CARTA A MIS HERMANOS y AMIGOS SACERDOTES – 22 de

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Carta semanal del Sr. Cardenal Arzobispo de Valencia
CARTA A MIS HERMANOS
y
AMIGOS SACERDOTES
Domingo, 22 de enero de 2016
Queridos hermanos y amigos: Acabamos, prácticamente, de
iniciar un nuevo año en el que todos nos deseamos mutuamente
lo mejor, que es como desearnos que sea un año de gracia, de
esperanza, abierto al don y la bendición de Dios. Que así sea
para todos. Por mi parte, como sabéis, hace unos días regresé de
Tierra Santa, donde, dirigida espléndidamente por nuestro
querido D. Esteban Escudero, hemos tenido una tanda de
ejercicios espirituales, centrada en la persona de Jesús en sus
diversos lugares y momentos de su existencia histórica, en su
misterio más hondo inseparable de su realidad histórica y
geográfica. Esos días hemos contemplado el rostro humano de
Jesús, Hijo de Dios, hemos meditado sobre los misterios de
Jesús, hemos orado con gran sosiego y tiempo en aquellos
lugares que fueron los de Jesús mismo: Nazaret, donde vivió la
mayoría de sus días y aprendió a hacerse hombre judío, el lago
en torno al cual acaecieron tantos hecho de la vida pública de
Jesús, Cafarnaúm, Magdala, el sitio donde Jesús se compadeció
de las gentes extenuadas y multiplicó los panes, el monte de las
Bienaventuranzas, lugares todos por donde pasó haciendo el
bien, curando de enfermedades, y anunció el Reino de Dios
llamando a la conversión¡ hemos estado en el Monte Tabor,
orando, escuchando, celebrando la Eucaristía -verdadera
transfiguración-, hemos vivido el encuentro con Jesús, hecho
carne, en Jerusalén, en el huerto de los Olivos, en Getsemaní, en
el Cenáculo que vio la institución de la Eucaristía y del
sacerdocio, dirigió al Padre la oración sacerdotal y ocurrió el
Pentecostés que puso en pie la Iglesia y le hizo "salir", hemos
estado en el Calvario donde murió en la Cruz, donde fue
sepultado y donde resucitó entre los muertos, el lugar de la
dormición de María y su asunción a los cielos. Los principales
momentos de la vida de Jesús, de la redención, han sido objeto
y regalo para nuestra contemplación y oración. En definitiva,
han sido unos días con Jesús, vida nuestra, con la santísima
Virgen María.
Han participado: 12 sacerdotes diocesanos, 5 sacerdotes
hispanoamericanos estudiantes en los centros de estudios
superiores de la diócesis y colaboradores en las tareas
parroquiales, don Esteban y un servidor. Estos días os hemos
tenido muy presentes en nuestra oración -litúrgica y personal­ y
en la Santa Misa. Personalmente os he recordado muchísimo, os
he tenido muy cerca de mí, y pensaba en lo que habríais gozado
compartiendo esta experiencia única e inolvidable. ¡Otra vez
será! Tal vez haya que buscar otras fechas mejores, donde otros
podáis participar en una experiencia semejante que merece la
pena tenerla.
Ahora, permitidme que comparta con vosotros unas reflexiones
durante los ejercicios e inmediatamente posteriores a ellos,
rubricadas el día de San Vicente Mártir, patrono principal de la
diócesis, hechas con todo el amor y la fraternidad sacerdotal,
sacramental, que somos, buscando lo mejor para todos
nosotros, para nuestro presbiterio y para la diócesis. Viviendo
aquellos días pasados en la intimidad de Jesús, el Señor y
nuestro Maestro que nos ha elegido, llamado y enviado;
viviéndolos en comunión plena con la Iglesia, cuya identidad y
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gozo más profundo es evangelizar, y en sintonía y comunión con
el mundo, con sus gozos y esperanzas, alegrías y tristezas, con
sus inquietudes, búsquedas, trabajos y dolores, quiero, con esta
carta dirigida a todos vosotros mis hermanos sacerdotes,
compartir algo que siento muy dentro de mí y que no puedo
ocultaros.
