿Conocerás al marqués ? — bastante, ¿y t ú ? — -Nunca le he visto, dicen es joven y soltero, ^ Ciertamente, no te han e n g a ñ a d o . e '^ment° ^ e ü m a p o n r del c e r r a n d o s e e n u n a forzada reserva. i c a d e z a no p r e g u n t ó mas, aunque — 176 — la hubiera sido m u y grato saber l a posición que su amante ocupaba en casa del m a r q u é s . Este no quiso en aquel momento descubrirla su nombre, por asegurarse de que no era amado por su título y riquezas sino por él mismo, y al propio tiempo por tener el gusto de sorprender á su amada que quizá le creería una persona pobre y de oscura condición. De este modo Clementina continuó en sus dudas y Alberto en su reserva hasta el regreso de don Gil, que no se verificó aquella noche, sino ocho dias después. Negocios urgentísimos le retuvieron en la corte todo este tiempo. Vicronse los amantes diferentes veces, aumentándos-e mutuamente su carino, pues Alberto se mostraba cada vez mas tierno, respetuoso y apasionado, y Clementina, desechando casi por completo sus tristes presentimientos, llegó á vislumbrar en lontananza un porvenir de próspera ventura. CAPÍTULO XXI!!. ! POBRES A M A N T E S ! IV. Don G i l llegó á Valle-Real por l a mañana, Clementina le recibió con alegría y con todo el cariñoso — 177 — entusiasmo que era n a t u r a l e n u n a h i j a t a n t i e r n a y . g i ) i é r a l e manifestado i n m e d i a t a m e n t e sus u negamientos, empero se contuvo hasta consultar con su amante el modo mas conveniente de efectuarlo. Don Gil tenia u n c a r á c t e r m u y reservado, severo, v poco comunicativo ; r a r a vez asomaba á su rostro una sonrisa b e n é v o l a , por l o c u a l C l e m e n t i n a , s i n inbargo que le q u e r í a m u c h o , l e m i r a b a con cierto respeto, no a t r e v i é n d o s e casi n u n c a á confiarle con la expansión y franqueza necesaria sus inocentes secretos. Serian las cuatro de l a tarde cuando d o n G i l salió de su casa d i r i g i é n d o s e , a c o m p a ñ a d o del m a r i d o de Marta, á una alameda de su p r o p i e d a d que distaba muy poco de l a quinta. — ¿Queréis que os a c o m p a ñ e ? le p r e g u n t ó Clementina desde el b a l c ó n . — Hace demasiado calor t o d a v í a , d e s p u é s puedes ir á rcunirte con nosotros, l a dijo su abuelo s a l u dándola con l a mano a l internarse e n l a calle de parras. ha joven p e r m a n e c i ó l a r g o rato pensativa c o n templando las torres de Valle- R e a l que se d i s t i n g u í a n lo lejos. a A I J,1 ¡ n o se q u é h a c e r ! m u r m u r a b a C l e m e n - tina. Estoy avergonzada en presencia de m i abuelo P D ° r 1 1 0 d e b ^ e r l e confiado mis amores con A l b e r t o ; y e a s a r ° P de h o y ; j no q u i e r o tener secretos para é l ' • v «,i ' ^ ^ ademas q u é he de d e c i r l e ? . . . M e pre- — 178 — g u n t a r á e l nombre de m i amante, y no lo sé. Le conozco por Alberto solamente y le amo porque n be podido resistir á u n impulso de m i alma. E n fin esta situación no puede durar mucho tiempo. Haré que esta misma tarde hable á m i abuelo y al pedirle m i mano t e n d r á que descubrir su nombre y su posición. 0 Aunque embebida l a joven en estas reflexiones, no dejo de distinguir entre los árboles de la ribera u n bulto que conforme fué acercándose tomó la forma de u n soberbio alazán montado por un gallardo y elegante caballero. Detúvose junto a l árbol de l a esperanza, en cuyo punto y antes de desmontar agitó en el aire varias veces u n lienzo blanco. — I Y a está allí! exclamó Clementina abandonando el balcón precipitadamente. — ¿ D ó n d e vas, hija mia? ¿quieres que te acomp a ñ e ? la gritó Marta viéndola atravesar con velocidad el paseo de parras. — A g u á r d a m e en l a alameda, allá i r é á remarme con e l abuelito y contigo, contestó l a joven sin detener su paso. Poco después, hallábanse los amantes sentados á l a sombra de l a gigantesca encina y tratando en seria conferencia el modo de presentarse á don G i l . — Nunca mejor que esta tarde, querida mia, la decía Alberto; como mis