MANGÚ

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Mangú
Cuando cae la noche
Se miró al espejo, recogió sus cabellos y se puso el vestido negro que había comprado en la
tarde. Esa noche, igual que las pasadas, vagaría errante entre las viejas calles de la ciudad.
Confundida y cansada se detuvo frente a uno de los cristales de los almacenes Central. El
reflejo que contempló le pareció ajeno. Trató de reconocer las facciones que se dibujaban
sobre la superficie incolora, pero no pudo. Era una extraña para sí misma. Siguió
caminando, arrastrando los viejos zapatos de tacones quebradizos.
Al cruzar la calle, se sintió sola, sola y vacía. Hacía veinte años desde el primer día
en que se atrevió a invadir la intersección Manco Cápac y 28 de Julio. Ya no era la
chiquilla que contorneaba su figura al deslizarse por la calzada, aún así el pudor seguía
sonrojando sus mejillas. Sus amigas ya se habían retirado y hordas de jovencitas llenaban el
campo que ellas habían dejado libre. Recostada sobre la pared se puso a recordar a Mangú.
A la pequeña que se escondía tras el gran aparador de la sala cuando papá Joaquín llegaba
borracho y golpeaba con sus botas el piso. Sus grandes manos destrozaban todo lo que
encontraba a su paso mientras silbaba una tonada sobre Aída la mujer perdida de caderas
anchas y vestidos de seda. A lo largo de los años aprendió a tolerar muchas cosas, pero
cada vez que un hombre ebrio se le acercaba, la inundaba una mezcla de asco y espanto que
no podía evitar. En su cuarto nunca recibió a un borracho, aunque pagara bien. Mangú no
comprendía por qué después de tantos años ese era el único recuerdo que no la había
abandonado. Nada cabía en su mente ni la voz de su madre, ni la sonrisa de su hermano,
nada más que ese olor inconfundible y la tonada de la mujer perdida.
Se dio cuenta de que hacía frío y buscó un cigarrillo en su bolso, como siempre no halló
nada. Sólo un preservativo de esos verdes que vendían en la farmacia Leo, si la que
quedaba a la vuelta del edificio donde vivía y al que nunca se había acostumbrado a llamar
hogar. Cruzó al bar de enfrente, ahí siempre habría un chiquillo dispuesto a regalarle uno. A
pesar de su edad, sus ojos negros todavía despertaban el entusiasmo de quién se animaba a
contemplarlos de cerca.
Su cuerpo, aunque delgado, todavía tenía las formas que la
hicieron ser la muchacha más codiciada de la cuadra. Muchas noches se dio el lujo de
despreciar a dos o tres clientes y hasta de elegir a los más atractivos, pero esas épocas ya se
habían esfumado. Ahora sólo le quedaba coquetear por un cigarrillo gratis.
En la barra había una jovencita que luchaba por no se despedazada por la manos de
su ocasional acompañante. Parecía que el tipo tenía demasiada prisa y ella aún estaba muy
nerviosa como para ir al hotel. En los ojos de esa niña creyó verse así misma, cuando
recién empezaba. Sintió odio y desprecio por el canibalismo de los hombres, por aquellos
que creen que por ser puta se deja de ser mujer. Pidió un trago y mientras esperaba decidió
lo que por tantos años había postergado. Cuando el tipo pidió la cuenta ella ya había pagado
la suya, se apresuró a coger su bolso y caminó tras ellos. Entraron al hotel de siempre, al
destartalado Camaleón Negro. Se escuchó un grito y unos pasos en la escalera, pero nadie
salió. Era común escuchar llantos y gritos en aquel lugar. Mangú se alejó por la puerta
trasera mientras una lágrima negra surcaba su mejilla y en el viento se escuchaba la tonada
de Aída la mujer perdida de caderas anchas y vestidos de seda.
Karl
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