El hombre incompleto Salvador Sostres 14/05/13 El Telediario explicó hace unos días que cada vez más gente encuentra consuelo en la oración y se encomienda a vírgenes y santos para encontrar trabajo. Velas clásicas, virtuales e incluso velas muy kitsch, como una con forma de casita blanca. La prensa socialdemócrata ha puesto el grito en el cielo diciendo que la televisión pública recomienda el rezo, lo cual, además de ser rotundamente falso, porque el reportaje no recomendaba nada, muestra con total claridad por qué hemos caído tan bajo. Valle Inclán lo dice: «He caminado por todos los caminos del mundo y he aprendido que los pueblos más grandes no se construyeron sin una Iglesia Nacional. La creación política es ineficaz si falta una conciencia religiosa con su ética superior a las leyes que escriben los hombres». De tanto vivir sin vínculo ni trascendencia, de espaldas a la Cruz y negando lo sagrado, la vida pública española se ha devaluado de tal modo que hasta Pilar Rahola se reivindica como intelectual, y lo que es más grave, como escritora. La aconfesionalidad del Estado, y este laicismo ramplón que propagan los que en nada pueden creer porque están demasiado resentidos con su fracaso, empobrecen de un modo trágico la calidad del debate y todo son excusas amontonadas que, como una gran bola de estiércol, ruedan montaña abajo. Hemos renunciado a la parte de nosotros que nos eleva y nos salva, y que nos da sentido por encima de las circunstancias. No me atrevo a decirle a nadie qué decisión ha de tomar, pero si reducimos el aborto a una cuestión estrictamente funcional y práctica estamos banalizando la vida, y la ciencia sin Dios conduce, el Papa Emérito lo dijo, a Auschwitz. Sin la exigencia, el rigor y la dificultad de salir al encuentro de Dios, cualquier otro deber nos parece optativo e insignificante. El problema de vivir sin absolutos no es la falta de respeto a los absolutos sino que tampoco se respetan los mandatos menores y que la vida se nos pudre en los detalles. Falta que la gente vuelva a tener miedo. No un miedo paralizante sino ese temor de Dios espiritual y fértil que nos aleja del mal y nos inspira actos creativos y buenos. «Sed perfectos como mi Padre Celestial es perfecto» (Mt 5, 48). Si España volviera a ser un país católico y se enseñara religión en las escuelas, si aprendiéramos a decir cada día un Padre Nuestro, lentamente, saboreando cada palabra, y comprendiéndola, nuestras vidas estarían igualmente sujetas al accidente y al error, a la tragedia y a la enfermedad, pero no nos acecharía este vacío aterrador, ni esta angustia, y sabríamos por qué vivimos, cuál es la misión y el sentido; también cómo nos abraza el Misterio y por qué la perfección se parece a la muerte. De esto estamos hechos y cada vez que lo negamos nos negamos. La mediocridad de nuestra era, de nuestros líderes políticos y de la gran masa extraviada tiene su origen en la tremenda arrogancia del hombre incompleto, en la renuncia a los dones que nos hacen maravillosos y nos permiten sobreponernos a la imperfección, la calamidad y las lágrimas con mucho más talento, mucho más amor y esperanza.