La llamada de Cristo, por medio de la Iglesia, a una nueva y
urgente evangelización requiere de nosotros sacerdotes el
cultivo de una experiencia religiosa viva, una vida teologal
intensa. Exige, ante todo, por evidente que parezca, que seamos
hombres de fe, que lo que se dice vivir, vivir, vivamos, como el
justo, de la fe. La afirmación del Señorío de Dios, la confesión
de que Dios es Dios y reina, el reconocimiento y el anuncio de la
supremacía y de la gracia del Dios único y vivo, rico en
misericordia y compasión, la búsqueda sencilla y amorosa del
Dios escondido que se revela en Cristo y de su voluntad por
encima de todo, el vivirnos como lo que somos, "don de Dios" a
su Iglesia, imprescindibles por la realidad sacramental de lo que
somos, el estar fundados en la adoración humilde del Dios vivo,
son dimensiones que, por más elementares que parezcan,
necesitamos fortalecer en nuestra existencia sacerdotal, en
nuestro presbiterio.
Desde la fe es cómo podemos percatarnos y vivir de verdad el
drama de nuestro tiempo. Este drama se caracteriza por la caída
del sentido de Dios en la vida de los hombres, el desplazamiento
de Dios a los márgenes de la vida, la insignificancia a la que es
reducido Dios por el mundo contemporáneo, con todas las
consecuencias que esto entraña para la atención prioritaria a los
pobres sus preferidos, a los que sufren, a los necesitados en
cualquier causa Sólo desde la fe podemos percibir, como tal y
con toda su dureza y laceración, esa noche oscura del ateísmo
de nuestro tiempo, así como la pobreza y la angostura que
entraña una vida sin Dios. Sólo cuando se vive de la fe y desde
ella, como creyentes adoradores y humildes, se puede anunciar
al Dios vivo y hablar de Él y actuar ante Él como misericordia,
como del sólo y único necesario, que lo llena todo y se encuentra
en nuestro hermano, compañero y amigo, Jesucristo, que se
identifica con los pobres, con los sin techo, con los crucificados:
"Creí, por eso hablé" y actué llevando su caridad. Cuando se vive
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bien fundado en la fe, con la solidez y firmeza que ésta da, se
sabe que Dios no abandona al hombre definitivamente; que El,
que en Jesucristo se ha empeñado en favor del hombre, no lo
dejará en la estacada, por muy sin salida que se encuentre. Es la
hora de avivar nuestra fe y vivir con la confianza de "un niño
recién amamantado en brazos de su madre", es confianza, como
María, como su Hijo, abandonado por completo hasta la muerte
en una confianza inigualable de Hijo.
Como hombres de fe, estamos llamados, en esta hora, a
mantener, vivir y difundir la esperanza en Dios y abrir así a las
nuevas generaciones un futuro mejor, que sólo el Dios de la
misericordia, manifestado en el rostro humano de su Hijo, tan
escarnecido y humillado por nosotros. Dar testimonio de
esperanza, alentar la esperanza, mirar al futuro, ayudar a
abrirse al futuro y señalar caminos que conduzcan a él son
reclamos a nuestro ministerio que se verán cumplidos si nos
fundamos en una vida de fe. Como Pedro, también nosotros
creemos y le amamos, pero necesitamos que el Señor y su gracia
aumenten nuestra fe y nuestra caridad pastoral Necesitamos
vivir de una fe esperanzada y amorosa en la noche de nuestro
tiempo, una fe vivida en la esperanza que irradia la luz que llega
a iluminar la humanidad a oscuras por el olvido de Dios y que
actúa por la caridad y la misericordia. Una fe debilitada, una
falta de fe, es, sin duda, la carencia mayor y más grave que
pudiera acecharnos hoy. Cuando se vive como hombres de fe y
de esperanza, afincados en ella, no se puede vivir resignados o
satisfechos simplemente con lo que hay y ante lo que hay,
ignorando al pobre y al necesitado.
