PRIMERAS PÁGINAS “lA SoMbRA dEl vIENto”

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“la sombra del viento”
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«Unas de esas raras novelas que combinan una trama
brillante con una escritura sublime.»
Sunday Times
«Una obra maestra popular, un clásico
contemporáneo.»
Daily Telegraph
«El mejor libro del año. Irresistible. Es erudito y accesible
a todo el mundo, se inscribe en la gran tradición de
novelas de aprendizaje en las que los secretos y maleficios
se suceden como muñecas rusas.»
Le Figaro
«García Márquez, Umberto Eco y Jorge Luis Borges se
encuentran en un mágico y desbordante espectáculo,
de inquietante perspicacia y definitivamente maravilloso,
escrito por el novelista español Carlos Ruiz Zafón.»
The New York Times
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Página 4
«Indiscutiblemente, La Sombra del Viento es maravillosa.
Una construcción argumental magistral y meticulosa con
un extraordinario dominio del lenguaje... Una carta de
amor a la literatura, dirigida a lectores tan apasionados
por la narrativa como su joven protagonista.»
Entertainment Weekly
«La Sombra del Viento anuncia un fenómeno de la
literatura popular española.»
La Vanguardia
«Si alguien pensaba que la auténtica novela gótica
había muerto en el siglo XIX, este libro le hará cambiar
de idea. Una novela llena de esplendor y de trampas
secretas donde hasta las subtramas tienen subtramas.
En manos de Zafón, cada escena parece salida de uno
de los primeros films de Orson Welles. Hay que ser
un romántico de verdad para llegar a apreciar todo
su valor, pero si uno lo es, entonces es una lectura
deslumbrante.»
Stephen King
«Las páginas de Ruiz Zafón ensimisman durante dos días
a cuantos deciden leerlas. El talento narrativo de este
hombre arrasa.»
El Mundo
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Página 5
«Una vez más he hallado un libro que prueba cuán
maravilloso es sumergirse en una novela rica y larga...
Esta novela lo tiene todo: seducción, riesgo, venganza
y un misterio que el autor teje de forma magistral.
Zafón aventaja incluso al extraordinario Charles
Dickens.»
The Philadelphia Enquirer
«Pura magia, no hay otra forma de describir esta novela.
Historia y escritura, trama y carácter, personajes y
perfiles, todo adecuadamente. Nunca puedes abandonar
sus más de quinientas cautivadoras páginas, llenas de
suspense. Su escritura es especial como el aroma de un
perfume que se va esparciendo, seductor y sensual. Y este
aroma dura mucho tiempo.»
Hamburger Abendblatt
«Tremendamente bueno... su historia está redondeada
de un modo impresionante. Humor, terror, política y
romance están muy bien dosificados... y el efecto de
conjunto es del todo satisfactorio. Zafón, ex guionista,
es particularmente bueno en el contraste y el ritmo: las
más de quinientas páginas del libro pasan con increíble
rapidez.»
Sunday Telegraph
«Todo en La Sombra del Viento es extraordinariamente
sofisticado. El estilo deslumbra, mientras la trama se
trenza y se desenreda con una gracia sutil... La novela
de Zafón es atmosférica, seductora y de lectura
recomendable.»
The Observer
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Página 6
«Todos los que disfruten con novelas terroríficas,
eróticas, conmovedoras, trágicas y de suspense, deberían
apresurarse a la librería más cercana y apoderarse de un
ejemplar de La Sombra del Viento. De verdad, deberían
hacerlo.»
The Washington Post
«Una obra ambiciosa, capaz de conjugar los más variados
estilos (desde la comedia de costumbres hasta el apunte
histórico, pasando por el mismo misterio central) sin
perder por ello un ápice de su poder de fascinación.»
Qué Leer
«Absorbente, imaginativa y sólidamente construida. El
placer de recuperar con la lectura al eterno adolescente
que todos llevamos dentro.»
El Periódico
«Lo dejarás todo de lado y leerás a lo largo de la noche
entera; no querrás abandonar La Sombra del Viento hasta
que hayas llegado al final.»
Joschka Fischer (vicecanciller alemán)
«La Sombra del Viento cuenta con todo lo que necesita una
gran historia: amor, traición, muerte, odio y amistad. No
es extraño que se haya convertido en el libro del año.»
Berlin Literatura Critique
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Página 7
La Sombra del Viento
Regreso al Norte
Una visión personal de España
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Página 9
Carlos Ruiz Zafón
La Sombra del Viento
De Mao a primera potencia mundial
Traducción de Mar García Puig
a Planeta
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Página 10
El papel utilizado para la impresión de este libro es cien por cien libre de cloro, está
calificado como papel ecológico y ha sido fabricado a partir de madera procedente
de bosques y plantaciones gestionadas con los más altos estándares ambientales,
garantizando una explotación de los recursos sostenible con el medio ambiente y
beneficiosa para las personas.
Este libro no podrá ser reproducido,
ni total ni parcialmente, sin el previo
permiso escrito del editor.
Todos los derechos reservados
© Carlos Ruiz Zafón, 2001
© Editorial Planeta, S. A., 2008
Avinguda Diagonal, 662, 6.ª planta. 08034 Barcelona (España)
Primera edición en Colección Booket: abril de 2008
Depósito legal: NA. 850-2008
ISBN: 978-84-08-07954-5
Impresión y encuadernación: Rodesa, S. L.
Printed in Spain - Impreso en España
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Para Joan Ramon Planas,
que merecería algo mejor
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EL CEMENTERIO DE LOS LIBROS OLVIDADOS
Todavía recuerdo aquel amanecer en que mi padre me
llevó por primera vez a visitar el Cementerio de los Libros
Olvidados. Desgranaban los primeros días del verano de
1945 y caminábamos por las calles de una Barcelona atrapada bajo cielos de ceniza y un sol de vapor que se derramaba sobre la Rambla de Santa Mónica en una guirnalda
de cobre líquido.
—Daniel, lo que vas a ver hoy no se lo puedes contar
a nadie —advirtió mi padre—. Ni a tu amigo Tomás. A
nadie.
—¿Ni siquiera a mamá? —inquirí yo, a media voz.
Mi padre suspiró, amparado en aquella sonrisa triste
que le perseguía como una sombra por la vida.
