VIVIR CON MIEDO: UN MAL

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VIVIR CON MIEDO: UN MAL-ESTAR
LETICIA HERNÁNDEZ VALDERRAMA.
“Lo mejor que se puede hacer, cuando uno se encuentra en este
mundo, ¿no es evadirse de él? Loco o cuerdo, con miedo o sin
miedo, es igual”.
Gallimard.
“De los hombres, y solo de los hombres, es de quiénes hay que
tener siempre miedo.”
Gallimard.
Resumen
Este texto surge de la necesidad de hacer una reflexión sobre la condición subjetiva de
los sujetos ante los altos índices de violencia en nuestro país y en el mundo; de saber
cómo los sujetos hablan o definen su existencia ante este fenómeno social; muchos
expresan que viven con miedo, con un mal-estar, ya que perciben un mundo pleno de
inseguridad y violencia. En realidad lo que encontramos son sujetos -tal vez como lo
entendiera Hegel en su Fenomenología para el espíritu y el ser para la nada- más llenos
de temores, de miedos, habitados por un goce mortífero en su faceta de preocupación
pasiva. Sujetos observando y sintiéndose amenazados por una agresividad del hombre
hacia sus semejantes, la violencia en sí, entendida desde el psicoanálisis como una
expresión de la pulsión de muerte.
Palabras clave:
Miedo, malestar, pulsión de muerte, violencia, angustia, indiferencia.
Introducción
Es frecuente ver en la prensa títulos como: "Ni seguridad, ni derechos, ejecuciones,
desapariciones y tortura en la guerra contra el narcotráfico de México...". Leer estas
notas, escuchar las noticias y los comentarios de personas alarmadas, nos lleva a
preguntarnos ¿qué época nos ha tocado vivir? ¿se puede vivir con miedo o el miedo
produce mal-estar?
En la práctica clínica se muestra y encuentra en lo cotidiano un avance de lo incierto, un
sentimiento de inseguridad, un perjuicio configurado en un malestar que se presenta o
se expresa en diversas formas: en lo social de manera generalizada por las políticas
gobierno y sus estrategias de “guerra contra la delincuencia o crimen organizado”; en lo
institucional y laboral: la poca garantía de sentirse apoyados y protegidos; en lo
singular: un estado de angustia silenciada que hace referencia a un perjuicio subjetivo y
a un sentimiento de mal-estar, que organiza o determina la vida y su estar-en-el-mundo
en su relación con los demás. Son quejas que nos hablan de la gran inseguridad que
sienten los sujetos en el terreno social, a manera de un perjuicio generalizado del que no
se puede decir todo, pero cuando en grupo alguien menciona algo, surge lo que todos de
alguna manera en su posición singularizada padecen, y externan su coraje y sentimiento
de impotencia y angustia al reconocer su vulnerabilidad, es este malestar de poder llegar
ser víctima o de tener a alguien cercano que ya lo haya sido.
Pareciera que todos buscarán el sentido mismo de su vida. Parece que uno de los
objetivos de la existencia fuese la búsqueda de la felicidad. Sin embargo, la misma
condición humana hace de ello una utopia. Por consiguiente, es pertinente reflexionar
sobre el vivir con miedo o el mal-existir en un mundo pleno de inseguridad y violencia.
