Algunas consideraciones sobre la responsabilidad patrimonial

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RAFAEL MARTÍNEZ DE AGUIRRE ALDAZ
Juez sustituto. PAMPLONA
ALGUNAS CONSIDERACIONES
SOBRE LA RESPONSABILIDAD
PATRIMONIAL EX ARTÍCULO 1.911
DEL CÓDIGO CIVIL Y SU
ACTUACIÓN EN EL DERECHO
ADMINISTRATIVO
SUMARIO
I.
INTRODUCCIÓN
II. LA INALIENABILIDAD DEL DOMINIO PÚBLICO
1. El concepto de inalienabilidad.
2. Los bienes de dominio público.
3. La inalienabilidad como un elemento propio del dominio público.
4. La dinámica de la inalienabilidad del dominio público.
III. EL INCUMPLIMIENTO CONTRACTUAL EN LOS CONTRATOS CON LA
ADMINISTRACIÓN PÚBLICA
1. Administración pública y contrato.
2. El incumplimiento del contrato con la Administración pública.
3. La ejecución forzosa por parte de la Administración pública.
4. El incumplimiento contractual de la Administración pública.
IV. LA CONCESIÓN ADMINISTRATIVA DE DOMINIO PÚBLICO
1. Los derechos reales administrativos.
2. El artículo 1.911 del Código Civil y el concesionario de un derecho real administrativo.
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RAFAEL MARTÍNEZ DE AGUIRRE ALDAZ
I. INTRODUCCIÓN
En el ordenamiento jurídico administrativo, existen algunas disposiciones positivas
que regulan la inembargabilidad de determinados bienes y derechos. La repercusión de esta
regulación sobre la responsabilidad patrimonial contemplada en el artículo 1.911 del Código
civil es evidente, ya que impide que esos bienes y derechos, una vez declarados inembargables, puedan ser considerados integrantes de un patrimonio en cuanto objeto sobre el que se
lleva a cabo la actividad ejecutiva.
Tres aspectos se van a abordar en este momento de modo específico: en primer lugar,
la inalienabilidad del dominio público; en segundo lugar, la posible influencia del artículo
1.911 del Código civil y del principio de responsabilidad patrimonial universal en los contratos en los que intervienen las Administraciones Públicas; y, en tercer lugar, cómo se articula la concesión administrativa, de acuerdo con los dos aspectos anteriores.
II. LA INALIENABILIDAD DEL DOMINIO PÚBLICO
El estudio de la inalienabilidad del dominio público debe ser, por exigencias de la
propia naturaleza y función de este concepto, previo a cualquier referencia a la responsabilidad patrimonial. En efecto, con la inalienabilidad se produce la curiosa paradoja de que bienes que se encuentran dentro de un patrimonio –y son en sí mismos bienes o derechos perfectamente identificables e individualizables– no constituyen, en virtud de su carácter de inalienables, parte del patrimonio en cuanto objeto de responsabilidad. Son, por tanto, bienes
que no carecen por sí mismos del requisito de la patrimonialidad, pero que quedan excluidos
de un posible ejercicio coactivo de la responsabilidad, anterior a cualquier intento de ejecución –momento en el cual despliega toda su efectividad la embargabilidad– de acuerdo con
un tercer requisito (distinto de la patrimonialidad y de la embargabilidad) que también proyecta su virtualidad sobre el objeto de la responsabilidad patrimonial, globalmente considerado, excluyendo de su alcance algunos bienes y derechos: la alienabilidad (aunque puede
que sea más correcto, y así se intentará hacer, hablar de inalienabilidad). Quizá este concepto desenvuelva su influencia, siempre desde el punto de vista de la responsabilidad, de modo
más notorio en su significación jurídico-privada; es necesario, sin embargo, tratar en este
momento de él por su profunda relación con los otros dos puntos que sí son centrales al
intentar señalar la relación entre Derecho administrativo y responsabilidad.
1. El concepto de inalienabilidad
En términos generales, se entiende por inalienabilidad “aquella cualidad jurídica de
la cosa, por la cual la cosa misma no puede legítimamente pasar de la pertenencia de la persona física o jurídica que la detenta actualmente a la de otra persona”1; significa por tanto la
imposibilidad de transmisión de un bien o derecho sin pérdida de su razón jurídica.
Constituye un presupuesto esencial –la alienabilidad– y anterior, que debe concurrir en un
bien o derecho para que éste pueda ser considerado susceptible de ser objeto de una posible
actividad ejecutiva. Pienso que la piedra de toque que define o prefigura a un bien o derecho
como inalienable, es la capacidad de éste para cumplir el fin al cual se ordena por el Derecho.
De este modo, se puede decir que la determinación de la inalienabilidad es una necesidad
reconocida por el ordenamiento jurídico para respetar, conservar y mantener la propia naturaleza o función jurídica de esos bienes o derechos.
1. Giuseppe PIOLA, voz “inalienabilitá”, en Il digesto italiano, t. XIII, Utet, Torino, 1927, p. 346.
ESTUDIOS
Distingo a propósito entre naturaleza y función jurídica, ya que esta institución actúa
tanto en el terreno del Derecho privado como del público y, según se trate del primero o del
segundo suele ser relevante una u otra noción. En sentido amplio, sin entrar en disquisiciones o casos particulares, en el Derecho privado suele ser la misma naturaleza jurídica del
bien o del derecho la que exige esa particular protección en que se concreta la inalienabilidad, para conservar el sentido y fin que en el ordenamiento jurídico tiene el bien o derecho
concreto de que se trate. En el Derecho público –concretamente, en el Derecho administrativo– la inalienabilidad viene exigida por la función, por el fin funcional del bien o derecho;
como se verá más adelante, la doctrina administrativista se inclina mayoritariamente por la
necesidad de cumplir el fin de la afectación como el fundamento de la inalienabilidad del
dominio público2. De esta forma se justifica la imposibilidad de transmisión, en que se manifiesta la inalienabilidad, para bienes que, de otra forma –es decir, si no fueran de dominio
público– por su propia naturaleza jurídica no podrían dar razón suficiente para detentar en sí
el carácter de inalienables.
2. Los bienes de dominio público
Las Administraciones Públicas3 son titulares de un conjunto de bienes. Sin embargo,
el régimen jurídico por el que se rigen dichos bienes no es uniforme: las relaciones jurídicas
que se derivan de la titularidad administrativa pueden estar sometidas al Derecho privado
común o quedar reguladas por un régimen especial. De aquí la distinción entre bienes patrimoniales del Estado (los poseídos por entes públicos a título privado) y bienes de dominio
público, ya recogida en el Capítulo III del Título I del Libro segundo del Código civil, con
independencia de su acierto dogmático4. La inalienabilidad se predica de los bienes de dominio público: el artículo 132.1 de la Constitución dirá a este respecto que es un principio que
debe inspirar toda legislación positiva que regule el régimen jurídico de dichos bienes. Indica
la doctrina iusadministrativista que para que un bien sea considerado de dominio público
debe reunir en sí tres elementos5: un elemento objetivo, cuya concreción puede ser tanto
nudas porciones de suelo, como edificios, bienes muebles y bienes incorporales o inmateriales; un elemento subjetivo, según el cual la titularidad del bien debe pertenecer a una persona jurídico-pública; y un elemento teleológico que, como ya he dicho, se concreta en la
destinación directa del bien a la función publica.
2. Cfr. por todos Manuel Francisco CLAVERO AREVALO, La inalienabilidad del dominio público, Instituto
García Oviedo-Universidad de Sevilla, Sevilla, 1958, p. 45 y ss. Dice este autor: “la afectación, esto es, el destino
de unos bienes de la propiedad administrativa a un fin público, marca para la doctrina dominante el fundamento de
la inalienabilidad del dominio público. Es la afectación la que fija la iniciación de esa inalienabilidad, así como
también la desafectación es la que determina el cese de la inalienabilidad”, idem, p. 46; y poco más adelante continúa: “creemos que es, desde luego, la afectación el fundamento de la inalienabilidad del dominio público, que se
configura de esta manera, no como una indisponibilidad natural física, sino una indisponibilidad teleológica o de
destino. Física y naturalmente los bienes de dominio público podrían enajenarse; pero jurídicamente ello no puede
hacerse en función del destino de los bienes”, ibid., p. 50 (salvada la confusión en que, tal vez sin intención, incurre el autor al hablar indistintamente de inalienabilidad e indisponibilidad, términos parecidos pero no idénticos).
3. Véase el artículo 2 de la Ley de Régimen jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento
Administrativo Común. En estas líneas se hablará indistintamente de Administraciones Públicas o de Estado en sentido genérico, sin entrar a ulteriores distinciones que aquí no es necesario exponer porque no afectan al contenido.
4. Como dice José Ramón PARADA VÁZQUEZ, en realidad todo bien cuya titularidad pertenece a la Administración presenta un régimen exorbitante con respecto al Derecho común. Por esto se puede decir que las relaciones
reguladas por el Derecho privado en estos casos son mínimas, y ya dentro de los regímenes especiales es donde
hay que distinguir entre bienes de dominio privado de la Administración “a los que, pese a esa ya inapropiada
denominación, se aplica un régimen normal o básico, pero en todo caso exorbitante del régimen de la propiedad
privada y, por ello, de Derecho público (...), y los de dominio público o demaniales, dotados de un régimen de
superprotección y de utilización reglada en mayor medida”, en Derecho administrativo (bienes públicos y urbanismo), Marcial Pons, Madrid, 1988, p. 34.
