Capítulo 13 Wöhler y la química orgánica Biografía Friedrich Wöhler

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Isaac Asimov
Capítulo 13
Wöhler y la química orgánica
Biografía
Friedrich Wöhler, pedagogo y químico alemán, nació en Eschersheim (hoy parte de
Francfort sobre el Main) el 31 de julio de 1800 y murió en Gotinga el 23 de
septiembre de 1882. Mientras estudiaba medicina en Heidelberg se interesó por la
química y se trasladó a Estocolmo para estudiar con el químico sueco Berzelius. En
1836 fue profesor de química en la Universidad de Gotinga.
Friedrich Wöhler, nació en Eschersheim el 31 de julio de 1800 y murió en Gotinga el
23 de septiembre de 1882
Precursor en el campo de la química orgánica, Wöhler es famoso por su síntesis del
compuesto orgánico denominado urea, que no fue el primero que sintetizó ya que el
primero fue el Oxalato de Amonio, no lo reveló debido a que no sabía en ese
entonces qué nombre llevaría.
Mediante su contribución se demostró, en contra del pensamiento científico de la
época, que un producto de los procesos vitales se podía obtener en el laboratorio a
partir de materia inorgánica.
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También llevó a cabo investigaciones importantes sobre el ácido úrico y el aceite de
almendras amargas en colaboración con el químico alemán Justus von Liebig.
Aisló además dos elementos químicos: el aluminio y el berilio. Descubrió el carburo
de calcio y a partir de éste obtuvo el acetileno. También desarrolló el método para
preparar el fósforo que se sigue utilizando hoy. En 1830 determinó que el elemento
eritronio descubierto por Andrés Manuel del Río en México en 1801 y el vanadio
descubierto por Nils Gabriel Sefström en Suecia 30 años después, eran el mismo.
Escribió varios libros de texto de química orgánica e inorgánica.
***
El joven químico, alemán Friedrich Wöhler sabía en 1828 qué era exactamente lo
que le interesaba: estudiar los metales y minerales. Estas sustancias pertenecían a
un
campo,
la
química
inorgánica,
que
se
ocupaba
de
compuestos
que
supuestamente nada tenían que ver con la vida. Frente a ella estaba la química
orgánica, que estudiaba aquellas sustancias químicas que se formaban en los tejidos
de las plantas y animales vivos.
El maestro de Wöhler, el químico sueco Jöns J. Berzelius, había dividido la química
en estos dos compartimentos y afirmado que las sustancias orgánicas no podían
formarse a partir de sustancias inorgánicas en el laboratorio. Sólo podían formarse
en los tejidos vivos, porque requerían la presencia de una «fuerza vital».
El enfoque vitalista
Berzelius, como vemos, era vitalista, partidario del «vitalismo» (véase el capítulo
12). Creía que la materia viva obedecía a leyes naturales distintas de las que regían
sobre la materia inerte. Más de dos mil años antes, Hipócrates había sugerido que
las leyes que regulaban ambos tipos de materia eran las mismas. Pero la idea seguía
siendo difícil de digerir, porque los tejidos vivos eran muy complejos y sus funciones
no eran fáciles de comprender. Muchos químicos estaban por eso convencidos que
los métodos elementales del laboratorio jamás servirían para estudiar las complejas
sustancias de los organismos vivos.
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Wöhler trabajaba, como decimos, con sustancias inorgánicas, sin imaginarse para
nada que estaba a punto de revolucionar el campo de la química orgánica. Todo
comenzó con una sustancia inorgánica llamada cianato amónico, que al calentarlo se
convertía en otra sustancia. Para identificarla, Wöhler estudió sus propiedades, y
tras eliminar un factor tras otro comenzó a subir de punto su estupor.
Wöhler, no queriendo dejar nada en manos del azar, repitió una y otra vez el
experimento; el resultado era siempre el mismo. El cianato amónico, una sustancia
inorgánica, se había transformado en urea, que era un conocido compuesto
orgánico. Wöhler había hecho algo que Berzelius tenía por imposible: obtener una
sustancia orgánica a partir de otra inorgánica con sólo calentarla.
