Discurso de Charles De Gaulle en la Conferencia de Prensa en el

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DOCUMENTOS
Discurso de Charles De Gaulle en la Conferencia de Prensa en el
Palacio del Eliseo, 4 de febrero de 1965, sobre la reforma del
Sistema Monetario Internacional*
* Charles de Gaulle, Discours et messages, tomo IV, Paris, Plon, 1970, p.330-334. Traducción de
Noemí Brenta.
A medida que los países de Europa Occidental -diezmados y quebrados por las
guerras- se recuperan, la situación relativa en la que habían quedado respecto de
otros estados parece hoy inadecuada, abusiva, e incluso peligrosa. La
constatación de esto no implica por parte de dichos países, especialmente en el
caso de Francia, una mirada hostil hacia otras naciones, en particular hacia los
Estados Unidos. El hecho de que estas naciones deseen actuar en forma
independiente en todos los ámbitos de las relaciones internacionales, procede
simplemente de la naturaleza de las cosas. Y esto es así, incluso en las relaciones
monetarias internacionales. Me refiero -¿quién no lo comprende?- al sistema
monetario que apareció a fines de la Primera Guerra Mundial, y que se estableció
luego de la Segunda. A partir de la Conferencia de Génova en 1922, este sistema
atribuyó a dos monedas, la libra y el dólar, el privilegio de ser consideradas
automáticamente equivalentes al oro, para todos los pagos internacionales, en
tanto que para las otras monedas esto no es así. Cuando la libra se devaluó en
1931 y el dólar en 1933, esa ventaja pudo verse comprometida. Pero los Estados
Unidos superaron la Gran Depresión, y luego, la Segunda Guerra Mundial arruinó
las monedas europeas y desencadenó inflación. Como casi todas las reservas de
oro del mundo se encontraban entonces en manos de los Estados Unidos,
quienes, como proveedores de todos los demás países, pudieron conservar el
valor de su propia moneda, podría parecer natural que los otros Estados
mantuvieran indistintamente oro o dólares en sus reservas cambiarias, y que los
saldos externos se pagaran a través de transferencias de crédito o de moneda
norteamericana, tanto como de metal precioso. Mucho más porque los Estados
Unidos no tenían ningún problema en pagar sus deudas en oro, si así les era
solicitado. Este sistema monetario internacional, este “patrón cambio oro”, fue
aceptado, en consecuencia, desde esa época.
Sin embargo, ese sistema hoy no parece conforme a la realidad, y, además,
presenta inconvenientes que seguramente se agravarán. Como el problema puede
considerarse serena y objetivamente –pues la coyuntura actual no presenta nada
demasiado urgente ni alarmante- hoy es el momento de hacerlo. En efecto, las
condiciones que pudieron suscitar el patrón cambio oro se modificaron. Las
monedas de Europa occidental se han restaurado, a tal punto que el total de las
reservas en oro de los Seis1 hoy equivalen a las de los Estados Unidos. Y hasta
las superarían, si los Seis decidieran transformar en metal precioso todos los
dólares que poseen. Es decir que la convención que atribuye al dólar un valor
trascendente como moneda internacional ya no reposa sobre la base inicial de la
posesión por parte de Estados Unidos de la mayor parte del oro del mundo.
Además, el hecho de que numerosos Estados acepten, por principio, dólares al
mismo título que el oro para compensar el déficit que presenta la balanza de
pagos estadounidense, lleva a los Estados Unidos a endeudarse gratuitamente
con el extranjero, en su propio beneficio. Así, ellos pagan sus deudas, al menos en
parte, con dólares que sólo tienen que emitir, en lugar de pagar totalmente con
oro, cuyo valor es real, que no se posee más que por haberlo ganado, y que no se
puede transferir a otros sin riesgo y sin sacrificio. Esta facilidad unilateral acordada
a los Estados Unidos contribuye a forjar la idea de que el dólar es un signo
monetario imparcial e internacional, mientras que en realidad es un medio de
crédito de un Estado nacional.
Evidentemente, esta situación tiene otras consecuencias. En particular, el hecho
de que los Estados Unidos no tengan que pagar en oro sus saldos negativos de
balance de pagos, siguiendo las reglas que obligan a los Estados a tomar las
medidas necesarias para remediar sus desequilibrios, le permiten mantener, año
tras año, un balance deficitario. No porque su saldo de comercio exterior sea
desfavorable, ¡al contrario! Sus exportaciones siempre superan sus importaciones.
