Francisco Rico Manrique Los discursos del gusto : notas sobre clásicos y contemporáneos Índice Prólogo -IPrimavera perpetua de la lírica europea - II La crítica de Jorge Guillén - III La sombra del tiempo - IV Paradojas de la novela -VProlegómenos a un poema de Jaime Gil de Biedma - VI Sobre un posible préstamo griego en ibérico - VII Romanticismos - VIII - Discurso contra el método. Entrevista con Daniel Fernández - IX Herrumbrosas lanzas El destino y el estilo La guerra de Juan Benet -XLa literatura de las naciones - XI Sobre si el arte es largo - XII «Persicos odi...» a Octavio Paz - XIII ¿Quién como él? - XIV La brevedad de los días - XV Un adiós a Gianfranco Contini - XVI Un par de razones para la poesía - XVII La ciudad de las almas - XVIII Elogio de Juan Manuel Rozas - XIX Los códigos de fray Luis - XX De hoy para mañana: la literatura de la libertad - XXI La mirada de Pascual Duarte - XXII El otro latín - XXIII Lógica y retórica de la locura - XXIV Tombeau de Julio Caro Baroja - XXV «Con voluntad placentera» - XXVI Última hora de la poesía española: la razón y la rima - XXVII Eugenio Asensio «In memoriam» No sólo Erasmo - XXVIII «Biblioteca Clásica» Cuestión de grados Qué leemos Al trasluz El clavo (palinodia) ¿La poesía pura? Allá películas Yo, maestro Gonçalvo... La prosa como prosa Puntos y aparte Panerotismos Lectura y crítica Géneros de edición Las cosas en su sitio El albatros Rimas humanas - XXIX La niña de la guerra - XXX Centenarios (1997-1998) - XXXI Cartas cantan - XXXII Don Juan Tenorio y el juego de la ficción - XXXIII El texto de los clásicos - XXXIV Suicidios - XXXV Pórticos «De los sos ojos tan fuertemientre llorando» «Desordenado apetito» «Lo trágico y lo cómico mezclado» «El orbe de zafir» «The Art of Wordly Wisdom» «Hablar en prosa» - XXXVI Despedida de José María Valverde - XXXVII Elogio de Mario - XXXVIII Miserias del "diseño" - XXXIX El alma de Garibay - XL La librería de Barcarrota - XLI «Decir el verso» - XLII «Ovallejo» - XLIII Quién escribía y quién no - XLIV ¡Vivan las caenas! - XLV - Del fragmento (fragmento) - XLVI Memoria y deseo - XLVII Yerros de imprenta - XLVIII Epitafio ex abrupto para C. J. C. - XLIX Notas al pie Filología y vanguardia Reflujos de la historia Con denominación de origen Los textos de la escena La literatura como conversación Peajes del clásico Renacimientos Sopa de lenguas La ficción de la realidad -LLa función del Arcipreste - LI Idea y poéticas del cuento - LII Canela pura - LIII Antiguos y modernos - LIV Sobre Otoños y otras luces - LV Javier Cercas, cosecha 1986 - LVI La novela, o las cosas de la vida - LVII Los pasos de Claudio Guillén - LVIII ¡Que salga el autor! - LIX Elogio de los tipógrafos de la Federación Socialista Madrileña - LX Acuse de recibo a Jorge Guillén Procedencias Ilustraciones [7] A Chomin, con quien tanto he reído [8] [9] Prólogo En el presente volumen reúno la mitad quizá de los textos que en los últimos veinte años he escrito para públicos en principio distintos de los especialistas a quienes normalmente se dirige mi quehacer de filólogo e historiador. Una buena parte de las piezas ahora yuxtapuestas responde a peticiones que a veces cumplí de mil amores y a veces un poco a regañadientes, sin que el ánimo con que en cada caso las acogía afectara, confío, al producto final. La otra parte es sólo culpa mía. El conjunto, por la diversidad de orígenes y de intenciones, está a medio camino entre el diario de lecturas, o el Büchertagebuch, aleatorio y caprichoso, y el diario de operaciones, testimonio de la pequeña campaña -personal, marginal y, naturalmente, fallida: como todo aquí- que en los dos decenios de marras he desplegado a favor de un cierto modo de entender y gustar la literatura. La literatura es una curiosa institución, con muchas dimensiones y muchas facetas. A mí me atrae en particular en cuanto Jano de dos caras opuestas y cuya complementariedad dista de ser diáfana. Pues por un lado la literatura se hace exigentemente desde dentro de su propio cauce y se nutre de sí misma con voracidad, dilapidando su herencia para acrecerla, estableciendo y transgrediendo sin jamás ignorar unas determinadas reglas. Pero al mismo tiempo se abre a la realidad de fuera, se deja iluminar por la vida y la ilumina como ninguna otra arte y aun ningún otro lenguaje. A su vez, el gusto, que es lo primero y lo último, punto de partida de la creación y término de la recepción, ha de moverse de continuo entre ambos polos. Por ahí quisiera encarrilar el título que le he pillado a Garcilaso: los «discursos del gusto» que en mis notas se rozan con alguna insistencia son el discurrir del texto a través de los tiempos, en el diálogo de tradición y modernidad, de clásicos y contemporáneos; y el discurrir del lector a través del texto, en la vivencia de la literatura, entre la forma y el sentido, de los orbes singulares de la palabra a los ilimitados horizontes del mundo. Esos discursos, con tantos otros anejos, no siempre 10 se pueden seguir paso a paso, porque cruzan por demasiados atajos e implican demasiados factores subjetivos. Pero yerra el medieval «de gustibus non est disputandum»: si no certezas ni recetas, sí se pueden dar razones. Pues para apreciar y comprender mejor la literatura, a menudo basta mirarla con una perspectiva histórica más abarcadora y con una atención más alerta a la experiencia real de la lectura. Probablemente sea ese doble hilo el único que engarce la fragmentariedad y rapidez de las páginas siguientes. En ellas están representados los géneros previsibles: el artículo, la reseña y la columna de suplemento o revista literaria, el ensayito, el prólogo... Pero también se encontrarán otras especies menos obvias, como tres o cuatro discursos que no ocultan su condición de tales, porque así acentúan el carácter ocasional del libro entero y porque escribirlos (y sobre todo terminarlos con el anticuado He dicho) es un ejercicio que me divierte en extremo. Ejercicio retórico asimismo, ahora en la otra orilla del genus demonstrativum, es algún tirón de orejas (§ 47), que a su vez se enmarca entre los guiños, las bromas y los caprichos excusables en un diario, siquiera vergonzante. En semejante contexto tampoco entran mal, me parece, varias cartas (de ida y vuelta, gracias a Javier Marías) y un par de billetes o envíos inicialmente privados. De las conversaciones coram populo con algunos amigos (Santos Sanz, Eduardo Mendoza, Claudio Guillén, Luis Landero, Marcos Giralt...), he reproducido una con mi querido Daniel Fernández porque me libraba de alargar este prólogo con explicaciones que ya están allí. Como en un diario de veras, los textos van en el orden cronológico en que fueron redactados, salvo cuando bajo un solo epígrafe y a continuación del primero en fecha se agrupan todos los procedentes de una sección fija (las «Notas al pie» de Babelia y las presentaciones de «Biblioteca clásica» en Qué leer) o de una colección (media docena de «Pórticos» a la Biblioteca Universal del Círculo de Lectores). He juntado igualmente los dos apuntes sobre Herrumbrosas lanzas (§ 9), que tenían destinatarios sumamente heterogéneos y que por ello pueden valer en cierta medida para evocar la cara y la cruz no sólo de la novela, sino de la figura de Juan Benet; otros dos 11 sobre el no menos añorado Eugenio Asensio (§ 27); y tres que dicen exactamente lo mismo pero en momentos y a propósitos en apariencia diversos (§ 10). Del tono general que aquí me apetecía debe dar idea la inclusión de algunos ítem aconsonantados. Creo que el verso es una óptima herramienta para destapar el lenguaje, sondear el pensamiento y buscar formulaciones adecuadas y concisas, en provechosa gimnasia intelectual, y opino que no debiera dejarse exclusivamente en las manos con frecuencia inexpertas de los poetas. Como sea, los trozos rimados se distribuyen regularmente a lo largo de la prosa, también por orden cronológico pero formando serie propia y, para acabar por el principio, rematados por el más antiguo (§ 60), que corrió manuscrito en 1974 e impreso en 1983 y 1999. En unos cuantos textos he incorporado alguna precisión o actualización bibliográfica; en otros pocos que son fragmentos de cosas más extensas he hecho ligeras suturas; no faltan dos o tres notas al pie sobrevenidas de acá o allá. Pero por lo demás no he introducido sino retoques mínimos, como echaría de ver el lector, si lo hubiere, en un discreto número de repeticiones y en varias contradicciones un tanto escandalosas (el romanticismo, así, ¿comienza a remitir, conoce un revival o nunca se ha ido?), que sin embargo no me importaría defender como justificables por los diferentes puntos de vista desde que se contemplan las mismas cuestiones. A la norma de no copiarme a la letra ni dar versiones abreviadas de asuntos que he desarrollado en libros o tocado de manera más apropiada en otros lugares son excepción principal las citas (no expresas) de cierto Tratado general de literatura (1981 y 1982) que aquí unas veces se mantiene para matizarlo, otras se enmienda o se desmiente sin paliativos, y a la postre está dispersamente reescrito en todo el libro. Una de las excusas que me pongo a mí mismo para estampar estos Discursos son los muchos maestros y buenos amigos que en ellos salen a relucir más o menos al paso, hasta formar a mis ojos un álbum de recuerdos, al frente del cual, en la dedicatoria, va, compañero del alma, Domingo Ynduráin. Debiera añadir los nombres de quienes de una manera o de otra me 12 instigaron a escribir tales o cuales notas, pero la muestra de reconocimiento podría interpretarse como una delación y prefiero que nadie vaya a pedirles responsabilidades que debo afrontar solo. Conque la mejor forma de darles gracias es conservándolos en el anonimato. En un caso, sin embargo, no puedo andarme con tapujos, porque cinco de los borrones reimpresos a continuación habían aparecido antes bajo portadas compartidas con Eduardo Arroyo, y se han mantenido ahora junto a las figuraciones que llevaban al lado en las ediciones originales. Todavía a una sexta pieza, acaso la única seria (§ 34), que se redactó por incitación suya y para un proyecto pilotado por él, Eduardo le ha buscado un par de ilustraciones en su propia pintura, en tanto yo elegía una cubierta que, amén de venirme al pelo, sugiere qué cercano siento su proyecto de artista e intelectual. Laura Fernández ha apechugado con la tarea de preparar los materiales para la imprenta, persiguiendo, en confabulación con Carolina Valcárcel, los duendes viejos de la errata y los nuevos del escáner. Como más abajo digo algo de los compadres entrañables de la literatura que son tipografía, ortotipografía (§ 44) y ecdótica1, los aficionados al género disfrutarán con el suculento gazapo llegado de dos publicaciones anteriores y no sobrevivido a los cien ojos de Laura: cítrica, por crítica. Madrid, 11 de septiembre del 2003 [13] -IPrimavera perpetua de la lírica europea Lo tems vai e ven e vire per jorns, per mes e per ans, et eu, las!, no·n sai que dire, c'ades es us mos talans. En verdad, el tiempo ha ido y venido y vuelto, por días, por meses y por años, y la lírica de Europa sigue como Bernart de Ventadorn: sin saber qué decir que para el siglo XII no hubieran ya dicho los trovadores, el propio Bernart. Es que perdura la actitud, el talante sigue vivo: «ades es us e no·s muda». La lírica moderna no pasa de ser el legado de la poesía provenzal. Ni la vena popular, ni la huella clásica, ni las veleidades de singularidad de ningún Eróstrato han alterado sustancialmente esa herencia. No en el porte, en la planta: la extensión arquetípica del poema lírico podría haber sido cualquier otra, pero resulta ser la fijada por los trovadores, entre la esparsa o el soneto y el medio centenar de versos articulados en varias estrofas. Ni tampoco en el semblante: la abrumadora mayoría de los poemas de amor frente a los poemas de otros humores no postula ninguna reciprocidad inevitable entre ciertos sentimientos y el prurito de escribir con rima y medida, sino que se limita a respetar las convenciones de la cansó provenzal. El vuelco más radical que la literatura de la Cristiandad ha conocido en un milenio -el romanticismo, digo, cuya efervescencia no sé si empieza a remitir- ha querido hacer tabla rasa de muchas cosas, pero a cambio ha confesado su estirpe y perfilado su identidad poniendo a los trovadores en el cielo del mito. Las sectas románticas más notorias han reflejado y tal vez exacerbado la multiplicidad de registros del cantaire provenzal. «Il pleut dans mon coeur comme il pleut dans la ville», la celebrada "osadía" de Verlaine, es un mero tópico trovadoresco: «L'amors qu'inz el cor me plou...», por caso, en Arnaut Daniel. El simbolismo no va más allá del trobar ric: 14 Er resplan la flors enversa pels trencans rancx e pels tertres... Donde, con álgebra cara a Mallarmé, la «flor al revés» que Raimbaut d'Aurenga ve brillar entre riscos y cerros es a un tiempo la nieve, lo contrario de la flor, y el lirio, cuyos pétalos níveos se comban hacia abajo. En las inquietantes presencias animales que reptan por los paisajes oníricos del surrealismo se escucha aún el croar de la rana de Bernart Martí, toda la noche afanada en el arenal, a la intemperie: ... rana, com s'obrei pel sablei tota nueit fors a l'aurei... El «arma» y los «gritos del combate» de la poesía con ilusiones de agitación social inventan la pólvora del viejo sirventés. Las pretensiones nihilistas de Dada están en las primeras coblas del primer trovador de producción conservada: «Farai un vers de dreit nien», sobre absolutamente nada. ¿A qué añadir más? Guilhem de Peitieu no tenía que aprender de ninguna vanguardia del Novecientos. Es tan rico el ámbito y tan prolongada la descendencia de la lírica provenzal que el mirón fácilmente se llama a engaño. Martín de Riquer le devuelve en seguida al buen camino, con una definición inequívoca y densa de implicaciones: la lírica trovadoresca es el conjunto de «las 2.542 composiciones de unos 350 poetas» «que tienen número propio en los repertorios bibliográficos de Bartsch, Pillet y Carstens y Frank»2. Hic Rhodus, hic salta. Porque esa definición no es una perogrullada nominalista: apunta perfectamente el carácter del florecimiento trovadoresco y los métodos más adecuados para apreciarlo. En gran medida, los trovadores fueron un grupo de hombres en persistente comunicación (por ejemplo: Jaufré Rudel, «outra mar», recibe un sirventés de Marcabrú, quien 15 en otro momento ataca a Alegret, probablemente juglar de Bernart de Ventadorn, etcétera), una cofradía de amigos cuyo genio artístico impuso y generalizó el modelo de poesía que a ellos les gustaba. En el principio, en los siglos XII y XIII, la observancia del tal modelo era justamente la única cuota de admisión en un club en el que las diferencias de estamento quedaban abolidas y los señores más encumbrados no dudaban en alternar con juglares o pordioseros. La precisión sobre «las 2.542 composiciones de unos 350 poetas» acota, por ende, un fenómeno social y un programa literario nítidamente dibujados. De modo paralelo, la posibilidad de referir a unos «repertorios bibliográficos» exhaustivos indica que el bien trabado corpus trovadoresco ha tenido correspondencia en un corpus de estudios no menos coherente, en una tradición crítica -la decana del romanismo- que brinda unos instrumentos indispensables para justipreciar el logro de la lírica provenzal. Los trovadores es una obra maestra tanto por el tino con que conduce al lector a los textos mismos cuanto por el lugar que le corresponde en esa ilustre tradición crítica. No se trata simplemente de una antología -introducción a cada poeta y a cada pieza, original, traducción, notas y otros complementos-, porque no es una antología el libro que recoge el quince por ciento -371 composiciones- y la aventura cabal de un movimiento literario. Los trovadores es más bien una summa: donde nada sobra, pero, en especial, nada importante falta. El más lego curioso de poesía puede disfrutar sus tres volúmenes casi línea por línea y acabar a pique de igualdad con un experto provenzalista. Porque, lisa y llanamente, el trabajo de Riquer es hoy el título primordial de la bibliografía trovadoresca, de cualquier época y en cualquier lengua. Es también una empresa a la altura del autor. Martín de Riquer ha sido siempre un aficionado, un gran aficionado, sin las anteojeras ni los compromisos del profesional. Como medievalista, ha fisgado donde le divertía y con la perspectiva que le apetecía, ajeno a toda escolástica, al margen de las modas, con una inteligencia endiablada y un sentido común que aplica en primer término a descubrir las paradojas ocultas 16 a los menos dotados. Particularmente atraído por la historia social (de la alta sociedad, en concreto), lleva años pintando un gigantesco y entretenidísimo retablo de la vida caballeresca en la baja Edad Media. A las armas, los deportes y las diversiones, la heráldica de los caballeros, ha dedicado varios millares de páginas apasionantes. Otros tantos le ha ocupado poner en claro copiosos aspectos de su literatura, en aportaciones tan capitales como la espléndida edición de Guillem de Berguedà. Los tres recios tomos de Los trovadores -ahora en nueva edición y donde aprovecha, ¿a manera de gap?, algunos materiales de una crestomatía suya de 1948- vienen a trazar un panorama completo de la que Riquer considera «poesía feudal» por excelencia: hasta el punto de que la misma noción de fin'amors se le aparece como un ingrediente más en la «situación política, jerárquica y social» del feudalismo. La atención al entramado histórico, sin embargo, no le embota el paladar ni para las más delicadas minucias de la textura verbal. En uno o en otro plano, del uno al otro, Riquer se mueve con igual agilidad y con idéntico discernimiento. Acompañarlo en su magna lectura de la poesía provenzal es una experiencia impagable. Primavera perpetua de la lírica europea, el arte de los trovadores se ha oído en España desde su nacimiento, y, junto a los inevitables ecos inconscientes, ni siquiera hoy le faltan resonancias cultivadas a sabiendas. No debiera ser ningún misterio que en más de un caso los libros de Riquer están al fondo de tales resonancias. La correcta sextina «Apología y petición» y la impecable «Albada» de Jaime Gil de Biedma, pongamos, han provocado en alguna ocasión que saliera a relucir el nombre de Ezra Pound. No estaba de más. Pero con mayor pertinencia hubieran tenido que aducirse varias publicaciones de Riquer en los años cuarenta y, en forma mediata, sus cursos universitarios del decenio siguiente. No es el menor mérito de Martín de Riquer, ni es mala invitación a la fiesta de Los trovadores. 17 - II La crítica de Jorge Guillén Un gran escritor nunca se equivoca cuando habla de literatura. Con frecuencia se ha defendido esa infalibilidad alegando que la crítica de un creador importa y es siempre últimamente justa en cuanto supone la crítica de sí mismo. La explicación no es del todo inexacta, pero sí pobre. Los tiros no van sólo por ahí. Conviene no perder de vista que la literatura no es una propiedad intrínseca a ningún género de discurso: es un canon dinámico de nombres y opiniones. Una tradición perfectamente delimitada -aunque los confines hayan variado y sigan variando con los tiempos- ha puesto sobre el tablero una serie de autores, títulos y estimaciones. En ese ámbito convencional compiten hoy Homero y el dadaísmo, el barroco y Petrarca, Housman, la novela naturalista, Issa Kobayashi, Espronceda, Strindberg e così via. Llamamos «literatura» a la larga partida que viene jugándose con tales y muchas otras piezas análogas. Puede ocurrir que alguna de ellas quede fuera del tablero más o menos duraderamente. Da igual. Si un alfil se come una torre, un peón quizá rescate a la dama. (Por ejemplo: si el romancero no tenía patente de literariedad para el Marqués de Santillana, los hombres del 98 recuperaron a Berceo). La cuestión decisiva está en que el valor de cada una de las piezas depende, en primer término, de la posición de las restantes: cuando una entra en el tablero, todas las demás cambian de sustancia y de sentido. El gran poeta reaviva irremediablemente el diálogo o el debate de clasicismo y modernidad en que consiste la literatura. Su mera presencia es un acto crítico, y el más simple verso suyo dicta una preceptiva inapelable. La mejor, la infalible obra crítica de Jorge Guillén, así, debe buscarse en su obra poética. La poesía de Guillén es una afirmación literaria de tanta entidad, que modifica, sin más, toda la trama de categorías y juicios urdida anteriormente, de forma que nos obliga a revisarla punto a punto con la perspectiva de Aire nuestro. Y, de igual modo que su influencia se 18 advierte a menudo en los contemporáneos, esa revisión nos fuerza a reconocer versos, maneras, tonos de Guillén en los textos del pasado, y ello en una medida que han alcanzado sólo escasos autores del siglo XX. ¿O de cuántos se puede repetir que son capaces de afectar a la interpretación del propio Virgilio? Pues cuando unos códices de la Eneida invocan a «hoc caeli spirabile lumen» (hemistiquio que envuelve la noción de 'respirar la luz del cielo') y otros al «spirabile numen» (una suerte de 'espíritu vital'), la decisión sobre la lectura correcta supone optar entre dos imágenes inequívocamente guillenianas de la realidad. (A don Jorge le gustó que le llamara la atención al respecto). Por si fuera poco, la dimensión crítica de la poesía de Guillén tiende a hacerse particularmente explícita. Basta abrir por la dedicatoria la versión definitiva de Cántico: A mi madre, en su cielo... el lenguaje que dice ahora con qué voluntad placentera consiento en mi vivir... Es una evocación diáfana de Jorge Manrique en las Coplas a la muerte de su padre: Y consiento en mi morir con voluntad placentera, clara y pura... El ineludible cotejo entre ambos pasajes caracteriza a Cántico, desde luego, como una singular y aun polémica fe de vida (según realza el subtítulo). Pero la evocación contiene, además, una exégesis de Manrique (prolongada en muchos lugares de Aire nuestro): invita a descubrir en las Coplas el sereno contraste de una voluntad de vida y una voluntad de muerte, donde la segunda no anula a la primera -como a veces se abulta-, sino que la subraya, en tanto que una y otra se revelan como respuestas de idéntica dignidad y nobleza a unas verdades o imperativos 19 de distinta jerarquía. Y nuestro entendimiento de Manrique no puede ya prescindir de la propuesta guilleniana. Nada de ello, sin embargo, ha de reputarse exclusivo de Guillén: está en la condición del gran escritor de cualquier género y de cualquier época. Su quehacer reordena -diría T. S. Eliot- el sistema entero de la literatura. Más peculiar y harto sintomático resulta que en el centro o, si se prefiere, en la cúspide de Aire nuestro figure el volumen bautizado Homenaje, cuya porción mayor se dedica precisamente a una reordenación de esa especie. Del Génesis a Octavio Paz, de la Odisea a Miklós Radnóti, Homenaje repasa poco menos que la historia universal de la literatura para asumirla en las coordenadas del propio Guillén (y viceversa). Los procedimientos al servicio de tal empresa son múltiples: la glosa, la paráfrasis, la traducción, el juego de los epígrafes, la etopeya, la anécdota y el epigrama, la cita, la alusión... Semejante abundancia de enfoques no hace sino resaltar que la mansión de la literatura tiene muchas moradas y se anda por muchos caminos: el hallazgo puede darse en cualquier vuelta del recorrido, y si uno lo juzga surgido al azar del vagabundeo, al final termina averiguando que estaba en la lógica inesquivable de una trayectoria. Homenaje reconstruye el riquísimo ten con ten del poeta y la literatura toda. De ese proceso de mutuo ajuste nacen iluminaciones críticas tan certeras como una de las inscritas «Al margen de Mallarmé», bajo el rótulo de «Hojas de otoño», y al recuerdo de un alejandrino inmarcesible: Tal que en sí mismo al fin la eternidad le fija, El ilustre ve un orbe diminuto que rueda. Todo lo desmenuza la atención más prolija: Datos, variantes, hojas, otoño de alameda. Valía la pena anotar las obviedades precedentes porque, ante un tema como el que se me ha pedido que toque a vuelapluma, el primer impulso podría ser no reparar sino en la prosa guilleniana. Y hay que insistir en que la suprema aportación crítica de Guillén es, lisa y llanamente, su quehacer poético. Lo cual de ningún modo significa que carezcan de relevancia 20 sus prosas más convencionalmente críticas ni que únicamente debe estimárselas por ser del poeta de quien son (aunque tampoco cabe desdeñar el dato). Bien al contrario. La profesión de Guillén fue la de catedrático de literatura, primero en la universidad de Murcia (1926-1929), luego en la de Sevilla (1931-1938)3 y, por fin, en Wellesley College (1940-1957), aparte más ocasionales etapas de docencia en otros lugares, de la Sorbona a Oxford y Montreal. Profesor ejemplar en el aula, según copiosas referencias, y admirable en su enseñanza fuera de ellas, la bibliografía de su prosa crítica se extiende desde el segundo decenio del siglo hasta las vísperas de su muerte. Dos libros, sin embargo, ofrecen lo esencial de su contribución en ese terreno: Hacia «Cántico». Escritos de los años veinte (Barcelona, Ariel, 1980) y Lenguaje y poesía (Madrid, Revista de Occidente, 1961, y reediciones en Alianza Editorial). Estoy convencido de que Hacia «Cántico» no ha tenido el eco que merecía, pero no por ello disminuye su importancia. A decir verdad, pocos testimonios más apasionantes hay de la consolidación de la modernidad literaria en España, vista desde un observatorio privilegiado y en un momento capital de la cultura europea. Porque amén de por otros trabajos aparecidos en La Pluma o La Gaceta literaria, la parte principal del volumen está constituida por los artículos que de 1921 a 1924, desde París, envió Guillén a La Libertad y El Norte de Castilla. En esas páginas, ahora recobradas, bulle con la inmediatez de la crónica un mundo ya con resonancias de mito. Como resume la compiladora del tomo, las colaboraciones de Guillén «hablaban de La consagración de la primavera, de Stravinski, de las clases magistrales que Wanda Landowska daba en la Escuela Normal de Música, del teatro experimental de La Licorne, del estreno en París de El gabinete del doctor Caligari, de la impresión causada por la teoría de la relatividad (...), de la 21 locura por el jazz, la moda del cine, la histeria provocada por el combate de boxeo entre Dempsey y Carpentier y la curiosidad macabra por el asesino más célebre de la época: Landrú». Con tan fascinante telón de fondo, y rigurosamente al día de la mejor literatura contemporánea, Guillén maduraba sus lecturas iniciales, su formación universitaria cerca de Menéndez Pidal y en la Residencia de Estudiantes, y construía unos ensayos críticos de sorprendente perspicacia. Cosmopolita sin papanatismo y castizo sin sombra de condescendencia, reflexionaba sobre Valéry, Proust, Apollinaire o Supervielle con la misma penetración que sobre Bécquer, Rubén, Valle-Inclán o JRJ. Difícilmente habría que retocar hoy ninguna de las apreciaciones expresadas en los artículos que componen Hacia «Cántico»: ni cuando condena (a Villaespesa, verbigracia), ni cuando elogia (así al siempre marginal Gabriel Miró), ni cuando se aplica a señalar vetas mal explotadas en filones como Góngora, Gracián o Flaubert. Lenguaje y poesía es libro comprensiblemente más difundido, ya desde su primera edición, en inglés, como texto de las conferencias dictadas en la cátedra Charles Eliot Norton, en la universidad de Harvard (1957-1958). Por fortuna, no hay aficionado o estudiante español que no haya saboreado esas seis preciosas lecciones sobre Berceo, Góngora, San Juan de la Cruz, Bécquer, Miró y la generación de 1927. No hace falta, pues, sino mencionarlo como dechado por todos reconocido. Pero quizá no sobre acentuar un aspecto de su logro crítico. Es proverbial el gusto de Guillén por lo concreto. «No partamos de poesía, término indefinible», se escribe ya en el prólogo. «Digamos poema, como diríamos cuadro, estatua. Todos ellos poseen una cualidad que comienza por tranquilizarnos: son objetos, y objetos que están aquí y ahora, ante nuestras manos, nuestros oídos, nuestros ojos». Enfrentado con las maravillas del poema, Guillén las contempla como a las maravillas concretas de Cántico. Vale decir como objetos que se dejan escudriñar, sobar y explicar con palabras. Las experiencias que subyacen al poema pueden muy bien ser inefables; pero el poema, sus recursos y su mérito son perfectamente descriptibles. Y Guillén los describe como 22 pocos. Sin necesidad de gorgoritos ni arrobos sentimentales, sabe dar cuenta y razón del mecanismo del poema; sabe, incluso, detenerse en la frontera en la que éste cesa tal vez de ser objeto para convertirse en aventura del lector. El secreto de esa sabiduría reside en una actitud crítica que no quiere ser ciencia ni poesía, que traduce las observaciones técnicas y las intuiciones personales al idioma de la sensatez y la verificabilidad. Una actitud que tampoco está ausente -aunque bien en otra clave- en los versos de Aire nuestro. Un Guillén crítico debe quedar fuera -como el autocrítico- de estas acotaciones de urgencia: el corresponsal y el contertulio. Don Jorge fue tan diligente autor de cartas como conversador extraordinario, y en esa doble condición prodigó una crítica vivaz, llena de cosas estupendas. Pero el dolor de su pérdida es demasiado reciente; no tengo ánimo para rememorar su crítica oral y epistolar: pone ante mí con demasiada crudeza la estampa humana del entrañable caballero, del viejo liberal, del gran señor castellano, corrido por Europa y las Indias, que se llamó Jorge Guillén. - III La sombra del tiempo Querido Carlos Pujol: (...) Al grano. La sombra del tiempo4 está muy bien, perfectamente. La anécdota central, los episodios, los obiter dicta, las facecias y las digresiones tienen la suficiente entidad para aguantarse por sí hasta que las últimas treinta páginas los anudan en un lazo de más alcance. Digamos que no se trata de símbolos -claro- ni de síntomas, sino de significados convenientes, recomendables incluso. Por ahí, Roma es el «Ancien Régime» del espíritu, 23 que se define mejor negativamente: es la no-modernidad (la literatura, la religión verdadera, la historia...). Los franceses son, pues, la modernidad. La protagonista es el autor (y ciertos lectores): no el "autor implícito" ni otra fantasía análoga, sino el autor real, biográfico, que firma. Madame está en Roma, con Roma. Pero no puede evitar ser francesa. Cuando los bárbaros entran -irremediablemente- en la ciudad, resulta que no son tan bárbaros como se presuponía -más que se temía-, que hasta tienen virtudes y, sobre todo, que son necesarios. Naturalmente, Madame no puede estar segura de quiénes son los suyos («ni siquiera sabemos ya si somos de los nuestros», he leído en alguna parte). Las querencias, las inclinaciones educadamente espontáneas del corazón han de pactar con la razón de la (otra) historia, resignarse a la realidad, que, sobre inesquivable, tampoco es tan mísera como el roce continuo con ella tiende a hacer pensar. La condescendencia para con la modernidad permite la perduración -llamada «eternidad»- de lo no moderno. Amén de lo cual, ni autor ni lectores pueden engañarse -voluntariamente- más que en parte: son franceses. Están inficionados por el veneno del relativismo: las certezas de los afectos han de quedarse en el almario; de puertas para fuera, no puede haber seguridades. Y ese liberalismo también es profundamente suyo. En suma, La sombra del tiempo habla de la nostalgia del clasicismo: habla de ella después del romanticismo -o, mejor, dentro de él- y la siente según las lecciones del romanticismo. No es del caso extender esa pauta de interpretación a otros aspectos más allá de la "historia de la cultura" convencionalmente entendida, porque, a la postre, esas dimensiones igualmente se dejan reducir -por lo menos en una exégesis pública- a "historia de la cultura". Conque me limito a añadir una observación sobre el lenguaje: el estilo quiere ser un punto desgarbado, para no ahogar el tema; no demasiado prominente ni "marcado", para hacerse perdonar la erudición, trascendencia y altura de casi todo lo demás. (...) Un gran abrazo, Paco 24 - IV Paradojas de la novela Una serie estridente de paradojas preside la historia de la novela. Durante miles de años, los hombres han apreciado, por encima de cualesquiera otras, las ficciones cuyo ámbito no está sujeto a las limitaciones y tedios de la experiencia cotidiana. Sin embargo, fue precisamente al empeñarse por someter el universo del relato a esas limitaciones y a esos tedios, bajo la efímera enseña del realismo, cuando la novela se alzó con la preeminencia que aún suele otorgársele en el campo de la literatura. El sometimiento de la ficción a las medidas de la experiencia más usual -una experiencia de trapillo, si se quiere- iba de la mano con la imposición de una quimera estupenda. La realidad se presentaba como nadie podía ni podrá asirla: la novela clásica, la novela realista del siglo XIX, la proponía, en efecto, no como percepción individual, sino como término de un inasequible conocimiento no subjetivo. Hasta entonces, las narraciones ficticias que ocasionalmente se habían gobernado según los patrones de un cierto empirismo se sabían obligadas a justificarse, mejor o peor, disfrazándose de testimonio personal: carta, memorias, crónica... La novela decimonónica se siente exenta o tiende a liberarse de parejas justificaciones, y, si no instaura de raíz, hace admisible y deseable que la orientación hacia la realidad no se anule, sino se potencie por el grado cero del narrador (porque, si el narrador se deja oír, su voz es ya un dato más, no el vehículo de la ficción propiamente dicha). Triunfa así el relato desde ninguna parte, el lenguaje teóricamente al margen de la subjetividad. Es la invención máxima, la suprema fantasía del realismo. Es, además, una treta inteligente. Puesto que los contenidos de la ficción eran homólogos a los de la experiencia, no se hacía demasiado cuesta arriba aceptar que también lo era el camino hacia unos y otros. Los lectores burgueses cayeron fácilmente en la trampa: hubo de halagarles ese designio de 25 enmendar la plana a la tradición literaria sirviéndose de instrumentos a primera vista no literarios, de los instrumentos cuyo manejo tenían ellos la certeza de controlar, confiados como estaban en la existencia de verdades sólidas y universalmente válidas. Sí, la treta era tan buena que la edad posterior no vaciló en hacerla suya. Pero se entiende que el artificio del marco, a breve plazo, se extendiera al cuadro, y que dentro de él fueran cabiendo cosas no menos extraordinarias que el prodigio de una narración sin narrador. Tampoco la vocación subjetiva del lenguaje podía tardar en rebelarse: lo admirable es que se exacerbara no tanto para exhibirse a sí misma -como siempre había tenido por costumbre- cuanto para pretenderse otra, en un delirio de objetividad heredado del Ochocientos. Por ahí, a la sombra de una epistemología nueva y a la luz de una estética distinta, el proceso de desarrollo de la novela moderna ha supuesto de hecho la recuperación de todos los modos y maneras de la narrativa predecimonónica, de todas las zonas y versiones de la realidad arrinconadas por la gran escuela realista: las selvas geométricas de la alegoría, las criaturas de la fábula y las caricaturas del fabliau, los alucinantes paisajes con figura de la visión medieval, las dimensiones de la leyenda y las coordenadas de la epopeya... Los nombres de Mann, Faulkner, Hesse, Mrs. Woolf, Unamuno, Musil, Calvino, Becket, García Márquez... dicen la profundidad y la envergadura del rescate. Pero bastaría mentar a Kafka, Proust y Joyce: los tres coinciden en devolvernos diáfanamente a modelos narrativos que parecían descartados sin remedio. Gregor Samsa no sufre una Verwandlung cualquiera, sino repite la especie de transformación y redescubre la soledad y el miedo que Lucio había sufrido en La metamorfosis de Apuleyo (y en los ancestrales cuentos milesios). A la recherche du temps perdu nos lanza, desde el título, a una búsqueda análoga a la quête arquetípica de la materia de Bretaña, y con una análoga composición en volutas, en espirales que van contorneando una verdad que también está en los orígenes. El Ulysses, en fin, al revisitar la trama de la Odisea, recobra la textura 26 verbal, la oralidad de la antigua poesía narrativa y, más decisivamente, la noción homérica del mito: a la vez discurso y maquinación, ausencia de fronteras entre palabra y ser. Con razón se ha tratado a la novela de imperialista y totalitaria. Integra a su capricho todos los géneros, recurre a todos los lenguajes, se apodera de toda la tradición... Usurpando toda la literatura, quiere usurpar toda la realidad. Es lícito preguntarse, no obstante, si esas manías de grandeza no esconden una radical inseguridad. Así lo confiesa un faux-monnayeur: «El modo en que se nos impone el mundo de las apariencias y nosotros intentamos imponer al mundo exterior nuestra interpretación peculiar constituye el drama de nuestras vidas». Será. Drama, comedia o esperpento. Pero, como fuere, la novela viene a responder a la tensión entre cada individuo y la hipótesis de todo lo demás. Las estrategias del relato -por ejemplo, las celebradas singularidades del tiempo y del espacio novelescos- ¿no son en primer término artimañas en la lucha con la vida? ¿No nacen de un afán de dominio, una necesidad de significado y una esperanza de libertad? El mundo es ancho y ajeno. Quizá más que replicándole con un mundo alternativo, la novela lo domina reduciéndolo a palabra y encerrándolo en otro, también verbal, que se ofrece acotado y ordenado, porque consiste, por principio, en la coherencia y la solidaridad significativa de todos los elementos que lo construyen en el lenguaje. El lector es libre de asentir a ese nuevo mundo de palabra; pero, si asiente, entonces, con una doble ilusión de libertad para elegir la vida, queda invitado a postularlo como parte de otro universo que él elabora y puebla ya por sí solo. Llegados a tal punto, lector y autor, personajes, objetos, situaciones del uno y del otro, apariencias e interpretaciones, todos quedan prendidos en el mismo giro de la ficción, en el claroscuro de la realidad y el deseo. La última, múltiple instancia de la ficción que la novela crea ¿pertenecerá, pues, al lector tanto como al autor? El éxito de público incita a pensar que sí. El género forjado para mostrar 27 las cosas expresa y directamente ¿supondrá más bien el triunfo de la elipsis? La estimación crítica continúa inclinándonos a la afirmativa. La indefinición formal, la falta de normas y, en consecuencia, la dificultad de valoración son precios que paga la novela por su riqueza y por su veracidad. Pero la preceptiva de la elipsis -la capacidad de movilizar factores no manifiestos en la estricta literalidad- apenas tolera dudas: en ella están algunos de los mejores ardides y logros del arte de narrar. Sin elipsis, claro, no hay novela. Cualquier dato de cualquier especie de realidad incluye infinitos componentes, matices y perspectivas: la gracia está en elegir uno que suponga a los demás e implique toda la jerarquía de mundos -no subjetivo, verbal, mental- propia de la ficción. Una trama, a su vez, es un sistema de elipsis: tácita o menos tácitamente, va apuntando direcciones y posibilidades, suscitando expectativas, luego las concreta o no, las satisface o las defrauda, pero, como sea, les confiere un nuevo sentido en relación con el zigzag de trayectorias que ha imaginado el interés del lector. La elipsis conduce la fabulación, la estructura, el placer de la novela... Sin embargo, las gentes educadas le aplauden en particular las astucias no obligatorias. Valga evocar dos o tres. La gran página de Madame Bovary es una escena de amor no descrita: el deambular de un fiacre por Rouen, los nombres de calles, plazas, iglesias («rue Maladrerie, rue Dinanderie, devant Saint-Romain, Saint-Vivien, Saint-Maclou...»), los cambios en la velocidad del vehículo (al trote, al galope, al paso), la impaciencia del cochero o, cuando mucho, una orden («Continuez!») que sale de las cortinillas echadas cuentan cabalmente la entrega de Emma a León. El relato elíptico genera con destreza diabólica el espejismo de un conocimiento de la ficción idéntico a la experiencia habitual, con sus límites, sus incertidumbres y, al cabo, su poder de convicción. Por alarde de maestría del escritor, por identificación con los protagonistas, por sugerencia al lector (la autenticidad de algunas cosas sólo puede apreciarse con una transposición imaginativa), por delicadeza o por juego, la novela de la elipsis no pinta, sino traza contornos; en vez de retratar, esboza fondos que recortan siluetas; no desmenuza la 28 intriga: deslinda el lugar en blanco en que la intriga sucede. O bien sigue al personaje hasta los bordes mismos del silencio, calla con el personaje y deja que el silencio hable por el personaje y por el autor (porque «para poder callar», sentía Dasein, «se necesita tener algo que decir»); únicamente la elipsis escribe de veras el silencio. Los hallazgos de planteo y de técnica, en efecto, van anejos a la poética de la elipsis con una admirable frecuencia. Así, la novela muy nutrida de episodios y peripecias gana en mérito cuando se la descubre obediente a un diseño de economía y funcionalidad. Pero igualmente es la elipsis quien puede proyectar una acción vertiginosa como contraluz de una narración cuya superficie quizá parezca escasa en incidencias. Pauta de interpretación al tiempo que margen de libertad, ella nos exhorta a llenar los huecos del texto y a contemplar unos elementos con el enfoque de otros, para realzarnos las armonías del mundo; o nos los revela como caos, empujándonos a buscar vínculos que la obra acaba por no brindarnos; o, todavía, entreteje dimensiones implícitas de cuanto aflora al relato, y nos predica la realidad como símbolo... Como símbolo, también, se ha mencionado aquí la elipsis: símbolo de la condición o el destino de la novela, arbitrada para ir más allá de sí misma, para insinuar el desasosiego de un pertinaz empeño de alteridad. La novela ha sido sobre todo impulso, tendencia. El siglo XIX sabía de sobras hacia dónde (no en balde acuñó juntas las nociones de «realismo» y «novela»): hacia la realidad entera y verdadera, que al fin se rendía sin condiciones. El siglo pasado -el siglo XX- perseveró en la ambición, pero sin confianza en la victoria: bastante suponía entablar el combate, aludir lo que no podía enunciarse, echar a andar. «La novela es un espejo a lo largo del camino». Sólo que los modernos creyeron que era más bien el camino a lo largo de un espejo. 29 -V- Prolegómenos a un poema de Jaime Gil de Biedma5 Jaime ha contado en alguna parte que «De aquí a la eternidad» (1960), octava pieza de Moralidades (1966), tiene por argumento o anécdota una llegada al viejo aeropuerto de Barajas y la salida en automóvil hacia Madrid. No vamos nosotros a meternos en demasiadas honduras y a explicar por qué el itinerario desde el aeródromo a la ciudad podría entenderse como una metáfora del fatigoso conflicto entre el deseo y la realidad, abordado a partir de ciertas reciprocidades o incidencias mutuas entre los tiempos, los lugares y las personas del yo. Hoy nos interesan menos el tema y el alcance del poema que el factor más decisivo en su desarrollo y estructura: el ritmo de reducción y expansión, de abbreviatio y amplificatio, o, digamos -para mayor claridad-, de sístole y diástole. Para subrayarlo, no nos dolerá practicar la denostada herejía de la paráfrasis, ni permitirnos un excurso quizá no sin curiosidad. «Lo primero» que experimenta el protagonista del poema, al poner pie en tierra, es un «ensanchamiento / de la respiración» adjetivado de «casi angustioso». Pero angustia, literalmente, vale 'angostura, estrechez, constricción', física o de otra índole. El mismo arranque, pues, sugiere y en cierto modo materializa como pauta del poema una alternancia de dilatación y contracción que se advierte en diversos órdenes de cosas. Porque ese «ensanchamiento... angustioso» del pecho se acompaña de un ensanchamiento de horizontes y de perspectivas temporales, entrecruzados y tanto más próximos en cuanto potenciados por la distancia: «el aire» contrae y disgrega a la par tiempos y lugares, «acercándome olores / de jara de la sierra / más perfumados por la lejanía, / y de tantos veranos juntos / de mi niñez». 30 Luego está la glorieta preliminar, con su pequeño intento de jardín, mundo abreviado, renovado y puro sin demasiada convicción, y al fondo la previsible estatua y el pórtico de acceso a la magnífica avenida, a la famosa capital. La glorieta de Barajas se abre a jardín, va a más, para anunciar la amplia, «magnífica avenida» hacia la «eternidad» de Madrid. Sin embargo, en ese ámbito «preliminar», minúsculo y a la vez con tentaciones o modestas manías de grandeza, puede encerrarse, así sea en precario, la entera fábrica del universo (sed de hoc infra). No de otro modo, con la inminencia de la gran ciudad y el mucho quehacer por delante, «la vida» crece entonces hasta adquirir «carácter panorámico». Pero el "panorama" en cuestión no se contempla propiamente en sus vastas dimensiones, sino cifrado en una «inmensidad de instante también casi angustioso», en el segundo temible que anticipa y concentra en un punctum temporis todo el ajetreo en puertas. Y, en seguida, «la vida va espaciándose» de nuevo, por más que ahora «bajo el cielo enrarecido» ('dilatado', por tanto, y simultáneamente 'más escaso'), «mientras que aceleramos». Espaciarse y acelerar son nociones que se predican del lugar y del tiempo, y la estrofa siguiente se mueve entre ambos con especial fluidez. En el trayecto a Madrid, «algo espectral» se hace presente en el ánimo del personaje: la inquietante rememoración de otros viajes, años atrás, sin duda en la «niñez» evocada en los versos del comienzo. El espléndido «acceso... a la famosa capital» y la mirada hacia el porvenir inmediato se convierten en «caminos perdidos hacia pueblos / a lo lejos» y en visión de «figuras diminutas» recortadas «en la memoria». Las proporciones enormes y el futuro cercano se sustituyen por imágenes menudas y por el pasado remoto. «Y esto es todo, quizás». No obstante, a la entrada de la Villa, los hilos con ese antaño en miniatura se rompen inevitablemente, y la metrópolis, con brusquedad, impone sus magnitudes. 31 De pronto, las medidas vuelven a crecer, a agigantarse. Con las humildes «esquinas de ladrillo» recién entrevistas en el recuerdo, contrastan «las fachadas» amedrentadoras que «se ciernen» alrededor del automóvil; con los «pasos a nivel solitarios», las «gentes» que se agolpan «en la acera,6 / frente al primer semáforo». Hace un momento, al protagonista le venían a la mente escondidas sendas «hacia pueblos / a lo lejos»; ahora, le toca dirigirse «hacia los barrios bien establecidos / de una vez para todas». Definitivamente, las cosas han aumentado de tamaño, hay que afrontar la «eternidad» de la capital. «Ya estamos en Madrid, como quien dice». Claro es que la paráfrasis anterior no pasa de realzar unas cuantas manifestaciones del movimiento de sístole y diástole en que late el poema de principio a fin. Incluso a tal propósito limitado, las observaciones pertinentes se dejarían multiplicar sin esfuerzo. Puesto que sístole y diástole, así, son también términos de la métrica clásica, cabría analizar cómo se hace verso el esencial vaivén de contracción y dilatación: y bastaría apuntar que la base del texto es el endecasílabo, desde luego, pero en combinación con su quebrado natural, el heptasílabo (normalmente en pareja, y en concurrencia con algún falso alejandrino). O, cambiando de tercio, cabría mostrar que ese vaivén concuerda con las oscilaciones del tono entre la tensión lírica y la distensión irónica o realista. El título mismo es al respecto doblemente locuaz: el salto «De aquí a la eternidad» es un caso perfecto de diástole; pero reconocer la alusión al melodrama de Fred Zinnemann -no, supongo, a la novela de James Jones- pone un filtro de zumba a la expresión y la despoja del tufillo pretencioso o empingorotado que en primera instancia se insinúa. Aparte el epígrafe (de La viejecita, en oportuna correspondencia con los compases de «género chico» que suenan en el desenlace), la otra cita puntual inserta en el poema ofrece, comprensiblemente, un 32 ejemplo arquetípico de sístole: «mundo abreviado, renovado y puro». La referencia no es ahora irónica, pero sí está apostillada de suerte que empañe una pizca el brillo acusadamente literario del admirable endecasílabo: «sin demasiada convicción...». Escribíamos arriba que en el ámbito «preliminar» descrito como «mundo abreviado, renovado y puro» podía encerrarse la entera fábrica del universo; y acabamos de insistir en que nuestro verso es una cita puntual. Precisaremos uno y otro extremo. No parece verosímil que Jaime Gil de Biedma viera en «La glorieta..., con su pequeño intento de jardín», un compendio de toda la máquina del cosmos: más bien querría caracterizarla como "un mundo" suficiente de suyo, con entidad propia (o si acaso, para repetir a Céline, como un «infini mis à la portée des caniches»). Sin embargo, a la luz de la tradición occidental y cristiana, el sintagma «mundo abreviado» supone, sin más, 'el mundo'; pues nos las habemos con una fórmula ritual para definir al hombre en tanto resumen del universo, en tanto microcosmos o braquicosmos. Lustros ha, en efecto, en un libro de su lejana juventud (El pequeño mundo del hombre, etc., Madrid, 1970), uno de nosotros ya señaló que el contexto original del endecasílabo en juego difícilmente dejaría de ir por ahí; y añadió que Jaime tenía que haber tomado el verso del libro que otro de nosotros publicó en fecha siempre reciente (Poesía española. Ensayo de métodos y límites estilísticos, Madrid, 1950); así lo aseguraban tanto la rareza de ese contexto primitivo (frente a la difusión del Ensayo mencionado, objeto de atento estudio por parte de Gil de Biedma) como las connotaciones de locus amoenus que la cita incluida en «De aquí a la eternidad» arrastraba de las páginas de Poesía española, que llaman «mundo abreviado, renovado y puro» al orbe estilizado de las églogas de Garcilaso. Una limpia mañana madrileña, en la primavera de 1970, los olores de jara que llegaban -aún- a perfumar un jardín en Alberto Alcocer, 33, acercaron a nuestra memoria el poema de Jaime Gil y, por supuesto, el dichoso endecasílabo. -Por cierto -acotó uno de nosotros-, ¿de dónde se lo sacó? -Pues, mire usted -confesó el otro-, el caso es que le llamé «famoso verso» porque no caía en quién era el autor. Y sigo sin 33 acordarme. Pero ahora que lo dice... ¡Claro que sí! Perdone un momento, en seguida vuelvo. Cinco minutos después: -Aquí está, en el Canto VI de la Historia de la Virgen Madre de Dios, María..., «de D. Antonio de Mendoza Escobar, natural de Valladolid», por Gerónimo Murillo, año de 1618, fol. 45. Ya ve que yo poseo un ejemplar del facsímil (doscientos ejemplares) que hizo Huntington, en 1903, de esta rarísima edición (sólo queda un ejemplar conocido). El verso, fíjese, lo dice «el Mundo» al ofrecer a la Virgen la M de su propio nombre para formar el de María. María es un «mundo abreviado, renovado y puro», y muchas cosas más que empiezan por M. El Agua da la A; la Tierra da, «de sus dos RR, una»; el Fuego da la I (¡ignis!); y la A final, el Aire. Yo no habría recordado ese verso (pues ese largo poema -que tiene algunas cosas interesantes- yo no lo leí -... a trozos- hasta que la Hispanic Society me regaló el libro, hace unos diez años), a no ser porque esos versos que dice el Mundo estaban en los Fundamentos de Historia Literaria del P. Esteban Moreu, S. J., que estudié en el Colegio de Nuestra Señora del Recuerdo, de Chamartín (Mendoza Escobar era jesuita). -¡Qué estupenda pedagogía gastaban los jesuitas! Está muy bien eso de que usted aprendiera el verso a un tiro de piedra de Barajas, ante la misma sierra frente a la cual Jaime iba a aprovecharlo y a vista de «la magnífica avenida» que sale en «De aquí a la eternidad». Y comprobará usted que yo no me chupaba el dedo cuando decía que «mundo abreviado, renovado y puro» tenía que ver en su origen con el tema del hombre en cuanto síntesis del universo: conceptualmente el piropo de Mendoza Escobar a la Virgen, sobre no ser nuevo, no hace más que unir el motivo que en mi libro llamaba del «microcosmos a lo divino» y la sabida ponderación de la amada como epítome de todas las perfecciones. «Que el que al hombre llamó pequeño mundo / llamará a la mujer pequeño cielo». Nunca está de más conocer las hebras que enlazan a los poetas (y no olvidemos a los profesores de literatura, no olvidemos al benemérito P. Esteban Moreu, S. J.): componer poesía quizá no sea ya sino discernir voces afines, compilar antologías 34 ad usum Delphini. Al margen de chismes eruditos y biográficos, vale la pena no ignorar la procedencia ni el sentido inicial de nuestro soberbio endecasílabo. En la historia de la cultura europea, la imagen del microcosmos ha sido durante siglos paradigma supremo de todo proceso de contracción y dilatación: porque si el mundo se recapitula en el hombre, igualmente el mundo se interpreta como una proyección del hombre. Al escribir «De aquí a la eternidad» según unos ritmos de sístole y diástole tan persistentes -del pensamiento a la métrica-, era casi fatal que un sujeto con las lecturas de Jaime Gil de Biedma tropezara con las versiones literarias de tal paradigma. El movimiento de sístole y diástole, por ende, se hace sentir en el poema también en forma de tradición: trasfondo indeliberado, pero poco menos que ineludible. La idea microcósmica, por otro lado, fue y ha sido siempre central en la concepción del universo como trama de correspondencias: los ligámenes que atan y determinan mutuamente todas las cosas tienen su principal exponente en la conformidad y las correlaciones de hombre y mundo. La poesía apenas ha hecho nunca más que explorar esas concordancias. En «De aquí a la eternidad», el juego de sístoles y diástoles propone continuamente la incidencia recíproca tanto entre tiempos y lugares como entre individuo y sociedad, paisajes, historia. Es emblema de los encuentros y desencuentros del protagonista consigo mismo, con la serie de personae que ha sido y puede ser. El patrón tradicional del microcosmos nos ayuda a comprender el tema último del poema. Pero en este punto debemos cerrar y dejar abiertos nuestros prolegómenos. 35 - VI Sobre un posible préstamo griego en ibérico Eimí he kylix... es dato común en los vasos griegos; mas los ibéricos, legos, hablando en sentido lato, llamaban kylix a un plato. CULES TILEIS 'Yo de Diles soy la pátera', inscribían, porque en cules convertían kylix a través de *kyles. Literatur: Jaime Siles. - VII Romanticismos Ocho o nueve volúmenes recientes, en media docena de las grandes lenguas europeas, nos ofrecen otras tantas antologías de los escritos teóricos del romanticismo. Son libros más o menos inteligentes, más o menos eruditos, pero todos coinciden en el propósito de recuperación: más allá del paseo escuetamente arqueológico, todos nos invitan a celebrar la actualidad y la vigencia del pensamiento romántico. En palabras de uno de ellos, nos sugieren «le plaisir de nous reconnaître dans le romantisme». Querrán decir -entiendo- la complacencia enfermiza de reconocernos a menudo en una ausencia de pensamiento tan notoria como en el romanticismo. En los alrededores del 1800 fueron frecuentes los intentos de caracterizar la literatura 36 romántica en términos positivos. Nada más inútil. El alcance y el contenido de la revolución soñada eran esencialmente negativos. Cabía formular una declaración de hostilidades, pero no articular un proyecto intelectual medianamente sólido. Los tales intentos no podían lograrse: ni uno a uno ni, mucho menos, en conjunto (ninguna prueba mejor que las antologías aludidas), porque el núcleo de la actitud romántica era no presentar una doctrina propia, por la vía de rechazar las ajenas. Ese fracaso constitutivo aseguró, a la postre, el verdadero triunfo del movimiento. Pues la relevancia y la fuerza del romanticismo residen en la carencia de teoría, en la consagración del pensamiento en blanco. Tómese cualquiera de las antologías en cuestión. Ábrase, sin ir más lejos, por el capítulo inicial (Conceptos y definiciones), texto primero, primer párrafo. Habla Novalis: «El mundo ha de hacerse romántico para que pueda volver a hallarse su sentido originario. Hacer(se) romántico no es otra cosa que una potenciación cualitativa. En esa operación, el yo inferior se identifica con un yo mejor, tal como nosotros mismos entramos en la serie de potencias cualitativas. La operación es aún enteramente desconocida...». Es fácil adivinarle al fragmento una intención, un designio, pero no hay medio de deslindarle un significado en concreto. ¿Cómo someterlo a una lectura literal? «Romantisieren ist nichts als eine qualitative Potenzierung». ¿Cómo extraer de ahí el programa de un quehacer literario? Junto al vacío de afirmación racional, sin embargo, la reveladora confesión negativa: «Diese Operation ist noch ganz unbekannt». ¡Acabáramos! Soy tendencioso, desde luego, pero sólo lo estrictamente necesario: pedir razón, sabiendo que no van a dárnosla, a un talante que precisamente se rebela contra la razón es llevar el agua a su molino. Y claro que la falta de significado no supone la falta de sentido. Ninguna creación del espíritu romántico ha sido más perdurable que su música; pero permanece la música, no la letra (especialmente en los lieder), y nadie le exige significado a la música. La moderna ponderación del pensamiento romántico en tanto pensamiento, por el contrario, o es una aporía o jura de boquilla por lo romántico. 