elección de obispos: historia y teología

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KLAUS SCHATZ
ELECCIÓN DE OBISPOS: HISTORIA Y
TEOLOGÍA
Lacónicamente afirmó el nuncio en Suiza (7.10.1988) que "desde hace 2000 años los
Papas nombran a los "obispos" y que "el así llamado derecho de elección no es otra
cosa que un derecho de patronato", o sea un derecho eclesiástico-civil. Dichas
afirmaciones siguen la lógica: "siempre ha tenido que ser así, luego así fue desde el
comienzo". Ya durante la preparación del vaticano I se intentó probar que el
nombramiento de los obispos correspondía al Papa. Se argumentaba que, aun en el
supuesto de que otras instancias hubiesen ejercido el derecho de designar obispos,
quedaría por probar que lo hacían por derecho propio y no por autorización, al menos
tácita, de la Santa Sede, y que probarlo era imposible, porque el derecho correspondía
al Papa y porque los Papas permitieron que otros designasen obispos. Un recorrido
por la historia de la Iglesia ayuda a tener una opinión más matizada y exacta sobre el
tema, y a una reflexión teológica sobre el mismo.
Bischofwahlen. Geschichtlisches und Theologisches. Stimmen der Zeit 207 (1989) 292 307
LA ANTIGUA IGLESIA (HASTA EL 500): Actuación conjunta de la
iglesia local y la jerarquía supralocal
Prioridades de la antigua iglesia
La situación respecto a la elección de obispo ofrece un conjunto de hechos del que no es
posible aislar la elección realizada por la iglesia local. Esta estaba integrada en un
complejo proceso de distintas actuaciones, poco definidas, entre las que se daba un
delicado equilibrio. No hay que olvidar que en la antigua iglesia la pregunta no era
quién designa al obispo, sino cómo ha de ser el obispo. Todo se orientaba a tener
obispos dignos.
En un escrito de la segunda mitad del siglo IV, el obispo de Roma (¿Dámaso o Siricio?)
dice: "Lo que importa no es lo que quiere el pueblo, sino lo que exige la vida según el
evangelio. El testimonio del pueblo vale si juzga según las cualidades personales, no por
favoritismo".
Se trataba concretamente del peligro de corrupción y de la instrumentalización de las
elecciones por los intereses de grupo.
Factores esenciales
En la designación del obispo actúan conjuntamente dos factores esenciales: la elección
de la iglesia local y el control jerárquico mediante el colegio (regional) de obispos.
Estos dos factores no poseen siempre la misma importancia, pero no faltan nunca. Ni
siquiera con el giro constantiniano es posible trazar una línea, a partir de la cual la
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elección comunitaria ceda a favor del derecho de decisión de los obispos vecinos o del
metropolita.
Ya en el testimonio post-neotes-tamentario más antiguo, la carta de Clemente, escrita
hacia el 95, se dice que los responsables de las comunidades (de obispos todavía no se
habla) han sido establecidos por apóstoles o varones de prestigio "con la aprobación de
toda la comunidad". Algo semejante se encuentra ya en los Hechos.
Función de la iglesia local
La designación por parte de la iglesia local, percibida como auténtica elección del
obispo, es considerada como esencial. No resulta fácil saber cómo se realiza la elección
y si existían distintas alternativas. Al menos desde el siglo III, la iniciativa corresponde
al clero. A partir del siglo IV (en Oriente .a partir de Justiniano), con la práctica
equiparación entre comunidad ciudadana y episcopal, el rol decisivo del pueblo pasa a
los más honorables de la ciudad. El contexto sociopolítico, del que no cabe desligar la
elección, es el de la ciudad antigua (pólis, civitas), como universo primario vital del
hombre y juntamente como dimensión eclesial y comunidad episcopal: obispado y
ciudad coinciden. Sólo en ese marco las elecciones alcanzaron todo su sentido.