—Claro que sí —respondió cabizbajo—. Con ella no
tenemos secretos. A ella puedes contárselo todo.
Poco después de la guerra civil, un brote de cólera se
había llevado a mi madre. La enterramos en Montjuïc el
día de mi cuarto cumpleaños. Sólo recuerdo que llovió
todo el día y toda la noche, y que cuando le pregunté a
mi padre si el cielo lloraba le faltó la voz para responderme. Seis años después, la ausencia de mi madre era para
mí todavía un espejismo, un silencio a gritos que aún no
había aprendido a acallar con palabras. Mi padre y yo vivíamos en un pequeño piso de la calle Santa Ana, junto a
la plaza de la iglesia. El piso estaba situado justo encima
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de la librería especializada en ediciones de coleccionista y
libros usados heredada de mi abuelo, un bazar encantado
que mi padre confiaba en que algún día pasaría a mis manos. Me crié entre libros, haciendo amigos invisibles en
páginas que se deshacían en polvo y cuyo olor aún conservo en las manos. De niño aprendí a conciliar el sueño
mientras le explicaba a mi madre en la penumbra de mi
habitación las incidencias de la jornada, mis andanzas en
el colegio, lo que había aprendido aquel día... No podía
oír su voz o sentir su tacto, pero su luz y su calor ardían
en cada rincón de aquella casa y yo, con la fe de los que
todavía pueden contar sus años con los dedos de las manos, creía que si cerraba los ojos y le hablaba, ella podría
oírme desde donde estuviese. A veces, mi padre me escuchaba desde el comedor y lloraba a escondidas.
Recuerdo que aquel alba de junio me desperté gritando. El corazón me batía en el pecho como si el alma quisiera abrirse camino y echar a correr escaleras abajo. Mi
padre acudió azorado a mi habitación y me sostuvo en sus
brazos, intentando calmarme.
—No puedo acordarme de su cara. No puedo acordarme de la cara de mamá —murmuré sin aliento.
Mi padre me abrazó con fuerza.
—No te preocupes, Daniel. Yo me acordaré por los
dos.
Nos miramos en la penumbra, buscando palabras que
no existían. Aquélla fue la primera vez en que me di
cuenta de que mi padre envejecía y de que sus ojos, ojos
de niebla y de pérdida, siempre miraban atrás. Se incorporó y descorrió las cortinas para dejar entrar la tibia luz
del alba.
—Anda, Daniel, vístete. Quiero enseñarte algo —dijo.
—¿Ahora? ¿A las cinco de la mañana?
—Hay cosas que sólo pueden verse entre tinieblas
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—insinuó mi padre blandiendo una sonrisa enigmática
que probablemente había tomado prestada de algún
tomo de Alejandro Dumas.
Las calles aún languidecían entre neblinas y serenos
cuando salimos al portal. Las farolas de las Ramblas dibujaban una avenida de vapor, parpadeando al tiempo que
la ciudad se desperezaba y se desprendía de su disfraz de
acuarela. Al llegar a la calle Arco del Teatro nos aventuramos camino del Raval bajo la arcada que prometía una
bóveda de bruma azul. Seguí a mi padre a través de aquel
camino angosto, más cicatriz que calle, hasta que el reluz
de la Rambla se perdió a nuestras espaldas. La claridad
del amanecer se filtraba desde balcones y cornisas en soplos de luz sesgada que no llegaban a rozar el suelo. Finalmente, mi padre se detuvo frente a un portón de madera labrada ennegrecido por el tiempo y la humedad.
Frente a nosotros se alzaba lo que me pareció el cadáver
abandonado de un palacio, o un museo de ecos y sombras.
—Daniel, lo que vas a ver hoy no se lo puedes contar
a nadie. Ni a tu amigo Tomás. A nadie.
Un hombrecillo con rasgos de ave rapaz y cabellera
plateada nos abrió la puerta. Su mirada aguileña se posó
en mí, impenetrable.
—Buenos días, Isaac. Éste es mi hijo Daniel —anunció mi padre—. Pronto cumplirá once años, y algún día
él se hará cargo de la tienda. Ya tiene edad de conocer
este lugar.
El tal Isaac nos invitó a pasar con un leve asentimiento. Una penumbra azulada lo cubría todo, insinuando
apenas trazos de una escalinata de mármol y una galería
de frescos poblados con figuras de ángeles y criaturas fabulosas. Seguimos al guardián a través de aquel corredor
palaciego y llegamos a una gran sala circular donde una
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auténtica basílica de tinieblas yacía bajo una cúpula acuchillada por haces de luz que pendían desde lo alto. Un
laberinto de corredores y estanterías repletas de libros
ascendía desde la base hasta la cúspide, dibujando una
colmena tramada de túneles, escalinatas, plataformas y
puentes que dejaban adivinar una gigantesca biblioteca
de geometría imposible. Miré a mi padre, boquiabierto.
Él me sonrió, guiñándome el ojo.
—Daniel, bien venido al Cementerio de los Libros Olvidados.
Salpicando los pasillos y plataformas de la biblioteca
se perfilaban una docena de figuras. Algunas de ellas se
volvieron a saludar desde lejos, y reconocí los rostros de
diversos colegas de mi padre en el gremio de libreros de
viejo. A mis ojos de diez años, aquellos individuos aparecían como una cofradía secreta de alquimistas conspirando a espaldas del mundo. Mi padre se arrodilló junto a
mí y, sosteniéndome la mirada, me habló con esa voz leve
de las promesas y las confidencias.
—Este lugar es un misterio, Daniel, un santuario.
Cada libro, cada tomo que ves, tiene alma. El alma de
quien lo escribió, y el alma de quienes lo leyeron y vivieron y soñaron con él. Cada vez que un libro cambia de
manos, cada vez que alguien desliza la mirada por sus páginas, su espíritu crece y se hace fuerte. Hace ya muchos
años, cuando mi padre me trajo por primera vez aquí,
este lugar ya era viejo. Quizá tan viejo como la misma ciudad. Nadie sabe a ciencia cierta desde cuándo existe, o
quiénes lo crearon. Te diré lo que mi padre me dijo a mí.