intenciones son tan puras y m i único deseo es ser tu esposo cuanto antes, anbelo vivamente hablar á tu abuelo, y pidiéndole tu mano, - 179 — acelerar el momento de nuestra dicha. A s i , pues, iremos á buscarle a la alameda cuando gustes. cs — por mi paite ahora mismo; me pesa mucho te secreto, y deseo revelársele sin demora, vamos allá, exclamó Alberto levantándose. Dirigiéronse por el camino mas corto, y atravesando senderos bien conocidos de ambos, llegaron al sitio donde se hallaba don G i l . Marta, por distinto camino, llegó casi al mismo tiempo que ellos, y llena de curiosidad, los contempló largo rato, extrañandosobre manera ver á Clemenüna acompañada de u n desconocido y embebida a l parecer en una conversación íntima y cordial. Los jóvenes continuaban sin reparar en ella, andando hacia el extremo de l a alameda donde habían visto á don Gil. Marta tuvo intención de llamar á Clementina con su expansiva y natural franqueza, empero l a contuvo la majestuosa presencia de aquel joven que imponia respeto á primera vista, sin embargo de que aun no habia podido verle de frente. Los fué siguiendo y avanzó algunos pasos en el sitio donde debían volverse hacia ella para atravesar una estrecha senda. E n aquel momento pudo ver de ^ o la í i g u U r a y e l r o s t r o d e A l b e r t o I * buena nodriza fijó l a vista en él, primero con m ) r o l u e c ^con terror. ' § ° o n espanto creciente, y por último ^7end • n 0 S l h D Í S m Í ! l D Í 0 S m i o 1 r i t ó ° ° ° -- S ¿espavorida á reunirse con su marido y con — 181 — _ Buenas tardes, señor m a r q u é s , dijo Pedro. __ • Señor m a r q u é s ! m u r m u r ó Clementina m i r á n dole admirada. Don Gil, sin hacer caso de l a exclamación de su nieta, preguntó á Pedro : — ¿Conoces á este caballero? _ e i señor marqués de Valle-Real. _ ¿Es cierto lo que escucho? — Sí, señor, repuso Alberto; empero, como este titulo ha recaído en m í á consecuencia del fallecimiento de un pariente lejano que le poseía, no es fácil conozcáis por él á m i ilustre familia, si no os doy mas pormenores. — Decid. — Antes expondré el objeto que me conduce á vuestra presencia. — Dispensad, exclamó don G i l interrumpiéndole. Vuestra asombrosa semejanza con una persona que tengo motivos para odiar, es tan admirable, que no puedo reprimir mi curiosidad; y así os ruego tengáis la bondad, ante todo, de informarme de vuestra familia. — Soy huérfano; mis padres murieron lejos de España dejándome en l a infancia solo y dueño de su titulo y sus haciendas, y de las que posteriormente han recaído en mí con el marquesado de Valle-Real. — ¿Y cómo se llamaban vuestros padres? - M i madre era doña Blanca de Cambrero, marC a r o s a s y dama de honor de l a reina. "- ¿ vuestro padre? q U 6 S a d e Y TOMO H . — 482 — — Don Alvaro de P e ñ a r a n d a , gentil-hombre de S. M . — ¡ Su hijo ! m u r m u r ó don G i l con una profunda expresión de odio y cubriéndose la cara con las manos. — ¡El hijo de don Alvaro! balbuceó Marta y continuó diciendo á media voz: por eso le he confundido con é l ; si se parecen como dos gotas de agua, ¡tiene hasta el lunar que tanta gracia le hacia á mi infeliz señora !... Alberto miraba con asombro á unos y á otros; Clementina parecia una estatua; pálida, apoyada en el tronco de u n árbol, quedó inmóvil aguardando el resultado de aquella escena. Don G i l fué el primero que rompió el silencio : dominó su alteración haciendo un penoso esfuerzo; con un ademan imperioso m a n d ó retirar á Marta y su marido, y estos se dirigieron tristemente hacia la quinta. Luego, volviéndose hacia el m a r q u é s , le preguntó: — ¿Me buscabais, no es verdad? — Sí, señor. — ¿ Y en q u é puedo complaceros ? —- Vengo á pediros l a mano de vuestra nieta. — ¿Para quién? — Para m í , deseo hacerla m i esposa, nos amamos con la mas dulce ternura. — ¡ Para vos! para el hijo de don Alvaro! jamas !... Don G i l , t r é m u l o de cólera, cogió á Clementina de un brazo y l a gritó con voz de trueno : — ¡ Insensata! ¿ q u é has hecho ?... ¿desdecuando le amas?... decid, pronto, decid.... — 183 — • Dios mió ! m u r m u r ó l a joven sollozando y sin poder articular palabra. Calmaos, señor don G i l , dijo Alberto; ignoro l a causa de ese arrebato y puedo deciros que en m i proceder desde hace ocho dias que conozco á Clementina ha reinado la mayor lealtad; mis intenciones han sido las mas puras que puede abrigar u n caballero y mi único deseo es hacerla m i esposa, por lo cual aguardé vuestro regreso con impaciente anhelo. — i Nunca! ¡ Clementina no puede ser vuestra esposa!... — ¡ Y si nos amamos con d e l i r i o ! . . . — ¡ Que ese funesto amor se borre de vuestra alma para siempre! ¡ os lo m a n d ó en nombre de Dios!... El acento grave y solemne del anciano hizo temblar á los jóvenes, que se miraron confusos. — ¡ Explicadnos al menos !... — Ven, hija mia, ven, exclamó don G i l cogiendo el brazo de su nieta y arrastrándola tras de sí. — ¡ Os seguiré al fin del mundo !... m u r m u r ó A l berto. — ¡ Os lo prohibo!... ¡ caballero, retiraos!... dijo el anciano deteniéndose y con u n ademan lleno de majestuosa nobleza. D e c i d i n "7 e siquiera una palabra que calme m i ansiedad; y p qué me negáis l a mano de Clementina. 0 r l a explicación de m i negativa os hadaré en vues^acasa; aguardadme allí; en tanto juzgad como u n ueno vuestros amores y sepultad el recuerdo de m i — 184 — — ¡ A h ! ¡ su amor es m i vida !... — ¡ S u amor es vuestra muerte!... exclamó don G i l cogiendo en sus brazos á Clementina que se habia desmayado y conduciéndola á su casa. Alberto, anonadado, los siguió con la vista y lleno de dolor exclamó : — ¡Adiós, amada m i a ! . . . ¡adiós, si una mano cruel nos separa, el destino volverá á reunimos, pues nuestro amor tiene por t é r m i n o el altar ó la tumba!... CAPITULO XXIV SEPARACION. V. Cuando l a infeliz y acongojada Clementina volvió de su desmayo, se encontró en su lecho; á la cabecera estaba su abuelo inmóvil y silencioso. — ¡ Oh Dios mió ! ¡ Dios mió !... m u r m u r ó la joven recordando su situación y rompiendo en un prolongado sollozo. — ¿Cómo te sientes, hija mia? la preguntó don Gil. — Tengo el corazón oprimido, y quisiera llorar para desahogarme. — Llora, pues, Clementina, y olvida luego tus dolores. — 185 — _ • Ay 1 ni uno n i otro puede ser; no hay lágrimas n mis ojos n i olvido en m i corazón, para ese interesante episodio de m i existencia. Y a , sin Alberto, no puede haber para m í felicidad n i sosiego. —Te prohibo de una manera absoluta, terminante, y usando de toda la autoridad que tengo sobre t i , que vuelvas á pronunciar ese nombre, n i á pensar en esos amores que debes juzgar como u n sueño de tu fantasía. — ¿Pero decidme por q u é ? - | Silencio ! n i una palabra mas ; el p o r q u é lo sabrás á su tiempo. Clementina calló amedrentada por el imponente tono del anciano y mas aun por su severo aspecto. Don Gil abandonó el dormitorio y desde el gabinete inmediato estuvo dando á los diferentes criados que entraban y salían varias órdenes, haciendo trasladar ropas y objetos ; por lo cual hubo de comprenderla joven que se trataba de u n viaje precipitado. Se incorporó enla cama y hallándose completamente vestida, se fué deslizando despacio hasta colocarse en un sitio desde donde pudo observar todas las operaciones. Cuando se convenció de la certeza de su sospecha, sintió un dolor agudo, que casi volvió á trastornarla. — ¡Oh! cuan desgraciada soy! m u r m u r ó dejándose caer con desaliento en un sitial. ¿Qué he hecho, J>ios mio, para merecer esta suerte tan cruel? ¡ A l da* A l t ) e r t ! y a 1 1 0 t e v e r é m a s e r 0 e n m i " ° > P queda grabada tu imagen para siempre, ¡ no es P*Me olvide tu amor! ah ! nunca! sin t i , la V e n c í a m e es odiosa. a — 18G — A l llegar a q u í de sus tristes reflexiones tendió la vista en su derredor y vio el ramo de flores que su amante dejó en l a ventana l a noche de l a serenata. Sin embargo del prolijo esmero con que habia sido cuidado, estaba casi marchito. Le cogió, y besando sus hojas con amoroso éxtasis volvió á exclamar : — | Flores queridas ! ¡ tiernas mensajeras de sus sentimientos