el retrato - Liberbooks

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Nikolái Gógol
EL RETRATO
Primera parte
E número de gente era la galería de cuadros del edi-
l lugar de la ciudad donde se detenía el mayor
ficio Schukin. En aquel almacén se reunía el conjunto más
diverso de novedades: en su mayoría, los cuadros estaban
pintados al óleo, recubiertos de una pátina verde oscura
y se encuadraban en marcos de un matiz amarillo oscuro.
Los temas preferidos eran el invierno con sus árboles
blanqueados por la nieve, las noches rojizas como el nacimiento de un incendio, y el campesino flamenco fumando
en pipa, pareciéndose más a un gallo en mangas de camisa
que a un hombre. A estos temas se añadían varias imágenes grabadas: el retrato de Josrev-Mirsa con gorra de
badana y las efigies de no sé qué generales con tricornio
y nariz torcida.
Por añadidura, la entrada de una galería de esta clase
se adorna habitualmente con diversidad de litografías que
atestiguan el talento innato del ruso. Una de ellas representaba a la reina Miliktrisa Kirbitievna; otra, la ciudad
de Jerusalén, entre cuyas casas e iglesias destacaba, sin
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uniformidad, un trazo de pintura roja, abarcando parte de
la tierra y a dos mujiks rusos que estaban rezando.
Para estas obras escaseaban los compradores, pero en
cambio abundan los mirones. Seguramente, ante ellas estará ya detenido algún lacayo holgazán que lleva la comida del restaurante a su barin,1 el cual, indudablemente,
comerá una sopa algo fría.
Ante las litografías estará también algún ex soldado,
boquiabierto, embutido en su abrigo y que vende en la
feria un manojo de cortaplumas, así como alguna vendedora con una caja repleta de zapatillas forradas.
Cada espectador tiene su modo de extasiarse: los mujiks señalan con los dedos, los caballeros contemplan con
aire grave, los pinches de los restaurantes y los aprendices
de los talleres ríen y se burlan de las caricaturas, los viejos
lacayos de abrigos ribeteados miran aburridos para bostezar a sus anchas en un sitio protegido, y las vendedoras
ambulantes, las jóvenes «babas» rusas, acuden instintivamente a escuchar lo que dicen los demás y a mirar lo que
atrae la atención de tanta gente.
Ante la galería de cuadros se detuvo aquel día, involuntariamente, el joven pintor Chartkov, que pasaba por
allí. Su viejo abrigo y el traje poco elegante revelaban en
Chartkov al hombre dedicado con espíritu de sacrificio a
su labor y que no tiene tiempo de ocuparse de su indumentaria, cosa que siempre ejerce una fascinante atracción
entre la juventud.
Al detenerse ante la galería, el pintor empezó a reírse
por dentro de aquellos cuadros informes aun dentro de su
1. Señor, amo.
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El retrato
misma. deformación. Por fin, meditó involuntariamente
sobre algo incomprensible, ¿quién podía necesitar semejantes obras? No le asombraba que el pueblo ruso pudiese
prestar interés a cuadros como los Foma y Eresma o los
Eruslán Lazarevich; los temas representados eran muy accesibles y fáciles de comprender para el pueblo.
Pero, ¿quiénes serían los compradores de aquellos
esperpentos pintarrajeados, chillones y sucios? ¿Quién
necesitaba contemplar a aquellos campesinos flamencos,
aquellos paisajes rojos y azules, reveladores de cierta pretensión a un nivel superior de arte, pero que también
destacaban su profunda humillación? Aquello no parecía
en absoluto la obra de un adolescente autodidacta; de ser
así, aquellos cuadros, a pesar de todo su carácter caricaturesco y sin vida, hubieran revelado algún indicio de
ingenio.
Pero aquí solamente se apreciaba estolidez, una mediocridad impotente y avejentada, que por propia decisión se había incrustado en la línea de las artes cuando
su verdadero sitio estaba entre los oficios inferiores. Una
mediocridad que, con todo, era fiel a su vocación y aportaba su saber al propio arte. ¡Los mismos colores, la misma manera, la misma mano fatigada y rutinaria, que más
bien parecía pertenecer a un robot mal construido que a
un hombre...!
Chartkov estuvo durante un rato inmóvil ante aquellos
cuadros sin interesarse en ellos para nada, mientras que
el propietario del establecimiento, hombre agrisado y que
no parecía haberse afeitado desde hacía una semana, le
hablaba sin cesar regateando cierto precio, aun cuando
ignoraba lo que le gustaba o lo que le haría falta.
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Nikolái Gógol
—Ese paisaje y esos campesinos valen cinco rublos. ¡Fíjese en la calidad de la obra! ¡Es un placer inmenso contemplarla! Hace muy poco tiempo que he recibido estos
cuadros. Y lo demuestra el hecho de que la pintura no se
ha secado aún. Y mire este paisaje de invierno..., sólo vale
quince rublos. Es decir, lo vale el marco solamente...