5. Cfr. por todos Manuel BALLBE, “Concepto de dominio público”, en la Revista Jurídica de Cataluña, 19455, pp. 25 a 75 (especialmente las pp. 34, 44, 71 y 73); y Fernando GARRIDO FALLA, Tratado de Derecho administrativo II, 8ª ed., Tecnos, Madrid, 1987, p. 358 y ss.
Difieren estos dos autores en lo que BALLBE denomina el elemento normativo (el sometimiento de los bienes a
un régimen de Derecho público), el cual no debe ser incluido, según GARRIDO FALLA, por no ser un elemento independiente sino una consecuencia obligada (cfr., idem, p. 496).
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Determinado a grandes rasgos qué se pueda entender por dominio público6, en un primer momento se mantuvo que no cabía un auténtico derecho de propiedad del Estado sobre
los bienes de dominio público, ya que éstos pertenecerían al pueblo; la Administración sólo
ejercería una función de reglamentación del uso: una potestad de policía7. Sin embargo
–como dice GARRIDO FALLA– “tal doctrina es insuficiente para explicar el dominio público
como actualmente se concibe (...). Es evidente que el Estado tiene sobre las cosas del dominio público una serie de facultades que son típicas del derecho de propiedad, como, por
ejemplo, el hacer suyos los frutos que el bien produzca. La consideración del dominio público como una forma especial de propiedad constituye, pues, la opinión común en la doctrina
actual”8. En conclusión, se puede decir que el dominio público supone una verdadera propiedad y, por tanto, es susceptible de formar parte del patrimonio: tiene un contenido patrimonial.
3. La inalienabilidad como un elemento propio del dominio público
Sin embargo, aunque patrimonialmente considerado tiene un valor económico, el
dominio público está sustraído al libre comercio, e incluso a transmisiones coactivas como
la ejecución forzosa, en virtud de la inalienabilidad que le es propia y está taxativamente contemplada en el artículo 132.1 de la Constitución. Parte de la doctrina considera que esa imposibilidad de libre transmisión tiene su fundamento legal privado en el artículo 1.271 del
Código civil, ya que la inalienabilidad tiene como efecto la consideración del dominio público como algo extra commercium9. Pero aún sin estos apoyos legislativos positivos seguiría
siendo imposible la transmisión de bienes de dominio público puesto que, como dice
MARIENHOFF, “los bienes dominicales son inalienables e imprescriptibles. Trátase de caracteres inherentes a los bienes públicos, pertenecientes a la esencia de la dominicalidad. Tales
caracteres existen por principio, aunque la respectiva legislación los silencie’’10. Los bienes
de dominio público, por tanto, nunca podrán ser considerados objeto de una hipotética responsabilidad patrimonial puesto que, por su carácter de inalienables, están exentos de cualquier posibilidad de transmisión, ya sea libre, ya forzosa en un proceso de ejecución.
Dos son los parámetros entre los cuales la inalienabilidad despliega toda su efectividad: la afectación y la desafectación11. Pero si se considera que precisamente éstos son los
límites que indican la pertenencia de un bien o su no pertenencia al dominio público, hay que
concluir que la inalienabilidad acompaña siempre y de modo radical al dominio público, en
virtud de la afectación: “la inalienabilidad del dominio público no deriva de los sujetos u
órganos de la Administración, sino de los bienes, que no serán inalienables por su naturale-
6. No es necesario para estas páginas descender a más detalles, que llevarían a un análisis arduo y específico
de la legislación positiva administrativa para determinar en concreto qué bienes son de dominio público. Incluso
las clasificaciones generales del dominio público varían según los autores; a modo de ejemplo, Aurelio GUAITA
distinguía entre un dominio público natural y uno artificial (cfr. Derecho administrativo. Aguas, montes, minas, 2ª
ed., Civitas, Madrid, 1986, pp. 24 a 26), mientras que Sabino ALVAREZ-GENDIN habla de un dominio público
común, un dominio público especial y unas propiedades especiales dentro del concepto de dominio público (cfr. El
dominio público. Su naturaleza jurídica, Bosch, Barcelona, 1956, pp. 45 y 46). En efecto, parece difícil tarea la de
conseguir una clasificación integrada y completa del dominio público.
7. Esta postura, atribuida por HARIOU a PROUDHON, también tiene sus defensores en tiempos más modernos:
Rafael BIELSA, Derecho administrativo III, 5ª ed., Depalma, Buenos Aires, 1956, p. 388, dice: “aun cuando el
Estado los adquiera por los medios jurídicos de la adquisición de la propiedad, con sólo destinarlos al uso público
directo ya dejan de ser considerados de su patrimonio, por no ser susceptibles de propiedad ni de posesión, ni son
res nullius...los bienes del dominio público son res quae nullius esse possunt “.
8. GARRIDO FALLA, Tratado..., cit., p. 357.
En este mismo sentido, cfr. ALVAREZ-GENDIN, El dominio..., cit., pp. 16 y 41; PARADA, Derecho administrativo..., cit., p. 58 (recogiendo un argumento de HARIOU basado precisamente en la inalienabilidad y la desafectación:
parece anómalo que este expediente por sí solo permita crear un derecho de propiedad donde antes no lo había).
9. Cfr. GARRIDO FALLA, Tratado..., cit., p. 370.
10 Miguel MARIENHOFF, Tratado del dominio público, Tipográfica Editora Argentina, Buenos Aires, 1960, p.
218.
11. Cfr. CLAVERO AREVALO, La inalienabilidad.., cit., p. 90.
ESTUDIOS
za física, pero sí por su destino o afectación”12; en el mismo sentido se manifiesta GARRIDO
FALLA cuando dice que el fundamento de la inalienabilidad del dominio público “está, desde
luego, en la afectación o destino a que están vinculados los bienes de este dominio. Es la
garantía de que la utilidad que satisfacen no será traicionada”13. Es decir, la inalienabilidad
tiene como objeto los bienes del dominio público, pero su fundamento no reside tanto en la
naturaleza de dichos bienes, como principalmente en una cualidad extrínseca a éstos, cual es
su adscripción al dominio público, dogmáticamente conocida como “afectación”14.
4. La dinámica de la inalienabilidad del dominio público
Establecido el concepto y los límites de la inalienabilidad, hay que ver ahora cómo se
desenvuelve esta figura en el Derecho administrativo: su dinámica. La inalienabilidad, en el
Derecho administrativo, es un recurso jurídico mediante el cual el Derecho procura una efectiva protección de los bienes de dominio público, para que éstos puedan satisfacer el fin que
ha sido causa de su afectación. Consiste, por tanto, esta figura, en la práctica, en un medio
cualificado de protección jurídica que se dispensa a ciertos bienes para que conserven la utilidad pública a que están destinados. Dicha protección no busca sólo salvaguardar los bienes
de dominio público de posibles actuaciones ilegítimas –en cuanto desvirtuarían su finalidad–
de los particulares o administrados, sino que también se dirige a evitar esas conductas cuando provengan de la propia Administración y los funcionarios públicos15, considerada (la protección) desde un punto de vista negativo; a esto hay que añadir la vertiente positiva que también lleva consigo la protección derivada de la inalienabilidad: garantizar la función esencialmente pública que cumplen esos bienes de dominio público. Para PARADA, la aplicación
de esta institución no debe realizarse de un modo restringido, sino que “la inalienabilidad
hay, además, que entenderla en sentido amplio, como obstáculo insuperable frente a todo
tipo de disposición, tanto de la propiedad, como de todas sus virtualidades y poderes, impidiendo por ello la constitución (de modo unilateral, se entiende) de derechos reales limitados de goce sobre el dominio público”16.
Se entiende que la función de la inalienabilidad en este contexto –su meta y razón de
ser, en expresión de CLAVERO17– es impedir una hipotética separación entre ciertos bienes y
el destino público al que sirven. De esta afirmación pueden deducirse, al menos, con carácter principal, dos consecuencias. En primer lugar, que tal separación puede ser posible –e
incluso necesaria– en aquellos casos en que así lo exija el interés público, de forma que al
producirse la desafectación, ésta determina el cese del dominio público y, por ende, el cese
de la inalienabilidad. En segundo lugar, que si la inalienabilidad es la insusceptibilidad de
12. CLAVERO AREVALO, La inalienbilidad…, cit., p. 45.
13. GARRIDO FALLA, Tratado..., cit., p. 370.
14. Por esto dice MARIENHOFF: “pero la inalienabilidad y la imprescriptibilidad, si bien constituyen atributos
de los bienes dominiales, no son atributos exclusivos de ellos (...).
Lo que define un bien “público” y le imprime sus notas correlativas –entre ellas la inalienabilidad y la imprescriptibilidad– es su afección al uso público”, en Tratado del dominio público, cit., p. 219; y más adelante concluye:
“producida la desafectación, desaparece simultáneamente todo problema sobre la inalienabilidad del dominio
público” (idem, p. 230).
En este mismo sentido, dice Juan María DÍAZ FRAILE que “la inalienabilidad del demanio, más que un límite a
la capacidad o competencia de su titular, y más que una prohibición dirigida al mismo, constituye una característica que se predica del objeto y que lo excluye del trafico jurídico”, en El dominio público marítimo-terrestre. Exégesis y comentario del título primero de la Ley 22/1988, de 28 de Julio, de costas, Centro de estudios hipotecarios,
Madrid, 1989, p. 35.