Cuando una biblioteca desaparece, cuando una librería
cierra sus puertas, cuando un libro se pierde en el olvido,
los que conocemos este lugar, los guardianes, nos aseguramos de que llegue aquí. En este lugar, los libros que ya
nadie recuerda, los libros que se han perdido en el tiem16
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po, viven para siempre, esperando llegar algún día a las
manos de un nuevo lector, de un nuevo espíritu. En la
tienda nosotros los vendemos y los compramos, pero en
realidad los libros no tienen dueño. Cada libro que ves
aquí ha sido el mejor amigo de alguien. Ahora sólo nos
tienen a nosotros, Daniel. ¿Crees que vas a poder guardar
este secreto?
Mi mirada se perdió en la inmensidad de aquel lugar,
en su luz encantada. Asentí y mi padre sonrió.
—¿Y sabes lo mejor? —preguntó.
Negué en silencio.
—La costumbre es que la primera vez que alguien visita este lugar tiene que escoger un libro, el que prefiera, y
adoptarlo, asegurándose de que nunca desaparezca, de
que siempre permanezca vivo. Es una promesa muy importante. De por vida —explicó mi padre—. Hoy es tu
turno.
Por espacio de casi media hora deambulé entre los
entresijos de aquel laberinto que olía a papel viejo, a polvo y a magia. Dejé que mi mano rozase las avenidas de lomos expuestos, tentando mi elección. Atisbé, entre los títulos desdibujados por el tiempo, palabras en lenguas
que reconocía y decenas de otras que era incapaz de catalogar. Recorrí pasillos y galerías en espiral pobladas por
cientos, miles de tomos que parecían saber más acerca de
mí que yo de ellos. Al poco, me asaltó la idea de que tras
la cubierta de cada uno de aquellos libros se abría un universo infinito por explorar y de que, más allá de aquellos
muros, el mundo dejaba pasar la vida en tardes de fútbol
y seriales de radio, satisfecho con ver hasta allí donde alcanza su ombligo y poco más. Quizá fue aquel pensamiento, quizá el azar o su pariente de gala, el destino,
pero en aquel mismo instante supe que ya había elegido
el libro que iba a adoptar. O quizá debiera decir el libro
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que me iba a adoptar a mí. Se asomaba tímidamente en
el extremo de una estantería, encuadernado en piel de
color vino y susurrando su título en letras doradas que ardían a la luz que destilaba la cúpula desde lo alto. Me
acerqué hasta él y acaricié las palabras con la yema de los
dedos, leyendo en silencio.
La Sombra del Viento
JULIÁN CARAX
Jamás había oído mencionar aquel título o a su autor,
pero no me importó. La decisión estaba tomada. Por ambas partes. Tomé el libro con sumo cuidado y lo hojeé,
dejando aletear sus páginas. Liberado de su celda en el
estante, el libro exhaló una nube de polvo dorado. Satisfecho con mi elección, rehíce mis pasos en el laberinto
portando mi libro bajo el brazo con una sonrisa impresa
en los labios. Tal vez la atmósfera hechicera de aquel lugar había podido conmigo, pero tuve la seguridad de que
aquel libro había estado allí esperándome durante años,
probablemente desde antes de que yo naciese.
Aquella tarde, de vuelta en el piso de la calle Santa
Ana, me refugié en mi habitación y decidí leer las primeras líneas de mi nuevo amigo. Antes de darme cuenta, me
había caído dentro sin remedio. La novela relataba la historia de un hombre en busca de su verdadero padre, al
que nunca había llegado a conocer y cuya existencia sólo
descubría merced a las últimas palabras que pronunciaba
su madre en su lecho de muerte. La historia de aquella
búsqueda se transformaba en una odisea fantasmagórica
en la que el protagonista luchaba por recuperar una infancia y una juventud perdidas, y en la que, lentamente,
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descubríamos la sombra de un amor maldito cuya memoria le habría de perseguir hasta el fin de sus días. A medida que avanzaba, la estructura del relato empezó a recordarme a una de esas muñecas rusas que contienen
innumerables miniaturas de sí mismas en su interior.
Paso a paso, la narración se descomponía en mil historias, como si el relato hubiese penetrado en una galería
de espejos y su identidad se escindiera en docenas de reflejos diferentes y al tiempo uno solo. Los minutos y las
horas se deslizaron como un espejismo. Horas más tarde,
atrapado en el relato, apenas advertí las campanadas de
medianoche en la catedral repiqueteando a lo lejos. Enterrado en la luz de cobre que proyectaba el flexo, me sumergí en un mundo de imágenes y sensaciones como jamás las había conocido. Personajes que se me antojaron
tan reales como el aire que respiraba me arrastraron en
un túnel de aventura y misterio del que no quería escapar. Página a página, me dejé envolver por el sortilegio
de la historia y su mundo hasta que el aliento del amanecer acarició mi ventana y mis ojos cansados se deslizaron
por la última página. Me tendí en la penumbra azulada
del alba con el libro sobre el pecho y escuché el rumor de
la ciudad dormida goteando sobre los tejados salpicados
de púrpura. El sueño y la fatiga llamaban a mi puerta,
pero me resistí a rendirme. No quería perder el hechizo
de la historia ni todavía decir adiós a sus personajes.
En una ocasión oí comentar a un cliente habitual en
la librería de mi padre que pocas cosas marcan tanto a
un lector como el primer libro que realmente se abre
camino hasta su corazón. Aquellas primeras imágenes,
el eco de esas palabras que creemos haber dejado atrás,
nos acompañan toda la vida y esculpen un palacio en
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nuestra memoria al que, tarde o temprano —no importa
cuántos libros leamos, cuántos mundos descubramos,
cuánto aprendamos u olvidemos—, vamos a regresar.
Para mí, esas páginas embrujadas siempre serán las que
encontré entre los pasillos del Cementerio de los Libros
Olvidados.
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DÍAS DE CENIZA
1945-1949
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Un secreto vale lo que aquellos de quienes tenemos que
guardarlo. Al despertar, mi primer impulso fue hacer
partícipe de la existencia del Cementerio de los Libros
Olvidados a mi mejor amigo. Tomás Aguilar era un compañero de estudios que dedicaba su tiempo libre y su talento a la invención de artilugios ingeniosísimos pero de
escasa aplicación práctica, como el dardo aerostático o la
peonza dinamo. Nadie mejor que Tomás para compartir
aquel secreto. Soñando despierto me imaginaba a mi
amigo Tomás y a mí pertrechados ambos de linternas y
brújula prestos a desvelar los secretos de aquella catacumba bibliográfica. Luego, recordando mi promesa, decidí que las circunstancias aconsejaban lo que en las novelas de intriga policial se denominaba otro modus
operandi. Al mediodía abordé a mi padre para cuestionarle acerca de aquel libro y de Julián Carax, que en mi
entusiasmo había imaginado célebres en todo el mundo.