El comerciante acarició la tela quizá para probar la
calidad del paisaje.
—¿Quiere que se los empaquete juntos para llevárselos?
¿Dónde vive usted? ¡Eh, muchacho, tráeme una cuerda!
—Un momento, hermano... despacio... —dijo el pintor,
bajando de las nubes al advertir que el habilidoso comerciante se aplicaba a la tarea de empaquetar ambos cuadros.
Realmente le molestaba un poco marcharse de la tienda
con las manos vacías y dijo:
—Un momento..., veré si hay por aquí alguna cosa que
me interese más.
Se inclinó y comenzó a levantar del suelo unos cuadros cubiertos de polvo, ajados, que formaban un montón informe y que al parecer no merecían respeto de la
clientela. Allí se veían antiguos retratos de familia, cuyos
descendientes quizá ya no existían en este mundo; imágenes totalmente incomprensibles pintadas sobre lienzos
que ya estaban rotos, marcos que hacía tiempo perdieron
su dorado, y, en una palabra, toda clase de venerables
desechos.
Pero el pintor continuaba buscando, reflexionando:
«Quizá haya aquí algo interesante». Más de una vez había
oído decir que en aquellos establecimientos de cuadros baratos podían descubrirse obras maestras entre toda clase
de basura de color.
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El retrato
El propietario, al fijarse donde estaba hurgando Chartkov, dejó de lado toda su oficiosidad y servilismo y,
adoptando su acostumbrado aire de importancia, se acercó nuevamente a la puerta desde la que comenzó a llamar
nuevamente a los transeúntes, señalando a su local:
—¡Escuche, señor, entre aquí! ¡Vea estos maravillosos
cuadros! Pase..., pase..., ¡acabo de recibirlos!
Ya había gritado lo suficiente hasta quedar casi ronco
y hablando con otro comerciante que vendía paños al otro
lado de la calle, cuando repentinamente recordó que en su
local había un comprador. El hombre volvió la espalda a
los transeúntes y entró de nuevo en la tienda.
—Bien, señor —dijo—. ¿Ha elegido usted algo?
El pintor se hallaba inmóvil desde hacía largo rato,
contemplando un retrato rodeado por un gran marco que
hacía años había perdido su brillo dorado.
Era el retrato de un anciano con facciones broncíneas,
pómulos prominentes y aire enfermizo: parecía que el que
había pintado aquel retrato había sorprendido al viejo en
un momento en el que sus facciones tuvieran cierto movimiento convulsivo.
El aspecto general del anciano no tenía nada de nórdico y sí se parecía más a un habitante del ardiente mediodía. Lucía una larga túnica o jaique asiático. A pesar de
los daños sufridos por el cuadro por el paso de los años,
Chartkov se dio cuenta de que allí había quedado impresa
la indudable maestría de un pintor, de un gran pintor.
El retrato estaba sin terminar, pero resultaba evidente la
fuerza del pincel. Lo más extraordinario eran los ojos:
aparentemente el pintor había volcado en ellos todo el
poder de su paleta. Los ojos miraban con terrible fijeza
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Nikolái Gógol
y parecían destruir con su extraña viveza la armonía del
conjunto.
Cuando Chartkov llevó el cuadro hasta la puerta, el
retrato produjo en el público la misma impresión. Una
mujer, deteniéndose detrás del pintor, exclamó:
—¡Si parece que mira de verdad!
Y acto seguido retrocedió espantada.
Chartkov experimentó una sensación desagradable
ante la exclamación de la mujer. Era una sensación desagradable e incomprensible. Luego dejó el retrato en el
mismo lugar donde lo había encontrado.
—¿Piensa llevarse ese retrato? —preguntó el propietario.
—¿Cuánto quiere por él? —interrogó el pintor.
—No discutamos eso..., deme un rublo.
—No.
—¿Cuánto ofrece usted?
—Cincuenta centavos —replicó el pintor, disponiéndose
a retirarse.
—¡Pero si con ese dinero ni siquiera se podría comprar
el marco! ¡Señor..., señor..., vuelva aquí! Aumente por lo
menos algunos centavos más. Bien, tómelo..., deme esos
cincuenta centavos. Francamente, se lo vendo aunque
nada más sea para estrenar el día..., y porque es usted el
primer cliente.
Después de esto el propietario del almacén hizo un gesto
que significaba: «¡Qué le vamos a hacer! ¡Adiós, cuadro!»
De esta manera, en forma totalmente inesperada, Chartkov compró un antiguo retrato pensando: «¿Para qué
he comprado esto? ¿De qué me servirá?» Pero ya era tarde para retroceder. Extrajo del bolsillo una moneda de
cincuenta centavos, se la entregó al dueño y partió del
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El retrato
establecimiento con el cuadro debajo del brazo. Por el
camino recordó que la moneda que había entregado era
la última que poseía. Súbitamente se sintió invadido por
un cúmulo de sombríos pensamientos. Instantáneamente
sintió despecho y un enorme vacío en el alma.
—¡Qué diablos..., vaya una vida más cochina!