El sujeto en lo social
Es notorio observar en la actualidad como las grandes estructuras socializadoras han
perdido autoridad, tal parece que las grandes ideologías han dejado de ser vehículos de
organización, trabajo y producción, los proyectos históricos ya no movilizan como lo
hacían antaño, el campo social ya no es más que la prolongación de la esfera privada y
privilegiada que algunos sectores de grupo pueden tener. 1
En 2006 Lipovetsky, 2 menciona que la vida en las sociedades hipermodernas tienen
como lema o estrategia la acumulación de signos de placer y felicidad. En este estado de
cosas la cultura del consumo promete la felicidad y evasión de los problemas. Por ende,
el hiperconsumidor se vuelve desconfiado e infiel, busca, se aísla, entra a Internet y
encuentra su atrapamiento que lo sumerge en un individualismo. Ahora, solo ante su
computadora, poco busca como referencia al otro, el otro ahora es cibernético -para
algunos sujetos es mejor estar solos que enfrentar las demandas del otro-. Para su
desgracia, el hiperconsumidor se apoya tanto en sus emociones que éstas no acaban
nunca de ser satisfechas, y la experiencia de la decepción asoma y amenaza a distintas
esferas de la sociedad. Niños solos, jóvenes violentos y ancianos desprotegidos son entre otras- las entidades colectivas sobre las que ahora hay que reflexionar, sobre sus
síntomas de desolación, faltos de amor, desamparados, con miedo y ante el constante
incremento de violencia, así como de la apatía, indiferencia y poco deseo de
compromiso ante el amor. Es el goce mortífero el que amenaza la existencia de los
sujetos.
Observamos pues, una mayor fragilización, vulnerabilidad y desestabilización
emocional de los individuos. Esta fragilidad subjetiva tiene su origen en el hecho de que
cada vez estamos menos pertrechados para soportar las desgracias de la existencia, y
ello, no porque el culto al éxito o al consumo provoque esa fragilidad, sino porque las
grandes instituciones sociales han dejado de proporcionar seguridad, ya no tienen la
sólida armazón estructuradora de antaño. Tal parece que el peligro social no viene del
hiperconsumo, sino de la desigualdad, de la impunidad, de considerar que la justicia es,
sino imposible, prácticamente inaplicable, dado que nadie puede dar garantías de su
ejercicio. La falta de noción de conjunto, de equidad, ha llevado a la fragmentación y
fractura de las obligaciones hacia el semejante y de los nexos de solidaridad y
compasión han producido un extrañamiento en el cual, no sólo la vida humana ha
perdido valor sino, a su vez, toda noción de proyecto conjunto. De ahí vendría la ola de
trastornos psicosomáticos, depresiones y demás angustias. Y aunque los ideales de la
cultura sean otros, la sociedad hipermoderna nos trajo como sítnoma la indiferencia de
masa, donde domina el sentimiento de reiteración y estancamiento, en que la autonomía
privada no se discute.
Asimismo señala Lipovetsky 3, que sobre todo en las dos últimas décadas, el desarrollo
de la globalización y de la sociedad de mercado ha producido nuevas formas de
pobreza, marginación, precariedad de trabajo y un considerable aumento de temores e
inquietudes de todo tipo. Y aunque no se ha pretendido un cambio de valores en las
actuales formas de gobierno, estos se encuentran en crisis. Los sujetos en su mayoría
siguen conservando los valores de la democracia y esperan que los derechos humanos
sigan constituyendo uno de los principios morales básicos de la democracia. Porque
aunque existen valores y se traten de exaltar los sentimientos de solidaridad, de
compañerismo y otros de amor y amistad. No ha sido posible que los sujetos dejen de
sentir un pesar, un dolor de vivir, experimenten angustia y que estén escépticos ante las
intensiones secretas y la cercanía con los otros.
Silvia Bleichmar señalaba que “Hay que terminar con el mito de que la violencia es
producto de la pobreza. La violencia es producto de dos cosas: por un lado, el
resentimiento por las promesas incumplidas y por el otro, la falta de perspectiva de
futuro... Que educar no sea una propuesta idealista de hacer todos un pacto de llevarnos
bien y entendernos, sino de entender los nexos profundos que hay entre una cultura que
durante años propuso el “no te metas” mientras se asesinaba al semejante. Y que se
continuó después en un individualismo de “salvarse solo, a costa de lo que sea”
convertido en un principio de vida y una cultura como forma de picardía que se
convirtió en modelo de ejercicio social” . 4 Bleichmar nos propone la reflexión sobre el
país que queremos construir o estamos dejando caer, para cuestionar nuestras acciones
políticas, sociales, pero también individuales.