No siempre es claro si la elección tuvo un auténtico sentido constitutivo. Lo tuvo en
Milán, el 374, en el caso de Ambrosio. Tras la muerte del obispo arriano Auxencio, el
pueblo estaba dividido en católicos y arrianos. Con Ambrosio, entonces sólo
catecúmeno, aclamado como obispo a la- voz de un niño, la unidad sé restablecería.
Casos como éste son atípicos. Otras veces la elección adquiere un cariz informativo:
jurídicame nte deciden los obispos vecinos, pero la elección les sirve para saber quién
tiene la confianza del clero y de la comunidad. Así, para Cipriano de Cartago (248-258)
la elección en presencia del pueblo, que conoce perfectamente la vida y el carácter de
cada uno", tiene el sentido de la publicidad y la transparencia, y evita que se cuele
alguien que no se digno. Cipriano describe así las distintas instancias: el clero local
proporciona el testimonium sobre los candidatos, el pueblo da su aprobación
(suffragium) y los obispos vecinos deciden. (iudicium). Cuando se produce una vacante,
éstos se reúnen para informarse in situ sobre quién goza de confianza. Primero
preguntan al clero. Luego el candidato (uno, no varios) es presentado al pueblo, que da
una especie de aprobación. Cipriano se remite al hecho de que este procedimiento es
corriente "entre nosotros y en todas las provincias". Lo es en el N. de África durante el
siglo III. También en el siglo IV en las Galias existe una praxis semejante, con la
diferencia de que allí se preguntaba también a los más honorables de la ciudad (petitio,
postulatio).
Función de la jerarquía supra-local
El control jerárquico lo ejercen los obispos de las iglesias vecinas. Estos forman una
provincia eclesiástica con un metropolita, que gana en importancia a partir del siglo IV.
En las capitales que, como Alejandría, ejercían un fuerte dominio político y eclesiástico
en su área, el patriarca decía la última palabra en las elecciones de su región. Contra la
tendencia de los metropolitas a imponer su voluntad, nombrando a sus favoritos, y
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contra la praxis de designar al sucesor, surge una oposición que se articula en los
sínodos. Ya el concilio niceno (325) dispone que el nombramiento no lo haga un solo
obispo sino que sean, como mínimo, tres (praxis que, pasó al, rito de la consagración) y,
ser posible, todos los de la provincia. Fueron los Papas del siglo V, en especial León
Magno (440-461), quienes, en contra del excesivo predominio de metropolitas como
Hilario de Arlés, subrayaron el derecho de la comunidad local y el papel irrenunciable
de la :elección. En este contexto fueron acuñadas las ya clásicas sentencias ningún
obispo impuesto a la fuerza y el que ha de mandar a todos ha de ser elegido por todos.
La frase nullus invitis detur episcopus aparece por primera vez el año 428 en un escrito
del Papa Celestino I a los obispos de la Galia meridional. León Magno la hace suya en
cartas a las Galias. Con el trasfondo de la ruina de la civilización romana en las Galias
de la época de las invasiones y dada la importancia de los obispos como únicos garantes
del orden y la estabilidad, se comprende que la imposición condenada por el Papa no
fuese infrecuente. Y así el 445 tuvo que protestar contra los obispos desconocidos
impuestos a punta de lanza: "Se reúnen las firmas de los clérigos, los testimonios de los
más honorables, el consenso de la nobleza y del clero. El que ha de mandar a todos ha
de ser elegido por todos". Para León Magno en la elección se trata de una delicada
actuación conjunta de las distintas instancias eclesiásticas: la selección de candidatos
por el clero (electio), el testimonio y la demanda del pueblo, sobre todo de la nobleza
(testimonium, expetitio), y la decisión última de los obispos de la provincia eclesiástica,
ante todo del Metropolita (iudicium). Y en una carta al arzobispo Anastasio de
Tesalónica precisa: En principio elíjase a aquel "que reclama el consenso de clero y
pueblo". Si no hay unanimidad, la decisión compete al metropolita, que ha de mantener
el principio "de que nadie sea consagrado contra la voluntad (de la comunidad), para
que la ciudad no desprecie al obispo que no quiere y no se resienta su vida religiosa".