Conviene recordar aquí que algunos bienes gozan de una afectación al dominio público por su propia naturaleza, como por ejemplo las playas. En estos casos afectación y naturaleza del bien están intrínsecamente unidas.
15. De hecho, el origen de la inalienabilidad se sitúa en la voluntad de los súbditos de impedir el despilfarro o
gasto desmedido de los reyes, por medio de la venta de su patrimonio, para subvenir a sus necesidades (sobre todo
bélicas). Aunque durante un breve intervalo –en la Revolución Francesa– fue suprimida esta figura para los bienes
dominiales, al poco tiempo fue recuperada a la vista de su necesidad práctica.
16. PARADA VÁZQUEZ, Derecho administrativo..., cit., p. 89. El paréntesis es mío.
17. Cfr. CLAVERO AREVALO, La inalienabilidad..., cit., p. 56.
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unos bienes –mientras sean de dominio público– para ser objeto de propiedad privada, esta
figura no es incompatible, a veces, con posibles transmisiones entre Administraciones
Públicas: “la protección que la inalienabilidad dispensa al destino de los bienes –dice
CLAVERO– es peculiar y concreta, porque protege la afección precisamente conservando la
titularidad administrativa de los bienes”18. Como el fundamento de la inalienabilidad es la
afectación y el fin de ésta es el destino de unos bienes al interés público, pasando estos bienes a formar parte del dominio público, es lógico que aquellas transmisiones de Derecho
público –es decir, entre entidades públicas– que permitan, e incluso mejoren, el destino
público de los bienes dominiales no se consideren incompatibles con la inalienabilidad ya
que, en principio, no menoscaban en modo alguno la afectación de los bienes de dominio
público.
Por todo lo visto, finalmente, la mayoría de la doctrina iusadministrativista se inclina
por que la consecuencia de la infracción de la regla de la inalienabilidad en su sentido propio, esto es, en aquellos casos en que esos bienes se transmitan inter privatos de acuerdo con
el Derecho civil, sea la nulidad absoluta o de pleno derecho19.
III. EL INCUMPLIMIENTO CONTRACTUAL EN LOS CONTRATOS CON LA
ADMINISTRACIÓN PÚBLICA
El siguiente aspecto a estudiar es el modo en que se articula la responsabilidad patrimonial, derivada de un incumplimiento contractual, cuando una de las partes es la
Administración20.
18. CLAVERO AREVALO, La inalienabilidad..., cit., p. 57. Más adelante vuelve a subrayar esta idea: “cabe proteger la afectación admitiendo la venta válida de los bienes comprometiéndose el comprador a mantener el destino
público de los bienes adquiridos. Mas tal protección resulta incompatible con la inalienabilidad que protege la
afectación de los bienes, pero de una forma específica: manteniendo la propiedad administrativa. De aquí que, aun
respetándose la afectación, pugnen con la inalienabilidad las ventas de nuda propiedad del dominio público con
retención administrativa del usufructo, la venta del pleno dominio, manteniendo el goce la Administración y, en
general, cualquier otra enajenación que implique la titularidad del bien en un particular aunque se mantenga el destino público de los bienes” (idem, pp. 67 y 68).
19. Cfr. por todos PARADA, Derecho administrativo..., cit., p. 89. Justifica este autor su postura en la falta de
objeto válido para la enajenación, al considerar los bienes del dominio público como extra commercium. La doctrina francesa se inclina por la tesis de la nulidad meramente relativa, mientras que la italiana –al igual que la española– aboga por la nulidad absoluta (Cfr., sobre estas cuestiones, CLAVERO, La inalienabilidad..., cit., p. 103 y ss.).
20. Si bien es cierto, como dice Tomás-Ramón FERNÁNDEZ, que “la afirmación de un principio general de responsabilidad del Estado y de las Administraciones Públicas ha exigido recorrer un largo camino, cuyo término
sólo ha podido vislumbrarse bien entrado el corriente siglo” (en Curso de Derecho administrativo II, 2ª ed., Civitas, Madrid, 1986, p. 322; escrito en colaboración con Eduardo GARCÍA DE ENTERRÍA), tanto la legislación como la
doctrina iusadministrativista se han ocupado con cierta extensión de la cuestión, aunque la casi totalidad de su
atención se ha centrado en la responsabilidad extracontractual o civil de la Administración. Sin ánimo exhaustivo,
pueden verse –en materia legislativa– los artículos 106-2 de la Constitución; 139 a 144 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común; el Real Decreto 429/1993, de
26 de marzo, por el que se aprueba el Reglamento de los procedimientos de las Administraciones Públicas en
materia de responsabilidad patrimonial; 120 a 123 de la Ley de Expropiación Forzosa; o el 3-b) de la Ley Reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa, por citar sólo algunos.
En la doctrina, además de los manuales ya citados, puede verse Jesús LEGUINA VILLA, La responsabilidad civil
de la Administración Publica, Tecnos, Madrid, 1970 (si bien se centra más en Italia); y el amplio estudio jurisprudencial realizado por Luis MARTÍN REBOLLO, La responsabilidad patrimonial de la Administración, Civitas,
Madrid, 1977. Una cuestión que ha suscitado una amplia discusión doctrinal, sin solución definitiva, ha sido la de
la jurisdicción en la que se ventila esta responsabilidad; puede verse CLAVERO AREVALO, “La quiebra de la pretendida unidad jurisdiccional en materia de responsabilidad patrimonial de la Administración”, Revista de Administración Publica, n° 66, pp. 87 a 123 (con amplio aparato bibliográfico), quien concluye que “es aconsejable la unidad jurisdiccional contencioso-administrativa para conocer en las demás reclamaciones de responsabilidad
extracontractual (distintas de las que se sustancien en la vía penal), aun cuando las reglas de fondo determinantes
de dicha responsabilidad sean distintas según la naturaleza de la actuación administrativa” (p. 122). En otro sentido, mantiene Jesús GONZÁLEZ PÉREZ que “si la Administración pública, cuando ocasionó el daño, actuaba como
cualquier otro sujeto de Derecho, sujeta al Derecho común, la pretensión de indemnización no podrá deducirse
ante la Jurisdicción contencioso-administrativa”, en “Responsabilidad patrimonial de la Administración Publica y
Unidad de Jurisdicción”, Revista Española de Derecho Administrativo, n° 4, p. 85.
ESTUDIOS
1.- Administración pública y contrato
Conceptualmente se distingue, en casos en los que interviene una entidad pública,
entre contratos administrativos y contratos privados de la Administración. Si bien se pueden
establecer de modo teórico algunos caracteres que ayuden a determinar cuándo se está ante
uno u otro tipo de contrato, la realidad es que en la vida práctica la línea divisoria se muestra especialmente difusa en esta materia, exigiendo en definitiva un estudio particular del
caso concreto para procurar su adscripción dogmática. Quizá haya que concluir, con TomásRamón FERNÁNDEZ, que “en el fondo no hay un contrato administrativo distinto al civil. Lo
que ocurre es que el Derecho administrativo, con objeto de resolver los problemas de sus
sujetos, adopta el contrato en cuanto institución lógico-jurídica general, y lo modula o modifica hasta convertirlo en un contrato administrativo”21, desde un punto de vista dogmático. Y
desde un enfoque eminentemente práctico de la cuestión, parece inconcusa la observación de
GARRIDO FALLA: “supuesto que se reconoce a la Administración pública capacidad jurídicoprivada, esto es, la posibilidad de figurar como sujeto activo o pasivo de relaciones jurídicas
en Derecho privado, la conclusión a la que se llega es necesariamente la de la posibilidad de
que la Administración contrate. La práctica administrativa cotidiana significa, desde luego,
un refrendo de tal posibilidad teórica”22; la actual Ley de Contratos de las Administraciones
Públicas no hace sino confirmar positivamente esta conclusión.
Como es sabido, el origen histórico de la distinción entre contratos administrativos y
contratos privados de la Administración es de carácter meramente procesal23, para determinar
si la jurisdicción que debe conocer el caso es la contencioso-administrativa o la ordinaria24: ésta
es la única particularidad –en un primer momento– del contrato administrativo, ya que tanto su
21. FERNÁNDEZ, Curso de Derecho administrativo I, 5ª ed., Civitas, Madrid, 1989, p. 49 (escrito en colaboración con Eduardo GARCÍA DE ENTERRÍA). No estoy, sin embargo, del todo conforme con lo que dice más adelante:
“el contrato administrativo viene así no ya a oponerse al contrato civil, sino a constituirse en una variedad del supraconcepto contrato, del cual sería otra variedad el propio contrato civil”. Pienso que la elaboración de un supraconcepto debe responder a una realidad. Así como del concepto responsabilidad puede hablarse en gran variedad de
sentidos y con contenidos muy distintos pero guardando todos relación con un fundamento común de hacer frente a
la propia actuación en sentido genérico, me parece que el contrato no admite tal versatilidad ni exige una construcción de Teoría General del Derecho (aunque siempre es posible, mediante un proceso de abstracción y de generalización; lo que se cuestiona es su conveniencia). El contrato es una categoría jurídica nacida en el Derecho privado y
que en éste encuentra todo su sentido; su extensión al Derecho administrativo requiere –cuando la Administración
actúa revestida de sus prerrogativas– unas notas de especialización e incluso excepcionalidad, pero para que se
pueda hablar de contrato siempre se exigirá una configuración con base en la categoría privada, ya que, en caso contrario, se corre el peligro de la total desvirtualización del concepto. Pienso que la teoría de los actos separables, en
Derecho administrativo, viene a confirmar tanto la especialidad derivada de la actuación de la Administración como
la existencia y protección –en sus líneas directrices– de la categoría jurídica de contrato.