Sujeto, guerra e indiferencia
Una de las formas actuales de violencia dan cuenta de un proceso denominado “Guerra
contra el crimen organizado”. Donde los niveles de agresividad y de la muerte han
alcanzado la intensidad de una guerra abominable, guerra siniestra y carnavalesca,
donde sabemos de los actores y poco de las víctimas. Escuchamos que aparecieron diez,
veinte, treinta y cinco… cincuenta mil muertos...! Se habla de “daños colaterales”. Es
una guerra que resulta hasta cierto punto difícil de imaginar. El discurso sobre el
“narcotráfico” parece ser su disparador, su condición misma, parece el papel de la
muerte! Es el sujeto observador de la realidad social y su aparente pasividad la que
parece aprobar la tortura, el sadismo, las traiciones, las escapatorias, las masacres, la
destrucción. La agresividad muestra allí, súbitamente, su abominable vertiente débil en
un infernal goce mortífero conocedor de la Historia de descomposición y composición,
de dolor y vida, con estruendos, llantos, olores, podredumbre, caos y la consecuente
repercusión en los sujetos, ya que es el dolor, el horror y su convergencia la que
pareciera conducirlo a defenderse a través de una indiferencia que duele en el alma y
que también hace otra escritura con su palabra ausente…
Es la indiferencia en los seres humanos, y la apatía ante los procesos profundos de
impunidad, de crueldad, de resentimientos acumulados. Es la que nos cuestionamos
como un síntoma donde la palabra falla. ¿Es la apatía y la indiferencia la respuesta a
sentirse atemorizados? ¿qué hacer con ese sentimiento de desprotección?
¿Cuál ha sido el efecto de la violencia en la población? Tal parece que la violencia nos
coloca ante lo real. Es esa mantis que oculta la demanda del otro. La violencia nos deja
mudos, tememos caer desubjetivados y quedar como objetos del otro. ¿Cuál es el
verdadero deseo del otro que se oculta y que busca sorprender a su víctima. Es estar
ante la injusticia, la crueldad ante lo real. Lo real que evidencia lo insuficiente de la
palabra para nombrar ese miedo, la palabra muda se encuentra en la des-dicha. Cuando
nos topamos sorpresivamente ante el sádismo del otro. En el sadismo se ejerce de hecho
una destitución subjetiva, y el cuerpo el otro, cuerpo sufriente está al servicio del goce
que de ese sufrimiento se obtiene…
El vivir en un marco de violencia social como fenómeno cotidiano, parece que ha
generado que los sujetos no tengan miedo o que no se asusten, lo peor sería que se estén
acostumbrando a escuchar lo mismo o el incremento de la violencia ya no importe, o
que ya no les sorprenda.
Algunos síntomas de nuestro tiempo: decepción, miedo, angustia, depresión...
¿Cómo se mide el dolor del alma, el vivir con miedo, el mal-estar en la vida? ¿Cuáles
son las cicatrices, los síntomas, que marcan el cuerpo y la existencia?
Muchos hombres y mujeres de todas edades están tendidos sobre su cama en silencio,
otros se viven en la indiferencia atendiendo sólo sus cosas, su trabajo, su individualidad,
unos más apoyados sobre sus manos suspiran en una aparente languidez; los más
jóvenes se esconden tras la indiferencia y con su celular o su ipod entre las manos pasan
el tiempo sin importar como los segundos, los minutos, las horas, los días…
transcurren…
Porque cuando más creemos que dominamos nuestro destino individual, más
insoportable y frustrante nos parece la terca negativa de la realidad a que ésta sea real.