Los textos citados muestran que la realidad estaba lejos del ideal. Dan testimonio
también de la conciencia eclesial, incluso cuando el ideal apenas era realizable en la
realidad sociológica en la que la iglesia vivía. El énfasis constante en la libre aprobación
de la iglesia, a la que no puede imponerse un obispo adquiere valor teológico. No hay
una única instancia que pueda decidir sobre la elección del obispo.. Hay siempre una
actuación conjunta (synérgeia) de la iglesia local y la universal, de la jerarquía y de la
comunidad, del clero y del pueblo.
BAJO EL SIGNO DEL DOMINIO REGIO SOBRE LA IGLESIA
(SIGLOS VI-XI)
En los reinos germánicos convertidos al catolicismo la designación de los obispos
evoluciona de forma que son los reyes los que tiene la última palabra. Cierto que los
sínodos reclaman la elección por el clero y pueblo, y en las proposiciones de Celestino I
y León Magno se insiste en los principios de la no imposición y de la elección por
todos. Pero ya en el concilio de Orleans (549) se dice que el obispo ha de ser elegido
"por la voluntad del rey, conforme a la elección del clero y pueblo". La decisión última
correspondía al rey, si existía poder central, y si no, a la nobleza. Había dos formas de
elección: o clero y pueblo (consensus civium) proponían y el rey aprobaba, o la
designación real era ratificada por aclamación más o menos formal del pueblo.
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Esta decadencia del antiguo derecho de elección no se entiende independientemente del
cambio que experimentó la sociedad por el paso de la antigua cultura ciudadana a otra
agraria, basada en el dominio de la tierra. Las poblaciones de Occidente, en declive a
partir de las invasiones, se reagruparon en torno a su núcleo fortificado, mientras los
obispados, en la línea de la cristianización de la tierra, se convirtieron en ámbitos
territoriales. Así desaparecieron los ciudadanos en sentido antiguo. Y las elecciones,
sin reglamentación alguna, fueron presa de los intereses de la nobleza local y de un
clero, poco consciente, liado con ella. La instancia eclesiástica de control la
organización metropolitana, que en los siglos IV y V había representado la colegialidad
episcopal, estaba también en franca decadencia y, restablecida sólo a partir de la época
carolingia, no llegó a recuperar su antiguo espíritu. Los obispos quedaron cada vez más
ligados al rey y la única colegialidad posible la desarrolló el episcopado imperial en
torno al rey.
Fundamentalmente la situación se mantuvo en Occidente hasta el siglo XI. Tampoco el
nombramiento regio tenía por qué ser el peor, si lo comparamos con la ocupación de las
sedes por la nobleza regional. Porque la posibilidad de que la elección se acercase al
ideal de obispo trazado por la tradición era mayor que cuando la sede episcopal pasaba
de padres a hijos o era el feudo de la familia noble. Los peores casos de simonía no se
dieron donde las elecciones eran controladas por un fuerte poder central, sino allí donde
ese poder faltaba (Francia meridional hacia el año 1.000).
EL SUEÑO DE LA LIBERTAD DE LA IGLESIA. De la elección al
nombramiento del obispo (siglos XI a XIV)
Restablecimiento de la elección
La reforma gregoriana, que hizo bandera de la lucha por la libertad de la Iglesia y
contra el dominio laical, no pretendió sustituir el nombramiento regio por el papal. Todo
lo contrario: el punto capital de su programa era, o fue muy pronto, el restablecimiento
de la elección. Para los reformistas, en la libre elección del obispo por la iglesia local se
manifestaba la libertad cristiana, que no se deja manipular por los poderes dominantes.
