AGRICULTORES DE CABECERA No recuerdo si fue a instancias del departamento de salud pública o del de agricultura, o de ambos a la vez, pero lo cierto es que el programa de agricultores de cabecera resultó un éxito. Una emergente generación de agricultores encontró en la vuelta al abastecimiento de la ciudad una nueva profesión. Por lo demás, nada nuevo bajo el sol: desde la fundación de la ciudad, hasta la generalización de la forma de producir industrializada, los campesinos del entorno rural habían sido los principales responsables del abasto urbano. Los nietos —paradojas de la vida— regresaron al modo de vida de los abuelos, aunque no lo hicieron exactamente igual, ni mucho menos con la falta de consideración que sus antepasados aldeanos habían recibido de las emergentes élites burguesas y rentistas urbanas, que los consideraban clases subalternas. Los nuevos aldeanos, los nuevos campesinos en este primer tercio del siglo XXI, habían regresado a la ciudad por la puerta grande para hacerse cargo de una de las piedras angulares de la salud pública: la alimentación equilibrada de calidad. “Somos lo que comemos” había dejado de ser un mero slogan para convertirse en el fundamento de la salud pública agroalimentaria. Gracias a los nuevos agricultores de la periferia urbana, los huevos volvieron a ser de aldea, la leche volvió a ser leche sin deslechar, los pollos volvieron a tener la carne recia y el hueso duro, por la fruta se volvió a esperar a la temporada, los chorizos volvieron a su sanmartín y las huertas volvieron a florecer con variedades locales de tomate, guisante, pimiento,…que nacían de nuevo en las casas campesinas y no en el consejo de administración de una multinacional agroindustrial de semillas homogeneizadas. Nadie recuerda tampoco a quién se le ocurrió la idea de prestigiar tanto a los proveedores de nuestra alimentación como a los profesionales de la salud, y recurrir al símil del médico de cabecera y al sistema de salud primario, pero el caso es que aquella visión permitió dar paso a un encadenamiento de reformas que fue desmontando la legislación agraria, nacida y crecida a la sombra del pensamiento industrial, para dar paso a una agricultura pensada para ajustarse a las nuevas necesidades de las personas y a las posibilidades agroecológicas de la región. Los agricultores, los revitalizados profesionales de la alimentación, se vincularon tanto a la salud de las personas como a la del planeta. La agricultura hizo dos cosas: quedarse con lo mejor de la tecnología y la ciencia alimentaria industrial —que había hecho aportaciones extraordinarias— y volver a enraizarse en los principios agroecológicos locales. Así los ganados volvieron a fabricar humus con la ayuda de las lombrices, el monte bajo volvió a ser la cama, y las ovejas y las cabras, extinguidas tras el monopolio del vacuno y la forestación de papel, retornaron al monte que, como volvía a tener función y rentabilidad, dejó de quemarse a lo bonzo. Cada agricultor de cabecera tenía a su cargo entre 100 y 150 familias, en función del número de miembros, la edad de estos y sus necesidades de alimentación. Y en su explotación —altamente tecnificada y agroecológica— florecieron los nuevos valores del progreso —economía colaborativa, circular, reciclaje, seguridad alimentaria, seguridad ambiental,…— que crearon una inédita relación entre el campo y la ciudad. Los consumidores escogían a su agricultor de cabecera estableciendo así una relación de confianza mutua. Las pequeñas tiendas de barrio, como centros de salud agroalimentaria, se encargaban de la distribución de los productos del entorno. Y los restaurantes, o los centros públicos con servicios de comedor, también fueron abastecidos por agricultores de cabecera. Los gobiernos abandonaron las políticas compensatorias de rentas agrarias y lideraron la transición hacia el fomento de la agricultura regional inteligente y la alimentación responsable. Y gracias a eso el sistema de salud pública fue virando hacia lo preventivo antes que hacia lo curativo. El empleo en la agricultura empezó a crecer y los paisajes rurales volvieron a la vida. Buscando los antecedentes que dieron paso a las agriculturas periurbanas y a los agricultores posindustriales encontré numerosas iniciativas. A partir de los primeros años del siglo XXI se produjo una explosión de ensayos y propuestas con las que gobiernos y consumidores de todo el mundo buscaban la manera de superar las contradicciones en las que había entrado el negocio de la industrialización agroalimentaria. Gracias a ello pasamos del fast al slow. Citaré tan solo un par, pero ya digo que hubo cientos. El Departamento de Agricultura de los Estados Unidos presentó en 2016 un programa para vincular a los consumidores urbanos con los agricultores de proximidad: every family needs a farmer: know your farmer, know your food (cada familia necesita un granjero: conoce tu comida, conoce a tu granjero). Y la estrategia para la alimentación de la ciudad canadiense de Vancouver (Vancouver food strategy) fue pionera en vincular salud, alimentación y medio ambiente. La obesidad, que había sido una pandemia a finales del siglo XX, empezó a declinar, al tiempo que la comida volvía a tener los pies en la tierra y la Tierra comenzaba a enfriarse. De momento, por estos pagos, seguimos soñando con agricultores de cabecera y regiones agropolitanas para superar el tedio del inmovilismo nacional en el que ha caído el país. Mientras imaginamos un futuro diferente, en otros lugares que están a tiro de ratón y pantalla, están poniendo los cimientos a los sueños de las nuevas agriculturas. Nos indican la Luna pero nosotros seguimos mirando para el Boletín Oficial. Jaime Izquierdo 5 de junio de 2016