Estamos ante el imperio de la decepción: esta libertad, vigente en todas las esferas de la
vida humana, con fondo de rigor liberal parece perdido. Escuchamos en cambio sobre la
violencia, los problemas económicos, la incertidumbre y el dolor de no saberse seguros
o saber qué hacer para estarlo, pues cuando se pregunta sobre lo que han hecho por
mejorar su condición de sujetos deseantes, vemos a sujetos ante una delgada película
amenazada por el estallido. Pues cuando el acto narrado es insostenible, cuando la
frontera sujeto/objeto se quebranta, y cuando incluso el límite entre adentro y afuera se
torna incierto, el relato es el primer interpelado. Son sus enredos, sus palabras entre
cortadas que señalan lo real que no se ha podido interpretar, ni encontrar un camino que
lo pueda acotar, y en medio de un estadio ulterior, la identidad insostenible de su medio
que parece sostenerlo termina por convertirse en un grito, describiendo la intensidad
temida de una violencia, de la obscenidad, o de una retórica que enlaza su angustia ante
la vida. Por otro lado, encontramos al sujeto lleno de fatiga de “ser él mismo”, con un
grito del dolor, del horror, como el último estado ante léxico-violencia del sí mismo y
de silencio. Así las tasas de suicidio se elevan, las depresiones, las adicciones de toda
índole... y entre el incesante despilfarro de unos y la tranquila indiferencia de otros, la
pregunta es ¿hacia dónde vamos? ¿Cuáles serán los nuevos síntomas en el cuerpo que
tenderán a hablar sobre lo que las palabras no encuentran camino para cuestionar y
develar el goce mortífero del presente?
Por un lado, los signos contemporáneos de desolación y de falta de oportunidades de
trabajo, de estudio, de la carente economía... Por otro, el miedo, el terror de ser
sorprendido por la violencia que abunda en el país. Sin embargo, parece que es el dolor
un lugar del sujeto. Allí donde adviene y siente y puede diferenciarse del caos. Límite
incandescente, insoportable, entre el adentro y el afuera, el yo (moi) y el otro, el
semejante en calidad de agresor. El agresor que anuncia dolor, miedo, palabras que
pueden hacer que el sentido oscile en lo último de los nervios. Es el ser en un mal-estar
ante el saber cotidiano, de que el agresor puede ejercer una violencia sin límites; el
agresor no respeta fronteras, por lo menos no las del otro, las fronteras del cuerpo. Es el
cuerpo el que puede quedar a merced del mal-dito que en medio de palabras soeces o
mal-dicciones despoja a su víctima de su subjetividad. El sujeto afectado en su
subjetividad se encuentra paralizado, azorado, asombrado, silenciado por el sadismo de
su agresor, experimentando sentimientos de desamor, de perjuicio ante el desamparo, de
fragilidad, de malestares en el cuerpo, de enfermedades, de desempleo, angustiado ante
las crisis económicas y ante un largo sinfín de virus que provocan ansiedad individual y
colectiva que se introducen carcomiendo la tranquilidad de su subjetividad. Es el dolor
en su aspecto íntimo, y el horror el rostro público de ser uno más...
En suma, lo que más nos decepciona es la intensidad oscilante de nuestras existencias, a
menudo obstaculizadas. Lo que nos toca lo más inmaterial, lo más específicamente
humano, eso es lo que nos hace derramar lágrimas, como la violencia que se puede
recibir, o la inseguridad de que el otro se torne como la Cosa (en el sentido lacaniano)
que amenace con destruirnos-desaparecernos como sujetos. ¿Cómo no sentirnos
decepcionados, heridos, dolidos con nuestras laboriosas democracias, cuando, pese a
tener por código genético los derechos humanos, dejan tantos sufrimientos intactos y
tanta impunidad?
Observamos como todo se acompaña, el dolor, el horror, la decepción, la violencia, la
muerte, la angustia, la indiferencia… Es desde este abismo donde habla una extraña
desgarradura entre un yo (moi) y el otro, entre la nada y el todo. Fantaseando la
posibilidad de un cuerpo doloroso como síntesis interminable de un dolor de vivir. Y
ante esta decepción, es lamentable ver que los sujetos cada vez disponen de menos
hábitos religiosos y de creencias que les permitan un fácil placebo capaz de aliviar sus
dolores y resentimientos. Hoy parece acrecentarse la idea de que cada cual ha de buscar
su propia tabla de salvación, con decrecientes ayudas y consuelos por parte de la
relación con lo sagrado. El sujeto se encuentra ante una sociedad que multiplica las
ocasiones de experimentar decepción sin ofrecer ya dispositivos institucionalizados para
remediarlo. Por ello, se ha tornado hacia la posibilidad de evitar el pensar,
aletargándose, evadiéndose, deprimiéndose o tan sólo tratando de evitar el miedo, la
angustia o la depresión, y en este camino ha optado por el goce. Cuanto más se
multiplican las vivencias decepcionantes, más numerosas son las invitaciones a
distraerse, a gozar y a no encarar el devenir de los acontecimientos y su implicación en
ellos. Anteriormente para combatir la decepción, las sociedades tradicionales tenían el
consuelo religioso, las sociedades actuales, utilizan de cortafuegos la incitación
incesante a consumir, a cambiar, a la indiferencia, a un goce muchas veces sin límites.