Resurgió la primitiva idea cristiana de los desposorios espirituales entre la iglesia y el
obispo, como representante del esposo, Cristo. Con la simonía la casta esposa de Cristo
se convertía en prostituta, la investidura laical equivalía al rapto y la violación y el
emperador pasaba de protector a proxeneta.
En el libro 3° Adversus simoniacos del cardenal Humberto de Silva Cándida (1058) se
expone la exigencia de la libre elección. El cardenal se queja de que los primeros (clero,
pueblo y metropolita) sean los últimos y los últimos (poder civil) sean los primeros y,
empalmando con León Magno, intenta restablecer el recto orden: elección del clero,
confirmada por la decisión (iudicium) del metropolita, demanda (expetitio) del pueblo y
aprobación del príncipe.
Con la reforma, los laicos quedan excluidos del ámbito interno de la elección. Al
príncipe, no se le quita toda intervención en el proceso electoral. Se le relega al
vestíbulo Como cabeza de los laicos presenta la demanda (expetitio) del pueblo, pero no
decide él, sino el clero y el metropolita, que dice la última palabra en caso de elección
no unánime.
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Los siglos XII y XIII constituyen en Occidente la época clásica de la elección de los
obispos. Con la diferencia de que antes el círculo de electores no quedaba circunscrito y
ahora se reduce a los miembros del capítulo catedralicio, o sea, a un gremio puramente
eclesiástico. En realidad había fallado el supuesto teológico en el que se basaba la
elección por el clero y pueblo: la unidad de la comunidad episcopal y la ciudad. Y con
esto la elección se había convertido en un escarceo en la carrera por el poder entre las
distintas fracciones de la nobleza.
Intervención del papado
Fuera de la propia provincia eclesiástica romana, el papado no intervino de forma
definida en la elección de los obispos. Sólo en función de suplencia o por propia
renuncia de los obispos, asumió Roma competencias en un proceso que comenzó con el
sínodo de Sárdica (342 ó 343) y culminó con el Papa Inocencio III (1198-1216), quien
reivindicó el derecho de nombrar obispos, cuando el capítulo catedralicio no se ponía de
acuerdo. Y así fue como el derecho de control de los metropolitas fue pasando a Roma.
El cambio decisivo operado en los siglos XIII y XIV tiene un trasfondo complejo.
Enzarzados los capítulos catedralicios en las rivalidades y luchas políticas, el ideal de la
libertad de elección era pura quimera. Al fallar la unanimidad -señal de una auténtica
elección- salían elecciones dispares. Apelar a Roma se hizo más frecuente y las
minorías vieron el cielo abierto para imponerse con la ayuda de" Roma. El Papa,
dejando de lado los dos candidatos rivales, solía decidir a favor de un tercero. En el
segundo concilio de Lyon (1274), por intervención de Gregorio X, se introdujo la
mayoría de los dos tercios, vigente para la elección del Papa. Cuando no se alcanzaban
los dos tercios -caso muy frecuente- cualquier minoría podía sentirse la parte más sana
y apelar, a Roma.
La iglesia, monarquía papal
Desde mediados del siglo XIII, a partir de la nueva concepción de la iglesia como
monarquía papal, en la que el Papa es la fuente de todo el poder eclesiástico, la
concesión de obispados por el Papa deja de ser anormal.
Esto llega tan lejos, que el autor papal Egidio Romano puede afirmar en 1301: Así
como Dios normalmente actúa en el mundo mediante las causas segundas, pero en
casos singulares puede intervenir directamente, así también el Papa actúa normalmente
mediante la causa segunda del capítulo catedralicio, pero puede intervenir directamente
y nombrar al obispo en virtud de la plenitud de su poder.
De ahí podría inferirse que, así como Dios no va a golpe de milagro, tampoco el Papa
puede echar mano continuamente de la intervención directa. Pero en realidad se
reafirma la praxis del nombramiento papal como normal y la concepción de que en la
iglesia todo el poder procede del Papa y de que los obispos son sólo partícipes de su
responsabilidad. Así, cuando el capítulo catedralicio realizaba la elección, lo hacía, no
por la autoridad de la iglesia local, sino por encargo del Papa. Cierto que contra esto se
levantaron críticas en la iglesia. Pero no se criticó tanto el principio en sí como el modo,
sobre todo cuando había dinero de por medio.