Mi plan era hacerme con todas sus obras y leérmelas de
cabo a rabo en menos de una semana. Cuál fue mi sorpresa al descubrir que mi padre, librero de casta y buen
conocedor de los catálogos editoriales, jamás había oído
hablar de La Sombra del Viento o de Julián Carax. Intriga21
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do, mi padre inspeccionó la página con los datos de la
edición.
—Según esto, este ejemplar forma parte de una edición de dos mil quinientos ejemplares impresa en Barcelona, por Cabestany Editores, en diciembre de 1935.
—¿Conoces esa editorial?
—Cerró hace años. Pero la edición original no es ésta,
sino otra de noviembre del mismo año, pero impresa en
París... La editorial es Galliano & Neuval. No me suena.
—Entonces, ¿el libro es una traducción? —pregunté,
desconcertado.
—No menciona que lo sea. Por lo que aquí se ve, el
texto es original.
—¿Un libro en castellano, editado primero en Francia?
—No será la primera vez, con los tiempos que corren
—adujo mi padre—. A lo mejor Barceló nos puede ayudar...
Gustavo Barceló era un viejo colega de mi padre, dueño de una librería cavernosa en la calle Fernando que capitaneaba la flor y nata del gremio de libreros de viejo.
Vivía perpetuamente adherido a una pipa apagada que
desprendía efluvios de mercado persa y se describía a sí
mismo como el último romántico. Barceló sostenía que
en su linaje había un lejano parentesco con lord Byron,
pese a que él era natural de la localidad de Caldas de
Montbuy. Quizá con ánimo de evidenciar esta conexión,
Barceló vestía invariablemente al uso de un dandi decimonónico, luciendo fular, zapatos de charol blanco y un
monóculo sin graduación que según las malas lenguas no
se quitaba ni en la intimidad del retrete. En realidad, el
parentesco más significativo en su haber era el de su progenitor, un industrial que se había enriquecido por medios más o menos turbios a finales del siglo XIX. Según
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me explicó mi padre, Gustavo Barceló estaba, técnicamente, forrado, y lo de la librería era más pasión que negocio. Amaba los libros sin reserva y, aunque él lo negaba
rotundamente, si alguien entraba en su librería y se enamoraba de un ejemplar cuyo precio no podía costearse,
lo rebajaba hasta donde fuese necesario, o incluso lo regalaba si estimaba que el comprador era un lector de casta y no un diletante mariposón. Al margen de estas peculiaridades, Barceló poseía una memoria de elefante y una
pedantería que no desmerecía en porte o sonoridad,
pero si alguien sabía de libros extraños, era él. Aquella
tarde, después de cerrar la tienda, mi padre sugirió que
nos acercásemos hasta el café de Els Quatre Gats en la
calle Montsió, donde Barceló y sus compinches mantenían una tertulia bibliófila sobre poetas malditos, lenguas
muertas y obras maestras abandonadas a merced de la polilla.
Els Quatre Gats quedaba a tiro de piedra de casa y era
uno de mis rincones predilectos de toda Barcelona. Allí
se habían conocido mis padres en el año 32, y yo atribuía
en parte mi billete de ida por la vida al encanto de aquel
viejo café. Dragones de piedra custodiaban la fachada enclavada en un cruce de sombras y sus farolas de gas congelaban el tiempo y los recuerdos. En el interior, las gentes se fundían con los ecos de otras épocas. Contables,
soñadores y aprendices de genio compartían mesa con el
espejismo de Pablo Picasso, Isaac Albéniz, Federico García Lorca o Salvador Dalí. Allí, cualquier pelagatos podía
sentirse por unos instantes figura histórica por el precio
de un cortado.
—Hombre, Sempere —proclamó Barceló al ver entrar
a mi padre—, el hijo pródigo. ¿A qué se debe el honor?
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—El honor se lo debe usted a mi hijo Daniel, don
Gustavo, que acaba de hacer un descubrimiento.
—Pues vengan a sentarse con nosotros, que esta efemérides hay que celebrarla —proclamó Barceló.
—¿Efemérides? —le susurré a mi padre.
—Barceló se expresa sólo en esdrújulas —respondió
mi padre a media voz—. Tú no digas nada, que se envalentona.
Los contertulios nos hicieron sitio en su círculo y Barceló, que gustaba de mostrarse espléndido en público, insistió en invitarnos.
—¿Qué edad tiene el mozalbete? —inquirió Barceló,
mirándome de reojo.
—Casi once años —declaré.
Barceló me sonrió, socarrón.
—O sea, diez. No te pongas años de más, sabandijilla,
que ya te los pondrá la vida.
Varios de los contertulios murmuraron su asentimiento. Barceló hizo señas a un camarero con aspecto inminente de ser declarado monumento histórico para que se
acercase a tomar nota.
—Un coñac para mi amigo Sempere, del bueno, y
para el retoño una leche merengada, que tiene que crecer. Ah, y traiga unos taquitos de jamón, pero que no
sean como los de antes, ¿eh?, que para caucho ya está la
casa Pirelli —rugió el librero.
El camarero asintió y partió, arrastrando los pies y el
alma.
—Lo que yo digo —comentó el librero—. ¿Cómo va a
haber trabajo? Si en este país no se jubila la gente ni después de muerta. Mire usted al Cid. Si es que no hay remedio.
Barceló saboreó su pipa apagada, su mirada aguileña
escrutando con interés el libro que yo sostenía en las ma24
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nos. Pese a su fachada farandulera y a tanta palabrería,
Barceló podía oler una buena presa como un lobo huele
la sangre.
—A ver —dijo Barceló, fingiendo desinterés—. ¿Qué
me traen ustedes?
Le dirigí una mirada a mi padre. Él asintió. Sin más
preámbulo, le tendí el libro a Barceló. El librero lo tomó
con mano experta. Sus dedos de pianista rápidamente exploraron textura, consistencia y estado. Exhibiendo su
sonrisa florentina, Barceló localizó la página de edición y
la inspeccionó con intensidad policial por espacio de un
minuto. Los demás le observaban en silencio, como si esperasen un milagro o permiso para respirar de nuevo.