La constante especialidad, derivada de la presencia de la Administración, que modaliza la aplicación de las
categorías jurídicas en las materias que se están tratando, viene gráficamente recogida en unas palabras de José
Luis VILLAR PALASÍ: “ambos grupos de normas (artículos 1.101 y siguientes y artículos 1.902 y siguientes) vienen
a constituir, si no regímenes absolutamente homogéneos, al menos zonas en que las series de problemas que se
estudian exigen una construcción unitaria, a partir de unos principios jurídicos idénticos, que son los imperantes
en materia de responsabilidad en la totalidad del ordenamiento. Y a la luz de esos principios hay que interpretar las
específicas normas contractuales, a través de las cuales se articula el régimen propio de la responsabilidad contractual. Esta postura, propugnada con carácter general por la doctrina, resulta especialmente aplicable al campo administrativo, donde a menudo acto y contrato son técnicas intercambiables, y ambas, medio de ejecución y concreción de la norma (principio de legalidad)”, en “El pago de intereses de demora en los contratos administrativos”,
en Estudios de Derecho Administrativo (Libro Jubilar del Consejo de Estado), Instituto de Estudios Políticos,
Madrid, 1972, pp. 154 y 155. Se aprecia aquí claramente el empleo eminentemente jurídico-técnico de la categoría
contractual en Derecho administrativo, lo cual me parece que no da pie suficiente como para pretender construir un
supraconcepto de contrato.
22. GARRIDO FALLA, Tratado de Derecho administrativo II, 9ª ed., Tecnos, Madrid, 1989, p. 35.
23. Sigo en esta exposición a GARCÍA DE ENTERRÍA y FERNÁNDEZ, Curso... I, cit., p. 654 y ss.
24. Con una nota de escepticismo, pero con gran realismo, apunta José María BOQUERA OLIVER: “comienza así
en nuestro Derecho la inacabada polémica sobre la distinción entre contratos civiles y contratos administrativos de
la Administración. A partir de los años veinte, dicha polémica se ve animada y alimentada por la gran construcción
que la jurisprudencia y doctrina francesa ofrecen de la teoría del contrato administrativo. Pero ni la jurisprudencia,
ni la doctrina de nuestros inteligentes vecinos del Norte, ni los esfuerzos propios, han conseguido formular –como
antes hemos visto– una precisa noción del contrato administrativo. Las más de las veces, la idea del contrato administrativo sólo sirve para justificar la competencia de la jurisdicción contencioso-administrativa. De este modo lo
secundario se toma por principal; el efecto por causa”, en Poder administrativo y contrato, Escuela Nacional de
Administración Pública, Madrid, 1970, p. 107.
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naturaleza como su régimen legal mantienen un carácter civil. La causa de esta distinta competencia jurisdiccional es práctica; se dirige a facilitar la rapidez en la solución, por su repercusión social, y a aprovechar el mejor conocimiento de la Administración por esos tribunales.
Poco a poco se van aplicando normas sustantivas de Derecho administrativo –fundamentalmente el privilegio de la autotutela– para dirimir los conflictos nacidos en los contratos administrativos, alentada esta postura por la Escuela de Burdeos, para la cual todo servicio público
es de naturaleza administrativa, con independencia de que la actuación de la Administración se
lleve a cabo vía acto o vía contrato. El contrato administrativo supone de suyo una desigualdad
entre las partes contratantes, puede afectar normalmente a terceros y no es ley estricta entre las
partes ya que la Administración puede variarlo –ius variandi– si así lo exigen intereses superiores. En conclusión, para esta escuela “la singularidad del contrato administrativo se vendría
a definir justamente por su extravase de los módulos contractuales privados”25. Sin embargo, la
doctrina posterior desradicaliza esta postura, apoyándose en el mismo origen de la distinción e
intentando delimitar las especialidades que provoca la presencia de la Administración como
parte contratante26. Así, se calificarán como contratos administrativos aquellos en los cuales las
particularidades surgidas de su presencia subjetiva alcanzan una intensidad tal que aconsejan
la sustanciación de los conflictos en la vía contencioso-administrativa, y en función también de
su contenido objetivo (el giro o tráfico peculiar)27.
25. GARCÍA DE ENTERRÍA y FERNÁNDEZ, Curso...I, cit., p .631.
26. “Comienza entonces (período posterior a la segunda guerra mundial) a advertirse que esas diferencias de naturaleza y esa diversidad de régimen de los contratos administrativos y de los contratos privados que se predica como
alga axiomático dista mucho de ser tan radical como se pretende, y se advierte también que este modo de entender el
problema tiene muy poco que ver con el planteamiento originario del mismo, que era un planteamiento puramente
pragmático, limitado al tema procesal”, GARCÍA DE ENTERRÍA y FERNÁNDEZ, Curso… I, cit., p. 659; el paréntesis es
mío.
27. Para Gaspar ARIÑO ORTIZ, es más conveniente el mantenimiento del contrato administrativo como categoría jurídica sustantiva. La cita, aunque larga, pienso que es necesaria porque recoge claramente el pensamiento
de este autor: “entiendo, por el contrario, que mantener la figura del «contrato administrativo» como categoría sustantiva diferenciada del contrato civil es jurídicamente lo progresivo en el sentido literal del término, esto es, supone un progreso en la consecución de un más alto grado de justicia y seguridad para el ciudadano (en nuestro caso,
el contratista) sin merma de la efectividad de un buen gobierno, que es también justicia (para la colectividad de los
ciudadanos, que pagan los impuestos y tienen derecho a recibir el mejor servicio).
La visión del Derecho administrativo como un derecho de privilegio y de prerrogativa, odioso en una sociedad
libre, es sólo una visión parcial y, por tanto, equivocada, pues si bien es cierto que éste ha sido uno de los componentes esenciales (aquel que proporciona títulos de poder, en defensa del bien público), también lo es que, en su
desarrollo moderno, el Derecho administrativo (en nuestro caso el contrato administrativo) no ha venido a imponer
nuevas cargas, sino a ofrecer nuevas garantías. Las cargas existen igualmente (y con menos garantías o sin ellas) en
los países del Common Law, donde tal tipo de contrato se supone no existe. El resultado es: mayor inseguridad,
confusión en cuanto al régimen jurídico, menor responsabilidad de la Administración.
Naturalmente, lo que ello exige es un esfuerzo de nueva construcción (de re-construcción) de la igualdad en
que todo contrato consiste, y de perfeccionamiento y agilización de todos aquellos mecanismos de garantía que
vienen a compensar los privilegios”, en La reforma de la Ley de Contratos del Estado, Unión Editorial, Madrid,
1984, pp. 49 y 50.
En contra de la doctrina sustantivadora del contrato administrativo se manifiesta GARCÍA DE ENTERRÍA,
Curso… I, cit., p. 658 y ss. Para Tomás-Ramón FERNÁNDEZ “hablar de un régimen jurídico específico de los contratos administrativos sólo es posible, en sede doctrinal, sobre la base de una serie de generalizaciones sucesivas.
Un régimen jurídico unitario para todos los contratos administrativos no ha existido nunca, ni existe tampoco en la
actualidad”, idem, p. 672.
Ultimamente, algún autor se ha definido a favor de la diferente naturaleza jurídica del contrato administrativo
y del contrato privado de la Administración con base en la teoría civil de la causa. En este sentido se ha dicho que
“la calificación de los contratos de la Administración como de naturaleza administrativa o privada obedece –como
ya hemos indicado– a la diferente valoración que puede merecer la finalidad de interés público que persigan. Y
dicha valoración la proporcionan los criterios de calificación: si el interés perseguido por el contrato se considera
especialmente relevante, el contrato será administrativo, lo que técnicamente implica la incorporación del interés
público (motivo del contrato para la Administración) a la causa del mismo; y si no es relevante, el contrato será de
naturaleza privada, sin que se produzca desde el aspecto técnico la referida incorporación del motivo a la causa.
Esta calificación se establecerá en el momento del perfeccionamieto del contrato. (…)
Cuando el contrato es privado, el interés público no se incorpora a la causa del mismo. Lo cual quiere decir que
las obligaciones y prestaciones de las partes se consideran jurídicamente equiparables, de igual valor una y otra.
Pero, cuando el contrato es administrativo, el interés público se incorpora a la causa. Lo que en el ámbito de
las obligaciones surgidas del mismo se manifiesta en una supravaloración de la prestación a realizar por el contratista, porque ella representa el interés público relevante que ha conducido a la calificación del contrato como
administrativo, frente a la de la Administración, que exclusivamente afecta al interés privado de quien contrató con
ésta como colaborador en el cumplimiento de una función pública. Las prestaciones, por tanto, son sinalagmáticas,
pero no equivalentes en cuanto a su valoración por el Derecho. Y ello, naturalmente, conduce a que el régimen
ESTUDIOS
No es, por tanto, la institución contractual la que impone esta clasificación, sino la
posición jurídica de privilegio que acompaña a la Administración en su función de servicio
público: es una determinación extracontractual, que proyecta su influencia en todos los campos en que se desenvuelve –también en el contractual– pero que afecta más al ejercicio de
los derechos que al fundamento, naturaleza o contenido de los mismos. Por eso concluye
Tomás-Ramón FERNÁNDEZ que “la calificación de un contrato de la Administración como
privado o administrativo no tiene por sí misma una trascendencia decisiva en orden a la
determinación de la regulación de fondo de unos y otros. En toda clase de contratos de la
Administración es patente la mezcla del Derecho administrativo y del Derecho privado. Hay,
pues, que estar a las reglas específicas de cada contrato, porque son esas reglas, y no una
genérica calificación del mismo como administrativo o como privado, las que definen su
concreto régimen jurídico”28.