apasionados, sed m i consuelo, y unidas con su retrato y su cinta no os separéis de m i corazón ! ¡ fortalecedle y dadme fuerzas para sufrir esta dolorosa separación !... ¡ Ausencia cruel! ¡ que será eterna quizá ! ¡ E l carácter de m i abuelo es i n flexible y no puedo esperar piedad!... ¡ Nuestra esperanza está en el cielo ! ¡ allí nos r e m á r e m o s , Alberto mió, y bendecidos por m i madre gozaremos la dicha de los á n g e l e s ! . . . ¡ Pobre C l e m e n t i n a ! Se r e s i g n ó cual una m á r t i r á sufrir una vida de amargura y de tormentos, y sin ser d u e ñ a de su voluntad se dejó conducir maquinalmente al carruaje que los aguardaba á l a puerta de la quinta. E n muchas horas no salió de su aletargamiento, nada veía en torno suyo, su combatida imaginación p r e s e n t á b a l a de continuo ante los ojos un porvenir sombrío, cruel y tan triste como el de su madre. Recordaba con terror aquel sueño fatal en que una voz fatídica repitió á su oído « jamas será tu esposo » y que por una e x t r a ñ a fatalidad convinieron cou las que p r o n u n c i ó su abuelo al separarlos para siempre. Muchas horas debieron estar en camino; Clemen- - 187 una tampoco de esto supo darse r a z ó n ; sin embargo, uo pasó desapercibido á sus ojos que el sol se ocultó dos veces en el ocaso y todavía no pudo dar descanso á sus miembros, n i bailó el mas leve término parala lucha de su espíritu. Nosotros, lectores mios, nos adelantaremos; pues, antes que lleguen los viajeros, quiero conozcáis el paraje adonde el severo anciano conducía á su nieta con ánimo quizá de cortar de raíz u n mal que no tenia remedio. Con el nombre de Yillacotin, se conocía en los tiempos á que mi historia se refiere una bonita y alegre aldea situada á una corta distancia de Madrid. Está á la derecha de la carretera de Castilla, y medio escondida en el fondo de un valle, por el que cruza travieso y juguetón un cristalino riachuelo que, sin dejar su nombre de modesto arroyo, toma no obstante en invierno los honores de rio. Yillacotin compónese apenas de ochenta casas, siendo la mejor de ellas, y por lo cual sus habitantes la denominan el palacio, una que descuella entre todas por su segundo piso y un hermoso mirador, requisitos de que carecen las demás que únicamente se componen de una planta baja. Ahora bien; esta casa ó palacio, como queramos llamarle, pertenecía á don Gil del Manzanar, y le hartaba una hermana ele Marta la nodriza de Clementina. La señora Genoveva, este es su nombre, se casó un ano antes q Marta con un labrador llamado AnselU e — 488 — mo, el cual m u r i ó desgraciadamente dejando á u infeliz esposa sumamente pobre y con dos hijas. Don G i l , que apreciaba mucho á Genoveva por su carácter laboríos y recto, l a protegió, dándola por un módico arrendamiento l a bonita y saneada hacienda que poseía en Villacotin, y toda la planta baja del palacio. S Los jardines de esta hermosa casa, prolongábanse hasta fuera de la aldea, quedando una de sus puertas de salida, casi frente por frente de una ermita de la Soledad que veneran con especial devoción los habitantes de Villacotin. Genoveva tenia, según hemos indicado, dos hijas, que en la época que venimos á encontrarla, son ya» casaderas, y las cuales, si bien son ambas bellas y agraciadas, forman dos tipos enteramente opuestos por su figura y sentimientos. Inés es la mayor, y ha recibido de su buena madre el mismo carácter bondadoso y dulce. Tiene igualmente que aquella cabellos rubios, tez blanca y satinada, que forma u n precioso contraste con sus ojos oscuros de mirada l á n g u i d a y penetrante. Su fisonomía es tan expresiva, que seduce, y tan brillantes las cualidades que distinguen á esta hermosa joven, que es imposible verla una sola vez sin amarla y sin sentirse atraídos por su encantadora bondad. Dolores es l a hija menor de Genoveva, y para desgracia suya y ajena, posee u n alma tan pequeña y raquítica como su cuerpo. Aunque de corta estatura, es sin embargo bastante — 189 — linda; rubia, con ojos azules, de mirada torva, en l a 'pinta toda la malignidad de su