—Carax. Interesante —murmuró con tono impenetrable.
Tendí de nuevo mi mano para recuperar el libro. Barceló arqueó las cejas, pero me lo devolvió con una sonrisa
glacial.
—¿Dónde lo has encontrado, chavalín?
—Es un secreto —repliqué, sabiendo que mi padre
debía de estar sonriendo por dentro.
Barceló frunció el ceño y desvió la mirada hacia mi
padre.
—Amigo Sempere, porque es usted y por todo el
aprecio que le tengo y en honor a la larga y profunda
amistad que nos une como a hermanos, dejémoslo en
cuarenta duros y no se hable más.
—Eso lo va a tener que discutir con mi hijo —adujo
mi padre—. El libro es suyo.
Barceló me ofreció una sonrisa lobuna.
—¿Qué me dices, muchachete? Cuarenta duros no
está mal para una primera venta... Sempere, este chico
suyo hará carrera en este negocio.
Los contertulios le rieron la gracia. Barceló me miró
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complacido, sacando su billetero de piel. Contó los cuarenta duros, que para aquel entonces eran toda una fortuna, y me los tendió. Yo me limité a negar en silencio.
Barceló frunció el ceño.
—Mira que la codicia es pecado mortal de necesidad,
¿eh? —adujo—. Venga, sesenta duros y te abres una cartilla de ahorro, que a tu edad ya hay que pensar en el futuro.
Negué de nuevo. Barceló le lanzó una mirada airada a
mi padre a través de su monóculo.
—A mí no me mire —dijo mi padre—. Yo aquí sólo
vengo de acompañante.
Barceló suspiró y me observó detenidamente.
—A ver, niño, pero ¿tú qué es lo que quieres?
—Lo que quiero es saber quién es Julián Carax, y dónde puedo encontrar otros libros que haya escrito.
Barceló rió por lo bajo y enfundó de nuevo su billetera, reconsiderando a su adversario.
—Vaya, un académico. Sempere, pero ¿qué le da usted de comer a este crío? —bromeó.
El librero se inclinó hacia mí con tono confidencial y,
por un instante, me pareció entrever en su mirada un
cierto respeto que no había estado allí momentos atrás.
—Haremos un trato —me dijo—. Mañana domingo,
por la tarde, te pasas por la biblioteca del Ateneo y preguntas por mí. Tú te traes tu libro para que lo pueda examinar bien, y yo te cuento lo que sé de Julián Carax.
Quid pro quo.
—¿Quid pro qué?
—Latín, chaval. No hay lenguas muertas, sino cerebros aletargados. Parafraseando, significa que no hay duros a cuatro pesetas, pero que me has caído bien y te voy
a hacer un favor.
Aquel hombre destilaba una oratoria capaz de aniqui26
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lar las moscas al vuelo, pero sospeché que si quería averiguar algo sobre Julián Carax, más me valdría quedar en
buenos términos con él. Le sonreí beatíficamente, mostrando mi deleite con los latinajos y su verbo fácil.
—Recuerda, mañana, en el Ateneo —sentenció el librero—. Pero trae el libro, o no hay trato.
—De acuerdo.
La conversación se desvaneció lentamente en el murmullo de los demás contertulios, derivando hacia la discusión de unos documentos encontrados en los sótanos de
El Escorial que sugerían la posibilidad de que don Miguel
de Cervantes no había sido sino el seudónimo literario de
una velluda mujerona toledana. Barceló, ausente, no participó en el debate bizantino y se limitó a observarme desde su monóculo con una sonrisa velada. O quizá tan sólo
miraba el libro que yo sostenía en las manos.
2
Aquel domingo, las nubes habían resbalado del cielo y las
calles yacían sumergidas bajo una laguna de neblina ardiente que hacía sudar los termómetros en las paredes. A
media tarde, rondando ya los treinta grados, partí rumbo
a la calle Canuda para mi cita con Barceló en el Ateneo
con mi libro bajo el brazo y un lienzo de sudor en la frente. El Ateneo era —y aún es— uno de los muchos rincones de Barcelona donde el siglo XIX todavía no ha recibido noticias de su jubilación. La escalinata de piedra
ascendía desde un patio palaciego hasta una retícula fantasmal de galerías y salones de lectura donde invenciones
como el teléfono, la prisa o el reloj de muñeca resultaban
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anacronismos futuristas. El portero, o quizá tan sólo fuera
una estatua de uniforme, apenas pestañeó a mi llegada.
Me deslicé hasta el primer piso, bendiciendo las aspas de
un ventilador que susurraba entre lectores adormecidos
derritiéndose como cubitos de hielo sobre sus libros y
diarios.
La silueta de don Gustavo Barceló se recortaba junto
a las cristaleras de una galería que daba al jardín interior
del edificio. Pese a la atmósfera casi tropical, el librero
vestía sus habituales galas de figurín y su monóculo brillaba en la penumbra como una moneda en el fondo de un
pozo. Junto a él distinguí una figura enfundada en un
vestido de alpaca blanca que se me antojó un ángel esculpido en brumas. Al eco de mis pasos, Barceló entornó la mirada y me hizo un ademán para que me aproximase.
—Daniel, ¿verdad? —preguntó el librero—. ¿Has traído el libro?
Asentí por duplicado y acepté la silla que Barceló me
brindaba junto a él y a su misteriosa acompañante. Durante varios minutos, el librero se limitó a sonreír plácidamente, ajeno a mi presencia. Al poco abandoné toda esperanza de que me presentase a quien fuera que fuese la
dama de blanco. Barceló se comportaba como si ella no
estuviese allí y ninguno de los dos pudiese verla. La observé de reojo, temeroso de encontrar su mirada, que seguía
perdida en ninguna parte. Su rostro y sus brazos vestían
una piel pálida, casi traslúcida. Tenía los rasgos afilados,
dibujados a trazo firme bajo una cabellera negra que brillaba como piedra humedecida. Le calculé unos veinte
años a lo sumo, pero algo en su porte y en el modo en
que el alma parecía caerle a los pies, como las ramas de
un sauce, me hizo pensar que no tenía edad. Parecía atrapada en ese estado de perpetua juventud reservado a los
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maniquís en los escaparates de postín. Estaba intentando
leerle el pulso bajo aquella garganta de cisne cuando advertí que Barceló me observaba fijamente.