Así prosperan el desasosiego y el desengaño, la decepción y la angustia. La
desagradable experiencia de la desilusión se ha difundido sobre el telón de fondo de una
cultura desbordante de proyectos y placeres cotidianos para dejarlo en la carcomiente
realidad, donde las atrocidades de la violencia están presentadas como causa real de este
miedo. Pero su violenta permanencia, casi mística, la eleva de la coyuntura política a
otro nivel: el miedo deviene índice de humanidad, de fragilidad y de un llamado
angustiante de amor. Donde las quejas son el perpetuo sentir, donde los sufrimientos
acercan a un goce mortífero que atrapa. Los sujetos se quejan faltos de amor, acechados
constantemente por la violencia de los que los rodea. Un desamor experimentado como
violencia recibida, ejercida, tolerada. Las parejas se sostienen por espacios de tiempo
breve, la intolerancia y la falta de creación lleva al aburrimiento, al desánimo. Por otro
lado, la soledad por el miedo a amar, a sufrir es una queja constante, la angustia de la
presencia del otro que se torna desconocida, agresiva, que acecha cuando su presencia o
su estilo desgarbado sorprende. Todo esto vivido en el cuerpo y sus límites; que nos
presenta un tiempo donde el dolor, la tristeza, la apatía, el escepticismo, es el escenario
cotidiano del sujeto en medio de su sentimiento de vivir con miedo y malestar.
Asimismo debemos tener presente que la pulsión de muerte está ahí, sobrevive en
nosotros, siendo tan humana como lo es el propio deseo, debemos evitar que surja como
violencia descarnada entre los individuos o que surjan las fantasías de fascistas donde se
busque castigar al otro por su violencia, reproduciendo un ciclo de sadismo. Por otro
lado, evitar que la impunidad o el desamor se tornen en depresión y la agresión se
vuelva contra el sujeto mismo. Y bajo la declaración “estoy deprimido” dicho sujeto
logre justificarse más fácilmente para no responsabilizarse por su deseo.
Enfrentar y hacerse cargo de los propios deseos y actos nos eleva a la propia dignidad
de existir, algo opuesto al dolor de existir que atañe a toda cobardía ante el deseo,
cobardía muy comúnmente llamada… depresión.
¿Y la angustia…?
¿Y si el futuro fuera peor que el pasado? Es la pregunta de lo sombrío que conduce a la
angustia. ¿Toda angustia nos remite a situaciones experimentadas en el pasado? Lacan 5
nos dice “la angustia no es sin objeto”, sólo que en la angustia no siempre sabemos ante
qué es. A diferencia de la fobia que reduce la angustia a la percepción del “objeto”. El
fóbico generalmente busca ponerse a distancia del objeto para evitar la angustia. El
objeto fóbico es lo que “no se puede ver” porque se tiene definido el objeto, por ello,
dice: “tengo miedo a…”.
En toda fobia encontramos un temor al padre como una amenaza de castración. Sin
embargo, sólo es comprensible si nos damos cuenta de que la llamada angustia de
castración toma su lugar entre dos angustias: la de separación del objeto amado y la que
Freud llama “angustia social”, posterior.
Pero más allá de la diversidad de sus objetos, la fobia es una escritura de la castración 6.