La esperanza no le quita al hombre de fe nada de realismo; al
contrario desde la fe comprueba los fracasos del siglo XX
marcado por la ilusión y la voluntad de llegar a una sociedad
perfecta, liberada de toda injusticia y explotación, de construir
por sus propias fuerzas, con sus propios ordenamientos
racionales y dentro de su historia, una sociedad enteramente
reconciliada y nueva. Y es que el hombre de fe es consciente de
que el contenido y la realidad, objeto de la esperanza, es don de
Dios y que el futuro no es obra de nuestras solas fuerzas, sino
promesa y obra de la misericordia y de la gracia del Señor que
viene y reclama nuestra colaboración.
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Siendo creyentes de verdad, no podemos ser ni hombres
resignados, inactivos o faltos de interés, ni activistas o
voluntaristas de la acción humana. Nada más lejos de los
hombres de fe que todo tipo de pelagianismo o cualquier asomo
semipelagiano, y nada más ausente de ellos, de sus obras y de
sus inquietudes, que la falta de compromiso, de caridad y
misericordia con nuestro mundo. Como hombres de fe y
cristianos de esperanza, los sacerdotes estamos llamados a
afirmar constantemente la fe en la resurrección y la esperanza
en la vida eterna; perdida esta fe en la resurrección de la carne,
como profesamos en el Credo, se desvanece el sentido de la
gracia y de la misericordia, se difumina el sentido de la
iniciativa y del poder salvador de Dios por el camino de la Cruz
de Jesucristo y del amor sin límite, el cristianismo pierde su
fuerza salvadora y se reduce a una mera ética, sin capacidad
para aportar las verdaderas razones para vivir o para ofrecer
algo consistente y con fuerza para impulsar la renovación de
nuestro mundo. En estos años se ha debilitado la fe en la
resurrección de la carne y en la vida eterna; se han producido
demasiados silencios sobre estas afirmaciones del Credo tanto
en la predicación como en la catequesis. Con todo ello el
cristianismo se reduce a una moral y deja de ser un
acontecimiento de gracia y salvación, obra de la misericordia
infinita de Dios.
Por evidente que pueda parecer, nuestra fe es una fe cristiana, fe
en Jesucristo, en la totalidad de su Misterio, adhesión personal
a Él, encuentro efectivo y personal con Él, pues sólo en Él
podemos encontrar a Dios sin confundirlo extraviados por
nuestros propios deseos. No hay otro camino; recorrer el
camino hasta Dios, es recorrerlo con El. No necesitamos
plantearnos difíciles mediaciones o acudir a complicaciones que
pudieran apartar del centro, necesitamos colocarnos
sencillamente ante Cristo, en toda su desnudez y realidad, en
toda su encarnación e historia; lo que lo decide todo es el
encuentro personal con Cristo, que "me amó y se entregó por
mí" (Gal 2,21), Y ahora, resucitado, vive y tiene en su poder las
llaves de la muerte y del abismo (Cfr. Ap.1,18). Dejarnos ganar
por este acontecimiento, inseparable de la Iglesia, es lo decisivo.
No se trata aquí primariamente de un saber ni de una práctica,
sino de algo que ocurre efectivamente entre Jesucristo y la
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persona del sacerdote y que lo toma desde su raíz y lo
compromete. Cada instante de nuestra vida sacerdotal será
como aquella gracia de la llamada de Cristo y del encuentro con
Él que se renueva constantemente. Y con el paso del tiempo,
nuestro gozo de ser sacerdotes crecerá y nadie nos podrá
arrebatar esa alegría, porque "el amor no pasa nunca".