—Entonces, ¿vas a decirme dónde encontraste ese libro? —preguntó.
—Lo haría, pero prometí a mi padre guardar el secreto —aduje.
—Ya veo. Sempere y sus misterios —dijo Barceló—. Ya
me figuro yo dónde. Menuda potra has tenido, chaval. A
eso le llamo yo encontrar una aguja en un campo de azucenas. A ver, ¿me lo dejas ver?
Le tendí el libro, y Barceló lo tomó en sus manos con
infinita delicadeza.
—Lo has leído, supongo.
—Sí, señor.
—Te envidio. Siempre me ha parecido que el momento para leer a Carax es cuando todavía se tiene el corazón
joven y la mente limpia. ¿Sabías que ésta fue la última novela que escribió?
Negué en silencio.
—¿Sabes cuántos ejemplares como éste hay en el mercado, Daniel?
—Miles, supongo.
—Ninguno —precisó Barceló—. Excepto el tuyo. El
resto fueron quemados.
—¿Quemados?
Barceló se limitó a ofrecer su sonrisa hermética, pasando hojas del libro y acariciando el papel como si fuese
una seda única en el universo. La dama de blanco se volvió lentamente. Sus labios esbozaron una sonrisa tímida y
temblorosa. Sus ojos palpaban el vacío, pupilas blancas
como el mármol. Tragué saliva. Estaba ciega.
—Tú no conoces a mi sobrina Clara, ¿verdad? —preguntó Barceló.
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Me limité a negar, incapaz de quitar la mirada de
aquella criatura con tez de muñeca de porcelana y ojos
blancos, los ojos más tristes que he visto jamás.
—En realidad, la experta en Julián Carax es Clara,
por eso la he traído —dijo Barceló.
—Es más, pensándolo bien, creo que con vuestro permiso yo me voy a retirar a otra sala a inspeccionar este volumen mientras vosotros habláis de vuestras cosas. ¿Os parece?
Le miré, atónito. El librero, pirata hasta la sepultura y
ajeno a mis reservas, se limitó a darme una palmadita en
la espalda y partió con mi libro bajo el brazo.
—Le has impresionado, ¿sabes? —dijo la voz a mi espalda.
Me volví para descubrir la sonrisa leve de la sobrina
del librero, tanteando en el vacío. Tenía la voz de cristal,
transparente y tan frágil que me pareció que sus palabras
se quebrarían si la interrumpía a media frase.
—Mi tío me ha dicho que te ofreció una buena suma
por el libro de Carax, pero que tú la rechazaste —añadió
Clara—.Te has ganado su respeto.
—Cualquiera lo diría —suspiré.
Observé que Clara ladeaba la cabeza al sonreír y que
sus dedos jugueteaban con un anillo que parecía una
guirnalda de zafiros.
—¿Qué edad tienes? —preguntó.
—Casi once años —respondí—. ¿Y usted?
Clara rió ante mi insolente inocencia.
—Casi el doble, pero tampoco es como para que me
trates de usted.
—Parece usted más joven —apunté, intuyendo que
aquello podía ser una buena salida a mi indiscreción.
—Me fiaré de ti entonces, porque yo no sé qué aspecto tengo —repuso, sin abandonar su sonrisa a media
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vela—. Pero si te parezco más joven, razón de más para
que me trates de tú.
—Lo que usted diga, señorita Clara.
Observé detenidamente sus manos abiertas como alas
sobre su regazo, su talle frágil insinuándose bajo los pliegues de alpaca, el dibujo de sus hombros, la extrema palidez de su garganta y el cierre de sus labios, que hubiera
querido acariciar con la yema de los dedos. Nunca antes
había tenido la oportunidad de examinar a una mujer
tan de cerca y con tanta precisión sin temor a encontrarme con su mirada.
—¿Qué miras? —preguntó Clara, no sin cierta malicia.
—Su tío dice que es usted una experta en Julián Carax —improvisé, con la boca seca.
—Mi tío sería capaz de decir cualquier cosa con tal de
pasar un rato a solas con un libro que le fascine —adujo
Clara—. Pero tú debes preguntarte cómo alguien que
está ciego puede ser experto en libros si no los puede
leer.
—No se me había ocurrido, la verdad.
—Para tener casi once años no mientes mal. Vigila, o
acabarás como mi tío.
Temiendo meter la pata por enésima vez, me limité a
permanecer sentado en silencio, contemplándola embobado.
—Anda, acércate —dijo ella.
—¿Perdón?
—Acércate sin miedo. No te voy a comer.
Me incorporé de la silla y me aproximé hasta donde
Clara estaba sentada. La sobrina del librero alzó la mano
derecha, buscándome a tientas. Sin saber bien cómo debía proceder, hice otro tanto y le ofrecí mi mano. La tomó
en su mano izquierda, y Clara me ofreció en silencio su
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derecha. Comprendí instintivamente lo que me pedía, y
la guié hasta mi rostro. Su tacto era firme y delicado a un
tiempo. Sus dedos me recorrieron las mejillas y los pómulos. Permanecí inmóvil, casi sin atreverme a respirar,
mientras Clara leía mis facciones con sus manos. Mientras
lo hacía, sonreía para sí y pude advertir que sus labios
se entrecerraban, como murmurando en silencio. Sentí
el roce de sus manos en la frente, en el pelo y en los párpados. Se detuvo sobre mis labios, dibujándolos en silencio con el índice y el anular. Los dedos le olían a canela.
Tragué saliva, notando que el pulso se me lanzaba a la
brava y agradeciendo a la divina providencia que no hubiera testigos oculares para presenciar mi sonrojo, que
hubiera bastado para prender un habano a un palmo de
distancia.