37 De hecho, la sustancia última del romanticismo está a la par en el enfrentamiento con el dogma neoclásico y en la noble proclamación de ignorancia. Las suyas son siempre nociones e imágenes negativas. La búsqueda, eche para la nada o tire hacia el infinito, nadie sabe por dónde lleva. «En vez de la posesión, se canta ahora el anhelo insatisfecho» (A. W. Schlegel), la célebre Sehnsucht. La exaltación del individuo como medida de todas las cosas, la insistencia en la singularidad, la entrega a la imaginación, el imperio de la lírica, son modos de entronizar la ausencia de teoría y maneras de hurtar el cuerpo ante la posible demanda de otras explicaciones. El primado de la expresión sobre la imitación, así, desarma cualquier apelación al mundo objetivo. La verdad es el artista. «Poesía eres tú». El romanticismo legó un solar en ruinas. Como no había podido construir en él, se lo dejó casi llano a los arquitectos del día siguiente. Las normas que no había podido propugnar, las propugnaron con superabundancia quienes le venían a la zaga. Era inevitable edificar sobre la tierra apetitosamente yerma. Bastaba tomar pedazos de las intuiciones románticas e idear una preceptiva en cada caso. Las posteriores direcciones de la literatura han sido retazos del romanticismo, con reglas. Nunca antes, en verdad, había habido tantas prescripciones, consignas tan apremiantes, maestros de tamaña tiranía. Los hijos de los románticos -del realismo al superrealismo, del Parnaso al compromiso- legislaron con tal rigor, impusieron requisitos tan severos, que de entonces para acá apenas ha sido posible leer un texto sin verle en transparencia la etiqueta de fábrica, la garantía certificada por minuciosos controles. No sorprende que la herencia romántica haya pasado por tantas manos, porque las dictaduras no se aceptan por mucho tiempo. Ni sorprende que todas las testamentarías hayan terminado en liquidación a bajo precio: los principales resultados de su gestión siguen admitiéndose -a beneficio de inventario, naturalmente-, pero la intransigencia de sus criterios resulta ya insoportable. Sin embargo, ¿cómo desfilar sin banderas? Una de las formas de sustituir a las vanguardias y otros despotismos han sido los revivals, la adivinación de posibles afinidades en una Edad Media, un renacimiento o un barroco a la 38 vaga hechura del gusto. Y el revival romántico, en semejantes circunstancias, no sólo era forzoso, sino que mostraba -muestra- una lógica peculiar. La literatura posmoderna, en efecto, concuerda decisivamente con la romántica en el hastío de un siglo largo de reglas y recetas para la creación. Pero a la vez, también como el romanticismo, no tiene nada firme con qué reemplazarlas; y, falta de las certezas de un ars dictandi, ha de quedarse en inconcretas declaraciones de intención, en buenos deseos, en Sehnsucht. En las inacabables vísperas de un mañana ahora contemplado sin la esperanza romántica. Es sobre todo en esa negatividad y en esa penuria de teoría donde los desnortados del año 2000 se encuentran con los apóstoles del 1800. La diferencia mayor es la que distingue un comienzo y un fin de siglo. Romanticismos. - VIII Discurso contra el método. Entrevista con Daniel Fernández -Está usted de moda... -Es un error. -... -Es un error, porque, en el supuesto de que lo esté, nadie sabe por qué estoy de moda, o bien se piensa que estoy de moda por razones que no tienen nada que ver con lo que yo soy y hago. Yo soy un historiador; con un interés particular, desde luego, por la literatura, y, en concreto, por la Edad Media y el Renacimiento. Quienes piensan que estoy de moda o me ponen de moda suponen que soy una mezcla de crítico literario (¡horror!), semiólogo, gramático y cronista de los salones de la cultura. Los culpables de que pueda parecer que estoy de moda son quienes me piden que hable y escriba sobre todas las cuestiones 39 a propósito de las cuales mi conocimiento no es superior al de cualquier otro aficionado. Como decía mi amigo Domingo Ynduráin: «Cuando en El País deciden hacer un suplemento sobre Jorge Guillén, te encargan a ti un artículo; sin embargo, cuando se lo dedican a Alfonso el Sabio, ni se les ocurre pedirte una colaboración». Yo me esfuerzo por deshacer ese equívoco radical que creo que hay respecto a mí, pero en buena medida es un esfuerzo inútil. Por ejemplo, hay veces en que me llaman para que hable (me convencen sobre todo para eso, para hablar) de cuestiones que sí conozco, pero en contextos como, digamos, una mesa redonda sobre «Lenguaje y literatura», tema elegido pensando fundamentalmente en la literatura contemporánea. Yo, en efecto, intervengo y procuro dar una cierta perspectiva histórica al coloquio, explicando, en los términos más claros que puedo, cuál es la idea del lenguaje en el De vulgari eloquentia de Dante (por cierto que pocos temas más fascinantes que el de la estética de Dante) o ilustrando un poco esa singular manera gongorina de hacer poesía reconstruyendo en un peculiar castellano las relaciones sintácticas del latín... Y todo el mundo entiende, y así lo publica luego la prensa, que yo he hablado de La Divina Comedia como de una «reflexión sobre el lenguaje», y de la poesía en general como de «un lenguaje que se dice a sí mismo». Es decir, lo que yo hubiera querido que fuera una sugerencia interesante y nueva se ha traducido a las muletillas y a los tópicos del día que no necesitan ser entendidos, que simplemente están ahí y que se repiten y se celebran sin alcanzar su sentido. -Vamos a cambiar de tercio. Para respetar el tópico, me gustaría hablar de sus orígenes, de sus primeras vocaciones. ¿Por qué la historia de la literatura y no la crítica o la mismísima creación? -En el caso de quien siente un interés general por la literatura, pienso que en un primer momento están inevitablemente revueltos, y éste es mi caso, tales dominios. Es decir, la literatura como creación; la crítica, o la literatura como reflexión, y también como preceptiva, como propuesta teórica; y, por último, la historia como comprensión de una u otra 40 actividad en el tiempo, con una cierta suspensión de juicios estéticos. En primer lugar, uno se enfrenta con esas tres direcciones posibles como con un magma informe, y todo le parece una misma cosa, formas de pragmática de la literatura. Y poco a poco, y es mi caso, uno se siente instalado en una de esas posibilidades y la hace suya sin necesidad de planteárselo explícitamente. En mi circunstancia concreta, yo había escrito a los dieciséis o diecisiete años los inevitables poemas y leía todo lo que caía en mis manos o podía conseguir sobre literatura, sin distinguir de qué se trataba. Eliseo Bayo me prestó Poesía española, de Dámaso Alonso, que fue el primer libro crítico que yo leí. También compraba los tomos de Menéndez Pidal en la colección Austral, y, para mí, esas lecturas formaban parte del mismo mundo que la poesía de Vicente Aleixandre o las novelas de Pavese que también por entonces empezaba a leer. Y como la actividad propia siempre parte de una imitación, entonces sucedió que lo que en aquel momento a mí me apetecía imitar eran los estudios de Menéndez Pidal y no, pongo por caso, los cuentos de Aldecoa. -La filología parece, desde luego, el paso obligado para seguir las huellas de don Ramón. ¿Siempre supo lo que debía hacer, lo que quería ser? -Yo no estaba muy seguro de qué debía estudiar. Pensé en estudiar Derecho, pensé estudiar Periodismo -y de hecho lo estudié, aunque con mínima dedicación e interés- y fui oyendo a los profesores que entonces estaban de moda. Pero cuando estudiaba preuniversitario oí una clase de José Manuel Blecua, entonces recién llegado a la Universidad de Barcelona, y allí fue cuando me di cuenta de que aquello era lo que quería estudiar y lo que me interesaba. La verdad es que ni siquiera tuve que planteármelo ni que reflexionar acerca del asunto. Luego, durante los años de mi formación, tuve la suerte de tener unos maestros espléndidos. Ya he mencionado a Blecua, pero junto a Blecua estuvo siempre Martín de Riquer, que me dio una amplia perspectiva de medievalista y sobre todo me instaló en el mundo de la Edad Media y del Renacimiento no con una perspectiva española, sino con una perspectiva europea general. Estuve también muy próximo a 41 José María Valverde, de cuyo buen juicio y de cuya vertiente creadora me aproveché mucho, y anduve y mantuve muchas amistades en el mundo literario. Yo he llegado a conocer no sólo al Blas de Otero de 1958, sino incluso, creo, pero no estoy seguro, a la Tachia de sus versos, o a mantener de jovencísimo una grande y entrañable amistad con Ana María Matute, o a curiosear por el círculo de la so called escuela de Barcelona: Carlos Barral, Jaime Gil de Biedma, ya sabe. Y esa dualidad la he mantenido siempre, esa vinculación a los dos mundos, al de la creación y al de los estudios literarios. De ahí también el equívoco de que hablábamos. Se me ha visto mucho entre escritores, desde Luis Goytisolo, que fue uno de mis primeros amigos, hasta Eduardo Mendoza, pasando por Juan Benet o por Carmen Martín Gaite. Y se ha pensado que yo era compañero de ellos y que mi actividad universitaria e intelectual estaba más relacionada con la literatura contemporánea de lo que de hecho está. Y no, yo soy un lector casi de a pie que con sus amigos del mundo literario lo que ha hecho ha sido jugar al billar o hablar mal de los otros amigos. -Entre las personas que influyeron en su formación ha citado ya a los, digamos, maestros más cercanos. Pero sin duda ha habido otros. -Efectivamente, existen los maestros próximos y los maestros lejanos. En mi formación hubo dos o tres influencias fundamentales. En primer término, antes que nadie, María Rosa Lida, que me fascinaba, más que con sus trabajos, con el tipo de temas y el tipo de saberes que practicaba. Marcel Bataillon, que escribió el mejor libro de la historia del hispanismo, y que sin embargo es un libro, no tanto equivocado, en absoluto equivocado, como provocador de equívocos, de confusiones. Fernando Lázaro, entonces todavía para mí un desconocido, sin duda el más seguro e importante filólogo después de las generaciones de Américo Castro y Dámaso Alonso. Eugenio Asensio, cuya talla es de verdadero gigante y sigue sin ser debidamente conocido. Y por no hablar sólo del mundo del hispanismo, Ernst Robert Curtius, de quien me siento muy afín; Giuseppe Billanovich, que es capaz de descubrir toda una civilización detrás del mero rasgueo de un códice, o el gran Gianfranco 42 Contini, que posee una capacidad infinita de ser al mismo tiempo exacto y preciso y prescriptivo hablando de literatura, y unos cuantos nombres mas, de Roman Jakobson a Harry Levin. -Le hemos oído en alguna ocasión que la influencia de Bataillon o de Castro fue tan beneficiosa cuanto nociva para el estudio de la literatura española. En el caso concreto de Bataillon, y ya que es usted un gran conocedor del Renacimiento, dígame qué opinión le merece el Erasmo y España. -Erasmo y España es sin duda la obra maestra del hispanismo de todos los tiempos. Es un libro que está en deuda con la tradición del Menéndez Pelayo de los Heterodoxos y que participa de ese interés, del que yo carezco, por la espiritualidad y las dimensiones religiosas de la cultura española (o las dimensiones culturales de la religión española, que no lo sé muy bien). Y es ahí donde acota un campo, fundamental sin duda, al precisar la influencia de Erasmo sobre ciertas actitudes espirituales de la época, y como es su obligación, y atendiendo a lo que casi exige el tema, conjetura sobre la posibilidad de la influencia erasmiana incluso en autores donde esa influencia es dudosa. Ahora bien, como el libro es tan bueno y cubre en apariencia todo el siglo XVI, aunque de hecho se limita a un período reducido de la primera mitad, Erasmo y España ha dado la impresión de que el Renacimiento en la Península era eso, la influencia de Erasmo. Y eso, sencillamente, no es cierto. Es más, ni siquiera es un factor fundamental del Renacimiento español. Es un episodio en la historia del Renacimiento español, sin más. Bataillon y yo habíamos hablado de este asunto y él estaba fundamentalmente de acuerdo conmigo. El peligro de Erasmo y España es que ha sido usado como biblia y vademécum para ilustrar todo lo que se encuentra en el período. Por otra parte, en quienes han venido tras Bataillon con frecuencia ha sido norma el reunir en un solo bloque todos los rasgos de Erasmo y de los erasmistas que Bataillon señala, de suerte que cualquier autor español que muestre uno solo de esos rasgos ya es anexionado inmediatamente al bloque ideal del erasmismo y se le hace participar de todos esos rasgos que nadie, ni el 43 propio Erasmo, ha tenido nunca. Ése ha sido, no el reproche que hacer a Bataillon, que no es merecedor de él en absoluto, pero sí el daño o la distorsión que han introducido los que, menos dotados que el autor, han utilizado el Erasmo y España. -Usted ha publicado numerosos estudios y monografías sobre el Renacimiento, pero aún no ha dado a la imprenta su libro sobre el tema, libro que buena parte del público estudioso hace ya unos años que espera. -Hace años que tengo hecho el trabajo preliminar, y en cualquier momento me voy a poner a escribir, de un libro que con el título de La invención del Renacimiento en España (y del que ya he adelantado hasta capítulos enteros publicados en forma de artículo) intenta explicar cómo se da la transición de la literatura española de la última Edad Media a la del Siglo de Oro. Cuento en qué consiste el humanismo que llega a España y en qué términos es una pedagogía de base, una educación general básica, que transforma por completo la visión del mundo y la visión de la literatura. -Es casi obligado preguntarle si tarda usted tanto en escribir todas sus obras o si es que La invención del Renacimiento en España es caso aparte. -A mí me cuesta mucho escribir un estudio. Por razones de estilo, porque tengo ciertas manías estilísticas que a veces me atormentan: evitar ciertas repeticiones, evitar ciertas palabras que me son desagradables, incluso hay letras que me molestan al principio de una frase... Y nunca me ha gustado exponer o superponer hechos sino que he intentado siempre que de los datos se desprendan las interpretaciones en un proceso razonado y perfectamente trabado. Me importa mucho la perfecta conexión de los factores. Los materiales para un trabajo mío los obtengo con gran facilidad y tengo ahora muchos más materiales que posibilidades de escribir sobre ellos en todo lo que me quede de vida. Lo que hace que yo me prolongue en un tema no son los datos ni tampoco las conclusiones, sino la forma de articular unos y otras. Yo soy incapaz de dar un juicio sin razonarlo. No me satisface decir, aunque puede hacerse perfectamente, que el Lazarillo inventa la ficción realista, que por cierto es el tema de mi discurso de ingreso en la Real Academia, 44 sino que tengo que mostrarlo de forma que lo que digo se imponga, si no necesaria, convincentemente. Yo me niego a que mis conclusiones sean una información o una revelación; ha de ser algo que aparezca de forma que casi no necesiten exponerse, algo surgido del desmenuzamiento del tema. -No parece que esos escrúpulos previos a la publicación de un estudio sean, ni mucho menos, moneda corriente. -Debo decir que hoy no sólo en la crítica, donde eso es perfectamente justificable, porque, en efecto, un creador o un crítico militante puede decir lo que le parezca sobre lo que le parezca, porque para algo está diciendo: «esto es lo que yo quiero hacer», si es un creador, o «esto es lo que debería hacerse», si es un crítico. Y ello es perfectamente lícito. Ahora bien, el modo de hacer de críticos y creadores se ha extendido a los estudiosos y a los historiadores, que han entronizado una forma de obrar que, como Lope decía de fray Antonio de Guevara, consiste en ser «gran decidor de todo lo que le parecía». Es decir, se escribe o se comunica la primera opinión que pasa por las mientes. El mismo Batjin, por ejemplo (y aclaro que lo admiro y lo aprecio desde mucho antes que fuese tan conocido), afirma que la novela es un género polifónico y que es el género de la plurivocidad. Es una observación interesante que, en efecto, se puede aplicar a veces, aunque quizá su mejor uso sea apuntar en qué medida otras tradiciones enriquecen la de la novela. Y es una afirmación que no es ni un principio histórico (¿cabe pensar, acaso, en una novela más importante en la historia de la novela y menos polifónica que Robinson Crusoe?) ni un principio estético, porque de la polifonía no se sigue necesariamente la calidad. Y sin embargo algunos estudiosos aplican indiscriminadamente ese principio, lo resuelven con una supuesta "alegría de contar" en el Renacimiento y con veinte céntimos de Marsilio Ficino en traducción, y en eso consiste su explicación de un hecho histórico-literario. Es la entronización del capricho y de la palabrería. -En sus años de formación estaban en boga el estructuralismo y el formalismo, teorías críticas que en buena medida aún pesan en el quehacer crítico y erudito. Sin duda también influirían en usted tanto para bien como para mal. 45 -Yo me formé en la época en la que la novedad era el estructuralismo. Un estructuralismo que todavía no era el francés ni la versión luego tan popularizada que acabó por cuajar en los Estados Unidos. Piense, por ejemplo, que yo estudiaba la gramática y los libros de Hjelmslev en la universidad en los tiempos en los que ni Barthes ni Greimas habían leído a Hjelmslev; ni siquiera sabían quién era. Y sin embargo, Hjelmslev estaba en la universidad como libro de texto, porque Emilio Alarcos lo había introducido en España, y por entonces era el pan nuestro de cada día (y lo fue durante muchos años: hasta Felipe González acabó sabiéndoselo, a fuerza de oírselo repetir a Carmen, su mujer, cuando ella preparaba las oposiciones). Pero yo le hablo del año sesenta cuando, insisto, ni Barthes ni Greimas habían leído a Hjelmslev. -No me ha respondido a si le han quedado o no rastros de aquel tiempo y de tales teorías, o si conserva alguna convicción crítica heredada de entonces. -Creo aún en la estructura -sistema- o en la desautomatización. Pero no reflejan esas teorías la experiencia real de la literatura (ni crearla ni leerla). Hoy acentúo que hasta la forma se reconoce gracias a la historia. Por eso unas épocas están ciegas para unos valores: realismo, métrica... Por eso yerran (y aciertan entre sí) los hispanistas. -Hemos descuidado a Jakobson. Sé que usted llegó a conocerlo más tarde y a entablar con él una cierta amistad. Lo que ignoro es si también lo empezó a leer en aquellos primeros años de aprendizaje. -Para mí Jakobson era, a los diecisiete años, un nombre familiar como creador de la fonología, y era también quien, sin que se supiera muy bien cómo (o sí se sabía, pero no se le daban las implicaciones que luego tendría), llamaba la atención sobre la forma en el estudio de los fenómenos literarios. Yo debo confesar que de esa época me ha quedado una confianza última en la forma. Un estudioso inglés puede escribir un libro entero sobre Cervantes o sobre Calderón sin necesidad de citar un solo texto en la versión original, porque opera con los conceptos, con las ideas, con los valores morales. Yo soy incapaz de dar una explicación de historia literaria que 46 no abarque la forma concreta y específica de un texto y, simultáneamente, su sentido, su dimensión estética e histórica, su alcance intelectual... La explicación tiene que abarcar lo uno y lo otro. También es cierto que no creo ni he creído nunca que sea la forma lo que define la literatura. Pienso que sí, que en los orígenes de las formas literarias hay unos rasgos muy marcados (por ejemplo, la poesía, para ser recordada, necesita, en sus orígenes, trabar sus factores de forma particularmente notoria, particularmente poderosa, vinculándolos muy estrechamente por procedimientos formales), pero luego la historia puede más y esos rasgos acaban disolviéndose y acaban por ser triviales. De hecho, entre la canción de los orígenes y el verso libre de nuestros días puede no haber ningún elemento común que permita definir a una y otra forma como integrantes de la misma variedad expresiva que llamamos poesía. La literatura, contra lo que fue dogma de formalistas y estructuralistas, no es una propiedad del lenguaje, no está en el lenguaje: está en la historia, está en la convención que la determina, en la contraseña de literatura, de poesía, de novela (para hablar ya de géneros) con que en cada caso se marca. Por consiguiente, la literatura no puede ser definida en su esencia porque no la tiene. La literatura es la historia de la literatura, como pasa con tantas otras actividades humanas que no tienen naturaleza, sino historia. -Constantemente estamos dando vueltas a las raíces, y constantemente aparecen historia y literatura confundidas, mezcladas. De literatura ya hemos hablado, pero me parece que aún no hemos dado una visión exacta de lo que para usted es la historia. -La historia desde luego no es una ciencia, es un arte que juega con los elementos con los que juegan las artes realistas, con el sentido común, la experiencia y la probabilidad. Y como no es una ciencia ni debe serlo, el enfoque personal no sólo es lícito, sino conveniente. La pose científica es lo realmente distorsionador. La actitud personal, sin embargo, relativiza lo que se diga y, al mismo tiempo, ayuda a valorarlo. Nunca hay que olvidar, creo, que se es un historiador en particular enfrentado a un problema en concreto. Y no hay por qué ocultarlo... 47 -Así, pues, también la historia, como la literatura, es una cuestión de estilo. -Sí, la historia es una cuestión de estilo. En el sentido de que no puede aspirar a demostraciones lógicas como las de algunas ciencias, pocas. Lo que tiene que hacer la historia es construir instrumentos persuasivos, auxiliada por las artes de la retórica. Y se trata de dar explicaciones verosímiles y coherentes sin creerse que uno ha llegado al fin de un estudio, sino recordando siempre que puede haber otra explicación que abarque o niegue la nuestra y que sea igualmente cabal e interesante. -No cabe duda que tiene usted una visión muy particular de la historia, si bien no le niego que me parece exacta. Tampoco dudo que rechaza usted pertenecer a cualquier escuela historiográfica. -Convendría distinguir entre lo que la historia pueda ser y lo que a mí me divierte ver en la historia. Ha habido muchas tendencias historiográficas de carácter prescriptivo y determinista que están convencidas de que existe un núcleo privilegiado que define el panorama de una civilización, un núcleo que para Hegel sería el espíritu y para los marxistas el modo de producción. Frente a ese planteamiento monista, simplificador, yo estoy convencido de que, y alguna vez ya lo he dicho, ninguna cultura puede comprenderse en toda su integridad, cabalmente, pero, por otro lado, ninguno de sus elementos se deja entender aislado. Es decir, cualquier hecho de cultura forma parte de una trama más amplia, no sólo cultural, porque está vinculado a otras realidades no culturales, pero no necesariamente debe depender de ellas. Que haya trabazón no quiere decir que haya relación de dependencia. A mí, particularmente, lo que me interesa es establecer el mayor número de conexiones de un fenómeno cultural, en concreto, de un texto literario, con fenómenos de su misma serie, o de otras series, como dicen los semiólogos rusos. Si, por ejemplo, Garcilaso y los petrarquistas de las siguientes generaciones prescinden del verso agudo (no hay versos que acaben en palabras agudas en la poesía italiana), ése es un fenómeno estrictamente formal que tiene unas razones y un alcance estrictamente formales, pero a su vez tiene también razones no intrínsecamente literarias, 48 relacionadas con el papel que desempeñaba la poesía en el panorama intelectual de la época, y tiene también lo que vamos a llamar razones convencionales, razones que responden a la propia dinámica interna de la tradición. Y así se llega a entender que las palabras agudas se sentían como palabras bárbaras porque en latín no existen agudos, se veía en ellas rastros de la barbarie gótica y, por consiguiente, era lógico que quedasen al margen de las previsiones estilísticas del petrarquismo maduro. Las palabras agudas estaban, además, marcadas por el uso excesivo que de ellas había hecho la poesía cancioneril castellana. Y ahí se pueden encontrar, y en un estudio mío creo haberlo demostrado, los elementos que, sin ser estrictamente formales, forman parte de ese fenómeno literario que es la postergación del verso agudo. -Sus obras son, por lo que hasta ahora me ha dicho, fruto de un extraño maridaje entre el sentido común y el apasionamiento. Da la impresión de que quiere usted preservar su capacidad de lector o que, al menos, pretende mantener una actitud de "aficionado". -La verdad es que no soporto a los profesionales. El profesional es precisamente un individuo que tiene un método, que tiene un truco, un modo de hacer, y lo aplica casi diría que fríamente. Es un señor que trabaja en una oficina, al menos idealmente, que tiene unas horas y unos modos de trabajo, que a lo mejor no le interesan nada, pero que aplica correcta y funcionalmente y obtiene los resultados que ya estaban previstos. A mí eso no me interesa nada. Yo me siento un aficionado, como juzgo que lo es mi maestro Riquer, y no creo que nadie haya hecho nada de valor sin ser un aficionado, es decir, con pasión, por gusto o por capricho, por diversión, dejándose llevar por el tema o por el interés que uno le pone, libremente. Si alguien me quiere molestar de verdad me puede llamar crítico y profesional de la literatura, y me entran ganas de desaparecer del mundo. -Acaba usted de arremeter contra el método, abundando en su idea de rechazo de la pose científica. Pero, como en el caso de los ídolos del foro, hay quienes encuentran gran utilidad en los métodos, en la receta. 49 -No creo en el método. Los estudiantes, y quienes no son estudiantes, son muy partidarios de aprender no contenidos, no datos ni problemas, sino métodos. El método es la panacea, es el sistema que permite saberlo todo sin conocer nada. Para empezar, el método lo debe dar el objeto. Partiendo de un método, no puede llegarse más que a las conclusiones que el método ha previsto. No es un buen instrumento para enfrentarse con la vida, con la historia, y mucho menos con la literatura. El método, cierto, es democrático. Si se da a un idiota un método, con él puede obtener no conclusiones, pero sí inventariar, documentar, catalogar un cierto número de datos. No necesita saber nada, necesita tan sólo aplicarlo ciegamente. Es una excusa para perezosos. Frente al método, lo esencial es respetar la singularidad de los hechos, aplicando a cada uno de ellos un enfoque singular, un enfoque distinto. -Este radical rechazo del método tal vez ayudaría a explicar por qué su obra es hasta cierto punto dispersa o, al menos, por qué parece, y soy consciente de que esto es un elogio, que en cada caso, en cada libro, ha seguido su propia teoría crítica y literaria, aquella que en parte se halla en el Tratado general de literatura. -Como no he seguido un método, tampoco he tenido una teoría crítica. En cada caso (y puesto que tengo un cierto conocimiento del particular) he echado mano de la razón o de la opinión crítica que me ha parecido más provechosa. No sé si decir que he sido tendencioso obrando así o todo lo contrario. Tendencioso es el crítico, aquel que redescubre una misma teoría en todos los textos. Yo he sido ecléctico y, si acaso, estratégico, al utilizar en cada caso las afirmaciones sobre la literatura que en un momento dado me han parecido más pertinentes para reforzar el sentido de una obra, de un autor o de una época. Por ejemplo, yo escribí un libro que ha sido bastante apreciado, casi diría que sorprendentemente apreciado, sobre La novela picaresca y el punto de vista, así se titulaba. Yo no partía de ninguna definición previa, de ninguna taxonomía del punto de vista, no tenía ningún interés por estudiar la técnica del punto de vista en abstracto, como categoría de una intemporal 50 retórica de la ficción, para rastrearla luego en el corpus de la novela picaresca española. Desde luego, no ignoraba la bibliografía pertinente, pero a menudo me desazonaba su obsesión clasificatoria y su absoluto desprecio de la cronología. De forma que cuando yo hablaba del punto de vista no me estaba refiriendo a una categoría crítica previa. Los conceptos, la noción de punto de vista que aplicaba en mi libro eran los que había deducido del análisis del Lazarillo y del Guzmán. Y resultaba que esa teoría del punto de vista que yo encontraba en los textos fundacionales ayudaba a explicar toda la trayectoria posterior de la novela picaresca, la construcción, con sus méritos y sus deméritos, de los libros que venían después del Lazarillo y del Guzmán, y además posibilitaba una lectura pertinente, y creo que todavía válida hoy, de los textos. La doctrina del punto de vista que yo aplico ahí no es ninguna teoría crítica, sino un conjunto de datos históricos, unos hechos, unas categorías, unas realidades históricas que se convierten a su vez en gozne en torno al cual gira la lectura de otros textos, de otros datos, como de hecho ocurre en la historia. -Sin duda La novela picaresca y el punto de vista ha sido uno de sus libros más apreciados y celebrados. Pero no estoy seguro de si ha sido uno de sus libros mejor entendidos. Creo que, pese a lo que ya ha dicho sobre el tema, el libro ha sido leído como la obra de un "estructuralista". -Tal vez sí, aunque no lo sé. Es verdad que ha sido un libro de éxito, pero yo también creo que no se han apreciado demasiado las contribuciones que a mí me parecían más significativas. Por ejemplo, hablando del Lazarillo en el ensayo inicial, lo que a mí me parecía interesante de mi explicación, que además creo que responde a los hechos, es que todos los elementos están ahí, dentro del Lazarillo, coordinados, unos en función de los otros, todos como reflejo de una misma estructura esencial. Cuando Lázaro, por ejemplo, habla del «dulce y amargo jarro» («dulce» porque ha bebido de él gustosamente, «amargo» porque con él lo han descalabrado), no está haciendo un simple juego de palabras, está cristalizando en estilo el mismo principio que le hace organizar la narración de forma que primero se advierte el punto de vista del espectador 51 (por ejemplo, cuando se explica el episodio del buldero y el público acepta el milagro) y luego, más adelante, se descubre el punto de vista del protagonista (cuando advertimos que el milagro del buldero era un timo, una superchería). Y esas dualidades son a su vez homólogas al relativismo esencial de la novela con respecto a la valoración de las cosas, de las personas y del propio protagonista. De suerte que el estilo lingüístico, la técnica narrativa, la estructura, todos esos elementos resultan ser uno solo, una forma de resolver la realidad en puntos de vista, lo cual supone una epistemología, una teoría del conocimiento, y una axiología, una teoría de los valores. Pues bien, este punto, que a mí me parece esencial en el Lazarillo, nunca ha sido realmente discutido. Y sin embargo, otros aspectos que yo considero marginales de mi libro han sido ampliamente comentados, leídos y releídos y han dado origen a una amplia bibliografía. -Tiene usted también fama de petrarquista eximio. Imagino que esto no será un error, como el inicial «estar de moda», aunque me consta que también hay un equívoco radical en la impresión general que se tiene de sus estudios sobre Petrarca. -El caso de Petrarca se repite con Nebrija, sobre quien también he publicado un libro y que es un poco el protagonista de La invención del Renacimiento en España, y que no es el Nebrija que todos recuerdan, el de la Gramática sobre la lengua castellana, que es un libro menor de Nebrija, que él mismo olvidó. El Nebrija que a mí me interesa es el realmente importante, el autor de las Institutiones latinae, que se reeditaban año a año no sólo en España, sino en Francia o en Italia. De ahí nace todo el Renacimiento español. Es el libro que plantea unas bases de método y unos ideales de civilización. Las primeras consisten en un conocimiento pleno de la lengua, de la lengua latina claro, y los segundos consisten en intentar rehacer todos los saberes. Y en buena medida lo consigue, al menos entre la minoría influyente desde el punto de vista literario. Ése es, pues, el Nebrija que de verdad cuenta o interesa, aquel que provoca un cambio de la episteme, que ayuda a descubrir un nuevo mundo literario. 52 Y algo similar me ocurre con Petrarca. A mí no me interesa excesivamente el Petrarca en lengua vulgar, aunque también he escrito sobre él. Me interesa más el Petrarca latino, el Petrarca que nadie lee y que, sin embargo, es infinitamente más importante que el que todos conocen. Porque Petrarca no sólo es el creador de una nueva manera de hacer poesía lírica que marca la literatura europea durante tres siglos. Es también, y es más importante, quien descubre los textos de los geógrafos latinos menores y los pone en circulación, y con ello prepara el terreno para el descubrimiento de América; es el Petrarca que pone en circulación a Vitruvio y sienta así las bases de la arquitectura renacentista. Sin necesidad de escribir nada sobre ello, simplemente descubriendo códices y divulgándolos. Ése es el Petrarca realmente importante, el que nos lega el corpus de la literatura latina que sigue siendo el que fundamentalmente conocemos. Y este Petrarca es un desconocido, un mundo por desenterrar, que es lo que yo intento en mis estudios petrarquescos. -Para seguir un cierto recorrido bibliográfico, vamos a hablar de otros libros suyos. Uno de los más elogiados, pese a su innegable dificultad, es El pequeño mundo del hombre, que recientemente ha reimpreso y ampliado en más de un centenar de páginas. Éste es un libro atípico, especialmente en el panorama de la filología española. Parece una suerte de excursión por la historia de las mentalidades, impresión que no sé si es errónea. -El pequeño mundo del hombre nació de un par de notas que tomé en la primera lectura del gran libro de Curtius Literatura europea y Edad Media latina, donde me llamó la atención la presencia de la idea del hombre como un microcosmos, un mundo en pequeño. Durante varios años, cuatro o cinco, cada vez que encontraba en algún otro sitio una referencia al tema, la anotaba. Y así me encontré con los materiales que fundamentalmente aparecen en el libro. A mí me interesó el tema por lo que tenía de comprensivo, de vasto. Esa metáfora del hombre como un pequeño mundo se extendía desde la literatura griega hasta la poesía simbolista y más allá. Y es lógico, pues la metáfora al fin y al cabo casi siempre pone en relación 53 los elementos del mundo, por un lado, y los elementos del hombre por el otro. Pero no sólo era una metáfora literaria, sino que se había extendido por todos los dominios de la cultura occidental. La analogía microcósmica ayuda a explicar desde la teoría médica de los humores hasta la democracia orgánica. Por todo ello me interesó el tema, no porque desease practicar la historia de las ideas al modo de Lovejoy, que no era desde luego mi intención. Y también porque seguía vivo incluso en nuestro tiempo, como, por cierto, luego se encargó de demostrar Octavio Paz en un excelente libro, Los hijos del limo. -Hablemos ahora de sus libros más populares y polémicos. Uno es casi un fenómeno social, la Historia y crítica de la literatura española, el otro pasó de ser una broma privada a ser un libro muy reseñado que causó un enorme revuelo. Hablemos primero de éste. ¿Qué tiene de tan especial la Primera cuarentena? -La Primera cuarentena tiene como elemento más interesante, quizá, el de una gran concisión unida a una cierta elegancia. Algunas veces respondo al reto que me había propuesto al iniciar el libro de comprimir en muy pocas líneas (en alguna ocasión en cuatro o cinco palabras) lo que podía ser objeto de una monografía extensa o de un libro. Otras veces no, otras veces el tema da de sí exactamente el breve espacio que se le dedica. Y en el libro también había una cierta actitud de querer hacer algo distinto a lo que se hace normalmente, contrario a la palabrería crítica gratuita, enfrentado al método único y unilateral y a la trivialidad con la que se dedican largos artículos a cuestiones en realidad baladíes y fruto de la incomprensión... Lo interesante de mi libro, creo, no era lo que en él estaba, sino lo que no se daba, es decir, lo que implícitamente se negaba. Por eso era un libro de capricho y de aficionado, porque estaba hecho contra los profesionales, especialmente contra los profesionales del hispanismo. -Y, sin embargo, la Historia y crítica... parece precisamente hecha para los profesionales del hispanismo (aunque no sólo para ellos). 54 -La Historia y crítica de la literatura española fue fruto, como otras cosas, de un compromiso, si se quiere, de un encargo. Ahora bien, estoy convencido -y, en apariencia, los lectores comparten mi convicción- de que el libro es útil. Piense que los trabajos sobre literatura española han crecido en los últimos años de una forma asombrosa (otro cantar es que la calidad haya crecido de forma pareja). La fórmula de HCLE es seleccionar lo más valioso de esa ingente producción reproduciendo los textos más importantes, valorando los restantes y organizando todos los materiales en una secuencia que muestre verdaderamente lo que hoy se sabe o se opina sobre los aspectos fundamentales de determinada época o período. Ello permite, además, dar una imagen abierta y cambiante de la misma literatura española. -Eso supone que además de la información rigurosamente al día que se dé deberán aparecer ediciones continuamente revisadas y actualizadas... -Sí, y eso era un problema, claro. Finalmente he elegido la fórmula de suplementos de unas doscientas páginas, dedicado cada uno de ellos a un volumen de los ocho ya existentes y publicándolos con una periodicidad de unos cinco años. Los primeros de estos suplementos, ya a punto de imprenta, son el dedicado a la Edad Media y el que prolongará el actual tomo ocho (1939-1975) y abarcará el período de 1975 a 1987. Además, está prevista la revisión completa de la obra para cuando hayan aparecido dos o tres suplementos a cada volumen. -Aún no hemos llegado a hablar de la Universidad. Con todo lo dicho hasta ahora no es difícil adivinar que debe ser usted un profesor muy especial. Me consta que sus alumnos suelen apreciarlo mayoritariamente, aunque también sea verdad que a menudo los desconcierta, probablemente por aquella renuncia al método de la que ya hemos hablado. Y con esos antecedentes, casi me sonroja proponerle como tema el de la enseñanza de la literatura. -Me parece que también en esto los humanistas estaban más acertados que nosotros. En clase, practicaban la literatura antes que teorizar sobre ella. Yo soy un gran enemigo de 55 que la literatura contemporánea se enseñe en la Universidad, me parece un contrasentido. Yo, por mi parte, organizo desde hace muchos años unas tertulias literarias en la Universidad Autónoma de Barcelona. Allí llevo un escritor amigo mío que, obviamente, va por la cara, sin ver ni una peseta. Ya debemos ir por los treinta autores, y por la tertulia han pasado desde Gonzalo Torrente Ballester hasta Jaime Gil de Biedma, Juan Goytisolo o Mario Vargas Llosa... En fin, lo que hacemos es sentarnos, leer alguna cosilla del invitado y charlar. Me parece una forma adecuada de protestar por la enseñanza de la literatura contemporánea. Porque es que en mi difunta facultad se han llegado a dar cursos sobre «Literatura de la Postguerra: Teatro»... La literatura contemporánea debe hacerse, vivirse, no enseñarse. En general, la Universidad es un lugar en el que sobran clases y falta conversación. -Así pues, propone usted la charla de café como forma superior de enseñanza de la literatura... -Uno no se hace físico o cirujano porque sepa nada serio ni le interese seriamente la constitución del átomo o la histología del sistema nervioso. Uno se hace físico o cirujano porque le apetece verse a sí mismo en una central nuclear o en un quirófano. Uno imita el papel, y luego resulta que también le es grato el contenido, pero uno se siente atraído en primer lugar por las formas, eso es inevitable. No hay otra posibilidad de elección. Por eso, yo creo muy poco en lo que se enseña en clase, en las técnicas o los conocimientos precisos que un profesor pueda transmitir en clase. Yo creo en la posibilidad de proponer al alumno un modo de vida atractivo, y de hecho tengo la experiencia de que la mayor parte de mis alumnos (o, al menos, la parte que ha trabajado) ha partido más de un deseo de imitar un modo de vida, un modo de hacer y de estar, incluso en sociedad, que de un conocimiento o un interés real -que acaban, sin embargo, adquiriendo- por lo que es el contenido propio de la filología o de la historia literaria. (...) 56 - IX Herrumbrosas lanzas El destino y el estilo Los capitanes deliberan en consejo -a menudo, a propósito de una carta recién llegada- y despachan mensajeros acá o allá; el poeta establece el catálogo de las huestes y se recrea en el retrato de ciertos héroes; antes de trabarse una batalla, la mirada se vuelve a los agravios que han desembocado en las guerras en curso... Son ésas pautas tradicionales en el arranque de una epopeya, de la Ilíada a la Chanson de Roland; y bastaría verla abrirse precisamente según esas pautas, para no dudar de que Herrumbrosas lanzas nace bajo el signo soberano e imperioso de la épica. «Por una anomalía cronológica, muy comprensible, la reunión del 8 de febrero de 1938 se vio dominada, en el espíritu de los combatientes regionatos, más por el recuerdo y los precedentes de la campaña de 1936 que por los combates que se sucedieron a lo largo de 1937» (libro V). Por un procedimiento constructivo tan viejo e ilustre como las gestas de Homero, el primer volumen de Herrumbrosas lanzas (libros I-VI) parte de esa reunión del Comité de Defensa de Región, el martes de marras, y se demora especialmente en tal «recuerdo» y en la evocación de las dramatis personae; la segunda entrega (libro VII) inserta las doscientas páginas sobre la viuda y los hijos de Ricardo Mazón -cuando la primera República y la tercera carlistada- en medio de la treintena dedicada al intento de un descendiente suyo, el último Eugenio, por abrirse paso en la Sierra, en la ofensiva sobre Macerta que el tomo tercero (libros VIII-XII) lleva hasta las puertas de la ciudad -en el bando nacional- y hasta el 23 de abril de 1938, tras treinta y un días de lucha. Importa subrayar que el diseño épico se hace presente desde los párrafos iniciales de Herrumbrosas lanzas. En efecto, los tres volúmenes publicados hasta la fecha se nos presentan 57 ya como una exhaustiva summa o enciclopedia benetiana. El autor se ha complacido en dar vuelta y sacar punta a multitud de géneros, subgéneros y modalidades de escritura. Por no enumerar otras artimañas, en nuestra novela se evocan el "episodio nacional" y el folletín proletario, el drama rural y el diario de campaña, la farsa surrealista y la contundencia de la historiografía clásica, el formulario administrativo, la delicuescencia de cierta lírica y hasta las mismísimas crónicas de la guerra de España... Pero si fuera necesario reducir tan ricos elementos a un patrón unitario, probablemente habría que buscarlo en el común denominador de una inspiración épica. He aludido a las primeras páginas de la obra. No menos revelador, en el mismo sentido, es el desenlace del volumen tercero. La brigada de Eugenio Mazón ha llegado hasta los arrabales de Macerta «con el apoyo de la fortuna»; desde esa hora, a los soldados «no les quedó expedita otra salida que la desbandada»: «la aventura común había de conocer su fin para prolongarse en la peripecia personal de cada cual que -despojado de un destino compartido- con sus propios medios buscaría el sendero opuesto al de la guerra, la vuelta a casa o la capitulación» (XII). En verdad, ningún motivo más propio de la epopeya que los desmanes de la «fortuna» y la tiranía del «destino». La página por ahora última de Herrumbrosas lanzas los invoca con singular viveza, en tanto imagina, siempre con maneras épicas, el «vuelo migratorio» de «la alada, veleidosa y mercenaria victoria». Pero en todas partes se hace sentir la presencia omnipotente del destino, que con la estricta lógica del azar lleva a una derrota que los guerreros de Región quieren indeclinablemente suya. El planteamiento se fija desde el mismo íncipit: con independencia de las intenciones de los contendientes, «aquel destino quería que la guerra se prolongara, aunque fuera innecesaria; que se prolongara incluso más allá de sí misma, a lo largo de una rencorosa, sórdida y vengativa paz; y quería que hasta donde alcanzasen las vidas de los combatientes -y acaso las de sus hijos- se desarrollasen en un país diezmado y quimérico, en el que ni germinarían las semillas de las ideas nuevas y 58 modernas ni volverían a cultivarse los antiguos jardines. Se trataba de un destino con la vista puesta en un limbo de himnos y colgaduras -un limbo de vocablosdonde hasta las rosas habían de florecer para tomar partido» (I). El éxplicit del tomo primero recoge, perfila y traduce en conducta esa proclamación de principio: «quién sabe si aquel malhadado y afortunado asunto les sirvió para aceptar con fuste tamaño destino, para engolfarse en la lucha sin volver a pensar en su prevenido resultado, para encararla sin ninguna clase de derrotismo, para adoptar y dar el nombre propio a la criatura que otros habían dejado huérfana y para, puesto que estaban empeñados en un juego que no mostraba más que una salida y un solo ganador señalado de antemano, aprovecharlo en cada envite para exhibir sus aptitudes para él y, de paso y si a mano venía, extraer de su desarrollo alguna que otra satisfacción personal» (VI). De hecho, el mismo título -una frase poco menos que tradicional en la literatura española- nos remite a las múltiples versiones del destino. Una de ellas se descifra en Volverás a Región, y ni debe importarnos que la clave se dé en otra novela, ni viene al caso utilizarla para insistir en las coincidencias y divergencias de Herrumbrosas lanzas con los demás textos «de discutible valor» (I) que «un cierto autor» (III) ha urdido en torno a ese «punto de la geografía que sólo en los mapas de la época llama la atención». Como sea, en Volverás a Región, adentrándonos por el valle del Tarrentino, contemplamos los restos y huellas que una partida carlista en retirada dejó en las faldas del Monje, el pico más alto de la Sierra (2.415 m sobre el MBVE en Alicante): y «entre las atormentadas raíces de una encina o en el centro de un macizo de espinos surge de pronto la cabeza herrumbrada de una lanza que se yergue todavía hacia el cielo sosteniendo el raso descolorido y desflecado del distintivo regimental». Las lanzas de la discordia, sí, llevan tanto tiempo en Región, que no pueden sino haber criado moho venenoso. Las mismas lanzas -propone Juan Benet- han quedado en alto, por un tiempo, para blandirse al poco, rencorosas, no ya desde las correrías carlistas, sino desde que los moros vencieron a aquel 59 Rey que peleaba junto a los Mazón y que no pestañeaba para descubrírsenos como «un símbolo de la Historia» y añadir: «Annual, el Salado, el motín de Esquilache, el Memorial Ajustado del Expediente Consultivo, todo lo llevo en la sangre y me sirve de bien poco» (La otra casa de Mazón). El citado pasaje de Volverás a Región, por otro lado, se reescribe en cierta medida en el párrafo final del volumen III: «Hasta el botín adquirido durante el avance se fragmenta y desvanece en el aire para sumarse al polvo del combate, arrumbado en cunetas y encrucijadas, mucho más presente y reiterativo en la hora de su muerte que en los móviles instantes de su actividad: los elegantes SPA caídos de costado y afectados de bizquera; el cañón falto de una rueda o con el alma apuntada hacia el suelo; el caballo tumbado con las patas tiesas hacia arriba, como si se tratara de un hipertrofiado juguete de cartón, que aun después de muerto conserva un exangüe destello concentrado en sus ojos para tratar de comprender lo que en vida a fuerza de obedecer le había resultado tan enigmático» (XII). Esas lanzas vueltas «hacia el cielo», esos ingenios bélicos arrumbados, ese caballo «con las patas tiesas hacia arriba» son versiones de una misma pregunta por los enigmas del destino. En Herrumbrosas lanzas, el destino se dice de muchas maneras: expresa o tácitamente, en la traza general y en los episodios, en los símiles y en las minucias de la disposición. El narrador puede subrayar con trazo grueso el «veredicto histórico que el hombre de aquel país había recibido como herencia inajenable y de cuya confirmación, por sus propias culpas y no por las de sus abuelos o antepasados, deseaba ser merecedor» (VIII). O en el paso de una cuadrilla puede identificar «una imagen de anteayer que venía a demostrar que ni la guerra ni la paz habían cambiado no ya en decenios, sino en siglos» (VII). Pero la mano férrea del destino, la conciencia de que hombres y hechos son antes que otra cosa el cumplimiento de una ancestral sentencia de desamor y derrota, se reconoce sin necesidad de hallarla ponderada en términos tan directos. De hecho, es más eficaz artísticamente advertir, por ejemplo, que el descubrimiento del traidor incógnito termina por 60 permitir a los regionatos «usar a su antojo (y tanto más cuanto que la oposición a ella procedió de [aquél]) toda la caballería que pudieran reunir» (VI): vale decir, contra «quienes habrían deseado canalizar [la lucha] a través de las normas de la guerra moderna y despojarla así de todo sabor local», les permite allanar la vía del destino, elegir el arma con que ganarse la derrota y perderse, retrospectivamente, en un «horizonte lejano y romancesco» (VIII), al amparo de la profecía de don Tertuliano: «Lástima de música; se acabó el papel de la caballería» (III). Los dos centenares de páginas a cuenta de Ricardo Mazón, Laura Albanesi y su prole (VII) declaran con insistencia el señorío del destino: no porque en las rencillas de los abuelos se prefiguren anecdóticamente las desavenencias de los nietos, sino porque unos y otros se nos revelan, con idénticos títulos, como personajes de un solo drama, escrito desde siempre en un espíritu irónico e inmisericorde. Pero los dictados de anacronía y fracaso que pesan sobre Región no precisan doscientas páginas para hacerse palpables, sino que pueden cifrarse epigramáticamente en el par de líneas de una apostilla sobre «un pastor que aún merodeaba por allí», por el monte, y de quien basta anotar: «Llamado Ausencio Maroto, hijo y nieto de Ausencio Maroto, padre de Ausencio Maroto...» (IV). Al igual que se dejan apreciar en una trivial vacilación ante una fecha: «Eugenio calló, con la medalla entre las manos. Tal vez lo que había tomado como 1908 podía ser -bien mirado- 1868, a causa de unos guarismos semiborrados, quién sabe si intencionadamente» (IX). O del mismo modo que se remachan una y otra vez en las notas al pie, que ponen epitafio a la multitud de comparsas de quienes poco más refiere la crónica: «... donde falleció en 1946», «fue detenido y conducido a Valladolid...», «juzgado por sedición...», «caído...», «prisionero...», «desaparecido...», etc., etc. La suprema crueldad de ese destino regionato es reservarse para sí toda grandeza épica y abandonar a quienes lo sufren a una pequeñez sin paliativos. A más de uno no se le concede ni la dignidad del conocimiento, según ocurre con el par de lugareños que los falangistas toman como rehenes en El Salvador: 61 «Hasta el último instante no supieron o no comprendieron que iban a ser fusilados. No sabían lo que era eso» (II). Con escasas excepciones, cuantos tienen que ver con la última guerra de Región apenas esperan otra cosa que sacarle -leíamos- alguna pasajera y minúscula «satisfacción personal» (VI) o, si acaso, «un aval en el campo de los vencedores» (II). Entendemos la razón de tan universal mezquindad o insignificancia: el destino verdaderamente despiadado, la más grave condena que aguarda a Región, no es la guerra, sino la posguerra, «la paz canalla que vendrá a continuación» (XI); y los auténticos horrores de la guerra están en empezar a medir por los raseros de miseria e ignorancia triunfadores en la posguerra. Va siendo hora de precisar que el destino de cuya prepotencia en Herrumbrosas lanzas he anotado unas pocas muestras me interesa menos como tema que como técnica o tenor de estilo. Más allá de alguna duda ocasional y presumiblemente burlona (verbigracia, en VII: «Cabe conjeturar...»), el narrador goza de una omnisciencia sin resquicios, y la aplica muy particularmente a resumir en cuatro palabras el porvenir de los figurantes que cruzan un momento por el relato: «El mismo muchacho del marlo, un poco más hecho y con una camisa azul, fue uno de los primeros en entrar en Región» (II), etc., etc. Y se entiende, porque su voz es ni más ni menos la del destino. El narrador no es un oráculo, sino el destino mismo, que dice y crea una realidad absoluta: unas figuras y un ámbito -el famoso «espacio mítico» de Región- con larga analogía con la España de ayer, pero que sólo importan como enunciado, como discurso. No podría predicarse otro tanto, creo, de la mayoría de las novelas centradas en la guerra civil española, disculpablemente presididas por el impulso mimético, duplicatorio. Por el contrario, con semejante punto de referencia argumental, no conozco ninguna otra en que el empuje propiamente creador sea más decidido que en Herrumbrosas lanzas. Herrumbrosas lanzas es un sostenido acto de dominio: menos una novela de la guerra que la autoridad de la voz que cuenta una guerra. No se trata de conseguir la impresión de verdad, l'illusion comique habitual: se trata de obtener el asentimiento del lector a la instauración de un universo de lenguaje. El 62 narrador pone sobre la mesa unas condiciones perentorias: el lector puede aceptarlas o rechazarlas, pero no discutirlas, y en cualquier caso, el narrador no cesa de recordarle página tras página quién manda allí. Así, por ejemplo, Herrumbrosas lanzas exhibe un copioso repertorio de dos de los rasgos de estilo que nunca dejan de señalarse como característicos de Benet: la escasez -casi inexistencia- de diálogo directo y la abundancia de extensos períodos en que paréntesis e incisos se encastran unos en otros y donde toda interpolación tiene asiento. Los críticos parecen unánimes al elucidar el segundo de tales procedimientos: indica -afirman- la complejidad de la vida, la confusión o la ambigüedad de cosas y personas, la inefabilidad de la experiencia... Sin negarlas rotundamente, confieso que esas interpretaciones se me antojan un tanto mecánicas y no llegan a satisfacerme. No veo que los párrafos en cuestión tiendan a enfrentarnos con nociones complejas, confusas o inefables: bien al revés, yo diría que generalmente se cuentan entre aquellos que nos ofrecen juicios e imágenes más nítidos, mejor deslindados, aun si de lectura discretamente laboriosa. Benet es maestro en sugerir dimensiones enigmáticas, apuntar a las zonas de sombra, entronizar incertidumbres. No creo, sin embargo, que ese arte lo ejerza en forma especial mediante el recurso a la peculiaridad sintáctica tan celebrada (o deplorada); y, desde luego, no pienso que en ella deba apreciarse ninguna "dificultad", entendiéndola como 'obstáculo a la captación del referente' (referent). Porque, si se diera en los párrafos en debate, lo que habría que captar sería la "dificultad", el "obstáculo", y porque Benet excluye todo "referente" ajeno al discurso en sí mismo. Los meandros de la sintaxis benetiana, deliberada y obviamente artificiosos, realzan justamente ese último dato: el narrador nos obliga a plegarnos a sus propias exigencias, para que no descuidemos que no hay más realidad ni más valor que la voz que cuenta. (Claro está, dicho sea de paso, que la renuncia a seguir una línea argumental sin quiebros o "digresiones" y, en concreto, la prolongada incursión en el siglo XIX que nutre el libro séptimo de Herrumbrosas lanzas, en buena medida no 63 son sino otra versión, a distinta escala, de la misma técnica). Pero no dispar, y más inmediatamente perceptible, es la función del otro rasgo discantado por la crítica: pues la escasez del diálogo es uno de los modos más tajantes de promulgar el principado del narrador, el imperio del estilo sobre todas las cosas. La singularidad estilística de la voz que cuenta se impone tan ineludiblemente al lector como el destino se impone a los personajes. El estilo es el destino. La guerra de Juan Benet En julio de 1936, los mandos del Regimiento de Ingenieros acantonado en Macerta, al Este de Región, abrazaron sin dudarlo la causa de los rebeldes a la República. La excepción fueron un comandante y un par de capitanes, a quienes sus compañeros decidieron encerrar en sus respectivos despachos, cada uno con la pistola reglamentaria y una sola bala que debía ahorrarles a ellos la vergüenza de la «traición» y a sus camaradas la repugnancia de derramar sangre amiga. Los disparos de los dos oficiales sonaron en seguida, pero el jefe se hacía esperar. Un brigada de O. M., impaciente por el mucho trabajo que el retraso ponía en peligro, se resolvió a darle prisa, con el debido respeto y subordinación: «Mi comandante -dijo con la oreja arrimada a la hoja de la puerta y metiendo la voz por el ojo de la cerradura-, que es para hoy». Al otro lado, le respondió una voz apagada, pero firme: «No pretenderéis que me vaya de este mundo si haber concluido mis oraciones». Como el disparo seguía sin dejarse oír, al rato el brigada volvió a la carga: «Mi comandante, ¿a qué clase de oraciones está usted aplicado?». «Un rosario que le tenía prometido a Santo Domingo desde el día que senté la plaza actual y una salve a Santa Áurea, cuya festividad celebramos hoy». «¿Le falta mucho, mi comandante?». «Un par de misterios nada más, hijo mío, y la salve». Pocos minutos después, en efecto, los numerosos miembros del Regimiento que habían ido congregándose para asistir al desenlace pudieron por fin escuchar un sonoro «Amén» y, al 64 poco, el moroso disparo. El espectáculo que les aguardaba al irrumpir atropelladamente en el despacho fue tema de conversación, por lo bajo, durante toda la guerra. «La mesa había sido arrimada a la pared y despojada de todo papel y utensilio, como un altar; tan sólo en su centro un crucifijo dominaba todo el ámbito; el archivador y la silla habían caído bajo la ventana, y la pistola yacía en el centro del suelo de baldosín, rodeada de unas desiguales gotas oscuras, pero sin charco de sangre. La ventana estaba cerrada». Pero el cadáver del comandante no apareció nunca, por ningún lado, ni dentro ni fuera del despacho. La solución al enigma puede hallarla el lector en el capítulo segundo de Herrumbrosas lanzas, en el caso de que no la haya encontrado ya con las pistas contenidas en el resumen que acabo de dar (y donde figuran todos los datos necesarios para proponer la única hipótesis adecuada). Por mi parte, pienso que el suicidio del devoto comandante puede darle al lector una buena idea de cuál y cómo es la guerra civil que cuenta Juan Benet en la última y quizá más apasionante de sus novelas. Porque, como en esta historia, la pugna fratricida que narra Herrumbrosas lanzas retiene siempre los rasgos fundamentales de la guerra de España, pero los enriquece con trazos singularmente sugestivos y reveladores que sólo son perceptibles en el mundo de Región, el escenario creado a punta de imaginación en que Benet sitúa las más de sus obras y del que ahora nos ofrece incluso una detallada representación cartográfica (a escala de 1:150.000) cuyo mero examen es una auténtica delicia. En verdad, sólo en Región la guerra civil muestra a la vez y en cada uno de sus episodios todas las dimensiones que la hacen globalmente significativa en otros marcos: los elementos dramáticos conviven ahí necesariamente con los grotescos, y el conjunto de unos y otros cobra una categoría de misterio -como en el suicidio del comandante leal- y adquiere unos perfiles de irrealidad, o irracionalidad, que iluminan el más hondo sentido de la contienda. Por Herrumbrosas lanzas desfila, por ejemplo, una estupenda caravana de personajes a cual más estrambótico y original. Es 65 difícil de olvidar el portero de los Escolapios, que consume las sesiones del Comité de Defensa de Región exponiendo sus planes para incendiar sistemática, científicamente, primero el colegio, luego la ciudad entera, barrio a barrio (empezando por el más alto), y al cabo pegar fuego «a los huertos, los molinos y hasta los caballos». Ni se nos despinta el antiguo guarda jurado Feliciano Fidalgo quien, al convertirse en jefe de la brigada regionata, traslada al cuartel la cátedra de historia universal que ocupaba por libre en la cantina y entorpece todo el quehacer de la guarnición con incansables disertaciones lo mismo a cuenta «de Viriato que de la capa de armiño del Rey de Francia». Ni menos el atacado de melancolía que se interesa por la posibilidad de tocar el piano eligiendo unas cuantas teclas y despreciando las demás y que, al quejársele alguien de que ni siquiera en la cama alcanza reposo, le recomienda: «Pruebe debajo»... Sería erróneo suponer que esos tipos extravagantes tienen un alcance simbólico. De hecho, no hay en ellos más simbolismo -digamos- que en el relato de las operaciones militares, que Benet presenta con una precisión, una viveza y una densidad de matices dignas de cualquiera de los grandes historiadores clásicos. Pero del mismo modo que cada una de las acciones bélicas ilustra aspectos generales de la campaña toda, sin por eso volverse simbólica ni perder su entidad propia, cada uno de los pintorescos comparsas de Herrumbrosas lanzas echa una luz peculiar sobre la trama de razones y sinrazones de la guerra de España y, sin difuminar su atrabiliaria individualidad, aporta una pincelada imprescindible en el cuadro total. Pocas veces en la novela española de nuestros días una intriga central de tanta fuerza se ha conjugado mejor con escenas o situaciones que podrían constituir por sí solas textos autosuficientes. Así, la pasajera ocupación de El Salvador por una partida de falangistas se dejaría leer sin problemas fragmentada en media docena de magistrales estampas sueltas. Entre ellas se cuentan miniaturas con apariencia de farsa tan regocijada como la detención del lugareño que, preguntando si votó al Frente Popular, asegura que sí, que eso, que el Frente Popular, mientras su mujer, no para defenderlo, sino para 66 aclarar ante desconocidos «la clase de estimación que le merecía en cuanto hombre público», no cesa de refunfuñar: «Ése qué va a saber, ése no sabe ni dónde tiene la mano derecha». El reverso de la medalla está en el momento de la retirada, cuando los falangistas, tras grabar las iniciales FE en los muros de la iglesia, deciden ejecutar a los dos infelices «rehenes» que han tomado: «Hasta el último instante no supieron o no comprendieron que iban a ser fusilados. No sabían lo que era eso». Pero ni que decirse tiene que esas células de posible consistencia independiente se traban entre sí con la solidez de un impecable arte de narrador. Juan Benet tiene fama de escritor difícil. Es cierto que en obras como Un viaje de invierno o Saúl ante Samuel se encuentran algunas de las páginas más complejas y más ricas de la prosa contemporánea. Pero ni siquiera ahí la dificultad, cuando parece producirse, es un vano alarde de lenguaje, ni menos un objetivo en sí misma, sino un dato esencial del contenido, y con frecuencia busca precisamente articularse con pasajes de muy otro calibre, en un claroscuro que confirma la multiplicidad del genio estilístico benetiano. En cualquier caso, en Herrumbrosas lanzas ese genio elige como vehículo expresivo preferido una prosa admirablemente ágil, y diáfana, donde más de una vez destellan las imágenes dotadas de una extraordinaria capacidad de explicación. Bastaría citar las líneas en que el autor pasa revista a los pillajes de los milicianos, cuyos expolios no perdonan ni las más modestas relojerías, pues «hasta las de portal -acota- parecen de manera muy especial despertar el instinto predatorio de la masa alborotada, ansiosa de saldar con relojes la larga deuda de tiempo perdido en la miseria». Los extractos anteriores no pueden dar sino una pobre idea de Herrumbrosas lanzas. Con instinto siempre certero, recta o irónicamente, Benet rescata un vasto repertorio de maneras de escritura narrativa, desde los Anales de Tácito hasta la crónica de sucesos, y toda la gama de la ficción. No es sencillo decidirse por uno o por otro aspecto, a la hora de dar noticia breve de una obra tan madura y fascinante. Pero a muchos sí se nos impone un juicio en síntesis: la guerra de 67 Juan Benet, la guerra de Región historiada en Herrumbrosas lanzas, es la más alta recreación novelesca de la mayor tragedia española. -XLa literatura de las naciones I Los grandes clásicos castellanos se contemplan a menudo como un desfile de la historia de España. Junto al Cid Campeador de las gestas, los héroes del romancero: el rey Rodrigo, los siete Infantes de Lara, Bernardo del Carpio... El intachable caballero de la ficción pura, Amadís de Gaula, a unos pasos del conquistador de la áspera verdad americana, Bernal Díaz del Castillo. El Lazarillo de Tormes y el Buscón, flor de la picardía, con Teresa de Jesús y con Segismundo: «Soñemos, alma, soñemos otra vez». Todo el repertorio del amor: Don Juan Tenorio y el trágico Caballero de Olmedo; Calisto en las nubes, Melibea a ras de tierra, y Celestina donde la llamen. Y por encima de todos, antes que nadie, Don Quijote. Pero nos engañamos al imaginar que esos personajes, ciertamente imborrables, son un reflejo de la historia de España. Ocurre exactamente al revés: la historia de España la imaginamos como un reflejo de esos personajes. Cuando decimos que alguien es un pícaro o demasiado quijotesco o todo un don Juan, estamos confesando que la vida imita a los clásicos. II -És possible avui una història de la literatura nacional, tant si l'eix d'unió n'és la llengua com si l'element determinant n'és la política (fronteres, estats, etcètera), vist el pluralisme intrínsec de la major part 68 de les cultures europees i, en concret, de la catalana, pregonament plurilingüe, d'antuvi, catalano-provençal-castellano-llatina i, més tard (d'ençà del segle XV), sobretot catalano-castellana, i les identitats lingüístiques de països políticament separats, com ho són França i una part de Bèlgica o les dues Alemanyes, Àustria i la Suïssa alemanya? -És més aviat a l'inrevés: no es possible, avui, una història nacional que no sigui literatura. Una "nació" no és una realitat histórica de longue durée (Espanya, per exemple, no existia ni al 1492, ni al 1808, ni tan sols un segle enrere: la vida espanyola de 1990 té un deute incomparablement més gran amb els EUA que amb l'Espanya de 1898). Els nacionalismes, per tant, responen a desigs i il·lusions datats en un present prou breu però que pretenen convertir-se en claus del passat per impulsar un futur igualment anacrònic. Aquesta deformació és particularment fàcil en el terreny de la literatura, perquè l'elecció d'una determinada llengua com a aglutinant d'una «literatura "nacional"» té una certa justificació literària, i no pas, com és obvi, nacional. Tret que, és clar, hom prengui el primer pel segon. Aquest és justament el cas: posat que la "nació" com la pensen els nacionalismes no té entitat real, posat que primer cal definir-la i després construir-la retrospectivament, basar-la en la literatura és una operació fins i tot més acceptable que no altres. És la idea de "nació" d'avui la que decideix quina és la "literatura" d'ahir, i és la literatura així seleccionada, i entesa en conseqüència, la que encoratja el nacionalisme. III Signor Presidente, Carlo Dionisotti scrisse mezzo secolo fa che per molto tempo l'unico libro nel quale la maggioranza degli italiani poté trovare un'immagine unitaria della sua storia era la Letteratura italiana del De Sanctis. Dell'Europa non potrebbe affermarsi esattamente lo stesso, però, in ogni modo, è vero che i libri nei quali tutti abbiamo 69 potuto scoprire una storia dell'Europa più significativamente unitaria, una storia nella quale i vincoli e le dipendenze mutue superavano le divisioni e le guerre, sono state le storie della letteratura, a partire dalle grandi somme del Settecento, come l'Origine, progressi e stato attuale di tutta la letteratura, del Padre Andrés, e, in modo particolare, con le interpretazioni globali così care ai romantici, cominciando dai quattro volumi di Sismonde de Sismondi De la littérature du Midi de l'Europe. L'evidenza che le cose stanno così mi ha portato qualche volta a pensare che sia l'Europa che soprattutto l'Italia potevano comprendersi come un genere letterario o, almeno, come un'opera d'arte della parola. In ogni modo, l'osservazione mi risulta meno interessante rivolta al passato che riferita al futuro. La costruzione "materiale" di un'Europa unita sta facendo, mi sembra, i suoi primi passi fortunati, e tutti ce ne congratuliamo. Ma è anche vero che tutti siamo d'accordo sul fatto che quest'unità politica, sociale, non potrà raggiungere la sua maturità se non è accompagnata da un'intensificazione di un'unità culturale che non si limiti a condividere qualche best-seller. Ancora una volta si direbbe dunque che conviene pensare all'Italia e all'Europa, per dirlo in maniera epigrammatica, come se fossero generi letterari e opere d'arte della parola. Magari. Questo convegno internazionale convocato dall'Accademia dei Lincei per prendere in esame alcuni aspetti essenziali de «La cultura letteraria italiana e l'identità europea» è un valido contributo in questa direzione, e il fatto che il Presidente della Repubblica abbia voluto accogliere sotto il suo patrocinio l'iniziativa dell'Accademia ci rivela che fra i responsabili della nuova Europa esiste un'efficace sensibilità nello stesso senso e ci regala, quindi, una deliziosa speranza. Grazie, signor Presidente. - XI Sobre si el arte es largo Cada época traiciona de una forma a los maestros antiguos: sólo así puede seguir respetándolos como clásicos. Está pronto dicho y parece poco dudoso que «la vida es corta, y el arte, largo». Pero ni uno solo de los elementos de la vieja sentencia, ni, desde luego, toda ella, ha dejado de recibir el homenaje de la refutación. Se sorprendía Séneca de que la mayor parte de los mortales se quejara de la parvedad del tiempo que nos concede la Naturaleza. Que el vulgo necio se lamente -razonaba- puede entenderse, pero ¡qué lo hagan también Hipócrates y el mismísimo Aristóteles! De ahí, de ese error, «viene aquella sentenciosa exclamación del príncipe de los médicos: vitam brevem esse, longam artem». Porque error es pensar que la vida es breve. No: nosotros la abreviamos. «No es que tengamos poco tiempo, sino que perdemos mucho». La Edad Media a menudo trivializó el célebre comienzo de los Aforismos, por ejemplo, en satánicos versículos para tirones: «Ars crescit, vita decrescit, sic labitur hora», «Ars est longa nimis: abdita causa latet», «Ars longa est nec non plurima, vita brevis»... Pero más llamativo es que negara el segundo miembro y llegara a proclamar que, sea la vida como fuere (de corta, claro), el arte es de una brevedad lamentable: «presto se acaba e non dura». En el Secretum, Petrarca osó impugnar la totalidad. Dudaba allí si dedicar los años de su madurez a completar las grandes empresas de humanismo y literatura que había empezado de mozo o más bien abandonarlas y consagrarse a empeños de mayor enjundia moral; y San Agustín se le aparecía para aconsejarle la segunda vía y recordarle que muchos años atrás ya le advirtió que acabaría enfrentándose con esa perplejidad: «Te lo había dicho, y nada más ponerte a la tarea, al verte tomar la pluma, te avisé de que la vida es breve e incierta, largo y cierto el esfuerzo, grande el trabajo y mínimo el fruto...». Pero 71 Francesco ponía en cuarentena semejante paráfrasis de Hipócrates y, por lo menos en el momento, con un gesto que iba a tener muchos paralelos a lo largo del Renacimiento, se resolvía a perseverar en el Africa y en el De viris illustribus. Cabe atribuirlo al "espíritu del barroco" o a la mala leche de Mateo Alemán, pero no debe olvidarse que la cita puntual del primero de los Aforismos («la vida es breve, el arte larga, la experiencia engañosa, el juicio difícil») se corrobora inmediatamente con el pasaje más amargo del amarguísimo Guzmán de Alfarache: «Es cuento largo tratar desto. Todo anda revuelto, todo apriesa, todo marañado. No hallarás hombre con hombre; todos vivimos en asechanza los unos de los otros, como el gato para el ratón o la araña para la culebra, que, hallándola descuidada, se deja colgar de un hilo y, asiéndola de la cerviz, la aprieta fuertemente, no apartándose della hasta que con su ponzoña la mata». Todavía los románticos, como el tardío Antonio Machado, seguían dándole vueltas al dicho hipocrático, para desmentirlo a ratos (Sabe esperar, aguarda que la marea fluya -así en la costa un barco- sin que el partir te inquiete. Todo el que espera sabe que la victoria es suya, porque la vida es larga y el arte es un juguete) y a ratos para confirmarlo (Y si la vida es corta y no llega la mar a tu galera, aguarda sin partir y siempre espera, que el arte es largo y, además, no importa). Se ha negado, pues, que la vida sea breve y se ha rechazado que el arte pueda juzgarse largo; se ha rehusado la lección de Hipócrates o se la ha aceptado para cambiarla enteramente de sentido; se ha mariposeado entre todas las posibilidades... La gran traición al maestro de Cos, sin embargo, es la que más nos complace a los modernos: suponer que el "arte" mentado en los Aforismos es sencillamente nuestro 'arte'. 