En tiempos de evangelización es tanto más necesario insistir en
la necesidad de revitalizar la fe, también -y tal vez sobre todoen nosotros, sacerdotes; insistir sobre otras cosas, sin
dedicarnos expresa y preferentemente a reanimar en nosotros,
sacerdotes, y en los fieles, la llama de la fe y de la conversión es
exponernos a la esterilidad. Los Apóstoles, los grandes
misioneros que han abierto campos nuevos al Evangelio, en la
historia de la Iglesia y de la humanidad, han sido hombres de fe
- "creí por eso hablé"- y se han movido por la fe, han perseguido
la obediencia de la fe. Sólo anuncia y transmite la fe el que la
vive intensamente. Necesitamos pedir que el Señor, dador de
todo bien - y no hay otro como la fe-, aumente nuestra fe, que
consolide en nosotros la experiencia personal de la fe y la
fidelidad teologal; se trata de la fe teologal en Dios la que cree
gozosamente en Dios y le descubre como luz reconfortante en la
noche del mundo o en la propia noche interior, la que pone en el
centro del deseo y de la esperanza la vida eterna y la salvación
personal, la que lleva a vivir con el corazón puesto en Dios y en
el amor sobrenatural como norma suprema de vida.
La evangelización parte de la fe y conduce a la fe "De fe en fe.
Como dice la Escritura" (Rm 1,17). "Comenzamos a estar
evangelizados cuando adoramos a Dios como Creador y
Salvador, cuando esperamos con gratitud la salvación eterna,
cuando comenzamos a vivir según el orden de la caridad
sobrenatural en las relaciones y actividades propias de nuestra
vida de cada día. A partir de ahí, el que ha sido evangelizado
alcanza la paz, una paz comunicada por Dios, no por nosotros; a
partir de ahí se puede consolar y transmitir esperanza; a partir
de ahí la opción por los pobres y el servicio a los que sufren
puede ser real, efectivo, con tiempos y lugares concretos, con
caras conocidas y nombres propios; sin declamaciones, sin
retóricas, sin snobismos. Pero ayudar a creer sólo lo puede
hacer el que puede transmitir de verdad la experiencia, el gozo y
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la paz de vivir con Cristo en las cercanías de Dios, de su palabra,
de su mirada, de su amor misericordioso.
Oremos, por ello, con toda confianza e insistencia: "Señor, creo,
pero aumenta mi fe", que se expresa en la caridad, en la caridad
pastoral de nosotros sacerdotes. Es esa fe que necesitamos para
sabernos lo que somos, presencia sacramental de Cristo
sacerdote, don de Dios a su Iglesia y a los hombres, necesarios e
imprescindibles para que sea la Iglesia. Esa fe que necesitamos
para vivirnos no como algo inútil de lo que el mundo y las
gentes de hoy no parecen tener necesidad, sino como
instrumentos queridos por Dios para hacer presente su vida y la
salvación de su Hijo, que sí son absolutamente necesarios para
que la vida de los hombres no sea un eterno fracaso. Es la fe que
lleva a decir "No hemos pescado apenas en toda la noche, pero
en tu Palabra, echaremos de nuevo las redes con renovada
alegría, ilusión y esperanza; ¡en tu Nombre podemos!. Todo lo
podemos en Aquel que nos da consistencia y fuerza; ¡nos basta
tu gracia!".
¡Cómo necesitamos en estos tiempos tan secularizados cultivar
la vida interior, la vida teologal, la espiritualidad sacerdotal. La
vida teologal eso es la espiritualidad -del presbítero- ha de nacer
del ejercicio de nuestro ministerio. Veo con gran preocupación
las dificultades que nuestros tiempos oponen a una seria y
profunda espiritualidad, a una firme vida teologal, del
sacerdote. Pero estoy convencido de que hoy más que nunca es
a la larga insostenible una vida sacerdotal sin que su centro sea
una experiencia creyente de Dios cultivada en la oración
personal y comunitaria, en la vida espiritual propia de los
sacerdotes. Cuando el desierto de la increencia y el ambiente de
secularización e indiferencia crecen, nuestra vida de sacerdotes
no será una vida lograda, libre, gozosa y serena, confiada en su
propia misión si no se apoya firmemente en Dios, en la
experiencia actualizada y siempre viva de Él, si no
intensificamos nuestra vida espiritual, si no la cuidamos
suficientemente.