Casi pronunció estas palabras en voz alta con todo el
énfasis del ruso cuyos asuntos no marchan muy bien.
Caminando rápido y casi maquinalmente, sintiendo
indiferencia hacia todo cuanto le rodeaba, se dirigió a su
domicilio. El cielo aún aparecía teñido de oro viejo y las
casas ya mostraban las sombras del crepúsculo. Mientras
tanto se intensificaba el frío resplandor azulado de la luna.
Unas sombras ligeras, semitransparentes, se reflejaban en
el suelo como si fuesen colas, rechazadas por las casas
y por los pies de los transeúntes. El pintor comenzaba a
fijarse en el cielo iluminado entonces por una luz tenue,
como dudosa, y casi al mismo tiempo brotaron de sus
labios las palabras: «¡Qué matiz tan ligero!» y «¡Qué aburrimiento, voto al diablo!» Luego acomodó mejor bajo el
brazo el cuadro que se deslizaba hacia abajo y apresuró
más el paso hacia su casa.
Sudoroso y agotado llegó finalmente a su domicilio
situado en un barrio de extramuros. Abordó las escaleras
que subió jadeante. Los escalones estaban muy sucios, salpicados de agua y con evidentes huellas de perros y gatos.
Cuando llamó a su puerta no recibió ninguna respuesta. El
conserje no estaba. Chartkov se apoyó —sobre la ventana
disponiéndose a esperar, hasta que se oyeron pasos a su
espalda. Eran los de un mocetón de camisa azul, su criado
y modelo, que además siempre se encargaba de limpiarle
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Nikolái Gógol
la paleta y fregar los suelos. Por otra parte, cuando había
terminado de fregar estos últimos los volvía a ensuciar
inmediatamente con sus botas. El muchacho se llamaba
Nikita y cuando su amo estaba ausente se pasaba todo el
tiempo en la calle. Durante cierto rato, Nikita se esforzó
por acertar a meter la llave en la cerradura, invisible en la
oscuridad. Por fin se abrió la puerta. Chartkov entró en
el vestíbulo donde reinaba el mismo frío glacial de todas
las casas de los pintores, detalle que éstos jamás advertían. Sin entregarle el abrigo a Nikita, entró en su estudio,
un aposento cuadrado, amplio, pero bajo de techo, con
ventanas llenas de escarcha y repleto de todo tipo de elementos pictóricos; fragmentos de brazos de yeso, lienzos,
bocetos iniciados y ropa para modelos arrojada en informe montón sobre una silla. Chartkov se sentía muy fatigado. Se quitó el abrigo, colocó distraídamente entre otros
lienzos el retrato que había adquirido y a continuación se
tendió sobre un estrecho sofá, que no podía considerarse
como tapizado en cuero, ya que la fila de clavos de cobre
que en otro tiempo sujetara al cuero había desaparecido
y parte del cuero también, de forma que Nikita metía
debajo de éste los calcetines, las camisas y toda la ropa
sucia. Después de haberse tendido allí durante un rato,
Chartkov pidió una vela.
—No hay —contestó Nikita.
—¿Que no hay?
—Tampoco la hubo ayer.
El pintor recordó que el día anterior tampoco había habido vela, y, en consecuencia, se calmó y guardó silencio.
Luego dejó que su criado le desnudara y se puso una
bata muy raída.
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El retrato
—Ha estado aquí el dueño de la casa —dijo Nikita, al
cabo de un rato de silencio.
—¿A causa del alquiler? Ya lo sé —respondió el pintor
con gesto de indiferencia.
—Pero no ha venido solo.
—Entonces, ¿con quién vino?
—No lo sé..., me pareció un funcionario de la policía.
—¿Por qué razón?
—Tampoco lo sé..., dijo que venían por la falta de pago
del alquiler.
—¿Y cuál será el resultado de todo eso?
—Pues tampoco lo sé. Oí que decía: «Si no quiere pagar que se vaya». Me parece que los dos piensan volver
mañana otra vez.
—Que vengan cuando quieran —comentó con indiferencia Chartkov.
Y acto seguido se sintió invadido por cierto estado de
ánimo melancólico.
El joven Chartkov era un pintor de talento que prometía mucho. De vez en cuando su pincel ponía de manifiesto
su espíritu observador, su imaginación y un ágil afán de
acercarse a la naturaleza.
—Escucha, hermano —le había dicho a menudo su profesor—, tienes talento y cometerías un pecado si lo desperdiciaras. Eres impaciente; si te agrada algo, si algo te seduce,
te sientes absorbido y todo lo demás ya no significa nada
para ti hasta el punto de que ni siquiera te importa todo
cuanto te rodea. Procura no convertirte en un pintor de
moda. En este momento ya tus colores chillan más de
la cuenta, tu dibujo no es severo, porque muchas veces
su trazo es débil y la línea no se ve. Por lo tanto corres
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Nikolái Gógol
en pos de una iluminación moderna, de lo que llama la
atención a primera vista. Ten cuidado porque el mundo
está empezando a arrastrarte. A veces veo alrededor de
tu cuello una bufanda elegante, un sombrero llamativo...