2. El incumplimiento del contrato con la Administración pública
De todo lo expuesto se deduce que la responsabilidad derivada de un incumplimiento contractual cuando una de las partes intervinientes es la Administración, no se diferencia
en esencia y naturaleza de la responsabilidad exigible cuando el incumplimiento es de un
contrato privado. Pero, sin embargo, esta responsabilidad sí que puede verse modalizada –al
hacerse efectiva– por alguna de las especialidades que origina la presencia subjetiva de la
Administración, e incluso el contenido de servicio público, en la relación contractual29. Y
esto con independencia de que el conflicto se sustancie ante la jurisdicción ordinaria (contratos privados de la Administración) o ante la jurisdicción contencioso-administrativa (contratos administrativos), ya que es el ejercicio concreto de esa responsabilidad contractual lo
modalizado, y no su concepto.
Resulta obvio que, cuando la responsabilidad hecha efectiva con el incumplimiento
contractual es imputable al particular o administrado, la solución es la contemplada por el
Derecho privado para estos supuestos, siendo perfectamente admisible la presencia operativa del artículo 1.911 del Código civil. Y por si quedara alguna duda, el mismo ordenamiento positivo administrativo reitera y ratifica la viabilidad del principio de la responsabilidad
patrimonial universal del contratista, en el párrafo segundo del artículo 46 de la Ley de
Contratos de las Administraciones Públicas, a cuyo tenor “cuando la garantía no sea bastante para satisfacer las responsabilidades a las que está afecta, la Administración procederá al
cobro de la diferencia mediante el procedimiento administrativo de apremio, con arreglo a lo
establecido en las respectivas normas de recaudación”.
Existen, sin embargo, diferencias en el modo en que se actualiza esa responsabilidad
según proceda de un contrato privado de la Administración o de un contrato administrativo.
Si se trata de un contrato privado de la Administración, la responsabilidad se determina,
actualiza y concreta, en líneas generales, según las reglas del Derecho común –es decir, de
acuerdo con las normas procesales civiles– y se sustancia ante la jurisdicción ordinaria. Pero
si se trata de un contrato administrativo, el régimen es diferente30. En primer lugar, como ya
jurídico de cada parte en el contrato sea absolutamente distinto”; José María DE SOLAS RAFECAS, Contratos administrativos y contratos privados de la Administración, Tecnos, Madrid, 1990, pp. 30 y 33.
28. GARCÍA DE ENTERRÍA y FERNÁNDEZ, Curso... I, cit., p. 673.
29. Esto es así porque –como ya he dicho– el contrato al Derecho administrativo le interesa fundamentalmente
en cuanto técnica para la gestión o realización de intereses públicos. Sobre estas especialidades –verdaderos privilegios o prerrogativas de la Administración– derivadas de su peculiar posición jurídica general en el Estado moderno, y de su fin tutelar de los intereses públicos, puede verse ARIÑO, La reforma..., cit., pp. 95 a 98.
30. Sobre la distinción etre contratos administrativos y contratos privados celebrados por la Administraciones
Públicas, véanse los artículos 5 a 9 de la Ley de Contratos de las Administraciones Públicas. Una consecuencia
secundaria –en el sentido de que no afecta tanto a la responsabilidad en sí misma como a otros medios de garantía
y de protección del crédito, a modo de arras penales– es la pérdida de la fianza obligatoria por parte del contratista
cuando la resolución del contrato es por incumplimiento imputable a éste. Esta pérdida de la fianza no libera al
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se ha dicho, la jurisdicción competente es la contencioso-administrativa. En segundo lugar,
la Administración actúa para exigir esa responsabilidad mediante un amplio privilegio que,
en términos generales, se conoce como el principio general de la autotutela coactiva con
fines –en estos casos– de ejecución forzosa31. Es decir, la Administración puede proceder
directamente a la ejecución forzosa de las obligaciones que le son debidas, y dentro de éstas
–es obvio– cabe incluir los contratos administrativos incumplidos por los particulares.
Significa este régimen una clara excepción al principio general de igualdad ante la ley –sin
pretender ahora entrar en la cuestión de si existe o no un fundamento válido para tanto privilegio– y a la garantía que, para ambas partes, supone el proceso de ejecución32.
3. La ejecución forzosa por parte de la Administración Pública
La ejecución forzosa por parte de la Administración no conlleva, sin embargo, una
absoluta discrecionalidad de ésta en su ejercicio: existen unos requisitos para su aplicabilidad y unos principios generales que la deben informar y que se constituyen, de este
modo, en un mínimo de garantías para el contratista. Son requisitos: la existencia de un
título de ejecución, es decir, de un acto administrativo formal que impone una obligación
determinada e individualizada al particular33; en segundo lugar, la necesidad de un apercibimiento previo a la ejecución y la elección del medio de coacción más adecuado; el res-
contratista del deber de indemnizar a la Administración, es decir, de la responsabilidad por su incumplimiento (cfr.
el artículo 114.4 de la Ley de Contratos de las Administraciones Públicas).
31. Este principio está contemplado en el artículo 95 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones
Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, a cuyo tenor “las Administraciones Públicas, a través de sus
órganos competentes en cada caso, podrán proceder, previo apercibimiento, a la ejecución forzosa de los actos
administrativos, salvo en los supuestos en que se suspenda la ejecución de acuerdo con la Ley, o cuando la Constitución o la Ley exijan la intervención de los Tribunales”.
El título para poder llevar a cabo esta ejecución es el acto administrativo formal –que es el que declara el derecho– del que se desprende la obligación. Por esto los contratos administrativos exigen, para que las obligaciones
contenidas en ellos sean ejecutables directamente por la Administración, un acto administrativo de aplicación de
ese contrato. Cfr. GARCÍA DE ENTERRÍA y FERÁNDEZ, Curso... I, cit., pp. 741 y 742.
Otras manifestaciones del privilegio de la autotutela de la Administración, además de los que se recogen en el
texto, son: los inventarios y catálogos de la Administración, el deslinde directo, el reintegro posesorio y el desahucio administrativo (variedad de la más genérica compulsión sobre las personas).
Sobre este privilegio ha dicho GARRIDO FALLA que “el sistema de la prerrogativa administrativa se manifiesta
aquí con todo su vigor, marcándose netamente la diferente posición jurídica en que el Derecho coloca a la Administración y a los administrados. Mientras que un particular que quisiese hacer efectivo un derecho del que fuese
titular necesitaría, en primer lugar, obtener del Tribunal competente la declaración judicial de reconocimiento del
derecho controvertido y, en segundo lugar, acudir igualmente al Tribunal competente para que inicie el correspondiente procedimiento ejecutivo sobre el patrimonio del deudor; en cambio, la Administración pública aparece
investida de los poderes necesarios para realizar por sí misma la autotutela de su derecho y, para ello: primero,
declara por sí misma cuál es su derecho, de dónde el carácter obligatorio del acto administrativo; segundo, procede
a ejecutar por sus propios medios –y, en su caso, contra la voluntad de los obligados– lo que previamente ha declarado. Se trata de manifestaciones concretas del principio que para un extenso sector doctrinal se conoce con el
nombre de autotutela administrativa”, en Tratado..., cit., p. 462.
32. Sobre todo si se tiene en cuenta que –a diferencia de las sentencias– los actos administrativos no necesitan
ser firmes para proceder a su ejecución forzosa; a este nuevo privilegio se le denomina de ejecutoriedad inmediata,
y está recogido en el artículo 94 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común. Esta ejecutoriedad es resistente a una posible impugnación del acto en vía administrativa –artículo 111 de la misma Ley– e incluso jurisdiccional –artículo 122 de la Ley Reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa–.
Desde luego, tal privilegio no está exento de garantías –aunque a veces exija un arduo esfuerzo por parte del
contratista el llevarlas a la práctica– para el particular, y su ejercicio supone una grave responsabilidad para la
Administración, ya que la posterior anulación del acto administrativo que es el título para la ejecución conlleva la
obligación de restituir in natura (o mediante equivalente pecuniario, si no fuera posible lo primero) y resarcir los
perjuicios causados por la ejecución administrativa.
Este principio de ejecutoriedad inmediata de la autotutela coactiva de la Administración no se extiende, a diferencia de lo que en un primer momento pueda parecer según el tenor literal del articulo 95 de la Ley de Régimen
Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, a todos los actos administrativos. Sólo es aplicable a aquéllos que impongan a los administrados obligaciones (de dar, hacer, no hacer, o
soportar) y éstos se nieguen a cumplirlas. Quedan fuera de su ámbito los actos meramente declarativos, por su propia naturaleza, los actos que obligan a otra Administración distinta y no dependiente de la anterior, y los que imponen obligaciones personalísimas (las cuales no son en sí mismas coaccionables).
