A veces me preguntan por mi padre y lo que hizo. En respuesta, yo

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A veces me preguntan por mi padre y lo que
hizo.
En respuesta, yo cuento esto para explicar
qué pasó con él.
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Mi padre fue fotógrafo. Nos llamamos igual.
Mi padre se hizo famoso en la década del ochenta porque cubría protestas y movilizaciones.
Trabajaba para una agencia inglesa de noticias.
Antes había estudiado arte en la Universidad de
Chile pero no terminó. Yo ya había nacido. Yo
era hijo de su mejor amiga del colegio, quien
quedó embarazada en una duna de Reñaca, en
un viaje escolar de fin de curso, en diciembre
de 1979. Los dos estaban borrachos y creían ser
parte de una comedia romántica escolar. Habían dado la paa, querían entrar a la universidad. Un mes después, ella quedó seleccionada
en enfermería y él en arte.
Por supuesto, todo lo que tuvo que ver con
mi nacimiento fue un desastre de proporciones. Se mudaron juntos. No tenían la más remota idea de cómo iban a sobrevivir. Sus padres los odiaban y ellos dos se odiaban entre
ellos. Mis tíos le dieron una paliza a mi padre.
Mi abuela paterna no le habló por años a mi
mamá. Ninguno de los dos tenía veinte años.
La casa a la que se fueron a vivir quedaba en
Ñuñoa, cerca de la calle Simón Bolívar. Era de
un pariente que les cobraba un arriendo simbólico. Fue el único que los ayudó. Les prestó
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la casa para que tuvieran algo de paz, algo de
tranquilidad, cosa que no fue posible porque
mi padre sufría de depresión y muchas veces
se quedaba bebiendo hasta tarde en bares o en
plazas después de la universidad. El toque de
queda no los ayudaba; muchas veces no volvía
y mi mamá pasaba la noche sola, preocupada
porque él no aparecía ni avisaba dónde estaba.
Cuando crecí, cuando pudimos hablar de estas
cosas, ella me contó cómo eran esas noches en
vela en ese caserón, que tenía un parrón terrorífico en el patio trasero, y que yo recuerdo como salido de una película expresionista, donde
cada ruido de la calle se convertía en una amenaza, en un presagio de muerte. Porque mis
padres peleaban mucho. Se gritaban y después
pasaban por semanas de silencio. No se querían o no querían ser pareja más bien. Vivían
en esa casa engañándose a sí mismos, amparados en el capricho de que podrían sobrevivir al
odio de sus respectivas familias, a lo que decían
sus amigos y la gente que no les daba ninguna
chance, porque el resto del mundo sabía algo
que ellos no querían asumir: que carecían de
cualquier clase de futuro.
Terminaron dándose cuenta. Una noche hablaron y se sinceraron. Volvieron a ser amigos.
Mi padre se fue de la casa y yo viví ahí con mi
mamá hasta que me mudé, en el último año de
universidad, a una pensión del barrio Yungay,
que me quedaba cerca del colegio donde había
empezado a trabajar como profesor. A esas alturas, mi padre llevaba viviendo en Chiloé más de
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una década y mi madre se había casado con mi
padrastro y todos, yo suponía, habíamos sobrevivido a nuestra manera.
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