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MARTES 23
21’30 h.
LA SEMILLA DEL DIABLO
(1968)
EE.UU.
136 min.
Título Orig.- Rosemary’s baby. Director.- Roman Polanski. Argumento.- La novela homónima de
Ira Levin. Guión.- Roman Polanski. Fotografía.- William A. Fraker (Technicolor). Montaje.- Sam
O’Steen y Bob Wyman. Música.- Krzysztof Komeda. Productor.- William Castle. Producción.Paramount. Intérpretes.- Mia Farrow (Rosemary Woodhouse), John Cassavetes (Guy Woodhouse),
Ruth Gordon (Minnie Castevet), Sidney Blackmer (Roman Castevet), Maurice Evans (Edward
Hutchins), Ralph Bellamy (dr. Sapirstein), Angela Dorian (Terry), Charles Grodin (dr. Hill), Elisha
Cook, Jr (sr. Nicklas) v.o.s.e.
1 Oscar:
Actriz de reparto (Ruth Gordon)
1 candidatura:
Guión adaptado
Música de sala:
La semilla del diablo (Rosemary’s baby, 1968) de Roman Polanski
Banda sonora original compuesta por Krzysztof Komeda
Todo en LA SEMILLA DEL DIABLO converge hacia una imagen ciertamente inquietante y
perturbadora. Rosemary (Mia Farrow), la joven engañada que ha engendrado al hijo de Satanás, entra
en una sala donde personajes diversos conversan animadamente. Lo hace blandiendo un cuchillo
grande de cocina, conocedora ya de los secretos que su marido, Guy (John Cassavetes), y el resto de
adoradores del diablo le ocultan. La cámara muestra al fondo del encuadre una cuna negra. Una mujer,
la que se ha hecho pasar por enfermera de Rosemary después del doloroso parto, mece torpemente la
cuna y no puede evitar el llanto del bebé. Tras asumir la dantesca situación, Rosemary se acerca a la
cuna, mira deliciosamente al recién nacido y empieza a mecerla suavemente. Sobre el primer plano de
Rosemary, Roman Polanski introduce la nana que habíamos escuchado al comienzo de la película. La
cámara vuelve a salir al exterior para mostrar en picado la ciudad de los rascacielos, cerrando en
círculo la combinación de panorámicas, travellings y grúas sobre Nueva York de los créditos iniciales.
Rosemary no puede negarse a lo evidente. Ella es la madre, aunque su hijo sea también el del diablo.
Su mirada amorosa hacia el pequeño cuerpo inmóvil en la cuna negra causa una perturbación
inigualable.
La fascinación de LA SEMILLA DEL DIABLO reside en su capacidad para la sugerencia.
Pocas cosas se muestran de forma explícita; todo se vuelve intuitivo. Polanski y su cámara, William
Fraker, no filman nunca al bebé, fruto de las relaciones entre el diablo y la drogada Mia Farrow. Un
simple y breve inserto de sus ojos felinos y amarillentos, sobre fondo negro, y el comentario cotidiano
de uno de los adoradores de Satán, asegurando que la criatura tiene los mismos ojos que su padre,
surten un mayor efecto terrorífico que la recreación visual del engendro diabólico. Polanski tuvo la
suerte de que se lo dejarán hacer así; a Jacques Tourneur le pusieron al final un plano del monstruo en
La noche del demonio.
Así pues lo mejor de LA SEMILLA DEL DIABLO es que el terror está siempre sugerido a
partir de las miradas; de cómo se mira y hacia dónde se mira. La excelente secuencia de apertura tras
los mencionados planos de situación sobre la ciudad, que se cierran en torno al famoso edificio
Dakota, rebautizado Brandford en el film, son un buen ejemplo del trabajo de Polanski en los
márgenes de lo que podríamos calificar como terror oblicuo. Esta secuencia, en la que el personaje
interpretado por Elisha Cook les muestra a Rosemary y Guy el apartamento, está construida con la conjunción de miradas breves de curiosidad y complicidad entre los tres personajes y un cuarto, el
ascensorista de raza negra. La música diabólica en las dos primeras escenas de amor entre la pareja,
que parece surgir de detrás de las paredes de su aún despoblada vivienda, inquietan mucho menos que
esta sucesión de miradas o, sobre todo, el breve plano, casi cazado al vuelo, en el que Guy y Roman
Castevet (Sidney Blackner) están sentados en el sofá de la sala de estar, callados aunque el espectador
tiene la sensación de que la cámara ha invadido confesiones importantes, mientras Rosemary y Minnie
Castevet (Ruth Gordon) conversan en la cocina.