72 Para nada. El 'arte' de que ahí se trata, la te/xnh de los griegos, el ars de los latinos, no es el fruto feliz del azar y la genialidad natural -como nosotros tendemos, aún, a pensar-, sino de la experiencia y el estudio. No es tanto la inspiración cuanto la tradición, y menos el 'arte' que el saber, la artesanía y el artificio. Vanguardistas y reaccionarios podríamos darnos con un canto en los dientes si el 'arte' de nuestro fin de siglo no olvidara la añosa te/xnh de Hipócrates. - XII «Persicos odi...» a Octavio Paz Las fiestas aparatosas, persas, Octavio, recusas; huyes las galas profusas y no buscas raras rosas para guirnaldas pomposas. Que tú y yo nos contentamos con arrayán, sin más ramos: mirto del campo es lo nuestro -aprendiz yo, tú maestro. Vuelve: a la sombra bebamos. - XIII ¿Quién como él? El cariño, la emoción, el dolor no se dejan resumir en datos. La admiración, sí, y bien a poca costa. Voici des détails (relativamente) exacts. 73 Hacia 1920, un joven poeta recién llegado de Cádiz mantenía con un coetáneo suyo, madrileño, interminables conversaciones sobre la lírica de última hora que uno y otro llevaban en la uña. Pero, además, salía de casa de su amigo llevándose siempre bajo el brazo algún viejo libro que él no había frecuentado: una edición de Gil Vicente, el Cancionero de Barbieri, los Romances de don Marcelino... En 1925, un jurado presidido por Menéndez Pidal, junto a Antonio Machado y Gabriel Miró, premiaba con el Nacional de Literatura la poderosa conjunción de ecos tradicionales y valentía más que moderna de un libro capital: Marinero en tierra. Un año después, un excepcional conocedor de las literaturas de vanguardia, tan ducho en lenguas germánicas como en románicas, traducía en una prosa admirable, como no ha vuelto a visitarnos, la primicia más cuajada de la nueva novela europea. Él tituló esa versión Retrato del artista adolescente. Decía llamarse Alfonso Donado. Otro Nacional de Literatura se fue al poco a un filólogo excepcional por la calidad de sus saberes, pero también por la capacidad de conjugarlos con la más fina comprensión de las exigencias estéticas del momento. Porque La lengua poética de Góngora no sólo ponía en limpio al creador más proverbialmente difícil del Siglo de Oro, sino que a la vez, sin forzar ni a don Luis ni a los contemporáneos, era fiel al maestro antiguo y a los fervores modernos. Cuando el horizonte de los líricos españoles pocas veces iba más allá del caramelo de unos juegos florales, un libro de versos, Hijos de la ira, ponía patas arriba a todo el Café Gijón, entraba a saco en el jardín de los «celestiales» y abría una página nueva y distinta en la poesía española, incluso para quien no pasara de las primeras líneas: Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas). A vuelta de un par de años, a quienes les tocó la china fue a los romanistas. Frente al dogma positivista de que las letras europeas empezaban con los trovadores, un colega castellano, 74 que hasta entonces apenas había escrito sobre el particular, los sorprendía dejando claro y bien claro que la poesía en romance se abría ya en el siglo XI con unas «cancioncillas de amigo mozárabes» -las jarchas-, que enlazaban con la lírica latina popular y, ya a esa altura, anunciaban direcciones esenciales de la por venir. Creadores y críticos de España e Hispanoamérica, cuando apuntaban los cincuenta, tenían sobre la mesa un breviario de Poesía española (Ensayo de métodos y límites estilísticos) y otro de Poetas españoles contemporáneos. Una parte fundamental de cuanto entonces se escribió sobre poesía y en poesía, muchas coordenadas que aún nos sirven para comprender a los grandes autores del momento, y hasta montones de versos de las plumas más dispares (de Blas de Otero a Gil de Biedma), nacen ni más ni menos que de esos dos libros. La epopeya francesa, y con ella la épica románica medieval -así lo proclamaba la ortodoxia-, había surgido por elaboración letrada en el curso del siglo XII. De pronto, cuando a los romanistas no les había dado tiempo a respirar después del susto de las jarchas, un artículo aparecido en la Revista de Filología Española y consagrado a dilucidar las pocas palabras de una desconocida Nota Emilianense demostraba más allá de cualquier duda que para principios del siglo XII el Cantar de Roldán era ya casi una antigualla que llevaba decenios y decenios corriendo de juglar en juglar, de boca en boca. La enumeración, el catálogo, la bibliografía podrían extenderse hasta el tedio. Pero esos pocos detalles bastan para dar una idea de lo mucho que hemos perdido. Pertenecía a una época y a una generación de gigantes, y enanos somos quienes hemos venido después; si no fuera por otras razones, porque hemos de medirnos por la talla que era suya. Podemos llorarle porque le queríamos, porque le debíamos más que se puede decir. Pero le lloraremos, en cualquier caso, por lo pobres que sin él nos descubrimos, por lo solos que sin su presencia lejana nos quedamos. ¿Quién como él podría hoy encauzar una riquísima promoción de poetas españoles, apuntar caminos inéditos a la novela, definir la estética de medio siglo de plenitud literaria, revolucionar la lírica, remontarse 75 a la Edad Media, al Renacimiento, el Barroco, y cambiar radicalmente las interpretaciones y los hechos que pasaban por más sólidamente establecidos? En verdad, ¿quién como él? ¿Quién como Dámaso Alonso? - XIV La brevedad de los días El Caballero de Olmedo, en primer lugar, es un prodigio de gracia y fluidez. La acción, amenísima, llevada a paso ligero, del enredo a la aventura y al lance emocionante, siempre a más, prende la atención de inmediato. El espectador no puede sino verse arrastrado por las peripecias de la trama, por las pasiones que los personajes sienten y comunican con una frescura y una naturalidad pegadizas, por el ingenio y la elegancia del diálogo. La alegría y el gozo de vivir reinan sobre las tablas. Poco a poco, sin embargo, uno va percibiendo algo sombrío e inquietante en el trasfondo de esas escenas colmadas de humor y jovialidad, y en la chispeante intriga empieza a descifrar más bien la crónica de una muerte anunciada. La desazón crece por momentos: en el paisaje lleno de luz asoman nubes cada vez más negras, presagios cada vez más tristes. La comedia, sin dejar de serlo y parecerlo, se desliza hacia la tragedia: el río de la acción corre hacia el oscuro mar «que es el morir». Cuando se estrenó la obra, hacia 1620, la sensación de inquietud debía ser todavía más honda, porque el público tenía muy presente la leyenda del Caballero, gracias a un baile (una mezcla de romance y pantomima) que la había llevado ya a los corrales y gracias a una seguidilla que andaba en boca de todos: De noche le mataron, al Caballero, 76 a la gala de Medina, la flor de Olmedo. Con esa copla en la cabeza, autor y espectador se hacían cómplices, compartían un secreto que los personajes sólo podían intuir, y la función, desde el arranque, se contemplaba necesariamente con la perspectiva del final desdichado. Cuando la alcahueta, por ejemplo, alababa a don Alonso llamándole «la gala de Medina», era inevitable recordar «que de noche le mataron», percibir intensamente el amargo contraste entre el presente aún feliz y el destino trágico que marcaba el horizonte de los protagonistas. Por ahí, la obra entera consiste en realidad en un único, prolongado flash-back: se inicia con la muerte del Caballero en la memoria del público y vuelve atrás para ir revelando paulatinamente las circunstancias y las sinrazones de esa muerte. El drama está en que don Alonso Manrique, el Caballero de Olmedo, es un extraño en todas partes. Forastero en Medina, el mismo hecho de lograr allí el amor de doña Inés y hacerlo crecer con los triunfos que cosecha ante los ojos de toda la villa le atrae los odios que lo perderán. Obligado a recluirse en Olmedo y fiarse de terceros para evitar que a la dama la casen con otro, ¿qué puede hacer sino enredarse en una madeja de ilusiones y temores, alimentados antes por conjeturas que por certezas? La culminación del proceso ocurre cuando, en el desenlace, se encuentra con la Sombra de sí mismo, literalmente: intruso en Medina, a disgusto en Olmedo, relegado a los márgenes de la acción, perdido en ensoñaciones y barruntos, ha acabado por quedarse definitivamente solo con sus fantasmas. El destino del Caballero es más cruel porque lo tiene maniatado, acorralado en una destructora imposibilidad de obrar. Lope subraya ese hado, esa dimensión fatal, alejándolo del escenario durante buena parte de la representación: no lo muestra tanto como lo cuenta. Así, lo mismo antes que después de la noche en que le mataron, don Alonso es una ausencia y una nostalgia: un perfil que pasa y se desvanece apenas entrevisto. 77 Esa imagen de fugacidad, en manos de otro autor de la época, difícilmente habría dejado de servir para endilgarnos una lección de "desengaño". Pero Lope prefiere ceder la palabra a la alcahueta Fabia: La fruta fresca, hijas mías, es gran cosa, y no aguardar a que la venga a arrugar la brevedad de los días. Con la conjunción de risas y desasosiegos que da forma a la obra, Lope dice que la comedia es tan verdadera como la tragedia y las tinieblas de unos días no impiden el resplandor de otros. Junto a la melancolía por la caducidad de la belleza y las grandes esperanzas, en El Caballero de Olmedo hay también una limpia celebración del amor y la vida. - XV Un adiós a Gianfranco Contini Después de casi medio siglo de magisterio en Friburgo, Florencia y Pisa, Gianfranco Contini, ya septuagenario, se retiró a los altos del Piamonte, en Domodossola, donde había nacido y se había criado y donde vivió la «esaltante» aventura de la república partisana. Allí, hace unos días, le ha llegado la muerte, cuando acababa de cumplir los 78 años. Temo que el nombre de Contini no dirá demasiado a los lectores españoles. Si en verdad es así, será sólo una prueba de que el aldeanismo sigue siendo la mayor miseria intelectual del país. Sin embargo, cuando la literatura italiana está cerca de conocer un boom entre nosotros, no sobrará recordar, como mínimo, que tras la consagración universal de Gadda, tras el Premio Nobel a Montale, tras el temprano prestigio del Pasolini sperimentale, está y de manera decisiva, el ejercicio crítico de Gianfranco Contini. 78 Contini no era sólo, ni siquiera en primer término, un crítico militante, el interlocutor por excelencia de ésos y otros grandes escritores de la Italia contemporánea. Romanista de pies a cabeza (es fama que hablaba todas las lenguas romances reconstruyéndolas paso a paso a partir de los paradigmas latinos), excepcional editor de textos (¡y qué textos, de los poetas del Doscientos al Fiore, que el restituyó a Dante!), medievalista convicto y confeso, era una suma pocas veces repetida de perspicacia literaria y dominio absoluto de las técnicas más refinadas de la filología. Lo que le hacía invulnerable era justamente la convergencia de pasión y rigor, la increíble capacidad de ser a un tiempo descriptivo y prescriptivo. No tuvo quizá Contini una teoría ni un método distintivos, porque prefirió que en cada caso se los dieran los datos singulares del texto. La literatura le interesaba en especial como tensión, «nel suo fare», como «un quehacer perennemente móvil y no acabable, del que el poema histórico representa sólo una fase posible, de hecho gratuita, no necesariamente la última». Ponía una infinita atención en el detalle formal, pero no le parecía de valor si no iba más allá de la forma, si no resultaba significativo en el contexto próximo y remoto del autor, en el ánimo del lector y en el fluir de la historia que corre del uno al otro. Entender y apreciar una página era para él ver cómo casaban todas esas piezas. Las etapas de semejante búsqueda las contaba en un estilo espléndido, ciertamente complejo, pero por ello mismo más revelador a la postre. No hay razón -pensaba- para que un estudioso escriba peor que un creador. Críticos y lingüistas tienden hoy a infligirnos un lenguaje ratonero, con la insufrible soberbia de suponer que sus lucubraciones valen tanto en sí mismas, que una cierta elegancia en el decir no podría sino debilitarlas. Con los escritores sobre quienes discurría, Contini tuvo siempre el respeto y la decencia de gastar una prosa no indigna de ellos. En la familia del maestro había una vaga leyenda de descender de marranos españoles, unos hipotéticos «Contino» judíos escapados a Italia. En todo caso, Contini nunca dejó de mirar con amor y curiosidad a la otra Península: tanto, como para 79 ser pionero en la consideración estructural de la fonología española, publicar los versos castellanos del barcelonés Benet Garret (en Napóles, il Cariteo) o hacer sagaces acotaciones a Luis Buñuel. Sin sentar plaza de "hispanista" (Dios sea loado), no quiso perder de vista las cosas de España, y fue uno de los hombres de letras de su generación que más tenazmente llamaron a no olvidarlas en el riquísimo marco europeo que a él le era propio. Bastaría a probarlo el reproche apenas velado que dirigió al gran Roman Jakobson al comprobar que el español era la única «delle grandi lingue di cultura» ausente (mejor no inquiramos por qué) en Poetry of Grammar. Junto a las despedidas que «en este trago» se le dedican en tantos lugares, no debe faltarle un adiós desde España. - XVI Un par de razones para la poesía En la historia literaria de Europa, un poema es esencialmente un objeto verbal forjado para permanecer en la memoria y por ello construido como una red de vínculos capaces de lograr que la evocación de uno solo de sus componentes arrastre a la evocación simultánea de todos los restantes. El procedimiento fundamental para cumplir ese designio estriba en disponer los factores del poema en series gobernadas por el principio de reiteración (el gran Roman Jakobson lo sustanció en pocas líneas): los ingredientes del poema tienden a presentarse duplicados o multiplicados, repetidos por otros ingredientes paralelos. De tal manera, el poema imprime en el lenguaje un rasgo que normalmente le falta a éste y que, en cambio, caracteriza a la gran mayoría de los otros productos de la actividad humana: la simetría, la proporción y la correspondencia entre las partes y el todo. Así, al recortar en el lenguaje unas unidades iguales o equiparables, los versos estructuran el poema como un discurso 80 presidido por la persistencia de un mismo diseño formal. La pauta de un verso repite la de los anteriores y propone la de los siguientes, en una invitación a enfilar el poema como serie, como conjunto cada uno de cuyos elementos constitutivos, aun si tiene una validez propia, remite forzosamente a todos los demás. La reaparición periódica de unas figuras acentuales refleja o predice la conformación de los contextos contiguos y, por ahí, los liga mutuamente. El poema suele mostrar una textura fonética tan peculiar como un hermoso rostro: los rasgos que lo dibujan no tienen por qué significar nada, pero lo hacen inconfundible. El recurso más común para alcanzar esa fisonomía distintiva es la insistencia en ciertas secuencias de sonidos por debajo del umbral de la palabra. La rima exige tener presentes elementos que han quedado atrás y relacionarlos con otros que van saliendo al paso, de suerte que reaviva continuamente la percepción simultánea de los múltiples integrantes del conjunto. En el símil, una realidad se compara con otra (tácita o expresa), mientras en la metáfora, una realidad se afirma idéntica a otra. En una imagen, pues, los términos en juego son siempre (cuando menos) dos, de manera que el uno repite al otro, iluminándose ambos recíprocamente, con un intercambio de datos y perspectivas, proyectando el uno sobre el otro, transitando del uno al otro, en un proceso resueltamente análogo, en cuanto al sentido, a las idas y venidas de unos a otros a que nos empujan los componentes formales. Es perfectamente legítimo -pongamos- definir la rima como una metáfora prosódica o bien observar que unos versos rebosan de ritmos gramaticales. El universo del poema está trabado por una profunda coherencia. Según ello, el principio de reiteración que nutre las raíces de la poesía busca hacer del poema -decía- una red de vínculos o, si se prefiere, un juego de espejos que se reflejan mutuamente: cada factor remite a otros semejantes y todos se asemejan entre sí, en tanto todos responden al mismo fundamento de la repetición y el paralelismo para subrayar el contenido y, antes aun, la forma. Porque, gracias sobre todo a ese fundamento, la forma se vuelve perceptible, notoria. El lenguaje cotidiano se emplea y, cumplida su función, se desecha. 81 La poesía, en cambio, llama la atención sobre la forma, fuerza a cobrar conciencia de ella, a experimentarla en tanto tal forma. En el habla corriente, no vemos el lenguaje que nos asoma a la realidad; en el poema, vemos al par el lenguaje y la realidad. A diferencia de la lengua familiar y en un grado superior a cualquier otra modalidad literaria, el poema tiende a perdurar en la memoria: no se agota en la enunciación o en la lectura, sino que puja por ser recordado como «mensaje literal» (la acuñación es de Fernando Lázaro), exactamente en la misma formulación con que ha nacido. (No hay medio de saber hasta qué punto ese prurito de perdurabilidad y los procedimientos que se ponen a su servicio son herencia de una época en que sólo la memoria podía asegurar la pervivencia de una creación lingüística. Pero tampoco hay duda de que tales procedimientos han ido perdiendo vigor según la poesía dejaba de ser predominantemente oral y se encerraba en el mundo de la escritura y el libro). El principio de reiteración implica también que el desarrollo del poema obedece a una cierta motivación interna. La prosa y la lengua común progresan normalmente ateniéndose sólo a impulsos externos o al libre fluir del pensamiento. El poema quiere acotar un espacio en que se sienta la necesidad de unas palabras, nociones, texturas: ésas, y no otras (o si acaso, tanto da, esas otras que contrastan con las que se sentían como necesarias). La reiteración consigue que dentro del discurso mismo se nos indique anticipadamente el camino que falta por recorrer, de suerte que éste se nos aparezca como insoslayable (o si acaso, otra vez, que nos sorprenda desembocar en uno que no es el previsto), como si se tratara del único posible. La motivación interna que de tal modo se establece refuerza la singularidad del poema, la impresión de hallarnos ante un objeto en efecto único, distinto, frente a todos los otros poemas y frente al lenguaje de todos los días. La reiteración conduce, pues, a asegurar la memorabilidad, la fluidez, la coherencia y la identidad del poema. Pero ¿posee en sí misma una dimensión estética? Por lo menos cabe afirmar que quizá ningún otro fenómeno se descubre con mayor frecuencia al fondo de tan variadas manifestaciones artísticas. 82 Porque decir reiteración es decir paralelismo, correspondencia, simetría. Los productos de la naturaleza se nos muestran a cada paso provistos de simetría bilateral (de hecho, menos perfecta de lo que captan los ojos), y nos basta levantar la vista para percibir incontables productos humanos dotados de una versión aun más regular de tal simetría: como el libro que el lector tiene ahora en las manos. Los niños se divierten con las figuras que aparecen al doblar y apretar el papel en que han echado unas gotas de tinta; los mayores se admiran ante El Escorial. Pero la fuente del placer que provocan esos borrones minúsculos y esas arquitecturas gigantescas es la misma en un aspecto esencial: unos y otras se sujetan a las leyes de la simetría. De la música a la pintura, es verdad, las artes han tenido siempre en la simetría (o, llegado el caso, en la ruptura consciente de la simetría) uno de sus más constantes fundamentos. La poesía no parece que haya escapado a la regla; y al someterse a ella, se la ha impuesto también a uno de los pocos reductos que normalmente se le resisten: el lenguaje. Al final de su libro sobre La tranquilidad del ánimo, Séneca el filósofo concuerda tres citas y añade un comentario que tal vez sirvan para disculpar muchas de las menudencias que vengo deslizando. Séneca recuerda allí medio verso de Homero: «A veces también es agradable volverse loco»; y, fatalmente, lo casa con una sentencia de Platón: «En vano llama a las puertas de la poesía quien está en sus cabales». Para acabar de estropearlo, pide el auxilio de Aristóteles: «Jamás ha existido un gran genio sin ribetes de locura»; y, por su cuenta y riesgo, glosa al fin: «Sólo la mente fuera de sí puede decir algo grande y superior». Los juicios de autoridades de tanta nota no quedan sepultados en los libros: siempre pervive una pizca de ellos y a lo largo de dos mil años, diluida en unas o en otras aguas, acaba por envenenar a gentes de buena fe. Porque si las autoridades de marras estaban en lo cierto, también tienen razón los aficionados a otros géneros literarios que, sin embargo, confiesan poco o ningún gusto por la poesía: si la poesía es cosa de locos, mejor mantenerla apartada. 83 El error viene de antiguo y en parte se explica por la vecindad de poesía y religión en todas las sociedades primitivas. La vieja idea de la poesía como embriaguez divina, la confusión del proceso creativo con la experiencia sobrenatural, la tendencia de los poetas a hablar de su labor en los términos más altamente ponderativos -en los términos de la religión, por tanto- hacen inteligible que el poema arrastre todavía para algunos un tufillo a galimatías delirante. Cuando la poesía, entre otras funciones de menor calidad, forma parte del culto, no es de extrañar que las fronteras entre una y otro lleguen a resultar borrosas. Con etapas como ésas en su trayectoria, de Platón para acá, hasta el romanticismo y las vanguardias, se entiende que la poesía siga sonándoles a muchos a fenómeno esotérico e impenetrable. Inútilmente pediremos razón a quien lo que quiere es no darla: más bien seremos nosotros quienes se la estaremos concediendo. Sucede, con todo, que tampoco un defensor de la razón dialéctica, Jean-Paul Sartre, duda en aseverar que «el poeta está fuera del lenguaje, ve las palabras del revés, como si no compartiera la condición humana y, viniendo hacia los hombres, tropezara primero con la palabra como una barrera». Etcétera. Pero el poeta sí comparte la condición humana, y el poema sí está dentro del lenguaje, incluso cuando lo desborda. Un crítico inglés ha escrito que «las razones de que un verso proporcione determinado placer son como las razones de cualquier otra cosa: uno puede discurrir sobre ellas», aunque no siempre llegue a alcanzar conclusiones incontrovertibles. Lo óptimo es gustar de la poesía, pero, como cuando se aprende a nadar, lo más importante es perderle el miedo. En las raíces de la poesía lo que hay son unos principios formales bien concretos y nada misteriosos, con una función y hasta con una lógica perfectamente comprensibles (amén de coincidentes, en aspectos sustanciales, con otras artes que no suscitan ningún tipo de recelos). Por supuesto, de la comprensión de tales principios no se sigue necesariamente una rendición incondicional a los posibles encantos de la poesía en general o de tal o cual poema en particular. «Proponerse como meta 84 -ha comentado T. S. Eliot- la capacidad de disfrutar de toda buena poesía en el orden objetivo de méritos más adecuado, es perseguir un fantasma, persecución que dejaremos a aquellos cuya ambición es la "cultura" y para quienes el arte es un artículo de lujo, y apreciarlo, una proeza. El desarrollo del gusto genuino, fundado en sentimientos genuinos, está inextricablemente ligado al desarrollo de la personalidad y el carácter. Un gusto genuino es siempre un gusto imperfecto; pero, de hecho, todos somos imperfectos; el hombre cuyo gusto en poesía no ostenta el sello de su particular personalidad -esto es, cuando se dan afinidades y diferencias entre lo que le gusta a él y lo que nos gusta a nosotros, así como diferencias en nuestro gusto por las mismas cosas- será un interlocutor muy poco interesante para una conversación sobre poesía». La poesía no tiene "temas" propios, como no los tiene el lenguaje: versa, sencillamente, sobre cuanto puede pensarse, sentirse o decirse. Es verdad que determinados asuntos han recibido en poesía trato de favor y comúnmente se tildan de «poéticos», pero, a hablar con una mínima exactitud, no porque conlleven ninguna propiedad que sea "poética" de suyo, sino porque a partir de un cierto momento han sido objeto de recreaciones literariamente tan afortunadas, que han quedado como paradigmáticas, como más reales que la realidad, dignas de ser copiadas por la vida, y han estimulado a muchos a emularlas. Hay poca duda de que la buena poesía realza, potencia multitud de elementos que en la prosa y en el lenguaje diario aparecen sólo accidentalmente, sin papel significativo ni expresivo, de suerte que el poeta logra hacer pertinentes todos los factores que maneja, dotándolos de la plenitud de fuerza y sentido de que en otros casos carecen. Por ahí, es lícito afirmar que la poesía de primer orden constituye el ejemplo supremo de la definición que Ezra Pound aplicó a toda la literatura: «es, pura y simplemente, el lenguaje cargado de sentido en el máximo grado posible». Podemos ir incluso más allá: la poesía tiende a ser el máximo lenguaje posible. Ni en poesía ni en otra arte puede pretenderse la unanimidad de criterios y opiniones. Pero la aproximación a la poesía 85 desde una perspectiva formal quizá tenga la virtud de disipar suspicacias inveteradas y revelar indiscutibles rasgos comunes en textos de temas muy distintos, y éstos sí tan discutibles como cualquier otro enunciado del lenguaje. Un buen poema es como una buena casa: con alguna instrucción previa, todos podemos comprobar si los materiales son de calidad, si están acertadamente utilizados, si la distribución es cómoda; pero otra cosa es que nos guste la idea de vivir en ella. La poesía es una institución cultural que cada edad ha construido a su manera, y los criterios de unos tiempos no siempre valen para los otros. A través de incontables metamorfosis, sin embargo, se ha mantenido curiosamente fiel a sus orígenes. Los gustos cambiantes, las divergencias de escuela, los horizontes nuevos, no empañan la transparente continuidad de la tradición literaria, ni nos impiden reconocer, bajo las más variopintas realizaciones, los viejos arquetipos del lenguaje poético. La inmensa mayoría de los poemas modernos están destinados a la lectura solitaria y silenciosa, e idéntica estrella luce hoy fatalmente para las obras de otras épocas. Por el contrario, gran parte de la poesía medieval, como una porción no chica de la posterior, hasta el Seiscientos, nació para ser cantada, en público, y aun coralmente; y no sólo la música desempeñaba en ella un papel tanto o más decisivo que la letra, sino que en muchos casos se acompañaba, además, del baile o se prestaba a una representación a un paso de la teatral. (En rigor, los herederos de Martín Codax o Juan Ruiz son menos Celso Emilio Ferreiro o Pedro Salinas que Amancio Prada o Joaquín Sabina, a quienes nosotros, por mucho que los estimemos, inevitablemente situamos en otra esfera: vecina sin duda, pero también aparte). No obstante, la canción y el poema leído comparten rasgos básicos y coinciden en objetivos esenciales. Es el caso que cuando la escritura primero y después la imprenta llegaron al ámbito de las lenguas vulgares, poniéndose al servicio de géneros que hasta entonces habían tenido una existencia exclusivamente oral, la poesía cambió de formas y contenidos, de modales y modos de vida, pero no perdió el 86 norte que antes la guiaba. Fijada y conservada por el códice, por el libro, incluso la lírica podía ser ahora menos sintéticamente impresionista y más discursiva, razonadora. Al codearse con el latín en el mismo vehículo de difusión, se dejó penetrar más fácilmente por la alta cultura y se prestó a exhibir con mayor largueza la erudición del autor. (A la vez, los progresos del alfabetismo y el empleo del papel hacían posible la aparición de nuevas modalidades que diseminaban entre el común de los mortales los saberes y los intereses de la intelligentsia). La cansó trovadoresca se había propagado fundamentalmente por composiciones sueltas, autónomas, con frecuencia reunidas en series sólo en el acto de la ejecución, de acuerdo con las preferencias del intérprete o del público que le escuchaba (como en el recital de cualquier cantante); pero cuando la variada producción de un poeta tenía que llevarse al manuscrito, al punto se planteaba la cuestión, incluso puramente material, de cómo ordenarla eficaz y significativamente, y así resurgió una especie olvidada desde la Antigüedad clásica: el libro de poemas, el canzoniere. Uno de los aspectos mayores de la gigantesca revolución desatada por la escritura atañó a componentes formales que hasta el momento habían decidido la identidad misma de la poesía. Los extremos oscilaron y oscilan entre subrayar ciertos factores para compensar el descuido (o la carencia) de otros o bien sustituirlos resueltamente por convenciones no verbales. La ausencia ocasional o el abandono definitivo de la música, por ejemplo, se contrapesó a veces con una melodía articulada por alardes de ritmo o insistencias fonéticas, en el interior de los versos o en la rima que los encadena. Otras veces, en cambio, el relieve auditivo se reemplazó lisa y llanamente por el visual, por procedimientos gráficos o tipográficos. Entre ambos extremos, se han dado, por supuesto, todas las formas intermedias de atenuar los elementos propios de la oralidad en la misma medida en que se acusan los inherentes al texto escrito. Los pioneros del verso libre aspiraban a descartar toda norma externa, dejando que el poema se hiciera de dentro hacia afuera, ajeno a cualquier constricción que no naciera de la actividad espiritual del autor. Pero tras la apariencia caprichosa de 87 incontables poemas no sólo hay que redescubrir a menudo la música de los metros tradicionales, sino que en infinidad de ocasiones la misma función antaño servida por ellos la instaura el verso libre con reiteraciones, paralelismos, recurrencias, que producen, por ejemplo, una especie de inercia de la dicción y engendran pautas de regularidad dentro de la irregularidad. Cierto que el verso libre tiende a rechazar la rima perfecta, que tendería a dar la impresión de que la habitual audacia de sus imágenes estaba determinada por las consonancias; pero también en él concordancias y armonías, duplicaciones de sílabas y, naturalmente, toda la infinita gama de las aliteraciones fuerzan a relacionar y vinculan prietamente entre sí los varios elementos que fluyen -pero no se pierden- en el lenguaje poético. Podemos decir que se trata siempre de elaborar objetos lingüísticos extraordinariamente memorables, singulares, motivados, con una distintiva correspondencia entre las partes y el todo. O podemos decir que hasta el verso de apariencia más irreducible a cualquier norma siente la nostalgia de la canción. - XVII La ciudad de las almas En la narrativa de Soledad Puértolas, la historia nunca está enteramente contada, nunca se nos revela del todo, sino más bien se nos ofrece como se nos muestra la vida, con los mismos huecos y la misma azarosa variedad de perspectivas que hacen a la vida sorprendente y enigmática. A la vez, sin embargo, la realidad novelesca tiende ahí a trascenderse a sí misma, a ir más allá de la literalidad anecdótica y, sin convertirse de ningún modo en símbolo, a cargarse de una excepcional densidad de significación. Ocurre así en grado sobresaliente con la Burdeos de uno de sus textos más cuajados. Cuando Burdeos estaba más que adelantada, la autora tuvo por fin ocasión de visitar Burdeos y, antes de nada, darse un 88 paseo por el «barrio tranquilo» en que había situado la casa de Pauline y el núcleo del primer tramo de la novela. De vuelta al hotel, mientras cruzaba el parque, «frente al Museo de Ciencias Naturales», se volvió hacia quien la acompañaba y, sacudiendo la barbilla afirmativamente, anunció en tono resuelto: «Tengo que quitarle color local». Se non è vero, vale para advertir al lector desprevenido de que Burdeos no es en absoluto "la novela de una ciudad", en el sentido de tantas que han querido captar "el latido colectivo de la urbe" o cosa por el estilo. De hecho, la Burdeos de la geografía no es objeto sino de unas pocas pinceladas descriptivas, tan rápidas como eficaces. ¿Por qué, entonces, su nombre se alza hasta el título? ¿Únicamente porque allí arranca la acción y allí nos devuelven muchos hilos de la trama? Sin duda que sí, pero sólo en parte, y ni siquiera la parte principal. Se buscará tan en vano la Burdeos del Garona en la Burdeos de Soledad Puértolas como la Roma de Du Bellais y Quevedo a orillas del Tíber. En la superficie del relato, Burdeos es una capital de provincia, una ciudad próspera pero de segundo orden (puestos a traducirla al español, podríamos pensar, digamos, en Zaragoza o en Valladolid), sin el ajetreo de París, por más que a veces laberíntica para el forastero, y, en definitiva, de «vida plana, sumergida en la rutina», «arcaica y solemne», de «viejas costumbres»: una ciudad, pues, un poco al margen, tanto en el espacio como en el tiempo (la historia se desarrolla en un pasado cercano, unos decenios atrás). Pero esa Burdeos apenas entrevista, ese trasfondo urbano donde Pauline, René, Lilly se cruzan sin encontrarse, es también y por encima de todo un recinto inmaterial en que habitan las almas, estén donde estén los protagonistas: la cristalización como elemento de la fábula, el equivalente físico o el objective correlative de un paradigma fundamental en la vida de los hombres. La 'Burdeos' profunda es la conciencia de los límites, el mundo como regularidad y recurrencia, un ámbito moral que no siempre se elige a gusto, pero que con frecuencia es preferible a dormir al raso. Es, por ejemplo, el sentimiento, común a todos los personajes, más o menos difusa, más o menos lúcidamente, de que existe un repertorio cerrado de funciones 89 o 'instituciones' espirituales y sociales, que poseen entidad propia y una manera de ineludibilidad, y que además lo salvan a uno de sí mismo, de los peligros de ser diferente, de modo que más vale apropiarse uno de esos papeles, quizá insatisfactorio, pero también inevitable, y procurar cumplirlo de buen grado. Pero 'Burdeos' es igualmente la idea de la vida que esos personajes han alcanzado por experiencia, educación y carácter, la única imagen que les parece natural, incluso cuando la rechazan, incluso cuando más les desazona. Es «la jerarquización que las normas imponen (...), las verdades generales (...) en la base de toda conducta». Es, en fin, la circularidad de los días, los ritmos obligados de la existencia, con la noción impalpable de un orden en el que inscribirse, un orden que muchas veces es restituido por el mismo azar y otras tantas se confunde con el destino. 'Burdeos', así, no está sólo en la sociedad ni se impone forzosamente desde fuera. Pauline «se había creído en posesión de otros pensamientos» más altos que atender a las trivialidades cotidianas; podía dolerse «de una vida a la que había renunciado», tras un desengaño amoroso, para caer en el ciclo monocorde de «las costumbres fijas, los pequeños cambios que introducía el paso de las estaciones». Pero cuando «la muerte de su padre la dejó a solas con ella (...), añoró (...) no haber sabido que aquella vida era, tal vez, la que hubiera escogido». En ese entorno a medias aceptado y a medias construido por uno mismo, con sus largas penumbras y sus chispas de hermosura, reside probablemente la única expectativa sensata de felicidad. Al regresar a casa, después de cumplir el extraño cometido que pasajeramente la ha sacado de la soledad y la ha hecho entrar en otras vidas, Pauline se asoma a la ventana: «El universo tenía las dimensiones de una tarde inacabable de verano en la ciudad. Una tarde llena del eco de voces, risas, de polvo y de calor, de zapatos blancos que se ensucian, de trajes ligeros que se arrugan, de toda la frágil belleza que rodea las ilusiones». Ésas, formuladas con tan delicada sobriedad, son también, de la limitación a la esperanza, las dimensiones de 'Burdeos'. Toda la aventura de los protagonistas responde a planteamientos parejos. A René Dufour, y justamente porque acaba 90 de ver cómo pueden desmoronarse, el descubrimiento de esas ciudades interiores en que los hombres se cobijan se le presenta con lacerante inmediatez. Para René, cuando su madre se fue de casa, «el tiempo se detuvo y la vida hizo una espantosa, ilegible mueca ante sus ojos» («volverse a casar, ¿era eso posible?, ¿qué seguridad existía en el mundo?»), hasta que supo hallar pequeñas ventajas a la situación y entrarse en el cauce fácil de aceptarlas y olvidar otras pretensiones. «No podía ya sentirse feliz, ni siquiera lo intentaba, pero la corriente de aquel nuevo orden lo llevaba cómodamente, protegido y mimado por el mundo». Así, de una manera o de otra, debía ser en adelante: «Su norma era no pensar, sino vivir, guiándose por las reglas que lo amparaban y que le eran convenientes». No puede decirse que René se satisfaga a poca costa ni carezca de vagas ambiciones. Pero cualquier intención de afirmarse, «de hacer algo distinto», naufraga en la distancia con que contempla cosas y personas. En tal situación, seguir las normas parece un buen camino. Casarse, por ejemplo. Casarse es, desde luego, la norma arquetípica (los compañeros de René «se burlaban del matrimonio (...) a sabiendas de que se casarían»; Lisa, cultivada y sagaz, llega al cinismo: «Todas las mujeres necesitamos un hombre, y te voy a decir una cosa..., cualquiera sirve»). Pero en el matrimonio René no ve tanto una norma social como individual, la oportunidad confortable de atemperar su singularidad acomodando «el ritmo de su vida a otra persona». Ni debe pensarse que no tiene deseos ni corre riesgos: desea a Bianca y se arriesga por contentarla, pero cuando obra contra las normas no puede evitar la sensación de estar «haciendo algo que no tuviera más remedio que hacer, algo que escogía voluntariamente para cumplir un destino». A la postre, no hay atajo que no le restituya a los límites, las reglas, las recurrencias de 'Burdeos'. Después de muchos días grises y sin norte, a la muerte del admirado Leonard Wastley, René gana «un nuevo gusto por la vida, por todos sus detalles»: y desde la Explanada, viendo surgir las estrellas sobre la ciudad, que cierra el ciclo de un día, recibe «el consuelo de saber que todo responde a un plan oculto y trascendente. Detrás de él, el Garona seguía su curso hacia el Atlántico». 91 En ese horizonte, sin embargo, hay una manera de realidad más rara y preciosa. Porque, en efecto, por el corazón de Burdeos, partiéndolo y ciñéndolo, corre hacia el mar el Garona. Es la realidad que se sustenta en «esa extraña materia de donde nacen los sueños y deseos de absoluto» (a nadie se le escapará cómo crece y se precisa el verso célebre: «Such stuff / as dreams are made on»). Es la «inexplicable e intolerable conmoción de la vida» que René busca en Suzanne o quisiera de Florence, entre timideces e indecisiones en última instancia resueltas, fatalmente, «a favor de la normalidad». Es la «vida oculta, íntima, única razón de la felicidad» que Sheilla cifra en cierto «asunto con un hombre casado». Es la aspiración que mueve a Hélène, «llena de vida, de proyectos, de compasión», a pesar de cansancios y fracasos. Es la meta a que ningún personaje de Burdeos se acerca más que Lillian Skalnick en su largo itinerario por «las capitales del mundo». A Lilly le sobra en buena parte la seguridad que a los demás les falta. «Ama a la vida y se pone en medio de la corriente, sabiendo que no será arrastrada»; disfruta de las cosas sin dejarse llevar por la avidez que podría estropearlas; de los amoríos ocasionales sale más entera y más firme. Decidida, inteligente, desprecia a las mujeres incapaces de trazarse su propia senda sentimental y profesional. Pero incluso a ella le llega el día de la duda, la necesidad de apoyos, el amor doloroso. Es entonces cuando aflora «una parte de sí misma, la más débil», hasta el momento escondida, y comienza a esperar menos de la vida y a valorar más lo que aleatoriamente le ofrece. El viaje por Europa le ha mostrado más bien el paisaje de su propia alma y le ha dado conciencia de los límites: ahora sabe que por mucho que se anden las capitales del viejo continente todos los caminos pasan por 'Burdeos'. Inútil el empeño de descifrar el mundo, en el intento de imponerse sobre él: sólo cabe aceptarlo «en sus vaivenes y reflujos» y gozar hondamente sus instantes de hermosura. Hay que encontrar «el lugar de uno mismo..., a través de aciertos, errores, batallas libradas y sin librar»; acompasarse íntimamente al «lento girar de los astros, la melancólica sucesión de las estaciones y de las vidas, la sabiduría de los gestos, las miradas, el tono de la voz»; 92 convencerse de que «la vida tiene valor en sí misma» y reconocerle los «signos de belleza y energía», descubriendo, como Pauline, que el mundo puede revelar «una faceta dulce, insospechada», y confiando, como René, en que obedece a algún designio con sentido. Ese proceso de conocimiento es también, todavía, 'Burdeos'. Lilly ha venido a Europa a preparar un extenso reportaje. En Roma, dispone sobre la mesa los materiales que hasta la fecha ha reunido. «Pero sus más profundas impresiones no estaban anotadas ni reflejadas en ninguna parte. No podía penetrar en la realidad que observaba. Necesitaba un hilo que ligase las escenas que había recogido. Se sentía incapaz de comprender el último sentido de las escenas, las palabras que habían llegado hasta ella. La realidad la desbordaba; la hallaba indescifrable (...) No tenía en sus manos un reportaje; sólo datos inconexos y desalentadores. No obstante, algo en su interior le decía que de esos datos, de esas impresiones, surgiría una coherencia inesperada, porque era su propia visión la que acabaría imponiéndose. Existía un hilo conductor que la había llevado por las diferentes ciudades y países y ese hilo conductor era algo ajeno a las cosas, estaba dentro de sí misma. En realidad, era el hilo de su propia desilusión». El artista se retrata pintando el cuadro: el pasaje es una excelente descripción de Burdeos. Cierto, la trama narrativa de la novela se vertebra en una medida importante gracias a la trama conceptual que he venido esbozando, siguiendo el hilo de esa serena «desilusión» que contempla cosas y personas con sympátheia pero también con distancia, sin exaltación. La trama conceptual no se nos presenta, obviamente, como un discurso con entidad propia, y mucho menos como una lección, sino se fía a la necesidad que el lector tendrá que sentir de recomponer las piezas sueltas. A salvo unas pocas y sucintas glosas al paso, Soledad Puértolas cede la voz y el pensamiento a los personajes, e incluso es parca en relatar lo mucho que sin duda sabe sobre ellos. La fragmentación de Burdeos en tres capítulos con protagonistas independientes, si bien enlazados por personajes secundarios y por el punto de referencia bordelés, es análoga a la fragmentación 93 de cada uno de los episodios en vislumbres, estampas, viñetas, que en rigor no forman una historia seguida, sino más bien un muestrario hondamente sugestivo de la historia, de las historias posibles. Cada uno de esos retazos es tan rico en significación como el escenario que da título al libro: no por "representativo" ni "simbólico" (si acaso, sería "sintomático") , sino en tanto concentración de experiencias y emociones, como condensación de vida (lo ha dicho algún crítico), encrucijada en que se define o se decide toda una etapa, quizá toda una trayectoria. En una narradora de tan poderosa intuición, una difícil peripecia puede reducirse al alcance de un gesto, y una circunstancia especialmente agitada tal vez se plasma, como por antífrasis, en una plácida conversación: cien años de Soledad caben en el tiempo de un relámpago. La fragmentariedad de la trama narrativa es eco de la fragmentariedad de la vida, sí, pero por otro lado, como vida escrita, postula más acuciantemente que en la vida la necesidad de interpretación. Las fotografías del ficticio Allan Rutherford «producían esa sensación de extrañeza que muchos llaman genialidad y que sitúa al objeto admirado en un lugar lejano, inasequible», de suerte que obliga a interrogarse sobre él; y el mismo Allan indica a Lilly que para «convertirse en arte» su trabajo «tenía que transmitir una visión personal». Es a todas luces el caso de Burdeos. Ahora bien: la evidencia de que la novela está elaborada como ensambladura de fragmentos y, a la vez, la densidad significativa de cada uno de los elementos que le dan forma empujan irremediablemente al lector a preguntarse por el sentido del conjunto y a caer en la cuenta de que es él quien debe decidirlo de acuerdo con «una visión personal». Por segura que sea la suya propia, Soledad Puértolas tiene el arte finísimo y la primorosa elegancia de ceder al lector la última palabra sobre el semblante «indescifrable» de la realidad. 94 - XVIII Elogio de Juan Manuel Rozas Eras en todo el mayor y el primero de nosotros: sabías más que los otros y lo contabas mejor -¡parlanchín de cuerpo entero!-, con más arte y más ardor... También te fuiste el primero, para seguir enseñándonos. Estarás allí esperándonos, y hablaremos, compañero. - XIX Los códigos de fray Luis La magna edición recién publicada por José Manuel Blecua (Madrid, Gredos, 1991) restituye magistralmente a fray Luis de León al tenor de su palabra y al fluir de su historia. Pocos de nuestros clásicos estaban más necesitados de una restitución semejante, como sólo puede lograrla un texto crítico amorosamente cuidado, con exhaustivo aparato de variantes. Porque a pocos también les ha tocado un destino más paradójico. Sobran los dedos de la mano para contar los poetas clásicos españoles cuya estimación se ha mantenido uniformemente en lo más alto a través de los siglos: el Jorge Manrique de las Coplas, el autor de la Epístola moral a Fabio, Garcilaso en bloque, apenas más... Fray Luis ocupa entre ellos una posición singular: la constancia de la admiración que se le ha tributado no se ha correspondido siempre con una comprensión satisfactoriamente 95 ancha y honda. Los fuegos artificiales del barroco buscan en primer término deslumbrarnos, dejarnos boquiabiertos, y podemos permitirnos el lujo de no acabar de entender a Góngora o a Quevedo y aun así no perdernos la parte más sustancial de su poesía. En fray Luis, esa parte es menos inmediatamente perceptible: apreciarla exige un modo de lectura más atento a las raíces -y no sólo a los frutos vistosos- y una participación mayor en los supuestos culturales del autor y en el mismo proceso de la creación poética. Típica de tal comprensión insuficiente es la frecuencia con que las odas tienden a "traducirse" a un único episodio biográfico (el proceso, la cárcel) y a caracterizarse sólo en términos del temple, de los estados de ánimo que presuntamente las inspiran, sin reparar como es debido en los paradigmas intelectuales y literarios que están en el trasfondo de cada poema. No daré más ejemplo que una estrofa archisabida: Vivir quiero conmigo, gozar quiero del bien que debo al cielo, a solas, sin testigo, libre de amor, de celo, de odio, de esperanzas, de recelo... Quien lea el primer verso sin otro horizonte que el uso moderno del castellano tal vez no traicionará radicalmente a fray Luis, pero tampoco pasará de una comprensión pobre. «Vivir quiero conmigo» supone una cierta violencia a la lengua cotidiana, pero no es ininteligible dentro de ella: denota, en resumidas cuentas, una voluntad de rechazar el ajetreo de la vida social y bastarse a uno mismo. Sin embargo, descifrar así el texto, con la mera competencia lingüística del español contemporáneo, para verlo simplemente animado por un «sentimiento vivo y personal», es, insisto, un empobrecimiento. Para hacerle justicia y lograr un entendimiento más pleno, la estrofa debe devolverse a los códigos estilísticos y culturales de fray Luis. En tal ámbito, la frase en cuestión es inequívoca. «El primer indicio de una mente serena es que pueda permanecer en un lugar y habitar consigo misma». En efecto: «secum 96 morari», como ahí dice Séneca; «secum esse, secum vivere», como prescriben Cicerón, Persio, Horacio, es una de las grandes metas y una de las divisas más propias del «sabio» estoico (uno entre los «pocos», por principio) precisamente en tanto tal. «Vivir quiero conmigo» es, pues, casi un tecnicismo, una proclamación de fe estoica. Pero el ideal definitorio del estoicismo consiste en la apátheia, la extinción de los afectos, de las pasiones. Que son ni más ni menos que cuatro, spes, metus, gaudium, dolor, las mismas que fray Luis nombra o evoca en nuestra copla: «esperanzas», «recelo», «amor»... No se trata, desde luego, de colgar una etiqueta a lo que bien se estaba sin ella: sin ella el texto no se estaba bien. La referencia al «sabio» estoico es imprescindible para captar el valor literal del pasaje, sin enzarzarse en los falsos problemas que suscita leerlo igual que si lo hubiera escrito un poeta de nuestros días (y preguntarse entonces, por ejemplo, «cómo puede anhelar el varón justo una vida sin amor, celo ni esperanzas»), ni entrarse en callejones sin salida, como cuando la frase en cuestión se juzga «metáfora de un proceso espiritual de sentido místico» (si es grave que a menudo se haya hablado en serio del misticismo de la poesía luisiana, todavía alarma más que se busque en una afirmación de la apátheia pagana). Pero la tal referencia es, asimismo, indispensable para captar el alcance literario de la pieza. No faltan quienes gustosamente lo reducirían a la anécdota de si tiene que ver con el retiro de Carlos V a Yuste o más bien «refleja las luchas académicas del poeta». Pero cuando se identifica la resonancia estoica pronto se advierte que la oda está puesta en boca de una dramatis persona: la voz que dice esas liras pluscuamperfectas nace de la cultura, de la inteligencia y del arte más que de la biografía, o, en cualquier caso, sólo en tanto resultado de esas fuerzas se erige en protagonista del poema. Del sonido, como del sentido. No se requiere ningún conocimiento especial para disfrutar la música verbal de fray Luis. Pero quien se limita a rendirse a su encanto, sin más, está también empobreciéndolo, trivializándolo. No basta dejarse llevar por la melodía de nuestra estrofa: hay que ser consciente de cómo se consigue. De cómo, por no aducir sino una 97 muestra mínima, la grata inercia de la dicción que se experimenta desde el arranque viene de que el segundo verso repite y amplía el patrón acentual del primero, en un impulso ayudado por la repetición léxica y las insistencias vocálicas (ié, éo, que, lejos de pretender ningún efecto imitativo, se orientan a estructurar el texto y darle una fisonomía peculiar). No es vana disección de dómine: es la que corresponde a quien «mira el sonido [de las palabras] y aun cuenta a veces las letras y las pesa y las mide y las compone...» (De los nombres de Cristo), la única que acepta la invitación expresa del poeta. Ni, obviamente, ese primor formal debe entenderse como pura intuición o neurosis de artista, antes obedece también a un vasto designio intelectual. Es el caso que los humanistas peninsulares, desde Nebrija y Arias Barbosa, venían deplorando la escasez de recursos de la poesía en lengua vulgar, fundada sólo en la medida silábica y en la rima, y ajena a las sutiles figuras prosódicas que ellos tanto apreciaban en el verso antiguo y neolatino. Pues bien, cuando fray Luis realzaba la lírica castellana con todas esas filigranas fonéticas, lo que estaba en juego no era sólo una minucia de la versificación: era un elemento más, tan relevante como cualquier otro, de una vasta operación en cuyo curso el español tomaba en buena parte el relevo al latín, para constituir un nuevo sistema de las artes. Una poesía tan rica en matices e implicaciones sólo puede ser gustada cabalmente si el lector no se entrega irreflexivamente al rapto de la melodía y a la primera impresión de significado. La comprensión insuficiente que ha sufrido fray Luis -y que, no obstante, atestigua también su grandeza- consiste, sobre todo, en haber cedido demasiado fácilmente al entusiasmo espontáneo del momento, para leerlo como si fuera un romántico, cuando fray Luis es un clásico. La lectura analítica, estudiosa, que debe dedicársele, por ahí, no es pedantería erudita, sino exigencia de participación poética, de reconstrucción de la experiencia creadora en toda su complejidad. Con la sobriedad de la buena filología, en el simple diálogo del texto y el aparato crítico, la monumental edición de don José Manuel Blecua nos cuenta cómo fue gestándose esa poesía, cómo llegó a sazón, cómo fue leída por los mejores y 98 por los menos buenos. Devuelve a fray Luis, en suma, tel qu'en lui même..., a su texto y a sus contextos, a los códigos dentro de los cuales alcanza su plenitud. No es posible aquí entrar en detalles, ni sobre el inmenso poeta ni sobre el excepcional editor. Lo apuntado arriba sobre el arte de fray Luis quisiera únicamente sugerir que a tal señor, tal honor. - XX De hoy para mañana: la literatura de la libertad La desaparición de la censura se deja posiblemente entender como el síntoma más locuaz de la nueva literatura española. El progresivo desmantelamiento de las foscas covachuelas del Ministerio de Información ocurrió casi al tiempo que la consunción de sus enemigos más enconados: la literatura comprometida y las ideologías clásicas de la izquierda. Era en todos los casos la culminación de un proceso de desmoronamiento interno, no menos biológico que el otoño y la muerte del patriarca. El marco previo del régimen franquista y las inercias de la oposición retrasaron ligeramente los fenómenos en cuestión y les dieron matices singulares respecto a otros países. Pero nos las habemos siempre, claro está, con los aires de la asendereada posmodernidad. Porque son gajes posmodernos, tampoco podían ser sino negativos. La palabra y la noción de posmodernidad suscitan cierta duda sólo mientras postmodernism se calca, pero no se traduce al castellano. El modernism de norteamericanos e ingleses es simplemente el espíritu que alentó a las vanguardias, a los ismos, coletazos postreros del romanticismo para renovar a toda costa la literatura y las artes con el propósito de agredir a la sociedad burguesa. Por definición, pues, la posmodernidad es el rechazo de los dogmas de las vanguardias sin la propuesta de otros equivalentes. (Por eso, posmodernidad parece designación 99 preferible a posmodernismo, cuyo mismo regusto normativo lo convierte en un ismo más, en otra fase de las vanguardias. Posmodernidad describe; se diría que posmodernismo prescribe. Sólo al segundo hay que temerle). Es lícito interpretar la agonía de las vanguardias como un episodio más del famoso crepúsculo de las ideologías (según era en un principio, cuando el radicalismo artístico iba a la escuela del político). En cualquier caso, el penoso recorte o feliz desplume de las alas extremas del pensamiento de izquierdas, con sus anejos de Realpolitik de «to er mundo é güeno», ha estado en España particularmente ligado a los avatares de la posmodernidad, porque la literatura social y el compromiso del escritor, cultivados con admirable tenacidad en tanto ilusión de "resistencia", se prolongaron anormalmente entre nosotros como penúltima etapa de la vanguardia que también habían sido a orillas de otros ríos. La última, siempre contra la anterior, fue un "experimentalismo" de laboratorio, puro ismo sin horizontes, menos unido al continente de la voluntad de expresión que a la península de la teoría, y en concreto a las "ciencias humanas" que por entonces se aclimataban en nuestras facultades de letras: el estructuralismo, la semiología, una cierta antropología... El experimentalismo, que convivió con experimentos y tanteos harto mejor encarrilados hacia el porvenir, trataba de hacer verdad, aplicándolas a la letra, las recetas de la crítica del día y practicó con esfuerzo la "novela estructural" y la "lírica del lenguaje" (sic), en un terco empeño en pos de la "metaficción", la "metapoesía", el "metateatro". Pocos rozaron tales objetivos (no nos encarnicemos en el retruécano), y el formalismo y el teoricismo experimentalistas fueron apagándose entre bostezos. Tenía que llegar y llegó: sin censuras a diestra ni a siniestra, sin el espejismo de cambiar el mundo con armas de papel, sin la obsesión de mirarse el ombligo tel qu'en lui même, a la literatura española de la democracia se le vino a las manos una libertad como en siglos no había conocido. El notorio sabor escolar del experimentalismo nos devuelve a una de las razones del declive de las vanguardias. Los ismos habían promulgado demasiadas leyes, impuesto demasiadas 100 constricciones en nombre de la libertad, como para que no acabara por hacerse sentir la nostalgia de la libertad. La novedad se destruía a sí misma en el vértigo del cambio y las fuerzas se agotaban en radicalismos verbales y excesos de artificiosidad. Pero, por encima de todo, a partir de un cierto momento, la agresión vanguardista contra la cultura establecida se había hecho imposible porque la vanguardia era ya cultura establecida: en la Universidad, en las instituciones, en los medios de masas, en los salones de la clase media medianamente ilustrada. Los lemas de la vieja revolución habían pasado a ser del nuevo capitalismo, convertidos en anuncio por palabras en las ofertas de empleo: «Firma de vanguardia busca director comercial agresivo, con imaginación, creatividad y capacidad de innovación. Condiciones acordes con nuestra cultura empresarial». Por ahí, la cultura de vanguardia y otras culturas, empresariales o no, en estado más o menos gaseoso, comenzaron a llenar algunos de los huecos que había dejado la liquidación de las ideologías. Los sociólogos se han despachado a gusto sobre el modo en que los ideales colectivos, que un tiempo habían ocupado una parte destacada en la cotidianidad de muchos, iban ahora quedando olvidados, mientras los ciudadanos se concentraban con creciente exclusivismo en los intereses particulares, en el ocio, en la vida privada. A nosotros nos basta con tomar nota de que hacia el otoño de 1975, y con mas decisión según se fue respirando con más desahogo, también aquí la ideología empezó a ser sustituida como marihuana del pueblo no sólo por el deporte, los viajes y la buena mesa, sino además por las exposiciones, los bellos libros, la ópera, los conciertos... Por el atractivo escaparate, en suma, de una oferta cultural tan variopinta como es viable cuando la riqueza y las conveniencias del mercado se unen a la falta de criterios estéticos tajantes y a la destrucción de la secuencia y la ordenación tradicionales en la percepción de los cambios artísticos. (No quiero darle a este esbozo ningún toque anecdótico entrando en el asunto de la utilización de esa droga blanda por parte del poder, y especialmente de los poderes regionales, en la España de la Constitución). 