Todo esto resulta atractivo sin duda alguna. Se puede uno
lanzar a pintar cuadritos de moda y retratos sólo por el
dinero, pero siempre ten presente que de ese modo el talento se esfuma en lugar de cobrar más impulso. Hazme
caso, procura reprimirte. Piensa en cualquier trabajo y
abandona las pretensiones de dandismo. Deja que los demás cosechen tu dinero. Tú tendrás lo tuyo.
El profesor tenía razón en parte. A veces, efectivamente, nuestro pintor sentía deseos de divertirse, de lucir una
prenda elegante, en una palabra..., de exhibir su juventud
en alguna forma. Pero se dominaba. Durante ciertos períodos podía olvidarse de todo al tomar el pincel y únicamente lo abandonaba con esfuerzo, como quien despierta
de un maravilloso sueño. Su gusto iba desarrollándose
visiblemente. Aún no había llegado a comprender toda la
profundidad de Rafael, pero se sentía sumamente atraído
por el pincel de Guido, se detenía ante los retratos de Ticiano, o se extasiaba ante las obras maestras de la pintura
flamenca.
La aureola de misterio que rodeaba a los cuadros antiguos aún no había desaparecido por entero para él; pero
ya adivinaba en ellos algo, aunque en su fuero interno
no admitía la aseveración de su profesor en el sentido
de que los maestros antiguos eran inalcanzables para los
modernos.
Incluso tenía la impresión de que el siglo diecinueve
les había aventajado considerablemente en cierta for-
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El retrato
ma, y que la imitación de la naturaleza era en aquellos
momentos más brillante, más viva, más cercana. En una
palabra, Chartkov pensaba, como toda la juventud, que
ya ha alcanzado algo y lo siente con orgullo. A veces se
sentía molesto porque un pintor francés o alemán que
visitaba el país producía una enorme sensación general
con su habilidad profesional, la audacia de su pincel y la
brillantez de sus colores, y que, en consecuencia, aquellos
pintores extranjeros amontonaban mucho dinero en un
abrir y cerrar de ojos.
Esto no se le ocurría a Chartkov cuando, inmerso en su
trabajo, se olvidaba de comer y beber y hasta del mundo
entero, sino más bien cuando finalmente sentía el acicate
de la necesidad, cuando carecía de dinero para adquirir
pinceles y pintura o cuando el pegajoso dueño de la casa
se presentaba allí a exigir el alquiler.
Entonces veía la suerte del pintor rico; e incluso se le
ocurría la idea tan familiar a los espíritus rusos de abandonarlo todo y lanzarse en brazos de una orgía para matar
sus penas, su despecho frente a la vida. En aquellos momentos así se sentía.
«Sí, aguántate..., aguántate —se dijo a sí mismo con
fastidio—. Hasta la paciencia tiene su término. ¡Aguántate!
¿Y con qué dinero almorzaré mañana? Nadie me prestará
un solo centavo. Y si trato de vender todos mis cuadros
y dibujos me pagarán por todos ellos una miseria. Desde
luego han sido útiles; ninguna de mis obras ha sido vana,
porque en cada una de ellas he aprendido algo. Pero,
¿para qué me sirven?... No son más que estudios, tentativas de hacer algo mejor..., y creo que siempre seguiré
igual..., esto no tendrá fin. Y además, ¿quién los comprará
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Nikolái Gógol
sin conocer mi nombre? ¿Y quién necesita dibujos de los
clásicos o de modelos al natural, aunque sea el retrato de
mi criado Nikita, a pesar de que este retrato es mucho mejor que cualquiera de los que hacen los pintores de moda?
Y después de todo, ¿qué? ¿Por qué he de devanarme los
sesos como un aprendiz, cuando podría salir adelante y
ganar dinero como los demás?»
Tras haber pensado así, el pintor tembló súbitamente
y palideció. Desde uno de los lienzos le miraba un rostro
terriblemente deformado. Dos ojos horribles parecían querer atravesarle y en los labios había una muda y amenazadora advertencia para que guardara silencio. Asustado,
Chartkov quiso gritar y llamar a Nikita, quien roncaba
sonoramente en su cuarto, pero repentinamente se echó a
reír. Inmediatamente se desvaneció la sensación de terror.
Aquél era el retrato que acababa de comprar y que ya
había olvidado. La luz de la luna, el iluminar el aposento,
también le había tocado, infundiéndole una extraña vida.
Chartkov lo examinó y lo limpió. Tras haber humedecido una suave esponja, la pasó varias veces por el retrato,
quitándole el polvo y la suciedad que se habían acumulado; luego lo colgó en la pared y contempló maravillado
aquella extraordinaria labor. Todo el rostro parecía haber cobrado vida y los ojos le miraban de tal modo que
el pintor terminó por estremecerse y retroceder, diciendo
con asombro:
—¡Mira..., me mira con ojos humanos!