33. Un sector de la doctrina administrativa distingue entre ejecutividad y ejecutoriedad de los actos administrativos; aunque para estas líneas no es necesario entrar a dicha distinción, basta con señalar que por ejecutividad
se entiende eficacia del acto, y por ejecutoriedad la ejecución forzosa –si es necesaria– de dicho acto. Cfr. GARRIDO FALLA, Tratado..., cit., p. 462 en nota 19 y autores allí citados.
ESTUDIOS
peto a la regla de proporcionalidad, tanto en la elección del medio como en su concreta
aplicación es el tercer requisito; y, finalmente, la imposibilidad del empleo de este privilegio como una sanción personal, ya que su fin es únicamente la realización de la responsabilidad actualizada por el incumplimiento. Los principios que informan este privilegio
son, en primer lugar, la regulación que por ley se hace de la aplicabilidad de cada uno de
los cuatro medios de ejecución forzosa, según la naturaleza de la propia obligación incumplida; la no posibilidad de aplicar varios medios, de modo simultáneo, por una misma obligación; y, en tercer lugar, la necesidad de un procedimiento formal en el que el ejecutado
debe ser parte34.
Los medios de ejecución forzosa de que dispone la Administración vienen taxativamente establecidos en el articulo 96 de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones
Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, a cuyo tenor “1. La ejecución forzosa
por las Administraciones Públicas se efectuará, respetando siempre el principio de proporcionalidad, por los siguientes medios:
a) Apremio sobre el patrimonio.
b) Ejecución subsidiaria.
c) Multa coercitiva.
d) Compulsión sobre las personas.
2. Si fueran varios los medios de ejecución admisibles se elegira el menos restrictivo
de la libertad individual.
3. Si fuese necesario entrar en el domicilio del afectado, las Administraciones
Públicas deberán obtener el consentimiento del mismo o, en su defecto, la oportuna autorización judicial”.
La compulsión sobre las personas es el medio más radical. Está recogido en el articulo 100 de la citada Ley y sólo es aplicable a los casos de obligaciones personalísimas de
no hacer o soportar, siempre que una Ley lo autorice expresamente35. La multa coercitiva no
es una sanción personal por el incumplimiento, sino un modo de compeler a la ejecución
voluntaria por parte del contratista; debe, por tanto, respetar el principio de proporcionalidad
y ser adecuada a su fin, de acuerdo con el articulo 99 de la misma Ley. Si no existe un cumplimiento voluntario, se reconduce al apremio sobre el patrimonio. La ejecución subsidiaria
es lo mismo que la ejecución por tercera persona del Derecho privado, en cuanto a su concepto; está regulada en el artículo 98 de la referida Ley y, en definitiva, también se reconduce al apremio sobre el patrimonio.
El apremio sobre el patrimonio del ejecutado es el medio de coacción directo más
empleado de ordinario, ya que generalmente las obligaciones con la Administración son de
contenido pecuniario; también –como ya se ha indicado– es el medio de ejecución forzosa
en el que pueden desembocar cualquiera de los otros tres. Está contemplado en el articulo 97
de la Ley, que hace una remisión a “las normas reguladoras del procedimiento recaudatorio
34. Cfr. GARCÍA DE ENTERRÍA y FERNÁNDEZ, Curso… I, cit., p. 756 a 758. No estoy, sin embargo, muy de
acuerdo con la distribución de requisitos y principios. Los dos últimos requisitos parece que encontrarían mejor
formulación como principios; de igual forma, el último principio podría acomodarse sin estridencias entre los
requisitos (de forma), aunque tampoco desentona entre los principios (principio de formalidad). Como se puede
apreciar, son cuestiones de matiz que en nada alteran el contenido.
35. Por su radicalidad, se destina este medio a cuestiones de orden público y equiparables. Para GARCÍA DE
ENTERRÍA es posible su aplicación en obligaciones de hacer positivo personalísimas (Cfr. Curso... I, cit., p. 755);
sin embargo, pienso que no es posible dicho supuesto en la práctica, por la propia naturaleza de estas obligaciones,
de ahí que el mismo articulo 100 en su número 2 recoja el resarcimiento de daños y perjuicios como única solución para estos casos.
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en vía ejecutiva”36; el embargo es también el momento central de la ejecución patrimonial en
vía administrativa.
Este rápido repaso del sistema que el Derecho administrativo regula para la realización coactiva de las obligaciones incumplidas por los particulares, en el caso que aquí interesa referido a los contratos administrativos, sirve para comprobar que la responsabilidad que
se deriva del incumplimiento contractual, en sí misma considerada, no varía, aunque sí cambien los medios para actualizarla. La responsabilidad, entendida como parte esencial de la
obligación, se encuentra también presente en las obligaciones que surgen en el seno del
Derecho administrativo. Pero para una parte de éstas –las que tienen causa en un contrato
administrativo, siendo la Administración pública la parte acreedora– su ejecución reviste una
especificidad propia (con independencia de la justicia de ésta, materia a la que no se entra)
y privilegiada.
Esta observación, que es una mera constatación de facto del sistema vigente en nuestro actual Derecho administrativo, constituye una prueba más a favor de la naturaleza sustantiva de la responsabilidad como categoría jurídica dogmáticamente considerada. En efecto, si la responsabilidad fuera una institución exclusivamente procesal no cabría su exigencia, ni tampoco una ejecución forzosa puramente administrativa, puesto que al no existir un
proceso jurisdiccional, no existiría tampoco una responsabilidad como tal. Sin embargo, la
diferenciación entre responsabilidad y ejecución permite apreciar una verdadera responsabilidad que emerge en el incumplimiento de los contratos administrativos, con independencia
de que su exigencia y ejecución no se lleve a cabo ante un órgano jurisdiccional. Y, así
mismo, la consideración de la ejecución –en cuanto modo de actualizar la responsabilidad–
como una actividad privativa del Estado en el Derecho moderno, puesto que es éste quien se
arroga el monopolio de la coacción o de la fuerza, permite que la Administración –órgano
del Estado, al fin y al cabo, al igual que el Juez– tenga potestad para ejercitar ese monopolio de la coacción con independencia, como se ha dicho con anterioridad, de que se considere el otorgamiento de dicha potestad a este órgano como adecuado o no, según los principios que deben ordenar nuestro Derecho. En resumen, porque la responsabilidad es una categoría sustantiva –y no procesal– se puede exigir en toda obligación, sin necesidad de que
medie un proceso (se podría considerar que la ejecución forzosa administrativa supone un
proceso, pero eso sería diluir tanto el significado del proceso que lo haría desaparecer); y
porque la ejecución coactiva es un monopolio del Estado, éste puede ejercitarlo mediante la
Administración, que es lo que hace en el Derecho actual37.
4. El incumplimiento contractual de la Administración Pública
En el caso de que la Administración pública sea la parte que ha incumplido38, es decir,
sobre quien recae la responsabilidad por el incumplimiento, también la relación que se establece reúne algunas particularidades que hay que mencionar en este momento. En primer
lugar –como ya se ha indicado antes– la configuración del objeto de la responsabilidad viene
36. El Reglamento General de Recaudación recoge el desarrollo del apremio sobre el patrimonio en su Libro
Tercero –”Procedimiento de recaudación en vía de apremio”–, artículos 91 a 176.
37. A este respecto dice GARCÍA DE ENTERRÍA: “la Administración resulta ser así un sujeto cuya coacción es
coacción legítima, de modo que su uso no le está prohibido en la relación con los demás sujetos, con lo cual dicho
está que puede imponer por sí misma, «por propia autoridad», la ejecución forzosa de sus propio derechos y con
ello producir de manera válida una alteración de la situación posesoria, sin necesidad de recabar para todo ello el
auxilio del juez y aun, correlativamente, sin que el juez pueda interferir en su actuación (art. 103 LPA [actualmente, art. 95 de la Ley de régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo
Común]). Esta es, en síntesis, la singularísima posición sistemática que dentro del orden jurídico presenta el tema
de la coacción administrativa”, en Curso... I, cit., p. 738. La actualización legislativa es mía.
38. Sobre la responsabilidad patrimonial extracontractual de las Administraciones públicas pueden verse los
ya anteriormente citados artículos 139 y siguientes de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común.
ESTUDIOS
modalizada por la inalienabilidad que se predica de todo el dominio público: no cabe transmisión,siquiera sea forzosa, de estos bienes. En segundo término, la determinación del objeto sobre el que se va a llevar a cabo la actividad ejecutiva queda también limitada por la
característica de la inembargabilidad, que se extiende a todos los bienes y derechos de la
Administración pública, ya sean de dominio público, ya bienes patrimoniales de la
Administración. Como dice PARADA VÁZQUEZ, “la regla de la inembargabilidad es el cierre
definitivo de la protección de los bienes de la Administración y viene a demostrar que la
Administración no sólo utiliza, ofensivamente, en la defensa de sus bienes patrimoniales
facultades cuasi-judiciales, sino que esos mismos bienes están a cubierto de cualesquiera
acción judicial, acción que se acabará estrellando frente a este último privilegio de todos los
bienes y derechos de la Administración’’39.
Cualquier intento de ejecución forzosa contra la Administración en virtud de una responsabilidad contractual con independencia de que tenga su origen bien en un contrato administrativo o bien en un contrato privado de la Administración, verá abortada su eficacia tanto
por la inalienabilidad (dominio público) como por la inembargabilidad (toda la Hacienda
Pública). Significa, por tanto, este régimen una excepción al sistema general de responsabilidad por deudas tal y como viene establecido en el Código civil.