101 Así las cosas, si no las masas desmovilizadas, sí amplias capas de los beneficiarios de una educación ahora más extendida y de los damnificados por el desplome de las ideologías prometían ser los consumidores de elección para las literaturas de la posmodernidad. Tanto más, cuanto que los editores estaban descubriendo las posibilidades de someter el libro a los mismos planteamientos comerciales que cualquier otro producto y renovaban las técnicas de producción, los departamentos de promoción y las estrategias de marketing. Pero esas amplias capas podían ser asimismo lo que ni vanguardistas ni comprometidos ni experimentales habían tenido nunca: lectores, y no únicamente cómplices. No es exageración excesiva decir que en 1970 España criaba una literatura sin público. Ganárselo, unos años después, había de parecer una empresa fascinante también literariamente para un escritor digno del nombre. Por más que enunciados a vuelapluma, pienso que ésos son los antecedentes inmediatos y los factores externos más significativos para comprender a grandes trazos la nueva literatura española. Al esbozárselos, atiendo fundamentalmente a la obra que ha publicado y al sentido en que ha evolucionado en los tres últimos lustros un crecido número de poetas y novelistas que en general andan entre los treinta y los cincuenta años y, con escasas excepciones, nada habían impreso bajo la estaca de Franco. He tomado además particularmente en cuenta el hecho de que las actitudes y preferencias de esos escritores hayan ido siendo compartidas cada vez más resueltamente por otros que sí contaban con una trayectoria anterior, y a menudo de sesgo no poco diverso. Ése es mi horizonte cuando hablo de «nueva literatura española». Por supuesto, en el período en cuestión han continuado difundiendo libros de indiscutible mérito muchos autores cuya carrera había comenzado tiempo atrás y ha mantenido los supuestos de que partió; otros textos de importancia tampoco entran en mis coordenadas. ¿Tendré que subrayar que no he podido ser neutral? Ante un panorama poético y narrativo cuya primera nota es la multiplicidad propia del eclecticismo posmoderno, y tratándose, como se trataba, de ir algo más 102 allá de esa mera constatación, para apuntar un par de orientaciones recientes que hayan producido ya abundantes logros y parezcan particularmente llamadas a seguir produciéndolos en el mañana a la vista, no me cabían sino dos opciones: la parcialidad o el catálogo. En cualquier caso, la perspectiva que hasta aquí hemos conseguido debiera dejar claros los rasgos que se me antojan sobresalientes en la nueva literatura española. La supresión de la censura es sólo un síntoma de la desaparición de constricciones -políticas, ideológicas, de escuela- que la ha puesto bajo el signo de la libertad. Frente al prescriptivismo de las vanguardias, la ausencia de normas estéticas dominantes entroniza ahora el patrón individual como única medida en la creación y en la recepción (y así, a falta de adictos convencidos de antemano, el escritor ha de seducir a los lectores uno a uno). Frente al compromiso social, la parte del león se la lleva el ámbito de la intimidad (José Carlos Mainer lo ha visto tan bien como suele); frente a los relumbrones del experimentalismo, se renuncia a la ostentación de la forma y de la literariedad. El general repliegue de la sociedad hacia la vida privada concuerda con esos planteamientos, y el mercado los apoya y los aprovecha. En pocas palabras: la nueva literatura española es más personal y menos literaria. O, si se quiere, más significativamente personal y menos convencionalmente literaria. No escandalizará que intente discurrir a un tiempo sobre poesía y novela, si se repara en que las dos se han acercado de manera patente, no ya porque quienes cultivan tanto la una como la otra sean hoy, con mucho, más numerosos que medio siglo atrás, sino porque las concesiones mutuas que ambas se han hecho ilustran justamente aspectos mayores de la nueva literatura: los poemas ganan sustancia narrativa, cotidianidad, lenguaje coloquial, humor, en tanto las novelas crecen en intimidad, afectos, rumbos meditativos, poder de convicción individual. Donde más a gusto se mueven los nuevos autores, en efecto, es en ese dominio en que el individuo, en entornos familiares, en especial de la ciudad, es sólo él mismo y está solo consigo mismo, por determinantes que sean las circunstancias externas 103 (que no se desatienden en absoluto); ese dominio en que los datos y los factores objetivos se hacen incertidumbres, problemas, sentimientos, obsesiones, fantasías estrictamente personales, y el mundo consiste en la huella que las cosas dejan en el espíritu. No se nos muestra simplemente cómo y por qué anda un individuo en tales o cuales vericuetos, sino sobre todo qué quiere decir para él encontrarse ahí. No se trata, sin embargo, de dar rienda suelta a los subjetivismos a ultranza (en poesía es corriente el monólogo dramático, en novela no priva ni mucho menos el tipo de efusión con inevitable regusto autobiográfico), ni tampoco de embarcarse en la introspección ni en las grandes travesías psicológicas, sino de privilegiar ese momento y ese lugar en que la realidad y los otros suscitan por fuerza una respuesta personal e intransferible, cuando está en juego el significado particular, para cada uno, de situaciones y experiencias que no tienen por qué ser particulares. A ese propósito, es elemental no confundir los temas y los argumentos. En los repasos a la narrativa de los últimos años parecen indispensables las clasificaciones de apariencia temática: novelas históricas, rurales, urbanas y cosmopolitas, de profesiones y de ambientes, policíacas, de aventuras, de intriga... No nos equivoquemos: esas taxonomías suelen responder más bien a los argumentos, muchas veces contados, por cierto, con un oficio y una fluidez admirables. (Pero tampoco aquí nos engañemos: fluidez no es ligereza, la procesión va por dentro). El tema, sin embargo, no reside ahí. Un thriller procuraba ayer sorprendemos con un culpable inesperado; hoy, quizá sin perder en suspense, es fácil que la culpabilidad que cuenta sea del detective. Posiblemente, además, esté interrogándonos con una versión individualizada, sin pretensiones de generalidad, de alguna de las cuestiones eternamente pendientes de la condición humana: soledad, amor, destino, dolor, esperanza... Tras el andamiaje argumental, pues, el núcleo del tema tiende a hallarse en la conciencia que filtra contextos, peripecias, testimonios, y resuelve en experiencia personal las grandes abstracciones. La piedra de toque para tildar de "menos literaria" a la nueva literatura española está en la tradición de las vanguardias 104 (cuya herencia en descomposición ha hecho propia el bando menos articulado de la crítica). El escritor había lucido la marca de maldito extremando la literariedad convenida, la "pureza" de la obra lanzada contra una sociedad en teoría hostil, la comprensible indiferencia de cuya respuesta lo empujaba a fijarse metas día a día más radicales, a avanzar por el callejón sin salida de la novedad a cualquier precio o a encerrarse todavía más en el laberinto de la autorreferencialidad. La nueva literatura -es dato esencial- no se siente acosada por los fantasmas de la originalidad y la innovación continua, ni se propone llamar la atención sobre sí misma en tanto tal literatura. En especial, no intenta darle al lenguaje brillos superficiales, sacrificando al ídolo de la verbalidad: le contenta más la templanza expresiva, una diafanidad discretamente coloreada por el sentimiento. El tono del discurso, sin dar necesariamente en la confidencia o en la confesión ni insistir en el coloquialismo, es con notoria frecuencia el de un diálogo personal, con los matices y los condicionantes (reales o ficticios) del individuo que habla a otro y toma en cuenta la singularidad del interlocutor, con libertad, pero sin intención de apabullarlo, concediéndole incluso la sobria dignidad de un estilo. Un género de discurso, así, que por imposible en el terreno público y cada día más raro en el privado está quedando, por paradoja, poco menos que reservado a la literatura, y es en ella una notable fuente de placer para el lector hastiado de los planos discursos de la realidad. No quiero dar a entender que se ignore ni se desdeñe la literatura. Al revés. Por lo mismo que la posmodernidad se niega a aceptar preceptivas, es más libre de picotear acá y allá, y lo hace con largueza, para quedarse con cuanto le parece de valor en las distintas tradiciones, vanguardias incluidas. Los poetas lo han concretado, en primer término, en un espectacular retorno a las formas y estrofas clásicas. Los narradores les han perdido el miedo a los patrones del género (más, sin embargo, a retazos que en conjuntos). En prosa y en verso se han prodigado además las citas y los préstamos, las alusiones y los ecos. (Los recién llegados a la literatura se llenan la boca de intertextualidad, palabra 105 indigna de una persona educada)7. A diferencia de antaño, sin embargo, esas transparencias de unas obras en otras no son marcas de literariedad ni contraseñas para iniciados. Tampoco me parecen tan frecuentemente paródicas como en ocasiones se afirma. Yo las veo más a menudo como homenajes y testimonios de distancia en relación con los maestros, precisamente porque los nuevos autores utilizan sugerencias suyas, pero no respetan el sentido primitivo de los materiales aprovechados, ni menos el sistema literario que originalmente los ordenaba. De hecho, si un rasgo hay de prominencia manifiesta, es precisamente la disociación de las formas y los contenidos tradicionales. Decía antes que los moldes de los géneros narrativos están ahora disponibles a conveniencia y los esquemas argumentales consagrados pueden encauzar temas muy distintos. Valga añadir sólo que nunca el repertorio métrico había prefijado menos el talante y la visión del mundo que comunica el poema. El punto de convergencia de todas las direcciones entrevistas está verosímilmente en una recuperación de la pertinencia personal de la escritura y la lectura, gracias al retorno a los universales de la literatura, frente a las precarias modas de la literariedad. El encanto de un relato ¿dónde va a residir mejor que en el tirón de la trama y en el interés de los personajes, en el juego de implicación y distancia, de ver uno la ficción y verse viéndola? ¿Qué habrá de apreciarse en poesía por encima de ese peculiar ajuste de la emoción y la dicción que mantiene unos versos irreductibles en la memoria? Pues las armas de siempre vuelven a esgrimirse ahora sin rubores, por voluntad libérrima del escritor y para conquistar al lector, no tras penosos rodeos, haciéndole pasar antes por la adhesión a unas consignas 106 estéticas o ideológicas, sino directamente por la fuerza del texto, con el disfrute personal de quien se siente a gusto con unas páginas que en última instancia han de decirle: De te fabula narratur, aquí se habla de ti. Creo que así han hablado y apuesto por que así sigan hablando largos años las páginas más frescas y más valiosas de la nueva literatura española. - XXI La mirada de Pascual Duarte En la Semana Santa del año que corre, 1992, cuando Pascual cumple tantos de muerte cuantos alcanzó de vida y el libro y (si Dios quiere) yo llegamos al medio siglo, he vuelto a leer La familia de Pascual Duarte, y ahora no en el vestíbulo de la Obra completa, con aparato de variae lectiones, ni junto a las azogadoras ilustraciones de Antonio Saura, ni en la versión anotada por Jorge Urrutia. Gracias al regalo de Eugenio Asensio, siempre rumboso con los amigos, he podido darme el lujo de hacerlo en la primera edición. Por más que un pelo si puede deberle, no es, sin embargo, de la pulcra austeridad de la tipografía de Aldecoa de donde me viene la impresión que me ha acompañado página a página y, sospecho, acompañará a quien retorne al texto sin anteojeras de escuela. Hablo de una impresión, antes de nada, de naturalidad e ineludibilidad. La familia de Pascual Duarte recorta un ámbito donde todo es como lo hubiéramos esperado, todo ocupa el lugar justo, resulta fatalmente necesario. Un ámbito que por eso mismo el lector siente que también ha sido suyo. Para no perdernos en recovecos, entremos sin más, y sin prisas, en casa de Pascual. Mi casa estaba fuera del pueblo, a unos doscientos pasos largos de las últimas de la piña. Era estrecha y de un solo piso, como correspondía a mi posición, pero como llegué a tomarle cariño, temporadas hubo en que hasta me sentía orgulloso de ella. En realidad lo único de la casa 107 que se podía ver era la cocina, lo primero que se encontraba al entrar, siempre limpia y blanqueada con primor; cierto es que el suelo era de tierra, pero tan bien pisada la tenía, con sus guijarrillos haciendo dibujos, que en nada desmerecía de otras muchas en las que el dueño había echado porlan por sentirse más moderno. El hogar era amplio y despejado y alrededor de la campana teníamos un vasar con lozas de adorno, con jarras de recuerdos pintados en azul, con platos con dibujos azules o naranja; algunos platos tenían una cara pintada, otros una flor, otros un nombre, otros un pescado. En las paredes teníamos varias cosas: un calendario muy bonito que representaba una joven abanicándose sobre una barca y debajo de la cual se leía en letras que parecían de polvillo de plata «Modesto Rodríguez. Ultramarinos finos. Mérida (Badajoz)», un retrato del «Espartero» con el traje de luces dado de color y tres o cuatro fotografías -unas pequeñas y otras regular- de no sé quién, porque siempre las vi en el mismo sitio y no se me ocurrió nunca preguntar. Teníamos también un reló despertador colgado de la pared, que no es por nada, pero siempre funcionó como Dios manda, y un acerico de peluche colorado del que estaban clavados unos bonitos alfileres con sus cabecitas de vidrio de color. El mobiliario de la cocina era tan escaso como sencillo: tres sillas -una de ellas muy fina, con su respaldo y sus patas de madera curvada y su culera de rejilla- y una mesa de pino, con su cajón correspondiente, que resultaba algo baja para las sillas, pero hacía su avío. En la cocina se estaba bien: era cómoda y en el verano, como no la encendíamos, se estaba fresco sentado sobre la piedra del hogar cuando, a la caída de la tarde, abríamos las puertas de par en par; en el invierno se estaba caliente con las brasas que, a veces, cuidándolas un poco, guardaban el rescoldo toda la noche. ¡Era gracioso mirar las sombras de nosotros por la pared, cuando había unas llamitas! Iban y venían, unas veces lentamente, otras a saltitos como jugando. Me acuerdo que de pequeño me daban miedo, y aun ahora, de mayor, me corre un estremecimiento cuando traigo memoria de aquellos miedos. En el espacio nítido se recortan distintamente unos pocos muebles, algunos adornos modestísimos, el orondo, honrado despertador de los labradores. Nada empaña la sensación de inmediatez: todo puede tocarse, todo está ahí, visto con unos ojos grandes y claros. Los mismos con que Pascual, de niño, con un susto que la vida había de explicar largamente, contemplaba en la pared las sombras de los Duarte. No podemos responder 108 a ese inventario exhaustivo sino con asentimiento. Es, claro, el ajuar de un campesino pobre, pero no nos suscita lástima ni rebeldía. Lo contemplamos con la normalidad con que el héroe nos lo pinta. Porque de sobras sabía Pascual que su casa era modesta, pero también sabía que era regular que lo fuese, «como correspondía a mi posición». En otro ambiente, en otro contexto, probablemente dudaríamos que el calendario de la tienda de Modesto Rodríguez fuera «muy bonito»; no podríamos evitar distanciarnos, juzgarlo según nuestros criterios. Pero aquí ni el calendario ni el retrato coloreado del Espartero, que Pascual notoriamente aprecia, nos provocan sensación ninguna de rechazo. Así son y así están bien, como Pascual quiere. Pero ¿por qué damos por bueno cuanto nos dice, en el pasaje copiado como en tantos otros en que están en juego datos, actitudes, juicios harto más opinables? El hecho de que aquí se trate de aspectos materiales quizá ayude a entender por dónde van o quiero yo disparar los tiros. No necesitamos haber conocido casas por el estilo para que la suya nos resulte convincente: la falta de pasión, la espontaneidad y la llaneza con que la muestra Pascual le dan un aire de inevitabilidad que nos la hace familiar y en un cierto sentido nos la revela como nuestra también. Con razón: durante milenios la mayoría de los hogares han sido como el de esa aldea de Extremadura, con una única habitación propiamente dicha, sin más pavimento que la tierra, con pocos objetos y menos mobiliario...8 109 No aduzco ese hecho bien sabido para insinuar que el asentimiento del lector a la descripción de Pascual sea de orden arqueológico y consista en darla por exacta, en hallarla ajustada a la verdad comprobada o comprobable. La casa, es decir, la vida material de la familia Duarte se me antoja sugestiva, más bien, en tanto una primera concreción de otro orden de cosas. La morada de Pascual tiene unos rasgos que la identifican como cercana y a la vez inmemorial: es una de esas realidades que han estado ahí hasta hace cuatro días (cuando no siguen ahí, a menudo), pero desde los tiempos más remotos. Quizá por eso quien se tropieza con una de ellas puede sentirla distinta de las que constituyen el mundo en que se mueve habitualmente, pero sin contemplarla como extraña, sino reconociéndola como natural, como procedente de un pasado que también a él le pertenece, llegada de una historia que también es suya. La familia de Pascual Duarte tiene la misma capacidad de convicción que la epopeya o la tragedia griega. El propio Zeus unce personalmente a su carro «los corceles de pies de bronce y áureas crines» (Ilíada, VIII, 41), mientras Helena y Andrómaca hacen las faenas domésticas y Nausícaa lava en el río la ropa sucia y la tiende «prenda a prenda en la playa» (Odisea, VI, 94). No entran tales quehaceres en la idea de dioses, reinas y princesas que comúnmente tenemos, pero Homero los pinta con una normalidad que los hace irrefutables; y sin necesidad de saber nada del mundo micénico, sólo porque el poeta lo 110 relata sin hacer alharacas ni cambiar la voz, con el sosiego de quien lo da por descontado, también nosotros nos decimos que es normal que fuera así, por qué no iba a serlo, y lo acogemos como una fase asimismo normal en el devenir de las cosas, en el proceso que ha acabado por hacerlas como ahora se nos aparecen. Pero leamos la página en que Pascual, abriendo un paréntesis en el primer capítulo dedicado al pobre Mario, refiere cómo vino a morir Esteban Duarte Diniz: Dos días hacía que a mi padre lo teníamos encerrado en la alacena cuando Mario vino al mundo; le había mordido un perro rabioso, y aunque al principio parecía que libraba de rabiar, más tarde hubieron de acometerle unos tembleques que nos pusieron a todos sobre aviso. La señora Engracia nos enteró de que la mirada iba a hacer abortar a mi madre y, como el pobre no tenía arreglo, nos industriamos para encerrarlo con la ayuda de algunos vecinos y de tantas precauciones como pudimos, porque tiraba unos mordiscos que a más de uno hubiera arrancado un brazo de habérselo cogido; todavía me acuerdo con pena y con temor de aquellas horas... Cuando se publicó La familia de Pascual Duarte, no faltó más de un piernas que viera ahí una «delectación morbosa» en la crueldad. Para mí, por el contrario, el episodio está narrado con la misma inocencia, vecina a la piedad, con que el Odiseo de Sófocles cuenta el abandono de Filóctetes en la playa de Lemnos: «Aquí fue donde antaño, cumpliendo las órdenes que me dieran mis jefes, dejé yo al meliano hijo de Peante, porque, manándole el pie por una herida ulcerosa, ni libaciones ni sacrificios nos dejaba celebrar en paz, sino que siempre tenía en mal agüero al campamento con salvajes alaridos, siempre gimoteando y gritando» (I, I). El encierro de Esteban Duarte en la alacena es tan poco problemático como el confinamiento de Filóctetes en Lemnos. Odiseo y Pascual lo relatan en el tono de quien debe informar de unos sucesos de interés, penosos sin duda, pero que no piden especial relieve (en Pascual, es, ya digo, simplemente un paréntesis), porque representan el único proceder adecuado a las circunstancias. No es el género de conducta que suelen practicar los lectores de novelas de vanguardia, 111 pero tampoco en ellos despierta reprobación, antes se impone como legítimo e irremediable; el comportamiento, más que como primitivo, se siente primigenio, apropiado a un cierto estadio en el camino que todavía seguimos andando. Sólo captándolas con unos ojos de singular pureza, sin embargo, pueden contarse realidades duras e insólitas con esa naturalidad y esa fuerza de convicción. Tales son los ojos de Pascual Duarte. Cuando me daba por pescar se me pasaban las horas tan sin sentirlas, que cuando tocaba a recoger los bártulos casi siempre era de noche; allá, a lo lejos, como una tortuga baja y gorda, como una culebra enroscada que temiese despegarse del suelo, Almendralejo comenzaba a encender sus luces eléctricas. Sus habitantes a buen seguro que ignoraban que yo había estado pescando, que estaba en aquel momento mismo mirando cómo se encendían las luces de sus casas, imaginando incluso cómo muchos de ellos decían cosas que a mí se me figuraban o hablaban de cosas que a mí me ocurrían. ¡Los habitantes de las ciudades viven vueltos de espaldas a la verdad y muchas veces ni se dan cuenta siquiera de que a dos leguas, en medio de la llanura, un hombre del campo se distrae pensando en ellos mientras dobla la caña de pescar, mientras recoge del suelo el cestillo de mimbre con seis o siete anguilas dentro! Así es, a Pascual le sorprende que los demás no sepan que los está contemplando. Desde la cárcel, por ejemplo. Por el sendero -¡qué bien se veían desde mi ventana!- cruzaban unas personas. Probablemente ni pensaban en que yo les miraba, de naturales como iban. Porque a él, en cambio, sí le inquieta siempre que los otros lo observen, lo acechen, lo examinen, para pillarlo en falta, para descubrir su debilidad y sus temores, para juzgarlo y condenarlo. No es que le inquiete: le aterra. Que se lo pregunten si no a la buena de Chispa. La perra volvió a echarse frente a mí y volvió a mirarme; ahora me doy cuenta de que tenía la mirada de los confesores, escrutadora y fría, como dicen que es la de los linces... Un temblor recorrió todo 112 mi cuerpo; parecía como una corriente que forzaba por salirme por los brazos. El pitillo se me había apagado; la escopeta, de un solo caño, se dejaba acariciar, lentamente, entre mis piernas. La perra seguía mirándome fija, como si no me hubiera visto nunca, como si fuese a culparme de algo de un momento a otro, y su mirada me calentaba la sangre de las venas de tal manera que se veía llegar el momento en que tuviese que entregarme; hacía calor, un calor espantoso, y mis ojos se entornaban dominados por el mirar, como un clavo, del animal. Cogí la escopeta y disparé; volví a cargar y volví a disparar. La perra tenía una sangre oscura y pegajosa que se extendía poco a poco por la tierra. Es de ese cruce de miradas de donde sale el mazo de cuartillas liadas con un cordel que don Joaquín Barrera López guardó en el cajón del escritorio: Pascual cuenta desembargadamente de las personas y las cosas que tanto ha mirado; y con más contención, a menudo andando con pies de plomo, de sí mismo, «por no dar lugar a que otro, como en ajenos casos, mienta» («Carta dedicatoria», La vida del Buscón), por no dar lugar a que lo miren y lo descubran demasiado diferente de como él se ve. Los ojos de Pascual no perciben sólo bultos y contornos físicos, sino igualmente códigos, sistemas de normas. En el Retiro, cuando «el Estévez se lió a discutir a gritos con el otro que por allí pasaba», nada se ofrece más cristalinamente, in absentia, que esas entidades impalpables: Reñían porque, por lo visto, el otro había mirado para la Concepción, pero lo que más extrañado me tiene todavía es cómo, con la sarta de insultos que se escupieron, no hicieran ni siquiera ademán de llegar a las manos. Se mentaron a las madres, se llamaron a grito pelado chulos y cornudos, se ofrecieron comerse las asaduras, pero lo que es más curioso, ni se tocaron un pelo de la ropa. Yo estaba asustado viendo tan poco frecuentes costumbres pero, como es natural, no metí baza, aunque andaba prevenido por si había que salir en defensa del amigo. Cuando se aburrieron de decirse inconveniencias se marcharon cada uno por donde había venido y allí no pasó nada. ¡Así da gusto! Si los hombres del campo tuviéramos las tragaderas de los de las poblaciones, los presidios estarían deshabitados como islas. 113 Los códigos son los fisgones incansables que escudriñan y espulgan todos los movimientos de Pascual. Ellos lo vigilan para que no descuide «que un hombre que se precie no debe dejarse acometer por los lloros como una mujer cualquiera» o que «no es cosa de hombres meterse a evitar las puñaladas», y mucho menos si van contra uno. A esos espías que nunca duermen no se les contenta sino con la estricta observancia de las reglas. A poca costa, a veces, cuando son tan claras como matar al chulo de la hermana y querido de la mujer: Pascual, certifica el señorito Sebastián, «no hizo más que lo que hubiéramos hecho cualquiera». Con más recámara, si hay que interpretarlas, como en uno de los dilemas más serios que jamás se le plantean al celoso extremeño: en una boda, ¿se cumple con una merienda por todo lo alto o hay que alargarse a una comida completa? Para las mujeres había chocolate con tejeringos, y tortas de almendra, y bizcochada, y pan de higo, y para los hombres había manzanilla y tapitas de chorizo, de morcón, de aceitunas, de sardinas en lata... Sé que hubo en el pueblo quien me criticó por no haber dado de comer; allá ellos, lo que sí le puedo asegurar es que no más duros me hubiera costado el darles gusto, lo que, sin embargo, preferí no hacer, porque me resultaba demasiado atado para las ganas que tenía de irme con mi mujer. La conciencia tranquila la tengo de haber cumplido -y bien- y eso me basta; en cuanto a las murmuraciones... ¡más vale ni hacerles caso! La seguridad íntima de haber obrado bien, procurando quedar -dice- «como me correspondía», es bastante para satisfacer a la rigurosa inquisición de los códigos. Pero la posibilidad de transgredirlos no existe ni siquiera en el fuero interno: «Si mi condición de hombre me hubiera permitido perdonar, hubiera perdonado, pero el mundo es como es y el querer avanzar contra corriente no es sino vano intento». No protesta nuestro héroe, en efecto, no echa coces contra el aguijón, ni pretende salirse de la senda, márquela la costumbre o la fe, llámese «condición de hombre» (Pascual), condition humaine (Pascal) o, por el contrario, humana conditio (Inocencio III). «¿Quién sabe si no sería que estaba escrito en la divina 114 memoria?». «Al que el destino persigue no se libra aunque se esconda debajo de las piedras». E incluso de esa sensación, e incluso cuando lo escrito quema como el fuego, incluso cuando lo prescrito por la fatalidad son crímenes espantables, consigue hacernos partícipes. He apuntado arriba que el asentimiento del lector a cuanto refiere Pascual responde, a ratos, a la certeza de que los modos de vida material y espiritual de los Duarte llegan de un pasado próximo y a la vez inmemorial que también es nuestro, y se apoya, siempre, en la naturalidad, en los visos de imparcialidad con que Pascual lo cuenta todo. Notemos ahora que esas apariencias de normalidad a la par que de ineluctabilidad se filtran desde el relato de trivialidades diarias al de los sucesos más extraordinarios. En cuanto nos hacemos, y es en seguida, a dar por bueno el marco, la cotidianidad, las pequeñas experiencias del protagonista, quedamos abocados a dar por bueno lo extraño y lo excepcional. En cuanto se nos antoja cabalmente en su sitio el calendario de Modesto Rodríguez y aceptamos la exigencia inapelable de tirar contra Chispa, estamos listos, Dios nos perdone, para entender que Pascual asesine a su madre: El día que decidí hacer uso del hierro tan agobiado estaba, tan cierto de que al mal había que sangrarlo, que no sobresaltó ni un ápice mis pulsos la idea de la muerte de mi madre. Era algo fatal que había de venir y que venía, que yo había de causar y que no podía evitar aunque quisiera, porque me parecía imposible cambiar de opinión, volverme atrás, evitar lo que ahora daría una mano porque no hubiera ocurrido, pero que entonces gozaba en provocar con el mismo cálculo y la misma meditación por lo menos con los que un labrador emplearía para pensar en sus trigales. Esa naturalidad es, pues, otra de las técnicas de seducción que despliega el narrador, otra de las honestas artimañas a que recurre para que no lo queramos mal. Como el primerísimo término en que nos muestra, sin mentir, la delicadeza de su ánimo («la conciencia sólo remuerde de las injusticias cometidas: de apalear a un niño, de derribar una golondrina»). Como el no dejar que oigamos otra voz que la suya. 115 Como el hondo sentimiento de la irrevocabilidad del destino que acierta a comunicarnos: un sentimiento, es obvio, propio de un condenado a muerte que contempla un camino marcado por hitos sin posibilidad de vuelta atrás, pero del que nosotros podríamos zafarnos fácilmente si los ojos claros y grandes de Pascual, mirándonos con la misma fijeza que a los vecinos del lejano Almendralejo, no nos hubieran fascinado hasta tal punto. - XXII El otro latín 1. Don Ramón María del Valle-Inclán contó alguna vez cómo había estudiado latín con un párroco de aldea, en tiempos que en la memoria o la imaginación se le aparecían «en luz de anochecer y en un vaho de llovizna... El clérigo leía su breviario, yo suspiraba sobre mi Nebrija». Un siglo atrás, es cierto, las Introductiones latinae del Nebrisense seguían imprimiéndose en versiones reducidas y brindando el bagaje adecuado para adentrarse en territorios tan ricos como el breviario del buen cura. Porque aquellas páginas no daban sólo alimento piadoso a los sacerdotes rurales, sino rebosaban de hermosísima lírica, en un estilo que a todo un Baudelaire se le antojaba «singularmente propio para expresar la pasión según la entiende y siente el mundo poético moderno». Era una «lengua maravillosa», que podía sonar así: «Patera gemmis corusca, / panis salsus, mollis esca, / divinum vinum, Francisca...» ('Copa de gemas radiante, / pan sabroso, manjar suave, / divino vino, Francisa...'). Como así suena, en efecto, en los trísticos de Les fleurs du mal que el autor dedicó a «una modista erudita y devota». Quienes pasaron por un aprendizaje similar al de Baudelaire o Valle-Inclán pudieron captar y saborear, por ejemplo, 116 «las bellezas del latín místico de la Edad Media», con «joyeles como las secuencias de Santa Hildegarda» o Adán de San Víctor que celebraba Rubén Darío, o como el Pange lingua de Tomás de Aquino y el Vexilla Regis de Venancio Fortunato que Lynch y Stephen Dedalus comentaban por los pasillos del internado. La literatura de la Roma antigua quizá no despierta ya el entusiasmo que en otras épocas, pero, en el peor de los casos, conserva un prestigio más o menos reverencial, y a quien le pique la curiosidad no le costará gran cosa habérselas directamente con los textos, incluso en traducción, y orientarse sobre el sentido que les corresponde. Es penoso comprobar que las letras latinas de la Edad Media y del Renacimiento, en cambio, son hoy tierra enteramente ignota para el común de los lectores, y hasta para demasiados estudiosos. En el pecado se lleva la penitencia, sin embargo. Al lector de a pie, a quien no busca sino buena literatura, el olvido de la latinidad posclásica, del otro latín, le priva de muchos de los versos y prosas más fascinantes y, paradójicamente, más vivos jamás escritos en Europa. Al estudioso le oculta fuentes esenciales, falseándole desde las raíces la visión de la cultura de la época e instalándolo en el más temible de los anacronismos: el que no puede reconocer la singularidad del pasado, porque inconscientemente le impone las jerarquías contemporáneas. Ir poniendo remedio a tan desdichada situación exige en primer término dar al aficionado la posibilidad de enfrentarse por sí mismo con los textos, en el original o en versiones irreprochables, y guiado por una crítica que los potencie en tanto obras de arte, sin limitarlos a mero testimonio arqueológico. Al profesional, sea cual fuere el dominio o el período a que se aplique, es preciso recordarle a su vez que esos libros que hoy crían polvo en las bibliotecas fueron durante siglos tanto o más leídos que los redactados en lenguas vernáculas, y que únicamente tomándolos en cuenta con amor y rigor podrá alcanzar la imprescindible perspectiva de conjunto. Quisiera dar rápida noticia de algunas aportaciones recientes que van precisamente en tal dirección, y en especial por las 117 dos sendas en que se hallan los logros mayores del otro latín: la poesía medieval y la prosa de ideas renacentista9. 2. Escasas provincias de la literatura occidental, en efecto, ofrecen más diversidad y excelencia que la poesía latina de la Edad Media; pocos, o seguramente ninguno, la han frecuentado con mayor intimidad que Peter Dronke, y en escasos lugares podrá hallársela más sugestivamente representada que en sus dos últimos libros: Latin and Vernacular Poets of the Middle Ages (Hampshire, Variorum, 1991) e Intellectuals and Poets in Medieval Europe (Roma, Storia e Letteratura, 1992). Dronke no es ningún desconocido en nuestro país. Al contrario, una obra de medievalista excepcional en envergadura y 118 horizontes, al par que su frecuente presencia en universidades, editoriales y revistas, le han ganado una audiencia importante en España. A las traducciones de anteriores libros suyos (tres, creo, con el inminente sobre Las escritoras de la Edad Media), bien podría sumarse otra que contuviera una amplia selección de los dos recién mentados, con el lógico hincapié en los trabajos que abordan textos hispánicos, comenzando por la Profecía de la maga Sibila, de edad visigótica, y por las mismas jarchas mozárabes, o especialmente vinculados a la Península, como el delicioso cancionerillo erótico transcrito en el monasterio de Ripoll (transcrito, digo, no compuesto, ni correctamente entendido allí). Un volumen que reuniera una decena de estudios de la misma cosecha no tendría precio como introducción a las exquisiteces de la poesía mediolatina. Ante un volumen como ése, quien, como a menudo ocurre, hubiera limitado su imagen de la poesía de antaño a las piezas más sabidas de los siglos XVI y XVII no podría no asombrarse por la imaginación y el vigor que a cada paso derrochan los rimadores medievales. La variedad de temas, formas y modos, la frescura con que el verso se abre a imágenes y vivencias luego insólitas, la osadía de la dicción, forzosamente han de sorprender a los acostumbrados al repertorio convencional del Renacimiento y aun del Barroco. Se diría que la norma era entonces la experimentación, la búsqueda de caminos nuevos, y es poco dudoso que muchos conducían a hallazgos que a veces parecen de ayer mismo. Valga una muestra. Jaime Gil de Biedma difundió entre nosotros la noción del poema construido como monólogo dramático, es decir, objetivado en la voz de un personaje, histórico o ficticio, distinto del autor. (Entre paréntesis: la difundió para curarse en salud y confundir a los críticos menos inteligentes, pero sólo por rara excepción la puso en práctica en su propia obra, apegada donde las haya a la confesión personal y a la autobiografía sin máscara). La filiación del recurso no suele llevarse más allá de Browning y Tennyson, pero se trata justamente de una de las técnicas más tenaz y sagazmente exploradas en la Edad Media. Porque los poetas de la época no se quedaron en los discursos de figuras y figurones célebres, a la manera de Ovidio 119 o los románticos; antes bien, con una fantasía y una pertinencia como apenas volvieron a gastarse al propósito, usaron el procedimiento para indagar, reviviéndolas desde dentro, las dimensiones más impredictibles y reveladoras de la experiencia: desde la rabia de la soltera preñada, a cuyo paso los lugareños se dan con el codo, hasta los ayes desesperados del cisne que se tuesta en el asador, en hilarante parodia del canto que tópicamente se le atribuye en su agonía. Pues algunos de los capítulos más sugestivos de Dronke están dedicados a una variedad especialmente atractiva de tal monólogo: el planto de la heroína que se acerca a la muerte. Así la hija de Jefté, sacrificada para cumplir un necio voto y serenamente conforme con que su lecho de bodas esté en el más allá («factus est infernus thalamus meus»), o así una Dido nada virgiliana que, en un paisaje tan árido como ella misma sedienta de amor, sólo confía en reunirse con Eneas en las tinieblas de Aqueronte. Tiene Dronke despierta sensibilidad para captar los recursos (a veces, una mera insistencia fonética) que doblan de implicaciones narrativas el lenguaje lírico, y no es de extrañar que fije la atención reiteradamente en textos en que la emoción postula acciones no expresas y en otros que conjugan diálogo y relato, como sucede en las varias endechas del siglo XI sobre el final de Héctor o, con más articulación, en el Pamphilus, y, desde luego, en la espléndida serie de los Carmina Rivipullensia. Pero se diría imposible superar la destrísima anatomía a que somete una sequentia que no en balde suscitó la admiración de paladares tan avezados como Rémy de Gourmont y Ezra Pound, la de las Virgines caste, con la extraordinaria estampa, sobre todo, en que se evocan las camas en que las mozas del cortejo nupcial, y no sólo la esposa, reposarán con Jesús («Dormit in istis / Christus cum illis...»), en virginal connubio, sin miedo a los dolores del parto ni a los celos de la amante: «Felix hic somnus, / requies dulcis...». No es posible aducir ahora más ejemplos. Peter Dronke no se muestra menos atinado cuando escudriña la poesía de la inteligencia, las personificaciones y las alegorías de la escuela de Chartres, los recovecos de la tradición hermética, la floresta 120 de imágenes en que se plasman las intuiciones místicas, la compleja ironía de los goliardos, los «barbara... carmina» de la musa heroica o la fuerza oscura de los encantamientos: «Adiuro vos, ligna omnia, / et lapides et horae et momenta, / ut evacuatis cor N. pro amore meo» ('Yo os conjuro, árboles todos, / y piedras y horas y momentos, / a quitarle el corazón por amor a mí'). Con estudios como los consagrados a esos temas y problemas, Dronke no sólo da a los expertos otras tantas lecciones de la mejor erudición y la mejor crítica, sino además pone al alcance de cualquier lector de buen gusto una óptima antología comentada de los portentosos aciertos de la poesía latina medieval. 3. «Corrientes aguas, puras, cristalinas...». Tras el verso de la Égloga primera, todos saben oír el Canzoniere petrarquesco: «Chiare, fresche e dolci acque...». Por el contrario, ¿quien advierte que tras «Inicua es la ley que a todos igual no es» y tantos otros pasajes de La Celestina está también Francesco Petrarca, y en concreto su De remediis utriusque fortunae? En los decenios que corren entre Rojas y Garcilaso, el Petrarca latino, si no olvidado (todavía Quevedo tenía bien presente el De remediis), fue quedando postergado en la misma medida en que se agigantaba el Petrarca romance. No era, desde luego, lo que el fundador del humanismo había esperado, ni lo que consiguió por más de un siglo. Hasta las vísperas del Quinientos, Petrarca brilló por encima de todo como el maestro que con su ejemplo personal y sus escritos latinos había enseñado a leer, entender y usar a los clásicos. Y por más que durante algunos años él hubiera confiado en que la inmortalidad le vendría de la ambiciosa epopeya sobre Escipión que acabó siendo su gran desengaño, las obras que de veras le dieron popularidad y prestigio fueron libros en prosa: las dos compilaciones de su correspondencia (Familiares y Seniles) y los singulares diálogos del De remediis. Es fácil que hoy nos sintamos incómodos con las prosas de Petrarca. A nosotros, criados a pechos del romanticismo, quizá se nos antojan demasiado grávidas de citas y reminiscencias 121 de los antiguos, que tendemos a suponer un vano tributo a la opinión ajena y una renuncia a la expresión subjetiva. No hay nada de eso. Petrarca no se mueve tan a gusto entre Virgilio, Cicerón o Séneca, ni los alega tan copiosamente, porque se haya rendido a ciegas al relumbrón de sus nombres, sino porque está convencido de haber encontrado en ellos el único saber que juzga digno de ser perseguido: «Quid humanum omniumque gentium commune», es decir, una cierta verdad humana y común a todos los pueblos, unos rasgos que compartan todos los hombres y en los que cristianos y gentiles, débiles y poderosos, puedan reconocerse como hermanos y descubrir normas de conducta y convivencia. Cuando apoya un parecer en media docena de sentencias y ejemplos de Roma y Grecia nunca pretende que lo aceptemos por la mera autoridad de los clásicos: más bien está invitándonos a contemplarlo desde diversas perspectivas, a confrontarlo con otras posturas, enriqueciéndolo con nuevos matices. Ni por ello abdica, en absoluto, del propio criterio y la propia historia: las Familiares y las Seniles, como tantas páginas más, son a un tiempo pensamiento y experiencia, y la elaboración de unas doctrinas se confunde ahí con la construcción de la persona (y hasta el personaje) del escritor. Esas actitudes y esos planteamientos, distintivamente petrarquescos, están en el origen de toda la cultura de la Edad Moderna y subyacen, en particular, a la que antes apuntaba como una de las cimas del otro latín: la prosa de ideas del Renacimiento. La de Erasmo o Vives, por no ir más lejos, no habría sido posible sin Petrarca. Pero, aparte ser obligada para el historiador de la literatura, de la filosofía, del arte, ¿la prosa de Petrarca tiene todavía cosas que decir al lector de nuestro fin de siglo? Da la impresión de que algunos especialistas creen que no. La «Edizione Nazionale» de Petrarca está bloqueada desde hace treinta años y sólo contiene, aunque con ejemplar esmero, uno de los tres grandes títulos que he alegado: las Familiares. De las Seniles y el De remediis, ni rastro, ni ahí ni en ninguna parte. Tan cierto es, no obstante, que otros conocedores 122 sí apuestan por la vigencia de Petrarca, no ya para el filólogo, sino también para el lector educado, que en un par de años las Seniles se han hecho accesibles en la buena traducción al inglés cuidada por Aldo S. Bernardo y sus colaboradores (mientras Ugo Dotti prepara la italiana) y el monumental De remediis nos llega en la admirable versión a la misma lengua que firma Conrad H. Rawski (Bloomington, Indiana University, 1991). El De remediis es la excepción que confirma varias de las reglas que arriba esbozaba. Petrarca, que tan porfiadamente se había confesado en sus prosas, ensaya ahora un tono ascéticamente impersonal y cede la palabra nada menos que a la mismísima Razón, que en un tono cortante, inexorable, descarta como ilusorios los gozos y las sombras que nos depara la Fortuna: «-A mi hijo lo ha devorado un lobo. -Es problema de los gusanos...». Él, siempre tan suelto, tan amigo de dejar la pluma en libertad, quiere aquí proceder sistemática, exhaustivamente y concentrar en un volumen todo el saber moral de la Antigüedad, de manera que el lector tenga constantemente a mano el consejo adecuado a cualquier circunstancia, próspera o adversa, ya se halle en una guerra civil o en un partido de pelota, casado con una charlatana o explotando una granja «de pavos, pollos, gallinas, abejas y palomas...». Desconcertante, abrumador a veces para nosotros, el De remediis fue, sin embargo, y con larga diferencia, el libro de Petrarca más divulgado (en España, del Marqués de Santillana en adelante, gozó de tanta difusión, que, romanceado, circuló incluso en volanderos pliegos de cordel). Son muchos los aspectos de la historia intelectual de Europa, por más de dos siglos, que no se dejan comprender sin prestarle la debida atención, y no pocos los estudiosos, no sólo petrarquizantes, que experimentan a menudo la necesidad y la dificultad de consultarlo. Para todos ellos, al igual que para el lector curioso, los cinco elegantes tomos de la traducción de Rawski son un auténtico tesoro. Rawski ha provisto su ceñida versión de un comentario más que generoso, en forma de notas que permiten seguir en detalle la completa parábola de los múltiples puntos tocados 123 en el De remediis, desde las fuentes de inspiración de Petrarca hasta las huellas que sus formulaciones dejaron en las letras posteriores (ni siquiera se descuidan los pasajes aprovechados en La Celestina); la ha hecho sumamente manejable gracias a unos minuciosos índices, y, en fin, la ha completado con copiosas ilustraciones, que no son simple recreo para la vista, sino útiles y precisas acotaciones al texto. El resultado de tan meritorio esfuerzo debiera invitar a la meditación y a la emulación. El otro latín se nos ha vuelto remoto, también, porque los expertos, demasiadas veces, han preferido mantenerlo como objeto de culto esotérico para una secta de iniciados. Pero obras de la grandeza de las Seniles o el De remediis ni siquiera quedan debidamente servidas con la edición crítica del original. Porque si no llegan al latín todos los que querrían o deberían conocerlas, habrá que traducirlas, como ha hecho Rawski, a algún latín de nuestro tiempo. - XXIII Lógica y retórica de la locura «Los cretenses mentimos siempre». Ese enunciado del cretense Epiménides ¿es verdad o es mentira? Si es verdad, si los cretenses mienten siempre, Epiménides no está mintiendo, y la afirmación verdadera resulta ser falsa. Si no es verdad, si no mienten siempre, Epiménides está mintiendo, y al mentir comprueba la verdad de que los cretenses mienten siempre. A discutir ésa y otras paradojas tan venerables como ésa había dedicado cientos de páginas y millares de horas la tradición intelectual que Erasmo de Rotterdam más odiaba. Bueno será, pues, advertir que dentro de la tal tradición la paradoja era irresoluble, mientras la cultura que a Erasmo le era propia sí podía darle una solución adecuada. En efecto, una filosofía estrictamente formal y centrada en la lógica, como era el método escolástico tan abominado por 124 el holandés, presupone que un enunciado por el estilo del nuestro es verdad o mentira en términos absolutos, porque las palabras que lo forman tienen una significación unívoca, universal y eterna. Por ahí, si los cretenses mienten, es que mienten siempre y en todo lugar, y si Epiménides es cretense, tiene que obrar exactamente como ellos. La perspectiva retórica, que es el punto de partida del pensamiento erasmiano, empieza por observar que las palabras sólo cobran significado en la boca de tal o cual persona concreta y en tales o cuales circunstancias y tales o cuales tiempos. Postular que una proposición como la aducida quiere decir lo que textualmente asevera equivale a encerrarse en un lenguaje puramente teórico, sin correspondencia con el que los hombres usan de hecho en la realidad, en la vida cotidiana. En ésta, la frase «los cretenses mentimos siempre», si llega a dejarse oír, es inimaginable que pueda o pretenda ser tomada al pie de la letra. Tal vez implique que 'en Creta hay más de un mentiroso'; o bien, si Epiménides acaba de enterarse de que sus paisanos le elogian como sabio, sea una expresión de modestia; o, por el contrario, acaso Epiménides ese día está de mal humor y lo que le apetece es hablar mal de todo, sin excluir a sus compatriotas... Comoquiera que sea, no hay un significado único e intemporal del lenguaje, sino tantos como hombres y situaciones, y hay que atender a quién, cuándo y cómo lo dice para saber, en resumidas cuentas, qué está diciendo. En cierto sentido, el Elogio de la locura (Stulticiae laus o, en rigor, Mwri/af e/gkw/mion) parte de un aserto análogo a «los cretenses mentimos siempre» y acaba dejando claro que en Creta, como en todas partes, unas veces se miente y otras se dice la verdad. Cierto: la locura, ahí, sube a la cátedra, se presenta a la audiencia y se loa a sí misma, disertando largamente sobre los bienes que la humanidad le debe -comenzando por la misma vida, que no se produce sino por el desatino de dejarse llevar por el sexo-, sobre las múltiples maneras en que irremediablemente la siguen dioses y hombres -en todas las jerarquías, estados y profesiones- y sobre las autoridades gentiles, judías y cristianas que confirman la verdad de semejantes alabanzas. 125 Si lo tomamos al pie de la letra, el planteamiento se anula a sí mismo, como el de Epiménides, porque en labios de la locura, en principio, sólo pueden sonar disparates y necedades. Cuando, sin embargo, una y otra vez nos descubrimos de acuerdo con las opiniones, críticas y actitudes que manifiesta, tendemos a pensar que esta locura realmente no es tal, sino más bien buen juicio y arte de vivir con inteligencia. Pero tampoco nos es posible dar siempre por válido cuanto nos propone: y entonces concluimos que la locura en unos casos es sabiduría, en otros hace honor a su nombre... y en bastantes no sabemos a qué carta quedarnos. Por ahí, adiestrados a ejercitar la duda y la antítesis sistemática, nos convencemos de que no ya el núcleo mismo del Elogio, sino cuantos temas se tratan en la obra y cuanto tiene que ver con los hombres son como los «silenos de Alcibíades» (según el motivo que Erasmo espiga en Platón), unas figurillas de fea apariencia que dentro contienen la imagen de un dios: Principio constat res omneis humanas, velut Alcibiadis Silenos, binas habere facies nimium inter sese dissimiles. Adeo ut quod prima, ut aiunt, fronte mors est, si interius inspicias, vita sit; contra quod vita, mors; quod formosum, deforme; quod opulentum, id pauperrimum; quod infame, gloriosum; quod doctum, indoctum; quod robustum, imbecille; quod generosum, ignobile; quod laetum, triste; quod prosperum, adversum; quod amicum, inimicum; quod salutare, noxium; breviter omnia repente versa reperies, si Silenum aperueris. ('Es preciso notar, en primer término, que todas las cosas humanas, como los Silenos de Alcibíades, tienen dos caras que no se parecen en nada, de tal modo que lo que a primera vista, como dicen, es la muerte, si se mira por dentro es la vida, y viceversa; lo que se nos ofrece como hermoso, resulta feo; lo opulento, paupérrimo; lo infame, glorioso; lo docto, indocto; lo fuerte, débil; lo noble, plebeyo; lo alegre, triste; lo próspero, adverso; lo de amigo, de enemigo; lo saludable, dañoso; y, en suma, si se abre el Sileno, todo se encontrará en seguida del revés'). El ídolo que a Erasmo le importa derribar es el enemigo tradicional del humanismo, el método escolástico, y no por 126 mera rivalidad de escuelas, sino porque cumple elegir entre un código artificial para iniciados y una lengua a la medida de todos los hombres, porque está en juego el predominio de una noción del saber como teoría arcana, reservada a una minoría de especialistas, o bien como cultura viva, destinada a iluminar la experiencia real del mayor número posible de beneficiarios. Esa visión del problema es simultáneamente una visión de la historia, porque postula un vasto retorno a la edad anterior a una decadencia milenaria, con la vuelta a unos libros fundamentales cuya letra y cuyo espíritu han ido corrompiéndose en siglos sombríos. En esas coordenadas cobra plenitud de sentido el Elogio de la locura (concebido en 1509, publicado en 1511). El libro bulle, desde luego, en todos los temas gratos a Erasmo, e incluso es característica la desproporción con que se complace en algunos, del culto en espíritu a la crítica de la sofistería escolástica, el monacato o las estructuras temporales de la Iglesia. Pero todavía es más hondamente erasmiano por la altura a que eleva las estrategias y los modos de hacer propios del autor. Si quisiéramos señalarle una sola raíz última, bien podríamos encontrarla en la noción de la docta ignorantia, un ideal cuya tradición recorre Erasmo en una continua y perspicaz concordancia de cristianismo y cultura clásica, recordando, por un lado, que Sócrates -el maestro pagano cuyo temple y actitudes juzgaba tan ejemplares, que a veces le entraban ganas de rezar «Sancte Socrates, ora pro nobis!»- se había dejado llamar el más sabio de los hombres por ser consciente de no saber nada, y subrayando, por otra parte, que «el mismo Cristo se hizo loco al presentarse en forma de loco que puede traer la salvación con la locura de la cruz: "Porque Dios ha elegido la locura del mundo para confundir a los sabios, y la debilidad del mundo para confundir a los fuertes" (I Corintios, I, 27)». La raíz de la docta ignorantia crece y da espléndido fruto merced al recurso a una vieja e ilustre variedad de la retórica. De los tres géneros de discursos que ésta reconocía, judicial, deliberativo y panegírico, el de más amplias resonancias literarias fue siempre el último, el laudativum genus, porque no 127 pedía ninguna decisión, sino meramente un juicio artístico, el aprecio de la habilidad y el virtuosismo del orador. Dentro de tal especie, desde los días de los sofistas, muchos se deleitaron en exhibir el ingenio y buscar el aplauso ensalzando materias insignificantes, indignas o ridículas, y el propio Erasmo menciona las loas clásicas de los mosquitos, la injusticia o las fiebres. Nadie, sin embargo, había compuesto nunca un encomio paradójico concebido tan honda y radicalmente, tan desde dentro como el Stulticiae laus. Un elogio de los gusanos o de la calvicie -como los que también recuerda el mismo Erasmo- no podía ser otra cosa que un divertimento puramente superficial, una muestra de ingenio y de buen humor, sin trascendencia alguna. Incluso una alabanza de la locura, si se planteaba desde la perspectiva de la cordura, según en más de un aspecto lo hace la popular Nave de los locos (1494) de Sebastián Brandt, no tenía por qué pasar de esa misma categoría de lo jocoso, por más que a vueltas de las bromas contuviera no pocas verdades. Pero Erasmo tuvo la genial ocurrencia de hacer que fuera la propia locura quien se ensalzara a sí misma. Con tan sencillo expediente, incluso prescindiendo de los asuntos tratados, la concepción general del libro resultaba significativa de suyo, por las cuestiones de principio que implicaba, por el planteamiento global de un discurso que se afirma y se niega a sí mismo. La Moria compendia todos los grandes temas erasmianos, y el propio autor declaró que en sustancia decía lo mismo que el Enchiridion, el más autorizado resumen de sus enseñanzas. Pero en éste, como en el resto de su producción, el pensamiento del holandés está presente sólo como contenido, en un estilo de mayor o menor elocuencia, pero que en definitiva se queda en elegante envoltura. En el Elogio de la locura, en cambio, no hay distinción entre forma y fondo: el propio artificio con que se presentan las ideas es una dimensión fundamental de la doctrina que se comunica. En particular, el imperativo de tener siempre presente quién está hablando y de no dar por válidos sus asertos sin considerarlos cuidadosamente tanto en el contexto inmediato 128 como en el horizonte del libro entero ilustra con excepcional eficacia, sin necesidad de exponerlo explícitamente, el núcleo de la teoría retórica que Erasmo convirtió a su vez en núcleo de su propia visión del saber y, en muchas vertientes, también de su personalidad. Porque el hábito de preguntarse sistemáticamente quién, cuándo, para qué se está hablando, esencial en la retórica, es, sin más, un modo de adiestrar la sensibilidad en captar más plenamente cómo cambian y cuan diversas y complejas son en las distintas coyunturas personas, cosas y palabras; y, por ende, qué singular cada una y qué relativas todas. No sorprende que de los millares y millares de páginas que produjo la literatura latina del humanismo, las únicas que hoy permanecen vivas y al alcance de todos sean las del Elogio de la locura. - XXIV Tombeau de Julio Caro Baroja Entre Menéndez Pelayo y el Paradox de don Pío, corrió siempre a su albedrío e hizo de su capa un sayo y de su saber un mito. Libre, genial, erudito, tímido y audaz y raro, de elegancia desabrida en la prosa y en la vida, descansa en paz Julio Caro. 129 - XXV «Con voluntad placentera» Cuenta Plutarco que una noche, «cuando Alejandría estaba en el mayor silencio..., se oyeron repentinamente los concertados ecos de muchos instrumentos y gritería de una gran muchedumbre con cantos y bailes satíricos, como si pasara una inquieta turba de bacantes... A los que conceden valor a estas cosas les parece que fue una señal dada a Antonio de que era abandonado por aquel dios a quien siempre hizo ostentación de parecerse». Constantino Cavafis ha recreado ese momento en un espléndido poema, «El dios abandona a Antonio», soberbiamente romanceado a su vez por Elena Vidal y José Ángel Valente: Cuando, de pronto, a media noche oigas pasar una invisible compañía con exquisitas músicas y voces, no lamentes en vano tu fortuna que cede al fin, tus obras fracasadas, los ilusorios planes de tu vida. Como dispuesto de hace tiempo, como valiente, dile adiós a Alejandría que se aleja. Y sobre todo no te engañes: en ningún caso pienses que es un sueño tal vez o que miente tu oído. A tan vana esperanza no desciendas. Como dispuesto de hace tiempo, como valiente, como quien digno ha sido de tal ciudad, acércate a la ventana. Y ten firmeza. Oye con emoción, mas nunca con el lamento y quejas del cobarde, goza por vez final los sones, la música exquisita de la tropa divina, despide a Alejandría que así pierdes. Antonio ha de plegarse con sereno coraje a la sentencia de la divinidad, saborear sin protestas ni aspavientos esa postrera 130 melodía, para probar así que ha merecido las grandezas de Alejandría. Un último instante de belleza pondrá la muerte en línea con la vida. No sé leer la pieza de Cavafis sin recordar a Jorge Manrique. El momento más memorable de las Coplas cifra los esplendores de ayer en el apiñamiento «de tanto galán», «tanta invención», y en las «músicas acordadas» que se recortan sobre la algazara de unas celebraciones. La estampa es sin duda muestra suprema de una de las cualidades que han mantenido a Manrique en el altar donde lo veneraba Machado: la mirada que distingue a la vez la hermosura y la nimiedad de las cosas, y cómo una y otra se potencian entre sí, y de consuno enseñan a no negarles ni exagerarles el valor mientras se tienen y a no llorarlas cuando se pierden. Tal actitud es una norma de vida, pero sobre todo una meditatio mortis, un adiestramiento para la muerte. Es entonces, al llegar al desenlace, cuando importa haber aprendido la lección. Antonio debe asumirla, al cabo, asomándose a la ventana para oír la sentencia envuelta en cantares fascinantes. El maestre don Rodrigo Manrique la ha sabido siempre y no necesita que nadie lo exhorte, porque tampoco ningún dios lo abandona, bien al contrario. Viene «la muerte a llamar / a su puerta», gentilmente, «diciendo -"Buen caballero"...», y él hace suyo el dictamen del Señor y se dispone a partir con el mismo «corazón de acero», con la misma «buena esperanza» y aun con la misma «voluntad placentera» con que ha vivido. ... y consiento en mi morir con voluntad placentera, clara y pura, que querer hombre vivir cuando Dios quiere que muera es locura. Deslumbran el temple, el señorío, la elegancia de ese morir. Al asentimiento que se le pide a Antonio, y que en definitiva consiste únicamente en una digna resignación, don Rodrigo, por obra de «la fe tan entera», añade el consentimiento, una 131 medida de libertad. Pero ese talante admirable no es un dato que se deje apreciar con la mera confrontación de sendas paráfrasis de los textos de Cavafis y Manrique, es decir, no obedece sólo al contenido literal: en una proporción decisiva, y excepcional incluso en la mejor poesía, responde asimismo a la elocución y a la métrica. Pues la ineludibilidad y a la vez la aceptación libre y hasta complacida de la muerte se expresan también con la fluidez del ritmo y la dicción. Tomás Navarro Tomás demostró experimentalmente que en castellano predominan los núcleos de sonido y sentido -los grupos fónicos- que tienden a coincidir con el octosílabo. En nuestro pasaje la coincidencia es total: las unidades semánticas, fonéticas y métricas se corresponden perfectamente, sin asomo de encabalgamiento. El pie quebrado, al observar la misma regla, subraya la naturalidad de la elocución, y al mismo tiempo, con el contraste rítmico, refuerza su musicalidad. El agudo inicial de cada una de las dos semiestrofas deja levemente en suspenso el enunciado, que en seguida se colma con tanta rotundidad como sencillez. Que las rimas en -era y -ura sean la una variación de la otra, y que tal trabazón se acreciente con el engarce de clara y con los eslabones de morir, querer, quiere, dan a la sextilla una inigualable apariencia de espontaneidad. Cada verso empuja al siguiente, que se percibe como su prolongación necesaria, la única continuación posible sin forzar la voz ni engolar el tono. No cabe lenguaje más «fácil de pronunciar» -es una vieja definición de la poesía-, más correntío a la par que melodioso. Esa agilidad en el discurrir y ese ajuste cabal de los factores no semánticos confluyen eficacísimamente con el significado. La soltura y el gusto con que decimos la copla contienen la actitud de don Rodrigo ante la muerte. El consentimiento del Maestre es tan natural y tan verdadero como las palabras con que se despide. Todo está sentido, pensado, dicho con la misma voluntad placentera. - XXVI Última hora de la poesía española: la razón y la rima De Jon Juaristi a José María Micó, de Luis García Montero a Eloy Sánchez-Rosillo, de Luis Alberto de Cuenca a Miguel d'Ors, la última hora de la poesía española ofrece tanta riqueza y diversidad en los logros individuales como unidad de tendencia en algunos aspectos básicos. Un crítico ciertamente sagaz subraya, por ejemplo, que «la reivindicación de la métrica clásica caracteriza a buena parte de los poetas de los ochenta frente a la generación anterior». Otro, que es a su vez valioso ejemplo de cómo los autores de los setenta se han abierto creadoramente a las perspectivas de los más jóvenes, sitúa entre los rasgos de mayor presencia en las nuevas generaciones el énfasis puesto «en la experiencia y en la inteligibilidad del texto». Un tercero insiste en que «la poesía se ha hecho comprensible, referencial», porque «los poetas actuales han abandonado lo surreal», «ya no les importa tanto el mundo onírico como el mundo de la vigilia», y, en la mayoría de sus páginas, «la metáfora languidece»10. Citadas así, en extracto, tales opiniones pueden sonar a la célebre enciclopedia china de Jorge Luis Borges: «Los animales se dividen en: a) pertenecientes al Emperador, b) embalsamados, c) amaestrados, d) lechones... h) incluidos en esta clasificación, i) que se agitan como locos, j) innumerables, k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello», etc. Cuando uno examina los textos poéticos más de cerca, sin embargo, comprueba que todos esos rasgos (y no pocos otros) que la crítica enuncia a veces como dispares, o cuando menos registra dispersamente, responden en realidad a un diseño coherente y a un paradigma histórico y artístico perfectamente articulado. 