Sin una espiritualidad recia y profunda, la vida del sacerdote
está en sí misma dividida no está él mismo en lo que dice y
hace. Ésa es quizá la causa principal de su desánimo y
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resignación. Falta a veces libertad, el buen ánimo y la confianza
serena de quien día a día empeña efectivamente ante Dios su
vida en lo que dice y lo que hace. Hoy más que nunca notan las
gentes si hay o no distancia entre nuestra experiencia personal y
las palabras y gestos que por oficio nos toca llevar a cabo. Sin un
nuevo aliento no habrá evangelización. Con un nuevo aliento
encontraremos las nuevas palabras, precisas. Cualquiera que
sea nuestro ánimo hoy, merece la pena desandar caminos y
renovarse. Siempre es tiempo, mientras hay tiempo. Dios nos
ha escogido como testigos suyos en unos tiempos en los que el
Evangelio puede resonar con mayor pureza, con menos
hipotecas, como mensaje liberador. Pero justamente por ello el
Evangelio reclama de nosotros un nuevo testimonio.
Los Apóstoles, cuando el trabajo evangelizador de aquella
comunidad se iba multiplicando hoy también se multiplica-,
tomaron una decisión, que para nosotros sigue siendo
normativa: "nosotros nos dedicaremos a la oración y a la
predicación (Hech 6,4). Nosotros hemos de dedicarnos a la
oración y al ministerio de la Palabra; es decir, a intensificar la
experiencia de Dios en nuestras vidas, mediante el "trato de
amistad con El" y una profunda vida teologal, y a la transmisión
de lo que Dios nos entrega para que lo demos a los hombres, a
lo que hemos contemplado de Él hecho presente en la
humanidad, en la carne, historia y geografía, de Jesucristo. Si
para cuidar este aspecto personal de la vida sacerdotal hemos de
dejar algunas tareas, dejémoslas. Por nada del mundo entremos
en el torbellino de lo inmediato que nos impone falta de
serenidad, de sosiego y de paz en el alma; y, por eso, nos impide
transmitir a los demás la paz y la serenidad que necesitan. El
sacerdote es ante todo, hombre de Dios, "amigo fuerte de Dios",
testigo de Dios, hombre de fe y de oración abundante, porque
sabe que la eficacia de su ministerio depende de su unión con
Jesucristo.
Queridos hermanos sacerdotes, en este tiempo de gracia que es
el Año Jubilar, a cuyas puertas estamos todavía, prestemos, por
ello, y dediquemos a la oración nuestros mejores desvelos.
Todos debemos orar, para que la nueva y apremiante
evangelización de nuestro mundo sea real y eficaz. Todos
necesitamos volver al Señor y dejarnos convertir por El para
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llegar a ser testigos suyos, que anuncian lo que "han visto y
oído" y proclaman a cuatro vientos lo que han escuchado en la
intimidad de trato con Él, "estando con Él". Es la oración el test
de nuestra fe, el punto crítico de la existencia creyente y
sacerdotal. El olvido de la oración es olvido de Dios; y el olvido
de Dios es olvido del hombre; necesitamos orar para acercarnos
al hombre: es la oración garantía de humanización de nuestro
mundo, y de vida llena de ánimo y coraje, de ilusión y
esperanza, de alegría y ganas para evangelizar "No sólo de pan
vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de
Dios”. ¡Sí debemos vivir esta palabra, Palabra divina, es
necesario “orar sin desfallecer”.
Vuestro Obispo necesita "orar sin desfallecer", orar más.
Dedicarse más a la oración, como los Apóstoles. También los
sacerdotes, ministros del Evangelio, necesitan orar más" " sin
desfallecer", tener trato de amistad con el Señor, para que su
palabra no sea sino la que le ha escuchado a Él y manifieste lo
que junto a Él y en unión con Él "han visto y oído". Decía el
Papa San Juan Pablo II en la ordenación sacerdotal que tuvo
lugar en el Congreso Eucarístico Internacional de Sevilla: "No
podemos olvidar que una de las imágenes que los evangelios
nos muestran repetidamente es la de Jesús en oración. El Señor,
como enviado del Padre, ora siempre. Su oración entra dentro
de su ministerio sacerdotal, y, así, vemos que donde aparece con
más fuerza orando por todos es en la gran plegaria sacerdotal
durante la Última Cena (Cfr Jn 17,1-26), cuando instituye la
Eucaristía y el sacerdocio. ¿Cómo no ha de sentirse, pues, todo
sacerdote llamado a la intimidad con el Señor en la oración? En
efecto, la oración es un elemento esencial en la vida y en la
actividad pastoral del presbítero".