El revolucionario descubrimiento de Wöhler fue una revelación; muchos otros
químicos trataron de emularle y obtener compuestos orgánicos a partir de
inorgánicos. El químico francés Pierre E. Berthelot formó docenas de tales
compuestos en los años cincuenta del siglo pasado, al tiempo que el inglés William
H. Perkin obtenía una sustancia cuyas propiedades se parecían a las de los
compuestos orgánicos pero que no se daba en el reino de lo viviente. Y luego
siguieron miles y miles de otros compuestos orgánicos sintéticos.
Los químicos estaban ahora en condiciones de preparar compuestos que la
naturaleza sólo fabricaba en los tejidos vivos. Y además eran capaces de formar
otros, de la misma clase, que los tejidos vivos ni siquiera producían.
Todos estos hechos no lograron, sin embargo, acabar con las explicaciones vitalistas.
Podía ser que los químicos fuesen capaces de sintetizar sustancias formadas por los
tejidos vivos, replicaron los partidarios del vitalismo, pero cualitativamente era
diferente el proceso. El tejido vivo formaba esas sustancias en condiciones de suave
temperatura y a base de componentes muy delicados, mientras que los químicos
tenían que utilizar mucho calor o altas presiones o bien reactivos muy fuertes.
Ahora bien, los químicos sabían cómo provocar, a la temperatura ambiente,
reacciones que de ordinario sólo ocurrían con gran aporte de calor. El truco consistía
en utilizar un catalizador. El polvo de platino, por ejemplo, hacía que el hidrógeno
explotara en llamas al mezclarse con el aire. Sin el platino era necesario aportar
calor para iniciar la reacción.
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Catalizadores de la vida
Parecía claro, por tanto, que los tejidos vivos tenían que contener catalizadores,
pero de un tipo distinto de los que conocía hasta entonces el hombre. Los
catalizadores de los tejidos vivos eran en extremo eficientes: una porción minúscula
propiciaba una gran reacción. Y también eran harto selectivos: su presencia
facilitaba la transformación de ciertas sustancias, pero no afectaba para nada a otras
muy similares.
Por otro lado, los biocatalizadores eran muy fáciles de inactivar. El calor, las
sustancias químicas potentes o pequeñas cantidades de ciertos metales detenían su
acción, normalmente para bien del organismo.
Estos catalizadores de la vida se llamaban «fermentos», y el ejemplo más conocido
eran los que se contenían en las diminutas células de la levadura. Desde los albores
de la historia, el hombre había utilizado fermentos para obtener vino del jugo de
fruta y para fabricar pan blando y esponjoso a partir de la masa plana.
En 1752, el científico francés René A. F. de Réaumur extrajo jugos gástricos de un
halcón y demostró que eran capaces de disolver la carne. Pero ¿cómo? Porque los
jugos no eran, de suyo, materia viva.
Los químicos se encogieron de hombros. La respuesta parecía cosa de niños: había
dos clases de fermentos. Los unos actuaban fuera de las células vivas para digerir el
alimento y eran fermentos «no formes» o «desorganizados». Los otros eran
fermentos «organizados» o «formes», que sólo podían actuar dentro de las células
vivas. Los fermentos de la levadura, que descomponían los azúcares y almidones
para formar vino o hinchar el pan, eran ejemplos de fermentos formes.
Hacia mediados de la década de 1800-1810 estaba ya desacreditado el vitalismo de
viejo cuño, gracias al trabajo de Wöhler y sus sucesores. Pero en su lugar había
surgido una forma nueva de la misma idea. Los nuevos vitalistas afirmaban que los
procesos de la vida podían operarse únicamente como resultado de la acción de
fermentos organizados, que sólo se daban dentro de las células vivas. Y sostenían
que los fermentos organizados eran de suyo la «fuerza vital».
Wilhelm Kühne, otro químico alemán, insistió en 1876 en no llamar fermentos
desorganizados a los jugos digestivos. La palabra «fermento» estaba tan asociada a
la vida, que podría comunicar la falsa impresión de estar ocurriendo un proceso vivo
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fuera de las células. Kühne propuso decir que los jugos digestivos contenían
enzimas. La palabra «enzima», que proviene de otra griega que significa «en la
levadura», parecía apropiada, porque los jugos gástricos se comportaban hasta
cierto punto como los fermentos de la levadura.