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El paso definitivo se dio en el siglo XIV, con el papado de Aviñón. Y fue
principalmente por motivos económicos: el nombramiento de obispos era la principal
entrada de la curia. Se establecieron costumbres y reglamentos que no eran otra cosa
que simonías con el sello papal. Así las añadas (ingresos del primer año) y las
expectaciones (pago anticipado con plazos anuales) que los nombrados habían de
entregar a la curia. Al ir los casos en continuo aumento, Urbano v estableció que la curia
se reservase los nombramientos a partir de un determinado nivel de ingresos (!). La libre
elección de los obispos, por la que tanto se había luchado en la época gregoriana, era
derogada por el mismo papado, y no por motivos pastorales, sino económicos.
ENTRE EL CENTRALISMO PAPAL Y LA IGLESIA SUPEDITADA
AL ESTADO (SIGLOS XV-XIX)
Intervención del poder civil
Hasta el siglo XIX no nombró Roma a los obispos de casi todas partes. Antes tuvo que
contar con otras instancias. La decadencia del papado, producida por el cisma de
Occidente (1378-1417) y los concilios reformadores de Constanza y Basilea, y la
aparición del centralismo absolutista de los príncipes, que no podían tolerar una iglesia
autónoma y por esto intentaban mantener bajo control los nombramientos, impidieron el
pleno desarrollo del nombramiento papal. En el concordato con el sacro imperio
romano-germánico, suscrito en Viena el 1448, se restablece el derecho de elección de
los capítulos. En casi todas las grandes monarquías -en 1516 tanto en Francia como en
España y sus territorios de ultramar- se introduce el derecho de nombramiento de la
corona. El papado se puso a la defensiva. Prescindiendo de la ficción jurídica de que eso
era privilegio papal concedido a un fiel hijo de la iglesia, sólo quedaba en pie el
principio de que los a, sí nombrados debían recibir de Roma la confirmación definitiva,
que en casos muy excepcionales podía denegarse.
Directrices tridentinas
Fueron los obispos franceses los que, a comienzos del año 1563, durante el concilio de
Trento, pusieron a debate el restablecimiento de la elección de los obispos. El cardenal
Guisa reclamaba la vuelta, a la forma antiquae ecciesiaé (de la Iglesia antigua) y
arremetió contra el nombramiento tanto regio como papal e incluso contra la elección
por el capítulo Catedralicio. Pero esta postura no tenía ninguna posibilidad de éxito: los
franceses estaban solos. Los italianos eran por princip io partidarios del derecho papal. Y
los españoles consideraban que el nombramiento regio les había resultado positivo. Por
otra, parte, en Trento prevaleció la acertada consideración de que ninguna de las.
formas, en uso garantizaba buenos obispos y que cualquiera de ellas podía
proporcionarlos. Se trataba, no de cambiar de procedimiento, sino de crear un control de
calidad, introduciendo pruebas. Así, el obispo húngaro Draskovich afirmaba que las tres
formas podían y debían renovarse: si elegía el capitulo, había que procurar que entre los
capitulares no faltasen buenos candidatos; si nombraba el rey, debía ser consultado el
metropolita, y si el Papa confirmaba, debía primero recoger información fidedigna y no
sólo enterarse de si el candidato había pagado las tasas. Con esto ponía el dedo en la
llaga de cada procedimiento. En esta línea, Trento estableció un sistema de pruebas
canónicas. Y, si los criterios tridentinos a menudo no se siguieron, fue porque muchos
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abusos estaban demasiado ligados al sistema sociopolítico pre-revolucionario, para
poder ser eliminados, aun con la mejor voluntad de los concilios y los papas.