133 Es verdad que a primera vista no parece ofrecerse ninguna conexión irremediable entre «la reivindicación de la métrica clásica», pongamos, y la huida de «lo surreal». ¿Qué motivo podría haber para que ambas actitudes deban considerarse dos caras de la misma moneda? ¿Tan sólo la constatación de la evidencia, de que así ocurre con notable asiduidad, y de que lo uno y lo otro responden a planteamientos supuestamente «tradicionales»? ¿Se trataría, pues, de un mero hecho de imitación superficial, de un vano «garcilasismo»? En absoluto. Leamos simplemente el guilleniano arranque de uno de los rimados de ciudad de García Montero: Las cuatro de la tarde. Familiar devaneo. Todavía la mesa está sin recoger. Se acostumbran las cosas a su oficio de ser compañías lejanas bajo un dulce mareo. O tomemos el comienzo de otro, donde se entrelazan los ecos sintácticos ni más ni menos que de Garcilaso, fray Luis, San Juan de la Cruz y Góngora, sin faltar uno: Teléfonos alertas, sirenas que la luz cruzáis veloces, letreros luminosos, altavoces, carteleras expertas que hacéis negocios y mentís ofertas... En el segundo ejemplo, sería difícil concertar más reminiscencias clásicas, pero el tono manifiestamente coloquial de ambas piezas, el realismo menudo, la impostación rigurosamente contemporánea, nos certifican que estamos lejos de cualquier «neoclasicismo». Es más, son incompatibles con él, y la conjunción de un lenguaje y unos temas tan a ras de tierra con el esquema inmutable de la lira incluso representa de suyo una resuelta innovación. No es, por tanto, ninguna hipotética y epidérmica adhesión a los maestros de otras épocas, sino un fenómeno de más calado. La vuelta al metro y a la rima, la frecuente construcción narrativa, el gusto por la entonación conversacional, el 134 despego frente a los artificios metafóricos, la trabajada diafanidad y otros muchos caracteres de buena parte de la reciente producción española suponen menos un retorno a las modas de antaño que un reajuste de los factores poéticos, tan fresco y original como apegado a los universales de la poesía. Ni que decirse tiene que cada uno de esos elementos obedece a múltiples circunstancias personales y transpersonales, pero su integración en un conjunto, sea el poema singular o un ancho horizonte de poemas, está en la naturaleza misma de la poesía tal como la conocemos desde los trovadores y los goliardos. En efecto, de la Edad Media a la nuestra, los ingredientes conjugados en el poema han tendido a mantener entre sí un cuidadoso equilibrio, de suerte que el predominio o la desaparición de unos ha llevado a la mengua o el incremento de otros. En su día, así (y discúlpese que repita lo dicho en otra parte), la ausencia ocasional o la renuncia definitiva de la música se contrapesó a menudo con una melodía verbal resaltada por alardes de ritmo o insistencias fonéticas. En tiempos más próximos, el relieve auditivo se ha reemplazado lisa y llanamente por el visual, por procedimientos gráficos o tipográficos. Ningún equilibrio, claro es, más delicado y esencial que el de las pautas de la métrica y los recursos del lenguaje figurado. Tanto, que quizá baste para sugerir de un solo trazo algunas de las cualidades más definitorias del panorama poético actual. Frente a las comparaciones y las metáforas de la literatura anterior, más o menos complejas, más o menos difíciles, pero siempre con una precisa correspondencia entre el plano real y el plano ficticio, el superrealismo y otras corrientes afines entronizaron un género de imágenes que no se dejan "traducir" puntualmente a un orden de cosas concreto, antes pretenden comunicar intuiciones borrosas, estados de ánimo sin otro correlato que una visión fantástica, personales equivalencias de sensaciones o sentimientos... Detrás de la imaginería desbocada de las vanguardias estaban obviamente todas las falanges que desde el romanticismo habían competido en el asalto a la razón. Pero lo que me interesa realzar ahora es un hecho que tiene que ver más bien 135 con la lógica interna propia de la poesía. Porque sucede que el progresivo avance de la imagen irracional fue paralelo a la desintegración de los constituyentes tradicionales del verso: el metro y la rima. No podía ser de otro modo: la multiplicación de las figuras semánticas empujaba a la aminoración de las figuras fónicas anejas a la métrica, o, si se prefiere, complementariamente, la relajación de la disciplina formal llevaba a ensayar otras maneras igualmente rebeldes en la asociación de los contenidos. En dos palabras: el verso clásico y el talante superrealista eran en sustancia inconciliables. Hagamos un mínimo experimento con unas líneas de Poeta en Nueva York: Un día los caballos vivirán en las tabernas y las hormigas furiosas atacarán los cielos amarillos... Otro día veremos la resurrección de las mariposas disecadas, etc., etc. Una rima y un metro estricto habrían resultado en verdad incompatibles con tal soltura imaginativa, porque el lector inmediatamente tendría la impresión de que ésta era postiza y venía forzada por aquéllos. Si el propio Federico hubiera amoldado ese mismo contenido al patrón de una estrofa convencional, si lo hubiera ahormado con las rimas que de hecho están en el texto (yo las he marcado en cursiva), al punto habríamos saltado: «¡Ripio, ripio!». Es sólo un ejemplo, y ex contrario, pero sospecho que sintomático. El alejamiento de las banderas superrealistas que marca a una parte considerable de la nueva poesía española ha ido de la mano con una búsqueda de la pertinencia personal, con el acento en la experiencia y la emoción compartidas, con una atención a lo individual tan lejos de exasperarse en la marginalidad cuanto de disolverse en lo colectivo... So pena de perder su condición de tal, una poesía en esas coordenadas no podía dejar de reencontrarse cada vez más amistosamente con el metro y la rima. 136 - XXVII Eugenio Asensio «In memoriam» Eugenio Asensio (1902-1996) era un hidalgo de aldea paseado por todo el mundo y por toda la literatura del mundo. Sabía todas las lenguas y no sólo había leído todos los libros: tenía, además, las primeras ediciones. «Muy antiguo y muy moderno», se aposentó en Portugal y mantuvo sin esfuerzo una perspectiva oreada siempre por los vientos más cosmopolitas. No quiso hacer carrera universitaria ni publicó sino por antojo o por sentido del deber. Deja un puñado de libros espléndidos y una obra dispersa no menos esencial sobre las tendencias intelectuales del Renacimiento en la península Ibérica, la poesía de la Edad Media, el entremés del Siglo de Oro o los mitos recientes de la historia de España. Quien se pregunte hoy por su talla de filólogo y estudioso de la literatura, habrá de pensar en Menéndez Pidal, Dámaso Alonso o María Rosa Lida. Vivió mucho (había nacido en Murieta, en Navarra, en 1902; ha muerto en Pamplona hace unos días) y vivió sin prisas, catando y saboreando libros, paisajes y vinos. La afición lo llevó primero a las lenguas clásicas, pero la facultad madrileña de Cejador (de quien alcanzó a ser ayudante) y el mismo Centro de Estudios Históricos se le quedaban chicos, y en cuanto pudo se plantó en París, y después, en 1930, en Berlín: el Berlín de Werner Jaeger y Paul Maas, a cuyas lecciones asistía, pero también de los poetas y los cafés, de las pensiones y los cabarets, que Eugenio pintaba con tanta perspicacia y amenidad como la novela de Isherwood. La guerra civil le pilló en Filipinas, adonde había llegado dando el rodeo más largo que pudo, por el Transiberiano. A la vuelta, desdeñó la universidad de la época, y, en unos años en que los catedráticos de Enseñanza Media se llamaban Rafael Lapesa o José Manuel Blecua, optó por quedarse en el Instituto 137 de Lisboa, libre de miserias y de compromisos, con tiempo para descubrir tesoros en las grandes bibliotecas europeas y comprarlos en los más recónditos anticuarios del continente. Quizá nunca habría impreso una línea, si discutiendo una Nochebuena con Dámaso Alonso, su amigo fraternal no le hubiera pinchado: «¡No es lo mismo predicar que dar trigo!». Sólo desde entonces, a punto de entrar en la cincuentena, Asensio accedió a compartir con el común de los mortales el gigantesco saber que se había echado entre pecho y espalda. Casi como preludio, compareció en escena con un deslumbrante ensayo sobre el erasmismo y otras corrientes afines, cuyas orientaciones y datos inéditos replanteaban sustancialmente ni más ni menos que la obra maestra de Marcel Bataillon. Después, entre artículos, prólogos, reseñas que habrían bastado para encumbrar a cualquier investigador, vinieron Poética y realidad en el cancionero peninsular de la Edad Media, que renovaba los modos de entender nuestra tradición lírica; Itinerario del entremés, fascinante exploración por los arrabales del teatro barroco; unos fundamentales Estudios portugueses; o como coda, con una distancia y una lucidez que por fuerza habían de poder más que la pasión, una crítica maciza de La España imaginada de Américo Castro. Eugenio Asensio escribía en una prosa límpida y llena de gracia, donde el pormenor erudito, siempre nuevo, siempre exacto, abría ventanas a los grandes horizontes de la historia y se conjugaba con el infalible gusto literario y con la atención a las novedades más válidas de la crítica: él fue, sin ir más lejos, quien primero entre nosotros frecuentó a los formalistas rusos, y quizá el único que en 1957 podía hacerlo en la lengua original y traduciendo las citas de Pushkin en fluidos endecasílabos. «Nunca persiguió la gloria» (al revés que la buena mesa), pero acabó por llegarle una mínima parte del reconocimiento que se le debía: la elección de honor en la Real Academia Española, el Premio Príncipe de Viana (que él, conservador, irónico, disfrutó particularmente porque lo ganaba como candidato de las izquierdas de su tierra), el doctorado por Lisboa, los volúmenes de homenaje... A los amigos nos había amenazado 138 con retirarnos la palabra desde la otra vida si publicábamos en la prensa una necrología suya. No creo que se atreva a hacerlo. Pero, en el peor de los casos son muchas las palabras de Eugenio Asensio, oídas y leídas, que nadie podrá quitarnos. No sólo Erasmo Estas espléndidas páginas (El erasmismo y las corrientes espirituales afines, Salamanca, SEMYR, 2000), piedra miliar en la bibliografía sobre el Renacimiento en España, son en rigor las primicias de un neófito. Piedra miliar, digo, porque consisten en un replanteamiento decisivo de las cuestiones asediadas nada menos que en el Erasmo y España de Marcel Bataillon; y primicias, porque, aparecidas originariamente en 1952, se cuentan entre las publicaciones más tempranas de Eugenio Asensio, que sólo en puertas del medio siglo condescendió a ir ordenando y publicando las notas que tomaba (a lápiz) en las guardas de sus tesoros bibliográficos. Erasmo y España (1937) es la obra maestra del hispanismo y un soberbio libro de historia se mire desde donde se mire. «El examen de un problema fundamentalmente religioso ilumina y esclarece ahí vastas zonas de la vida política y cultural» (como resume Asensio) porque la religión es ciertamente uno de los ejes de la España de Carlos V y porque Bataillon atiende a situar cada punto, incluso cuando parece sin otro alcance que el estrictamente dogmático, en el juego de fuerzas que lo conforman desde los más diversos ángulos, de la cancillería a los conventos, del pueblo devoto a los familiares del Santo Oficio. A favor de esa amplitud de horizontes, y con la diligencia de Bataillon por no descuidar ningún fleco de posible interés, por Erasmo y España desfila un número ingente de contemporáneos del Emperador, al tiempo que se airean muchos de los asuntos que más significativamente les afectaron. La grandeza del libro, en cualquier caso, y la falta de otros equiparables en empeño y mérito lo convirtieron en seguida en referencia vital para todo estudioso de la época. Pero las virtudes propias ampararon los vicios ajenos, y más que ninguno -escribe el 139 propio Bataillon- «el atolondramiento de los lectores propensos a catalogar como erasmistas todos los autores que aparecen en mi libro». Por ahí, cierto, los descarríos han sido continuos. Para ser tomado por erasmista, ha bastado citar un refrán latino presente a su vez (claro está) en la colección erasmiana de Adagia, o censurar los libros de caballerías, según el humanismo venía haciendo desde Petrarca. Las cimas, sin embargo, se han alcanzado a cuenta del pretendido «erasmismo de Cervantes»: hasta la esperanza que un personaje expresa de tener un heredero, hasta la coincidencia entre el nombre de otro y un gentilicio usado por Erasmo (y por mil más), han servido para alimentar esa hipótesis, tan inverosímil y rea de anacronismo como lo serían, pongamos, las conjeturas sobre el «krausismo de Eduardo Mendoza». Publicado decenios atrás en forma de artículo, el estudio de Asensio que sale ahora a luz en volumen exento tiene, pues, como valor más elemental, inmediato, desengañar lúcidamente a quienes imaginan que Erasmo de suyo, el Erasmo de los españoles y el Renacimiento español se agotan en los aspectos abordados en Erasmo y España. Frente a tal espejismo -constata-, «¡cuántas aguas venidas de otros manantiales se confundían con la corriente erasmiana!». Así lo atestiguan tres linajes de espiritualidad que confluyen con ella y cuya densidad y matices desentraña Asensio con inigualada penetración: «el biblismo de hebreos, conversos y cristianos viejos en la España de los siglos XV y XVI»; las orientaciones del franciscanismo, y los gérmenes de renovación que por diferentes caminos llegaban de Italia. Pero ésos son sólo los hilos conductores del discurso, y don Eugenio los trenza con multitud de otros que enhebrando datos olvidados e interpretaciones originales componen un tapiz extraordinariamente significativo. No es posible aquí dar idea adecuada de su riqueza y pertinencia, de modo que me limitaré a señalar dos constantes de la exposición: por una parte, la novedad de los materiales que aduce Asensio, espigados en infolios y dozavos antes desconocidos o mero pasto de bibliófilos, y que sólo él leyó con los conocimientos y la perspicacia 140 necesarios para sacarles partido; por otro lado, la elegancia y la nitidez de la prosa, siempre ajustada para sugerir los matices más finos de las cuestiones que enfrenta con ancha perspectiva de conjunto. Oportunamente paralela a la reimpresión de Erasmo y el erasmismo, donde Bataillon, a menudo tras las huellas de Asensio, expresa sus puntos de vista definitivos sobre los temas a que tanto amor y estudio dedicó, la publicación de este trabajo ofrece una magnífica ocasión de descubrir el Renacimiento español a través del diálogo entre dos grandes maestros. - XXVIII «Biblioteca Clásica» Cuestión de grados «¿De verdad crees -me han preguntado alguna vez- que cualquiera puede leer el Cantar del Cid?». «Pues sí -he respondido-, cualquiera que pase un buen rato con el Lazarillo, La de Bringas o Tiempo de silencio, difícilmente dejará de disfrutar con el Cid». La trama del Cantar es a la vez sencilla y apasionante: el héroe que sale al destierro y vuelve los ojos, empañados de lágrimas silenciosas, al hogar que acaba de perder; la necesidad de ganarse el pan -así mismo se dice- con las armas; la torpe afrenta que lo hiere en lo más vivo, en sus hijas, y el sereno esfuerzo para que se haga justicia... El lector más primario puede enfrentarse con el Cantar como si se tratara de un relato de aventuras, buscando emociones y lances, y no sólo los encontrará, sino que acabará prendido por la calidad poética y la elocuente simplicidad de la historia. Pero es fácil que al lector más curtido le ocurra exactamente al revés: de rastrear especialmente los matices propios de la gran poesía, pasará a fascinarse con el tirón de la intriga y el atractivo humano de los personajes, como en el más decimonónico de 141 los novelones. ¿Quién, en uno o en otro nivel, no apreciará el Cantar del Cid? Un buen libro permite muchas lecturas. Es cierto que la lengua del poema puede velar algunos pormenores a quien carezca de la adecuada preparación filológica, pero el castellano medieval no es el anglosajón del Beowulfo, ni siquiera el francés de la Canción de Roldán, indescifrables para los hablantes de hoy: cualquiera que tenga el español como propio puede seguir sin mayor problema las líneas principales del Cantar. Para quien nada sepa de filología, ahí está la espléndida y accesible anotación de Alberto Montaner; y, como sea, no hay por qué hacerle ascos a una buena traducción moderna, en prosa o en verso. ¿O es que todos hemos leído en el original Moll Flanders, Madame Bovary o Ana Karénina? Creer que la lengua es un impedimento para gustar el Cid supondría renunciar a conocer tantísimos otros grandes libros compuestos en un idioma que no nos es familiar. De hecho, para cada lector existe una versión o edición a la altura de su formación e intereses. Es cuestión de grados. Qué leemos Bien está que sopesemos primero qué leer, pero, una vez decidido, no importa menos saber qué leemos, qué se nos ofrece bajo el nombre de don Juan Manuel, Cervantes o Clarín. Hasta publicarse la rigurosa edición crítica de Dolores Troncoso, ¿qué leíamos, por ejemplo, cuando nos las habíamos con Trafalgar? Trafalgar pasó por un esforzado proceso de elaboración, atestiguado por un autógrafo repleto de cambios, cortes, añadidos y redacciones dobles y aun triples; y al corregir las pruebas de imprenta Galdós introdujo además multitud de variaciones de contenido y estilo. Pero la tarea de revisión no se detuvo con la aparición de la princeps (1873); cuando menos cuatro de las ediciones posteriores contienen buen número de retoques de distinta entidad (y no siempre de atribución segura), desde matices de dicción hasta aspectos que afectan al conjunto de los Episodios Nacionales, comenzando por la figura 142 del narrador. Todavía en 1897 y en 1901 parece que el novelista se afanaba por mejorar el original, salvando distracciones suyas o gazapos que se arrastraban desde 1873, o perfilando el vocabulario, la acción, las alusiones, para llegar a una versión sobre la que ya no volvió y que por tanto se deja considerar como definitiva. Pues bien, la única edición hasta ayer accesible en cualquier librería no hacía sino reproducir, empeorado con erratas, un texto de 1882, en el que faltan, por ende, los más de dos centenares de enmiendas léxicas y estilísticas que don Benito debió de insertar posteriormente y en el que subsisten deslices como hablar de la herida en el hombro de un personaje que en realidad la había sufrido en la mano... La otra edición suelta, ésta de uso principalmente escolar, asegura haber tomado como base las impresiones de 1874 y 1882, amén de manejar el autógrafo galdosiano. Pero como los textos difieren y no se consignan variantes, ¿hemos de pensar que se han mezclado a capricho las lecturas de unas y otras fuentes, para no pasar, como sea, de un estadio superado por el autor? ¿Qué leemos, cuando leemos Trafalgar? ¿Qué leemos cuando leemos a los clásicos? Al trasluz El romanticismo canonizó, por encima de todo, el mito de la originalidad, la vaga convicción de que la obra de arte es pura efusión del genio y el poeta obedece exclusivamente a una misteriosa fuerza interior. A nosotros, criaturas todavía románticas, tiende a parecernos que la intrusión de reminiscencias literarias empobrece la fuerza expresiva de la creación personal. En otras épocas sabían que no era así y que, por el contrario, la alusión y la cita son recursos magníficos para ensanchar el horizonte significativo del poema. Garcilaso de la Vega conserva un frescor permanente porque, como Jorge Manrique, como el capitán Andrada, posee el don admirable de acompasar el lenguaje a una música que nos suena familiar, casi coloquial, pero que también reconocemos 143 estilizada y noblemente distinta. Nunca, sin embargo, lo apreciaremos como se merece, si no aprendemos también a leerlo al trasluz, identificando aquí y allá la alusión o el encuadre que nos remiten a la tradición sobre la que cada poema suyo quiere recortarse, para ampliar su capacidad de connotación y sugerencia. Nunca, por ejemplo, entenderemos a derechas el soneto X, si no advertimos que el famoso apóstrofe con que comienza, «¡Oh dulces prendas por mi mal halladas, / dulces y alegres cuando Dios quería!», no sólo está recreando un hexámetro de la Eneida, sino invitando a evocar todo el contexto que allí lo acompaña y, por ende, incorporándolo en cierta medida a su propio texto: lo que el soneto no dice expresamente, lo insinúa al proponer el recuerdo del pasaje virgiliano en que Dido exclama «Dulces exuviae, dum fata deusque sinebat...» precisamente al ver las ropas de Eneas y el lecho de los abrazos adúlteros. Una de las virtudes únicas de la espléndida edición de Bienvenido Morros está en permitirnos leer cada verso de Garcilaso descubriendo al trasluz, en las notas a pie de página (aparte ahora la exhaustiva anotación incluida al final del volumen), el enriquecedor diálogo del toledano con las voces mayores de la poesía europea, de la Grecia antigua a la Italia del Renacimiento. El clavo (palinodia) «Si al principio de un relato se ha dicho que hay un clavo en la pared, ese clavo debe servir al final para que se cuelgue el protagonista». La frase es de Chéjov, y me temo que tengo alguna responsabilidad por haberla divulgado en un ensayo de hace treinta años largos y en cierto epigrama con más de quince a cuestas. Digo responsabilidad, y casi culpa, porque el precepto es tan sugerente cuanto capcioso y parcial. Quizá se entienda mejor dónde está la falacia si reitero que yo no lo había espigado en el propio autor, sino en las páginas de un clásico del formalismo ruso; o si apunto que menos que en el grandísimo 144 Chéjov (que se guardó mucho de aplicarlo, salvo de Pascuas a Ramos), uno esperaría encontrarlo en el respetable Propp. La idea del relato como construcción cerrada sobre sí misma, como armónico microcosmos (cito a Clarín por partida doble), corresponde al tipo de narración que se encarna por excelencia en el cuento folclórico y que tiene por modelo teórico a la poesía lírica: la artificiosa enunciación de un universo cuyos componentes -igual que en el poema y al revés que en la realidad- están en sostenida y notoria dependencia mutua. En ese arquetipo del texto como sistema cabal, perfecto, se ha inspirado durante milenios gran parte de la literatura occidental, y no sólo para la forma, sino también en cuanto al contenido y la doctrina. Contra ese arquetipo se dirige a su vez el único género nuevo que ha producido la Edad Moderna: la novela realista, que convierte en dechado literario (paradójicamente) la gratuidad, la falta de ilación, el discurso informe de la vida, y lo dice en el tono y con las palabras de todos los días. Los veinte Cuentos de Clarín que componen la última entrega de «Biblioteca clásica», en edición concienzudamente anotada por Ángeles Ezama, con un admirable estudio de Gonzalo Sobejano, llevan un siglo dando buenos ratos a los más diversos catadores. Los curiosos de la historia literaria disfrutarán al comprobar cómo en la pluma de Leopoldo Alas el viejo cuento de hechura circular y mecánica de relojería se abre a todos los anchos, libres, dispersos caminos de la novela y de la vida. Un clavo saca otro clavo. ¿La poesía pura? Con el volumen dedicado al Marqués de Santillana, «Biblioteca clásica» acoge ya completo al triunvirato de los grandes poetas del siglo XV. Jorge Manrique está presente con la totalidad de su producción, mientras para Juan de Mena se ha seguido la misma fórmula que para el Marqués: dar por entero los textos fundamentales, trátese del Laberinto de Fortuna o bien de la Comedieta de Ponza, los Sonetos y las Serranillas, e incluirlos en el marco de una amplísima antología de su obra 145 a la altura cronológica y dentro del género que en cada caso les correspondan. Creo que nadie se escandalizará de la duplicidad de criterios. La poesía menor de Manrique no siempre supera el nivel medio de Mena y Santillana, pero la grandeza de las Coplas le presta el interés adicional que justifica unas Opera omnia. Don Juan y don Íñigo son harina de otro costal: la selección se impone, porque junto a no pocos poemas que prenden en seguida a cualquier lector, hay muchos otros en que sin duda no es fácil hincar el diente. «Todo pasa -escribía José F. Montesinos- como vigencia estética de valor universal: sólo en la historia la gloria de los creadores permanece». A mí, no obstante, confieso que me fascinan los momentos, frecuentísimos tanto en Mena como en el Marqués, en que la estricta obediencia, la servidumbre -incluso- a las constricciones de la historia, a la poética de moda, produce unos resultados coincidentes con tendencias y maneras de vigencia estética todavía cercana. Cuando Santillana, así, quiere lucir la erudición que se ha ganado a buen precio, laboriosamente, al resplandor distante del humanismo de Italia, puede escribir y escribe muchos versos como éstos de la Comedieta: «Vi Licomedia e vi Euridice, / Emilia e Tisbe, Pasife, Adriana, / Atalante e Fedra, e vi Cornifice, / e vi Semelle, fermosa tebana...». En primer término, es, desde luego, una exhibición de conocimientos, pero a la vez está firmemente guiado por el mero disfrute de la textura fónica, del ritmo y el sonido en sí mismos, aunque orlados de lujo exótico. No haremos mal si pensamos en el parnasianismo, en el modernismo, en el futurismo... ¿Y por qué no en la poésie pure? Allá películas Temo que a menudo les tenemos demasiado respeto a los clásicos. Tendemos a ponerlos en un pedestal extraordinario y suponer, por ejemplo, que cuanto salió de la pluma de un Cervantes, un Calderón o un Garcilaso ha de pertenecer forzosamente a una categoría especial, que no tiene nada que ver con 146 las modalidades literarias y artísticas más familiares en nuestros días. Una categoría que responde al modelo (imaginario, que no real) de las páginas más hondas del Quijote, los grandes monólogos de La vida es sueño o la intensidad de la Canción III; o, si se prefiere, que no debiera estar poblada sino por los héroes de Homero, los espectros del Inferno y las criaturas más extrañas de Shakespeare. Un buen camino para acortar y aun eliminar esas falsas distancias es parecido al juego de las películas: preguntarse por sistema qué películas le recuerdan a uno las obras de antaño, si la trama se deja reducida a cuatro o cinco líneas. Los profesores tienden a veces a explicarlas remontándose a sus antecedentes o extendiéndose sobre el lugar que ocupan en la literatura de la época. Son datos necesarios, pero hay que usarlos con prudencia. El Peribáñez de «Biblioteca clásica» trae un riquísimo análisis de las fuentes y todos los demás aspectos de la pieza, y el Estudio preliminar aporta un panorama hasta hoy ni siquiera entrevisto de la evolución del teatro lopeveguesco. Pero sería un disparate tomar de ahí más que unos pocos elementos esenciales para propinárselos al alumno de bachillerato o sucedáneos (si todavía en ellos se toleran las humanidades). Plantéese así, en cambio: el patrón (el dictador, el capataz...) se enamora de la mujer de un subordinado (etc.) y para conseguirla lo aleja a él (mandándolo a la guerra, a otro trabajo...) y la viola a ella; el marido llega a tiempo de salvarla, mata al agresor y es absuelto de todo crimen. ¿Cómo se llama la película que tan puntualmente coincide con Peribáñez? Sin duda hay muchas más que la media docena, desde el western al thriller, que yo recuerdo. Claro está que mis colegas de los institutos no me perdonarían que las apuntara aquí y les estropeara una buena clase. Yo, maestro Gonçalvo... ¡Insondable fascinación de los tópicos! Los viejos manuales llamaban a Gonzalo de Berceo «el primer poeta español de nombre conocido...», y cuando Américo Castro quiso renovar 147 la visión de España, no se le ocurrió sino echar mano de esa muletilla como apoyo a su peregrina teoría del centaurismo, de la supuesta incapacidad de los peninsulares (todos unos, desde la Edad Media de las tres religiones) para «establecer distancia entre el decir y la persona que dice». De ahí, pensaba don Américo, que Berceo incorpore «a su poetizar su mismo estar poetizando» y en su obra sean frecuentes «las referencias a su propia persona». No hay tal. Berceo no es, desde luego, el primer poeta español (ni siquiera en español) «de nombre conocido», ni las tales referencias son tan continuas ni excepcionales. De hecho, don Gonzalo no se nombra a sí mismo en El sacrificio de la Misa, ni en Los signos del Juicio Final, sino únicamente en los poemas hagiográficos, es decir, en los dedicados a la vida y milagros de los santos y de la Virgen. Está bien claro el porqué de la diferencia entre unos y otros. Por mucha literatura e imaginación que a menudo se le echara, la hagiografía era una modalidad de la historia, la narración de unos hechos reales o presentados como reales, cuya veracidad, por tanto, había que garantizar con toda la firmeza posible. Por otra parte, tratándose a cada paso de conductas extraordinarias y acontecimientos prodigiosos, era cuando menos recomendable dejar bien claro quién y con qué conocimiento los relataba. Pero no se descuide que Berceo era a su vez notario de profesión, el hombre de confianza del abad de San Millán, por mandato del cual actuaba como fedatario público. Don Gonzalo no se menciona a sí mismo en los poemas doctrinales, donde habla con la autoridad que le dan las verdades intemporales que enseña, y sí en los hagiográficos, porque ahí necesita poner de manifiesto cuál es la fuente de los sucesos que refiere y en qué medida debe prestársele crédito. Pero, por otra parte, si el objetivo era promover el culto de unos santos o de una imagen de la Virgen venerados en la región, ¿quién más fiable que el mismísimo notario de San Millán? 148 La prosa como prosa Con razón señala Pérez Vidal, al repasar esclarecedoramente el panorama de la crítica sobre Fígaro, la escasez y fragmentariedad de los estudios que se han dedicado a su prosa. Que Larra es un gran prosista se repite a cada paso y sólo por maravilla se razona detenidamente por qué. Tres cuartos de lo mismo ocurre con muchos de los escritores españoles (y no españoles) a quienes suele tributarse idéntico elogio, de Cervantes a Pío Baroja y más acá. Es que es muy difícil caracterizar formalmente y valorar literariamente, en una sola operación, una prosa en la línea de esos maestros. Como setas abundan los análisis del estilo de La Celestina, Quevedo o Valle-Inclán, con recuentos de las singularidades de vocabulario, las figuras retóricas, los modos de la agudeza, los metricismos, las distorsiones. Cada uno de los datos se interpreta como un alejamiento de la norma y, por ahí, como un rasgo de estilo y, todavía por ende, como un logro artístico. Cuando el desvío de la norma no se da (o no se da aparentemente), la crítica rehúye toda descripción y acostumbra a quedarse en la paráfrasis no argüida: claridad, sencillez, eficacia, pureza. Vale decir: comúnmente, la prosa no se explica como prosa, sino como verso, cuando muestra las peculiaridades del verso. Un célebre chascarrillo de Antonio Machado, dándole la vuelta al planteamiento, nos sitúa paradójicamente en uno de los pocos caminos que permiten hacer justicia a la prosa como prosa. Cuando el alumno ha de poner «en lenguaje poético» la frase «Los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa» y escribe en la pizarra «Lo que pasa en la calle», Mairena aprueba: «No está mal». Don Antonio, más en serio de lo que puede pensarse, atribuía a la buena poesía las virtudes de la buena prosa e invitaba a reconocerlas por el procedimiento de la conmutación. En una buena prosa, sustitúyase una palabra por un sinónimo o un rodeo, un imperfecto por un indefinido, una construcción por otra... El revés negativo así amañado bastará normalmente para perfilar y tasar el proceso de selección y disposición 149 que distingue al gran prosista que no quiere echar mano de los fáciles recursos de la poesía. Puntos y aparte No son pocos los lectores que no acaban de entender en qué consiste editar un texto clásico. A uno de ellos, narrador de primerísima fila, intentaba yo explicárselo hace unos días, cuando me interrumpió para enlazar no sé cuál de mis aclaraciones con una aguda observación suya sobre la caracterización del protagonista «en el primer párrafo del Quijote». Así me lo dijo y así se las ponían a Fernando VII, porque cogí la ocasión por los pelos y me apresuré a informarle de que en el Quijote no hay en rigor párrafo ninguno, ni primero ni último, porque Cervantes lo escribió enteramente como un texto seguido, sin más fracturas que la división en capítulos. La responsabilidad de ese «párrafo» que deslinda las noticias iniciales sobre la vida diaria de Alonso Quijano, al igual que la de casi todos los demás puntos y aparte, no es en absoluto de Cervantes, ni de los impresores antiguos: hay que llegar a 1863 para que a Hartzenbusch se le ocurriera publicar un Ingenioso hidalgo regularmente segmentado en párrafos. El «primer párrafo» que hoy aparece en todos los Quijotes no se debe sin embargo a don Juan Eugenio, sino que fue introducido en 1898 por J. Fitzmaurice-Kelly y generalizado desde 1911 por Rodríguez Marín. De hecho, el tal «párrafo» y la inmensa mayoría de los demás, que los críticos glosan a veces como si se tratara de unidades con entidad propia y los profesores invitan a analizar en ese mismo sentido, son de la cosecha exclusiva de Rodríguez Marín, cuya edición fue durante decenios la más comúnmente utilizada por las posteriores como original para la imprenta. Pues bien: es lícito discutir si hoy sería tolerable un Quijote sin otros puntos y aparte que los originales o en qué medida la fragmentación en párrafos distorsiona la intención del autor (porque escribir con unas particiones o con otras implica diferentes tesituras creativas: un soneto no está formado por una 150 octava y tres pareados). Pero es preciso ser conscientes de que la edición de un clásico exige plantear, estudiar y resolver docenas y docenas de problemas que, como ése, el lector inexperto a menudo ni sospecha, y que, como ése, marcan decisivamente el texto que al final tiene ante los ojos. Panerotismos Un amigo de Cáceres, abogado, poeta a ratos y siempre buen catador de literaturas, me escribe (y le cito a la letra) que fue en seguida a comprarse la Floresta española después de leer «el chiste del cunnilingus» incluido en la mínima antología de la obra que el mes pasado se publicaba junto a esta columna; y añade que se ha divertido mucho con las burlas y las veras de Melchor de Santa Cruz. No quisiera decepcionar a mi buen extremeño, y menos disuadir a nadie de que se apresure a procurarse y devorar la Floresta española, pero en ella no aparece el chiste en cuestión. El texto que se copiaba en Qué leer era y es como sigue: «Diciendo un gentilhombre a una señora, cuando se despedía de ella: -Beso pies y manos de vuestra merced, le respondió: -Señor, no se olvide otra estación que está en medio». Pues no, amigo F. M., la indecencia no es ahí como usted piensa, sino de otra índole, más zafia: la señora para despreciar las vanas cortesías del gentilhombre, le sugiere que, ya puesto, mejor que la bese en el rabo (en el culo, vaya). Era la frase hecha para sugerir jocosamente la humillación o el castigo que se deseaba a alguien por cualquier motivo. (Así, en la misma Floresta, cierto clérigo al dueño del chucho que le había mordido: «-Señor, haced atar ese perro o besadle en el rabo»). Una de las tentaciones en que más fácilmente caen no tanto los lectores como los críticos es inventar alusiones eróticas donde lo que hay son usos o modos de pensar olvidados o distintos de los nuestros. Cuando en Baltasar del Alcázar una moza chupa el dedo pinchado por un alfiler, no asoma la fellatio que veía un ilustre hispanista, sino la creencia, todavía popular, de que con tal recurso se sana o alivia la picadura. Cuando otro 151 menos ilustre encuentra en Quevedo que los borrachos hallan «besando los jarros paz» y entiende que ahí se alude «a besar uno, o una, los órganos sexuales de otro, u otra», es porque, si bien políticamente correcto, no conoce el giro besar el jarro ('beber') ni el ritual de la Misa. Podría darle docenas de ejemplos, querido tocayo: le diré sólo que ni siquiera el amor y la cama eran antaño como hogaño. Lectura y crítica «No la has de ver en todos los días de tu vida». De vuelta a casa, vencido, don Quijote entiende como profecía de que no verá más a Dulcinea las palabras de un chaval que jura a otro no devolverle nunca la jaula de grillos que le ha quitado; mal auspicio se le antoja también la liebre que se cuela en la escena. Sancho echa mano a la liebre, se hace con la jaula, y se las da al caballero: «He aquí, señor, rompidos y desbaratados estos agüeros...». Las últimas semanas, a raíz de la aparición del Quijote en «Biblioteca clásica», me han preguntado más de una vez cuál era el pasaje de la obra que yo prefería. No he dudado en contestar que ese arranque del penúltimo capítulo, y, al vuelo, me gustaría apuntar por qué. El cervantismo reciente ha tendido a valorar tales páginas insistiendo en su alcance simbólico y en su función estructural. La liebre, se ha dicho, es emblema de la casta feminidad, y cuando don Quijote, en seguida, se la entrega a los cazadores, implica que está renunciando a Dulcinea y al papel de protector de los menesterosos. Los tristes presagios que aquí se pintan contrastan con los «rebuznos» y «relinchos» que al comienzo de la nueva salida se habían tomado por «felicísimo agüero» (II, 8). En nuestra edición, ésas y otras interpretaciones se reseñan cumplidamente en las notas complementarias y en la lectura que, como a todos, acompaña al capítulo en cuestión, en el volumen paralelo al del texto. No diré yo que vayan desencaminadas, 152 incluso si a Cervantes jamás se le pasaron por la cabeza: el artista no tiene por qué ser consciente de las vagas asociaciones y simetrías que le empujan a proceder en uno o en otro sentido. ... Pero tampoco el lector tiene por qué serlo, y la esencial es la experiencia lectora, no la crítica. A la primera me atengo para elegir mi pasaje: por la ilusión de verdad de esa miniatura lugareña; por la melancolía que me transmite la explicación de don Quijote, que en el pronto acepto, a las palabras del «mochacho»; por la cuerda y generosa intervención de Sancho... Por razones previas y superiores a cualquier análisis. Géneros de edición Los cuatro volúmenes de los Romances de Góngora (o a nombre de don Luis) publicados por Antonio Carreira (Quaderns Crema) se inscriben ya en el exiguo censo de las grandes ediciones de obras poéticas del Siglo de Oro. Un joven profesor me insinúa un lamento por las dieciocho mil pesetas que cuestan. «Bien las valen -le corto-, por el interés de los originales, por la calidad del trabajo de Carreira y por el primor tipográfico (un pelo barroco) de Santiago Vallcorba. Y también, qué demonios -añado en seguida-, porque la aparición de una auténtica édition savante como ésta contribuye no poco a recordar que también en la filología existen géneros, cada uno con requisitos propios, y que no todas las ediciones han de responder al mismo patrón, y menos, desde luego, al desdichado modelo que más suele usarse con los clásicos españoles». Hace años, Alberto Blecua definió el tal modelo como «híbrido», revoltillo de elementos (buenos o, más a menudo, malos) yuxtapuestos sin criterio rector: notas para estudiantes de bachillerato, disquisiciones para profesores norteamericanos, intereses (o ignorancias) del editor y no del lector, variantes traídas (si se traen) a ojo... Frente a ello, el espléndido Góngora de Carreira contiene rigurosamente todo lo que el especialista necesita para confirmar o falsar el texto y las 153 interpretaciones que se le proponen, prescinde de cuanto el experto debe saber sin más y, no obstante, enriquece la comprensión de muchos lugares allegando materiales al respecto. La estrategia de «Biblioteca clásica» consiste en combinar los arquetipos de esta editio maior y de la versión minor que Carreira está moralmente obligado a sacar pronto en Quaderns Crema: en discernir, pues, la anotación a pie de página, completa y regular, y, en secciones aparte, los fundamentos anecdóticos y los complementos eruditos, para que cada lectura encuentre lo que busca en los distintos momentos en que se busca. Como ocurre en el exhaustivo Garcilaso de Bienvenido Morros o en la Epístola moral a Fabio en que se refunde el libro admirable de Dámaso Alonso. Las cosas en su sitio La primera lección de un curso de literatura bien podría empezar con un diálogo al estilo de Juan de Mairena. -Señor Pérez, ¿cree usted que La casa encendida de Luis Rosales forma parte de la literatura española contemporánea? -Hablo por referencias, pero me consta que sí. -¿Y Volverás a Región de Juan Benet? -Sin duda, aunque estoy en las mismas. -¿Qué me dice de Los verdes campos del Edén? -Que la cursilería no obsta a reconocerle la dimensión literaria. -Ni la pedantería precoz le ha impedido a usted desarrollar un cierto buen sentido... Veamos, entonces: ¿le parecería oportuno integrar en la literatura de marras las canciones de Jarabe de Palo? -Obviamente, no. -¿Acaso la teleserie Médico de familia? -Está usted prejuzgando una respuesta negativa, señor Mairena... -¿También si le formulo igual pregunta a propósito de los esqueches (que usted llamaría «sainetillos») de «Martes y trece»? 154 -También, en efecto. -En efecto, señor Pérez, y pase el retintín. Cambiemos, pues, de tercio: ¿podría usted mencionarme algunas muestras representativas de los orígenes de la literatura española? -Sí puedo, gracias a su tenaz magisterio: las jarchas mozárabes, el Cantar de Mio Cid (Mió, señor Mairena, no Mío, note cómo le hago caso), la Disputa del alma y el cuerpo... -Excelente, señor Pérez. Sólo que en virtud de ese mismo planteamiento acaba usted de excluir de la literatura española contemporánea a Luis Rosales, Juan Benet y Antonio Gala, para quedarse con Jarabe de Palo, Médico de familia y «Martes y trece». Tiene razón el Mairena doble o triplemente apócrifo: nuestra idea de la literatura es tan ancha como para acoger obras que en su día eran puramente orales y radicalmente ajenas a la «alta cultura», y tan estrecha como para rechazar otras que en el nuestro tienen exactamente el mismo carácter y cumplen justamente la misma función. Que la espléndida edición de Alberto Montaner se acompañe de una videocinta en que se canta un trozo del Mio Cid según las investigaciones musicológicas más autorizadas es un intento de poner las cosas en su sitio. El albatros Don Antonio Rodríguez-Moñino, inolvidable maestro de bibliografía y ética, cultivaba una prosopopeya que le sirviera de coraza y solía mostrarse más serio que un palo, cuando lo que tenía de hecho era una inmensa retranca. Un día le pregunté cómo se le había ocurrido llamar «Albatros» a una colección en que se publicaban (a costa de los autores) monografías de escaso valor: «El albatros -contestó don Antonio impasible- es un pajarraco que se lo traga todo». Confieso desconfiar de los lectores de gustos omnímodos y omnívoros. Los historiadores tenemos la obligación de apechugar con cuanto nos echen y de no transparentar demasiado nuestras simpatías: hemos de hablar con igual asepsia de la 155 prosa de Larra y de la poesía de Espronceda, sin exaltar la una a expensas de la otra. Pero me resulta difícil admitir que quien está en libertad de pronunciar juicios de valor califique ambas con la misma nota. Ojo, comprender no es amar, admirar no es asentir, ni la historia se confunde con la estética. T. S. Eliot observaba que es ridículo «proponerse como meta la capacidad de disfrutar de toda buena poesía... El desarrollo del gusto genuino... está inextricablemente ligado al desarrollo de la personalidad y el carácter». Se nace hombre o mujer, platónico o aristotélico, stendhaliano o flaubertiano, y si alguien afirma que aprecia tanto a Guillén como a Lorca, sospecho que en realidad no estima a ninguno de los dos, ninguno le importa de veras. Naturalmente que también hay albatros de los clásicos, al estilo del bedel que enseñaba la biblioteca: «¡Cuánto se ha escrito, y qué bueno todo!». Pues no: en nuestro almario debiera haber un altar para Lope y no para Calderón (o viceversa, añadiré hipócritamente), para Garcilaso y no para Góngora, para el Lazarillo y no para el Buscón... Otra cosa es que los clásicos lo son precisamente porque la otra mitad de los mortales piensa al contrario que uno y no hay modo de hacerles ver la luz... Rimas humanas «Lope nos cura de Quevedo: es el gran poeta del amor humano, el amor deseante y colmado, feliz y despechado, engañado y desengañado, delirante y lúcido. Lope de Vega no sólo es el polo opuesto de Quevedo y de Góngora: también es su contraveneno. Acepto que los dos últimos son, en cierto sentido, más originales, novedosos y sorprendentes, sobre todo Góngora, gran inventor de límpidas arquitecturas. Sin embargo, en la acepción literal de la palabra, el verdaderamente original es Lope: su poesía nace de lo más elemental y primordial. Además, es más vasto y más rico, sabe más de los hombres y de las mujeres, de sus cuerpos y de sus almas». Cuando se trata de la poesía de Lope de Vega, nunca dejo de citar a Octavio Paz. Sé, y por eso mismo saco a relucir a un 156 poeta tan mayúsculo y catador tan penetrante, que no todos comparten tal apreciación. Allá ellos. Como sea, del juicio que acabo de extractar (y que di por entero en mi Historia y crítica) me parece especialmente justo el hincapié en la originalidad lopeveguesca. No es hazaña chica la construcción de una lengua poética tan inconfundible como la arquetípica de Góngora, ni les falta encanto a sus figuras de porcelana y a sus tabaqueras de esmalte. Quevedo nos deslumbra con relámpagos de Lisis carmesíes, viejas milagrosas y putas surtidas: todas más o menos igualmente convencionales, más o menos en deuda con la Antología griega. Pero, una vez hemos pillado la receta, a don Francisco y a don Luis les cuesta prendernos y sorprendernos. Con algún oficio y discernimiento, es relativamente sencillo escribir un soneto quevedesco o una octava gongorina sobre tal o cual pretexto. Nunca podríamos hacer otro tanto con Lope, porque nunca acertaríamos por dónde iba a salirnos, qué fibra tocarnos, qué verdad descubrirnos. Lope es imprevisible, porque, cierto, «sabe más de los hombres y de las mujeres». A toda su poesía, hábilmente desbrozada en la monumental antología de «Biblioteca clásica», le conviene el título del libro capital que Antonio Carreño edita íntegro en ese volumen: Rimas humanas. - XXIX La niña de la guerra Pues yo, Señores Académicos, pues yo, Ana María, no sé contestar discursos, o por lo menos no sé contestar discursos como el tuyo, tan hermoso, tan hondo, tan tú misma. Sospecho que a nuestro director no le ha acompañado el acierto al designarme para darte la bienvenida. Cualquier otro académico hubiera desempeñado el encargo mejor que yo, por supuesto. 157 Pero pienso en particular que un poeta, un novelista, un creador en suma, entre los nombres ilustres de la casa, sin duda habría dado más fácilmente con el tono y las palabras que tú mereces. Déjame además que dé rienda suelta a la nostalgia y a la quimera y diga en voz alta a quién preferiría ver hoy en mi lugar: a Ignacio Aldecoa, o a Juan García Hortelano, o a Jesús Fernández Santos, o a Juan Benet... De sobras sabemos que no puede ser, porque la muerte (o la vida) no los dejó llegar a donde necesariamente tenían que haber llegado. Esa irritante imposibilidad es a la vez signo de una anomalía, y seria, que sólo a los azares del azar hay que atribuir: que mientras la Academia madrugó para acoger a grandes representantes de las dos anteriores quintas de narradores, y ha comenzado asimismo a abrir las puertas a miembros brillantes de las dos posteriores, entre los novelistas estrictamente de tu generación eres tú, por el momento, la única en sentarte con nosotros. No es que se me pase ni remotamente por el magín que tu presencia aquí es a otro título que el más inconfundiblemente personal: aquí no representas sino los logros singulares de tu escritura. Por el contrario, nadie ignora los quebraderos de cabeza que has causado a los autores de manuales y monografías, cuando han querido agruparte con otros coetáneos o encerrarte en cualquiera de los casilleros más a mano al tratar de la novela española del último medio siglo: con ninguno acababas de avenirte, a todos les faltaba algo para hacerte justicia. Pero hasta la voz supremamente peculiar suena dentro de un concierto, forma parte de una historia plural; y, sobre todo, la literatura no es nunca monólogo, sino, por principio, búsqueda de diálogo y manera de fraternidad con los contemporáneos. De todas las acuñaciones que han corrido para nombrar de una vez a quienes al tiempo que tú, y en muchos casos cerca de ti, vinieron a traer aires nuevos a nuestra tradición narrativa, hay una, como sea, que me parece especialmente adecuada, y que a ti, desde luego, te viene como anillo al dedo. La debemos a un bonito libro de Josefina Rodríguez Aldecoa, entre el ensayo y las memorias: Los niños de la guerra. La etiqueta 158 es oportuna, porque no prejuzga modos ni contenidos, pero sí llama la atención sobre un común denominador que los encauza: esas mujeres y esos hombres despertaron a la realidad de dentro y fuera de sí mismos en el estremecido paisaje de la mayor de tantas tragedias españolas. Sé que no está de moda, cuando menos en las facultades de Letras, hacer hincapié en la vida de los escritores, ni establecer conexiones entre una vida y una obra. Es verdad que los datos primarios están por definición en el texto, pero también lo es que sólo cabe acceder a ellos y otorgarles significado desde un contexto y situándolos en otro: como no cabe juzgar las capacidades físicas o intelectuales de una persona sin calcularle una edad, una trayectoria y un talante. Sea como fuere, estoy convencido, y más ahora, después de verte perdida y encontrada «en el bosque», de que el único sentido importante de la literatura es el que tiene en la experiencia inalienable del autor y el que asume en la vida vivida o soñada por cada lector. Pues bien: el tal marbete se aplica tan puntualmente a los novelistas que al comienzo recordaba con dolorido sentir como a otros felizmente en la brecha, y a quienes esperamos para pronto en la Academia, porque la guerra los marca a todos en los años más decisivos de cualquier existencia y, hablaran o no de la guerra, ella les encarriló en aspectos fundamentales de la sensibilidad y la visión del mundo. Todos fueron, para siempre, «niños de la guerra». Pero por excelencia la «niña de la guerra» es Ana María Matute. No hay crítico ni estudioso que no haya subrayado la posición central que la infancia, más aun que la adolescencia, ocupa en las páginas de Ana María. Niños son, es sabido, los protagonistas predilectos de sus ficciones, e incluso cuando el papel principal corresponde a un adulto, poco nos cuesta descubrir que sobre su camino todo se proyecta obsesiva la sombra de la infancia. Pero a esa evidencia meramente argumental se une otra quizá más interesante: la perspectiva del niño tiende a ser el eje en torno al cual se organiza el universo del relato. Vemos a esos niños solos y solitarios, maltratados y maltrechos 159 de las novelas de Ana María; vemos la realidad a través de sus ojos temerosos, y los vemos a ellos mirándonos a nosotros con extrañeza, sin esperanza. Todos son a su vez «niños de la guerra», hijos muertos o irreparablemente heridos por la guerra. Que todas las cosas son guerra lo sabía ya Heráclito, y Fernando de Rojas, a zaga de Petrarca, lo amplificaba con noble retórica: «los adversos elementos unos con otros rompen pelea, tremen las tierras, ondean las mares, el aire se sacude, suenan las llamas, los vientos entre sí traen perpetua guerra, los tiempos con tiempos contienden y litigan, entre sí uno a uno y todos contra nosotros». Otro tanto, «todos contra nosotros», se dicen o podrían decirse los personajes de Ana María, figuras desvalidas, en perpetuo antagonismo, cuyos horizontes están desgarrados por la malquerencia, la discordia, el enfrentamiento, y que jamás llegan, como quisieran, a escapar del machadiano planeta «por donde cruza errante la sombra de Caín». Al cabo, la guerra civil, tan verdadera sin embargo en la biografía de nuestra nueva académica y de sus criaturas, probablemente sea sólo una imagen metafísica, como en Heráclito el melancólico, una metáfora de la condición humana y del desencantado solar de los hombres, como en el De remediis petrarquesco o en el prólogo a La Celestina. Ser niño en la guerra, crecer ahí -ahí mejor que entonces-, asomarse a la vida en la guerra, quiere decir no entender nada y estar de vuelta de todo, alimentar a la vez la ilusión y el desaliento de la paz o la huida. Ana María ha insistido en que la cifra de esa situación es el asombro. «El asombro de los doce años ante el mundo -repetía hace poco- aún no me ha pasado; por eso creo que me detuve a esa edad... Así, intento, a través de la interpretación de este asombro y a través de la búsqueda de mí misma, llegar a comprender a los demás». Vale para ella y vale para sus héroes vencidos. (Con la particularidad de que el asombro es al mismo tiempo un factor intrínseco, en tanto determina un punto de vista narrativo, y un elemento temático, porque se integra en la trama). Pero me gustaría matizar que no es el asombro ante lo inesperado o lo ignorado, sino ante lo que se teme y sabe inevitable. 160 Niña de la guerra, pues, Ana María Matute, y niños de la guerra, más allá de la anécdota terrible de 1936, los protagonistas de sus novelas y de sus cuentos. A la mayor parte creo que los he conocido, pero ahora no voy a evocar sino a media docena. Pienso, así, y para decirlo me fío sólo de la memoria, que es donde la literatura termina por ser más verdad, en el áspero Juan Medinao ante el cadáver del niño atropellado, también él víctima de su infancia, cuando la fiesta del titiritero conduce al cementerio del Noroeste. De Los hijos muertos, dudo qué sigue conmoviéndome más: si la desolación de Daniel Corvo en el exilio o el envilecimiento de Miguel Fernández cuando peregrino en su patria. Estoy seguro, en cambio, de que la primera entrega de Los mercaderes es por encima de todo la limpia silueta de Matia luchando para no dejarse caer por el declive del desamor, de ese despego que empieza a conseguir que se le vuelvan ajenos «hasta el aire, la luz del sol y las flores». Como, puesto a no traer a colación más que un cuento, y en concreto de Algunos muchachos, nunca se me han despintado Juan y Andrés haciendo cábalas y devanando estrellas al pie de una tapia de inexistentes heliotropos. Más difícil me sería quedarme con una sola figura de Olvidado rey Gudú. Todavía más: llegado el momento de mentar siquiera el libro que durante tantos años Ana María, por una vez egoísta, guardó exclusiva y celosamente para sí, me pregunto si las rápidas consideraciones que hasta aquí he hecho convienen igualmente a esa obra maestra. Cabe, lo confieso, ponerlo en tela de juicio, pero creo que en definitiva la respuesta ha de ser positiva. En el Rey Gudú, cuando Tontina aparece en la corte con su extraordinario séquito, provoca en seguida sorpresa y admiración (junto a un ligero sentimiento de inferioridad), entre otras razones porque la princesa es una niña que habita en un orbe de juegos y fantasías que los demás no alcanzan a interpretar. Frente a su cuarto, Tontina ha plantado un árbol mágico, en torno al cual se pasan las horas ella y sus amigos, mientras la reina Ardid los vigila incapaz de encontrar sentido a un comportamiento que se le antoja tan absurdo, ni de comprender el lenguaje que usan, «a pesar de estar compuesto 169 de las mismas palabras que el suyo». El Gudú ha de leerse un poco en esa clave: la escritora ha construido ahí un ámbito excepcionalmente diverso de la experiencia diaria, pero actitudes, sentimientos y obsesiones no pueden sernos más familiares; basta con saber percibir cómo resuenan de otra forma «las mismas palabras» de un único lenguaje. [161] [162] [163] [164] [165] [166] [167] [168] 169 La niña es ahora la humanidad, y las guerras, las que han hecho el mundo como es, ansí. La acción transcurre en una era de ensueño que no vacilamos en identificar con la Edad Media. Pero, incluso si lo es, importa más reconocerla como una etapa de nuestra vivencia de hombres: un estadio lejano, pero en ningún modo ajeno, que nos condiciona y no sabemos superar. No otra cosa es fundamentalmente la infancia en las narraciones de Ana María Matute, y me atrevo a decir que no otro tampoco el tema esencial de toda su obra: el enfrentamiento con un mundo que sentimos profundamente extraño e irrenunciablemente nuestro. Por ahí, las guerras de que en Gudú se trata, tan ricas en paralelos con el roman artúrico y los libros de caballerías, a la postre nos devuelven a la misma guerra civil, íntima y socialmente civil, que nos desazonaba en los demás relatos de Ana María. Ahora cobran dimensiones mayores, pero no cambian de sustancia: débiles y poderosos, niños y adultos, amor y muerte, fragilidad y belleza... El cuento de hadas se alza a cosmogonía, o, en cualquier caso, a mito de los orígenes, porque ahora, ya sin otros rodeos que la urdimbre última de la literatura, sin más escudo que la ficción pura, la escritora se remonta a las raíces, entra en los cimientos de la ciudad de los hombres, para angustiarse con sus miserias y soñarle unos remedios. Sobran los dedos de la mano para contar, en España o fuera de España, intentos tan radicales y tan afortunados de crear, más que reconstruir, un universo entero. El Pequeño teatro de la primera novela de Ana María, los títeres de Dingo, el teatrillo de cartón de Matia, son ya inequívocamente el gran teatro del mundo. Todo en Olvidado rey Gudú mira a las perspectivas máximas: del hombre, de la historia y del cosmos. Pero ¿acaso había sido de otra manera en los libros anteriores? Opino que 170 no, y para sugerir por qué, y poner punto final a mis obviedades, me limitaré a mencionar un rasgo de estilo. Nadie ha dejado de admirar la prosa de Ana María Matute: la intensidad inconfundible del tono, la capacidad expresiva del ritmo, la fuerza de los claroscuros. Sin embargo, el aspecto que probablemente más nos ha deslumbrado a todos es la sostenida coloración poética y, en ese marco, la densidad y la eficacia de sus imágenes. Ojo aquí: la imagen no es un adorno, el «ornato» de dicción de que hablaban las antiguas preceptivas, sino un modo de conocimiento. La imagen obliga a dar un salto entre las cosas o las nociones que enlaza, para explorar nuevas vinculaciones entre ellas y proponerlas, en última instancia, como componentes de una trama que inopinadamente se nos revela como unitaria. Pues bien: las imágenes que a Ana María le brotan de las manos, y con especial pertinencia en Olvidado rey Gudú, nacen precisamente de ahí, de la intuición de las oscuras afinidades que definen el espacio total de la realidad, el inmenso telón de fondo sobre el que se recortan los humildes personajes del drama humano. Pero permítaseme una mínima apostilla, también sin ejemplos: en ese torrente de imágenes, el puesto más llamativo lo ha ostentado siempre la metáfora basada en la sinestesia, vale decir, en la asociación de factores que corresponden a diferentes sentidos corporales. Yo nunca he querido entenderlo sino en términos descarnadamente personales, como otra prueba de que Ana María Matute escribe con los cinco sentidos. Señores Académicos: como gato panza arriba me defendería yo frente al reproche de que mi alusión a la sinestesia está traída por los pelos..., si no tuviera que conceder que una pizca sí que lo está. Tiene, no obstante, una disculpa mejor que la simple conveniencia de cerrar un período tan retóricamente como pide la ocasión. Van a cumplirse este año, Ana María, los cuarenta de nuestra amistad. Eran tiempos de transición: para ti, la transición de los titubeos literarios y humanos a una seguridad que sólo encubren tu inmensa delicadeza y tu elegancia; para mí, de la isla salvaje de mi niñez a la calle y a otros libros; para los 171 dos, del vino a la ginebra, al whisky, que bebíamos como vivíamos, sin saber hasta cuándo. Nos reíamos mucho, como sólo lo hacemos los incondicionales del pesimismo, y, por pudor, jamás hablábamos de literatura, o acaso la disfrazábamos de cosa que no lo pareciera. El curso siguiente tú ganaste un premio importante, yo entré en la Universidad y tuvimos la experiencia inédita de empezar a vernos por las mañanas, en el bar presuntamente teutónico donde, con los nuevos caudales que tan poco iban a durarte, me nutrías el café invitándome a cruasán o, según la hora, redondeábamos la primera copa con maravillosas empanadas de lomo. Allí aparecí yo un mediodía con algo que verosímilmente acababa de aprender en el aula 23 del Patio de Letras, y a medio trago vi súbitamente una luz y volviéndome a ti, no por gratitud, ni siquiera por admiración y cariño, sino por la insoportable pedantería que sólo en parte he perdido, te dije: «Ana Mari, cuando tenga un rato -nota ahora el inciso: ¿cómo demonios me aguantabas?-, voy a escribir un artículo que se titulará "La sinestesia en la prosa de Ana María Matute"». El artículo ya ves que no lo he escrito, ni maldita la falta que hace, cuando un joven colega de Instituto, que para entonces probablemente no había nacido, ha dedicado al tema muchas y buenas páginas de su tesis doctoral, entre las docenas que sobre ti corren por esos departamentos de español. Pero verás también que el remordimiento sigo llevándolo conmigo. Ana María: hemos reservado para ti la letra más singular del alfabeto castellano, la gentil ka mayúscula, clásica y peregrina, distinta, pero sin embargo nuestra. Como tus libros siempre, como tú por fin en la Real Academia Española. He dicho. 172 - XXX Centenarios (1997-1998) Parecía ya pasto de gusanos, y en las manos llevaba todavía la limpia sangre en flor de la anarquía, las vidas de españoles y cubanos. Llevaba tinta fresca aún en las manos, y morir con veinte años escogía; disparó con piedad y cortesía: «He vengado, señora, a mis hermanos». ¡Patriota ejemplar en paz y en guerra, sepultado con todos los honores, Cánovas (¡¡don Antonio!!) del Castillo! Pero un siglo después, y en otra tierra, yo quisiera llevar hoy unas flores a la tumba ignorada de Angiolillo. - XXXI Cartas cantan 173 174 175 176 - XXXII Don Juan Tenorio y el juego de la ficción A pocas personas he querido más que a Juan Benet y con ninguna he practicado un juego tan divertido como uno de los muchos que él y yo nos llevábamos: saludarnos siempre con ceño irritado y apariencias de odio. Si me plantaba en su casa, claro está que sin avisar, según habitualmente lo hacía (y según me desespera pensar que no volveré a hacer), Juan podía recibirme con algo así como «¿Qué, otra vez por aquí a dar la pimporrada?»; 177 a lo que yo, pongamos, contestaba: «Vengo sólo a que me devuelvas la cartera y el reloj». O bien, si nos encontrábamos en un local público, primero fingíamos pasar de largo, mientras el uno musitaba «¡Qué desagradable encuentro!» y el otro, también audiblemente, instruía a su acompañante: «Tú haz como que no lo has visto». Una noche, al llegar a Pisuerga, 7, y abrirme él la puerta, se me ocurrió espetarle: Vengo a mataros, don Juan; y Benet, como una flecha, replicó: Según eso, sois don Luis. Juan Benet era hombre de inmensas lecturas, pero no frecuentaba demasiado ni la poesía ni el teatro del romanticismo, con la excepción de un par de octosílabos del Don Álvaro que nunca se cansaba de decir y de mimar: ¡¡Sevilla!! ¡¡Guadalquivir!! ¡Cuál atormentáis mi mente!... Con todo, no dudó ni un segundo en responderme con el preciso verso de Don Juan Tenorio que sigue al que yo acababa de asestarle, porque el drama de Zorrilla no pertenece tanto a la poesía ni al teatro románticos, ni aun a la historia de la literatura, cuanto al caudal mismo de la lengua española. Quizá fue también esa noche, probablemente de madrugada, cuando dedicamos un rato largo a repasar los lugares del Tenorio que preferíamos. Celebrábamos en particular el «memoria amarga de mí» que cada uno quería asignarle al otro como divisa. Pero creo no engañarme si digo que tras encrespadas discusiones nos pusimos de acuerdo en que el pasaje más excelso está en la duodécima escena del primer acto: DON JUANDel mismo modo arregladas mis cuentas traigo en el mío: en dos líneas separadas 178 los muertos en desafío y las mujeres burladas. Contad. DON LUISContad. DON JUANVeintitrés. DON LUISSon los muertos. A ver vos. ¡Por la cruz de San Andrés! Aquí sumo treinta y dos. DON JUANSon los muertos. DON LUISMatar es. Los dos escenificábamos una y otra vez la secuencia, por el gusto de desembocar en el estupendo cierre, en el estricto remate: «Matar es». Por supuesto, todo el repaso se hacía sin tener la obra a la vista, recitando de memoria y sin duda introduciendo numerosos errores (como le pasaba al mismo Zorrilla) y modificando, a conciencia o inadvertidamente, los momentos que nos divertían. Con ningún otro texto extenso podrían dos españoles sin especial erudición al propósito practicar un juego parecido. Con ningún otro podrían pagarse el lujo de ir eligiendo ahora éste, luego el otro fragmento, y llenarse la boca declamándolo incansablemente y disfrutándolo siempre, como quien vuelve a hacer sonar sin pausa en el tocadiscos el mismo movimiento de una composición musical excepcionalmente apreciada. ¿De dónde nace la popularidad única del Tenorio, ganada, además, sin el apoyo de la escuela y a regañadientes de la Iglesia? Los factores externos son claros: durante algo más de un siglo (el estreno fue el jueves 28 de marzo de 1844) la función subió puntualmente a los escenarios en torno al día de Difuntos, como parece que venía ocurriendo con El convidado de piedra de Antonio de Zamora; y durante algo más de un siglo las representaciones públicas se complementaron con la lectura privada, no sólo en volúmenes con el original íntegro, sino, acaso más significativamente, en volanderos pliegos sueltos que daban extractos de las escenas y los parlamentos más gustados. Pero ¿cuáles son las razones internas? ¿Qué tiene el «drama religioso-fantástico» de Zorrilla para que tantos versos suyos hayan llegado a proverbializarse, a convertirse en citas 179 con frecuencia no sentidas como tales, pero que los hablantes quieren reproducir en sus propios términos, como sucede con los refranes o las frases hechas? ¿Por qué se le deparó una fortuna que entre nosotros no ha alcanzado ninguna de las demás recreaciones del personaje de Don Juan, ni aun la primera, mejor y más arrinconada, la del ignorado autor de El burlador de Sevilla? Zorrilla no sabía explicárselo: había escrito la obra -confesaba- «sin conocimiento alguno (...) sin estudios (...) fiado sólo en mi intuición de poeta y en mi facultad de versificar», y hacía más hincapié en sus defectos que en sus posibles cualidades. Los oráculos de la literatura ochocentista tendían a admirarla en la misma medida en que percibían sus debilidades palmarias y se sentían incómodos con su éxito avasallador. En la primera mitad del siglo (recién) pasado, el Tenorio fue arma arrojadiza o piedra de toque en multitud de ensayos sobre el mito de don Juan y sobre los temas (en definitiva, mitos también) de España y de los españoles: ensayos de variable interés, cuya perspectiva, no obstante, a menudo tenía la virtud de no limitarse meramente al texto de Zorrilla, sino intentar enlazarlo con el contexto de los espectadores que lo aplaudían. A la crítica posterior le han interesado menos esos vínculos con el público que los que pudieran establecerse con tal o cual teoría de la literatura (y aledaños) o subrayaran la posible coherencia y sistematicidad de tales o cuales elementos de la pieza. A ese rosario de interpretaciones al alcance de todos los bolsillos, ¿cómo viene a sumarse la de Eduardo Arroyo? No me consta que ningún artista de categoría pareja haya dedicado antes una mirada tan detenida a la función de Zorrilla. Salvador Dalí le diseñó unos decorados y unos figurines que hoy se nos antojan tan extemporáneos y gratuitos como el NO-DO en que muchos los conocimos. Poco más hay que reseñar. Pero es el caso que la lectura de un gran pintor, y más si doblado en dramaturgo y escenógrafo, no puede no echar luz sobre una obra cuya singularidad mayor y cuyo enigma supremo están en el sostenido atractivo que ha venido ejerciendo a lo largo de varias generaciones: no tiene por qué agotar las claves, pero por fuerza ha de dárnoslas valiosas. 180 ... Y tanto más cuando esa lectura sin prisas resulta ser en cierta manera una retractación. En 1992, en efecto, Arroyo había figurado una Doña Inés, una actriz de los años cuarenta inmediatamente reconocible como "cómica caracterizada de monja" es diana de un don Juan doblemente armado, que (reza el catálogo) «confiesa sin disimulo de qué naturaleza son los fervores que la novicia alienta en el perfil del caballero». Podemos dudarlo. O, mejor dicho, debemos dudar que semejantes personajes sean los de Zorrilla, y no más bien los arquetipos genéricos de Don Juan y sus presas femeninas: vistos especialmente a través del Tenorio, desde luego, pero sin tenerlo fresco en la memoria, ni ir más allá de un corte de mangas a cualquier pretensión de alambicar los grandes rasgos de la leyenda. La Doña Inés de comienzos del decenio no responde a la visión de Zorrilla ni da cuenta del triunfo impar de su drama. Casi diría que está en el polo opuesto de la una y de lo otro. Si en un aspecto ponía énfasis el propio autor, era en la peculiaridad de la protagonista: «Mi obra tiene una excelencia que la hará durar largo tiempo sobre la escena, un genio tutelar en cuyas alas se elevará sobre los demás, la creación de mi doña Inés cristiana». Con acuidad relativamente mayor contestaba en redondillas a la pregunta «¿Qué tiene, pues, mi Don Juan?»: Un secreto con que gana la prez entre los don Juanes: el freno de sus desmanes; que doña Inés es cristiana. Tiene que es de nuestra tierra el tipo tradicional; tiene todo el bien y el mal que el genio español encierra. Que, hijo de la tradición, es impío y es creyente, es baladrón y es valiente, y tiene buen corazón. Tiene que es diestro y es zurdo, que no cree en Dios y le invoca, 181 que lleva el alma en la boca y que es lógico y absurdo. El vate de Valladolid no tenía demasiada sal en la mollera, y ni en prosa ni en verso acaba de decirlo a las claras. Cuando un comentarista fino y sensato, José Alberich, traduce a conductas y costumbres toda esa retórica de patriota, esa labia casticista, las afirmaciones de Zorrilla comienzan sin embargo a cobrar mucho más sentido del que en principio les atribuíamos. Nota Alberich que asunto central del Tenorio es «la redención del pecador por intercesión de una mujer pura», de acuerdo con los atavismos de la vieja España, donde «el mujeriego, el borrachín o el atolondrado esperan su redención de la novia o de la esposa. Y no es que esperen simplemente una reforma de costumbres, una salvación de tejas abajo, sino una verdadera redención sobrenatural, la salvación de sus almas». Ese español del tiempo viejo «sólo concibe dos modos de relacionarse con las mujeres: o cruda sexualidad o veneración distante, casi religiosa». O la hembra del burdel o la santa consorte en un altar, y de la una a la otra. «Si alguien le arrastra de cuando en cuando al confesionario o al comulgatorio, es ella. Ella le incita al arrepentimiento, intercede por el descarriado en sus oraciones y hace que no le falten los sacramentos en la hora de la muerte». El Don Juan de Zorrilla descubre en Doña Inés a ese ángel tutelar de los innumerables donjuanes de nuestro Antiguo Régimen: No es, doña Inés, Satanás quien pone este amor en mí: es Dios, que quiere por ti salvarme para Él quizás; y Doña Inés asume el papel con igual complacencia que durante muchos años tantas y tantas paisanas suyas. Por ahí, el Tenorio atilda, disfraza y sublima unas pautas de comportamiento amplísimamente seguidas en la península Ibérica (aunque no sólo en ella) hasta las mismas fechas en que la pieza deja de visitar los escenarios todos los otoños. 