De repente acababa de acordarse de un relato oído
hacía ya mucho tiempo de labios de su profesor sobre un
retrato pintado por el famoso Leonardo da Vinci, en el
que el maestro había trabajado por espacio de dos años y
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El retrato
que aún así había quedado sin terminar, retrato que, según Vasari, estaba considerado por todo el mundo como
una obra de arte de suma perfección. Se aseguraba también que quizá lo que estaba más acabado eran los ojos,
que parecía ser que asombraban a sus contemporáneos.
Leonardo había sorprendido hasta las más insignificantes
venillas para pasarlas al lienzo.
De lo que no cabía duda alguna era que en aquel retrato que él tenía ante sí había algo espantoso. Aquello
ya dejaba de ser arte; destruía, incluso, la armonía del
propio retrato.
¡Los ojos eran vivos, humanos! Parecían haber sido
extraídos del cuerpo de un hombre y luego encajados en
el lienzo. Mirándolos, no se experimentaba el elevado deleite que se apodera del alma al contemplar la gran obra
de cualquier pintor por espantoso que sea su tema..., porque aquellos ojos provocaban un sentimiento lánguido y
enfermizo.
«¿Qué significa esto? —se preguntó a sí mismo Chartkov—. Después de todo se trata de un modelo al natural,
de un modelo vivo. Entonces y si es así, ¿por qué experimento esta sensación tan desagradable? ¿O es que la
imitación servil y literal de la naturaleza constituye ya
en sí un crimen y se parece a un grito chillón y deforme?
¿O será que cuando se acomete un tema con indiferencia,
con poca sensibilidad, el objeto sólo se nos presenta forzosamente con toda su terrible realidad, como cuando al
querer conocer a un hombre magnífico, uno empuña el
bisturí, le abre las entrañas y encuentra cosas espantosas
y desagradables? ¿Por qué la naturaleza sencilla se ve bajo
otra luz en manos de un determinado pintor y no provoca
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Nikolái Gógol
ninguna impresión inferior y sí, en cambio, cierto éxtasis
tras el cual todo fluye y se mueve a nuestro alrededor con
más tranquilidad y más equilibrio? ¿Y por qué esa misma
naturaleza parece inferior y más sucia en manos de otro
pintor, a pesar de que tal pintor ha sido igualmente fiel
a la naturaleza? Pero no, lo que ocurre es que hace falta
algo que la ilumine. Exactamente igual que ocurre con un
paisaje, que por magnífico que sea, le falta algo si el cielo
no está iluminado por el sol.»
Chartkov se acercó otra vez hasta el lugar donde colgaba el retrato para examinar cuidadosamente aquellos ojos
espléndidos, y observó con terror que los ojos efectivamente le miraban a él. Aquello ya no era una copia de la naturaleza, sino la extraña vida con que podía estar iluminado
el semblante de un muerto al incorporarse en su tumba.
Quizá aquella impresión se debiese a la luz de la luna
que llevaba en sí el delirio del pensamiento y le daba a
todo distintos contornos totalmente opuestos a los provocados por la luz del día. La cuestión fue que Chartkov,
repentinamente, tuvo miedo de estar solo en la habitación. Se alejó en silencio del retrato, se volvió de costado
y procuró no mirarlo. Aun así no podía evitar verlo de
soslayo. Por fin, al pintor le inspiró miedo el mero hecho
de recorrer la habitación. Tenía la impresión de que, de
un momento a otro, alguien comenzaría a seguirlo... y así,
se volvía constantemente, con timidez, para mirar hacia
atrás. Nunca había sido cobarde, pero su imaginación y
sus nervios se excitaban fácilmente y aquella noche no
podía explicarse a sí mismo su involuntario temor.
Tomó asiento en un rincón, pero incluso así creyó que
alguien le miraría directamente por encima del hombro.
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El retrato
Tampoco disipaban sus temores los ronquidos que llegaban a sus oídos desde el otro cuarto. Finalmente, Chartkov, con timidez y sin alzar los ojos para nada, se puso en
pie, y rodeando el biombo se acostó. Por entre las rendijas
del biombo veía todo el estudio iluminado por la luz de
la luna más el retrato colgado en la pared. Los ojos se
clavaban en él con una expresión cada vez más terrible y
penetrante hasta el punto de que parecían mirarle sólo a
él. Con el corazón oprimido, Chartkov resolvió levantarse, tomó una sábana y, acercándose al retrato, lo envolvió
en ella cuidadosamente.
Después tomó asiento sobre el lecho con más tranquilidad, pensando una vez más en la pobreza y en la mala
suerte del pintor..., en el espinoso camino que debía recorrer en este mundo, y mientras tanto, sus ojos atisbaban
involuntariamente por las rendijas del biombo, clavando
los ojos en el retrato envuelto con la sábana.