En primer lugar, no basta cualquier incumplimiento por parte de la Administración
para que el contratista pueda promover la resolución del contrato, sino que debe ser un
incumplimiento de deberes expresamente establecidos por la legislación administrativa de
contratos, según se desprende del artículo 113.10 de la Ley de Contratos de las
Administraciones Públicas40. En segundo término, hay que cuestionar la aplicabilidad del
artículo 1.911 del Código civil a los supuestos en que la Administración es deudora en un
contrato. La legislación administrativa contempla este supuesto en el Capítulo segundo del
Título primero del Texto Refundido de la Ley General Presupuestaria. En su artículo 42 reconoce la posibilidad de existencia de obligaciones económicas en contra de la Hacienda
Pública, entre otras, nacidas de negocios jurídicos. Es el artículo 44 de dicha Ley el que, después de establecer la no posibilidad de ejecutar ni de embargar ningún derecho, fondo, valor
o bien de la Hacienda Pública, indica el modo en que se realiza la responsabilidad por incumplimiento de la Administración: “3. La Autoridad administrativa encargada del cumplimiento acordará el pago en la forma y con los límites del respectivo presupuesto. Si para el pago
fuere necesario un crédito extraordinario o suplemento de crédito, deberá solicitarse de la
Cortes Generales uno u otro dentro de los tres meses siguientes al día de notificación de la
resolución judicial”. Se hace presente aquí una nueva especialidad en la relación entre responsabilidad y Derecho administrativo: el mismo órgano –la misma parte– que incumple es
la encargada de llevar a efecto la responsabilidad41.
39. PARADA VÁZQUEZ, Derecho administrativo..., cit., p. 31.
Comparto la opinión de un sector de la doctrina iusadministrativista acerca de esta protección, recogida por
este mismo autor un poco más adelante: “la inembargabilidad de todos los bienes de la Administración, incluidos
los que se sujeten al Derecho privado, se valora hoy muy negativamente por considerarse que dicho privilegio
impide la plena vigencia contra aquélla del derecho a la tutela judicial efectiva que consagra el artículo 24 de la
Constitución por impedir, en definitiva, la ejecución misma de las sentencias judiciales (FONT Y LLOVET). No
faltan por ello autores que postulan abiertamente la supresión del privilegio de la inembargabilidad para los bienes
del patrimonio privado y financiero de las Administraciones públicas y, en especial, para las cuentas de las Administraciones en el Banco de España (GARCÍA DE ENTERRÍA)”, (idem, p. 32).
40. Cfr. GARCÍA DE ENTERRÍA y FERNÁNDEZ, Curso... I, cit., p. 729 y ss.
41. El mismo artículo 44 recoge en su apartado 2 la exclusiva competencia de la Administración como órgano
que debe llevar a cabo la responsabilidad: “el cumplimiento de las resoluciones judiciales que determinen obligaciones a cargo del Estado o de sus Organismos autónomos corresponderá, exclusivamente, a la Autoridad administrativa que sea competente por razón de la materia, sin perjuicio de la posibilidad de instar, en su caso, otras modalidades de ejecución de acuerdo con la Constitución y con las Leyes”; y en el artículo 45 regula el interés de
demora si la Administración se retrasa en dicho cumplimiento.
El procedimiento para la ejecución de sentencias por parte de la Administración está, a su vez, regulado en los
artículos 103 y siguientes de la Ley Reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa.
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Volviendo a la vigencia del artículo 1.911 del Código civil para estos supuestos, hay
que decir que éste no es aplicable nunca a la Administración pública obligada y deudora, ya
que ésta nunca será insolvente. El artículo 1.911 es una garantía genérica, una protección
general del crédito para los casos en que el deudor no puede hacer frente a su obligación. Por
esto mismo la Hacienda Pública no puede verse afectada por este principio general; en efecto, puede incumplir una obligación, y ser responsable de dicho incumplimiento, pero esta
responsabilidad nunca conllevará la necesidad de una ejecución forzosa universal de su patrimonio en cuanto deudor. Se puede concluir que existe una presunción iuris et de iure de solvencia de la Administración, cuyo fundamento legal, entre otros, puede extraerse del artículo 105.3 de la Ley Reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa, de cuyo tenor
literal se desprende que la Hacienda Pública siempre puede hacer frente a deudas o condenas pecuniarias. Es decir, el incumplimiento de la Administración puede ser debido a que
ésta considere que no debe cumplir, o a que mantenga que no existe tal incumplimiento
imputable..., pero no a la falta de medios para hacer frente a una deuda (puesto que, si realmente no los hay, ya se he visto cómo la Ley arbitra un sistema para obtenerlos).
En definitiva, el incumplimiento de la Administración puede dar lugar a un cumplimiento forzoso in natura o pecuniario, pero nunca a una responsabilidad patrimonial universal, en el sentido de una ejecución sobre todo el patrimonio, de la Hacienda Publica.
Sin embargo, no faltan voces en la doctrina iusadministrativista que abogan por la
supresión de la prohibición de dictar mandamientos de ejecución o providencias de embargo contra la Hacienda Publica, y que se manifiestan a favor de que el Estado cumpla sus obligaciones incluso mediante la realización forzosa de las mismas en virtud del artículo 1.911
del Código civil; como indica Gaspar ARIÑO, “esta tesis –abolición de un injustificado privilegio subjetivo de la Hacienda– está alcanzando hoy en España una cierta unanimidad doctrinal”42.
IV. LA CONCESIÓN ADMINISTRATIVA DE DOMINIO PÚBLICO
No se pueden concluir estas líneas sobre algunos de los aspectos en los que se manifiesta la relación entre responsabilidad patrimonial universal y Derecho administrativo, sin
hacer una alusión a la concesión administrativa de dominio público.
1. Los derechos reales administrativos
La doctrina iusadministrativista no ha sido unánime a la hora de admitir la categoría
de los derechos reales administrativos, desde que HAURIOU defendiera su existencia; sin
embargo, parece que los argumentos a su favor han acabado por triunfar, y en la actualidad
la ciencia del Derecho administrativo acoge de modo pacífico este concepto43. La principal
objeción para admitir la posibilidad de los derechos reales administrativos es, en cierto sentido, un aspecto esencial de éstos, e incluso la peculiaridad que marca su especialidad res-
42. ARIÑO, La reforma..., cit., p. 163.
La fundamentación de esta postura y otros autores que se suman a la misma puede verse en id., p. 158 y ss.
Véase también lo dicho en la nota 39.
43. Sobre el origen, posterior evolución, discusión doctrinal y estado actual de la cuestión puede consultarse la
monografía de Jesús GONZÁLEZ PÉREZ, Los derechos reales administrativos, Civitas, Madrid, 1975, p. 11 y ss.
Concluye este autor que “para que pueda hablarse de derecho real administrativo es necesario que se den los
tres elementos que integran la definición, a saber: primero, que exista un auténtico derecho subjetivo; segundo, que
el derecho sea real; y tercero, que el objeto del mismo sea un bien de dominio público”, (idem, p. 29). Para GARRIDO FALLA “hay que entender que un derecho real debe calificarse de administrativo siempre que, cualquiera que
sea la naturaleza jurídica del sujeto o del objeto, presente peculiaridades respecto a su régimen jurídico que contrasten con el establecido por el Derecho civil”; en Tratado..., cit., p. 374, si bien parece una aproximación al concepto bastante ambigua.
ESTUDIOS
pecto del concepto de derecho real tal y como es conocido en el Derecho civil: el bien sobre
el que recae es un bien de dominio público, es decir, un bien sometido a un régimen jurídico especial debido a que el titular del dominio sobre el cual se establece el derecho real es
un sujeto cualificado –la Administración Publica– revestido de un régimen exorbitante respecto al del Derecho común. Por eso se ha dicho que la eficacia erga omnes propia del derecho real quiebra en estos casos frente a la Administración titular. A esta afirmación se ha
contestado que también los derechos reales administrativos son ejercitables frente a la
Administración, salvo en línea de precariedad (y entendida ésta en sentido restringido); pero
su eficacia llega más allá, de forma que su límite está en la necesidad o utilidad pública, la
cual en definitiva viene a ser el límite de todo derecho real, público o privado44.
Más enjundia tiene la consideración de que la existencia de derechos reales administrativos sobre el dominio público pueda venir negada por el carácter de inalienables que se
predica de estos bienes. Sin embargo, como se desprende de lo anteriormente expuesto, la
inalienabilidad hace referencia al comercio jurídico privado, y no al público; es decir, no es
incompatible con la posibilidad de derechos reales especiales, siempre que éstos respeten la
afectación pública propia de todo dominio público45.
Cabe, por tanto, la existencia de derechos reales administrativos.
2. La ejecución forzosa del concesionario de un derecho real administrativo
Interesa ahora ver qué consecuencias puede tener la especialidad de estos derechos
reales, cuando forman parte del patrimonio de un particular, en orden a hacer frente a una
hipotética responsabilidad patrimonial universal. Es decir, hay que estudiar si la peculiaridad
de administrativos que recae sobre algunos derechos reales, puede afectar o no al patrimonio
en cuanto objeto de responsabilidad.