182 Creo que Alberich acierta en el blanco y que esas fantasmagorías de la España pasada están en el meollo del éxito unisecular del Tenorio. Pero según ello, supuesto que «los fervores que la novicia alienta en el perfil del caballero» consisten de hecho en una «veneración distante, casi religiosa», la Doña Inés de 1992 tiene bien poco que ver con el texto de Zorrilla, y no nos sorprende que tras repasarlo despacio Eduardo Arroyo cambie de camino en las ilustraciones de la presente edición (Barcelona, 1998). Unos años atrás, al enfrentar los arquetipos de Don Juan y Doña Inés, el artista los reducía a una sexualidad descarnada; ahora, puesto a representar juntos a los personajes de Zorrilla, en la celebérrima escena «del sofá», los lleva al grado máximo de estilización romántica. Se dirá que no es lo mismo opinar desde fuera sobre el mito de Don Juan que buscar desde dentro un trasunto de las estrofas zorrillescas. Pero si de alguien no cabe esperar una objetividad de esa índole es ciertamente de Eduardo Arroyo, amigo, donde los haya, de juzgar y meter cuchara, intervenir, actuar sobre los mundos que plasma. No, si «en esta apartada orilla» trazos y colores «están respirando amor», es porque Eduardo, como regla tan poco sentimental, se ha dejado cautivar por el desmelenado lirismo del autor. No todo se queda en espíritu puro, naturalmente. Los labios de la monjita son de una sólida carnalidad, y en el contorno de la cara enmarcada por las tocas hay incluso una sugerencia obscena, una reversibilidad perversa (¿tal vez negada?). Pero Doña Inés es sobre todo la «hermosa flor» que «al rocío aún no se ha abierto», de quien el galán se enamora antes de conocerla, cuyo rostro vuelve obsesivo a su memoria tal como entonces lo imaginaba y cuya alma se une a la de Don Juan, para perderse ambas «en el espacio al son de la música», transmutadas «en dos brillantes llamas» que Arroyo no sólo no descuida, sino destaca y singulariza como broche del texto y de su acompañamiento gráfico. El artista, pues, se toma notablemente al pie de la letra, en serio, los momentos decisivos en la historia de los protagonistas. No obstante, tampoco me atrevería a sostener que sea siempre ni íntegramente así. Hay en las ilustraciones de Arroyo una 183 evidente ambivalencia, cuya versión más sintomática y, por otra parte, más acorde con los hilos conductores de la trama quizá esté en el motivo del disfraz (que llega a proponer el Tenorio como chinoiserie) y de las máscaras que se convierten en calaveras, enlazando meridianamente el principio y el desenlace de la pieza y la trayectoria entera del héroe. En cualquier caso, el tono predominante es de una viveza y dinamicidad que nos evocan un tebeo de aventuras: el pintor entra en el juego del poeta, pero manejando otra baraja, admitiendo "lo sublime" y "lo patético" pero desplazando tales categorías a otro registro expresivo en el que conviven harto pacíficamente con "lo chistoso" o "lo grotesco". Hasta las escenas más dramáticas (como el pistoletazo que mata a Don Gonzalo) comparten el toque del cómic. Porque Eduardo Arroyo, en suma, no sabe resistirse a la identificación con el texto, pero a la vez quiere mantener la distancia respecto a los entusiasmos de Zorrilla. Opino que esa capacidad de ocasionar a un tiempo identificación y distancia, tan diestramente captada y transmitida en las figuraciones del presente volumen, es uno de los datos esenciales para explicar la descomunal fortuna del Tenorio. El doble impulso de atracción y apartamiento se da en todas las dimensiones de la obra. Nadie, por ejemplo, podrá discutir la eficacia de la versificación zorrillesca, el brío con que tira de la acción, el ritmo agilísimo que le imprime. Es un hecho que los espectadores de España y América se han rendido sin condiciones a la magia de esas redondillas y esas octavillas que corren con una inigualada fluidez y nos arrastran con una inercia irresistible. Magia tramposa, no obstante, porque Zorrilla a cada paso renuncia al don que en sus mejores momentos, como en Jorge Manrique o Lope de Vega, le permite lograr un discurso al mismo tiempo todo naturalidad y todo verso, coincidencia plena de dicción y métrica aparentemente espontáneas, y prefiere envolvernos en un caudal sonoro que se revela tan inexorable como postizo, afectado. Típico que las estrofas más celebradas y distintivas del Tenorio sean seguramente los ovillejos (I, II, 6, 7 y 11). Por ellos cuenta el autor haber empezado la composición, y por ellos empieza también la palinodia: «Ya por aquí entraba yo en la senda de 184 amaneramiento y mal gusto de que adolece mucha parte de mi obra; porque el ovillejo, o séptima real, es la más forzada y falsa petrificación que conozco; pero, afortunadamente para mí, el público, incurriendo después en mi mismo mal gusto, se ha pagado de esta escena y de estos ovillejos...». El testimonio contribuye a confirmárnoslo: la versificación de Zorrilla nos prende, se posesiona de nosotros y nos compele a seguirla, pero no nos ciega para apreciar su artificialidad. La métrica, pues, nos suscita a la par identificación y distancia. Pasa con la métrica y pasa con los personajes, las situaciones, la intriga. Y pasa de la métrica a los demás elementos. Oigamos por enésima vez, siempre con gusto, a Doña Inés y Brígida a vueltas con la carta de Don Juan: DOÑA INÉS¡Ay! Que cuanto más la miro, menos me atrevo a leer. (Lee.) «Doña Inés del alma mía». ¡Virgen Santa, qué principio! BRÍGIDAVendrá en verso, y será un ripio que traerá la poesía. Perdónese la ingenuidad o la pedantería inocente de la observación, pero el ripio no es «Doña Inés del alma mía», encabezamiento y octosílabo que no podrían sonar más normales en un billete amoroso: el ripio, si acaso, es «ripio»; y lo pasmoso, la desfachatez con que el poeta lo introduce rompiendo deliberadamente la tensión y la verosimilitud de la escena. Pero todo ese impagable diálogo a tres voces -Brígida, Doña Inés, la carta- está hecho de avances y retrocesos semejantes. Zorrilla explota ahí un recurso eterno, el del personaje que sabe más que los otros y que por ello mismo establece con el público una complicidad frente a los otros. El recurso funciona de maravilla, y el espectador no sólo es consciente de que Inés está siendo objeto de un engaño (que acabará en verdad), sino asimismo de que asiste a una pura simulación teatral, a una manifiesta construcción literaria. Pero ni la percepción de la doble farsa ni las rupturas jocosas le ahogan la expectación, ni le impiden asentir a las emociones de Inés, y 185 no ya con la superioridad desdeñosa de Brígida, sino con una vivaz compenetración. Como la certeza de que Don Juan está al caer no obsta a que dé un respingo a cada de una de las frases y a cada uno de los monosílabos que cierran la escena con el más transparente, enérgico y suntuoso de los efectismos de acción y redacción: BRÍGIDA ¿No oís pasos? DOÑA INÉS¡Ay! Ahora nada oigo. BRÍGIDALas nueve dan. Suben... Se acercan... Señora... Ya está aquí. DOÑA INÉS¿Quién? BRÍGIDAÉl. DOÑA INÉS¡Don Juan! Todo el Tenorio, en todos los planos, nos fuerza a verlo y leerlo en un similar ten con ten de identificación y distancia. Los incidentes, los comportamientos, las pasiones se nos ofrecen en versiones tan extremadas, que no pueden sino arrebatarnos, mientras, por otro lado, su desmesura en la forma y en el fondo -a ratos ayudada por los guiños del propio autornos induce a no aceptar las mismas reacciones que nos provocan. No es posible mostrarlo aquí punto por punto, pero tampoco es necesario, porque en rigor nada más obvio: el Tenorio responde con una habilidad fuera de duda a planteamientos congénitos y universales de la ficción literaria, y en particular, claro está, de la ficción teatral. La ficción es una invitación a cumplir en segundo grado una función humana esencial: fantasear, forjar proyectos, alimentar sueños, conjeturar, querer saber..., sobre uno mismo y sobre los demás, sobre la realidad cercana y sobre otras realidades. Detrás de todas las variantes de la ficción narrativa, está el afán de experimentar conocimientos y sentimientos, nuevos o familiares, emocionantes o atractivos, curiosos o singulares. (No debe importarnos ahora que la crítica y la teoría nieguen casi con unanimidad que esa "ilusión referencial", en virtud de la cual el lenguaje ficticio se trata como si fuera verdadero, 186 sea un objetivo y un modo de lectura artísticamente digno, y propongan en cambio como tal la creación y la percepción de ciertos factores específica y exclusivamente literarios). Experimentar, digo, en su doble valor de 'pasar, sentir' y 'hacer experimentos, ensayar', porque el placer de la ficción combina siempre, aunque en proporciones variables, un grado de creencia en la realidad del mundo fingido y un grado de conciencia de su carácter meramente discursivo. El intervalo que separa tal creencia y tal conciencia varía, desde luego, según los textos, los géneros y los usuarios: puede borrarse por completo, como en Don Quijote con los libros de caballerías, o ser tan mayúsculo como en un magistrado del Tribunal Supremo frente a unos dibujos animados; y el disfrute que produce la ficción puede consistir tanto en atenuar la creencia como en amortiguar la conciencia, con todas las posibilidades intermedias. Las modalidades literarias que optan por la primera dirección, buscando la identificación con los personajes ficticios, tienden a ser serias, trascendentes, trágicas o sensibleras; las que se deciden por la segunda, subrayando la distancia, son con mayor frecuencia ligeras, cómicas, astracanescas o chabacanas. El equilibrio entre ambos extremos que a mi entender consigue el Tenorio no estriba en la dosificada alternancia o yuxtaposición de uno y otro enfoque, sino en su simultaneidad: los mismos hechos, las mismas palabras, nos conducen a la adhesión emotiva y al rechazo intelectual. Podemos pensar en los grandes relatos de aventuras, pero más en cuenta aun hemos de tener uno de los datos básicos de la ficción literaria: en primer término, la ficción es un juego, una especie de deporte, una vivencia menos afín a la lectura de un poema lírico, pongamos, que a un viaje por las montañas rusas o unas carreras de coches en la consola de vídeo. También por eso, porque la ficción es así y el Don Juan Tenorio le magnifica esa condición obligándonos a tomarlo a la vez como verdad y como mentira, con duplicado gozo, el «drama religioso-fantástico» de don José Zorrilla ha triunfado un siglo largo en los escenarios y le hacen tan noble justicia las ilustraciones de Eduardo Arroyo. 187 - XXXIII El texto de los clásicos Juraba don Quijote conocer tan a fondo a «todos cuantos caballeros andantes andan en las historias», que incluso se habría atrevido a retratarlos, pues «por hazañas que hicieron y condiciones que tuvieron se pueden sacar por buena filosofía sus faciones, sus colores y estaturas» (II, 53). Así lo juraba don Quijote o, cuando menos, así se ha leído hasta hace bien poco en todas las ediciones del Quijote (compruébelo cada cual en la suya, como los ejemplos siguientes). Pero o don Quijote juraba en falso o las falsas son las ediciones, porque el arte, vivacísimo en la época y asiduo en la novela cervantina, que enseñaba a relacionar «las hazañas» y «las faciones» de una persona no era la filosofía, sino la fisonomía. No, quien nos engaña son las ediciones, no el ingenioso e ilustrado hidalgo: para desmentirlo a él, tenemos que corregirles a ellas la transparente errata y escribir fisonomía (si no filosomía, como en La Celestina) en lugar de filosofía. A menudo me he preguntado por qué a tantos excelentes catadores de literatura parece interesarles tan poco la calidad de los textos que se echan al coleto. Ningún aficionado a la música defenderá la grabación frente al concierto, y cuando se resigne a la grabación elegirá discerniendo con pasión y estudio las versiones asequibles. No hay que entender en pintura para preferir sin más el original a una reproducción, por excelente que sea, y debidamente restaurado mejor que mugriento por los siglos y el descuido. ¿Por qué, entonces, no se trata a los libros clásicos con iguales miramientos? Una palabra ajena a la intención del autor, una frase que cojea manifiestamente, un agravio al sentido común, ¿son menos importantes que una nota desafinada o la tizne que esconde un matiz? Cuando la Ínsula Barataria se le rebela y los burladores se pasean sobre sus costillas, Sancho Panza, a creer a las viejas ediciones, dice entre sí: «¡Oh, si mi señor fuese servido que se acabase ya de perder esta ínsula y me viese yo muerto o fuera desta 188 grande angustia!» (II, 53). En boca del escudero vuelto gobernador, la fórmula mi señor sólo puede designar a don Quijote o al Duque, y apelar a cualquiera de los dos sería tanto como saber o sospechar cosas que Sancho ignora y ni siquiera podría imaginar, o sólo en contradicción con datos esenciales en el episodio de la Ínsula. Pero tampoco ahora hay más de un gazapo. Cervantes solía escribir nuestro con la abreviatura nro y el amanuense que copió su borrador (si no fue el mismo tipógrafo) leyó equivocadamente mi, como en otra media docena de ocasiones. Enmendemos, pues, la pifia de las ediciones; entendamos que el devoto Sancho está dirigiéndose a Dios, como hace a cada paso con idéntica expresión; editemos «¡Oh, si Nuestro Señor fuese servido...!», y no tendremos que achacarle a Cervantes ningún disparate, ni quedarnos perplejos ante ninguna supuesta incongruencia. La mera confusión de un posesivo, un mi por un nuestro, es capaz de desbaratar unos capítulos calibrados a la perfección no menos gravemente que la roña destroza una pintura o una disonancia un quinteto. Aun al margen de cualquier preocupación filológica o histórica, quien disfrute con la literatura no puede darse por satisfecho con el texto en que los clásicos circulan ordinariamente. Los clásicos, desde luego, tanto de muchos como de pocos años atrás: «Diez meses pasaron», tras el encuentro con «la Pitusa», hasta advertirse el «lento y feliz cambio» de Juanito Santa Cruz, según todas las ediciones de Fortunata y Jacinta (I, IV, 1); pero tal unanimidad no sólo estraga la cronología objetiva (porque la mudanza ocurre entre febrero y mayo), sino también algo de más peso: el tempo psicológico y narrativo; y en realidad, como don Pedro Ortiz ha comprobado en el manuscrito, hay que leer «Días, meses pasaron...». Todas las ediciones de La Regenta refieren que al marido de la heroína se le antojaba «indigna de un caballero la aventura de don Juan con doña Inés de Pantoja»; pero como tal personaje no existe en el Tenorio, como la legítima «doña Ana de Pantoja» es en seguida correctamente mencionada, como el nombre de don Juan atrae sin remisión el de doña Inés y como la caligrafía de Clarín era tan endiablada que los cajistas cobraban un suplemento 189 por componer artículos suyos, claro está que todas las ediciones yerran. No todas, en cambio, pero sí incluso las más prestigiosas y divulgadas le hacen hablar a Antonio Machado de «la cucaña seca / de tus ojos verdes», en vez de «tus hojas verdes» (Proverbios y cantares, XCVII). O, en fin (por el momento), hasta no sanarlo recentísimamente Luis Iglesias, todas las ediciones de Divinas palabras acababan con el exabrupto surrealista: «¡Sellar la boca para los civiles, y aguantar mancuerna!». Es decir, 'Tolerad, lucid gemelos de camisa', donde el personaje valleinclanesco exhortaba a soportar, si falta hacía, el tormento de la mancuerda... Ni Cervantes, Galdós, Clarín, Machado o don Ramón, ni el amante de los buenos libros se merecen sufrir semejante mancuerda, que no consiste tanto en meras erratas de imprenta, por explicable desliz de las ediciones originarias, cuanto en su perduración bajo el aval de quienes debieran haberlas corregido. Los métodos de la crítica textual más fructíferamente renovadora no han logrado todavía suficiente arraigo entre nosotros, y aun a los menos patriotas nos ruboriza que un gran maestro como Alberto Vàrvaro haya podido declarar públicamente, en un congreso de los Reyes, que «la mayor parte de las ediciones corrientes de los clásicos españoles (...) está por debajo del umbral exigido a la ciencia». A los especialistas no sólo nos cumple ponernos al día afinando nuestras herramientas, sino asimismo contribuir en la medida de nuestras fuerzas a aumentar la sensibilidad general en cuanto atañe a la depuración de nuestro patrimonio literario, favorecer en todos los lectores la preocupación por la calidad filológica de las ediciones, desarrollar, en suma (y para decirlo con la moda), una «cultura del texto clásico». Tampoco la prensa de más altura puede renunciar al empeño. He lamentado más de una vez que cuando un clásico retorna a las librerías las reseñas al uso sólo raramente traten de la validez de la edición, del texto propiamente dicho, y por lo común se limiten a glosar el prólogo. Tal proceder equivale a hacer la crítica de una grabación musical atendiendo únicamente a los comentarios que trae la carpeta del disco... Pero 190 por mucho que valga un prólogo al Quijote o a Divinas palabras nunca valdrá tanto como el texto auténtico del Quijote o de Divinas palabras. - XXXIV Suicidios No siento demasiada simpatía por el suicidio. En principio, tiendo a ver con buenos ojos todo cuanto contribuya al voluntario autoexterminio de la vida humana, a la reducción discrecional de la cuota de existencia en el mundo, a la libre merma del ser en el universo. La vida, la existencia, el ser, han sido inventados (me temo que por un Dios con toda la barba) para destruir la vida, la existencia, el ser, por uno de dos caminos: o esclavizando a las criaturas con una cadena de infortunios tan insoportables que las obliguen a aniquilarse a sí mismas, o permitiéndoles relámpagos de bonanza y engañándolas con la ilusión de multiplicarlos, para entonces aniquilarlas más cruelmente. El suicidio del individuo es la confesión de una derrota, de que el macabro bromazo les ha salido tan perfecto a la vida, la existencia, el ser, que ni siquiera les pide la pequeña molestia de redondearlo con el segundo de los dos desenlaces previstos. Un mínimo de pundonor recomienda no darles el gusto. Que la vida se tome la pena de matarme, ya que yo no me tomo la pena de vivir... Pero ese suicidio supone sobre todo una deplorable falta de solidaridad. La vida, la existencia, el ser, no tienen solución en términos individuales, pero sí un digno remedio cuando se contemplan con la óptica de la fraternidad: al egoísmo de salir atropelladamente del paso hay que contraponer el imperativo ético de no hacer caprichosamente mutis por el foro del gran 191 teatro, del gran esperpento, sino aportar cada uno el granito de arena que vaya arbitrando y acreditando el único apaño imaginable. Cuando la medicina nada puede para mitigar el dolor del enfermo terminal, es opinión ampliamente aceptada que ha llegado el momento de recurrir a la eutanasia. La vida, la existencia, el ser, conllevan inevitablemente una serie ilimitada de sufrimientos tan atroces como la peor agonía. El placer vacío de la música, la falsa belleza de un crepúsculo o el espejismo del amor no deben cegarnos a la evidencia de que los disfrutamos al mismo tiempo que otros, innumerables, soportan las torturas más espantosas, pasan necesidades sin cuento o sencillamente son feos y no son queridos. ¿En nombre de qué podemos exigirles que esperen tranquilamente el descanso de la extinción? ¿Para estirar nosotros unos segundos un goce frívolo, un pasatiempo sin sentido? Una recta conciencia moral nos pide más bien poner cualquier empeño al servicio de la felicidad común. Puesto que ninguna vana satisfacción fugaz puede justificar la conformidad con el mal, puesto que el mal es inherente a la vida, la existencia, el ser, volquémonos en la tarea de acabar, siquiera no sea sino en la faz de la tierra, en la mazmorra del hombre, con la vida, la existencia, el ser. Cada cual en la medida de sus fuerzas no habría de tener otra meta. Hasta la fecha nada ha logrado la ciencia para eliminar de raíz padecimientos y sinsabores: ahora que empieza a contar con las herramientas adecuadas, ocúpese en perfeccionarlas para procurar a los hombres todos, y de una sola vez, simultáneamente, una muerte dulce y decorosa. Orillemos la esperanza de salvarnos uno a uno, y luchemos por la redención general: la respuesta a la radical perversidad de la vida, la existencia, el ser, no está en la fácil escapatoria del suicidio particular, sino en la globalización responsable, en el grandioso horizonte del suicidio colectivo, universal. Marchemos todos juntos hacia la eutanasia total del género humano. Hagámosles un corte de mangas a la vida, la existencia, el ser. Cumplida mi obligación de diagnosticar el achaque y prescribir la medicina, podría poner punto final. Pero no quiero 192 parecer ingenuo: por irrebatible que objetivamente sea, la modesta proposición condensada en los párrafos anteriores resultará difícil de asumir por la mitad más uno de los interesados11. Un largo trecho media todavía entre el ideal de la teoría y las rutinas de la práctica corriente, entre el cuadro confesadamente un tanto idílico que he bosquejado y la aspereza del vigente statu quo. No cabe hacerse grandes ilusiones: incluso quienes pensaríamos más próximos al limpio altruismo del suicidio mancomunado, es decir, los cultivadores del individual, ofrecen personalismos, resistencias y rémoras que delatan un inconcebible apego a las convenciones al uso, cuando no una deficiente medida de reflexión al respecto. Comprobémoslo rápidamente en el espejo de la literatura. La española dista de ser a nuestro propósito tan rica como otras sin embargo de menor altura, pero, desde luego, tampoco se muestra tan austera como pretendió el maestro Menéndez Pidal12. Verdad es que no puede competir con el Japón, que se envanece de «le taux de suicide des écrivains (...) le plus haut dans le monde», exhibiendo, sin ir más lejos, «vingtaines de romanciers qui se sont donné la mort» de un siglo para acá, por vías tan variadas (aunque escasamente originales) como el puñal, la soga, el revólver, las ruedas del tren, el gas, los somníferos... (Remito al excelente análisis de Tsuneo Kurachi en el primer número, correspondiente a 1994, de la revista Comparatism, de la Universidad de Chiba; ignoro si el profesor Kurachi ha actualizado los datos en una entrega posterior). Pero la cantidad no exorbitante se contrapesa de sobras con el elevadísimo nivel medio y a menudo con la excepcional calidad artística (ya que no intelectual) que el suicidio muestra en nuestras letras. No pasaré aquí 193 de evocar para los aficionados tres o cuatro ejemplos y unos pocos morceaux choisis. El más memorable de los casos tempranos lo cuenta Diego de San Pedro, hacia 1490, en la Cárcel de amor. Cuando Leriano, desdeñado por Laureola, se resuelve a no «comer ni beber ni ayudarse de cosa de las que sustentan la vida», la pregunta que lo inquieta es qué hacer con las cartas de la amada, supuesto que romperlas sería ofenderla, y confiárselas a un allegado, exponerse a que se divulgaran. La solución, no obstante, no tarda en presentársele: «Pues, tomando de sus dudas lo más seguro, hizo traer una copa de agua, y hechas las cartas pedazos echólas en ella, y, acabado esto, mandó que le sentasen en la cama, y, sentado, bebióselas en el agua y así quedó contenta su voluntad; y llegada ya la hora de su fin (...) dijo: "Acabados son mis males"; y así quedó muerto en testimonio de su fe». Ciertamente, no todo ahí es invención del discreto galán. La tradición grecolatina registra en particular el precedente de Artemisa, recogido en la propia Cárcel de amor: «como fue casada con Mausol, rey de Icaria, con tanta firmeza lo amó, que después de muerto le dio sepoltura en sus pechos, quemando sus huesos (...), la ceniza de los cuales poco a poco se bebió, y después de acabados los oficios que en el auto se requerían (...) matóse con sus manos». Pero la equilibrada economía de Leriano supera con creces las fuentes clásicas: de un solo trago, asegura el comprometido contenido de las cartas, abrevia el trance del último suspiro (la ingestión no podía provocar otro efecto) y lo alivia haciendo propia sustancia suya las prendas más valiosas de Laureola. ¡Envidiable limpieza de trazo! ¡Qué no hubiera podido lograr acompañada de una concepción menos egocéntrica! «Un gran cortesano» amigo de Lope de Vega observaba que si cuando Calisto espeta a Melibea «En esto veo, Melibea, la grandeza de Dios», Melibea, en vez de contestar «¿En qué, Calisto?», se hubiera callado la boca, «ni habría libro de Celestina, ni los amores de los dos pasaran adelante» dejando un reguero de media docena de cadáveres. No es la única vez que se ha censurado a los personajes de Fernando de Rojas hablar en exceso, pero no sería justo reprochárselo a 194 la heroína en el punto en que, descalabrado Calisto, decide tirarse de una torre. Melibea tendría muchas cosas que contar, muchas, demasiadas preguntas que responder. Pero precisamente ahora no le da la gana: impone el silencio a su padre, so pena de dejarlo «aun más quejoso -lo amenaza- en no saber por qué me mato», y refiere la trama de su pasión con una sobriedad que tal vez no esperábamos. Verbigracia: «Vencida de su amor, dile entrada en tu casa. Quebrantó con escalas las paredes de tu huerto, quebrantó mi propósito. Perdí mi virginidad». Al nombrar a Calisto, la emoción y la efusión la desbordan una pizca: «Su muerte convida a la mía, convídame y fuerza que sea presto...». Pero cuando la oímos sobre el telón de toda una ciudad en duelo, contra el fondo de «este clamor de campanas, este alarido de gentes, este aullido de canes, este grande estrépito de armas», las palabras de su despedida se nos antojan de un raro laconismo, y trasunto, por ende, del soberano dominio de sí misma que ha gobernado tantos momentos de su vida y gobierna el de su muerte con señorío todavía más absoluto. Junto a la juiciosa mise au point de Pleberio («Del mundo me quejo porque en sí me crió...»), tal es la lección que a nosotros sigue enseñándonos La Celestina. La trivialidad del diseño suicida contrasta en Melibea con la originalidad de estilo. Para el primero, la protagonista de la Tragicomedia disponía de abundantes modelos en el mundo antiguo y en la ficción medieval; para el segundo, su fuente de inspiración estaba esencialmente en la Eneida: la Dido virgiliana, tan serenamente urgida por llegar al fin, tan enérgica en sortear cualquier obstáculo que la aparte del desenlace buscado, transparenta su perfil en Melibea. Una y otra tuvieron en el Renacimiento multitud de imitadoras, pero ninguna alcanzó su talla. Las imitadoras efectivas, por descomponer la figura con visajes y posturitas; las demás -cuya conducta afea Lope sensatamente-, por quedarse en presuntas: muchas promesas de quitarse la vida ante el menor desdén, como la mariposa que se abrasa en la lumbre, y muy poca seriedad a la hora de cumplirlas... Cual Filis por celos de Belardo: 195 Del paño de su labor un corto cuchillo toma y dijo toda turbada: «¡Oh Belardo, aquí fue Troya!». Pero primero que fuese puesto el intento por obra quiso probar el dolor, que es mujer y temerosa. Con la aguja que labraba picose el dedo, y turbola de su muy querida sangre el ver salir una gota. Pide un paño a una criada, intento y cuchillo arroja; lloró su sangre perdida, que su amante no la llora. Frente a tantas alharacas y tan pocas nueces, en Cervantes suena siempre la nota impecablemente afinada. En el capítulo XII de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, no sabemos de qué ni cómo ha muerto el «pastor estudiante llamado Grisóstomo»: sólo que «mandó en su testamento que le enterrasen en el campo, como si fuera moro, y (...) al pie de la peña» sobre la cual vio a Marcela «la vez primera». «¿Murió a manos del rigor / de una esquiva hermosa ingrata», o de las suyas propias? El capítulo XIII nos revela, aún con ambigüedad, que él mismo «puso fin a la tragedia de su ingrata vida»; y el XIV, por último, nos sugiere que lo hizo con «un hierro» o acaso con «una torcida soga». Pero son éstos red herrings, pistas falsas. La verdad de la historia es que Grisóstomo se arrojó desde la peña de marras. «Allí», cuenta un amigo, «Allí me dijo él que vio la vez primera a aquella enemiga mortal del linaje humano, y allí fue también donde la primera vez le declaró su pensamiento (...), y allí fue la última vez donde Marcela le acabó de desengañar y desdeñar...». Allí, «por cima de la peña donde se cavaba la sepultura», en un espléndido coup de théâtre, se planta también Marcela durante el sepelio, «tan hermosa, que pasaba a su fama su hermosura». ¿Dónde, pues, iba a matarse Grisóstomo sino allí, como «ejemplo (...) a los 196 vivientes para que se aparten y huyan de caer en semejantes despeñaderos»? Cervantes no lo cuenta por derecho, sino al sesgo, porque (quiero pensar) tampoco él simpatiza con el mero goteo del suicidio personal, mientras razón y corazón sí se le van tras el colectivo. Efectivamente, con apenas un pelo de lectura alegórica, La Numancia nos devuelve a los planteamientos que he esbozado al comienzo. Los numantinos estaban determinados a cruzar las murallas y combatir hasta que ninguno de ellos quedara con vida, según inevitablemente tenía que ocurrir ante un ejército tan superior en número, pero las numantinas, harto más perspicaces, tachan de egoísta tal proceder: ¿Queréis dejar por ventura a la romana arrogancia las vírgenes de Numancia para mayor desventura? ¿Ya los libres hijos vuestros queréis esclavos dejallos? ¿No será mejor ahogallos con los propios brazos vuestros? La muerte en el combate es una cómoda solución para los soldados, no para las violencias, la opresión, las vejaciones que con certeza habrán de soportar los supervivientes. Un elemental principio de equidad y compasión pide degollar a mujeres y niños, destruir las riquezas de la ciudad y coronar la jugada matándose los guerreros unos a otros. El amigo cuchillo el homicida de Numancia será, y será su vida. Únicamente así Numancia no sufrirá bajo la esclavitud de Roma: únicamente así la humanidad no se verá sometida a las infinitas aflicciones de la realidad. En el pozo sin fondo de la decadencia literaria que viene después, la lucidez de Cervantes no tuvo secuelas. Típicas las payasadas gongorinas a cuenta de Hero («El amor como dos 197 huevos / quebrantó nuestras saludes: / él fue pasado por agua, / yo estrellada mi fin tuve») o el escarnio de Píramo: ¿Tan mal te olía la vida? ¡Oh bien hideputa puto el que sobre tu cabeza pusiera un cuerno de juro! Podríamos creer en cambio que la pródiga cosecha suicida del romanticismo español supone un ambicioso plan de conjunto, un sagaz intento de alcanzar la liquidación cabal del género humano mediante la multiplicación indefinida de los casos individuales. Pero esta interpretación optimista no resiste el cotejo con los datos. Hemos de conceder que los románticos apuntan buenas maneras. Don Álvaro, «desde un risco, con sonrisa diabólica», brama: «¡Infierno, abre tu boca y trágame! ¡Húndase el cielo, perezca la raza humana, exterminio, destrucción...!»; y luego incontinenti «sube a lo más alto del monte y se precipita». En 1819, un mozo cordobés que amenazaba con darse muerte leía de continuo un librito misterioso; denunciado a la Inquisición, la obra resultó ser las Noches lúgubres, y en las páginas de Cadalso advirtió el Santo Oficio «muchas expresiones escandalosas, peligrosas e inductivas al suicidio, al desprecio de los padres y al odio general de todos los hombres». Seguramente acierta Bud Sebold al conjeturar que ese lenguaje (como en definitiva los exabruptos del Duque de Rivas) filtra por el cedazo de un catolicismo conservador el más amplio motivo del «fastidio universal», el Weltschmerz, vuelve del revés la óptica correcta. Cadalso mismo lo describe como «un tormento interior capaz por sí solo de llenarme de horrores, aunque todo el orbe procurara mi infelicidad». Vale decir: ¡el mal está en el hombre, no en el orbe! Con semejantes mimbres, claro es que no podía urdirse ningún buen cesto. No, insisto, no nos engañemos: falta al romanticismo un adecuado entendimiento de la situación. Para él, ni el arte pasa del artista, ni la cuestión de la vida, la existencia, el ser, va mucho más allá de las mezquindades privadas. Concretamente en España, por otro lado, las esperanzas de renovación 198 se estrellan contra la ceguera de un tenaz conservadurismo. El poeta vallisoletano Vicente Sáinz-Pardo se dio muerte en 1848, a los veinticinco años: sin embargo, cuál no será nuestro asombro al hallar sus versos atiborrados de «hermosos sueños» y «bellísimos paisajes»... El catalán Juan Antonio Pagés, con un año más que Sáinz-Pardo, se apuñaló y (me dice Carolina) se tiró luego desde un balcón en 1851, pero su visión del mundo era tan paradisíaca, que en las estrofas de El suicida celebraba «los radiantes placeres del vivir...». La meditación teórica, pues, brilla enteramente por su ausencia, y el clima no acaba de ser favorable a una consideración positiva del problema. El Hernani de Victor Hugo concluye prometedoramente con un par de suicidios; pero Mariano José de Larra ridiculiza al autor y a sus personajes comentando en son de burla que el protagonista «se contenta con echarse a pechos un frasquete del más rico veneno conocido, con lo cual el honor castellano, antiguo, queda en su punto, el público afligido, y el viejo (Ruy Gómez) contento y repitiendo al ver los dos cadáveres: "¡Muerto, muerta!"». Es obvio que Fígaro no sentía la menor inclinación por el suicidio, ni individual ni comunitario. Así nos ha ido. - XXXV Pórticos «De los sos ojos tan fuertemientre llorando» El primer Cantar de Mio Cid nunca fue escrito, ni menos se concibió para ser leído. Nacido cuando mediaba el siglo XII, en la frontera de Castilla, un juglar lo compuso no ya para presentarlo, sino para representarlo ante un público, en medio de él, convirtiendo la narración en acción suya, del propio intérprete, y moldeándola de acuerdo con las perspectivas y los intereses del auditorio. La versión más antigua que conocemos, copiada treinta o cuarenta años después, no traiciona 199 sustancialmente el originario carácter oral y mímico, ni renuncia a la orientación dominante desde el mismo punto de partida: acercar el mundo de los protagonistas, y en particular la figura de Rodrigo Díaz, al ámbito de vivencias y referencias de los espectadores. A esa orientación se pliegan los principales factores del argumento, la estructura y la ideología, desde los recursos menudos de la manera de contar hasta los grandes trazos en la selección y disposición de la materia, pasando por los perfiles y matices de los retratos o por la imagen de la sociedad que les sirve de fondo: una sociedad en armas, permanentemente dispuesta para el ataque y el saqueo que conducían a la riqueza y al señorío, y en cuyo horizonte el Cid se recortaba como arquetipo ideal y sin embargo accesible. El juglar no sabe gran cosa sobre el Campeador. Tiene noticia de algunos sucesos que alcanzaron enorme resonancia (el destierro decretado por Alfonso VI, la conquista de Valencia), le suenan los nombres de muchos amigos y enemigos de Rodrigo, ha pisado el terreno en que quedan ecos o anidan leyendas de las proezas del héroe... Con esas piezas sueltas intenta revivir la parábola del Cid, de modesto infanzón a pariente de «los reyes de España», y plasmarlo en una pintura de cuerpo entero. A cada paso se equivoca, inevitablemente, y confunde tiempos y lugares, personajes y acontecimientos. Pero equivocarse no es mentir ni querer engañar. El juglar dispone los datos que posee o cree poseer en la secuencia que le parece capaz de explicarlos como conjunto, dibuja la armazón o cañamazo que les da sentido global a la luz de las actitudes del momento en que canta y cuenta. Ese esfuerzo de comprensión no puede sino pasar por la imaginación poética y asumir forma narrativa. En la Castilla fronteriza, para el común de los mortales no había entonces otra posibilidad de historia. Una de las metas esenciales del Cantar era que el Cid les pareciera a los oyentes tan vecino como el mismo juglar. Si el ensayo de reconstrucción general de la carrera de Rodrigo procuraba hilvanar verosímilmente los retazos de información disponibles, la elaboración de los pormenores estaba presidida por un realismo sin parangón en la epopeya de la Romanía 200 medieval. No hay que pasar del comienzo para advertir que los rasgos más notorios del Campeador, apenas sale a escena, no son el ímpetu y la extremosidad distintivamente épicos, sino talantes y sentimientos que pertenecen al ancho campo de las experiencias posibles en cualquier hombre: «De los sos ojos tan fuertemientre llorando...». Así en toda ocasión. Las cualidades heroicas van siempre en el protagonista conjugadas con una infalible humanidad, y con frecuencia el poema se demora en mostrárnoslo en la vida diaria, en las horas bajas, en la adversidad, exactamente al revés de como el público esperaba que se lo mostrara una canción de gesta. Ese Cid en tono menor, incluso en pantoufles, trasluce singularmente la mentalidad histórica del juglar, para quien el realismo de los detalles es un apoyo a la verosimilitud de los grandes ingredientes del relato, pero, dando un vuelco extraordinario a la tradición épica, supone a la vez una originalísima voluntad y un deslumbrante logro de poesía. «Desordenado apetito» Que La Celestina es una de las obras maestras de la literatura española, uno de los valores culminantes de la tradición europea, un libro que en muchos aspectos va siglos por delante de todos los otros de la época, parece hoy opinión pacífica y generalmente consentida. Por ello mismo no debe hacérsenos cuesta arriba reconocer que es también una de las obras maestras de la literatura española (etc.) que más dificultades opone para dejarse penetrar e interpretar como es debido por el lector moderno. El primer escollo con que tropezamos está en la expresión, en un lenguaje que quiere hacer a un tiempo justicia a la realidad y a la literatura, sin recurrir, naturalmente, a las fórmulas de conciliación que el teatro y la novela posteriores (pero que muy posteriores) nos han acostumbrado a dar por buenas. El último obstáculo comparece al acabarse la función. Mientras van sucediéndose las escenas, sin pausa apenas para recapacitar, ni aun para respirar, vivimos y agonizamos con Celestina, 201 Pármeno, Calisto, cuya avasalladora fuerza de convicción nos impone como propio su mundo de dramatis personae. Cuando cae definitivamente el telón, está por brotarnos el grito de los estrenos afortunados: «¡Que salga el autor!». Porque, inquietos por nosotros mismos, no podemos sino preguntarnos si el mundo de Celestina, Pármeno, Calisto, ese mundo que se desangra, sin luz, todo él pasión inútil, es sólo el mundo de los personajes, que inevitablemente hemos hecho nuestro durante la lectura, o también el mundo del autor, el mundo según el autor. Quizá baste ilustrarlo con un ejemplo. De la Antigüedad al Renacimiento, el amor se había contemplado como raíz y razón de la vida, fundamento de la armonía en la sociedad y en el cosmos. En el planto por Melibea, Pleberio nos lo presenta en cambio como fuente de muerte, manantial de discordia y dolor: «¡Oh amor, amor, que no pensé que tenías fuerza ni poder de matar a tus sujetos! (...) La falsa alcahueta Celestina murió a manos de los más fieles compañeros que ella para tu servicio emponzoñado jamás halló. Ellos murieron degollados, Calisto despeñado. Mi triste hija quiso tomar la misma muerte por seguirle. Esto todo causas. Dulce nombre te dieron, amargos hechos haces...». A no otra conclusión nos arrastran todos y cada uno de los veintiún actos de la Tragicomedia, que, al no quebrar ni por un instante la ilusión teatral, jamás nos permiten oír directamente la voz del autor, desasosegándonos con la duda de si compartía, más allá de la historia singular de Calisto y Melibea, la desolada visión de Pleberio. Pero si repasamos el texto a nuestro propósito, terminaremos descubriendo que Fernando de Rojas y asimismo el «antiguo autor» se habían ya asomado discretamente, al paño, en un elemento de (engañosa) apariencia limitada y circunstancial, el íncipit que abre tanto la primera como la segunda versión de La Celestina: «Síguese la Comedia o Tragicomedia de Calisto y Melibea, compuesta en reprehensión de los locos enamorados que, vencidos en su desordenado apetito, a sus amigas llaman y dicen ser su Dios». Puede antojársenos un mero reclamo para vender el libro, por cuanto atrae la atención sobre un punto que entonces despertaba una curiosidad 202 un poco morbosa: los desmesurados aunque a la postre inofensivos elogios de la amada que hacían los galanes del momento, en la prosa de la cotidianidad y en la poesía de los cancioneros, exaltándola «por su bien y por su Dios», según tantas veces Calisto («Por Dios la creo, por Dios la confieso, y no creo que hay otro soberano en el cielo...»). Pero ese punto, que ciertamente tiene un notable relieve como componente argumental, como factor en la caracterización del protagonista, cobra todavía más importancia en tanto dato esencial en el núcleo significativo del drama. Porque la ortodoxia cristiana había sentado para siempre que sólo Dios puede ser amado y deseado de suyo, mientras las demás cosas no deben amarse ni desearse sino por amor de Dios. Todo cuanto no sea la caritas positiva hacia Dios será cupiditas negativa, no «ordinata dilectio» antes bien «desordenado apetito», y por ende el más grave de los pecados: la subordinación del Creador a la creatura, en definitiva la negación de Dios. Ni siquiera es lícito pretender, como Calisto en el mismo arranque de la obra, que se busca el objeto amado en tanto manifestación de «la grandeza de Dios», pues ello supone andar el camino al revés, «ordine neglecto»: «por haber amado más las obras que al Artífice y su arte son castigados los hombres (...) con creer que las propias obras son el artífice y su arte» (San Agustín, De vera religione), hasta el extremo de que «a sus amigas llaman y dicen ser su Dios». Breve, ceñidamente, pero a la vez de manera inequívoca, el epígrafe inicial de La Celestina califica doctrinalmente la trama entera: el amor de Calisto y Melibea y la conducta de los restantes personajes incurren desde luego en muchos otros pecados, pero todos se subsumen en el mayor de ellos, en la idolatría, en la contravención del primer mandamiento, «No tendrás otro Dios más que a mí». El mundo de La Celestina es un mundo en tinieblas, desdichado, caótico, porque es un mundo de falsos dioses, un mundo sin Dios. La "tesis" puede resultarnos hoy más o menos simpática, pero no cabe dudar de que responde al sentir de Rojas y del «antiguo autor». Con todo, notémoslo bien, semejante "tesis" se transparenta de modo cierto sólo en un resquicio fuera del 203 drama, en el par de líneas de un íncipit, y aun ahí encarnado en la anécdota de la intriga, en el comportamiento de Calisto (y Sempronio), en el detalle costumbrista de los enamorados lenguaraces. Por lo demás, las palabras y las acciones de los protagonistas tienen tal verdad y contundencia, tanta entidad propia, que no nos toleran entender el mundo más que por sus ojos y a través de sus voces, y únicamente después, al cerrar el libro, nos mueven a inquirir si ése es también el mundo del autor, nuestro mismo mundo. Es la conquista suprema, el acierto más genial de La Celestina. «Lo trágico y lo cómico mezclado» Hacia 1609, Lope de Vega lee ante los ingenios de la Academia de Madrid un Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo. Ha escrito hasta entonces, les asegura, «cuatrocientas y ochenta y tres comedias» (en sus últimos años, presumirá de haber compuesto «mil y quinientas fábulas»). Entre burlas y veras, el Arte nuevo pretende dar cuenta de todo ese descomunal acervo dejando asentados unos pocos criterios esenciales. Un cuarto de siglo atrás, cuando un Lope apenas veinteañero irrumpía en los escenarios, el teatro español giraba en torno a dos polos. Por un lado, «los monstruos, de apariencias llenos, / adonde acude el vulgo», es decir, las piezas basadas en la decoración, los efectos y la tramoya, en la línea de los espectáculos medievales. Por otra parte, la producción dramática de unos cuantos intelectuales aún en la estela del humanismo, resueltos a acatar puntualmente los principios de la Poética de Aristóteles: que la obra «tenga una acción» solamente, «que pase en el período / de un sol» y en un mismo lugar, etc., etc. Lope se propone «en estos dos extremos dar un medio». Al público no se le puede cautivar con teorías, por bien autorizadas que estén, sino con un práctica que le entretenga y le conmueva. Pero esa práctica no debe renunciar a una sostenida dignidad literaria, que, con todo, tampoco es necesario buscar en Aristóteles y compañía: en vez de beber en las fuentes clásicas, vale la pena explotar la veta más viva y mejor contrastada 204 de la tradición moderna, del romancero a Garcilaso, de Boccaccio a Ariosto. El verso, por ejemplo, no tiene por qué fosilizarse en un patrón único: si cada asunto, cada situación, echa mano de las formas y los tonos que los grandes autores españoles han asociado a esos asuntos, a esas situaciones, el resultado tendrá sin duda más altura poética, y por ende, encandilando más al espectador, ganará en eficacia teatral. Eso fue para Lope «poner en estilo las comedias». No era, sin embargo, una simple vía media, una fácil solución de compromiso. A los modelos antiguos se contraponen los modernos, porque, como obviamente más afines a la experiencia del público, por fuerza han de poseer mayor capacidad de convicción y crear más ilusión de autenticidad. El arte (palabra que hoy debemos parafrasear como 'método, técnica, norma'), las reglas dramáticas extraídas de las reflexiones de Aristóteles, tenían por objeto alcanzar la mímesis, una imagen adecuada de la realidad. Lope le pierde el respeto a Aristóteles en nombre precisamente de la mímesis, de una verosimilitud superior, de una relación más estrecha con la vida. No otra cosa afirma un personaje de Lo fingido verdadero: Dame una nueva fábula que tenga más invención, aunque carezca de arte, que tengo gusto de español en esto y como me le dé lo verisímil nunca reparo tanto en los preceptos, antes me cansa su rigor, y he visto que los que miran en guardar el arte nunca del natural alcanzan parte. Las doctrinas clásicas o clasicistas mantenían, así, tajantemente separados protagonistas nobles y protagonistas villanos, comedia y tragedia. Pero, arguye Lope, ¿qué ven nuestros ojos a diario sino risas y lágrimas juntas, magnates y plebeyos enzarzados en un mismo lance e igualados por el rasero de idénticas pasiones? ¿Qué puede ser, pues, más fascinante que revolverlos a todos en un tablado? ¿Y qué, sobre todo, más fiel a la verdad de las cosas? 205 Lo trágico y lo cómico mezclado (...) harán grave una parte, otra ridícula, que aquesta variedad deleita mucho: buen ejemplo nos da naturaleza, que por tal variedad tiene belleza. De ahí el supremo hallazgo de Lope: la fórmula de la tragicomedia. Lope, decían ya en su tiempo, fue «poeta del cielo y de la tierra», y ésa es su grandeza. Pero su gloria está en primer término en el nuevo arte (ahora en el sentido más cabal) de la tragicomedia española. «El orbe de zafir» Nadie osará decir que Calderón de la Barca no ha sido profeta en su tierra, cuando es el caso que algunos versos suyos han llegado a proverbializarse, él mismo se ha convertido en hechura del refranero («Cuando Calderón lo dijo, estudiado lo tendría») , y el adjetivo «calderoniano» sigue discretamente en uso para calificar realidades ajenas a la literatura. Pero nadie podrá tampoco negar que del Romanticismo para acá la obra de don Pedro ha tenido entre los hablantes de otras lenguas una estrella crítica y escénica harto más luminosa que en el mundo hispánico. Un concienzudo estudio reciente comprueba, por ejemplo, que «junto con Molière, y sólo detrás de Shakespeare, Calderón ejerció más influencia directa o indirecta en el teatro alemán que cualquier otro dramaturgo extranjero», y que en los decenios de 1950 y 1960 «hubo más puestas en escena profesionales de Calderón en Alemania y Austria que en España o América Latina». Necesariamente se pregunta uno el por qué de esas fortunas divergentes, y tanto más cuanto que poquísimos, fuera o dentro de España, pondrían hoy en duda que Calderón es una de las cabezas superlativamente mejor dotadas para el teatro, para todas las formas de teatro, que se hayan dado en cualquier tiempo y en cualquier lugar. El alcalde de Zalamea ha 206 sido siempre celebrado por la irreprimible simpátheia que provoca la dignidad de Pedro Crespo, pero Calderón logra que el espectador se compenetre también, haciéndose cargo de sus razones y de sus sentimientos, con las figuras inequívocamente indignas: en el protagonista de El mayor monstruo del mundo, el amor por Mariene se ofrece tan honda, tan dolorosamente experimentado, que hace incluso plausibles las facetas más oscuras del «Tetrarca» (llamarlo «Herodes» habría supuesto condenarlo sin dejarle defenderse); Enrique VIII vive un conflicto tan denso de lealtades y querencias, que a ratos el catolicísimo autor casi parece dar por procedente La cisma de Ingalaterra. Las imágenes y las intuiciones que están en la raíz de La vida es sueño o de El gran teatro del mundo corrían desde la Antigüedad, pero nadie atinó a prestarles la deslumbrante encarnación dramática que Calderón, ni nadie se mostró más audaz en andar por la cuerda floja que une en los autos sacramentales la alegoría más radical y un retrato poco menos que costumbrista de la cotidianidad, ni en experimentar en las comedias de espectáculo con música y poesía, decoraciones, tramoyas, vestiduras... O, en verdad, es difícil trenzar los hilos de una intriga con más primor que en La dama duende, mantener un ritmo más vertiginosamente burlesco, y engrasar con más eficacia el engranaje de sorpresas previstas y previsiones frustradas. Ese prodigioso "don del teatro", repito, poquísimos, si alguno, se lo regatearán hoy a don Pedro, y serán multitud en cambio quienes lo pongan entre los dedos de la mano de los supremos dramaturgos de todas las épocas. ¿Por qué, entonces, no llega a tener en el ámbito de la lengua española la misma presencia y prestigio que en otros marcos? Quedan lejanas ya las objeciones ideológicas que suscitó -él o más aun su público- en el Novecientos. Por el contrario, cada vez se percibe con mayor nitidez que Calderón no es en absoluto el obseso valedor de maridos sanguinarios e inmisericordes que antaño se postulaba: en El médico de su honra o en A secreto agravio, secreta venganza, el honor es más bien un destino trágico que se impone, quieras que no, a la voluntad y al entendimiento de los personajes, una fatalidad que todos, víctimas 207 y verdugos, inocentes y culpables, sufren por igual y en vano luchan por sortear. Por otra parte, detrás del interés y la impecable arquitectura de las tramas, de las situaciones graduadas al milímetro o de los golpes de efecto de la mejor ley, día a día se reconocen más cabalmente la grandeza y la vigencia de los asuntos a que retorna una y otra vez, para articular un apasionante universo teatral: la libertad, el poder, el fanatismo, la justicia... ¿De dónde, pues, el desencuentro de quienes hablan español con tan gigantesco creador? Dicho en breve: de la gramática, la retórica y la dialéctica de sus textos (y no se descuide que la métrica era antiguamente un capítulo de la gramática); de un lenguaje, una ornamentación y un modo de raciocinio que nos son irremediablemente extraños e incómodos. La formidable maquinaria dramática de El mayor monstruo del mundo se queda hoy en poca cosa cuando el Tetrarca pisa las tablas y empieza a recitar: Hermosa Marïene, a quien el orbe de zafir previene ya soberano asiento como estrella añadida al firmamento, no con tanta tristeza turbes el rosicler de tu belleza. ¿Qué deseas? ¿Qué quieres? ¿Qué envidias? ¿Qué te falta? ¿Tú no eres, amada gloria mía, reina en Jerusalén?, etc., etc. El tiempo no ha sido piadoso con ese estilo. Claro está que podemos explicarlo históricamente: sale de una escuela en que convivían contra naturam el decaimiento de un humanismo superficial y la flojedad de una escolástica en zapatillas, y se nutre con todos los clisés literarios del Siglo de Oro romance. Claro está que con un pequeño esfuerzo y una edición bien anotada el lector es capaz de vencer la resistencia del material lingüístico y llegar a un aceptable compromiso entre las convenciones del escritor y las suyas propias. Claro está todavía que las discontinuidades de la vida española han impedido la 208 existencia de una tradición en cuyo cauce esa ardua textura acabara por volvérsenos familiar... Entender, justificar, sin embargo, no significa asumir, y la lectura tampoco es, desde luego, lo mismo que la representación. Pero, por mucho que a menudo lo atenúe el talento de cómicos y directores, ocurre que las cualidades que siguen otorgando un inmenso valor a la obra de don Pedro apenas se dejan apreciar en el presente porque la dicción las hace muchas veces fatigosas y duras para oídos hispánicos. Ésa es la traba capital que suelen contrarrestar con éxito las versiones en otras lenguas, adaptando, reescribiendo, potenciando el meollo dramático a costa, sí, de la corteza verbal. Una pobre, fácil fidelidad a la letra puede desperdiciar en nuestros escenarios los espléndidos logros de Calderón. ¿O tendremos que viajar al Burgtheater de Viena para disfrutar al fin La hija del aire... traducida y renovada por Hans Magnus Enzensberger? «The Art of Wordly Wisdom» El lector sin duda no ignora que Baltasar Gracián fue sinceramente admirado por La Rochefoucauld y por Voltaire, por Schopenhauer y por Nietzsche, y que todos ellos y no pocos otros de los más finos moralistas europeos contrajeron deudas de peso con el jesuita aragonés. En cambio, es fácil que no sepa o haya olvidado que en los últimos decenios del siglo XX el Oráculo manual y arte de prudencia (1647), con el título completo o sólo a medias, en traducción o en versiones más o menos remozadas, fue lectura frecuente de yuppies y empresarios en los aeropuertos del mundo entero, figuró en la lista de bestsellers del New York Times (The Art of Wordly Wisdom, con más de cien mil ejemplares a cuestas), agotó repetidas ediciones en diversas lenguas, y, con el retraso de rigor, incluso volvió a publicarse en España, y en colecciones bien ajenas a cualquier tentación literaria. Como digo, los responsables de ese retorno triunfal eran mayormente directivos y hombres de negocios que en el libro encontraban «algo práctico y espiritual al mismo tiempo» (cito 209 ipsissimis verbis), «la sabiduría práctica necesaria para enfrentarse con éxito a un mundo competitivo y hostil». Una de las traducciones italianas apareció rebautizada Trecento massime per il manager di oggi; y uno de los más fervientes devotos del jugoso vademécum, profesor universitario de economía industrial y gestión de recursos, le dedicó todo un volumen de comentarios encarrilados a presentarlo como guía ideal para la dirección y organización de grandes compañías. A mí, lo reconozco, me parece de perlas. Ni entro ni salgo en si el Oráculo manual tiene en verdad las virtudes que le adjudicaban sus entusiastas de hace unos años. (Tiendo, sin embargo, a suponer que sí: ellos sabrían). Pero, filólogo yo mismo e historiador de la literatura, no me cuento entre quienes se llamaron a escándalo por semejante revival y lo denunciaron como lesa filología, trivialización de la historia y atentado contra la literatura. Es cierto que el Oráculo, igual que El discreto, El héroe o, por encima de todos, El criticón, puede y debe leerse en el texto más fiel al original, restituyéndolo al contexto de Gracián y paladeando la textura del estilo. Pero también puede y debe leerse en una adaptación que deje en el camino aciertos y bellezas pero a la vez los escollos de un lenguaje no a todos accesible (y, aparte Claudio Guillén, todos los españoles hemos leído cuando menos tantos libros traducidos como en español), y vinculándolo sin temor a nuestro tiempo, a nuestra experiencia personal y a nuestros humores. El siglo gracias a Dios pasado entronizó en la cultura y (cuando era viable) en el mercado el ídolo del arte por el arte: teníamos que apreciar la pintura en abstracto o la poesía pura, como razón de ser de sí misma, como creación autónoma, prescindiendo de si nos caía en gracia o no, de si nos decía (ut supra) «algo práctico» o «espiritual» que nos llevara más allá del cuadro o de la página impresa. El mero hecho de que el artista se expresara era de suyo un valor; que nos interesara lo que el artista expresaba no podía siquiera plantearse. Nunca se han gustado así las artes. La literatura, en particular, ha sido siempre un objeto de placer, de deseos, de pensamiento, de sueños y realidades soñadas, de fisgoneo: una 210 parte de la vida a idéntico título que el juego o el amor. Hay que estar, se postulaba, al servicio de los modernos. Los clásicos están a nuestro servicio. Los clásicos como Gracián lo son porque uno puede traicionarlos. «Hablar en prosa» No sé si acabamos de hacerle justicia a Moratín. No dudamos en incluirlo en el canon fundamental de la literatura española, pero a la vez tendemos a considerarlo el "menor" de los "grandes autores". Es una valoración que comparte con todo nuestro Siglo de las Luces: sensato, bien encaminado, inteligente..., pero en última instancia sin genio. Sería cosa de hablarlo despacio. Ni Marivaux ni Goldoni, a quienes nadie regatea los méritos, ni, si no me engaño, la entera comedia europea del Setecientos ofrecen una pieza que siendo equiparable en carácter a El sí de las niñas pueda ponerse a la altura de la obra maestra de don Leandro, y no digamos que la mejore. Son los beneficios del estudio y la ventaja de los frutos tardíos. Moratín llevaba en la cabeza todo el teatro del mundo, antiguo y moderno, y había escudriñado hasta el mínimo rincón del contemporáneo. Nadie le negará agudeza y talento, pero difícilmente dejará tampoco de opinar que el logro absoluto que es El sí de las niñas procede sobre todo de la reflexión y la lima. La percepción de esa evidencia no le hace ningún bien: apegados como estamos a la imagen romántica del poeta que no obedece sino a una misteriosa llamada interior, no nos sentimos plenamente cómodos con el artista metódico y erudito. Ni le hace favor alguno la vocación realista que inspira el diseño y en especial el lenguaje de El sí de las niñas. No obstante, si yo tuviera que recomendar una única virtud de la obra (y en general de Moratín), o cifrar en una sola cualidad el gusto con que la veo y la leo, no vacilaría en referirme al arte del lenguaje. Bien están la gracia de la trama o la perfección del movimiento escénico, pero la verdadera delicia reside en el estilo. 211 El propio Moratín, discurriendo sobre la novela renacentista (e interpretando a Horacio: «Difficile est proprie communia dicere»), explicó una vez dónde está el secreto del placer que inevitablemente producen las pláticas de sus propios don Diego, doña Irene y doña Francisca: «No es fácil hablar en prosa como hablaron el Lazarillo, el pícaro Guzmán... No es fácil embellecer sin exageración el diálogo familiar, cuando se han de expresar en él ideas y pasiones comunes, ni variarle acomodándole a las diversas personas que se introducen, ni evitar que degenere en trivial e insípido por acercarle demasiado a la verdad que imita». En el programa literario que ahí se enuncia y que El sí de las niñas aplica de maravilla, a menudo se subrayan hoy en exceso elementos como «familiar», «ideas (...) comunes» o «trivial», otorgándoles una carga negativa, hasta incriminar a Moratín de falta de vuelo imaginativo, insulsez y vulgaridad. No suele apreciarse en cambio la dimensión creativa del proyecto moratiniano, la aspiración a conseguir el arte de un lenguaje que sea a un tiempo doméstico y sabrosamente literario: una filigrana de observación e invención, ingenio y medidas justas. Ese «hablar en prosa» de El sí de las niñas no es tanto "prosaísmo" cuanto una categoría artística que ojalá hubiera tenido más arraigo en la literatura española. Seamos justos con don Leandro. 