La luz lunar aumentaba la blancura de la sábana, y
Chartkov creyó que los terribles ojos llegaban hasta el
extremo de transparentarse en el fino lienzo. Totalmente aterrorizado, miró hacia la sábana con más atención
como si deseara convencerse de que todos sus temores
eran absurdos. Pero finalmente, atemorizado..., vio, vio
con claridad: la sábana había desaparecido..., y el retrato
se hallaba completamente descubierto..., y los ojos seguían
mirándole..., mirándole de un modo penetrante, como si
quisieran llegar al fondo de su alma.
Chartkov sintió un sobresalto. Vio cómo el anciano se
movía y se aferraba con ambas manos al marco, y cómo
después de haberse incorporado y sacado ambas piernas
del cuadro, saltaba al suelo...
203
Nikolái Gógol
Por la rendija del biombo no se veía más que el marco
vacío. Se oyeron sonar unos pasos en la habitación..., unos
pasos que se acercaban lentamente al biombo. El pintor
sintió que su corazón latía con violencia. Conteniendo la
respiración, esperó. Sin duda alguna el anciano daría la
vuelta al biombo y le miraría.
Efectivamente, el rostro color de bronce surgió de repente por una esquina del biombo y le miró de arriba
abajo. Chartkov quiso gritar y sintió que no podía hacerlo, que la voz se negaba a salir de su garganta. Quiso
moverse pero no le obedecieron sus miembros. Con la
boca abierta y casi conteniendo la respiración contempló
al extraño fantasma de elevada estatura, con sus extrañas
vestiduras asiáticas y esperó. ¿Qué pensaría hacer el viejo? El anciano tomó asiento a sus pies y extrajo algo de
entre los pliegues de su jaique. Era una bolsa. La desató,
y tomándola por su extremo inferior la sacudió: cayeron
al suelo unos cilindros envueltos en papel azul. En cada
uno de ellos se leía escrito: «Mil rublos de oro». El viejo,
con sus largas y huesudas manos, comenzó a abrir los
paquetitos. Brilló el oro. A pesar de su tensión nerviosa y
del terror que casi le había hecho perder el conocimiento,
el pintor clavó los ojos en el oro y miró cómo surgía de los
paquetes entre las largas manos del viejo y cómo brillaba
y tintineaba con sonido débil sordo... para a continuación
contemplar cómo el anciano volvía a guardar el oro en los
pequeños paquetes.
En aquel momento, Chartkov advirtió un pequeño paquete que había rodado más lejos que los demás, hasta el
mismo pie de la cama. Cogió el oro con gesto rápido, indagando con una mirada de terror si lo habría notado el viejo.
204
El retrato
Pero este último estaba muy atareado. Reunió todos
sus pequeños paquetes, los guardó de nuevo en la bolsa
y a continuación, sin dirigir una sola mirada a Chartkov,
desapareció tras el biombo. Latió violentamente el corazón del pintor al escuchar los pasos que se alejaban.
Oprimió más fuertemente el pequeño paquete entre sus
manos, temblando de pies a cabeza por temor a perderlo,
y, repentinamente, oyó que los pasos retrocedían de nuevo
hacia el biombo. Quizá el viejo había recordado que faltaba un paquete. El anciano volvió a asomar la cabeza por
una esquina del biombo y le miró otra vez. Terriblemente
desesperado el pintor oprimió el oro entre sus manos con
todas las fuerzas que le quedaban, quiso hacer un movimiento y despertó.
Tenía todo el cuerpo empapado en frío sudor, su corazón latía apresuradamente, y sentía en su pecho una
dolorosa opresión, como si estuviese a punto de sufrir un
ataque cardíaco.
—¿Será posible que esto haya sido un sueño? —se preguntó en voz alta, llevándose ambas manos a la cabeza
para oprimirse las sienes.
Pero el formidable realismo de aquella aparición no
parecía ser la típica de un sueño. Vio, ya despierto, cómo
regresaba el anciano al cuadro, se fijó una vez más en sus
amplias vestiduras y notó, sin ninguna duda, que en su
mano, momentos antes, había sostenido algo pesado.
La luz de la luna iluminaba la habitación destacando algunas cosas en los oscuros rincones. Un lienzo, una
mano de yeso, un paño para vestir modelos, colgando
en el respaldo de una silla, unos pantalones y unas botas
sucias. Entonces Chartkov se dio cuenta de que no estaba
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Nikolái Gógol
tendido en la cama, sino detenido ante el cuadro. Y no
acababa de comprender cómo había llegado hasta allí. Le
asombró aún más el hecho de que el retrato no estuviese
oculto por la sábana. Con espanto que se reflejaba en sus
facciones vio cómo se fijaban en él unos ojos humanos
llenos de vida. El sudor se deslizó por su rostro y trató de
alejarse de allí, pero parecía tener los pies clavados en el
suelo. Y también vio —porque aquello no era un sueño—
que las facciones del viejo se animaban y que sus labios se
adelantaban como si intentara atraerle... Chartkov saltó
hacia atrás, sobresaltado... y despertó.
«¿También esto ha sido un sueño?», pensó.