El derecho real administrativo puede crearse por ley o por prescripción, pero su modo
habitual de nacimiento es típicamente administrativo: la concesión, “cuyo fundamento jurídico –dice GARRIDO FALLA– está obviamente en la disponibilidad jurídica que la Administración
tiene sobre el dominio público de que es titular’’46. Podría pensarse que, al incidir el derecho
real administrativo sobre un bien de dominio público –sustraído al comercio jurídico privado
en virtud de la inalienabilidad que le es propia– las limitaciones y prohibiciones correspondientes al dominio público se extenderían también a ese derecho real especial, precisamente
como parte de su especialidad. En contra de esto, dice GONZÁLEZ PÉREZ que “una vez que ha
nacido el derecho real administrativo, surge un nuevo bien susceptible de tráfico jurídico privado. El hecho de que el dominio público esté sustraído al tráfico jurídico ordinario no impide que los derechos reales reconocidos sobre el mismo puedan ser objeto de los negocios jurídicos típicos del Derecho civil’’47. La especialidad de la concesión de dominio público –como
prototipo de derecho real administrativo– se concreta, en este caso, en la exigencia de ciertos
requisitos de forma para la realización de actos de tráfico jurídico48.
44. Cfr. GONZÁLEZ PÉREZ, Los derechos..., cit., p. 52.
45. Sobre esto dice PARADA VÁZQUEZ que “la inalienabilidad e inembargabilidad operan solamente frente a la
privatización del dominio público y, en consecuencia, no impiden ni los supuestos de transmisibilidad o sucesión
en la titularidad del dominio público entre Entes públicos, ni la posibilidad, cuando legalmente está prevista, de
establecer derechos reales administrativos, es decir, concesiones sobre el dominio público que configuran utilizaciones o aprovechamientos privativos en favor de los particulares en los términos anteriormente referidos, ni, por
último, la transmisibilidad de estas concesiones, derechos susceptibles de tráfico jurídico y, por ello, objeto de
transmisión inter vivos y mortis causa”, en Derecho administrativo..., cit., p. 89.
46. GARRIDO FALLA, Tratado..., cit., p. 376. Cfr. también GONZÁLEZ PÉREZ, Los derechos..., cit., p. 58.
47. GONZÁLEZ PÉREZ, Los derechos..., cit., p. 63.
48. Además, la omisión de estos requisitos de forma –notificación a la Administración de la transferencia– no
es causa suficiente para provocar de modo automático la caducidad de una concesión, como ha recordado el Consejo de Estado: véase, por ejemplo el Dictamen de 7 de diciembre de 1977 (expediente número 41.251) o el de 9
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RAFAEL MARTÍNEZ DE AGUIRRE ALDAZ
Si la inalienabilidad del dominio público no alcanza a la libre transmisibilidad de los
derechos reales administrativos establecidos sobre bienes de dominio público, tampoco la
transmisión forzosa de dichos derechos reales está vinculada por la inembargabilidad de los
bienes de dominio público. Es decir, la concesión de dominio público constituye un activo
patrimonial computable en el patrimonio de su titular, de forma que también es susceptible
de ser embargada para hacer frente a una responsabilidad patrimonial universal49. Esta cuestión ha sido específicamente tratada por el Consejo de Estado, considerando este alto cuerpo que, en efecto, la concesión demanial se encuentra dentro del ámbito de actuación del artículo 1.911 del Código civil, y cabe llevar a cabo tanto la traba como la posterior transferencia de la concesión en cuestión50.
Problema distinto es determinar cuál sea el contenido de lo embargado, teniendo en
cuenta que lo que se embarga no son prima facie los bienes afectos a la concesión, sino el
derecho de concesión en sí mismo considerado. Sobre este particular dice MARTÍN OVIEDO
que “en la inmensa mayoría de las concesiones, el contenido patrimonial de este derecho está
constituido por los rendimientos que al concesionario puedan corresponder por el disfrute o
gestión de la concesión y las indemnizaciones o precios que se le reconozcan en caso de
de octubre de 1975 (expediente número 40.024); en éste último se dice que “como derecho, la concesión es transmisible por su propia naturaleza, del mismo modo que cualquier otro bien patrimonial. La Administración no
puede a consecuencia de ello denegar la transferencia de la concesión demanial”. El mismo Consejo de Estado ha
recordado que “la concesión es la figura propia y peculiar del sistema de tráfico jurídico del demanio con consecuencias inmediatas de que la propia concesión pueda volver a ser objeto de tráfico jurídico de Derecho privado,
esto es, objeto de hipoteca, compra, herencia, etc., siempre con las necesarias autorizaciones previas de la Administración para la efectividad de esta transferencia. De todos modos, la autorización administrativa en materia de
transferencias de concesiones demaniales es calificable como de simple denunciatio, es decir, una mera notificación a la Administración del titular (requisito de eficacia y no de validez), sin que ello implique una declaración de
voluntad (como acontece en las transmisiones de concesiones de servicios públicos), sino una simple declaración
de conocimiento y de cumplimiento de las condiciones legalmente exigidas de la transferencia solicitada”, en Dictamen de 1 de junio de 1978 (expediente número 41.659).
Como se deduce de lo expuesto, el tratamiento de las concesiones de servicios públicos es –por su propia
naturaleza y función– distinto que el de las concesiones de dominio público, sobre todo en lo referente a su libre
transmisibilidad. No afecta esto, sin embargo, al fondo de la cuestión que aquí se estudia; simplemente, haría más
complejo el desenlace.
49. Dice María Mercedes LAFUENTE BENACHES que “la concesión de dominio público es un negocio jurídico
de naturaleza bilateral y de carácter patrimonial (...). La patrimonialidad de la concesión de dominio público deriva
de ser ésta un valor de cambio en el mercado, de ahí que pueda enajenarse, embargarse, ejecutarse e hipotecarse”,
en La concesión de dominio público, Montecorvo, Madrid, 1988, p. 49.
Sobre el carácter de “derecho administrativo de contenido patrimonial” que tiene la concesión, se ha pronunciado el Consejo de Estado en numerosas ocasiones: véase el Dictamen de 4 de febrero de 1965 (expediente
33.630) y otros citados en éste.
50. La doctrina se recoge en el ya citado Dictamen de 4 de febrero de 1965. Pienso que la cita, aunque larga,
merece la pena ya que se expone nítidamente lo que se ha estado diciendo hasta ahora: “Estas consideraciones a
propósito de la transferencia en general de las concesiones demaniales son perfectamente aplicables al caso particular derivado del embargo de las mismas, caso que es el que, en concreto, se contempla en la presente consulta.
En este extremo, no obstante, conviene deslindar dos momentos procedimentales, que traducen otros tantos aspectos del problema. Se trata, en efecto, de separar el momento de la traba o prohibición de disponer, que constituye el
embargo, y de la posterior ejecución del mismo, con la venta pública y adjudicación consiguiente del bien embargado. El embargo en sí mismo no puede estimarse como un elemento que altere la naturaleza de la relación concesional; constituye la interdicción de la facultad de disponer que al titular del bien embargado le corresponde por
principio sobre éste. Ahora bien, al dictar la providencia de embargo, el Poder judicial no invade los límites de la
competencia administrativa, pues se limita a disponer la traba de un derecho que, según quedó dicho, tiene naturaleza real y patrimonial, quedando, por tanto, afecto a las deudas de su titular, conforme al principio general de la
responsabilidad patrimonial sentado en el artículo 1.911 del Código Civil. De otro lado, al no alterarse la titularidad concesional, tampoco queda afectada la Administración concedente por el hecho de dicho embargo.
Mayores reparos parecen ofrecer a la Administración las consecuencias del trámite de embargo; es decir, el
evento de que esa traba sea el paso primero para una subsiguiente ejecución de los bienes embargados, con la consiguiente adjudicación de la concesión trabada a favor de un particular ajeno por completo a la relación concesional. Debe observarse, sin embargo, que los reparos que este evento puedan ofrecer no han de ser distintos de los
que ofrecería el reconocimiento de que el particular puede transferir libremente, por sí, esa misma concesión,
puesto que, en el caso de la adjudicación mediante subasta, el vendedor será quien deba otorgar la escritura a favor
del comprador, si bien, cuando así no lo hiciere, será otorgada, de oficio, por el Juez (artículo 1.514 de la Ley de
Enjuiciamiento Civil), presumiéndose, pues, iuris et de iure, que el acto de disposición origen de la venta pública
ha emanado del propio vendedor-ejecutado. Por consiguiente, si la libre transferencia de las concesiones, de particular a particular, está consagrada legalmente por el artículo 103 de la Ley General de Obras Públicas, es fuerza
reconocer que, en los casos de adjudicación de la concesión ejecutada mediante publica subasta, no se excede el
supuesto contemplado por el precepto antes transcrito”.
ESTUDIOS
caducidad, reversión o rescate de aquélla. En otras palabras: el derecho de concesión es, en
su aspecto patrimonial, un derecho sobre derechos; un derecho, para los acreedores del concesionario, sobre créditos de éste y no sobre los bienes concesionales. Sólo en ciertas formas
de concesión, más bien excepcionales en nuestra actual técnica positiva, el contenido patrimonial del derecho de concesión se identifica con los bienes objeto de aquélla’’51.
51. José María MARTÍN OVIEDO, “Transferencia hipoteca, embargo y ejecución en las concesiones administrativas”, en Estudios de Derecho Administrativo (Libro Jubilar del Consejo de Estado), cit., pp. 327 y 328.
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