212 - XXXVI Despedida de José María Valverde «Que como buey de cabestro el ripio vaya delante». ¡Que buen consejo, tunante, me diste, amigo, maestro, y en qué artes me hiciste diestro! Consejo fue y profecía que te cumplo todavía: ¿Qué escribir en verso quiero? Pues siempre el ripio primero, y detrás la poesía. - XXXVII Elogio de Mario Mario Vargas Llosa es la confluencia insólitamente feliz del genio innato y la cultura conquistada. Este endiablado peruano, español, parisino, londinense, forma ya para siempre entre esos «patricios americanos» envidiados por nuestro inolvidable Gabriel Ferrater, que todo parecen haberlo leído y absorbido. La increíble capacidad de su prosa, eche por el camino de la diafanidad o tire por los senderos de la expresividad y el impresionismo, y el dominio absoluto de las tretas más complejas del arte narrativo sólo pueden nacer de una extraordinaria disciplina mental y, a la vez, de una familiaridad y un entendimiento profundo de los grandes maestros. Pero si moviéndome en este mismo nivel de abstracción, sin títulos, sin datos, sin citas, tuviera que pintar a Vargas Llosa con dos palabras, mejor que «genio» y «cultura», elegiría «inteligencia» y también, a riesgo 213 de ser mal entendido en el pronto, «inocencia». Pues sin la inocencia inicial con que se asoma al mundo, la inteligencia de Mario no podría explayarse con la potencia con que lo hace: como bien sabía Aristóteles, la inocencia, la sorpresa, la admiración, son el principio mismo del conocimiento. De pocos intelectuales tengo noticia más poseídos que Mario por el afán de conocer y comprender, y que hayan puesto al servicio de ese designio una cabeza mejor amueblada. Verlo plantarse frente a una cuestión, identificar los puntos centrales, justipreciar los accesorios, prever objeciones, enfilar la meta, en fin, desarrollar y culminar un argumento, es uno de los espectáculos más fascinantes, más instructivos -y también, ay, más desalentadores para el común de los mortales-, que puede ofrecer la entera cohorte de la literatura contemporánea. De mí sé decir que incluso cuando disiento de sus planteamientos o sus conclusiones, o acaso de su orientación, como quizá ahora me ocurre menos raramente que hace algunos años, no soy capaz de no dejarme arrastrar por la máquina arrolladura de su razonamiento. Pero ese Vargas Llosa de prodigiosa inteligencia es asimismo una criatura en perpetuo estado de inocencia. La palabra tal vez no sea afortunada, pero me resisto a sustituirla por «buena fe», «ingenuidad», «candor» o cualquier otro aparente sinónimo. Inventar historias, por ejemplo, exige inocencia. Mario ha explicado a menudo que el novelista es un deicida y un demiurgo, el hacedor de una realidad que parte de la conocida y la convierte en otra diversa e inédita. Pero también -sigo parafraseándole de aquí y allá- que el dios de la ficción es irremediablemente mortal y está sacrílegamente poseído por demonios humanos, pavorosamente habitado por fantasmas terrenales. Cierto. Un escritor que no intuya en el mundo una dimensión oscura, que no lo encare como enigma, difícilmente se sentirá impulsado a componer novelas, y si lo hace ellas difícilmente nos prenderán. Quien tiene claras las respuestas, quien invariablemente sabe cómo se ensamblan los confusos segmentos de la vida, ¿para qué va a engañarse y querer engañarnos con ficciones, y por qué condescenderá a prestar atención a las pequeñeces y las miserias de unos personajes 214 que se engañan? Toda novela es una utopía, y hasta la más pesimista se hace ilusiones, porque postula la posibilidad de que la realidad sea otra, distinta, y se encandila con el sueño de descubrirle alternativas. No pretendo, ni remotamente, que la inocencia la aplica Mario a unos sectores de su actividad, pongamos que a la novela, y la inteligencia a otros, digamos que al ensayo. En absoluto. Mario concilia siempre y en todos los terrenos la inteligencia que analiza implacablemente con esa especie de la inocencia que consiste en tomar las cosas en serio, con humildad, pero además con esperanza. Es tal vez a través de esa veta de la esperanza, la esperanza en cuanto otra versión de la utopía congénita a la novela, por donde sus artículos, torsos biográficos, cavilaciones literarias, memorias, manifiestos, discursos, informes oficiales y aun cartas al director, como sus mismas aventuras políticas, mejor se dejan restituir al marco mayor de la creación, que es donde más seguramente hallaremos a Vargas Llosa de una pieza. No obstante, puestos a buscarlo todo en un solo libro, aconsejaría ir a La verdad de las mentiras (Barcelona, Círculo de Lectores, 1990). Los prólogos a veinticinco obras contemporáneas ahí reunidos son probablemente el más brillante testimonio que yo conozco de cómo se lee una novela13. En la crítica, y no digamos si universitaria, señorea la tendencia a ignorar por completo la experiencia real de la lectura, es decir, a no preguntarse siquiera qué siente y piensa de veras el lector inmerso en un relato, qué vivencias le suscita y le deciden a estimarlo, por qué entra en el juego de la ficción o lo rechaza. Los exegetas al uso quieren fijarse precisamente en los aspectos que no pertenecen a ese orden de cosas y que por el contrario se pueden interpretar en términos de categorías técnicas, consignas de escuela o edictos de la última teoría. Mario se enfrenta con las grandes novelas del siglo XX a pecho descubierto, con una inextinguible pasión literaria, pero sin renunciar a ninguna de sus simpatías, opiniones, creencias; rindiéndose a la 215 ficción cuando y como cumple, pero sin abjurar por ella de la realidad ni renunciar a su propia biografía. En La verdad de las mentiras concurren el Vargas Llosa narrador, pensador, hombre de su tiempo, individuo, acaso más cabalmente que en cualquier otro título suyo. Y es un panorama que vale la pena. He leído y seguido siempre a Mario, lo conozco hace mucho y (amén de compartir con él y con un conocido de Cervantes una fobia inconfesable) lo quiero mucho. Yo era una de las dos o tres docenas de letraheridos que en los discretos salones verdes de Parellada, en Barcelona, hace exactamente cuarenta años, fueron los primeros en saber, sin duda antes que el autor, que un cierto Vargas Llosa acababa de ganar el premio de cuentos «Leopoldo Alas». Después de ése han venido muchos otros premios, como viene hoy el Menéndez Pelayo y vendrán todos los imaginables, y Mario se ha convertido no ya en un escritor de talla universal, sino en una figura pública de primer rango, en eso que llaman «un famoso», es decir, un personaje con quien quieren fotografiarse los políticos o, más reveladoramente, a quien guía por los aeropuertos un «chaqueta roja». Conozco a varios en semejante caso, y los más fingen ser los mismos que eran, pero son ya otros, y frecuentemente disfrazan de sencillez y espontaneidad la distancia y el recelo que en realidad mantienen frente a los demás. Me consta que con Mario no ocurre así: Mario sigue escuchando con la misma curiosidad, con la misma atención cordial, hablando con idéntica franqueza y transparencia, de tú a tú, sin sentirse por encima de su interlocutor. A principios de los años setenta, también en Barcelona, diseñamos juntos lo que él llamó «un complot erudito» que incluía una edición crítica de su primera novela y otros volúmenes que vinieran a reforzar mis renqueantes «Textos hispánicos modernos». Todavía es fácil embarcarlo en un buen proyecto, y no duele pedirle que le eche a uno un capote: lo hará con toda la naturalidad del mundo, como si no tuviera la posibilidad de negarlo y sin pasársele por las mientes que el amigo deba interpretarlo como una demostración de dominio o importancia. No voy a prolongar la nota personal, pero tampoco he querido soslayarla, porque cosa personal es para mí la concesión 216 del Premio Menéndez Pelayo a Mario Vargas Llosa. No ocultaré, en efecto, que el verlo a él en la nómina de galardonados en que tan modestamente -lo digo de todo corazón- figuro yo mismo, me ruboriza en la misma medida que me enorgullece. Pero, por otra parte, darle a Mario un premio, y más si realza un aspecto de su quehacer intelectual que siento especialmente afín, es darme a mí una alegría sincerísima, un gozo profundamente mío. No tengo, pues, palabras para decir con qué satisfacción celebro que el premio que Eulalio Ferrer inventó como tributo al insigne polígrafo montañés don Marcelino Menéndez Pelayo venga hogaño a distinguir al insigne polígrafo arequipeño don Mario Vargas Llosa. - XXXVIII Miserias del "diseño" Mal aconsejada por un publicista novel, la librera del pueblo en que paso buena parte del año decidió convertirse en editora para bibliófilos. Consiguió un par de relatos excelentes y pidió a no sé quién (y más le vale que yo no lo sepa) que le creara una colección "de diseño". Al sujeto en cuestión no se le ocurrió ni más ni menos que imprimir los originales en hojas sueltas, sin numerar (me parece) y con el vuelto en blanco, y amontonarlas en una carpeta de colegial. Siglos y siglos de historia del libro, medio milenio de imprenta, quedaban así abolidos por obra de un descerebrado. El proceso que llevó de la mera distinción por cuadernos a la numeración por folios y luego por páginas, con obvias ventajas para la lectura y para la consulta; el arraigo de la encuadernación editorial, más manejable y económica (en los días del Quijote, por no ir más lejos, los libros se vendían «en papel», es decir, como una serie de pliegos no unidos entre sí); las lecciones de la experiencia sobre la mejor adecuación de tipo y cuerpo, caja y formato..., todo venía a parar en la sepultura 217 del olvido y a sacrificarse en el altar del diseño. Para desandar cabalmente el camino, sólo faltaba renunciar a la composición tipográfica y volver al manuscrito. No me sorprendería (tampoco me consta, pero me decido a deslizar la calumnia, por si queda) que el culpable hubiera entregado y cobrado a mi inocente librera una memoria con la exégesis y el elogio del invento: la facilidad de meterse en el bolsillo sólo la cantidad de hojas imprescindible para el trayecto en el metro (o el paso por el retrete), la posibilidad de escribir en los inmaculados dorsos las reflexiones que sugiriera la narración y llenar la carpeta con otros materiales, dándole al conjunto un carácter de "obra abierta", que se construye y deconstruye en diálogo con los cambiantes impulsos del usuario... Por docenas se cuentan hoy los crímenes de lesa razón por el estilo. Unos años atrás, cualquier modesto impresor sabía dejar un texto «legato con amore in un volume», aprovechando al servicio de los fines los medios accesibles, buscando la eficacia y, en los casos más modestos, la simple elegancia de la claridad... Las tareas que hasta hace poco iban a esas sabias manos caen ahora con demasiada frecuencia en las garras de diseñadores sin discriminación (y no raramente en contubernio con informáticos mondos y lirondos), al parecer convencidos de que la capacidad de delinear quizá un cenicero o un portalámparas graciosillo les autoriza a ignorar no ya las prácticas comunes de la tipografía, sino incluso los datos fundamentales que dan sentido a uno de los logros mayores de la civilización; gentes para quienes la cursiva, la sangría o la interlínea son artificios decorativos, y no elementos constitutivos de un código lúcido y elocuente. Confieso que estoy resollando por la herida, por las heridas. La penúltima se la debo a una «revista de colección», cuyo hechura gigantesca (40 x 30) se consagra a alternar fotografías a página doble con textos parvísimos, cada uno de ellos dispuesto sobre un par de planas donde la caja apenas ocupa una tercera parte. El resultado es el más tantálico de los disparates. Para apreciar una fotografía, hay que abrir la cosa y, una vez comprobado que la longitud de los brazos no basta para 218 abarcar debidamente tan vastos horizontes, apoyarla contra la pared, retirarse unos pasos y deleitarse al fin con el panorama. Por el contrario, si uno pretende leer un texto y no tiene unos ojos extraordinariamente dotados, descubrirá de inmediato que los brazos no le permiten situar la página a la distancia oportuna para el enfoque, o que únicamente se lo permiten a costa de un agotador esfuerzo por sostener el artefacto; y, entonces, le tocará depositarlo en una mesa y, ladeándose sobre la inmensa superficie, bajar y subir, torcer y arquear la cabeza hasta dar con la posición idónea para disfrutar «le plaisir du texte»... (Sucede por otro lado que la porción infinitesimal reservada a la escritura tiene las mismas dimensiones en todas las planas ad hoc, de suerte que si a uno le acontece sobrepasar el número de espacios prefijado, hasta, pongamos, doblarlo, el remedio no consiste en asignarle otro par de páginas, sino en reducir el cuerpo a las proporciones de la microscopía, para embutir la pieza en el reducto fatal que decreta la tiranía de los blancos, unos desatinados blancos que ni por azar coinciden con la parte por donde uno podría asir el mamotreto con relativa comodidad y sin tapar texto con los dedos. Pero, lo juro, no es ésa la llaga que más me escuece). Llegado al párrafo final, dos libros recién publicados me levantan sentimientos contradictorios. Uno, la excelente versión española, al cuidado de J. M. Pujol, de los First Principles of Typography, el clásico ensayo de Stanley Morison (Barcelona, Ediciones del Bronce, 1998), me lleva a deplorar la moderación de mi lenguaje en cuanto antecede. El otro, las apacibles y sensatísimas reflexiones de Enric Satué sobre El diseño de libros del pasado, del presente, y tal vez del futuro. La huella de Aldo Manuzio (Madrid, Fundación Germán Sánchez Ruipérez, 1998), me exhorta a no perder la esperanza y, por encima de todo, a no hacer pagar a justos por pecadores. 219 - XXXIX El alma de Garibay José María Valverde era tan dúctil y tolerante con los demás cuanto inflexible consigo mismo. Nunca daba una posición por adquirida, y menos por consolidada, sobre todo si el resto del mundo la veía como tal: siempre estaba dispuesto a volver a empezar, en la vida y en la obra, a condición de que la nueva etapa significara ser más fiel a su vocación y al sentido de su propia historia, en el porvenir mejor que ante el pasado. La renuncia a la cátedra de Barcelona, en solidaridad con José Luis Aranguren, es sólo la más sonada de las decisiones que tomó al arrimo de la lealtad a sí mismo por encima del juicio y del elogio ajeno. Hubo muchas otras. Cuando Dámaso Alonso lo tenía por la gran promesa de la filología, él prefirió matricularse en la especialidad de filosofía. Cuando lo aguardaban en Madrid, regresó a Barcelona. Cobró ojeriza a algunos poemas suyos convertidos en clásicos, y no pestañeó en repudiarlos. (Pienso especialmente en uno admirable, «El tonto», de La espera: «Tiene razón tu risa: sí, tal vez, / ocurrirá tan sólo que soy tonto, / un bienaventurado tonto de Dios...». Incluso le disgustaba que se lo recordaran). De ahí que las colecciones que otros habrían titulado Poesías completas fueran en su caso selecciones cada vez más enjutas: de las doscientas cincuenta páginas de las Poesías reunidas (hasta 1960), por ejemplo, a las doscientas de Enseñanzas de la edad (Poesía 1945-1970), que sin embargo les añadían un libro que se llevaba la cuarta parte del conjunto, mientras la Antología de sus versos (1982), a cuya extensión nadie le había puesto tasa, se quedó en menos de un centenar. Estoy convencido de que esa limpieza de cajones a menudo se pasó de severa o fue lisa y llanamente desacertada: no pocos de los textos que desechó carecen, es verdad, de la precisión de lenguaje y de pensamiento que José María buscaba en la madurez (y que a veces le imponía una dicción una pizca áspera), pero a bastantes lectores nos interesan justamente por 220 su incertidumbre y sus rodeos, al tiempo que apreciamos (y por qué no) la mayor fluidez de su andadura. El propósito de Valverde era «no (...) publicar nunca» unas opera omnia y «que se consideraran definitivas» las piezas y las versiones admitidas en las Poesías reunidas (1945-1990) de Lumen. No es, sin embargo, por no respetar ese designio por donde flaquea la primera entrega de sus Obras completas, dedicada, como era de rigor, a la Poesía (Madrid, Trotta, 1998), con un hermoso pórtico de Cintio Vitier. Un autor es libre de acotar la presencia que quiere tener en la escena literaria de su época, la voz que deja oír en el diálogo vivo de la creación. Pero no puede elegir el lugar que le tocará en la historia. Pilar y Clara Valverde harán muy bien en no autorizar que Lumen (o Tusquets o Hiperión o Visor) saque a luz otro libro que la compilación de 1990: se equivocarían, en cambio, si se opusieran a la difusión restringida, sólo para expertos y bibliotecas, de unas auténticas Poesías completas, como marrarían el tiro si pretendieran destruir todos los ejemplares de Hombre de Dios o de Espadaña. No es, pues, por esa recta contravención a los deseos del poeta por donde duele que un volumen tan esperado, con tantas cosas imprescindibles, se haya resuelto en términos inadecuados. Porque si la buena intención de sus responsables no debe ponerse en duda, la tarea demandaba mayor información y, de manera aun más perentoria, mayor reflexión. Una empresa como la inaugurada con el tomo aludido pedía antes de nada una exploración de las fuentes harto más minuciosa que la manifiesta en la «Bibliografía» de las páginas 41-54, y a falta de ese cimiento sólido la estabilidad del edificio no podría ser más precaria. El paso siguiente, que hubiera debido consistir en la fijación de unos principios ecdóticos coherentes, se ha saltado diría que por entero. No entraré en el asunto menor, o, como sea, no sustancial, de los criterios que han gobernado la agrupación de los escritos de Valverde en volúmenes y en secciones. Tampoco haré sino mencionar los que han desembocado en un enteco y caprichoso apéndice de traducciones. La objeción seria atañe al aspecto precisamente más relevante y más delicado: el texto mismo de la obra poética original. 221 De la mayor parte de sus libros, José María había conservado para la recopilación de 1990 sólo un cierto número de poemas, que por lo demás reimprimió con retoques y cambios de orden de diversa enjundia. Puestos a desatender su voluntad, como en una edición hecha con la quisquillosa perspectiva de la historia era obligado desatender siquiera parcialmente, las soluciones posibles, según la buena filología, eran en definitiva dos: seguir uniformemente como texto básico las lecturas y la disposición de las primeras ediciones, o bien ceñirse a las últimas, pero en cualquier caso recogiendo punto por punto las divergencias entre ambas (y respecto a los otros estadios rastreables), no ya en un simple aparato crítico, sino más bien en un anexo que comprendiera cuando menos los índices o despieces de cada libro y, a la altura correspondiente, la indicación de las variantes relativas a cada poema. Tanto una como otra solución, y en particular la segunda, habría cumplido con el requisito elemental de salvar la integridad de cada poema y de cada poemario, con la fisonomía singular con que Valverde los dio por válidos durante distintas etapas de su trayectoria, y a la vez habría permitido advertir los momentos y el sentido global de esa trayectoria. Los cuidadores, no obstante, han escogido el único camino recusable: reproducir (hablo a grandes rasgos) el contenido y la distribución de las primeras ediciones, pero dar la lectura de las posteriores para los poemas mantenidos en ellas, insertando en nota las variantes de las primeras y con voltario proceder en cuanto a usos tipográficos y otros detalles. El resultado, en consecuencia, es un texto esencialmente falso, irreal. Quien lea aquí, pongamos, Versos del domingo se encontrará con un libro que jamás ha existido, porque no es el publicado en 1954 ni el que el autor nos ofrecía en 1990, sino un tertium quid, una construcción artificial, que no tiene acomodo ni en el cielo ni en la tierra, como el alma de Garibay. No faltará quien juzgue el reparo de poca monta. Ciertamente a mí no me disuade de aconsejar al buen aficionado que se apresure a hacerse con el volumen en cuestión. Pero si es de poca monta no tratar los versos de un gran poeta por lo menos con la misma exigencia con que él los trataba, sí lo es 222 poner la improvisación donde debiera estar la crítica textual, yo, sinceramente, no sé qué es de veras importante en el dominio de la literatura. - XL La librería de Barcarrota El día de Inocentes de 1995 se hizo pública la noticia que de tiempo atrás venía corriendo más discretamente: en un desván de Barcarrota (Badajoz) había aparecido un ignoto Lazarillo de Tormes de 1554, entre una docena de libros de la primera mitad del siglo XVI ocultos detrás de un tabique. Los ejemplares salidos a la luz comprendían un brillante tratadillo de Erasmo, un par de manuales de quiromancia, un florilegio de Marot y otros poetas franceses, un panfleto contra los conversos (el famoso Alboraique) y una refutación del Corán, unas doctísimas Precationes trilingües y una archipopular oración supersticiosa, o, en fin, un manuscrito de La Cazzaria, de Antonio Vignali, diálogo del género erótico y la subespecie sodomítica. La Junta de Extremadura tuvo el buen criterio de comprar tan fascinante fondo para enriquecer el patrimonio de la región e irlo poniendo al alcance de los estudiosos en hermosos facsímiles acompañados de transcripciones y prólogos. La serie comenzó con la estrella de la colección, el Lazarillo estampado en Medina del Campo en 1554, es decir, en el mismo año que las otras tres impresiones más antiguas que conocemos, y singularmente fiel al perdido arquetipo de todas, del que lo separa una sola edición interpuesta. (Pro domo, no negaré que me encantó comprobar que además coincidía punto por punto con la portada de la princeps que un decenio antes había yo reconstruido hipotéticamente). Le siguió la pintoresca Oración de la emparedada, que los ciegos rezaban y vendían entre los devotos más modestos, y que 223 hasta la fecha no nos había dejado sino testimonios indirectos, mientras en Barcarrota se conservaba en una versión portuguesa. Las reproducciones promovidas por la Junta llegan ahora a la tercera entrega, con la obscenísima y a ratos divertida Cazzaria (de cazzo, ya se entiende), editada y traducida por Guido M. Cappelli y Elisa Ruiz con todas las exigencias de la mejor filología. A la vista de los tres excelentes facsímiles, se agudiza sin remedio la curiosidad mayor que despertó entre los letraheridos la aparente inocentada de 1995: la procedencia del acervo bibliográfico exhumado en Barcarrota. Sin remedio, digo, porque probablemente nunca llegaremos a conocerla; pero también con el consuelo relativo de una certeza: si los libros fueron a dar en el escondrijo de un sobrado fue para resguardarlos del brazo cada vez más largo de una represión ideológica cada vez más timorata. La novelería que inevitablemente acompaña a la novedad ha imaginado los ejemplares de Barcarrota como «biblioteca» y les ha fantaseado un propietario «humanista», «clérigo perseguido», «reformista», o, cómo no a veinte leguas de Llerena, «converso» (ahí, por peor nombre, alboraico) y también «alumbrado». Todos los tópicos de la contraortodoxia a la violeta han florecido en las gacetillas de prensa. El caso es que esa docena de piezas no dibuja el perfil consecuente de ningún lector, sino los dúctiles rasgos de un librero. Cuesta figurarse a un admirador español de Erasmo que se interesase por la Oración de la emparedada, a la vez que compaginaba la piedad erudita de las Precationes, la querencia hugonote de «aucuns nouveaulx poètes» y la pornografía italiana de La Cazzaria. Por el contrario, la desemejanza de temas y orientaciones, la pluralidad de lenguas y procedencias (con ventaja para los grandes centros comerciales de Lyon y Venecia), la presentación material y otros indicios hacen pensar decididamente en la parte problemática de un fondo de librería. Como los más de los títulos en cuestión se imprimieron entre 1538 y 1543 (y justamente en 1540-1541 parece documentada la presencia de Vignali en Sevilla), se diría razonable suponer que fueron importados en torno a la última fecha. 224 Las Dilucidationes de Patrizio Tricasso son de 1525, pero verosímilmente respondían al mismo interés que llevó a encargar en Venecia la Chyromantia del propio Tricasso «nuovamente revista e con somma diligentia corretta e ristampata» (1543). Junto a algún otro ítem, el providencial Lazarillo medinés (1554) se distancia demasiado de sus compañeros para presumir otra cosa sino que es una incorporación de última hora, posterior a la constitución del lote originario. Las muchas probabilidades de que la carta de Lázaro de Tormes fuera ya vedada en 1554 o 1555 nos sugieren el entorno en que pudo producirse la ocultación del conjunto. No hay necesidad, en efecto, de avanzar hasta el expurgatorio de 1559, y menos aun si se hace afirmando que «se trata de libros incluidos todos como prohibidos en el índice de Valdés» («todos, absolutamente todos», ha llegado a remacharse), pues ni siquiera un tercio está expresamente en el caso. Por otro lado, que los volúmenes de Barcarrota se hallen en su gran mayoría ausentes de ese índice y del publicado en 1551 y que provengan de más allá de los Pirineos invita a inferir que se pusieron a salvo no tanto para sustraerlos a la interdicción inquisitorial (aunque la condena del Lazarillo bien pudo urgir la resolución) cuanto para protegerlos de una confiscación que forzosamente producía molestias y pérdidas, incluso si acababa en un dictamen favorable. De hecho, en el período en que nos movemos, las medidas contra la introducción de textos presuntamente nocivos se habían convertido en una pesadilla para los libreros, que cada dos por tres se veían con las tiendas cerradas ex improviso (así lo prescribe un edicto de 1540) y obligados a entregar a los visitadores «todos los [libros] que nuevamente se hobieran impreso», no ya «en Alemania o en Inglaterra, donde hay mayor daño», sino asimismo «en otras partes», con la consiguiente imposibilidad de vender los «sospechosos (...) sin que primero sean (...) examinados por los inquisidores y personas que en esto entendieren». Por ahí, estimo que el núcleo de los ejemplares de Barcarrota proviene de las cautelas de un bibliopola dispuesto a curarse en salud quitando temporalmente de en medio las 225 obras importadas que se le antojaron más peligrosas. De la Extremadura del siglo XVI, sólo en Plasencia nos consta una cierta actividad en el comercio librario; pero mejor no descuidemos que en Cáceres se cruzaban las grandes rutas de Sevilla, por donde anduvo Vignali, y de Lisboa: subrayémoslo, porque en Portugal se cocían las mismas habas y hacia allí nos apuntan la Oración de la emparedada y el nombre de Fernão Brandão, inscrito en un amuleto que figuraba entre las páginas de la Lingua de Erasmo. El punto de vista del negociante de cortas letras, antes que del lector ilustrado, se transparenta incluso en la ocurrencia de guarecer una impugnación del islamismo -y en la versión toscana de un eficaz colaborador del Concilio de Trento...- porque en la portada se mencionaba la «setta machumetana», que a él le sonaría a los «libros de la secta de Mahoma» denunciados en el índice de 1551. Es fácil que incurriera en más de un error análogo, y, desde luego, no fue el único en cometerlo, antes bien, unos años después, un informe oficial lo daba por generalizado: «muchos [libreros], por no llevar sus libros a los inquisidores, o queman no sólo los prohibidos y que se mandan expurgar, pero aun los buenos y muy seguros, o los dan de balde o los venden por muy poco precio; y de esta manera infinitos [libros] ni se examinan ni corrigen, sino se pierden con el tiempo sin aprovecharse nadie de ellos...». En mi opinión, los ejemplares de Barcarrota tienen toda la pinta de haber salido, no de una biblioteca particular, sino de las mesas de un librero irresoluto e ignorante, que prefirió ocultar mejor que destruir las obras suspectas que hubiera debido someter a la Inquisición, y al hacerlo revolvió justos con pecadores. Sólo el azar ha querido que no se perdieran sin provecho como tantos otros. 226 - XLI «Decir el verso» Cómicos y directores repiten que ésa es siempre la cuestión mayor cuando se trata de llevar hoy a las tablas una función del Siglo de Oro. Tienen razón. Pero a los historiadores y a los filólogos nos toca recordarles que «decir el verso» es declamarlo y declararlo, cantar y contar. Las incertidumbres que provoca la métrica de Calderón llegan al extremo de hacernos preguntar si nos hallamos ante verso o ante prosa. Léanse simplemente unas líneas de No hay burlas con el amor: escuchando los ultrajes de una vil hermana, de un falso amigo, de un infame criado, una criada aleve y de un cauteloso amante. O la dicción responde aquí a la semántica, y entonces estamos acaso mas cerca de la prosa que del verso, ante una prosa pautada con ligeras armonías vocálicas, o bien responde al octosílabo y a la asonancia, y entonces el pasaje se vuelve un martilleo, y espinoso hasta las fronteras de lo ininteligible. ¿Quería Calderón que textos así sonaran a prosa o endiabladamente a verso? ¿Qué quieren hoy los directores y los actores?14 227 Don Pedro suscita dilemas tan drásticos, tan segismundianos como ése, en sus tiempos y en los nuestros. Dista de estar claro cómo captaban los espectadores coetáneos el lenguaje calderoniano, si punto por punto, analíticamente, como un discurso superior pero no distinto del cotidiano, o más bien de forma impresionista, sintéticamente, como una música (estamos en los comienzos de la zarzuela y de la ópera) que acompaña y parafrasea el movimiento escénico. En la actualidad el problema se complica y se agrava. «Hipogrifo violento, / que corriste parejas con el viento...». Cuatro siglos atrás, el «mosquetero» descifraba el principio de La vida es sueño sin necesidad de saber qué era exactamente un hipogrifo, porque el «vocablo exquisito» (Lope de Vega dixit) y el adjetivo anejo apuntaban sin más a un ser insólito y (en efecto) monstruoso, al par que el segundo verso lo situaba abiertamente en una especie animal. El público del 2000 no cuenta con tal ayuda, porque, más que no entender, malentiende la expresión correr parejas. (O cuando menos la malentienden todas las ediciones anotadas que tengo a mano, e incluso la edición crítica, pues, a juzgar por la falta de la oportuna nota, suponen que tenía antaño el mismo valor que hogaño). El caso es que «correr parejas con el viento» significaría hoy, vaga y genéricamente, 'ser comparable o semejante al viento', mientras al espectador del siglo XVII le evocaba la concreta y vivaz imagen del deporte aristocrático de las 'carreras de caballos por parejas', a veces con los dos jinetes asidos el uno al otro. En velocidad y en brío, pues, el hipogrifo de marras ha competido con el mismísimo viento. Sí, la cuestión es «decir el verso». Pero todo. 228 - XLII «Ovallejo» Entre tanto pandemonio, Antonio, el teatro verdadero, Buero, no es nunca nuevo ni viejo, Vallejo. Será, tal buen vino, añejo; fresco, fruto por cortar, o sin tiempo, como el mar, Antonio Buero Vallejo. - XLIII Quién escribía y quién no Una. En el portal de la casa madrileña del protagonista de Miau, «había un memorialista» cuya multiplicidad de ocupaciones «se declaraba en manuscrito cartel»: «CASAMIENTOS. -Se andan los pasos de la Vicaría con prontitud y economía. DONCELLAS. -Se proporcionan. MOZOS DE COMEDOR. -Se facilitan. COCINERAS. -Se procuran. PROFESOR DE ACORDEÓN. -Se recomienda. NOTA. -Hay escritorio reservado para señoras». Dos. Guzmán de Alfarache encontró en el Rastro «unas coplas viejas, que a medio tono, como las iba leyendo, las iba cantando». El menestral que lo había contratado volvió la cabeza «y sonriéndose dijo: -"¡Válgate la maldición, maltrapillo! ¿Y leer sabes?" Respondile: -"Y muy mejor escribir". Luego me rogó que le enseñase a hacer una firma y que me lo pagaría», porque -explica el buen hombre- «salgo a negocios que me da Fulano, mi señor», y «querría siquiera saber firmar, por no decir que no sé cuando se ofrezca». 229 Tres Presagia el juglar que al cerro «que es sobre Mont Real» y desde donde Rodrigo Díaz ha sometido el valle del Jiloca, «mientras que sea de moros e de la yente cristiana, / "el Poyo de Mio Cid" así l' dirán por carta». Quien no esté familiarizado con los trabajos de Armando Petrucci tampoco acabará de entender a derechas esas tres viñetas de la literatura y de la vida española. El memorialista de Galdós condensa deliciosamente el fenómeno de la «escritura expuesta», que puja por abrir a otras clases un espacio acotado por los poderosos, y al tiempo concreta la «delegación de escritura» inevitable cuando la presencia pública de lo escrito desborda con creces el nivel de alfabetización. El relato del pícaro ilustra además la tipología de la cultura popular y la morfología de la lectura: Guzmán no lee en ninguna biblioteca, sino en la calle, de camino, en un pliego suelto, la forma de libro más elemental, y no sabe enfrentarse con las «coplas viejas» sin mantener su oralidad primaria, tarareándolas. En el Mio Cid, en fin, la «carta», el pergamino, se reserva para el sacrosanto reparto del botín o para las disposiciones reales «fuertemientre selladas» (donde el sello importa tanto como el texto, porque se trata de mostrar quién manda): que el nombre de Rodrigo llegue a la escritura significa que ha entrado para siempre en un ámbito y una jerarquía inasequibles al modesto poeta del Cantar. La compilación de estudios de Armando Petrucci recién aparecida en español (Alfabetismo, escritura, sociedad, Barcelona, Gedisa, 1999) depara a cada paso claves de comprensión que iluminan decisivamente «cómo se han transformado y aún se transforman las percepciones y las prácticas de la escritura», siguiendo a la vez tres direcciones que con demasiada frecuencia se toman una a una: «la historia del libro y, más en general, de los objetos manuscritos o impresos; la historia de las normas, de las capacidades y de los usos de la escritura, y la historia de las maneras de leer» (no sé decirlo mejor que el lucidísimo prologo de R. Chartier y J. Hébrard). El autor es en origen paleógrafo y diplomatista, pero en lugar de contentarse -digamos- con clasificar abreviaturas pronto prefirió preguntarse sistemáticamente «quién escribía 230 y quién no» en otras épocas, «por qué lo hacía y para quién». De ahí los polos entre los cuales se mueve su vasta e imprescindible aportación intelectual: de la forma, de la materialidad de lo escrito, a su función y su alcance en la trama global de la historia. Los diecisiete ensayos de Alfabetismo, escritura, sociedad no se limitan a ofrecer un tesoro de datos y análisis profundamente significativos de suyo: descubren categorías nuevas para el entendimiento de la Edad Media y del Renacimiento, y nos las proponen, con ejemplar oportunidad, para nuestro propio mundo. No dudemos en contar a Armando Petrucci entre los grandes renovadores de la historiografía europea. - XLIV ¡Vivan las caenas! La flamante Ortografía de la Real Academia Española pudo haber sido la primera del siglo XXI y ha parado en la última del XIX. A veces, quizá para bien. No es poco significativo que el primer párrafo del bendito breviario se conforme con dejar constancia, sin más, de que «el abecedario español quedó fijado, en 1803, en veintinueve letras». El incauto inferirá maquinalmente que así se determinó en 1803 (en el Diccionario de la casa, expliquémoslo) y así es y seguirá siendo in aeternum, sin pasársele por la cabeza que sólo figurada o abusivamente puede hablarse de un «abecedario español» (nuestra lengua se vale del alfabeto latino) y que para alcanzar los veintinueve ítem que la Ortografía enumera a continuación hay que contar como letras los grupos ch y ll, pero no (pongamos) rr, y además ordenar el conjunto como en el mentado párrafo y en los tiempos de marras, y no según el criterio que acto seguido se prescribe, con ch entre ce y ci, etc., etc. 231 Claro está, sin embargo, que los autores se guardan mucho de defender la existencia de un «abecedario español» de «veintinueve letras», y no pasan de mencionar el dato de que tal se afirmó bajo Carlos IV (amén de explotar las posibilidades anfibológicas de la frase quedó fijado). Todo son, pues, mentiras piadosas: la referencia al famoso 1803 sirve como cortina de humo para amagar y no dar que las cosas continúan igual que siempre, y por tanto no debe alarmarse ninguna academia centroamericana, ni siquiera si en adelante la alfabetización de ch y ll se doblega a las exigencias del imperialismo yankee. Estamos a principios del siglo XIX, pero, insisto, quizá, probablemente, para bien: salvar un cisma bien vale una risa. La ortografía de las lenguas es terreno convencional por excelencia, y la Real Academia obra sabiamente aprovechando la bula que también disfrutan otras instituciones. El Tribunal Constitucional, por ejemplo, la tiene para prevaricar con oportunidad. No se trata de dictar sentencias acordes con el derecho, la razón o el sentimiento, sino de poner un límite a los litigios, una última instancia. Una ley no dice lo que diga, sino lo que el Tribunal dice que dice; no importa el contenido de una regla, sino que la Academia la establezca. Justamente por ello no tiene demasiado sentido afearle las inconsecuencias que fácilmente se espigan en la Ortografía (y que a menudo no se podrían sanar sino a costa de otras equiparables) , y sí es comprensible que se la tache más bien de manga ancha. Cabe debatir hasta la ronquera si es congruente decretar que en los monosílabos no hay hiatos, «aunque la pronunciación así parezca indicarlo, sino diptongos y triptongos», y por ende eximirlos o no de tilde. Pero la opción entre fie y fié, riais y riáis, guion y guión, no puede librarse al albur de que «quien escribe» perciba o no «nítidamente el hiato» y considere o no «bisílabas palabras como las mencionadas». Si una cuestión como ésa queda al arbitrio individual, se está abriendo paso a la legitimación de susieá, etreya y acabao. En la duda, hay que preferir la incongruencia al desorden. Pasando de Carlos IV a Fernando VII, garrapatearemos en la tapia: «¡Vivan las caenas!». Un cierto liberalismo no es el único pecado decimonónico de la Ortografía. El espíritu ochocentista sopla desde el mismísimo 232 comienzo: «la escritura española representa la lengua hablada por medio de letras y otros signos gráficos». Tampoco diré que en absoluto, pero la escritura no es fundamentalmente una representación de «la lengua hablada» (de hecho, ninguna producción oral se deja duplicar en la escritura), sino un sistema autónomo, con entidad, medios y alcance propios. Con todo, tan tenazmente como el espectro de la oralidad, vaga por el epítome académico el fantasma del manuscrito. Uno creería que la forma normal de escribir es con pluma, tinta y salvadera, no en la pantalla del ordenador y para llegar al impreso de un tipo o de otro. De ahí, por caso, que el peregrino capítulo sobre la puntuación malgaste varias páginas en las comillas, y no traiga ni un apartado sobre la cursiva (alguna vez aludida en nota a remolque del subrayado...). Pero una buena Ortografía española debe ser hoy en gran medida una ortotipografía, un código donde todos los factores de la escritura se potencien mutuamente a beneficio de la eficacia y de la elegancia. En lugar de censurar en falso el logotipo de la Telefónica, por una vez acertado, ¿no sería mejor dedicar un capítulo cabal que sirviera de guía a grafistas y otros descarriados? La atención a la nueva realidad de la escritura abrirá un día la Ortografía académica al siglo XXI. - XLV Del fragmento (fragmento) Es argüible que la grandeza de los clásicos se aprecia de maravilla en la medida del fragmento. Los románticos tenían la certeza de querer decir algo que ignoraban, y salían del paso cultivando el fragmento por el fragmento, al estilo del inmortal sobrino de Mesonero, que se echó al ruedo de las letras rasguñando «unas cuantas docenas de fragmentos en prosa poética», y «todos empezaban con 233 puntos suspensivos» y llevaban «títulos tan incompresibles y vagos como ellos mismos, verbigracia, ¡¡¡Qué será!!!, ¡¡¡...No...!!!, ¡Más allá...!, Puede ser, ¿Cuándo?, ¡Acaso...!». En el fragmento puro del romanticismo están la quintaesencia de la Sehnsucht, del anhelo insatisfecho porque no se sabía con qué diantres satisfacerlo, y una conspicua confirmación de que comúnmente los románticos eran tontos de capirote. El romancero castellano descubrió la ilimitada fuerza sugestiva de la narración trunca. ¿Quién es el prisionero sin nombre que no adivina cuándo es de día ni cuándo de noche, sino por una avecilla que le cantaba al albor y que un ballestero le ha matado? Es probable que en el siglo XIII nadie dejara de reconocerlo como el héroe de un cantar de gesta que daría cuenta cabal de por qué estaba entre hierros y cómo logró romperlos. Pero la memoria del poema épico se desvaneció a no tardar, y desde entonces, hasta hoy, el romance, como tantos otros, ha sido un fragmento sin principio ni fin: no ya «tranche de vie» o «parte de una historia», sino vida e historia cuyo sentido es su fugacidad y su misma inconclusión. (¡Ah, Chéjov!) Es difícil no caer en la fascinación del palimpsesto sólo a trechos legible y del texto conservado a pedazos, como en el caso de los líricos griegos arcaicos. Ezra Pound la sintió hasta el remedo en algunas de las piezas más breves de Lustra. Por ejemplo en «Papiro»: Primavera... Demasiado tiempo... Gonguila... Gonguila era una de las chicas de Safo. «Así, pues -lo explicó bien Gilbert Highet, hoy tan aturdidamente olvidado-, lo que Pound ha hecho es escribir cuatro palabras en que se trasluce un poco de los sentimientos de Safo por la naturaleza, un poco de sus apasionadas añoranzas y el nombre de una 234 muchacha a quien amaba. Pound ha creado un fragmento de un poema que Safo misma pudo haber escrito». Es el fragmento al cuadrado. Pero justamente los clásicos no son escritores de fragmentos, sino, por excelencia, arquitectos de construcciones macizas, sólidamente rematadas, donde tout se tient. ¿Por qué, entonces, le parece a uno razonable defender que se llevan tan bien con una lectura a fragmentos? Un clásico lo es porque no se lee tanto cuanto se relee, individual y colectivamente. Tras el deslumbramiento del primer encuentro, el buen lector individual vuelve una y otra vez sobre el libro, pero ya con la querencia de tal o cual episodio, de tal o cual momento..., episodio y momento que lo llevan a otros con los que establece vínculos más o menos inteligibles y que de uno o de otro modo van empujándolo a recorrer grandes tramos de la obra según un itinerario personal. Colectivamente, cada época relee también a los clásicos partiendo de interpretaciones que niega o sólo acepta a medias, para alcanzar otras nuevas que a su vez se cifran en una nueva selección de fragmentos preferidos: las escenas del Quijote con que los contemporáneos «reventaban de risa» (lo atestigua el propio Cervantes) son las mismas que atormentaban a Heine y entristecían a Azorín. El clásico vive en la memoria, y puede y aun pide ser revisitado, libérrimamente, a fragmentos. Pero, por otro lado, pocos caminos a los clásicos mejores que el fragmento. Los valientes, tenaces, admirados colegas que enseñan en los institutos tienden hoy a exigir que los alumnos lean los libros de cabo a rabo. Comprendo la reacción, frente a la pamplina de los morceaux choisis. Con todo, de mí sé decir que si algo me ganó para la literatura fue la excelente antología (¿del Padre Ramón Castelltort? Pedro José Gimferrer lo sabrá) que hacía juego con el manual de la asignatura, en el penúltimo bachillerato de los años cincuenta. No recuerdo que la usáramos en clase, pero quizá por eso yo mataba con ella buena parte de las horas de estudio, y en ella se me abrieron tantas puertas, que todavía no me he resignado a no franquear cumplidamente sino unas cuantas. 235 Pues ¿cómo podría ser que una obra cuyos logros plurales le han asegurado la condición de clásica no mostrara en el fragmento virtudes y atractivos que inviten al conjunto? Apostaré que quien comience haciendo zapping en los clásicos acabará releyéndolos, enteros, de fragmento en fragmento. - XLVI Memoria y deseo «Mixing memory and desire...». Los versos de T. S. Eliot que abren Beatus ille podrían haberse puesto también al frente de El jinete polaco, porque de una a otra novela (1986, 1991), y aun a Plenilunio y Sefarad (1997, 2000), la reconciliación, la alianza de la memoria y el deseo presiden en medida importante la aventura literaria, el proyecto intelectual y la esperanza civil de Antonio Muñoz Molina (Úbeda, 1956). El jinete polaco lo ilustra de manera cabal. No cometeré la rufianería de adelantar al lector nada que le hurte siquiera una brizna de los buenos ratos que el libro ha de depararle: tiene derecho a la emoción de verse en la piel y mirar con los ojos de los personajes, rendirse sin resistencia a la fascinación de la intriga, hallar por sí mismo respuestas a los interrogantes que la narración gradúa con destreza. Pero no creo quitarle nada si digo que la novela cuenta sustancialmente el proceso a través del cual los protagonistas reconstruyen un pasado que les había sido encubierto, que desean rescatar y que al cabo recuperan como memoria, como parte ineludible de su identidad. Ese pasado, cuya palpable dimensión social no merma la individualidad de experiencias y peripecias de los personajes, dibujados tan sabrosamente como los lugares, se centra sobre todo en los días de la Segunda República y de la guerra de España, se alberga en particular en los más nobles ideales e ilusiones que centellearon entonces, y va asomando por entre la 236 umbría de los años triunfales, del Año de la Victoria y otros mal llamados años, pero asimismo en contraste con las decepciones e incertidumbres de fechas cercanas. Por ahí, El jinete polaco, al igual que no pocas otras páginas de Muñoz Molina, se conforma como una exploración en busca del tiempo robado, al modo de un thriller en que pronto queda claro quién es el criminal, mientras el problema está en dar con el cuerpo del delito. Nuestro Jinete no marcha sin embargo por las sendas distintivas de la ficción policíaca: en aspectos primordiales es más bien una historia de amor. Incluso en la anécdota argumental, la indagación del ayer arranca de un encuentro amoroso: para Manuel y Nadia, descubrir el pasado que en tantos puntos comparten no es cosa distinta de descubrirse mutuamente, el mismo deseo los arrastra a la memoria y a los brazos del otro, y la retrospección culmina (lo sabemos desde las primeras líneas) en una apasionada consumación. Casi por principio, esa materia y ese diseño son de suyo novelescos, ya que nada lo es más que el motivo de la búsqueda, con los zigzagueos en el camino hacia una meta tan soñada como desconocida, con los peligros del viaje por tierras inciertas, de suerte que la atención de quien sigue la fábula se mantenga siempre en vilo. La atención y la complicidad, porque el narrador (y protagonista) convierte al lector en colaborador necesario en la creación del relato: al ir mostrándonos paulatinamente fragmentos de sucesos y siluetas de personajes que no nos revelará con plenitud hasta más adelante, nos despierta el deseo de saber más sobre ellos; y así, en el momento de presentárnoslos puntualmente, la satisfacción de esa curiosidad se nos confunde con la memoria de haberlos ya entrevisto antes. Narrador y lector se implican, pues, simétricamente en una averiguación que constituye la médula misma del tema y de la trama, entre deseo y memoria. Si no son, por supuesto, mañas inéditas en la novela contemporánea, Muñoz Molina las pone en juego con una naturalidad y un dominio impecables, sin pretensión alguna de exhibirlas, pero sí a ciencia y conciencia. Los frutos del talento, obvios, van de la mano con los más discretos del estudio. El escritor lo ha fabulado unas veces, y otras, especialmente en un capítulo fundamental 237 del volumen de ensayos Pura alegría, lo ha descrito con pelos y señales: «La victoria franquista (...) no sólo abolió (...) nuestro derecho al porvenir, sino también nuestro derecho al pasado», dejándonos en «la imposibilidad de acceder sin dificultades al gran archivo de la memoria colectiva que es una tradición y de establecer un diálogo creativo con ella. (...) El pasado era embustero, desconocido o repugnante: algunos de nosotros hemos dedicado una parte de las mejores energías de nuestra vida adulta a reconstituir otro pasado, a inventarlo, del mismo modo que a falta de una tradición literaria hemos tenido que inventárnosla, y en los mismos tiempos en que todos nosotros estamos intentando inventar un país». Por ende, la tradición que se le había negado ha tenido que ganársela Muñoz Molina en un itinerario de lecturas largo, sin duda desordenado, según debe ser, y a todas luces gustoso. Como un personaje de sí mismo («de te fabula narratur»), se ha reconstruido la memoria literaria que le pedía el deseo: un espacio sin fronteras nacionales donde conviven los modernos y los clásicos (con el Quijote en vanguardia), William Faulkner, Stendhal, Vargas Llosa, Ariosto, Julio Verne y Marsé. La recuperación del pasado no se da sin la conquista de los instrumentos para contarlo: antes de nada, la lengua, una prosa verdadera, modelada desde dentro, desde los contenidos, no impuesta por la imitación ni por los sonsonetes; en seguida, el oficio, la artesanía que encauza hacia el gran arte. Le oíamos hace un momento que ese aprendizaje lo hizo al tiempo que intentaba, con muchos, «inventar un país». De hecho, como he apuntado, la aventura literaria y la esperanza civil son para Muñoz Molina dos caras de un solo proyecto intelectual. En la literatura y en la vida, la memoria se le ofrecía como una desembocadura del deseo, y ha concebido el hoy y el mañana de la vida española con la misma heterogeneidad y apertura que el pasado literario que tan libre y concienzudamente se ha fabricado. No es parcialidad de escritor ni voluntarismo gratuito. La memoria laboriosamente redimida lo ha llevado a reivindicar con tenacidad los decenios de «la universalización de España que culminan en la II República» y (con mayúsculas de respeto, no administrativas) «el hermoso 238 ideal republicano de la Instrucción Pública». Pero, pedagogos (quiéralo Dios) aparte, ¿cómo podría la buena literatura, es decir, el mejor lenguaje y la realidad más en limpio, no residir en el propio meollo de una educación digna del nombre? El jinete polaco tiene probablemente un final feliz. (Decídalo el lector: cierto que ahora sí se lo anticipo, pero tampoco le costará encontrarlo, porque está justo en la puerta de entrada de la novela). Podemos entenderlo como una manera de cerrar con signo positivo el círculo del deseo y la memoria. En cualquier caso, no podemos no admirar la perfecta articulación de la poética y el pensamiento de Muñoz Molina (cuando menos, del primer Muñoz Molina, hasta 1991), ni, desde luego, la excepcional calidad de su cristalización novelesca. Porque claro está que para disfrutarla no es preciso suscribir los planteamientos de Antonio: incluso quien no los comparta ni siquiera en parte (y de mí sé decir que asiento a los diagnósticos y veo las soluciones con infinita simpatía, pero no tengo la menor confianza en la naturaleza ni en la historia, y más que la norma del ciudadano siento mía la ética del delincuente común) difícilmente puede no asumirlos como ficción mientras permanece bajo el hechizo de la lectura. - XLVII Yerros de imprenta Andrés Trapiello (desde aquí, AT, o simplemente Andrés), rancio amigo mío y cómplice en más de una diablura, es poeta de Premio Nacional, y sobre todo, en los últimos diez años y un día, para los reincidentes entre quienes me cuento, irrestañable memorialista de un Salón de pasos perdidos que «no tiene nada que decir y lo repite incansablemente» (la cita procede de mi Historia y crítica de la literatura española). La fantasía creativa de la lírica, la libre subjetividad del diario y el extravío de los pasos se le han contagiado ahora 239 a un grácil articulito (La Vanguardia, «Libros», 9 de noviembre del 2001) en que aspira a refutar la presunta «teoría» de un servidor de acuerdo con la cual «la princeps del Quijote» no fue compuesta tipográficamente siguiendo el orden natural de lectura, sino «deslindando previamente en el manuscrito las porciones que iban a corresponder a las cuatro páginas no seguidas que se repartían en cada una de las caras de los pliegos impresos». De manera que, por ejemplo, en un pliego en cuarto, es decir, de ocho planas, había que componer por un lado las que hoy se numerarían como 1, 4, 5 y 8, y por otro lado, independientemente, las complementarias 2, 3, 6 y 7. AT, repito, opina que se trata de una «teoría» elucubrada por mí para entender «las muchísimas erratas y errores» que se deslizaron en «la princeps del Quijote». No es así, en absoluto: se trata de una descripción del modo regular de componer cualquier libro durante el Siglo de Oro. No sólo «la princeps»,tanto de la Primera como de la Segunda parte, sino todas las ediciones del Quijote y, con excepciones despreciables, todas las ediciones de todas las obras de la época. No es cosa de entrar aquí en detalles sobre esa técnica de composición (la composición por formas) ni sobre las razones (escasez de tipos, coordinación del trabajo entre cajistas y prensistas, proporción de costes...) que la generalizaron en la mayoría de los talleres europeos hasta el mismo Setecientos, durante el entero período de la imprenta manual. Las presentes líneas quieren más bien vindicar la responsabilidad del filólogo, la Habilidad del experto (siento ahuecar la voz), frente al atropellamiento con que aficionados e intrusos, careciendo de los conocimientos elementales al propósito, pretenden opinar sobre cuestiones ecdóticas, en especial cuando tienen que ver con el Quijote15. Pues, en efecto, negar la «teoría» que se me atribuye para «la princeps del Quijote», y que a decir verdad es lisa y llanamente 240 la práctica universal hacia 1600, no puede tener otro fundamento que una radical falta de noticias sobre la imprenta antigua -y acaso la especulación abusiva a partir de ciertos usos de la imprenta mecánica de días más recientes. Para sugerirlo con un paralelo: AT se lanza a explicar «la princeps del Quijote»como el patrón de lancha que se pregunta con qué ayudas empezó a navegar Cristóbal Colón y se responde a sí mismo, por las buenas, que lo razonable es que lo hiciera con cartas náuticas provistas de graduación de latitud y longitud e indicaciones batimétricas..., sin haberse enterado de que en el siglo XV se mareaba por astrolabio, cuadrante y rosa de los vientos. En suma: la alianza de ignorancia y anacronismo se convierte en criterio histórico para determinar la realidad de unos hechos. El bueno de Andrés dice haberse asesorado «con dos viejos tipógrafos». A poca gente respeto más que a esos supervivientes de una especie extinguida, que tanto del oficio pueden enseñarnos, incluidas las tretas para remedar los diseños de Litoral o las revistas de JRJ. Pero para informarse sobre los tiempos de Cervantes a quienes ha de recurrirse no es a los «viejos tipógrafos», sino a los tipógrafos de nuestra edad clásica. Tal Alonso Víctor de Paredes, cuya declaración expresa, asentada en una larguísima experiencia y completada con lujo de pormenores, es rotunda: «Si se hacen libros de a cuarto, que casi siempre son de a dos [vale decir, de dos pliegos conjugados en un cuaderno, como en todos los Quijotes de entonces], no parece puede haber fundiciones [o sea, surtidos de tipos] suficientes para que se deje de contar». Como por otra parte ha de recurrirse, claro está, a las autoridades o cuando menos a los manuales pertinentes. Y hace ya decenios que historiadores y bibliógrafos han dejado de sobras establecido que en la Europa de los siglos XVI y XVII (por no venir más acá) el método habitual de la imprenta fue la composición por formas, y únicamente se echó mano de otros, y sólo a partir de un determinado momento, en oficinas tan singulares como la plantiniana. ¿Ha saludado AT los estudios de Hinman, Bowers, Gaskell, Fay, Tanselle, Chartier, Trovato, o, entre hispanistas, Cruickshank 241 o Hunter? Pues todos ellos concuerdan con el dictamen de un maestro más cercano, cuyo nombre, Jaime Moll, debiera sonarle: «Como en las imprentas no hay habitualmente tipos suficientes no ya para componer toda la obra sino para mantener compuestas varias formas, y, por otra parte, existe un ritmo de trabajo entre el componedor y la prensa, se van componiendo las páginas correspondientes a una cara del pliego y posteriormente las de la otra cara. Para ello es preciso contar el original, o sea marcar en él lo que ocupará cada página». En uno de los almuerzos a que suelo invitarlo en un inapreciable restaurante vecino a su casa, juraría haber enriquecido a Andrés con algunas monografías sobre la materia, aunque sin llegar a tiempo de regalarle una aportación ahora esencial: Imprenta y crítica textual en el Siglo de Oro (CECE y Universidad de Valladolid, 2000). Como sea, para colgarme una supuesta «teoría» a cuenta de «la princeps del Quijote», y para sus propias cavilaciones al respecto, no parece contar con otra fuente que la «Historia del texto» inserta en el prólogo a la edición que me confió el Instituto Cervantes (Barcelona, Crítica, 1998, y reimpresiones revisadas: «Biblioteca clásica», 20). Ahí, en unas pocas páginas, esbocé el proceso de fabricación del Quijote de 1604 (pero ya con fecha de 1605) en la vieja imprenta de Pedro Madrigal; y, siempre en parco resumen, concreté algunas minucias y añadí algunas pinceladas anecdóticas que, dada la envergadura del libro en juego, se me siguen antojando interesantes o curiosas. Cada una de esas precisiones mías le despierta a Andrés «una duda o un recelo» que me plantea en forma de seis preguntas retóricas. Retóricas, digo, porque, a todas luces, las juzga de imposible respuesta: a costa de implicar por ende, también a todas luces involuntariamente, que las precisiones de marras son pura invención de quien las firma (mía, vaya). Para persuadir a mi entrañable amigo de las ventajas y las bondades del estudio, o, en otros términos, para convencerlo de que uno no debe hablar de lo que no sabe, voy a contestarle ahora las seis preguntas. Lo haré con el mayor laconismo, 242 pero con la tranquilidad de habérselas satisfecho por extenso en publicaciones de las llamadas «científicas» (notablemente, en el Bulletin Hispanique de hace un par de años) que para los más se pierden en las lagunas de su ignorancia. Conque decía yo que en la preparación tipográfica del manuscrito «el primer paso correspondía al corrector»; y salta Andrés: (1) «¿Dónde se dice que en la imprenta de Cuesta había corrector?». Mira, Andrés: el corrector sólo faltaba en los talleres minúsculos, mientras era imprescindible incluso en los medianos, no digamos en uno de las dimensiones del que había sido de Pedro Madrigal, que heredó la viuda, María Rodríguez de Rivalde, y entre 1599 y 1607 fue regentado por Juan de la Cuesta. Y si AT hubiera entrevisto los documentos cervantinos publicados por Pérez Pastor y saqueados por Astrana Marín (de quien emanan la sólita biografía y los suspiros que hinchen Las vidas de Miguel de Cervantes), habría tenido que tropezarse con «Juan Álvarez, corrector», al que la Rivalde adeudaba ciento cuatro reales. Seguía yo indicando que el Ingenioso hidalgo fue obra de «no menos de tres componedores». Aquí de AT: (2) «¿Por qué no menos de tres operarios?». Los «operarios» (sic) serían desde luego más, porque en 1604 Cuesta lidiaba con veinte (AT: (3) «¿Existen contratos de Cuesta de ese año», etc., etc. FR: Sí, hijo), y una imprenta española aceptable solía tener entre tres y cinco por prensa. Pero los componedores no pudieron ser menos de tres, porque, informados como estamos de la producción normal y la máxima posible en los cajistas de la época, sólo un mínimo de tres podía rematar el primer Quijote entre los límites extremos del 26 de septiembre (privilegio) y el 1 de diciembre (fe de erratas). Puntualizaba yo todavía, para darle algún colorcillo, que en esos dos meses los componedores (no digo los otros «operarios» tipógrafos, objeto igualmente de graves reflexiones teológicas) quizá trajinaran «incluso en las fiestas, a condición de oír misa». «Convendremos -ni duda ni recela AT- en que es extraño ese "a condición..." (4) ¿Le consta a Rico que sólo si oían misa podían obtener la dispensa para trabajar en 243 domingo, y que tales dispensas eran frecuentes?». Pues, Señor, uno no tiene pretensiones de novelista, y no lo diría si no le constara: desde Nebrija a Campomanes, y por los testimonios más explícitos, manuscritos e impresos. En fin, señalaba yo asimismo que la confección del volumen se hizo «con una cadencia de pliego y medio diario» y con una probable tirada de mil quinientos o mil setecientos cincuenta ejemplares. De donde Andrés: (5) «¿Por qué la cadencia fue de pliego y medio diario, y no de más o de menos? (6) ¿Por qué hay que pensar en mil quinientos ejemplares mejor que en mil seiscientos cincuenta o en dos mil?». Con mi paciente elucidación: porque los ochenta pliegos del volumen a lo largo de los dos meses menguados de que se dispuso vienen a dar justamente un pliego y medio al día, que, por otro lado, era el compás fijado en los contratos para los libros que urgían; y porque la misma urgencia de ese plazo apunta que el Quijote prometía óptimas ventas y que, por tanto, es verosímil que se imprimieran más de los mil cien ejemplares usuales cuando el ritmo era de pliego y medio al día (y no deja de ser orientador que para la segunda edición, ya a comienzos de 1605, se previera tirar exactamente mil ochocientos siete cuerpos de libro). He ahí la sumaria respuesta a las seis preguntas de AT. Las seis tienen un común denominador: todas nacen de un profundo desconocimiento, general de cómo se hacía un libro en la imprenta de los primeros siglos y particular de los progresos de la filología (¡no se confunda con el cervantismo!) en torno al Quijote. Porque todas estaban a su vez contestadas, argüidas, documentadas e ilustradas en la bibliografía corriente. He dicho arriba que escribía para vindicar la responsabilidad del experto. Se comprenderá que no me haya entretenido en exponer debidamente en qué consiste la composición por formas, en desvanecer los numerosos errores y resbalones de AT, ni en enjuiciar las cábalas que funda en la pura adivinación, no ya sin datos, sino contra los datos. Cuando un audaz reportero me conmina a opinar sobre la tesis del doctor Fulano, que atribuye a «El Greco» el Quijote de Avellaneda, o 244 del abogado Mengano, según el cual el Lazarillo tuvo una primera redacción en verso, a veces me contento con inquirir a mi vez si el periodista confiaría su salud o su pleito a un historiador de la literatura. El quehacer del filólogo discurre en dos ámbitos, uno especializado y otro abierto. No todos los ajetreos del primero se hacen ostensibles en el segundo, pero todos desembocan en él, en tanto en definitiva todos miran a poner en limpio y en claro, también para todos, el texto de los clásicos. En ocasiones, no obstante, conviene airear un poco las menudencias del ámbito especializado, para que el lector de buen sentido vaya acostumbrándose a distinguir el trabajo serio y las ocurrencias del «ignorante hablador (...) sin tiento y sin (...) discurso» (Quijote, II, 3). - XLVIII Epitafio ex abrupto para C. J. C. De mal genio vaporoso, con un pronto genital, fuiste, sin falla, genial y, mil veces, generoso. Puedes marcharte orgulloso de haber ahormado a tu hechura la literatura pura con las mugres de posguerra. Leve te sea la tierra, piadosa la sepultura. 245 - XLIX Notas al pie Filología y vanguardia Del tesoro de noticias y documentos que contiene el libro de Diego Catalán puede dar idea una sola de sus láminas: la reproducción de un romance oído en la plaza de la Mariana y transcrito de puño y letra, con lapiceros de color, por Federico García Lorca, cuando en 1920 sirvió de guía a don Ramón y a su hija por los barrios gitanos de Granada16. No se trata de una mera curiosidad: como a otros propósitos muchos materiales del libro, es una auténtica clave para entender la literatura española del siglo pasado. El interés romántico por la poesía popular, de Augusto Ferrán a Machado padre, se puso con Menéndez Pidal a la altura de las circunstancias que marcaba el positivismo y alentaba la Institución Libre de Enseñanza. En 1919, don Ramón inauguraba el curso en el Ateneo de Madrid con una conferencia sobre «La primitiva poesía lírica española». En ella no sólo hacía aflorar el Guadiana de las coplas y villancicos que contrapuntearon todos los aspectos de la vida en la Castilla medieval, sino que invitaba «a nuestros eximios poetas españoles» a arrimarse a esa tradición «con audacia renovadora de lo viejo». El encuentro de Pidal y García Lorca en Granada es un excelente indicio de que la invitación fue oída y atendida donde debía: no hay sino que evocar el Romancero gitano. Otro síntoma: unos meses después, Dámaso Alonso descubre a Rafael Alberti el manantial de Gil Vicente y los viejos cancioneros musicales, y el gaditano comienza a escribir poemas 246 del corte medieval de «Mi corza, buen amigo, / mi corza blanca...», los poemas que un jurado presidido por don Ramón, junto a Machado y Miró, distinguió con el Premio Nacional de Literatura. Los ejemplos se dejarían multiplicar (y cambiar de tercio: hasta las travesías peninsulares de Ezra Pound). Pero basta un par de nombres para tener la certeza de que la alianza de tradición y vanguardia, de inspiraciones populares y clásicas, que singularizó a la poesía española en el marco de la literatura europea contemporánea, forma parte también del legado de Menéndez Pidal. Reflujos de la historia En el uso más frecuente de la palabra, vale decir, en los programas de enseñanza o al principio de un título, se entiende por "historia" la fabricación de una presunta genealogía para un presente y, en especial, con vistas a un futuro. Nadie debe escandalizarse, pues, de la gigantesca distancia que separa y opone diametralmente El pensamiento de Cervantes y España en su historia. En el primero (1925), Américo Castro acentuaba las posibles dimensiones laicas, racionalistas y liberales de Cervantes, para situarlo en una de las órbitas esenciales de la modernidad y por ahí postular un ayer y un mañana de España resueltamente europeos. En la segunda (1948), proponía una perdurable «identidad del pueblo» hispano fraguada en la convivencia medieval de tres religiones y en la posterior tensión entre cristianos viejos y nuevos, en circunstancias extrañas a la remota Europa. A presentes diversos correspondían, legítimamente, pasados diversos. Por desgracia, en la Obra reunida cuya publicación ha comenzado la meritoria Trotta, El pensamiento de Cervantes no figura en la congruente edición de 1925, sino en la híbrida de 1972, donde don Américo intentaba salvar lo salvable de 1925 con cortes y retoques tan singulares, por ejemplo, como los que convierten «Análisis del sujeto y crítica de la realidad» 247 en nada menos que «[El quién de la expresión] y crítica de la realidad [expresada]», sin ahorrar un corchete. Don Américo tenía todo el derecho a actuar así, pero al editor le tocaba imprimir las versiones de 1925 y 1972 como obras distintas o bien registrar las variantes en un aparato crítico. Procediendo como se ha hecho queda inaccesible un estudio en su día fundamental, e incomprensible su tardío rifacimento. En los comentarios sobre LTI. La lengua del Tercer Reich (Barcelona, Minúscula, 2002 en soberbia traducción de A. Kovacsics), no veo que nadie recuerde que en los años veinte Víctor Klemperer fue el autor de un par de trabajos que negaban con brío la existencia de un Renacimiento peninsular y la pertenencia de la España contemporánea a la civilización europea, anticipando casi todas las tesis de España en su historia, por más que Castro replicara entonces en bien otro sentido. En nuestro contexto, vale la pena citar cuando menos el epílogo de LTI, con la duda de Klemperer después de la tragedia: «¿No había pensado yo también, con demasiada frecuencia tal vez, en EL alemán y EL francés, en vez de tener en cuenta la diversidad de los alemanes y los franceses?». Con denominación de origen A ningún aficionado al rioja se le ocurrirá comprarlo a granel en un almacén de barrio: lo buscará embotellado con todas las garantías de bodega, variedad, cosecha. No son pocos, en cambio, los catadores de literatura que no le hacen ascos a un libro sin etiqueta ni denominación de origen, cuando un texto estragado es más peligroso que un tinto del montón. Una obra de alguna ambición literaria jamás debiera reimprimirse sin una declaración solvente de procedencia, para indicar cuando menos qué edición se ha seguido y quién avala el contenido. No se salvan de la regla los libros contemporáneos publicados siempre por la misma casa. Nada sigue corriendo «estropeada por las omisiones, los trueques léxicos, la fusión de párrafos y otras secuelas del largo descuido» (Domingo Rodenas). ¿O bastará decir (por revelación del 248 autor) que llevamos años leyendo El Jarama con catalanismos (del tipógrafo)? Es, pues, una estupenda noticia la aparición de la Obra completa (Madrid, Espasa, 2002) de Valle-Inclán en unos textos dignos y responsables. Estamos todavía lejos del ideal, de la serie de ediciones críticas que reclama tan formidable orfebre del lenguaje. Por otro lado, hemos de ser conscientes de que una edición "definitiva" no la tendremos nunca, porque en muchos pasajes nunca sabremos cuál de las diversas redacciones representa la voluntad final del escritor. (Un caso típico son las variantes inducidas por razones tipográficas: ¿cuándo puede aceptarse y cuándo debe rechazarse una corrección que busca cuadrar una página o ajustar una línea a una viñeta? Otro, las incongruencias entre revisiones de distintas épocas: ¿cómo casan en Luces de bohemia «el perfume primaveral de las lilas» (X) y «la caída de la hoja» (XIV)?) Pero lo mejor es enemigo de lo bueno. Con escasas y aisladas excepciones, veníamos leyendo a don Ramón como nos lo deparaba la fortuna, ordinariamente adversa: al azar de la impresión, quién sabe de qué fecha y hasta qué punto asumida por el autor, que en un momento dado estaba a mano en la editorial, y según el criterio o el capricho de un regente con demasiadas cargas y de un corrector de ocasión. La Obra completa de Espasa responde a un firme conocimiento de la transmisión textual, identifica sus fuentes de manera adecuada y expone lo más esencial de los planteamientos que ha seguido. Queda mucho camino por delante, pero es éste un trabajo serio y honrado. Nada que ver con las ediciones a granel. Los textos de la escena Una edición crítica es «la establecida sobre la base, documentada, de todos los testimonios e indicios accesibles, con el propósito de reconstruir el texto original o más acorde con la voluntad del autor». En esos términos, sustancialmente correctos, acaba de entrar la acepción en el diccionario de la Academia, 249 y el Lope de Barcelona y el Calderón de Navarra vienen a ilustrarla con plenitud17. No se trata, desde luego, de trabajos aptos para todos los públicos, cuando ni siquiera la mayoría de especialistas en literatura del Siglo de Oro están preparados para lidiar con estemas, adiáforas o haplografías, nociones y palabras asimismo recién estrenadas en el vocabulario académico, como el propio nombre de la ecdótica, la disciplina que las ha acuñado. Pero los lectores tampoco tienen por qué limitarse a los filólogos avezados, sino que debieran incluir, por ejemplo, y en particular, a cuantos hombres de teatro atienden a la representación de los clásicos en nuestros escenarios: sin duda Lope y Calderón iban a ofrecérseles página tras página a una luz nueva. Es el caso que, amén de ser críticas, las ediciones en cuestión están también adecuadamente anotadas; y cuando un Lope o un Calderón vuelven hoy a las tablas pocas cosas les dañan más que dar los textos originales a pelo o en versiones perpetradas sin la intervención de un experto. Porque la lengua del Seiscientos está llena de trampas y recovecos que no basta a soslayar la simple competencia en el español moderno. En Lope, el sencillísimo Lope, dice una moza: «Cuidados tiene el galán»; y responde la enamorada: «No tendrá los que me dan / sus pensamientos a mí». No podría parecer más claro... ni entenderse peor, cuenta habida de que «sus pensamientos» no significa 'lo que él piensa', como en el castellano actual, sino 'lo que yo pienso de él'. Generaciones de cómicos han declamado las décimas de Segismundo a Rosaura: «Tú, sólo tú, has suspendido / la pasión a mis enojos, / la suspensión a mis ojos, / la admiración a mi oído...». Y generaciones de espectadores han tenido que quedarse a la luna de Valencia, pues ¿qué diantres quiere decir (una respuesta la ha propuesto Agustín de la Granja) 250 que Rosaura ha suspendido la suspensión a los ojos de Segismundo? No es maravilla que Calderón tenga más éxito en Alemania que en España: traducido, se le entiende todo. Como bien anotado. La literatura como conversación Pocas cosas, en los últimos años, más distantes de la literatura que la teoría y la crítica literarias. La teoría se esfuerza por construir modelos ideales a cuyas abstracciones la crítica pretende reconducir la voluble riqueza de la literatura. Los estudios sobre la materialidad de los textos, trátese en Hay del proceso de la escritura o en Cátedra de los modos de transmisión, tienen la virtud de devolvernos a la experiencia real de la creación y de la lectura18. Es dogma de fe más o menos semiológico que la comunicación literaria se diferencia fundamentalmente de la cotidiana porque se produce en un solo sentido: «no es posible, como en la conversación, ni el control de la comprensión por parte del destinatario (feedback), ni el ajuste en función de sus reacciones». Por el contrario, rara es la obra que no se hace y se rehace en diálogo con el público, condicionada por unos destinatarios específicos, exactamente «como en la conversación», y no siempre en plazos más largos. El juglar (a menudo ciego como Homero y Brizuela) va cambiando el cantar de ciudad en ciudad, y aun lo varía en el curso de una misma ejecución, dependiendo de la respuesta de los auditorios. La novela medieval se ajusta como un guante al gusto de los patrones, y Briolanja goza o no goza los favores de Amadís según lo disponga don Alfonso de Portugal u otro señor. Del teatro clásico a los culebrones modernos, los ejemplos serían infinitos, pero baste pensar en los dos textos supremos 251 de la tradición española: Fernando de Rojas, contra su voluntad y su concepción del drama, reescribe La Celestina para complacer a quienes querían que Calisto y Melibea disfrutasen más noches de amor; Cervantes revisa (con los pies) la primera parte del Quijote y modifica la estructura y el contenido de la segunda de acuerdo con las sugerencias de los lectores. A decir verdad, la idea del discurso literario como calzada de sentido único es más bien la universalización arbitraria de una imagen datada y pasajera: la del poeta puro, iluminado y todopoderoso, de cuyo pecho brotan palabras de perfección inmutable. La distorsión sería menos grave si no tendiera a separar tan radicalmente la literatura y el resto de la vida. Peajes del clásico Jorge Luis Borges opinaba (hiperbólicamente, diría yo) que «Quevedo no es inferior a nadie», pero advertía asimismo que «en los censos de nombres universales el suyo no figura». La explicación creía hallarla en una sola penuria: a diferencia de Homero, Dante o Swift, don Francisco no había dado «con un símbolo que se apodere de la imaginación de la gente». «La grandeza de Quevedo es verbal». Bien está, como de Borges. Pero Borges, borgianamente, dice «símbolo» donde convendría hablar de personajes e historias. Españoles, grecolatinos, universales, los clásicos lo son en círculos menos concéntricos que secantes y de muy dispares diámetros. Quizá no se haya insistido lo bastante en que para alcanzar el contorno máximo, en el espacio y en el tiempo, un libro ha de superar dos peajes: la traducción no especialmente feliz y la suprema traición de no necesitar ser leído. A salvo neoclasicismos pasajeros (de Petrarca a Mallarmé), ningún poeta lírico en una lengua moderna llega a ser un clásico sino en la tradición de esa misma lengua. El perfecto, irremplazable ajuste de ideas y palabras (o de forma y fondo, no temamos decirlo) que da la permanencia a unos versos no puede nunca trasvasarse a otro idioma. Para que una obra «se apodere» a largo plazo «de la imaginación de la gente», no 252 ha de ir demasiado apegada a su formulación lingüística originaria, sino dejarse parafrasear, manipular, en definitiva traducir. Por fuerza, pues, ha de tener un contenido esencialmente narrativo y girar en torno a unas figuras de singular interés. Pero, también por ahí, un clásico es además un libro que vive en el texto y más allá del texto, en el horizonte de una comunidad; que conserva durante siglos una sólida aunque cambiante presencia pública, y que por ello mismo se conoce en una medida nada baladí sin necesidad de haberlo leído. La Eneida fue un clásico antes incluso de ser compuesta. Renacimientos A la incauta ilusión con que las vanguardias creían avanzar hacia el porvenir, ha sucedido hoy, a falta de análogos entusiasmos, la querencia a enfilar los ojos hacia el pasado. Sobre el lienzo blanco o tabla rasa de la posmodernidad se proyectan las sombras chinescas de las literaturas de antaño, todas a la vez. Es el tiempo y la estética de los revivals. Todo parece renacer, salvo acaso el Renacimiento. Vuelve, así, una Edad Media muchas veces menos real que modelada en la fantasía puro siglo XX de El séptimo sello, Camelot o El señor de los anillos. Vuelve un Barroco no siempre mejor entendido que cuando Moréas saludaba a Rubén invocando a «don Luís de Gongorá y Argot», con oxítonos y e muda. Vuelve la mística que no mira a Dios sino sólo a sí misma. El Romanticismo no puede volver, porque jamás se ha ido. Seguimos debiéndoselo casi todo, en bien y en mal. En mal, por ejemplo, las identidades, el poema en prosa (que viene a ser lo mismo: la poesía sin el verso, las esencias sin las cosas) o, según acaba de argüir George P. Flechter (Romantics at War, Princeton, 2002), el presidente de los Estados Unidos. Con todo, si el Romanticismo orienta todavía sustancialmente la idea de la literatura y de las artes, filtrándonos la Edad Media, el Barroco o la mística, el Renacimiento permanece en la lejanía como cimiento y piedra de toque de cuanto ha venido después. 