El otro como objeto de conocimiento y destrucción Juan Carlos Piñeyro Universidad de Upsala El propósito de esta comunicación es postular que la impetuosa conquista y eficaz colonización de Hispanoamérica fue posible gracias a una visión de mundo totalitaria que se impone en la Península en 1492 tras la toma del último reino musulmán.1 Pero también es propósito llamar la atención sobre el holocausto del pueblo indio, tragedia que suele quedar velada cuando se presenta la historia de la conquista de América.2 Asimismo, estas páginas mostrarán que el genocidio padecido por los indígenas de América no sólo fue biológico sino también cultural 3 Para tales propósitos me he apoyado, en gran medida, en la obra Tzvetan Todorov, La conquista de América. El problema del otro [1982]. Pero antes de presentar esta obra y de concentrarme en las razones ideológicas y en las consecuencias prácticas de la ‘epopeya’ hispánica, quisiera presentar en forma concisa dos versiones de la conquista y colonización de las Indias Occidentales. El discurso colonialista En la ya clásica obra El laberinto de la soledad [1950], el célebre ensayista y poeta Octavio Paz (1914-1998) dedica uno de los capítulos al tema de la conquista y colonización de América. La interpretación crítica de Paz de acontecimientos centrales de la historia de México ha ganado profunda aceptación no sólo en América, sino también en España. Y no es de extrañar. La claridad, agudeza y erudición que trasmiten las reflexiones del intelectual hispanoamericano son admirables. Este libro, reeditado en varias oportunidades desde su edición príncipe, no sólo se le considera fundamental para comprender la idiosincrasia del pueblo mexicano sino que también se lo ha definido como “una de las piezas claves de la literatura moderna” (Santí 1995:13). Sin desmerecer para nada la significación de esta obra, voy a comentar la perspectiva desde la que escribe el ensayista. Si Todorov (1939), como se verá más adelante, asume claramente en su obra sobre la conquista de América una perspectiva europeísta, Paz, siendo mexicano, escribe desde la perspectiva del colonizador. 73 Juan Carlos Piñeyro Así, por ejemplo, en el capítulo “Conquista y Colonia”, justifica la Colonia y, al mismo tiempo, ignora la continuidad histórica de las culturas indígenas que, pese a todo, aún hoy mantienen su identidad cultural.4 De ahí que Paz (1995:241), por un lado, postule la idea de que la historia de cada mexicano comienza con el orden fundado por los españoles (postulado que retomará más tarde Todorov); y, por otro, destaque la eficacia del Imperio español y defina la sociedad fundada sobre las ruinas de Tenochtitlán como “regida conforme a principios jurídicos, económicos y religiosos plenamente coherentes entre sí y que establecían una relación viva y armónica entre las partes y el todo”. Con buena voluntad se podría aceptar que la Colonia estuviera regida por principios plenamente coherentes entre sí, pero que estos principios hayan establecido una relación viva y armónica entre las partes y el todo, enmascara las persecuciones que padecieron los pueblos indios durante la época colonial. Desde una perspectiva colonialista, Paz no puede hacer menos que valorar la función de la iglesia. Y aunque señale que hubieron “abusos”, rescata la tarea evangelizadora que desempeñaron los misioneros en cuanto a la integración de los indígenas al orden impuesto por los colonizadores: “Gracias a la religión” escribe Paz (1995:242), “el orden colonial no es una mera superposición de nuevas formas históricas, sino un organismo viviente. Con la llave del bautismo el catolicismo abre las puertas de la sociedad y la convierte en un orden universal, abierto a todos los pobladores”. Es una descripción generosa de la tarea cumplida por los misioneros quienes a través del sacramento del bautismo introducían al habitante autóctono a la civilización occidental. Pero el agudo ensayista mexicano no se pregunta qué les sucedió a los millones de indígenas que se negaron a pasar por esa puerta que los incorporaba al proyecto totalitario de la Corona española y de la Iglesia católica apostólica y romana. Por otro lado, Paz emplea un argumento contundente contra los que han denunciado el aniquilamiento del poblador autóctono. Según el escritor mexicano “los españoles no exterminaron a los indios porque necesitaban la mano de obra nativa para el cultivo de los enormes feudos y la explotación minera. Los indios eran bienes que no convenía malgastar” (ibídem:242). 74 El otro como objeto de conocimiento y destrucción La argumentación de Paz parece irrefutable ya que se apoya en un razonamiento lógico: nadie quiere matar la gallina de los huevos de oro, sólo un demente lo haría. Sin embargo, sobran documentos de los propios victimarios en los que ha quedado registrada la suerte corrida por quienes se rebelaron contra la dominación española.5 Quien lee el ensayo de Paz sobre la conquista y la época colonial entiende que algunos españoles cometieron “abusos”, y que usaron la religión para justificar tales desmanes. Pero en ningún lugar, el texto hace referencia a que la conquista de México se logró mediante guerras de exterminio. O que la incorporación de los antiguos habitantes de Mesoamérica al “orden universal” impuesto por la Corona de España significó el aniquilamiento de culturas diferentes a la occidental. Paz