ENCUENTROS EN VERINES 1992 Casona de Verines. Pendueles (Asturias) LAS PALABRAS DE LA TRIBU: ESCRITURA Y HABLA Isabel Clara Simó <<Tribu>> es una palabra con connotaciones peyorativas. La tribu es una agrupación social que caracterizamos por un primitivismo salvaje y por una jerarquización interna muy fuerte, sometida a un jefe poseedor de toda la verdad. La tribu moderna es pues, con este nombre, un conjunto social del que conviene desconfiar. Constituyen una enfermedad social. Son el producto de la falta de un sistema de valores. La tribu es también, con Francis Bacon, los prejuicios sociales a que estamos sometidos. Son irracionalidades que conviene desenmascarar. La tribu moderna, especialmente en las ciudades, genera un lenguaje, que se caracterizaría de la siguiente manera: 1) Consta de un sistema de signos que responde a un código común de ámbito restringido. 2) Este lenguaje responde a dos funciones: a) La identificación mutua. b) La afirmación violenta de querer vivir frente a la sociedad. 3) Es el fruto de un aislamiento social cuando no de una marginación. El lenguaje de la tribu es un argot, y todo argot da miedo, asco o risa. De hecho, contamos con cuatro lenguas: 1) La vernácula, la materna, de origen rural. 2) La de intercambio, que es urbana. 3) La referencial, que es la lengua de la cultura. 4) La mítica, por ser el origen de la lengua vernácula o por estar ligada a los aspectos religiosos. Cuando una sociedad segrega una lengua oficial, con las correspondientes academias, impone una lengua a los cuatro niveles citados. No en vano decía Nebrija que la lengua es la compañera del imperio. Cualquier trasgresión de la lengua referencial que corresponde a grupos marginales. Todo argot es furtivo, es trasgresor, es ilegal, es subversivo. De hecho, un argot no altera la estructura gramatical de la lengua referencial, sino sólo el léxico: se realizan sustituciones o desfiguraciones, abundan las metáforas, voces arbitrariamente inventadas o de préstamo. La implantación en el grupo marginal es rápida y fulminante. El argot de nuestros jóvenes, por ejemplo, tiene sus orígenes en argots marginales de la delincuencia —molar, tronco, chungo, guay... También, en zonas de inmigración, proceden del hablar mestizo de dos lenguas mezcladas. La actitud de desconfianza es automática. Si el grupo marginal está en disposición o en vías de adaptación, puede provocar la risa, el desprecio, o bien incluso una cierta ternura como ante un residuo folklórico a extinguir. Pero si el grupo en cuestión no está en disposición de adaptarse, surge el desprecio, la desconfianza, el miedo o el asco. Sin embargo los poetas, los escritores ha utilizado a menudo el argot. En castellano, es emblemático César Vallejo; en catalán Salvat-Papasseit. Pero incluso entre los escritores se da la desconfianza, como manifestó Kafka al referirse al yiddish, el dialecto judío de la Europa oriental, que decía que es una lengua que da miedo mezclado con repugnancia. Y el mismo Walter Benjamín, al referirse al argot de los filósofos decía que es una jerga de rufianes. Ahora, sin embargo, estamos asistiendo a una época de cambios de actitud. Se está dando una aproximación de los escritores a los argots de la tribu. Mucho más entre escritores castellanos, porque los argots vigentes en Cataluña tienen escasa personalidad propia y viven de préstamos. Da la impresión que España sale de un letargo larguísimo y que se ha iniciado la época de abolir el cliché tradicional del español: hablar con solemnidad, con gravedad, con el honor en la punta de la espada. El español medio se ha vuelto desenfadado y abierto, ha abdicado de dogmatismos y ha empezado a sonreir. Los presentadores de televisión, los conferenciantes, todos los que hablan en público hacen gala de desenvoltura, pragmatismo y desechan todo tono solemne. Es entonces cuando el escritor se vuelve a los lenguajes informales y se deja impregnar de lo que antaño hubiera sido chabacanería intolerable. En esta situación, la lengua de la tribu deja de ser peligrosa y deja de ser trasgresora. Entonces los grupos marginales aceleran el proceso de transformación y el escritor queda con la sensación de estar anticuado a los pocos días de publicada su novela. Porque un argot repetido desde fuera del grupo que lo genera es un argot artificioso, ciertamente esnob. Pero, al mismo tiempo, el hecho de no sólo aceptarlos sino también compartirlos revela una solidaridad con la marginación. Toda sociedad es en sus mecanismos internos profundamente conservadora. Cualquier cosa que amenaze su equilibrio será desprestigiada, acusada y suprimida. O, si no, continuamente hostigada. El secreto del argot es, pues, necesario. Si el grupo que lo genera no es marginal, como ocurre con el lenguaje profesional, será exigible que se adapte al lenguaje de la calle, y la mayoría de los profesionales se esfuerzan en ello. Si procede de la juventud, nos preocupará por aquello del entendimiento entre generaciones, y, en el fondo clamaremos porque es fruto de pobreza lingüística o conceptual. Cuando se trata de situaciones políticas en que la razón se ha impuesto a la fuerza, cuando se trata de lenguas maltratadas o perseguidas, abogaremos por un tratamiento igualitario, pero al mismo tiempo, desconfiaremos. Por ejemplo, que los catalanes tengan derecho a usar de su lengua es una obviedad que nadie niega, pero, eso sí, que lo hagan entre ellos. Todos los conflictos lingüísticos que estamos sufriendo en estos mismos momentos tienen como causa principal el hecho de que los catalanes no se contentan con usar su lengua sino que se la imponen a los que proceden de fuera... ¡Cuanta insolencia! En el caso de Valencia se trata simplemente de evitar a toda costa la marginación política, y el mejor recurso es negar que exista allí una lengua en peligro. La diversidad, y, con ella, el mestizaje cultural, es una de las asignaturas más difíciles de aprobar. El derecho a la diferencia y el deber de aceptarla. El romper la jerarquía de una lengua referencial intocable y el aceptar, a las buenas, que es la marginación la que produce el argot, y es la intolerancia la que produce la opresión lingüística. Decía Montaigne, de quien estamos celebrando el cuarto aniversario de su muerte, que toda palabra es compartida, que pertenece al que habla y al que escucha. Es cierto que toda lengua exige un código, pero si se trata de compartir, debemos abogar por los códigos más flexibles, por los intercambios más continuos, por una cierta humildad ante el hablante y no mirarlo como un inquisidor a los herejes. Porque las palabras son importantes. Joan Vinyoli lo dice así: Cuando a veces yo pienso, mirando sin mirar, tocando sin tocar, oliendo sin oler, oyendo sin que llegue ningún sonido, quieto como piedra: ¿Es cierto que yo soy? ¿Es cierto que tú eres? ¿Es cierto que ellos son? al hacer la pregunta que se sabe en pie y de roca en los confines del silencio, ya soy, ya eres, ya son. (Trad. José Agustín Goytisolo.)