La idea de la castración es el tema de la angustia. Ante todo habría represión
confrontación con la pulsión: la angustia frente a la falta, la angustia ante la falta del
otro, ante su castración deviene en fantasía de cuerpo roto, fragmentado... El miedo a
los miedos tiene el nombre de “castración”. Es un miedo angustiado de salir a la calle y
reconocer la propia castración, la vulnerabilidad, pero también miedo a la falta de
castración (miedo a la falta de la falta) en el otro que se permita violentar la integridad
de su cuerpo. Es un miedo a que el sujeto quede en calidad de objeto ante el otro. Este
Otro sin castración que pueda devorarlo.
Es decir, la angustia no se sitúa en la simple falta, sino en el exceso de presencia de un
objeto. Si hay afecto, sería el encuentro con el Otro, bajo cuyo efecto vacilan los
fundamentos del sujeto ante la tentación de alcanzar el goce perdido. En el caso de un
encuentro con el agresor se sabe que no se podría tampoco estar en un mano a mano, no
hay equidad, no es la relación imaginaria del yo (moi) con el otro como semejante, sino
el sentirse aspirado por el Otro en su omnipotencia.
La mantis es el Otro que provoca la angustia del sujeto. Éste es portador de la máscara y
se pregunta qué apariencia tiene en la mirada vidriosa del Otro. En este “o no”, se
estremecen las zozobras de la angustia, su aura de incertidumbre, contra el fondo de una
terrorífica certeza de que el Otro está allí, insoslayable. 7
Lacan menciona que el enigma de la angustia, es el enigma del deseo del Otro. ¿Qué
quiere el Otro de mí? La angustia nace del temor por lo que el Otro desea en sí mismo
del sujeto. Esto es lo que motiva la alerta del sujeto, su angustia y su defensa. 8
Podemos comprender el alcance de esta manera de repensar el miedo que vuelve posible
esta experiencia que se torna angustiante. En su genealogía, Freud plantea primero
Angs, este término que condensa las ideas de miedo y de angustia: “El Angs tiene una
relación innegable con la espera, es Angst (¿miedo, angustia?) 9. Es esa angustia que
ante lo indeterminado e inesperado. Es esa angustia que estamos padeciendo los sujetos
en la actualidad, son esas olas de violencia incontrolable que anuncian el reencuentro
con la Cosa, con el reconocimiento de nuestra vulnerabilidad como sujetos en su
dimensión de cuerpo y alma ante la omnipotencia del Otro.
La violencia social, “los miedos” están ahí para evocar y revelar la discordancia de la
cultura y la angustia de la estructura. Es decir, es el fantasma el que se pone en juego
ante los niveles de violencia e inseguridad. El sujeto se siente sin cesar amenazado, y es
esa instancia la figura del Otro –social- que tomó lugar del padre a la que le exige una
protección infalible. Pero existe una falla que se introdujo en el sistema, se abrió la
espiral de perjuicio a la subjetividad. El sujeto exige la reparación del Otro institucional
que le debe toda la protección para que actúe como tranquilizador.
El psicoanálisis un lugar para el sujeto.
Es la violencia, la ausencia, la muerte, la tragedia escuchada, experimentada o sentida
en el alma y en la piel, la que roba la palabra y abre el vacío en lo real del sujeto. Sólo
cuando el hombre enfrenta ese vacío, puede recuperar y recrear su realidad, sus objetos,
su historia. Es enfrentar lo real que se oculta tras el trauma, lo que da lugar a la palabra
y lo que busca el psicoanálisis. Recordemos que Lacan afirma que el sujeto, en el
sentido psicoanalítico del término, es efecto del lenguaje. Y que el lugar que él ocupa
ante los demás y su conciencia de sí, está definido por el sentido de finitud que impone
la muerte como absoluto y su articulación con la concepción de un sujeto que no es
estático, sino que surge en un instante y desaparece, porque es consustancial al deseo;
"sólo se hace reconocer un momento para perderse en un querer que es querer del
otro". 10
La angustia y el miedo a vivir o el mal-estar en la vida tocan a la muerte y al Otro como
límite infranqueable en el análisis, y evocan a lo real como frontera de lo simbolizable.