tampoco problematiza las consecuencias de la tarea evangelizadora. Al contrario, piensa que “sin la Iglesia el destino de los indios habría sido muy diverso”. E insiste en describir en términos positivos el papel de los eclesiásticos, quienes lucharon “para dulcificar” las condiciones de vida de los indios “y organizarlos de manera más justa y cristiana”, según Paz (ibídem:242-3). De ese modo, los misioneros les ofrecieron a los indígenas la posibilidad de formar parte, “por la virtud de la consagración, de un orden y de una Iglesia”. El ensayo de Paz presenta a los pueblos indios masificados y sin voluntad propia, como niños huérfanos y necesitados de amparo. De ahí que justifique la obra de los misioneros católicos y destaque el “orden universal” creado por España en Hispanoamérica, un orden que significó, en palabras del ensayista mexicano, un “logro extraordinario de la Colonia, [que] sí justifica a esa sociedad y la redime de sus limitaciones” (ibídem:244). Otra manera de describir la situación de los indígenas y la misión de la Iglesia durante la época colonial la presenta el escritor Carlos Montemayor (1998) en su libro sobre la rebelión india de Chiapas. De acuerdo con este autor, en el orden colonial tan alabado por Paz, “podía tratarse al indio igual que a una res y marcarlo en el rostro como parte del ganado de su dueño: si huía a las montañas para defenderse de la marca infamante o de la esclavitud, era señal de su barbarie y de su naturaleza salvaje; si se defendía, era una confirmación de sus instintos sanguinarios” (Montemayor:1998:127). 75 Juan Carlos Piñeyro La visión de Montemayor contrasta notablemente con la de su compatriota Paz, ya que asume la perspectiva de los colonizados y hecha luz sobre la mentalidad y las prácticas de los colonizadores. La visión de Julián Marías Desde la península, el filósofo y escritor Julián Marías (1914), uno de españoles más destacados del siglo XX, en su obra España inteligible [1985], presenta la expansión europea de los siglos XV y XVI como una obra producida por la pasión renacentista de descubrir nuevos horizontes, una pasión que en esa época habría dominado a los españoles. Según esta visión, los países ibéricos “se lanzan a hacer descubrimientos cuando la vida se les presenta como descubrimiento”. Partiendo de esta inferencia, el filósofo español afirma, sin ruborizarse, que no hubo “razones económicas ni técnicas para que Portugal o España, y luego otros pueblos, se lancen a la exploración del mundo” (Marías, 2002:171). Al leer afirmaciones tan categóricas uno no puede menos que preguntarse si todo aquello que se nos enseñara en el colegio ya no tiene vigencia; esto es, que la meta de Colón era llegar a la India con el propósito de hallar una ruta marítima que rompiera el monopolio musulmán sobre el comercio de las especies. O sea, que la empresa financiada (en parte) por los más tarde titulados Reyes Católicos, fue una empresa político-económica. A Marías (ibídem:173) no le cabe tampoco duda alguna de que el motivo principal de “la empresa americana” fue la cristianización y no el saqueo de riquezas del “Nuevo Mundo”.6 Por ello Marías advierte a los lectores suspicaces que “el descubrimiento y conquista de América no fue buen negocio para los que lo realizaron”. Según el filósofo, los esfuerzos, las fatigas y los padecimientos fueron tan grandes que hoy parecerían increíbles. En esta versión de los hechos, lo decisivo fue “el espíritu de aventura, el deseo de realizar hazañas extraordinarias y dignas de ser recordadas, el orgullo de pertenecer a una minoría capaz de grandes cosas” (ibídem:174, 178). Asimismo, aparece como “absolutamente inverosímil” la gran eficacia desplegada por los conquistadores, quienes en pocos años dominan la mayor parte del continente americano. 76 El otro como objeto de conocimiento y destrucción España no sólo da muestras de gran eficacia en el siglo XVI. Según este autor, “Toda la dilatación transoceánica de España presenta una estructura social y política de extrema originalidad” (ibídem:179). Pasión renacentista, eficacia, originalidad y espíritu evangelizador fueron facultades que dominaban los españoles del 1500, si compartimos la visión de Marías. Gracias a esta forma de ser, los hispanos fueron capaces de realizar “la dilatación transoceánica de España”. En esta obra, el intelectual español sintetiza y asume (ya en el postfranquismo), el discurso colonialista de los poderes europeos, discurso en el cual se presenta la conquista y colonización de América como una hazaña realizada con enormes sacrificios e impulsada por el ideal de civilizar a pueblos “salvajes”. La Conquista como paradigma Diez años antes de cumplirse el quinto centenario de la llegada de los españoles al continente americano, Todorov se dispone a indagar en La conquista de América lo que llama “el encuentro más espectacular entre dos partes de la humanidad” (Todorov, 2001:133). Con tal fin presenta el tema del otro exterior y lejano analizando la forma en que los españoles percibieron a los habitantes autóctonos de América en los primeros años de la conquista. Todorov se limita al estudio de los primeros contactos entre Colón y los tahínos, y a hechos acontecidos durante la guerra de conquista de Tenochtitlán, centro religioso y político de los aztecas. Pero también presenta la llamada hecatombe demográfica de los pueblos