Todas las escuelas de vida, espiritualidad y renovación
sacerdotal que se han mostrado fecundas en el tiempo pensemos, por ejemplo, en la de san Juan de Ávila-, nos han
insistido en la vida de oración como elemento fundamental de
nuestra existencia sacerdotal. En este tiempo de renovación y en
esta hora de llamada confiada y activa a la fecundidad
evangelizadora, necesitamos entregarnos más a la oración
¿Sería mucho pedirnos que hagamos cada día una hora de
oración personal? Nos hace falta alcanzar una actitud orante y
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contemplativa en la acción pastoral. Nos apremia valorar cada
vez más la Oración Litúrgica de las Horas que hacemos en
nombre de la Iglesia y con ella, y no tener pretexto para dejarla
en ninguna de sus partes (es un deber de justicia que se nos
encomienda al ordenarnos de diáconos). Y no dejemos ni los
días de Retiro espiritual mensual, en el arciprestazgo o en la
Vicaría, ni los Ejercicios Espirituales cada año, celebrados en
clima de silencio y de abundante oración.
Observo con dolor y preocupación, permitidme que así lo
exprese con toda sinceridad, que son muy pocos los sacerdotes
de nuestro presbiterio que hacen todos los años ejercicios
espirituales: las tandas de ejercicios organizadas por la diócesis
son muy poco concurridas. Así no podemos avanzar, esto así,
como dice el Papa Francisco, "no va", no puede ir. Hemos de
revisarnos en esto y cuidarlo. Habrá que ver cómo con la
Delegación diocesana del Clero, con los Vivarios, con los
Arciprestes, con el Presbiterio todo, mejoramos en este punto.
Es muy decisivo para muestro futuro. Si no mejoramos seremos
carne de cañón para el desánimo, la apatía, las inercias y la
indiferencia. Es algo que en este Año Eucarístico y Año de la
Misericordia nos hemos de preocupar con toda seriedad y
confianza en el Señor y en su ayuda.
Y muy relacionado con esto, los retiros espirituales mensuales.
También podemos y debemos mejorar en esto; habrá que ver
cómo lo hacemos. Pero no podemos continuar caminando por
una cuesta abajo que nos conduce a la nada.
Pues bien, queridos hermanos y amigos sacerdotes: estamos
todavía en los comienzos del año nuevo y el Señor nos invita a
cambiar y mejorar, porque su amor, el amor a los hombres, el
ardor y celo pastoral que reclama la urgencia perentoria de una
nueva evangelización, nos urge y apremia. Escuchamos en estos
momentos lo que el Señor dijo a los discípulos en Getsemaní:
"Vigilad y orad para no entrar en tentación".
¡Ánimo, hermanos!, no desfallezcamos, ni, como les digo con
frecuencia a los Jóvenes, "bajemos la guardia". Confiemos en
Dios y confiémonos a Él, sigamos a Jesucristo en la oración y a
su Santísima Madre, seamos dóciles a la acción del Espíritu
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Santo en nosotros que es quien nos lleva, como Maestro
interior, a renovar y fortalecer nuestra vida interior, la vida
Espiritual.
Que Dios os bendiga y os conceda su favor. Con mi
agradecimiento y plegaria, recibid un abrazo fraterno.
Valencia, 22 de enero, 2016, Fiesta de San Vicente, Mártir
+ Antonio Cañizares Llovera
Arzobispo de Valencia
___________
PD. Y lo que digo a los sacerdotes, lo digo también a toda la
comunidad diocesana, fieles cristianos laicos, personas
consagradas. Sin un fortalecimiento de la fe y de la vida
espiritual e interior, imposible sin la oración, no podremos
evangelizar como nos urge y apremia la fe y la caridad.
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