DOMINGO XVIII DEL TIEMPO ORDINARIO (C) Homilía del P. Ignasi M. Fossas, prior de Montserrat 31 de julio de 2016 Ecle 1, 2: 2, 21-23; Sal 89; Col 3, 1-5.9-11; Lc 12, 13-21 Queridos hermanos y hermanas: Una de las características del ser humano es la obsesión por mejorar su conocimiento del mundo, de los demás y de sí mismo. Podríamos añadir, también, el conocimiento de Dios. El hombre se plantea el cómo y el por qué de todo. Y esta búsqueda incansable distingue la historia de la humanidad. La búsqueda del conocimiento exige poner en práctica diferentes cualidades humanas, como por ejemplo la capacidad de observación y análisis de la realidad, el razonamiento, la experimentación, la discusión, etc. Enseguida nos damos cuenta de que, a veces, los sentidos nos engañan y que nuestra percepción de la realidad es equivocada. Parece que sea el sol el que se mueve de oriente a occidente, o que el horizonte del mar es más alto que la tierra firme. Parece que alguien nos quiere ayudar, y en cambio tiene intención de robarnos. Y podríamos ir multiplicando los ejemplos. La Palabra de Dios nos enseña a percibir y medir mejor la realidad, tanto la realidad personal como la realidad que nos rodea. A primera vista puede parecer que el trabajo, el esfuerzo o la desazón, el poder, el dinero o el dominio sobre los demás, pueden asegurar la vida y la felicidad. Es decir, nos parece que todo esto forma parte de la realidad más fundamental y más determinante. Y en cambio no es así. Todo esto es en vano. ¿Dónde está, pues, el camino para descubrir la realidad auténtica? El salmo responsorial nos enseñaba que también nuestra percepción del tiempo puede estar sesgada. Todos hemos experimentado que el tiempo nos puede parecer muy corto o muy largo, que puede pasar muy deprisa o muy despacio, dependiendo de cual sea nuestro estado de ánimo, o de si hacemos algo más o menos a gusto, o de si tenemos buena salud o estamos enfermos. Para acabarlo de complicar, el tiempo no es igual para Dios que para nosotros. Mil años en tu presencia son un ayer que pasó; una vela nocturna. Incluso la vida de los hombres es nada: son como hierba que se renueva: que florece y se renueva por la mañana, y por la tarde la siegan y se seca. Por eso el salmista exclama ante Dios: Enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato. San Pablo, en la segunda lectura, nos hace dar un paso más en la búsqueda del conocimiento. Y lo hace señalando la persona de Cristo resucitado. La conversión a la fe comporta una adhesión plena a Jesucristo, y esto hace cambiar radicalmente nuestra vida. Por el bautismo morimos con Cristo y resucitamos junto con Él. Por eso nos hemos despojado del hombre viejo, con sus obras, y nos hemos revestido de la nueva condición que, mediante el conocimiento, se va renovando a imagen de su Creador. Y este conocimiento pleno se encuentra en los bienes de allá arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios. Conocer significa amar, y por eso hemos de aspirar a los bienes de arriba, no a los de la tierra. El conocimiento consiste, por tanto, en la identificación con Cristo. A medida que, por la acción del Espíritu, nos hacemos semejantes a Él avanzamos hacia el pleno conocimiento. En esto consiste la riqueza verdadera, la felicidad plena, la alegría profunda. En Cristo descubrimos la verdadera dimensión de la realidad. Él renueva nuestros sentidos, por lo que podemos captar las cosas y las personas tal como son realmente, sin engaños ni ilusiones falsas. Pedimos con el salmista que baje a nosotros la bondad del Señor y haga prósperas las obras de nuestras manos