indios de forma muy diferente a las comúnmente difundidas en el mundo hispanohablante. En su análisis histórico, este investigador intenta asumir una perspectiva equidistante de las partes que habrá de presentar. Pero su visión crítica sobre actos cometidos por los conquistadores ya se revela en la primera página de su estudio, por cuanto lo dedica “a la memoria de una mujer maya devorada por los perros”. Y en las páginas finales habrá de explicar que ha escrito esta obra para que no se olvide el destino trágico de esa mujer, tan similar, por otra parte, al de miles de otros y otras indígenas que murieron aperreados como ella (ibídem:256). Con esto se podría pensar que Todorov escribe desde la perspectiva de los vencidos. Sin embargo, lo hace desde un nosotros que se limita a los europeos. Así, 77 Juan Carlos Piñeyro por ejemplo, cuando afirma que el llamado descubrimiento de América ha sido “el encuentro más asombroso de nuestra historia”, Todorov (ibídem:14) no se refiere a la historia universal de la humanidad, sino a la historia particular de Europa. La perspectiva europeísta del autor aparece con mayor claridad cuando afirma que “el descubrimiento de América es lo que anuncia y funda nuestra identidad presente”(ibídem:15). Al referirse a “nuestra identidad” o, cuando más adelante afirma: “Todos somos descendientes directos de Colón, con él comienza nuestra genealogía — en la medida en que la palabra ‘comienzo’ tiene sentido”, Todorov se está refiriendo a la identidad europea y, por extensión, a la de los colonizadores. Del mismo modo cuando afirma, en uno de los capítulos centrales, que de la victoria de Cortés sobre Moctezuma “hemos salido todos nosotros, tanto europeos como americanos” (ibídem:105). De este modo, y haciéndose eco de la interpretación de O. Paz, el investigador búlgaro ignora la continuidad histórica de los pueblos indios quienes pueden afirmar que, pese a esa derrota, han sobrevivido y, aún hoy, resisten. No obstante esta perspectiva eurocentrista, Todorov se plantea cuestiones que no muchos historiadores se habían tomado el trabajo de intentar indagar, al menos a la fecha de la publicación de su estudio. El intelectual búlgaro se pregunta, entre otras cosas, cómo fue posible que el encuentro más espectacular de la historia haya desencadenado uno de los mayores genocidios de la humanidad. Una posible respuesta: Europa se ha esforzado durante siglos “por asimilar al otro, por hacer desaparecer su alteridad exterior”. Y ha tenido éxito, ya que los valores occidentales se han extendido al mundo entero (ibídem:257). Uno de los mayores méritos de esta obra es que no sólo presenta una nueva interpretación del llamado descubrimiento y conquista de América, sino que, sobre todo, señala el carácter paradigmático de aquel acontecimiento y, con ello, deja constancia de la vigencia de conductas que aún hoy predominan en el encuentro con el otro, especialmente, cuando ese otro pertenece a una cultura o a una etnia distinta a la nuestra. El holocausto de los pueblos indios Otra cuestión relevante que se plantea Todorov en su estudio está relacionada con lo que llama “un encadenamiento aterrador”, o sea, el hecho de que “comprender 78 El otro como objeto de conocimiento y destrucción lleva a tomar y tomar a destruir” (ibídem:137). ¿Cómo fue posible que el conocimiento en vez de despertar empatía hacia el otro, se haya transformado en medio para destruirlo? Todorov usa como ejemplo el comportamiento de Cortés, quien arrasa la sociedad de los aztecas, pese a que muestra admiración por la ciudad y por algunas de las obras y costumbres de este pueblo. Pero al plantearse este ‘enigma’ parecería que Todorov no tuvo en cuenta que Cortés era un conquistador, un jefe militar, guerrero y estratega, y no un pacífico embajador de Carlos V. Claro que quiere comprender al otro, pero para manipularlo mejor: en su comprensión está implícita la intención de tomar y destruir, ya que su objetivo fue, desde su desembarco en territorio mexicano, apoderarse de las riquezas del reino de Moctezuma. Así, ayer como hoy, el conocimiento humano, como la ciencia y los adelantos técnicos, ha sido un medio para hacer más eficaz el aniquilamiento cultural del otro diferente. Hay que recordar, además, la vigencia en aquella época de una ideología racista: no sólo se sostenía que los indios vivían en estado salvaje, sino que, además, se afirmaba que eran inferiores en todo sentido. Esta tesis racista tuvo larga vida en Europa y, con el correr del tiempo, adquirió considerable prestigio académico. Entre otros, el filósofo alemán G. W. Friedrich Hegel (2001:171) la expresaba con elocuencia cuando ya habían pasado más de tres siglos de la destrucción de Tenochtilán. Hacia 1830, en sus lecciones sobre la filosofía de la historia, Hegel enseñaba que América se había revelado siempre y se seguía revelando impotente tanto en lo físico como en lo espiritual. De ahí su explicación al “declive” demográfico: “Los indígenas, desde el desembarco de los conquistadores, han ido pereciendo al soplo de la actividad europea”. Como comenta el investigador uruguayo Daniel Vidart (1968:48), lo que Hegel no aclara es la naturaleza de tal actividad. Tampoco lo ha hecho, hasta la fecha, el discurso oficial de los estados europeos ni el de los establecidos en América después de la independencia. No es de extrañar, ya que esa actividad evidenciaría el carácter bárbaro, no de los pobladores autóctonos, sino de los invasores. Por otro lado, echaría luz sobre el significado real de una de las mayores caídas demográficas de la humanidad. 