El siglo XIX
Hasta el pontificado de Pío IX (1846-1878), en los concordatos, Roma casi por regla
general atribuyó el derecho de nombramiento a los jefes de estado católicos. Todavía
hacia el 1870 los obispos de la mayoría de los países católicos eran nombrados por el
estado, en el supuesto -eso sí- de que se trataba de un privilegio papal, concedido, en
principio, a jefes de estado católicos, y no un derecho originario del estado.
Una situación singular se presentó desde comienzos del siglo XIX, porque -sobre todo
en Alemania- había numerosos estados protestantes, que dominaban extensos territorios
católicos, con el agravante de que no eran partidarios de la separación entre la iglesia y
el estado y no estaban dispuestos a dejar de influir en la elección de los obispos. No
aceptaban el simple nombramiento de Roma, como tampoco Roma un nombramiento
como el de los estados católicos. Tanto en Alemania como en los cantones suizos, la
solución fue la vuelta a la fórmula de los capítulos catedralicios. El derecho del estado
consistió esencialmente en el derecho de veto irlandés (así llamado porque Roma lo
propuso al gobierno británico para Irlanda después de, 1815, aunque nunca fue
ejercido): de la lista de candidatos presentada por el capítulo, el estado tachaba a los
menos gratos, pero de forma que quedasen dos o tres para la elección. Al final entraba
en acción Roma confirmando al elegido. Nombramientos totalmente, libres y, sin
intervención estatal no los realizó Roma en el siglo XIX, sino en, países con una
separación entre la iglesia, y el. estado no relacionada con la "lucha cultural"
(KÚlturkampJ), como Bélgica, Holanda, Gran Bretaña, USA, Canadá, Australia, y en
los países propiamente de misión.
COMPETENCIA EXCLUSIVA DE ROMA (SIGLO XX)
En el siglo XX se abre rápidamente camino el convencimiento de que la designación de
los obispos,.reivindicada por Roma desde el siglo XIV, ya no encuentra obstáculos. El
derecho de confirmación se convierte así en derecho de nombramiento. Con la tormenta
que se cernió sobre las monarquías, los cambios en el mapa político y la separación total o parcial- entre la iglesia y el estado, se fueron a pique los derechos de
nombramiento e intervención del estado. En su lugar, en la mayoría de concordatos, se
introdujo la cláusula de reserva política general: al final del proceso, Roma se informa
sobre si por parte del gobierno existen objeciones generales de tipo político contra un
determinado candidato. Un derecho de nombramiento sin intervención no lo ha
otorgado Roma en el siglo XX ni siquiera al jefe del estado español, Franco, que en
1941 recibió el derecho de escoger de una tema propuesta por Roma.
Incluso los derechos de elección existentes en Alemania han, sido vaciados de contenido
mediante concordatos. Si. en el siglo XIX Roma sólo intervenía en la fase final, ahora
los capítulos sólo eligen a uno de la tema propuesta por Roma. La palabra definitiva no
la tiene el que escoge, sino el que presenta la tema: él puede convertir la elección en
ficción.
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ALGUNAS REFLEXIONES FUNDAMENTALES
La historia de la elección de los obispos contiene gran cantidad de experiencias
contradictorias. Según el propio punto de vista, cada uno puede aducir documentos o
puede seleccionar aquel periodo que le favorece. Así, los adversarios de la actual praxis
romana se remitirán a la antigua iglesia y sus contradictores a las experiencias
discutidas en Trento. En medio, entre ambos, el historiador de la iglesia se siente como
la fábrica de annamentos que suministra armas a ambos contendientes.
1. La primera cuestión
La primera cuestión que se nos plantea es: ¿en qué criterio nos basamos para establecer
que unas determinadas formas históricas son de significación permanente para la iglesia
y otras no? ¿o unas son de mayor importancia que otras?