Pero ocurre que también las salidas de dólares siempre sobrepasan a las
entradas. Dicho de otro modo, se han creado capitales en los Estados Unidos, por
medios inflacionarios, que bajo la forma de préstamos en dólares acordados a
otros Estados o a los particulares, se exportan hacia otros países. Como el
crecimiento de la circulación monetaria que resulta de esas emisiones rinde
menos que las colocaciones en el exterior del país, aparece en los Estados Unidos
una propensión creciente a invertir en el extranjero. Ello significa, para ciertos
países, una especie de expropiación. Seguramente esta práctica facilita y también
favorece, la ayuda múltiple y considerable que los Estados Unidos proveen a
numerosos países en vías de desarrollo, ayuda de la cual, en otras épocas,
nosotros mismos nos beneficiamos ampliamente.2
Pero en las actuales circunstancias cabe preguntarse hasta dónde llegaría este
problema si los Estados que detentan los dólares quisieran, tarde o temprano,
convertirlos en oro. Aunque, por otra parte, un movimiento tan general no se
produciría jamás, la cuestión es que existe un desequilibrio fundamental.
Por todas estas razones, Francia sostiene que este sistema se debe cambiar.
Dicen que ya se ha modificado, especialmente, en la Conferencia Monetaria de
Tokio. Dado el cataclismo que entrañaría una crisis en este terreno, tenemos
todas las razones para desear que se tomen a tiempo las medidas para evitarla.
Es necesario que los intercambios internacionales se establezcan, como ocurría
antes de las grandes desgracias del mundo, sobre una base monetaria
indiscutible, que no lleve la marca de ningún país en particular. ¿Cuál es esa
base? En verdad, no existe otro criterio posible más que el patrón oro. Así es, el
oro, que no cambia de naturaleza, que se puede moldear, en barras, lingotes o
monedas, que no tiene nacionalidad, que es tenido eterna y universalmente, como
el valor inalterable y fiduciario por excelencia. Por otra parte, a pesar de todo lo
que se ha podido imaginar, decir, escribir o hacer, en medio de los intensos
acontecimientos que han ocurrido, en los hechos, ninguna moneda cuenta todavía
sino por su relación directa o indirecta, real o supuesta, con el oro. Sin dudas, no
se puede soñar con imponer a cada país cómo debe gobernarse. Pero la ley
suprema, la regla de oro –cabe decirlo- que es necesario volver a poner en vigor
en las relaciones económicas internacionales, es la obligación de equilibrar, de
una zona monetaria a la otra, por entradas y salidas efectivas de metal precioso, el
balance de pagos resultante de sus intercambios.
Por cierto, el fin del patrón cambio oro, la restauración del patrón oro, las medidas
complementarias y de transición que pudieran ser indispensables, especialmente
en lo que concierne a la organización del crédito internacional a partir de esta
nueva base, deberán concertarse entre los Estados, sobre todo entre aquellos
cuya capacidad económica y financiera les confiere una responsabilidad singular.
Por otra parte, ya existen los ámbitos para llevar a cabo dichos estudios y
negociaciones.
El Fondo Monetario Internacional, instituido para asegurar, en lo posible, la
solidaridad de las monedas, ofrecería a todos los Estados un espacio apropiado
de encuentro, ya que no se trataría de perpetuar el patrón cambio oro, sino de
reemplazarlo. El Comité de los Diez, que agrupa junto a los Estados Unidos e
Inglaterra, por un lado, a Francia, Alemania, Italia, los Países Bajos y Bélgica; y
por el otro, a Japón, Suecia y Canadá, prepararían las propuestas necesarias. Y
correspondería a los seis estados que están concretando una Comunidad
económica en Europa, elaborar entre ellos, y validar hacia afuera el sistema sólido
que recomienda el buen sentido y que responde a la potencia renaciente de
nuestro Viejo Continente. Francia, por su parte, está lista para participar
activamente de la vasta reforma que se impone de hoy en más, en interés del
mundo entero.
N. del T.
En la década del sesenta comenzó a incubarse la crisis del dólar, que estalló a principios de los
setenta, echando por tierra los mecanismos establecidos en Bretton Woods, pero resguardando el
“privilegio exorbitante” de esta moneda, en términos de De Gaulle. Este discurso del presidente de
Francia expresaba también el creciente rebalanceo del poder global, donde una Europa ya
recuperada se aprestaba a reasumir un sitial de primera clase en el escenario internacional,
poniendo en cuestión la hegemonía de los Estados Unidos.
1. Se refiere a los países firmanes de los Tratados de Roma: Alemania, Bélgica, Francia, Holanda,
Italia y Luxemburgo (N. del T.)
2. Se refiere al Plan Marshall, que desde fines de 1947 contribuyó a recuperar las economías
europeas luego de la Segunda Guerra Mundial (N. del T.).
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