79 Juan Carlos Piñeyro En este sentido, los datos que se han manejado para determinar la población del continente americano antes de la llegada de los europeos ha dado lugar a variadas interpretaciones. Así, el total de la población indígena que se ha propuesto en diferentes estudios va de 11 a 112 millones de habitantes. Sin embargo, existe cierto consenso que establece el total de la población de todo el continente en unos 80 millones, de los cuales unos 65 corresponderían a Hipanoamérica (vid. Escudero 1992:243; Salmoral 1992a:378-9; Todorov, ibídem:144). Después de un siglo y medio de la llegada de Colón al Caribe, alrededor del 90% de la población autóctona había sido aniquilada. La constatación de la desaparición de cerca de 60 millones de seres humanos en tan corto plazo de tiempo ha dado lugar a controvertidas interpretaciones. ¿Han tenido los hispanos la intención de aniquilar a los indígenas? Según se ha visto, O. Paz rechaza tal hipótesis. Asimismo, uno de los argumentos —empleados con vehemencia por quienes niegan el genocidio y defienden la conquista como epopeya heroica— es la falta de intención de los conquistadores de exterminar a los pueblos indios (vid. Pidal 1973; Ramos (1998).7 Aparte del hecho de que en Europa se discutiera durante casi medio siglo si los habitantes del “Nuevo Mundo” tenían o no alma, si eran seres humanos o bestias, si eran hijos de Dios o criaturas engendradas por el Diablo, estos historiadores distorsionan el fundamento ideológico que legitimaba los crímenes cometidos contra poblaciones indefensas.8 ¿Pero ha ocurrido un genocidio? Para muchos, como para Todorov (ibídem:144), no hay duda de que en América ocurrió uno de los mayores genocidios de la historia de la humanidad. Si, entonces, hubo un genocidio, ¿quién o quiénes fueron los responsables? Por cierto que no sólo España, como han afirmado los enemigos de la monarquía española. Todorov (ibídem:255) señala que la responsabilidad de la destrucción del otro también es de todos los países europeos que se lanzaron a la colonización de territorios ya ocupados.9 No obstante, habría que precisar tal generalización distinguiendo, de un lado, a aquellos que han apoyado la política de los poderes establecidos, presentando la conquista como obra civilizadora y a los conquistadores como figuras heroicas y, por tanto, dignas de nuestro respeto y admiración. Y, de otro, hay que distinguir a quie- 80 El otro como objeto de conocimiento y destrucción nes han denunciado las consecuencias catastróficas que tuvieron para los pueblos indios el “Descubrimiento”, la “Conquista”, la “Colonización” y la “Independencia”. A los primeros les cabe, por cierto, la misma responsabilidad que le cabría a quienes hoy en día presentaran como figuras heroicas y respetables a personajes históricos ya reconocidos por las democracias occidentales como tiranos y genocidas. Sea como fuere, los verdaderos responsables, aparte de los que participaron directamente en los actos criminales, fueron las monarquías europeas, las cuales, aliadas con los intereses de la Iglesia, promovieron y legitimaron las guerras de conquista. El genocidio cultural Incluso en resúmenes históricos escritos desde la perspectiva colonial se anota que la implantación de la forma de vida europea en América fue un factor determinante para la caída demográfica de los pueblos autóctonos. Esta forma de vida fue impuesta sistemáticamente y a plena conciencia sobre los pueblos derrotados. Así, la cruz y la Biblia se convirtieron en símbolos poderosos que aterrorizaban a los pobladores indígenas sirviendo asimismo para adoctrinarlos y sustituir sus creencias y costumbres. En este sentido, la comprensión de los vencidos que practicaron los frailes misioneros tiene un valor muy limitado ya que los guiaba el propósito de asimilarlos totalmente y, en tanto cumplían esa meta, aniquilaban la identidad cultural del colonizado. En otras palabras, una comprensión del otro basada en la superioridad absoluta de los valores del cristianismo, lo cual legitimó, ya sea el genocidio cultural como las matanzas que se cometieron contra los antiguos pueblos americanos. En su estudio, Todorov no menciona directamente esta dimensión atroz de la evangelización, pero al comentar el “carácter radical” de la obra misionera del fraile Diego de Durán y las ideas que guiaron a fray Bernardino de Sahagún, revela, en realidad, el carácter genocida de la obra de los ‘bien intencionados’ religiosos así como la de quienes pensaban y actuaban como ellos.10 En la medida en que los misioneros postulaban una conversión total, se convirtieron en guardianes celosos de los dogmas del catolicismo y, al mismo tiempo, fueron agentes directos del genocidio cultural, ya que en todas las costumbres y en todas las formas de comportamiento 81 Juan Carlos Piñeyro protagonizadas por los indígenas hallaban superstición e idolatría (vid. Todorov, ibídem:214, 216). El fraile Sahagún, por ejemplo, tiene los mismos propósitos que Durán, esto es, hacer conocer la religión de los aztecas para así combatirla con mayor eficacia: “El médico no puede acertadamente aplicar las medicinas al enfermo [sin] que primero conozca de qué