El P. Laínez, General de los jesuitas, calificó de reforma "de anticuario", anacrónica y a
histórica, la vuelta a la forma antiquae ecclesiae patrocinada por el cardenal Guisa, se
opuso a la participación del pueblo, "ese monstruo de muchas cabezas", en la elección
de los obispos y propugnó una actualización de la reforma que partiese del derecho de,
entonces, como más adaptado a la situación de la iglesia.
Cierto que, si algún criterio existe, éste no ha de ser exclusivamente el de la. antigüedad.
Pero tampoco vale -el criterio inverso: lo último es lo mejor y lo de antes una antigualla,
que se opone a la fe. El planteamiento rigurosamente histórico es: ¿en qué se basa una
determinada praxis? ¿dónde -en la conciencia de la época- estaba en juego lo esencial,
lo irrenunciable, el principio de la fidelidad al modelo de iglesia querido por el Espíritu,
santo? Pero también aquí se requiere un criterio suplementario. Porque también las
concepciones teológicas y las estructuras de la iglesia pueden considerarse primero
sólidamente fundadas y más tarde condicionadas a su tiempo. Así, en los siglos X y XI
la concesión de los obispados por el rey como ungido del Señor y representante de
Cristo era una concepción esencial que el Papa Juan X confirmó expresamente el año
92 1.
2. La norma crítica
Por esto la norma crítica ha de ser la conciencia teológica actual de la iglesia que se
apoya en la escritura y la Tradición y que está expresada ante todo en la eclesiología de
la Lumen Gentium del Vaticano II. Las concepciones anteriores que coinciden con este
modelo de iglesia conservan aun hoy su significado. De lo contrario, las exigencias
jurídicas que se deriven, aun las vigentes, están en contradicción como la más profunda
conciencia de la iglesia. Así, la eclesiología representada por Egidio Romano, según la
cual el Papa sería cabeza del cuerpo de la iglesia y fuente de todo poder en ella,
contradice la autonomía de la iglesia local y el rol del obispo, según el Vaticano II.
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De acuerdo con esta norma crítica, hay dos periodos de especial relevancia normativa
para la elección de los obispos: el de la antigua iglesia, que vivía de la communio,
(comunión), y el de la libertas ecclesiae (libertad de la Iglesia) en el siglo XI. En sus
respectivas concepciones teológicas hay ideas y exigencias que han recibido un nuevo
brillo de la Lumen Gentium, al paso que la teología del rey de la alta edad media y la del
Papa de los siglos XHI y XIV quedan en la sombra.
3. La intervención de la iglesia local
Partiendo de ahí, hay que decir que la intervención de la iglesia local en la elección de
su obispo está profundamente enraizada en la Tradición, como lo está también la
máxima antigua y medieval de no imponer al obispo. Según el Vaticano H, la iglesia
local no es una unidad administrativa de una gran organización centralizada, sino una
Iglesia en communio con otras iglesias. Es cierto que la iglesia está estructurada y que
no hay tradición de una elección democrática del obispo., o sea, con igual derecho de
voto de todos los fieles.
Desde los tiempo más antiguos el clero decidía la elección. Esto posee todavía un
significado que la forma romana actual de nombramiento olvida con frecuencia. Para el
obispo es necesario poseer la confianza de la diócesis. Pero ésta se mide, no tanto por el
aprecio del pueblo sencillo y la familiaridad con los mass media, como por el sentir de
los que han de ser sus colaboradores, sobre todo los sacerdotes y laicos integrados en el
consejo presbiteral, y pastoral.
4. Autonomía de la Iglesia local
Una autonomía de la iglesia local consistente en que la elección realizada por ella sólo
en casos extremos Pudiese ser anulada o modificada por una instancia superior, sería de
hecho inimaginable. Pero tampoco se ajusta a la Tradición de la iglesia ni a la
eclesiología del Vaticano 11. Porque en la elección del obispo está también en juego la
communio con la iglesia universal. Y ni siquiera en la iglesia antigua (véase Cipriano),
la elección presenta, por lo general, el carácter de hecho cerrado. En principio debe ser
posible aprovechar las iniciativas de fuera, proponiendo nuevos candidatos o apoyando
los candidatos de las minorías y rompiendo así el posible provincianismo de una iglesia
local. De tales obispos no tiene la iglesia solamente experiencias negativas.