3
Aquella tarde de brumas y llovizna, Clara Barceló me
robó el corazón, la respiración y el sueño. Al amparo de
la luz embrujada del Ateneo, sus manos escribieron en mi
piel una maldición que habría de perseguirme durante
años. Mientras yo la contemplaba embelesado, la sobrina
del librero me explicó su historia y cómo ella había tropezado, también por casualidad, con las páginas de Julián
Carax. El accidente había tenido lugar en un pueblo de
la Provenza. Su padre, abogado de prestigio vinculado al
gabinete del presidente Companys, había tenido la clarividencia de enviar a su hija y a su esposa a vivir con su
hermana al otro lado de la frontera al inicio de la guerra
civil. No faltó quien opinase que aquello era una exagera32
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ción, que en Barcelona no iba a pasar nada y que en España, cuna y pináculo de la civilización cristiana, la barbarie era cosa de los anarquistas, y éstos, en bicicleta y con
parches en los calcetines, no podían llegar muy lejos. Los
pueblos no se miran nunca en el espejo, decía siempre el
padre de Clara, y menos con una guerra entre las cejas.
El abogado era un buen lector de la historia y sabía que
el futuro se leía en las calles, las factorías y los cuarteles
con más claridad que en la prensa de la mañana. Durante
meses les escribió todas las semanas. Al principio lo hacía
desde el bufete de la calle Diputación, luego sin remite y,
finalmente, a escondidas, desde una celda en el castillo
de Montjuïc donde, como a tantos, nadie le vio entrar y
de donde nunca volvió a salir.
La madre de Clara leía las cartas en voz alta, disimulando mal el llanto y saltándose los párrafos que su hija
intuía sin necesidad de leerlos. Más tarde, a medianoche,
Clara convencía a su prima Claudette para que le leyese
de nuevo las cartas de su padre en su integridad. Así era
cómo Clara leía, con ojos de prestado. Nadie la vio nunca
derramar una lágrima, ni cuando dejaron de recibir correspondencia del abogado ni cuando las noticias de la
guerra hicieron suponer lo peor.
—Mi padre sabía desde el principio lo que iba a pasar
—explicó Clara—. Permaneció al lado de sus amigos porque pensaba que ésa era su obligación. Le mató la lealtad
a gentes que, cuando les llegó la hora, le traicionaron.
Nunca te fíes de nadie, Daniel, especialmente de la gente
a la que admiras. Ésos son los que te pegarán las peores
puñaladas.
Clara pronunciaba estas palabras con una dureza que
parecía forjada en años de secreto y sombra. Me perdí en
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su mirada de porcelana, ojos sin lágrimas ni engaños, escuchándola hablar de cosas que por entonces yo no entendía. Clara describía personas, escenarios y objetos que
nunca había visto con sus propios ojos con un detalle y
una precisión de maestro de la escuela flamenca. Su idioma eran las texturas y los ecos, el color de las voces, el ritmo de los pasos. Me explicó cómo, durante los años del
exilio en Francia, ella y su prima Claudette habían compartido un tutor y maestro particular, un cincuentón borrachín con ínfulas de literato que alardeaba de poder
recitar la Eneida de Virgilio en latín sin acento y al que habían apodado como Monsieur Roquefort en virtud del
peculiar aroma que su persona destilaba pese a los baños
romanos de colonia y perfume con que adobaba su pantagruélica persona. Monsieur Roquefort, pese a sus notables peculiaridades (entre las que destacaba una firme y
militante convicción de que el embutido y en particular
las morcillas que Clara y su madre recibían de los parientes de España eran mano de santo para la circulación y el
mal de gota), era hombre de gustos refinados. Desde
joven viajaba a París una vez al mes para enriquecer su
acervo cultural con las últimas novedades literarias, visitar
museos y, se rumoreaba, pasar una noche de asueto en
brazos de una nínfula a la que había bautizado como madame Bovary pese a que se llamaba Hortense y tenía cierta propensión al vello facial. En sus excursiones culturales, Monsieur Roquefort solía frecuentar un puesto de
libros usados apostado frente a Notre-Dame y fue allí
donde, por casualidad, se tropezó una tarde de 1929 con
una novela de un autor desconocido, un tal Julián Carax.
Siempre abierto a las novedades, Monsieur Roquefort adquirió el libro más que nada porque el título le resultaba
sugerente y él siempre acostumbraba a leer algo ligero en
el tren de vuelta. La novela llevaba por título La casa roja,
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y en la contraportada aparecía una imagen borrosa del
autor, quizá una fotografía o un apunte al carbón. Según
el texto biográfico, Julián Carax era un joven de veintisiete años que había nacido con el siglo en la ciudad de Barcelona y ahora vivía en París, escribía en francés y ejercía
profesionalmente como pianista nocturno en un local de
alterne. El texto de la sobrecubierta, pomposo y apolillado al gusto de la época, proclamaba en prosa prusiana
que aquélla era la primera obra de un valor deslumbrante, un talento proteico e insigne, promesa de futuro para
las letras europeas sin parangón en el mundo de los vivos.
Con todo, la sinopsis referida a continuación daba a entender que la historia contenía elementos vagamente siniestros y de tono folletinesco, lo cual a ojos de Monsieur
Roquefort siempre era un punto a favor, porque a él, después de los clásicos, lo que más le gustaba eran las intrigas de crimen y alcoba.
La casa roja relataba la atormentada vida de un misterioso individuo que asaltaba jugueterías y museos para
robar muñecos y títeres, a los que posteriormente arrancaba los ojos y llevaba a su vivienda, un fantasmal invernadero abandonado a orillas del Sena. Al irrumpir una noche
en una mansión suntuosa de la avenue Foix para diezmar
la colección privada de muñecos de un magnate enriquecido a través de turbias artimañas durante la revolución
industrial, su hija, una señorita de la buena sociedad parisina, muy leída y fina ella, se enamoraba del ladrón. A medida que avanzaba el tortuoso romance, plagado de incidencias escabrosas y episodios a media luz, la heroína
desentrañaba el misterio que llevaba al enigmático protagonista, que nunca revelaba su nombre, a cegar a los muñecos, descubría un horrible secreto sobre su propio
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padre y su colección de figuras de porcelana y se hundía
inevitablemente en un final de tragedia gótica sin cuento.
Monsieur Roquefort, que era un corredor de fondo
en las lides literarias y que se enorgullecía de poseer una
amplia colección de cartas firmadas por todos los editores
de París rechazando los tomos de verso y prosa que él les
enviaba sin tregua, identificó la editorial que había publicado la novela como una casa del tres al cuarto, conocida,
si acaso, por sus tomos de cocina, costura y otras artes del
hogar. El dueño del puesto de libros usados le contó que
la novela había salido apenas y que había conseguido
arrancar un par de reseñas en dos diarios de provincias,
junto a las notas necrológicas. En pocas líneas, los críticos
se habían despachado a gusto y habían recomendado al
novel Carax que no dejase su empleo de pianista, porque
en la literatura estaba claro que no iba a dar la nota.