humor, o de qué causa proceda la enfermedad”, escribe Sahagún en el prólogo de su obra (apud. Todorov, 2001:234). La metáfora es muy clara: los aztecas están enfermos espiritualmente, viven en el pecado y la idolatría. Para poder combatir estas enfermedades, los predicadores deben conocerlas. Sacrificio y matanza El paso del medioevo a la era moderna dado por los europeos tiene resonancias positivas en cuanto hito histórico que se considera un avance de la cultura occidental. Todorov sitúa, justamente, el inicio de la época moderna en 1492, y con ello, parecería que destaca la superioridad de Occidente sobre las antiguas civilizaciones de América. No obstante, al leer el estudio de Todorov, el supuesto avance de la civilización occidental cobra una dimensión paradójica ya que, como se ha visto, estaría acompañado por uno de los mayores genocidios ocurridos en la historia humana. Todorov (ibídem:155-6) trata de dar una respuesta al por qué de las crueldades cometidas contra los indígenas y, en vez de acudir al tópico recurrente que relaciona crueldad y ambición con idiosincrasia hispana, establece una distinción entre sociedades con sacrificio, como la azteca, y sociedades con matanza, como las europeas del siglo XVI. El sacrificio es, según Todorov un homicidio religioso, legalizado, es parte de un rito oficial y se hace públicamente. La víctima tiene una identidad y debe cumplir determinados requisitos para que pueda ser sacrificado. Así, los aztecas no sacrificaban a conciudadanos, ni a extranjeros lejanos, tampoco a inválidos. La matanza, por el contrario, se realiza lejos de la metrópoli, donde no es necesario respetar leyes ni códigos morales. Mientras “más lejanas y extrañas sean sus víctimas, mejor será: se las extermina sin remordimientos, equiparándolas más o menos con los animales”. Tampoco importa saber quién es la víctima. “Al contrario de los sacrificios, las matanzas no se reivindican nunca, su existencia misma generalmente se guarda en secreto y se niega”. Es este tipo de sociedad el que Occidente impone 82 El otro como objeto de conocimiento y destrucción sobre las sociedades con sacrificio, un modelo de sociedad que aún hoy se caracteriza por el recurso de la matanza, la “desaparición” y el exterminio del otro. Todorov plantea que si se considera el sacrifico humano como un homicidio religioso, se puede entender la matanza como un homicidio ateo. Ateo, en el sentido de que la matanza no está integrada en los rituales religiosos de Occidente. Pero, paradójicamente, ha sido el fanatismo religioso el que ha provocado no pocas matanzas ‘ateas’ a través de la historia. La visión de mundo totalitaria Pero, ¿cómo pudo ser posible que la Monarquía y la Iglesia católica, cuyos principios fundamentales han sido desde siempre la caridad y el amor al prójimo, legitimaran guerras de conquista y de exterminio llevadas a cabo en las Indias Occidentales? En primer lugar se debe recordar que en el año 1492 no sólo Cristóbal Colón tropieza con las Bahamas y la lengua se ‘hace compañera del Imperio’, como quería Nebrija. Al comienzo de ese mismo año, culmina la Reconquista y, con ello, la victoria de la religión cristiana sobre el islamismo. Ese mismo año también la Santa Inquisición está de fiesta: quema de herejes y bibliotecas, bautismos en masa, y expulsión de los judíos que se niegan a convertirse a la verdadera religión. En estos acontecimientos no es difícil discernir una visión de mundo que habrá de imponerse a sangre y fuego, tanto en los territorios reconquistados como en los “descubiertos” por el Almirante. El proyecto de una sola Corona, una sola religión y una sola lengua —fundamento ideológico del naciente Imperio español— postulaba implícitamente el aniquilamiento tanto individual como colectivo de todo aquel que se opusiera a los intereses religiosos, político-económicos o culturales de la Monarquía y la Iglesia católica. El proyecto de los Reyes Católicos —tomado más tarde por el nieto belicista, el emperador Carlos V—, implicará la eliminación del otro, en tanto ese otro sea diferente y se oponga o, simplemente, no respete los dogmas establecidos por el Poder imperial. En este sentido, es del todo legítimo definir la ideología o visión de mundo dominante en el naciente imperio español con el calificativo de totalitaria. La aparición de protestantismo encarnado en la figura de Martín Lutero (1483-1546) tronchará el 83 Juan Carlos Piñeyro proyecto de un Imperio universal católico, si bien los conquistadores y colonizadores del “Nuevo Mundo” lo harán realidad en territorios más extensos que los europeos. En segundo lugar, en las razones que se presentaban para justificar la guerra contra los pueblos indígenas (eran inferiores, caníbales, bárbaros, realizaban sacrificios humanos) estaba implícito un postulado moral, como ha observado Todorov (ibídem:165-6): ‘uno tiene el derecho y hasta el deber de imponer el bien al otro’. Pero hay que tener en cuenta, como también señala Todorov, que es uno quien determina qué es el bien y qué el mal. Y que es uno quien identifica sus propios valores con los valores universales. Para los europeos defensores de la inferioridad de los indígenas, existía un valor absoluto que era la religión cristiana (como lo es hoy la democracia para EE.UU). Por el bautismo de un sólo indígena se justificaba la muerte de miles —así también para imponer