En el proceso de la elección debe expresarse, pues, la communio con la iglesia
universal. Esto implica una decisión jerárquica última (no necesariamente de Roma),
que pertenece también a la Tradición. El n.º 21 de la Lumen gentium: la plenitud de la
potestad de enseñar y dirigir que se da en la consagración episcopal, según su
naturaleza, no puede ejercerse sino en la unidad de comunión, ordenada
jerárquicamente, con la cabeza y los miembros del colegio episcopal". Claro que el
texto no se refiere directamente a nuestro tema. Pero la, fórmula expresa sintéticamente
cuál es el principio de prioridad que rige el servicio, y la plenitud de potestad episcopal
y la inserta en la iglesia universal. Y lo mismo sucede con el principio que entra en
juego en la instancia supralocal de control. El iudicium de la jerarquía no consiste
simplemente en la concesión de la potestad por parte del Papa. Es más bien la
communio "con la cabeza y los miembros del colegio episcopal".
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5. El nombramiento papal de los obispos
Así las cosas, hay que decir que el nombramiento papal de los obispos-es una forma
extrema entre las posibles, pero deficiente en sentido teológico pleno. No responde a la
afirmación del Vaticano 11 de que los obispos no son representantes del obispo d e
Roma. Si uno es constituido en autoridad por un superior, que además le puede deponer,
en todas partes consta como su representante! Más sentido tendría que, como en la
antigüedad la decisión última correspondía a la provincia eclesiástica, ahora la
respectiva conferencia episcopal eligiese al obispo de una lista de. candidatos, también
de las minorías importantes, preparada por la iglesia local. Tampoco debería excluirse a
Roma del control de las elecciones, de acuerdo con la conciencia de su rol
históricamente creciente, al menos en la iglesia latina. El procedimiento ha de quedar
abierto a las posibilidades de intervención de la cabeza. Pero responde a la conciencia
de la antigua iglesia el que la designación no sea asunto de un solo obispo, sino de todo
el colegio episcopal.
¿Sería de antemano ilusoria una modificación del derecho vigente? El código-de 1983
ofrece un margen más amplio que la praxis vigente, cuando afirma: "El Papa nombra los
obispos libremente o confirma los elegidos conforme a derecho". Se contempla , pues,
la posibilidad de una elección libre previa, con la afirmación última del Papa.
6. En el contexto de la praxis actual
Incluso en el contexto de la praxis actual, cabría articularla participación de otras
instancias, para que quedase expresada la communio en el, doble plano: el de la iglesia
local Y el de la iglesia universal. Las de la Compañía de Jesús muestra que en el,
nombramiento de los superiores por el General, unos adecuados mecanismos de
consulta pueden garantizar un alto grado de diálogo y participación. Tener la
responsabilidad última no implica tener que oponerse al espíritu y la realidad de la
communio, que no es lo mismo que democracia. Pero sí que exige una buena dosis de
reserva, autocrítica y discreción espiritual.
Es, pues, de la mayor importancia que, como la designación del obispo atañe a la
communio eclesial en su más amplió sentido e incluso constituye su piedra de toque, en
la primera línea de las estructuras de la communio se mantenga la consulta pertinente.
Se vulnera este principio cuando la confianza se pone en primer lugar en un canal de
información puramente personal, incontrolado e irresponsable. En la elección de los
obispos la iglesia no tiene por qué acomodarse a los principios de la política de personal
de las multinacionales, que ponen gerentes hábiles por todas partes. Esto va
radicalmente en contra de la Tradición de la iglesia. Su communio posee estructuras
objetivas, aunque históricamente variables dentro de determinados límites.
Tradujo y condensó: MARIO SALA
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