Monsieur Roquefort, a quien se le ablandaba el corazón y
el bolsillo ante las causas perdidas, decidió invertir medio
franco y se llevó la novela del tal Carax junto con una edición exquisita del gran maestro, de quien se sentía heredero por reconocer, Gustave Flaubert.
El tren a Lyon iba repleto hasta los topes y Monsieur
Roquefort no tuvo más remedio que compartir su cabina
de segunda clase con un par de religiosas que, tan pronto
dejaron atrás la estación de Austerlitz, no cesaron de lanzarle miradas de reprobación, murmurando por lo bajo.
Ante semejante escrutinio, el maestro optó por rescatar
aquella novela de su cartera y parapetarse tras sus páginas. Cuál fue su sorpresa cuando, cientos de kilómetros
más tarde, descubrió que había olvidado a las hermanas,
el vaivén del tren y el paisaje que se deslizaba como un
mal sueño de los hermanos Lumière tras las ventanas del
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tren. Leyó toda la noche, ajeno a los ronquidos de las religiosas y a las estaciones fugaces en la niebla. Girando la
última página al despuntar el alba, Monsieur Roquefort
descubrió que tenía lágrimas en los ojos y el corazón envenenado de envidia y asombro.
Aquel mismo lunes, Monsieur Roquefort llamó a la
editorial de París para solicitar información sobre el tal
Julián Carax. Tras mucha insistencia, una telefonista de
tono asmático y disposición virulenta le respondió que el
señor Carax no tenía dirección conocida, que de todos
modos ya no estaba en tratos con la editorial en cuestión
y que la novela La casa roja había vendido exactamente setenta y siete ejemplares desde el día de su publicación,
presumiblemente adquiridos en su mayoría por las señoritas de virtud fácil y otros habituales del local donde el autor desgranaba nocturnos y polonesas por unas monedas.
El resto de ejemplares habían sido devueltos y transformados en pasta de papel para imprimir misales, multas y billetes de lotería. La mísera fortuna del misterioso autor
acabó por conquistar las simpatías de Monsieur Roquefort. Durante los siguientes diez años, en cada una de sus
visitas a París, recorrería librerías de viejo en busca de más
obras de Julián Carax. Nunca encontró ninguna. Casi nadie había oído hablar del autor, y a los que les sonaba,
poco sabían. Había quien afirmaba que había publicado
algunos libros más, siempre en editoriales de poca monta
y con tirajes irrisorios. Esos libros, si realmente existían,
eran imposibles de encontrar. Un librero afirmó una vez
haber tenido en sus manos un ejemplar de una novela de
Julián Carax llamada El ladrón de catedrales, pero de eso hacía ya tiempo y no estaba del todo seguro. A finales de
1935 le llegaron noticias de que una nueva novela de Ju37
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lián Carax, La Sombra del Viento, había sido publicada por
una pequeña editorial de París. Escribió a la editorial para
adquirir varios ejemplares. Nunca recibió contestación. Al
año siguiente, en la primavera del 36, su antiguo amigo
en el puesto de libros en la orilla sur del Sena le preguntó
si seguía interesado en Carax. Monsieur Roquefort afirmó
que él nunca se rendía. Era ya cuestión de tozudez: si el
mundo se empeñaba en enterrar a Carax en el olvido, a
él no le daba la gana de pasar por el aro. Su amigo le explicó que semanas atrás había circulado un rumor acerca
de Carax. Parecía que por fin su suerte había cambiado.
Iba a contraer matrimonio con una dama de buena posición y había publicado una nueva novela después de varios años de silencio que, por primera vez, había recibido
una reseña favorable en Le Monde. Pero justo cuando parecía que los vientos iban a cambiar de rumbo, explicó el
librero, Carax se había visto complicado en un duelo en
el cementerio de Père Lachaise. Las circunstancias que
rodearon este suceso no estaban claras. Cuanto se sabía
era que el duelo había tenido lugar al alba del día en que
Carax tenía que contraer matrimonio, y que el novio nunca se presentó en la iglesia.
Había opiniones para todos los gustos: unos le hacían
muerto en aquel duelo y su cadáver abandonado en una
tumba anónima; otros, más optimistas, preferían creer que
Carax, complicado en algún asunto turbio, había tenido
que abandonar a su prometida en el altar y huir de París
para regresar a Barcelona. La tumba sin nombre nunca fue encontrada y poco después había circulado otra
versión: Julián Carax, perseguido por la desgracia, había
muerto en su ciudad natal en la más absoluta de las miserias. Las chicas del burdel donde tocaba el piano habían
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hecho una colecta para pagarle un entierro decente.
Cuando llegó el giro, el cadáver ya había sido enterrado
en una fosa común, junto con los cuerpos de mendigos y
gente sin nombre que aparecían flotando en el puerto o
que morían de frío en la escalera del metro.
Aunque sólo fuese por llevar la contraria, Monsieur
Roquefort no olvidó a Carax. Once años después de haber descubierto La casa roja, decidió prestar la novela a sus
dos alumnas con la esperanza de que tal vez aquel extraño
libro las animase a adquirir el hábito de la lectura. Clara y
Claudette eran por entonces dos quinceañeras con las venas ardiendo de hormonas y con el mundo guiñándoles
el ojo desde las ventanas de la sala de estudio. Pese a los
esfuerzos de su tutor, hasta el momento habían demostrado ser inmunes al encanto de los clásicos, las fábulas de
Esopo o el verso inmortal de Dante Alighieri. Monsieur
Roquefort, temiendo que su contrato fuese rescindido al
descubrir la madre de Clara que sus labores docentes estaban formando dos analfabetas con la cabeza llena de pájaros, optó por pasarles la novela de Carax con el pretexto
de que era una historia de amor de las que hacían llorar a
moco tendido, lo cual era una verdad a medias.
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—Jamás me había sentido atrapada, seducida y envuelta
por una historia como la que narraba aquel libro —explicó
Clara—. Hasta entonces para mí las lecturas eran una obligación, una especie de multa a pagar a maestros y tutores
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