la democracia en un Estado se justifica la masacre de la población civil de ese propio Estado.11 En tercer lugar, hay que recordar que la Corona española se sintió en la necesidad de justificar el saqueo de riquezas y las atrocidades cometidas por los conquistadores. De ahí que Fernando el Católico y sus colaboradores elaboraran en 1514 un documento jurídico conocido como el Requerimiento con el cual se legalizan las conquistas de nuevos territorios.12 Este texto afirma que la ocupación de territorios por parte de los españoles es justa y, de ese modo, legitima la apropiación indebida del “Nuevo Mundo”. Pero al sancionar esta apropiación, legitima también las guerras de conquista, la esclavitud y el exterminio de los pobladores autóctonos que se negaban a someterse a las bandas armadas de los conquistadores. El Requerimiento era una exhortación pública. El conquistador estaba obligado a leerlo, en presencia de un escribano público, antes de iniciar una acción militar contra una aldea. En dicho acto se requería a los pobladores para que reconocieran a la Iglesia “por señora y superiora del Universo Mundo, y al sumo Pontífice llamado Papa y a su Majestad como superior y rey de las islas y tierra firme”. En el Requerimiento se presentaba una breve historia de la humanidad y de la vida de Jesucristo, y su vicario en la tierra, el santo Papa. Allí se explica que uno de éstos, Alejandro VI (en realidad Rodrigo de Borja, hispano, amigo Fernando el Católico) había donado el continente a la Corona de España. Si los pobladores aceptaban y se convertían a la “santa fé católica” serían favorecidos con “muchos privile- 84 El otro como objeto de conocimiento y destrucción gios”. Pero si no contestaban en el tiempo que el conquistador consideraba adecuado o si rechazaban tal exhortación, se les certificaba que el conquistador con sus soldados les haría la guerra y los mataría, y a los sobrevivientes los tomaría como esclavos. En la parte final del documento se encuentran las palabras de amenaza que pronunciaban los conquistadores antes de iniciar una masacre, y que cumplían en caso de que no aceptaran la autoridad del Papa y del Monarca español: Si no lo hiciéreis o en ello dilación maliciosamente pusieréis, certifícoos que con la ayuda de Dios yo entraré poderosamente contra vosotros y vos haré guerra por todas las partes y manera que yo pudiere, y os sujetaré al yugo y obediencia de la Iglesia y de Su Majestad, y tomaré vuestras mujeres y hijos y los haré esclavos, y como tales los venderé, y dispondré de ellos como Su Majestad mandare, y os tomaré vuestros bienes y os haré todos los males y daños que pudiere, como a vasallos que no merecen ni quieren recibir a su señor y le resisten y contradicen (apud Vidart 1968:39). El Requerimiento era leído en castellano. Los pobladores no tenían otra alternativa que someterse de inmediato. Si se mostraban dubitativos o recelosos así fuera porque no conocían la lengua de Cervantes o porque les parecía absurdo que alguien regalara a otros sus propios territorios, se los consideraba en rebeldía y se les declaraba la guerra. No es difícil dilucidar aquí el mismo principio intolerante con el cual se han sostenido todas las ideologías totalitarias: o estás conmigo o estás en contra de mí. En cuarto y último lugar, la concepción de una alteridad que en tanto diferente se la considera una amenaza y por ello debe ser asimilada o destruida no tiene su origen en el siglo XVI. El ‘método’ de destruir al otro diferente no fue un recurso inventado por la “crueldad” de los españoles ni empleado sólo por ellos: en realidad se halla en los orígenes de la tradición judeocristiana. De acuerdo con la Biblia, era necesario hacer guerras de exterminio contra los pueblos que adoraban cualquier divinidad que no fuera el Dios de Israel. Así se desprende de muchas de las intervenciones de Jehová en las cuales expresa la idea de aniquilar a los enemigos de Israel. Por ejemplo, en el capítulo 17 del Éxodo, cuando Josué, con asistencia divina derrota a Amalec, Jehová le dice a Moisés que registre este acontecimiento para las generaciones futuras, pero también que le comunique a Josué, la intención que Él tiene de “raer la memoria de Amalec” de la faz de la tierra: “Escribe esto para memoria en tu libro, y di a Josué que del todo tengo de raer la memoria de Amalec de de- 85 Juan Carlos Piñeyro bajo del cielo” (Éxodo 17:14).‘Raer del todo la memoria de Amalec’ no puede indicar otra cosa que la intención de exterminar a este pueblo, como señala Miles (vid. 1998:122). Unos capítulos más adelante, se expresa con mayor claridad el propósito divino: Porque mi Ángel irá delante de ti y te introducirá al Amorrheo, y al Hetheo, y al Pherezeo, y al Cananeo, y al Hevero, y al Jebuseo, á los cuales yo haré destruir. No te inclinarás a sus dioses, ni los servirás, ni harás como ellos hacen; antes los destruirás del todo, y quebrantarás enteramente sus estatuas (Éxodo 23: 23-24). No solo fueron guerras para la conquista de nuevos territorios, también fueron guerras de exterminio contra los pueblos que habitan las regiones que los israelitas atraviesan después de la huida de Egipto. Guerras legitimadas por la religión monoteísta que querían imponer. Por ello es oportuno recordar que la Biblia no sólo fue la fuente donde se trató de encontrar la procedencia de los habitantes del “Nuevo Mundo” (después de