corazón. Sumamente envidiosa y malintencionada, con un genio áspero y desapacible, forma u n conjunto desagradable al lado de su madre y hermana, que son ía amabilidad por excelencia. u e se Inés estaba sentada en el j a r d í n á l a sombra de u n laurel. Ocupábase en bordar á hurtadillas una petaca. Tiene un libro de poesías sobre l a falda y á cada momento lo coge ocultando l a labor, temerosa deque la sorprendan. E n uno de estos momentos, vio abrirse la puerta de las habitaciones interiores, apareciendo en ella Dolores, que echó á correr por una calle de ^los gritando : — ¿Inés, lúes, dónde estás ? — Aquí, hermana, á l a sombra del laurel. — ¡Jesús! siempre te vas escondiendo; vamos, ttfiora filósofa, á ver si quieres dispensarnos el obsequio de venir, pues tenemos huéspedes. — ¿Devoras? ¿ y quiénes son las amables personas que tienen la bondad de favorecernos ? p r e g u n t ó Inés con dulzura. — ¡ Sí; buen favor te dé Dios! á darnos mas guerra que un regimiento. Acaba de llegar un criado con una carta de don Gil en l a cual nos anuncia llegará esta noche con su nieta á hospedarse en nuestra casa. — S Cuánto me alegro ! tenia vivos deseos de conocer á Clementina. - ¿ T e a l e g r a s ? pues yo no. Y c por qué? Antes debes celebrarlo; estos señores — 190 — de t a n recomendables cualidades, á quienes nuestra m a d r e aprecia m u c h o , nos h a n protegido, d e j á n d o nos esta casa y s u h a c i e n d a , con lo que disfrutamos t a n a g r a d a b l e bienestar, y á no ser p o r esto Dios sabe c u á l s e r i a n u e s t r a suerte h a b i é n d o n o s dejado padre a l m o r i r e n l a m a y o r m i s e r i a . — ¡ V a h ! . . . ¡ l o que es eso no se lo agradezco !... ellos n o p o d í a n c u l t i v a r l a p o r sí y lo m i s m o les daba d e j á r n o s l a á nosotros que á otro c u a l q u i e r a . — E r e s m u y desgradecida, y no te acuerdas de tantos favores como debemos á esa d i g n a familia. — V a y a , d é j a t e de sermones y d í m e : ¿ s e r á muy h e r m o s a esa s e ñ o r i t a ? s i se parece á s u abuelo, taa secucho, con aquellos bigotes canos y aquel g e s t ^ avinagrado que no le a b a n d o n a u n momento, no debe ser m u y s i m p á t i c a . — Creo te e n g a ñ e s e n t u j u i c i o , pues he oido dec i r muchas veces á m a d r e , que d o ñ a E l i s a era de una belleza portentosa y que se le p a r e c í a m u c h o su hija Clementina. — T a m b i é n tengo entendido que esta s e ñ o r a no fué m u y feliz y no s é q u é lance h u b o de pasarla por ser demasiado c r é d u l a . — ¡ P o b r e s e ñ o r a ! b i e n caro p a g ó su amor y su credulidad. — B i e n e m p l e a d o l a estuvo : ¿ q u i é n l a mandaba casarse s i n p e r m i s o de s u padre y mientras l a ausencia de este? tales casamientos no pueden salir bien. — C a l l a , Dolores, no i n j u r i e s l a m e m o r i a de tan d i g n a s e ñ o r a . Nosotras debemos respetar su desgrac i a y r o g a r á Dios p o r su eterno descanso. — 191 — ' i a yo mala tonta en rezar por quien no va ni me viene; bastante tengo con padre y los demás difuntos de la familia. N m o g e r e __ ¡ Ay, Dolores!... qué carácter tienes tan poco compasivo. — No, que seré tan tonta y melindrosa como t ú . _ Vaya, haz el favor de dejarme en paz y vamos á disponer lo necesario para recibir á esos señores. — Lo que es yo no me cansaré mucho, disponlo t ú que tanto te alegras de su venida. — Tan indiferente me es tu cooperación como t ú misma. Eres incorregible. — Con tus sermones ele moral voy á enmendarme. Inés sin hacerla caso, se dirigió adonde estaba su jtaadre, y entre las dos arreglaron las habitaciones que debian ocupar don G i l y Clementina, sin que nada faltase para su descanso y comodidad. Entre tanto Dolores ocupó el sttio que acababa de dejar su hermana, y pretendiendo remedarla, tomó el libro que habia quedado sobre l a arena. Leyó unos cuantos versos sin comprenderlos, hasta que cansada le arrojó lejos de sí exclamando : — ¡ Vah, está visto que no sirvo para filósofa, porque la lectura me da s u e ñ o ! . . .