Latiéndole el corazón tan violentamente que parecía
estar a punto de estallar, el pintor tanteó las cosas que le
rodeaban. Sí. Se hallaba tendido sobre el lecho, en la misma posición en que se había dormido al principio. Ante
él se hallaba el biombo, y la habitación iluminada por
la luz lunar. Por una rendija del biombo se podía ver el
retrato cubierto como antes lo había dejado. ¡De manera que aquello también había sido un sueño! La mano
cerrada aún sentía algo en su interior. Eran muy fuertes
los latidos del corazón de Chartkov, casi terribles; el peso
que agobiaba su pecho resultaba asimismo insoportable.
Miró nuevamente hacia la rendija y hacia la sábana. Vio
claramente que la sábana empezaba a desplegarse como
si debajo de ella se agitaran unas manos esforzándose por
quitársela de encima.
—¡Cielo santo! ¿Qué significa esto? —exclamó, santiguándose desesperadamente.
Y se despertó.
¡Así que todas aquellas recientes impresiones también
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El retrato
habían sido un sueño! Saltó de la cama, fuera de sí, y ya
no pudo explicarse lo que le ocurría. Ignoraba si aquello
era la impresión de una pesadilla o de un demonio, si era
el delirio de una aparición viva o el de una fiebre. Trató
de calmar un poco la conmoción de su alma y de su sangre alborotada que latía apresuradamente en sus venas y
a continuación se acercó a la ventana y abrió el postigo.
La fría ráfaga de viento le refrescó. La claridad lunar
aún tocaba los tejados y las paredes de las casas, aunque
unas nubecillas comenzaban a cruzar el cielo con mayor
frecuencia.
Todo estaba en silencio. De vez en cuando llegaba hasta él el lejano crujido de un coche que se hallaba detenido
en alguna bocacalle tirado por un perezoso caballo, quizá
esperando a algún cliente retrasado. Chartkov miró durante largo tiempo, asomado a la ventana. En el cielo ya
aparecían las señales del próximo amanecer; finalmente
el pintor se sintió soñoliento, cerró de un golpe la ventana
y, alejándose de ella, se tendió en la cama, no tardando
mucho en quedarse dormido profundamente.
Chartkov despertó muy tarde y experimentó la desagradable sensación propia del hombre que ha soportado
fuertes emanaciones de humo: le dolía mucho la cabeza.
La luz del aposento era pobre y en el aire flotaba una humedad que se filtraba por las rendijas de la ventana tapadas por los cuadros o con lienzos alquitranados. Sombrío
e insatisfecho, Chartkov tomó asiento sobre su desvencijado sofá sin saber qué hacer, y pensó finalmente en aquel
sueño. A juzgar por lo que podía recordar aquel sueño se
presentaba en su imaginación con caracteres tan vívidos
que empezó a sospechar que no se trataba de un sueño ni
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Nikolái Gógol
de un simple delirio. Pensó que allí había algo más y que
se trataba de una aparición.
Después de apartar la sábana del cuadro examinó éste
bajo la luz del día. Los ojos, en efecto, asombraban por
su vida extraordinaria, pero no pudo descubrir en ellos
nada de terrible, ya que sólo le produjeron una sensación
incomprensible y desagradable. Aun así no lograba convencerse de que todo había sido simplemente un sueño. Le
parecía que, marcado con el sueño, existía algún extraño
fragmento de realidad. Al parecer, hasta en la forma de
mirar y en la expresión del anciano, se insinuaba la visita
de la noche. La mano del pintor continuaba «sintiendo»
un peso reciente como si aún hiciese muy poco tiempo
que alguien la hubiese liberado de cierto peso. Chartkov
pensó que si se hubiese aferrado con más fuerza al paquetito, éste habría quedado entre sus manos aun después de
haber despertado.
—¡Dios mío, si yo poseyera aunque sólo fuera parte de
ese dinero! —exclamó suspirando hondo.
En su imaginación comenzaron a caer los paquetitos
que había visto con la atractiva inscripción: «Mil rublos».
Los rollitos se entreabrían, el oro brillaba y volvían a cerrarse. Chartkov seguía sentado, fija en el vacío la mirada
inmóvil, sin poder separarla de aquello, como una criatura
sentada ante un plato de golosinas, tragando saliva y viendo cómo se las comen los demás.
Llamaron a la puerta y el pequeño ruido le hizo bajar
de las nubes. Entró el propietario de la casa con el oficial
de la policía. La policía, como ya es sabido, produce a la
gente sencilla y modesta un efecto más desagradable que
un mendigo a un rico. El propietario de la casa en la que
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El retrato
vivía Chartkov era un tipo de los que abundaban tanto
en los barrios de San Petersburgo y cuyo carácter es tan
difícil de determinar como el color de un chaleco muy
usado. Durante su juventud había sido capitán y amigo
de propinar buenas zurras, desenvuelto, presumido y estúpido. También se había ocupado en asuntos del Estado.