haberlos reconocido como descendientes de Adán y Eva). Cuando invadían territorios ya ocupados y se enfrentaban con pueblos que profesaban otras creencias religiosas, los enviados de la Iglesia y de la Corona española encontraban también inspiración y legitimidad para sus actos criminales en las Sagradas Escrituras y en la figura de un Dios Padre tiránico cuya intolerancia difícilmente pueda haber pasado desapercibida. A modo de conclusión De acuerdo a la manera en que se suele explicar el devenir histórico en la cultura occidental, el florecimiento del Humanismo y el desarrollo científico posibilitaron la expansión europea del siglo XVI. En concordancia con esto, se ha establecido el inicio de la era moderna hacia comienzos de dicho siglo. De ahí que se perfile la imagen de una civilización avanzando desde las tinieblas medievales hacia la luz del conocimiento y la racionalidad. La contracara a tal interpretación es que los valores humanistas han estado circunscriptos a las elites europeas: no fue al ser humano al que rescató el Humanismo, sino al ser europeo y cristiano. Al otro diferente, ya fuera cercano o lejano, se le percibió como amenaza o como un ser inferior, diabólico y bárbaro. 86 El otro como objeto de conocimiento y destrucción Asimismo, postular que el desarrollo técnico posibilitó la expansión europea, enmascara que tal “dilatación” no fue otra cosa que invasión y ocupación de territorios ya habitados, y adonde los valores humanistas llegaron tardíamente y para goce de los propios colonizadores. No fueron, entonces, los grandes ideales del Humanismo los que motivaron y condujeron los llamados descubrimientos y conquistas, como enseña todavía hoy el discurso colonialista: la expansión europea fue posible gracias a una visión de mundo totalitaria en la cual la asimilación total o el exterminio del otro estaba legitimado, tanto por los poderes terrenales como por el poder divino representado por el Papa. Pero las guerras de exterminio no fueron un invento hispano: el genocidio, fuera biológico o cultural, se practicó reiteradamente en la antigüedad, en el medioevo y, lamentablemente, caracteriza aún los conflictos armados que enrojecen el horizonte de estos primeros años del siglo XXI. Aunque el llamado descubrimiento de América se haya definido y se defina como el encuentro más espectacular de la historia de la humanidad, ese encuentro no se realizó sino en forma excepcional ya que los europeos no respetaron la singularidad de las culturas autóctonas, ni reconocieron a sus integrantes como seres iguales. Incluso aquellos europeos que sintieron simpatía por los indígenas, y los defendieron, lo hicieron en tanto aceptaran la forma de vida de los colonizadores. El otro fue, en el mejor de los casos, un objeto de estudio. Los conocimientos que los colonizadores obtuvieron sobre las culturas indias tenían la finalidad de hacer más eficaz su destrucción física y cultural. No cabe duda de que, en un 90%, tuvieron éxito. Por ello se puede afirmar que con la celebración del 12 de octubre de 1492 como fecha de un descubrimiento se continúa mitificando el discurso histórico establecido por el Estado español a través de la Monarquía y el Papado, instituciones responsables de uno de los mayores genocidios de la historia de la humanidad. Por último: el conocimiento del otro diferente no nos ha hecho maquinalmente más humanos como tampoco son garantía de humanidad los avances científicos y tecnológicos que muestre una civilización. De ahí que esposados el Poder y la Verdad hayan engendrado tanto monstruo y tanta muerte propagado sobre la tierra. Notas 1 Empleo el concepto visión de mundo como sinónimo de ideología. En cuanto al término totalitario, como se sabe, fue introducido en las primeras décadas del siglo XX para calificar al régimen fascista 87 Juan Carlos Piñeyro de Benito Mussolini. Se lo ha empleado posteriormente para calificar a los regímenes políticos en los que se concentra todo el poder en el Estado, cercenando los derechos individuales (nacionalsocialismo, comunismo). No obstante, a mi entender, las ideologías y los Estados totalitarios no son un fenómeno exclusivo del siglo XX. Cualquier visión de mundo que se haya impuesto sobre otras por la violencia, la manipulación demagógica o el fraude político, que se haya sostenido en el Poder mediante el control de la vida privada de la población y el aniquilamiento de opositores y disidentes, merece el calificativo de totalitaria. 2 El término indio, originado, como es sabido, en el error de Colón, ha sido empleado durante cinco siglos en sentido peyorativo. Sin embargo, en los últimos decenios del siglo XX, las organizaciones indianistas de América lo han reivindicado y actualmente lo emplean para referirse a sus miembros y a los diferentes movimientos de resistencia que existen en todo el continente. 3 El concepto de genocidio fue introducido hacia 1948 para caracterizar los crímenes de lesa humanidad cometidos por el nazismo durante la Segunda Guerra Mundial. Caracteriza toda acción perpetrada con el objeto de destruir, total o parcialmente, a un grupo étnico, racial o religioso. Por cierto que se han empleado distintos métodos para exterminar al “otro”: el nazi ha sido, sin dudas, el más horrendo y eficaz de todos. Hacia finales del pasado siglo se pasó a distinguir entre genocidio biológico y genocidio cultural. Con este último se define todo acto premeditado cometido con la intención de destruir el idioma, la religión o la cultura de un grupo nacional, racial o religioso por razón del origen nacional o racial o de las creencias religiosas de sus miembros. 