El fin del vitalismo
Era preciso poner a prueba el nuevo vitalismo. Si los fermentos actuaban sólo en las
células vivas, entonces cualquier cosa que matara la célula debería destruir el
fermento. Claro que, al matar las células de levadura, dejaban de fermentar. Pero
podía ser que no hubiesen sido bien muertas. Normalmente se utilizaba con este fin
el calor o sustancias químicas potentes. ¿Podrían sustituirse por otra cosa?
Fue a Eduard Buchner, un químico alemán, a quien se le ocurrió matar las células de
levadura triturándolas con arena. Las finas y duras partículas de sílice rompían las
diminutas células y las destruían; pero los fermentos contenidos en su interior
quedaban a salvo del calor y de los productos químicos. ¿Quedarían, aun así,
destruidos?
En 1896 Buchner molió levadura y la filtró. Estudió los jugos al microscopio y se
cercioró que no quedaba ni una sola célula viva; no era más que jugo «muerto».
Luego añadió una solución de azúcar. Inmediatamente empezaron a desprenderse
burbujas de anhídrido carbónico y el azúcar se convirtió lentamente en alcohol.
Los químicos sabían ahora que el jugo «muerto» era capaz de llevar a cabo un
proceso que antes pensaban era imposible fuera de las células vivas. Esta vez el
vitalismo quedó realmente triturado. Todos los fermentos, dentro y fuera de la
célula, eran iguales. El término «enzima», que Kühne había utilizado sólo para
fermentos fuera de la célula, fue aplicado a todos los fermentos sin distinción.
Así pues, a principios del siglo XX la mayoría de los químicos habían llegado a la
conclusión que dentro de las células vivas no había fuerzas misteriosas. Todos los
procesos que tenían lugar en los tejidos eran ejecutados por medio de sustancias
químicas ordinarias, con las que se podría trabajar en tubos de ensayo si se
utilizaban métodos de laboratorio suficientemente finos.
Aislar una enzima
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Quedaba aún por determinar exactamente la composición química de las enzimas; el
problema era que éstas se hallaban presentes en trazas tan pequeñas que era casi
imposible aislarlas e identificarlas.
El
bioquímico
norteamericano James
B. Sumner mostró en 1926 el camino a
seguir. Sumner estaba trabajando con una enzima que se hallaba presente en el
jugo de judías sable trituradas. Aisló los cristales formados en el jugo y comprobó
que, en solución, producían una reacción enzimática muy activa. Cualquier cosa que
destruía la estructura molecular de los cristales, destruía también la reacción
enzimática, y además Sumner fue incapaz de separar la acción enzimática, por un
lado, y los cristales, por otro.
Finalmente llegó a la conclusión que los cristales eran la enzima buscada, la primera
que se obtenía de forma claramente visible. Pruebas ulteriores demostraron que los
cristales consistían en una proteína, la ureasa. Desde entonces se han cristalizado
en el laboratorio muchas enzimas, y todas, sin excepción, han resultado ser de
naturaleza proteica.
Una sarta de ácidos
Las proteínas tienen una estructura molecular que no encierra ya ningún misterio
hoy día. En el siglo XIX se comprobó que consistían en veinte clases diferentes de
unidades menores llamadas «aminoácidos», y el químico alemán Emil Fischer mostró
en 1907 cómo estaban encadenados entre sí los aminoácidos en la molécula de
proteína.
Después, ya en los años cincuenta y sesenta, varios químicos, entre los que destaca
el inglés Frederick Sanger, lograron descomponer moléculas de proteína y
determinar exactamente qué aminoácidos ocupaban cada lugar de la cadena. Y, por
otro lado, se consiguió también sintetizar artificialmente en el laboratorio moléculas
sencillas de proteína.
Así es como más de un siglo y medio de infatigable labor científica vino a dar la
razón a Hipócrates y a su doctrina no vitalista. Esta búsqueda de la verdad desveló
los procesos vitales de la célula y demostró que los componentes celulares son
sustancias químicas, no «fermentos» ni otras fuerzas vitalistas. Desde Wöhler a
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Sanger, los científicos han demostrado que las leyes naturales del universo
gobiernan tanto la materia viva como la inerte.
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