Pero en su vejez todas estas detonantes características se
habían fundido en cierta apagada vaguedad. Era ya viudo,
se había retirado del ejército, no blasonaba de elegante ni
fanfarroneaba, tampoco se daba tono y sólo le gustaba tomar té y hablar en la sobremesa de toda clase de tonterías.
Se paseaba por su habitación y arreglaba en el candelabro el cabo de vela, hacía visitas puntualmente todos los
meses a sus inquilinos, salía a la calle llave en mano para
inspeccionar el tejado de su casa, y echaba a menudo al
conserje de su cubículo donde se escondía para dormir.
En una palabra, era un hombre ya retirado de todo, o lo
que era igual, el hombre que habiendo vivido demasiado,
sólo se apega a los hábitos más vulgares.
—Ya lo ve usted, Varuj Kusmich —dijo el dueño de la
casa, hablando con el policía—. Este hombre no me paga
el alquiler..., no, no me lo paga.
—¿Y qué puedo yo hacer sin dinero? Espere un poco
más y le pagaré.
—No puedo esperar más tiempo, señor mío —respondió
el dueño de la casa, agitando en el aire la llave que sostenía en la mano—. Vive en mi casa desde hace siete años
Potogonkin, un subteniente, y Ana Petrovna Bujmisterova,
que me alquilan el cobertizo, la caballeriza para establos y
tienen tres criados..., ¡esos son mis inquilinos! Debo aclararle que en mi casa no se puede vivir sin pagar el alquiler.
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Nikolái Gógol
Así, pues, haga el favor de pagarme inmediatamente y
luego irse de aquí.
—Sí..., sírvase usted pagar —dijo el oficial de policía moviendo lentamente la cabeza al mismo tiempo que, tímidamente, se tocaba un botón de su guerrera.
—¿Y con qué quiere que le pague? Esta es la cuestión.
Ahora mismo no tengo encima ni un solo centavo.
—En tal caso debe usted cumplir con Iván Ivanovich...,
con obras de su profesión —dijo el agente de policía—. Puede que acepte cuadros.
—No, oficial, muchas gracias. Todavía si se tratara de
cuadros de honesto contenido que se pudiesen colgar en
la pared —por ejemplo, algún general con su medalla, o el
retrato del príncipe Kutusov—, pero este hombre pinta a
un mujik en mangas de camisa, a su propio criado, o cualquier otra cosa por el estilo. ¡Y pensar que el marrano del
criado aún sigue apareciendo en los cuadros! Pienso darle
de azotes. El muy miserable me ha arrancado todos los
clavos de los pasadores. Fíjese usted mismo qué temas. Incluso está pintada en el lienzo esta habitación, tal y como
está. ¡Si por lo menos hubiese elegido una habitación aseada, bien arreglada y decente! Pero él la presenta así con
toda esta basura y residuos. Mire cómo me ha puesto el
cuarto. Usted mismo puede apreciarlo. En esta casa hace
siete años que viven inquilinos que son subtenientes... No.
Debo decírselo..., no hay peor inquilino que un artista,
que un pintor. Generalmente viven como cerdos... ¡Que
Dios nos libre de ellos!
Y el pobre pintor tenía que escuchar todo esto. Mientras tanto el oficial se dedicaba a examinar los cuadros y
bocetos, y demostró que su alma estaba más viva que la
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El retrato
del propietario de la casa, e incluso que no ignoraba cierta
técnica pictórica.
—¡Vaya! —exclamó, señalando a un lienzo en el que aparecía una mujer desnuda—. El tema es... travieso..., ¿y ése?
¿Por qué tiene una mancha oscura bajo la nariz? ¿Está
sucio de tabaco?
—Es una sombra —respondió gravemente Chartkov sin
mirar al cuadro.
—Pues habría podido ponerla en otro lugar, ya que debajo de la nariz se ve demasiado —dijo el oficial—. ¿Y ese
retrato?...
Y se acercó al retrato del anciano, añadiendo luego:
—Asusta demasiado. ¡Dios mío..., cualquiera diría que
le está mirando a uno! ¿Quién le sirvió de modelo?
—Cierto...
Chartkov no terminó la frase.
Se oyó un crujido. Quizá el oficial había oprimido el
marco del cuadro con excesiva fuerza y los listones laterales se hundieron. Uno de ellos cayó al suelo y con él..., y
con pesado tintineo, algo pesado y envuelto en papel azul.
Chartkov advirtió la inscripción: «Mil rublos», y se lanzó
a recogerlo oprimiéndolo convulsivamente en la mano.
—¿He oído ruido de dinero? —preguntó el oficial que
había visto caer algo al suelo.
—¿Y a usted qué le importa lo que yo pueda tener?
—Ya lo creo que me importa, porque debe pagar inmediatamente al dueño de esta casa. Ya veo que tiene dinero,
pero que no quiere pagar..., eso es lo cierto.
—Bien..., le pagaré hoy.
—Y dígame, ¿por qué no quiso pagar antes y así hubiese
evitado molestias a este hombre y a la policía?
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