¿Y LA ADMINISTRACIÓN PÚBLICA? - Suprema Corte de Justicia

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¿Y LA ADMINISTRACIÓN PÚBLICA?
José Ramón Cossío D.
En nuestra Constitución se dispone que el Poder Ejecutivo Federal recae en una sola
persona denominada Presidente de los Estados Unidos Mexicanos. Se trata de un órgano
de titularidad personal. Vale la pena recordar esta disposición, pues aun cuando es común
confundir al Ejecutivo con la Administración Pública, se trata de dos instituciones distintas:
una, proveniente del voto público y depositaria de la titularidad de un poder federal; otra,
compuesta básicamente por secretarios de Estado, destinada a auxiliar al Presidente.
Por razones jurídicas, políticas y simbólicas, la atención puesta en la elección y
atribuciones del Presidente de la República ha sido y es de la mayor importancia. Hoy
mismo, de hecho, se sigue escribiendo acerca de qué hará quien ocupe la presidencia el
próximo 1° de diciembre, qué atributos tiene y debería tener, qué hará para diferenciarse
del actual Presidente, a qué le dará continuidad, etcétera. Me parece que esta tendencia
se incrementará en las próximas semanas. Parte de lo que será el “modo personal de
gobernar” de nuestro Presidente, habrá de decidirse en estos tiempos mediáticos, para
bien o para mal, con mucho de lo que se vaya construyendo en nuestro imaginario
colectivo y, con él, en el imaginario individual del nuevo titular del Ejecutivo Federal.
Lo que llama la atención en contraste con este sobre-análisis presidencialista, es el poco
análisis que se está haciendo de la Administración Pública Federal. Por análisis no
entiendo, desde luego, hacer futurismo sobre si tal o cual persona ocupará tal o cual
Secretaría, midiendo niveles de relación, trayectoria partidista u otros elementos
semejantes. Analizar lo que puede o debiera ser la Administración Pública en el próximo
sexenio, debiera ser un ejercicio distinto.
Lo primero que debe quedar claro es la importancia de la Administración misma, salvo
que quiera mantenerse la imagen infantil de un presidente que todo lo sabe, todo lo
puede y que, por ello, decide qué es lo mejor para “su” pueblo. Ni por razones
democráticas ni por capacidad funcional, nadie que ocupe el cargo de Presidente lo puede
todo. La solución que la modernidad ha construido para racionalizar el ejercicio del poder
y hacerlo eficaz, es la creación del gabinete o, como decimos aquí, de la administración
pública. Los sujetos designados para integrar este cuerpo, con independencia de las
diversas modalidades de nombramiento o remoción, ejercen competencias concretas en
los segmentos materiales en que se haya dividido la realidad (educación, salud, trabajo,
etcétera.). Los miembros del gabinete deberán, entonces, realizar una gran cantidad de
funciones, no ya como representantes o delegados del Presidente, sino como un ejercicio
propio.
La pregunta que cabe hacernos a días de la instalación del nuevo Congreso de la Unión y a
semanas de la toma de posesión del nuevo Presidente, es esta: ¿cuál es el estado de
nuestra Administración Pública Federal? Esta pregunta admite, desde luego, una gran
cantidad de interrogantes adicionales por lo que concierne a la designación de los
titulares, la división competencial por secretaría, el modelo de relaciones entre ellas, los
mecanismos de control presupuestario y normativo, entre muchos otros.
Si la administración es un instrumento para alcanzar fines tales como la educación, el
desarrollo, el empleo o la seguridad, se hace necesario alinearla con los fines que se
deseen alcanzar. Estos deben definirse clara y concisamente, fuera de la vaguedad de
posiciones generales que cualquiera pudiera expresar. Si los fines son claros, así, como
fines, resultará más factible reordenar los medios para lograrlos, no a partir de lo obvio
sino de lo que son los problemas realmente de fondo. Considero dos, normalmente poco
visibles. Uno de ellos es la revisión de lo que genéricamente se llama “facultad
reglamentaria”. No me refiero aquí a la que corresponde directamente al Presidente, pues
la misma tiene un marco constitucional más o menos claro. Aludo a la que diariamente
ejercen una enorme cantidad de funcionarios al emitir decretos, circulares, acuerdos y,
aquí sí, un largo etcétera. Saber qué norma puede emitir quién, con qué alcance, con qué
relación jerárquica respecto de otras autoridades, por ejemplo, es una tarea que debe
hacerse pronto. De la proliferación normativa llevada a cabo por la Administración sin
órdenes de relación, se han derivado muchos de los problemas de ineficiencia, inactividad
e impunidad que nos aquejan actualmente.
Otro de los temas que me parece ineludible enfrentar, es la pluralidad de órganos que
bajo diversas denominaciones proliferan hoy en día. Hay comisiones, centros, institutos y
otro largo etcétera dentro de toda la Administración. Tal proliferación ha logrado romper
la condición de unidad de mando y de jerarquía que debe darse en todo ejercicio
administrativo sin que, hay que decirlo, en muchos casos haya incorporado mayores
beneficios. Si para cada problema habrá un órgano y si para cada órgano la pretensión de
autonomía, la actuación y la responsabilidad por ésta seguirá seriamente afectada.
Reordenar la administración es más que suprimir secretarías, funcionarios o redistribuir
competencias. Es, por decirlo en una expresión de uso actual, un complejo ejercicio de
ingeniería institucional. En un país con régimen jurídico presidencial, la ordenación de la
Administración es central para la gobernabilidad y la racionalidad del poder público. Es
deseable que además de pensar en personas, en hacer futurismo y en repartir cargos, se
haga un análisis cuidadoso acerca del tipo de Administración que queremos y con la que
seremos gobernados los próximos seis años.
Ministro de la Suprema Corte de Justicia.
Profesor de derecho constitucional en el ITAM
@JRCossio
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