En la cura psicoanalítica están ligados al silencio de la pulsión en tanto que ligada al
goce innombrable pero siempre presente. El silencio de la pulsión también promueve
que ante la muerte y la violencia como imposibles de nombrar, adquieran sentido a
través de la formación cadenas discursivas, cuya característica es la circularidad y la
repetición de ciertos significantes que apuntan en la misma dirección. Es un pasado vivo
capaz de ser transgredido, modificado por el discurso, una vez que el sujeto se hace
cargo de su deseo. La repetición es esa insistencia que al producirse instaura una
temporalidad al significante cuando en su producción inscribe las huellas de las
identificaciones reveladas por la transferencia.
El psicoanálisis tiene por encargo ofrecer la escucha y propiciar el despliegue de la
palabra para desanudar la conflictiva del sujeto. La palabra y lo simbólico en general le
permitirán ir encontrando determinados cauces sublimatorios a esa agresividad menos
destructiva. Los sujetos deben permitirse hablar lo que experimentan, de poder
escucharse para hacerse cargo de su deseo y no estar en una posición pasiva. Si un
sujeto ha sido inevitablemente confrontado con un hecho traumático violento, puede
tomar un psicoanálisis para que por medio de la palabra lo elaboraré. Así, se hace
posible que pueda empezar a otorgársele sentido, armar nuevas articulaciones
simbólicas a partir de lo sufrido, estructurar otro soporte significante alrededor de ese
hueco inolvidable. Y hacer de la palabra un acto que implique un reencuentro con el
otro, en el hecho de una re-humanización, de volver a establecer un acto de solidaridad
y respecto, de volver a sentir y con-movernos el otro.
Para concluir
Es necesario el reconocimiento de nuestra humanidad atrapada en el umbral de su
animalidad, revolcándose en lo que vomita: la violencia, la sangre, la muerte. Es
considerar al semejante en el horror de un infierno sin Dios: sin ninguna instancia de
salvación, sin optimismo en el horizonte, y en una época que se oscurece. Es el
veredicto que nos compromete y que está allí: no hay perdón posible desde la apatía y la
indiferencia a tanta impunidad, es un dolor que nos ha llegado a lo más hondo de
nuestra subjetividad. ¡Es un vértigo!... ¡Es un vivir con miedo!... ¡Es un mal-estar! ¡No
vasta con cerrar los ojos! Se trata de poner en palabras y poner en acto aquello que nos
nubla el horizonte, es apalabrar eso inmobrable de lo real, es poder simbolizar aquello
que retorna y acecha la estabilidad emocional y poder cambiar el destino que
compartimos bajo un cielo que nos cobija.
1
Gilles Lipovetsky, La era del vacío, Ensayos sobre el individualismo contemporáneo.
Ed. Anagrama, Colección Argumentos. Barcelona, 2002, Pp. 9-10.
2
Gilles Lipovestky, Los tiempos hipermodernos, Ed. Anagrama, Barcelona, 2006.
3
Ibid.
4
Silvia Bleichmar. Violencia social, violencia escolar. De la puesta de límites a la
construcción de legalidades, Ed. Noveduc, Buenos Aires, Argentina, 2008.
5
Jacques Lacan Seminario 10. La angustia, Ed. Paidós. Buenos Aires, 2006.
6
Paul-Laurent Assoun, Lecciones psicoanalíticas sobre Las fobias, Ed. Nueva Visión,
Buenos Aires, 2000.
7
Paul-Laurent, Assoun, Lecciones psicoanalíticas sobre la angustia, Ed. Nueva Visión,
Buenos Aires, 2002.
8
Jacques Lacan, Seminario IX. La identificación, La clase inédita del 27 de junio de
1962.
9
Sigmund Freud, (1926), Inhibición, síntoma y angustia, Obras Completas, Ed.
Amorrortu. Buenos Aires. 2001.
10
Lacan, J. Función y Campo de la Palabra y el Lenguaje en Psicoanálisis, en Escritos
1 Siglo XXI, México. 1989.
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