4 “Muchos idiomas han logrado sobrevivir y mantener aún el patrimonio cultural y religioso de sus pueblos a través de la tradición oral: poemas, rezos, cantos, narraciones, leyendas. Pensamiento religioso e idioma están profundamente unidos en la cultura indígena de tal manera que no puede modificarse uno sin lesionar al otro, que no puede comprenderse uno sin comprender al otro; son un soporte esencial y la razón de ser de los pueblos que a cinco siglos de explotación y represión siguen teniendo la mayor identidad de todos los grupos humanos que viven en el territorio mexicano” (Montemayor 1998:136). 5 Recordemos a Hatuey, uno de los caciques de La Española que habiendo huido hacia Cuba, fue allí apresado y condenado a ser quemado vivo. Según fray Bartolomé de las Casas (1993:92), cuando ya Hatuey estaba atado al palo de la hoguera, “decíale un religioso de Sant Francisco, santo varón que allí estaba, algunas cosas de Dios y de nuestra fe, el cual nunca las había jamás oído […] y que si quería creer aquello que le decía, que iría al cielo, donde había gloria y eterno descanso, y si no, que había de ir al infierno a padecer perpetuos tormentos y penas. Él, pensando un poco, preguntó al religioso si iban cristianos al cielo. El religioso le respondió que sí, pero que iban los que eran buenos. Dijo luego el cacique sin más pensar, que no quería él ir allá sino al infierno, por no estar donde estuviesen [los cristianos] y por no ver tan cruel gente”. 6 “Nuevo Mundo”, así, entre comillas, porque la denominación de los territorios entonces desconocidos para Europa con el atractivo nombre de Nuevo Mundo fue un recurso retórico que legitimó la Conquista. Si era “nuevo”, era posible conquistarlo, adueñarse de sus riquezas y considerar marginales a los millones de habitantes autóctonos. O para decirlo con palabras de Gordon Brotherston (1997:21): “América, al ser etiquetada como Nuevo Mundo, entró en una historia de depredación que no tiene paralelo en el orbe”. 7 Vid. los ensayos “«¿Codicia insaciable?» «¿Ilustres hazañas?»” de M. Pidal 1973:254-269; y “Sobre el genocidio en Indias. El caso de la Isla Española” de D. Ramos 1998:11-51. 8 En 1537 el Papa Paulo III redacta finalmente la bula Sublimis Dei en la que confirma la humanidad de los indígenas americanos. 9 Como bien se sabe, los pobladores de América del Norte fueron prácticamente exterminados por los colonos anglosajones y los sobrevivientes internados en reservas. Asimismo, los habitantes originarios de Australia también padecieron un tardío pero no menos terrible holocausto: cuando a finales del siglo XVIII llegaron los primeros colonos ingleses e irlandeses había una población que oscilaba, según diferentes fuentes, entre los 700 mil y un millón de individuos. Hacia 1940 esa población se había reducido a 35 mil personas. 10 Diego de Durán (h. 1537-1588), dominico. Es autor de Historia de las Indias de Nueva España e islas de la tierra firme, escrita hacia 1580. Las dos primeras partes tratan sobre la religión de los aztecas, y la tercera de su historia. Esta obra no se publica hasta el siglo XIX. Bernardino de Sahagún (1499-1590), franciscano. Llega a México en 1529 y permanece allí hasta su muerte. Sahagún aprende la lengua nahuátl y es profesor de gramática latina en el colegio franciscano de Tlatelolco. Desde 1547 comienza a registrar una serie de discursos rituales de los aztecas, así como también diferentes versiones indígenas de la conquista. Su obra maestra, Historia general de las cosas de Nueva Espa- 88 El otro como objeto de conocimiento y destrucción ña la comienza a redactar hacia 1558 y en ella trabajará con informantes indios hasta casi el final de su vida. Como la de Durán, esta obra se publica recién en el siglo XIX. 11 La reflexión de Todorov a propósito del “encuentro” entre individuos y pueblos de culturas diferentes ha sido actualizada con la invasión, guerra y ocupación de Irak. Una vez más, la parte militar y técnicamente más poderosa de la civilización occidental intenta imponer “el bien” por medio de una guerra que, al menos esta vez, no ha podido ser legitimada en la ONU. Y esto quizás porque en los discursos del actual presidente de EE.UU se ha manifestado la retórica totalitaria con que los imperios justifican las guerras de conquista. 12 Una versión poco menos que sorprendente sobre el sentido de este documento la presentó, a finales de la década de los cuarenta, el erudito don Ramón Menéndez Pidal (1869-1968). En su libro Los españoles en la historia [1947] hace referencia al “famoso Requerimiento” que trataría, según este célebre historiador, “sobre el justo dominio de España en las Indias” e ilustraría el humanitarismo y la confraternidad que guiaba a los conquistadores (vid. Pidal, 1991:96). Bibliografía Brotherston, Gordon (1997). La América indígena en su literatura: los libros del Cuarto Mundo. Palabras liminares de Miguel León-Portilla. FCE. México. Escudero, Antonio Gutiérrez (1992). “La primitiva organización indiana” apud Manuel Lucena Salmoral et al, 1992:201-306. Hegel, George Wilhelm Friedrich (2001). 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