Si las miradas resultan esenciales para crear el clima de inquietud que se apodera de la película
desde sus primeras escenas, la composición de la banda de sonido no resulta menos determinante: los
ruidos y voces en los pisos contiguos, el sonido de un grifo que al ser accionado se asemeja al aullido
de un gato o incluso el contraste que establece el compositor habitual de Polanski, Krzysztzof T.
Komeda (aquí acreditado Christopher Komeda y fallecido poco después de la realización de esta
película), entre la música que inquieta y la que adorna las escenas domésticas, muy al estilo de las
melodías para fiestas y cócteles de Henry Mancini.
Hay otros elementos de interés desde la perspectiva de Polanski al tratar los géneros clásicos.
Si El baile de los vampiros (1967) reproducía unas atmósferas habituales en el acotado terreno
vampírico a partir del tratamiento paródico –por otra parte muy poco acertado- de muchos de sus signos de identidad, en LA SEMILLA DEL DIABLO juega a una cierta sumisión a las normas que no
impide ciertas licencias difíciles de hallar en un director con vocación menos ecléctica que la de
Polanski. Así, en la descrita secuencia final, el cineasta no duda en introducir elementos jocosos, atípicos y distanciadores, de humor ciertamente fácil –y no menos discutible-: uno de los seguidores de
Satán es japonés y fotografía todo lo que ve, mientras que la celosa enfermera le saca la lengua a
Rosemary cuando ésta se dispone a mecer la cuna. Aunque muy propios de Polanski, puede que estos
elementos disonantes también tengan algo que ver con William Castle. El veterano realizador de
pequeños films de horror había comprado los derechos de la novela de Ira Levin en la que se basa la
película y quería dirigirla personalmente, pero Robert Evans, vicepresidente de producción en la
Paramount, lo relegó a la condición de productor y confió la realización en Polanski debido al efecto
que le había causado Repulsión (Repulsion, 1965).
Mucho se ha escrito sobre la hipotética incertidumbre que provocaría la película, moviéndose
en la débil línea entre la pesadilla y la realidad. Polanski barajó la posibilidad de dotar de mayor
ambigüedad a la línea argumental de la película, dejando al espectador en la duda de si Mia Farrow
gestaba al hijo del diablo o si, por el contrario, todo era el fruto realista de un mal embarazo y una
permanente alucinación (el trabajo de los actores, John Cassavetes en cabeza, resulta fundamental si
alguien abraza la segunda opción). Los distribuidores españoles, o los censores, que también aligeraron
la escena del coito entre el diablo y la protagonista, cercenaron a lo bruto la disyuntiva. “Rosemary's
Baby” (El hijo de Rosemary) es casi abstracto. Como escribió Carlos Nolla en el número dos de
“Terror Fantastic”, “a cambio (la censura) nos da ese título, La semilla del diablo, que más que un
título es una explicación”. Siendo bueno, es demasiado explícito.
Como explícita es una de las dos películas recientes inspiradas de una u otra forma en la de
Polanski, La cara del terror (The Astronaut's Wife). La otra es Acosada (Sliver), aunque en los
apartamentos del viejo edificio de este thriller-sexual (Sharon Stone manda) hay mirones y asesinos en
vez de satanistas y el recuerdo inquietante de dos ancianas que cocinaban y se comían niños.
Texto (extractos):
Quim Casas, “La semilla del diablo”, en “Roman Polanski: la mirada del superviviente”,
rev. Dirigido, diciembre 2002
Quim Casas, “La semilla del diablo”, en dossier “Cine de terror”, rev. Dirigido, mayo 2000
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