253 En 1930 y poco, Rafael Alberti, José Antonio Primo de Rivera y Manuel Altolaguirre coincidían en pedir que Garcilaso volviera. La vuelta del toledano no pasó a corto plazo de anecdótica, pero los versos de Garcilaso, eminentes sin afectación y cadenciosos sin sonsonete, no han dejado nunca de estar en el trasfondo de la tradición española, quizá no tanto como dechado cuanto punto de referencia. La poesía sin más, indiscutida, ha sido Garcilaso, y en relación con Garcilaso se han medido la novedad, la desviación y la herejía. Tres cuartos de lo mismo cabe decir de la prosa. Sin que se imponga un nombre sobresaliente (y así debe ocurrir con la prosa, nótese bien), la prosa castellana por excelencia, la mejor de nuestra literatura, la escribieron en el Renacimiento Alfonso de Valdés y Bernal Díaz del Castillo, Teresa de Jesús y «Lázaro de Tormes», hacia Cervantes. Lo demás, durante años y años, es a veces ingenioso o inteligente, pero suele no pasar de posturitas. Sopa de lenguas A Pepys le encantaba el jerez (lo ha atestiguado secularmente la etiqueta del Dry Sack), sabía cuándo hay que enviar «an en hora buena (...) or a pesa me» y hasta se interesaba por «the Spanish way of walking, when three together». La versión inglesa de Los empeños de seis horas, de Antonio Coello, le parecía «la mejor comedia que jamás he visto ni creo que veré». Pero los extremos más deliciosos del hispanismo de don Samuel son la espléndida colección de pliegos sueltos, fábula de bibliófilos, y las confesiones obscenas del diario. Valga un extracto: «and yo did take her, the first time in my life, sobra mi genu and poner mi mano sub her jupes and toca su thigh, which did hazer me great pleasure; and so did no more, but besando-la to my bed». O todavía otro: «though I did intend para haber demorado con ella toda la night, yet when I have done ce que je voudrais, I did hate both ella and la cosa; and taking occasion from the uncertainty of su marido's return esta noche, I did me levar». 254 De mayo de 1780 a marzo de 1808, cuando el «ingreso of Galli» en Madrid, Moratín hijo fue anotando en versión también plurilingüe sus correrías eróticas y el resto de sus trajines rutinarios. Por ejemplo: «Chez (Angélica) Incontri, tactus in cunnum. Chez Narildo; cum il, calesín, montagnuola. Calles, café»; «Ad Corraliza videre Michaelitus. Chez Conde; cum il, ad alcahueta ex heri, ubi ragazza Pampilonense, cum qua scherzi. Cum il and Cabezas, promenade». Pepys reserva el español y la lengua franca (como en «sobra mi genu») para las deshonestidades. Frente a la estupenda prosa de los cuadernos de viaje por Europa, don Leandro sólo recurre al híbrido de latín, castellano, francés, italiano e inglés para consignar las menudencias cotidianas. Siglos atrás, entre 1344 y 1349, Petrarca había registrado minuciosamente sus pecados contra el sexto mandamiento (y contra el voto de castidad) en las guardas de un códice que contiene la correspondencia de Abelardo y Eloísa. Para salvarse de fisgones, precisaba la modalidad o especie de cada desliz sirviéndose de unos signos que seguimos sin descifrar; pero los otros apuntes están en latín, la única lengua que le era en verdad natural. Explique cada cual como le convenga esa silva poliglota de trivialidades e indecencias. La ficción de la realidad El realismo nace al margen de la literatura. Quizá sea ya inevitable, pero aun así supone una seria distorsión publicar bajo el nombre de Daniel Defoe Robinson Crusoe, Moll Flanders o el Diario del año de la peste. En 1719, el Robinson no aparecía como «fiction», sino como «history of fact», y, dato todavía más importante, nunca en su época se imprimió con mención alguna del polígrafo londinense. Ni hubiera sido admisible que lo hiciera, porque la portada declaraba inequívocamente quién era el autor: «Written by Himself», el propio Robinson. Cosa similar ocurre con Moll Flanders, el Diario o, claro es, las Memorias de guerra del Capitán Carleton, 255 que el mayor crítico de Inglaterra, Samuel Johnson, no dudó en considerar auténticas19. La presencia y la valoración prominente de la cotidianidad, la atención detallada al entorno contemporáneo compartido por escritores, personajes y lectores, promueven la mutación más sustancial que la literatura europea ha experimentado a lo largo de veinticinco siglos. Pero la revolución comienza, digo, al margen de la literatura, con una serie de libros, del Lazarillo de Tormes a La nouvelle Héloïse, que se presentan como relatos de hechos reales, efectivamente acaecidos (o, en un segundo momento, como remedo manifiesto de tales relatos), y por lo mismo rechazan toda seña de literariedad y adoptan las formas corrientes en la prosa de hechos reales: cartas, memorias, biografías, relaciones, crónicas... Sólo a paso de hormiga la literatura institucionalmente bendecida fue acogiendo las técnicas y los objetivos propios de semejantes imposturas, de esos simulacros de realidad. En balde buscaremos en el Siglo de Oro español una prosa tan atractiva, tan vivaz, y al tiempo tan cercana al habla de todos los días como los espléndidos diálogos de 1599 ahijados a «John Minsheu»20. A veces creemos estar leyendo los trozos más sabrosos del Quijote. Pero tal adhesión a la verdad de la lengua no era posible sino en una obra sin pretensiones literarias, un manual para la enseñanza del castellano, porque la tradición clásica vedaba incluso a Cervantes una fiel representación de la realidad. Otra cosa es que el Quijote vaya siglos por delante y anticipe, contenga y hasta invente no ya la novela moderna (con el modernismo y la posmodernidad incluidos), sino la entera historia de la novela: la convergencia de la ficción realista con todos los géneros y con todos los otros modos de narración, 256 en el marco de una estética que le reconozca la plenitud como literatura. -LLa función del Arcipreste El Libro de buen amor es a la vez un libro y un libreto. En cuanto libro, ensarta en primera persona el relato de una docena de aventuras amorosas, serias, jocosas y tragicómicas, sólitas o insólitas, pero siempre fallidas, protagonizadas mayormente por un «Juan Ruiz, arcipreste de Hita», que no se deja confundir con el autor (acaso del mismo nombre) en el momento de la escritura, sino que más bien, a partir de un flash-back, se nos propone como una cómica prehistoria del autor, cuyas experiencias de otro tiempo han madurado en las enseñanzas que ahora nos endosa. En cuanto libreto, la narración se entrevera de canciones, fábulas, anécdotas, chácharas y otras abigarradas apoyaturas para mantener viva, con los asiduos cambios de tono y enfoque, la atención de un auditorio en absoluto callado ni inmóvil. Digo libreto, como podría decir guión, script o canovaccio, pensando en un texto que en principio no se basta a sí mismo, antes bien pide, con mayor o menor urgencia, una puesta en escena: un amplio volumen de actuación y mímica, el entrecruzarse de varias voces, el respaldo frecuente de la música... Toda la poesía de la Edad Media, incluso para el lector individual, que la canturreaba o pronunciaba en voz alta, se compuso con el fin de ser oída. Pero el Libro de buen amor va largamente más allá: si no queremos decir que hasta el teatro, término ambiguo y tornadizo, la palabra función, tan castellana, nos vendrá como anillo al dedo. El juglar del Buen amor comparecía ante el público no simplemente para contar, sino para encarnar, para incorporar o personificar -en el sentido literal- los lances del Arcipreste en 257 su doble papel de autor y protagonista (o comparsa). Así, a menudo eran sólo la dicción y la gesticulación las que permitían distinguir el yo del uno del yo del otro, peligrosamente fundidos en los manuscritos. Pero, como uno y otro coincidían en ser poetas, a cada paso se le presentaba además la ocasión de entonar «trovas e notas e rimas e ditados e versos», al son del laúd o la vihuela, y también con un acompañamiento más vivaz. Un juglar, en efecto, rara vez viajaba sin una hembra al lado, y no, claro está, de convidada. Amén de otras faenas, a la juglaresa le tocaba regularmente añadir vistosidad a la función bailando al ritmo del pandero y por ello mismo, sin necesidad de más (y muchas veces lo había), convirtiendo su cuerpo en espectáculo. A pocas dotes que tuviera para el cometido, la danzadera se doblaba asimismo en contadera, y en su caso intervenía en la (re)presentación de los episodios dialogados. (Es bien significativo al respecto que la popularísima modalidad poética del debate enfrente principalmente a un personaje masculino y otro femenino: el alma y el cuerpo, el agua y el vino, don Carnal y doña Cuaresma...). El Libro de buen amor no era, pues, escuetamente un texto. El cortejo a la dama «mansa y leda», por ejemplo, no se limitaba a un mero relato: los espectadores entreveían al galán rondar la calle de la amada y le oían dedicarle unas elegantes endechas, correspondidas por ella con «un cantar tan triste como este triste amor». Tampoco habían de servirse únicamente de la imaginación para seguir los percances de Juan Ruiz por la Sierra del Guadarrama, acosado por vaqueras grotescamente rijosas: la juglaresa se encargaría de mimar con eficacia los momentos más sabrosos. Ni el desfile triunfal de don Amor el domingo de Pascua se quedaba en pura evocación verbal, porque «la guitarra morisca» y «el rabé gritador», las «chanzonetas» de las monjas y el vociferar de los frailes, tenían que hacerse presentes de mil maneras en el espacio juglaresco. En más de un extremo, y por modestamente que fuera, el Buen amor debía a ratos parecerse bastante a una revista española, una opereta vienesa o un musical norteamericano, no ya por la alternancia de pasajes recitados y cantados, sino en particular 258 por el peso determinante de los subgéneros líricos en el ir conformándose del flojo hilo argumental. La acción de cualquiera de nuestras estupendas revistas de postguerra se desplazaba sin problemas de la Maestranza a Corrientes, pasando por el funicular del Vesubio, porque los oyentes querían un pasodoble, un tango y una tarantela. Los personajes del Arcipreste se enzarzan más de una vez en tramas inexplicables, porque en la época se disfrutaban la cantiga de amigo, las coplas «a una partida» (es decir, en la separación de los amantes) y el escondich o demanda de disculpa. «Librete de cantares» llama a su obra el Arcipreste, y ciertamente lo es en medida decisiva. Tal condición fue una de las causas esenciales de su singularidad y de su éxito, pero también contribuyó a su decadencia. Pues los manuscritos que nos conservan el Buen amor se remontan todos a un modelo gravemente deturpado, y a su vez han sido objeto de progresiva mutilación para despojarlos de las canciones que tanta fragancia habían dado al original, pero que ahora sabían a rancias de letra y de música: de música, porque el auge de la polifonía había revolucionado los gustos; de letra, entre otras razones, por la decadencia del gallego, que Juan Ruiz, de acuerdo con el uso general de la lírica peninsular en la primera mitad del siglo XIV, sin duda había empleado todavía generosamente. La reconstrucción de esa ciudad en ruinas es tarea que debe comprometer los mejores instrumentos de la filología. - LI Idea y poéticas del cuento 1. No tengamos reparo en llamar cuento, en buen castellano, a cualquier breve narración de hechos ficticios. La crítica, la historia de la literatura y la antropología hacen bien en discernirle multitud de variedades. Ciertamente, el chiste, el chisme o la anécdota responden a una tipología distinta que la fábula, 259 la leyenda o el mito, y las formas que florecen en una época (en la Edad Media -digamos-, el exemplum o, en verso, el fabliau) no siempre tienen correspondencia exacta en las preferidas en otra, ni siquiera cuando mantienen la etiqueta de procedencia: la novela del Renacimiento, es decir, el relato de tono y extensión similares a los del Decamerón boccacciano o las Novelas ejemplares de Cervantes, no se confunde con la novela corta favorecida en el siglo XIX por la multiplicación de las publicaciones periódicas, y compuesta -con frecuencia como pasajero alivio a la economía del escritor profesional- para circular menos en colecciones que en piezas independientes. Pero, por encima de esas categorías, útiles y aun imprescindibles a muchos propósitos, conviene advertir la unidad última de la especie, decisivamente moldeada por sus orígenes orales. No se engañaba Lope de Vega, en 1621, al asegurar irónicamente que «en tiempo menos discreto que el de agora, aunque de hombres más sabios, llamaban a las novelas cuentos. Éstos se sabían de memoria, y nunca, que yo me acuerde, los vi escritos...». Lope ponía el acento, no simplemente en los veneros populares del género, sino, al trasluz, en el prototipo oral que lo configura y, por ahí, en la fabulación, primero folclórica y luego literaria, como rasgo inherente a la naturaleza humana. En efecto, vivir es en más de un sentido contar y sobre todo contarnos historias. «Tal vez», ha propuesto razonabilísimamente Gabriel García Márquez, el cuento «lo inventó sin saberlo el primer hombre de las cavernas que salió a cazar una tarde y no regresó hasta el día siguiente con la excusa de haber librado un combate a muerte con una fiera enloquecida por el hambre». Nuestra relación con los demás, el modo en que nos explicamos las conductas y los sucesos, el lugar que ocupamos en la sociedad, nuestra experiencia, nuestros proyectos y nuestros deseos se plasman necesariamente, con mayor o menor claridad, en narraciones que protagonizamos o nos tienen como personajes, y en las cuales rara vez falta el ingrediente ficticio, y nunca el pintar como querer (o, en inglés, wishful thinking), la elaboración imaginativa, que fácilmente se desborda 260 hacia la fantasía pura, hacia la invención como lógica de la invención. En semejante ir y venir entre los datos y las ilusiones, entre las evidencias, las eventualidades, los sueños y las quimeras, a cada paso surgen y se expanden diseños que muestran una consistencia propia: fragmentos de una realidad posible (o plausible en algún orden de cosas) que se presentan como dignos de ser concretados en palabras, en cuanto potencialmente atractivos para otros miembros de la colectividad; fragmentos a los que se reservan, en la esfera de los juegos del lenguaje (tal el trabalenguas o la adivinanza), unos espacios comunicativos (a menudo expresamente acotados: «Érase una vez...»), el momento de la ficción. (La ficción, vale la pena recordarlo aquí, no es una propiedad de los textos, sino un factor de los contextos: nada nos dice que la noticia de apariencia más verosímil sea también verdadera). Al cabo, todos los cuentos, de cualquier calibre o modalidad, brotan de esa raíz. De ella emana, así, inequívocamente, la brevedad definitoria. El cuento se dilata desde el chascarrillo hasta las fronteras de la novela (que es quien de hecho lo identifica como «breve»), desde la formulación en un par de frases a las varias docenas de páginas. Edgar Allan Poe, fijándose sólo en los especímenes más corrientes a comienzos del Ochocientos, pensaba en textos «cuya lectura abarca entre media hora y dos», y, desde luego, a ellos se ha venido asimilando modernamente el cuento por excelencia. Otros le han puesto por confín un cierto número de líneas, o tantas como pueden leerse de una sentada. Pero con una perspectiva más penetrante y más amplia, según he apuntado, no hay por qué circunscribirlo a tales límites: el microcuento, el cuentecillo y el cuento largo o novela corta tienen idénticos derechos (hereditarios) al título de cuento. En español, cuento es cualquier relato cuyo contenido, en general caracterizado por una unidad y una trabazón que lo hacen fácil de recordar y transmitir en su integridad, concuerda sustancialmente con el de una narración oral viable en la práctica. Siempre ha habido profesionales o aficionados de excepción dotados para contar historias durante horas y horas, como aquel Román Ramírez que, reteniendo el argumento básico 261 e improvisando a capricho, parecía repetir entera y puntualmente un voluminoso libro de caballerías. Pero la capacidad de un hablante normal y la atención de unos oyentes normales, en circunstancias normales (sin excluir, pongamos, una espera entretenida aposta con consejas, historietas y ocurrencias), se mueve entre un mínimo y un máximo que en material narrativo tienden a equivaler, respectivamente, al de un chiste y al de un brief prose tale de los que Poe tenía en mente. Nótese bien que cuando partimos de la oralidad nos es forzoso hablar de contenidos o materiales, no de textos o discursos, no de realizaciones lingüísticas. Un cuento tradicional es un esquema de acciones, funciones, figuras, desprovisto de forma verbal. Cada narrador puede retomarlo y rehacerlo a su medida, y hasta le es inevitable recrearlo cada vez que lo refiere, precisamente porque los motivos que lo constituyen no van ligados a una enunciación específica. Ese hecho originario ha gravitado de manera relevante sobre toda la trayectoria posterior del género, determinando que se cultive preferentemente en prosa. Del apólogo grecolatino al lai medieval, las fábulas de La Fontaine o las leyendas románticas, nunca, por supuesto, han dejado de componerse cuentos en verso. Pero éstos, incluso si se abrevan en fuentes populares, comportan una profunda mutación: suponen el paso de unos relatos (para decirlo con Cervantes) que «encierran y tienen la gracia en ellos mismos» a otros en que monta tanto o más «el modo de contarlos». Por no otra zona pasa una de las divisorias principales entre el cuento folclórico y el literario: con el segundo nos encontramos en cuanto «el modo de contarlo» y las estrategias a que da pie (por ejemplo, la posibilidad de retratar al héroe detenidamente, que puede convertirse en objeto y asunto central) compiten en importancia con el mero esqueleto narrativo. Al par que las dimensiones y la persistencia de la prosa como vehículo ordinario, a la matriz oral responden igualmente factores esenciales en la trama y estructura del cuento. En principio, el cuento presenta una y sólo una historia, y la presenta con superlativa economía y funcionalidad. El cuento tradicional tiene un esquema geométrico: todos y cada uno de 262 los elementos que va introduciendo se relacionan con los restantes para eslabonar una cadena unitaria de acciones y reacciones, con rechazo de cuanto no se llegue a enlazar por el hilo conductor. El narrador folclórico puede complacerse ocasionalmente en lucir sus talentos recamando un determinado lance o con el paréntesis mínimo de un comentario marginal; pero la norma de economía y funcionalidad lo excluye de cualquier presencia ostensible en el cuento: la historia se dice a sí misma de boca en boca y descarta las variantes personales producidas en el curso de su transmisión. Es frecuente comparar el cuento y el poema lírico en tanto ambos son rápidos e intensos «como un chispazo» (Emilia Pardo Bazán), cuando no atendiendo a otras vagas analogías. A decir verdad, el parentesco estrecho reside en la articulación de los ingredientes: todos los factores de un poema lírico, formales y semánticos, se ofrecen en una sostenida dependencia mutua (el caso más notorio es el de las rimas); los componentes de un cuento no tienen otra mira que engarzarse al servicio del enredo indivisible que lo constituye. Ha sido justamente celebrada al respecto la receta de Chéjov: «Si al comienzo de un relato se ha dicho que hay un clavo en la pared, ese clavo debe servir al final para que se cuelgue el protagonista». Esas sencillas observaciones traen consigo que el cuento se nos aparezca básicamente como un sistema cerrado, un conjunto en que no sólo todas las piezas, según digo, están en inconmovible conexión entre sí, sino que asimismo carece de antecedentes y consecuentes. La prehistoria que podamos imaginar para los personajes no afecta en modo alguno a los comportamientos que exhiben: son y saben exclusivamente lo que nos descubre el relato. Éste, por otro lado, concluye con una situación estática, sin posibilidad de cambio: «fueron felices, comieron perdices» y nada ocurrirá ya que altere esa felicidad ni esa dieta. La gran mutación en la historia del cuento va de la mano con la revolución mayor (y acaso única) en la historia de la literatura europea: la consolidación de la novela realista. La novela realista se distingue por referir casos interesantes, admirables incluso, pero en el marco, infatigablemente fisgoneado, 263 de unos entornos y unas formas de vida ni interesantes ni admirables de suyo, porque son los de la experiencia cotidiana. Es en buena parte por contagio de la novela como a lo largo del siglo XIX surge el cuento literario tal vez más propio de la edad contemporánea. Frente al sistema cerrado del cuento popular, el literario muestra con notable predilección una traza (relativamente) abierta: pinta una tranche de vie, el fragmento de un suceso -quizá trivial-, un instante en el acaecer de un personaje, el escorzo de unas figuras sobre un paisaje... Esas estampas sueltas, sin enredo concluso, invitan a que la imaginación del lector se represente precisamente la totalidad que no se narra ni se nombra: el curioso espectáculo del gran teatro del mundo, la gratuidad y la falta de ilación, la inabarcabilidad y la monótona reiteración de la comédie humaine. Las diferencias entre ambas modalidades obedecen en proporción importante a la diversidad de usos, de pragmáticas. El cuento literario se apoya largamente en los factores que sólo la lectura potencia y permite valorar: el estilo, las cualidades de elocución y retórica, irrelevantes en el cuento oral, se vuelven tan cardinales como en cualquier otro capítulo de las bellas letras; el narrador, con licencia ya para intervenir y dejarse ver, se demora en la ambientación y en el retrato de los protagonistas en aspectos que no deciden la marcha de la acción; la intriga llega a evaporarse... Es ahora, en especial, cuando la propia noción de brevedad aflora en el sentido que conserva. ¿Por qué concebimos el cuento como «breve», cuando probablemente sería más sensato hablar de la novela como «cuento largo»? En rigor, el cuento folclórico no es breve ni largo: tiene la medida inherente al contenido, que ha de ser memorizable y transmisible oralmente: y el literario es breve sólo por comparación con el género predominante de la novela realista, en cuya época aparece y cuyos designios comparte a su manera. En el cuento tradicional, la brevedad estaba condicionada por las circunstancias de elaboración y propagación; en el literario, pasa a convertirse en una categoría estética deliberada, en una elección que procura aprovechar al máximo las posibilidades del molde convencional, buscando sobre todo los recursos que 264 mejor logren condensar en poco espacio una mayor carga emotiva, dramática o poética. 2. La mínima idea del cuento esbozada en los párrafos anteriores puede quizá corroborarse e ilustrarse hojeando una antología, también mínima y con mínimo comentario, de las poéticas del cuento expuestas por algunos grandes narradores contemporáneos, principalmente del mundo hispánico. Conviene, no obstante, contemplarlas con alguna cautela. Un escritor de raza barre siempre para casa y no puede ser ni demasiado objetivo ni demasiado ecléctico. Escribe porque confía en hacer oír una voz propia en el concierto de la tradición, y tiende ineludiblemente a favorecer la literatura ajena que reconoce como acorde con la suya. El proceso de la creación, por otro lado, suele ofrecérsele como una experiencia enmarañada, en cuya complejidad no siempre las fases que él siente más en la carne son las más decisivas para el resultado. Pero la confrontación de opiniones no sólo dispares sino contradictorias entre sí parece justamente un buen camino para aquilatar la difícil facilidad del cuento. En 1574 Francesco Bonciani pronunció ya en la florentina Accademia degli Alterati una Lezione sopra il comporre delle novelle, pero, por consentimiento universal, de Baudelaire para acá, la teoría moderna del relato breve nace de la reseña que Edgar Allan Poe dedicó a los Twice-Told Tales, de Nathaniel Hawthorne, en el Graham's Magazine de mayo de 1842, y que necesariamente ha de interpretarse a la luz de su «Philosophy of Composition» de unos años atrás. Cierto, la poética del cuento no es en Poe sino una aplicación concreta de una concepción del arte, fundamentalmente romántica, como expresión e impresión: expresión, a través de símbolos más o menos objetivos, de la interioridad del autor; e impresión que suscita en el lector unos estados de ánimo agradablemente parejos a los del escritor. Causa prominente de la impresión es «la auténtica originalidad», vale decir, aquella que, al hacer surgir las fantasías humanas, a medias formadas, vacilantes e inexpresadas; al excitar los latidos más delicados de 265 las pasiones del corazón, o al dar a luz algún sentimiento universal, algún instinto en embrión, combina con el placentero efecto de una novedad aparente un verdadero deleite egotístico. La short-story se presta señaladamente a conseguir tal finalidad porque posee las dimensiones ideales para comunicar del único modo eficaz, como una revelación fulminante, el indefinible magma que constituyen «los innumerables efectos o impresiones de que son susceptibles el corazón, el intelecto o (más generalmente) el alma» Como la novela ordinaria no puede ser leída de una sola vez, se ve privada de la inmensa fuerza que se deriva de la totalidad. Los sucesos del mundo exterior que intervienen en las pausas de la lectura modifican, anulan o contrarrestan en mayor o menor grado las impresiones del libro. Basta interrumpir la lectura para destruir la auténtica unidad. El cuento breve, en cambio, permite al autor desarrollar plenamente su propósito, sea cual fuere. Durante la hora de lectura, el alma del lector está sometida a la voluntad de aquél. Y no actúan influencias externas o intrínsecas, resultantes del cansancio o la interrupción. Ni el cuentista ni el poeta parten de una materia narrativa o anecdótica percibida como tal: el peldaño inicial es establecer qué emoción quieren contagiar, y sólo después se plantean la cuestión de con qué plasmarla. Por mi parte (...), luego de escoger un efecto que, en primer término, sea novedoso y además penetrante, me pregunto si podré lograrlo mediante los incidentes o por el tono general -ya sean incidentes ordinarios y tono peculiar o viceversa, o bien por una doble peculiaridad de los incidentes y el tono-: entonces miro en torno (o más bien dentro) de mí, en procura de la combinación de sucesos o de tono que mejor me ayuden en la producción del efecto. Un hábil artista literario ha construido un relato. Si es prudente, no habrá elaborado sus pensamientos para ubicar los incidentes, sino que, después de concebir cuidadosamente cierto efecto único y singular [a certain unique or single effect o bien a certain single effect, según las versiones], inventará los incidentes, combinándolos de la 266 manera que mejor lo ayuden a lograr el efecto preconcebido. Si su primera frase no tiende ya a la producción de dicho efecto, quiere decir que ha fracasado en el primer paso. No debería haber una sola palabra en toda la composición cuya tendencia, directa o indirecta, no se aplicara al designio preestablecido. Y con esos medios, con ese cuidado y habilidad, se logra por fin una pintura que deja en la mente del contemplador un sentimiento de plena satisfacción. Sospecho que a veces las reflexiones de Poe se han entendido haciendo excesivo hincapié en sus implicaciones técnicas. Cierto que las tienen, pero no van mucho más allá de una genérica exhortación a la unidad de la obra literaria, como en Aristóteles, el mentado Bonciani o, para la cita, Lope de Vega: Adviértase que sólo este sujeto tenga una acción, mirando que la fábula de ninguna manera sea episódica, quiero decir inserta de otras cosas que del primero intento se desvíen, ni que de ella se pueda quitar miembro que del contexto no derribe el todo... Poe no parece haber atendido tanto al plano estrictamente narrativo, al bien engranado mecanismo de relojería de la trama, cuanto a la turbación o exaltación que la trama persigue y que persiste después de la lectura. Es la suya una perspectiva menos formal que espiritual: el «efecto único y singular» a que aspira está menos en «los incidentes» que en el poso que dejan «en la mente del contemplador». No es ésa, en cambio, la perspectiva de Julio Cortázar, en la bella conferencia «Algunos aspectos del cuento» (1963) y en el ensayo «Del cuento breve y sus alrededores» (1969): Tomen ustedes cualquier gran cuento que prefieran, y analicen su primera página. Me sorprendería que encontraran elementos gratuitos, meramente decorativos. El cuentista sabe que no puede proceder acumulativamente, que no tiene por aliado al tiempo; su único recurso es trabajar en profundidad, verticalmente, sea hacia arriba o hacia abajo del espacio literario. Y esto, que así expresado parece una 267 metáfora, expresa sin embargo lo esencial del método. El tiempo del cuento y el espacio del cuento tienen que estar como condensados, sometidos a una alta presión espiritual y formal... El gran cuento breve (...) es una presencia alucinante que se instala desde las primeras frases para fascinar al lector, hacerle perder contacto con la desvaída realidad que lo rodea, arrastrarlo a una sumersión muy intensa y avasalladora. De un cuento así se sale como de un acto de amor, agotado y fuera del mundo circundante, al que se vuelve poco a poco con una mirada de sorpresa, de lento reconocimiento, muchas veces de alivio y tantas otras de resignación. Más allá de la común referencia a la «primera página» o «las primeras frases», por encima de las coincidencias obvias, el inmenso escritor argentino está diciendo cosa harto distinta que el norteamericano por quien tanta devoción sentía: está arguyendo que «el efecto» básico, si no «único», es la experiencia misma de la lectura, en virtud de la perfecta concatenación y gradación narrativa, y cesa precisamente cuando cesa la lectura, aunque entonces, según luego veremos, se abran otros horizontes también significativos. Poe arranca del efecto para llegar a «los incidentes», al tema y su disposición; Cortázar recorre el sendero en la dirección contraria. Tanto que, traduciéndolo a vivencias creativas, el punto que desarrolla con mayor pasión es el oscuro hechizo merced al cual el tema se apodera del narrador: Un cuentista es un hombre que de pronto, rodeado de la inmensa algarabía del mundo, comprometido en mayor o menor grado con la realidad histórica que lo contiene, escoge un determinado tema y hace con él un cuento. Este escoger un tema no es tan sencillo. A veces el cuentista escoge, y otras veces siente como si el tema se le impusiera irresistiblemente, lo empujara a escribirlo. En mi caso, la gran mayoría de mis cuentos fueron escritos -cómo decirloal margen de mi voluntad, por encima o por debajo de mi conciencia razonante, como si yo no fuera más que un médium por el cual pasaba y se manifestaba una fuerza ajena. 268 La «Philosophy of Composition» se propone mostrar que en la elaboración de «The Raven» «ningún detalle puede atribuirse a un azar o a una intuición, sino que el poema se desenvolvió paso a paso hasta quedar completo, con la precisión y el rigor lógico de un problema matemático». Acaso Cortázar se halla en la órbita de la «Philosophy» mejor que de la reseña a Hawthorne «al definir la forma cerrada del cuento, lo que ya en otra ocasión -recuerda- he llamado su esfericidad», en cuanto «la situación narrativa en sí debe nacer dentro de la esfera, trabajando del interior al exterior», con «la perfección de la forma esférica». Es uno de los infinitos modos de confesar la convicción quizá más reiterada (si no más ejercitada) por los cuentistas de nuestro tiempo. Verbigracia, por el argentino Enrique Anderson Imbert: el cuento «es un todo continuo en una unidad cerrada», «una obra cerrada (...), un cosmos autónomo»; o por el venezolano Guillermo Meneses: «el cuento es una relación (...) cerrada sobre sí misma, en la cual se ofrece una circunstancia y su término, un problema y su solución». De tal imagen del relato breve como estructura cerrada son solidarias las cualidades que se le suponen, por ejemplo, al describirlo como un silogismo o un teorema narrativo con un «comienzo indudable y un final definitivo» (Antonio Muñoz Molina), al compararlo con un mecanismo de precisión o «una flecha que, cuidadosamente apuntada, parte del arco para ir a dar directamente en el blanco» (Horacio Quiroga), o al asociarlo en medida suprema a las nociones «de significación, de intensidad y de tensión» (Julio Cortázar). Ni que decirse tiene que semejantes caracterizaciones, a conciencia o no, son un clamoroso tributo a la estirpe folclórica del género. Como arriba he indicado, la implacable economía del cuento popular, con la depuración de todo elemento que no sirva a la progresión de la intriga con ritmo creciente hacia un desenlace rotundo, pertenece a la naturaleza misma del relato oral, a las condiciones que le han dado origen y permanencia antes en la vida que en la literatura. Por otra parte, las aludidas cualidades no pasan de ser la concreción en un caso particular de los universales de la narrativa, la 269 retórica y aun el lenguaje. ¿Qué discurso bien conformado se pierde en pormenores o digresiones? Pues, si los unos no son inútiles ni las otras superfluas, están cumpliendo adecuadamente su finalidad y se alzan a una categoría distinta, superior. En una novela, una extensa descripción puede no ser menos funcional que la omisión de detalles en un cuento. Que el cuento apure las posibilidades de concentración, agilidad, coherencia, ritmo, incisividad... que le brindan sus dimensiones y sus circunstancias es sencillamente una cuestión de escala, no de estética. Pero, como también he señalado antes, el clásico paradigma cerrado lleva ya un par de siglos conviviendo con el ideal más reciente del cuento abierto. Chéjov, que con tanto tino dio en el clavo de una definición epigramática del primero, acertó a delinear el segundo en una sola frase: «los cuentos pueden carecer de principio y de fin». (Aduzco el texto a través de Borges; en Chéjov hallo sólo: «Creo que cuando uno ha terminado de escribir un cuento debería borrar el principio y el final»). El autor de El jardín de los cerezos nos ha legado los ejemplos más inolvidables de esa especie, que con tonalidades tan diferentes como sus cultores se reconoce igualmente en una Katherine Mansfield, un Hemingway, un Raymond Carver... Ahora, el meollo narrativo sorprendente o notable, la anécdota consabida, poco menos que se esfuma; el cuento comienza in medias res y el desenlace efectivo no aporta una solución a los nudos problemáticos que hayamos podido ir vislumbrando. Se nos muestran situaciones cotidianas, retazos de conversaciones de personajes a menudo insignificantes; percibimos que se omiten claves de su conducta y de sus palabras, y tenemos que guiarnos por indicios aleatorios. Las sugerencias acaban por pesar más que las declaraciones expresas. Son asiduos los protagonistas que viven un momento decisivo que no adivinan como tal o una crisis que no se nombra: «La gente está almorzando, nada más que almorzando, y entre tanto cuaja su felicidad o se desmorona su vida», anotaba el Chéjov dramaturgo. Bajo la exposición objetiva de unos sucesos, bajo la superficie en calma, es fácil que conjeturemos pasiones tempestuosas. 270 Bastante generoso en cavilaciones sobre el teatro y sobre ciertas constantes de toda narración, Chéjov fue en cambio parquísimo en la exposición de sus teorías sobre el cuento, pero no han faltado quienes, por afinidad o adhesión, han aireado más por largo algunos supuestos y consecuencias del modelo abierto. Es el caso de Unamuno, para quien «escribir un cuento con argumento no es cosa difícil, lo hace cualquiera»: «la cuestión es escribirlo sin argumento», y la razón honda para proceder así está en que «la vida humana tampoco tiene argumento». Efectivamente, detrás de la forma abierta se encuentra con frecuencia la intuición de que la realidad es imprevisible y ambigua, no existen certezas con que enfrentarla y las fórmulas convencionales no bastan para habérselas con su complejidad. El mismo don Miguel predicaba de la novela una eventualidad que no dejaba de practicar en el cuento: «Una buena novela no debe tener desenlace, como no lo tiene, de ordinario, la vida. O debe tener dos o más, expuestos a dos o más columnas, y que el lector escoja...». Una savia análoga alimenta las reflexiones de Francisco Umbral, por aducir otro testimonio español, con una cristalina proclamación del vínculo entre el arquetipo abierto y la estética y el espíritu de los tiempos: Para mí, el cuento es a la literatura lo que el vacío a la escultura o el silencio a la música. El cuento, modernamente entendido, es lo que no se cuenta. (...) El cuento no debe escribirse para contar algo, ni tampoco para no contar nada, sino precisamente para contar nada. (...) En épocas de concepciones históricas absolutas, cerradas, equilibradas, en épocas en que reina la armonía de las esferas, el escritor, naturalmente, crea también orbes cerrados, complejos, perfectos en sí mismos. (...) Mas el relativismo contemporáneo -el científico y el filosófico- ha empezado a poner en duda qué cosa sea lo rojo y qué cosa sea lo negro, e incluso a confundir y entremezclar lo negro con lo rojo. (...) Un relato corto de hoy debe ser una obra abierta, como abierta está siempre la existencia, en proyecto permanente, en pura posibilidad. No nos llamemos a engaño, sin embargo: la apertura del cuento es a su vez una manera no ya de resolución, sino hasta 271 de moraleja. Que la conclusión sea la indeterminación de la vida, las ironías del destino o la multiplicidad de interpretaciones que provoca un mismo hecho, con la necesidad de «que el lector escoja» entre ellas (como le oíamos a Unamuno), no quita que sea una conclusión. En particular en ese último sentido, unamunesco, a través del cuento abierto nos acercamos al «efecto» de Poe «en la mente del contemplador» con contundencia aun mayor que con la trama tupida y el universo clausurado tradicionales, porque la vaguedad del asunto y la indecisión del desarrollo equivalen forzosamente a otras tantas preguntas que el autor nos incita a contestar. Por otra parte, a nadie se le pasaría por la cabeza que el cuento cerrado renuncie a una trascendencia allende la literalidad de la intriga. Justamente la sensibilidad de nuestros días se ha interrogado con obstinación sobre el alcance profundo del relato folclórico, donde la conjunción de simplicidad estructural y libertad imaginativa parece demandar un enigmático contenido latente. En cuanto a la literatura actual, es cita obligada un pasaje de Cortázar: La novela y el cuento se dejan comparar analógicamente con el cine y la fotografía, en la medida en que una película es en principio un «orden abierto», novelesco, mientras que una fotografía lograda presupone una ceñida limitación previa, impuesta en parte por el reducido campo que abarca la cámara y por la forma en que el fotógrafo utiliza estéticamente esa limitación. (...) Fotógrafos de la calidad de un Cartier-Bresson o de un Brassaï definen su arte como una aparente paradoja: la de recortar un fragmento de la realidad, fijándole determinados límites, pero de manera tal que ese recorte actúe como una explosión que abre de par en par una realidad mucho más amplia, como una visión dinámica que trasciende espiritualmente el campo abarcado por la cámara. Mientras en el cine, como en la novela, la captación de esa realidad más amplia y multiforme se logra mediante el desarrollo de elementos parciales, acumulativos, que no excluyen, por supuesto, una síntesis que dé el «climax» de la obra, en una fotografía o un cuento de gran calidad se procede inversamente, es decir que el fotógrafo o el cuentista se ven precisados a escoger y limitar una imagen o un acaecimiento que sean significativos, que no solamente valgan por sí mismos sino que sean capaces de actuar en el espectador 272 o en el lector como una especie de apertura, de fermento que proyecta la inteligencia y la sensibilidad hacia algo que va mucho más allá de la anécdota visual o literaria contenidas en la foto o en el cuento. Aquí no estamos ya en el reino del enredo narrativo, en la «sumersión (...) avasalladora» en la acción que arriba hemos visto ponderada por el propio Cortázar, sino en un «más allá» inmediatamente posterior a la lectura y a todas luces gemelo del «efecto» que Poe deslinda como blanco preferente del poema, en primer lugar, y, en seguida, del cuento. Es por ahí, por la similitud de impresiones que dejan el relato breve y la lírica, azuzando una «exaltación del alma que no puede sostenerse durante mucho tiempo», puesto que «toda gran excitación es necesariamente efímera» (así se explica en la reseña a los Twice-Told Tales), por donde se ha establecido el parentesco entre ambos que con tanta persistencia (y en ocasiones a costa de descuidar las homologías constructivas) se subraya en las modernas preceptivas del cuento. Pero ese «más allá» lo es asimismo muchas veces en el sentido más usual de la expresión, pues en el cuento de los dos siglos pasados tropezamos con llamativa reiteración con el mundo de ultratumba, los casos sobrenaturales o maravillosos, los duendes, las ciencias ocultas, los encantamientos... Es la veta inagotable del cuento fantástico, cuya fortuna desde el romanticismo no puede por menos de llevarnos a inquirir si semejante insistencia obedece a una simple predilección temática o va adjunta de algún modo a la naturaleza del género. Las ideas literarias de la época nos ayudan a entender que Poe gustara de «el terror, la pasión, el horror»; la personalidad de Cortázar da cuenta de que se opusiera «a ese falso realismo que consiste en creer que todas las cosas pueden describirse y explicarse como lo daba por sentado el optimismo filosófico y científico del siglo XVIII», a favor de «la sospecha de otro orden más secreto y menos comunicable». Pero ni las modas ni la psicología de los autores nos aclaran, por ejemplo, por qué la proliferación de asuntos fantásticos en el cuento no tiene correspondencia ni siquiera remota en la novela (y cuando lo tiene, fundamentalmente al arrimo del «realismo mágico», es 273 en escritores, de García Márquez a Italo Calvino, bien fogueados en los ensueños de la narración corta). ¿Por qué el cuento se alía tan tenazmente con un «más allá»? Una elucidación plausible la ha propuesto indirectamente otro valioso escritor argentino, Ricardo Piglia, al defender que el cuento, cerrado o abierto, «cuenta siempre dos historias»: El cuento clásico (...) narra en primer plano la historia 1 (...) y construye en secreto la historia 2 (...). El arte del cuentista consiste en saber cifrar la historia 2 en los intersticios de la historia 1. Un relato visible esconde un relato secreto, narrado de un modo elíptico y fragmentario. El efecto de sorpresa se produce cuando el final de la historia secreta aparece en la superficie. El cuento de la estirpe de Chéjov, observa todavía Piglia, «trabaja la tensión entre las dos historias sin resolverla nunca», y fabrica la enmascarada «con lo no dicho, con el sobreentendido y la alusión». Es verdad, creo. Cerrado, reservando para el final el elemento implícito que da significado pleno a los explícitos, el cuento tiende a postular un trasfondo, un segundo plano eludido, cuya presencia se hace adivinar con variable intensidad. Abierto, nos fuerza a imaginar causas encubiertas, a inferir motivaciones tácitas. En uno y otro caso, el texto patente invita a descifrar el misterio de un contratexto velado. Está en la lógica de las cosas (y, según los poco amigos de quimeras, es una artimaña cómoda para salir del atolladero) que ese misterio anejo a las circunstancias narrativas se identifique a menudo con el misterio de un «más allá» de la muerte, la razón o la experiencia común. Normalmente, pues, no es, como se ha dicho, que «la visión metafísica de que el mundo consiste en algo más de lo que puede percibirse por los sentidos» busque cauce en la forma del cuento: es la forma del cuento la que arrastra la «visión metafísica» o el recurso literario a la solución portentosa o esotérica. Pero esa fascinación contemporánea por el cuento fantástico ¿no es también un retorno a los orígenes? O, si se prefiere, el cuento de los orígenes ¿no se encaminó ya a la fantasía orientado por los datos estructurales, en función a su vez de las 274 condiciones pragmáticas? Las poéticas modernas nos devuelven a cada paso a la más vieja tradición del cuento. - LII Canela pura -Tengo muy buena cochura. Comedme con regodeo, porque soy canela pura. (También se venden fideos). Letrero de un saco de garbanzos en un almacén de ultramarinos. Madrid, hacia 1950. Quizá no sea el mejor poema español del siglo XX, pero lo propongo como una excelente muestra de la poesía que más me gusta y sobre todo como una cabal antítesis de la que cada día me disgusta más. La poesía es una música verbal al servicio de un sentido digno de aprecio o atención. No hay ninguna necesidad de juzgarla quieras que no en términos artísticos o estéticos: cualquier otro valor, de uso o de cambio, es perfectamente aceptable. Las virtudes líricas de la cuarteta son diáfanas. Salta al oído la cadencia de la textura, cohesionada por el común denominador o dominante (Tynianov) del acento en la e en todas las palabras plenas (a salvo las consonancias en -ura) y por el encadenamiento de las aliteraciones (cochura, comedme, con, porque, canela)21. Pero apenas hace falta sino apuntar la eficacia 275 de la poetic closure (recordemos el clásico ensayo de Barbara H. Smith) con un quiebro inesperado (y sin embargo razonable) en la dirección del discurso, para romper la serie prevista, de acuerdo con el procedimiento tan caro al formalismo ruso (y a Carlos Bousoño). Por no ponderar la valentía imaginativa del dramatic monologue, con la introducción del ser inanimado, en nuestro caso el garbanzo (en cuanto nombre y protagonista colectivo), que habla en primera persona, como el Libro en el Buen amor de Juan Ruiz o la nave de Jasón en el epitafio de Quevedo. La coplilla, por otra parte, no es palabrería consumada en sí misma: habla de la vida, del mundo de las cosas concretas, y por ahí postula una reacción (movere affectus, diría la retórica), una toma de partido. El pathos que a mí me suscita es decididamente favorable, por mi afición al cocido y porque guardo espléndidos recuerdos del Madrid de posguerra. Cierto que no a todos les ocurrirá otro tanto. Pero ¿por qué la poesía va a juzgarse con independencia de los gustos, las inclinaciones, las inquietudes personales? ¿Qué extraño privilegio sería el de un acto de lenguaje que hubiera de ser aprobado por las buenas, sin relación con los pensamientos y los sentimientos del receptor? El vínculo que establece con la realidad es parte inevitable en la estimación del texto poético. Hasta el punto de que para justipreciar el nuestro probablemente tendríamos que averiguar si en efecto la cochura del garbanzo era tan estupenda como se proclamaba. Nos hemos acostumbrado con demasiada mansedumbre a admitir que la poesía, o la literatura, o la pintura son valiosas de suyo, por el mero hecho de ser tales (cuestión puramente formal), no porque nos diviertan, o nos muestren cosas interesantes, o nos hagan mella... De ahí también la difundida superstición que predica la poesía (o la literatura, etc.) como una entidad independiente, con existencia propia, «espíritu sin nombre, / indefinible esencia», «perfume misterioso / de que es vaso el poeta». Un poeta abobado, con el cerebro en blanco ante el papel en blanco, donde prenderá la llama de no se sabe qué descubrimiento, qué revelación. También del misterio o la perplejidad puede salir buena poesía, pero el uno 276 o la otra estarán en el poema, no serán la poesía. A la poésie pure del abate Bremond vale la pena oponer la «canela pura» del saco de garbanzos madrileño. - LIII Antiguos y modernos A menudo se da por supuesto, demasiado a la ligera, que las tradiciones fluyen desde el pasado hacia el presente. No es así. Una tradición es la fabricación de un pasado desde el presente: la selección de un cierto número de elementos, más o menos auténticos, más o menos inventados, para legitimar una conducta o un proyecto. Todas las tradiciones son igualmente artificiales, pero no todas tienen la misma entidad. En especial, las tradiciones que respaldan cualquier presunta "identidad" nacional no poseen mayor verdad que el espejismo del oasis que va guiando al explorador perdido en el desierto. La verdadera historia es el olvido. La memoria espontánea de las colectividades ha sido siempre muy corta, apenas llega al siglo; y si Carlomagno, Juana de Arco y Napoleón, pongamos, forman parte de algunas versiones de la "historia de Francia" es porque así ha convenido imaginarla en determinados momentos, aunque claro está que no existe ninguna realidad llamada «Francia» que los franceses del 2002 compartan con Carlomagno, Juana de Arco y Napoleón. Pero no ocurre o no debiera ocurrir análogamente en el dominio de la cultura, sobre todo literaria. El gran poeta que admira (y que, por tanto, necesariamente aprovecha, en un sentido o en otro) a Ovidio, Bernat de Ventadorn y Heine comparte con ellos (y con el lector que los paladea), en igualdad de condiciones, un mismo ámbito, se integra de hecho a su lado en una misma tradición tangible. Otra cosa es que la tradición se le imponga como un panteón de cadáveres ilustres precisamente por estar enterrados allí. 277 En la región que ahora nos atañe, los clásicos de Grecia y de Roma, hemos de proceder no sólo con toda la lucidez, sino asimismo con toda la modestia de que seamos capaces: si queremos, como muchos queremos, que la «cultura clásica», más allá de la imprescindible arqueología de los expertos, tenga un papel significativo «en la sociedad contemporánea», por fuerza debemos asumirla en primer término como tradición reconstruida desde nuestro tiempo, en diálogo cordial pero veraz con el pasado. La primera condición de tal diálogo, que ha de empezar (y acabar) como individual, es que lo mantengamos con no menos exigencia crítica que histórica: sin renunciar, pues, a entender los valores y las razones de los antiguos por el hecho de no ser los nuestros, pero sin sentirnos tampoco comprometidos a aceptarlos. Los clásicos no son el clasicismo restrictivo que en ciertos momentos tiranizó la poesía y el teatro o cerró el paso a la novela, ni son siempre la fresca savia que anima tantas obras maestras, pero nosotros no podemos leerlos sin tener presentes esas diversas implicaciones. Sólo siendo conscientes de que los recibimos a beneficio de inventario, cribándolos por el tamiz de nuestras estimaciones e intereses, de las cuestiones que todavía nos motivan y constituyen nuestra única vara de medir efectiva y afectivamente, sabremos también hacerles justicia en la historia. No seamos altivos, y aceptemos las situaciones de hecho. En la «sociedad contemporánea», la Eneida empieza por ser si acaso una narración en buena prosa romance, no un poema latino en doce cantos. Si no hacemos sitio a la prosa, no lo encontraremos para el poema. Si no asumimos que el trecho mayor del camino hacia los clásicos ha de discurrir a través de sus recreaciones, adaptaciones, resonancias en la literatura y en el lenguaje (y desde luego «in translation», como en un buen college), los relegaremos definitivamente a manjar para filólogos, a "institución" artificial y remota. Daré un ejemplo rápido. Entre los muchos estilos de narración ilustrados en Herrumbrosas lanzas, la gran novela de Juan Benet sobre la guerra de España, no es difícil reconocer 278 bastantes momentos cuyo lenguaje y estrategias expositivas recuerdan a Tácito. No es difícil reconocerlos, digo, pero en general tampoco se trata del género de deudas que pueden sustanciarse confrontando sendos pasajes a dos columnas: la lección del clásico está más bien en el tono, en una sobriedad del relato no reñida con las acotaciones sentenciosas ni con los episodios pintorescos, en la graduación dramática... Una de las excepciones que permite identificar más claramente el modelo de Tácito son los detallados sumarios que abren cada uno de los doce libros que Benet alcanzó a escribir, más o menos a la manera del siguiente: «La retirada de Herencia. La oportunidad de Gamallo. Una conversación en Las Moras»... y así una docena de líneas, hasta «Todo ello en pocos días» (XI). Son los Anales, sin duda alguna: «Muere Livia Augusta, madre de Tiberio. Crece la potencia de Seyano», etc., etc., hasta «Todo en espacio de tres años» (III). Pero el experto inútilmente buscará el original latino de tales resúmenes en las ediciones críticas de la colección Teubner: Benet los encontró en la estimable traducción castellana de don Carlos Coloma (1629), reimpresa por Menéndez Pelayo en la Biblioteca Clásica de Hernando (1890). Y el hecho de que la huella del historiador romano se haga especialmente visible en los sumarios que anteceden a cada libro es a su vez ajustado indicio de una más importante dependencia: el novelista estructura su singular crónica de la guerra civil con la ambición y los trasfondos de unos Anales de nuestro tiempo (no es cosa de pormenorizarlo aquí). Pues bien, Tácito se hace presente en la literatura española contemporánea filtrado por el tamiz de Juan Benet, y quien guste de éste y tenga noticia de la relación con aquél no sólo entenderá mejor Herrumbrosas lanzas y no sólo es probable que se sienta atraído a los Anales: al leerlos lo hará también descubriéndoles las dimensiones actuales rescatadas o postuladas por Benet. A quien, en cambio, pretenda hacérsele conocer los seguros valores de Tácito siguiendo el camino inverso, es decir, enseñándole a descifrar el texto latino de la Teubner hasta verse en condiciones de apreciarlo debidamente, sólo por maravilla le llegará la hora de cumplir el objetivo. 279 Por último: la ineludible búsqueda en los clásicos de una genealogía de la modernidad, de las modernidades, no debe ocultarnos que nuestra cultura, el horizonte de ideas y palabras en que nos sentimos a gusto, se ha hecho tanto con los clásicos como contra los clásicos. Que la Eneida fuera una obra maestra (y Propercio atestigua que lo era antes incluso de ser escrita...) no quiere decir que lo siga siendo: puede serlo o no serlo, T. S. Eliot y W. H. Auden tienen igualmente razón. Comprender no es amar. Pero el amor no tiene por qué ser ciego. Ni temamos provocar la discusión: en el disentimiento los clásicos están vivos; no lo están en la ignorancia. - LIV Sobre Otoños y otras luces Poesía de la prosa de vivir la vida al día; prosa de la poesía («una rosa es una rosa es una rosa...») tediosa; prosemas, o más, acaso, a par del último vaso... Ángel, ¿de dónde trajiste una alegría tan triste, tanta albada en el ocaso? 280 - LV Javier Cercas, cosecha 198622 Quien, como sucederá a la mayoría, llegue a El móvil engolosinado por Soldados de Salamina (que aquí no me atañe sino de refilón) es más fácil que perciba las obvias diferencias que las no menos claras semejanzas. La principal de las segundas está en que ambos libros tienen por eje central la escritura de un relato -el propio relato que se está leyendo- en tornadiza confrontación con la realidad. En El móvil, Álvaro y el protagonista de la «epopeya inaudita» de Álvaro, es decir, «un escritor ambicioso que escribe una ambiciosa novela», comparten esa misma condición con el Javier Cercas nacido en Extremadura en 1962 que firma la nouvelle. Como la comparten en Soldados de Salamina Rafael Sánchez Mazas y el «Javier Cercas» (me resigno a las comillas) que se obsesiona con los albures de Sánchez Mazas y que disfraza cristalinamente (y sólo en minucias anecdóticas) al Javier Cercas de Ibahernando (Cáceres). Todos componen o quieren componer narraciones cuyo tema mayor resulta ser el proceso que lleva a redactarlas, narraciones que las más veces se identifican con el volumen que el lector tiene en las manos. El texto de «Javier Cercas» se describe como «un relato real, un relato cosido a la realidad», que en la cabeza del autor va revelándose a sí mismo como libro («porque los libros siempre acaban cobrando vida propia») a medida que es «amasado con hechos y personajes reales». En los de Álvaro y el protagonista de Álvaro, «la presencia de modelos reales» celosamente observados va introduciendo «nuevas variables que 281 debían necesariamente alterar el curso del relato». Tanto El móvil como Soldados de Salamina terminan citando las líneas iniciales de El móvil o de Soldados de Salamina. Ese núcleo de coincidencias sustanciales se deja considerar desde múltiples puntos de vista. Podemos caer en la trampa de que las novelas se leen con la lógica del código penal y preguntarnos si El móvil que comienza y, sobre todo, concluye diciendo «Álvaro se tomaba su trabajo en serio...» es obra de Álvaro, del protagonista de Álvaro o de uno y otro. Pero si en mayor o menor grado es del protagonista, según muy bien cabe interpretar, a poca costa nos será lícito inferir que Álvaro no crea a su protagonista, sino que es el protagonista quien crea a Álvaro; y tal vez continuemos inquiriendo quién nos finge o nos sueña a nosotros lectores. (Si parva licet: la crítica acreditada no atina hoy a determinar qué «instancia autorial implícita» enuncia las frases «En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme», y cuanto viene después. He osado insinuar que el yo de quiero pertenece al Miguel de Cervantes Saavedra que combatió en la batalla de Lepanto. La desaprobación y el pitorreo han sido generales). Podemos enfocarlo en la perspectiva de la mise en abîme moderna o del viejo motivo del libro dentro del libro y el pintor que se pinta pintando el cuadro. Etc., etc. A mí, no obstante, la "metaliteratura" que El móvil tiene en común con Soldados de Salamina me llama menos la atención que la idea de la literatura que lo aparta de ese espléndido, madurísimo acierto de ligereza y gravedad. Un vistazo a tal idea nos perfila un atractivo portrait of the artist as a young man y un buen testimonio de que en la carrera de un auténtico escritor la continuidad suele acompañar a la renovación y el ir a más. En El móvil, Álvaro parte de una juvenil literariedad indiscriminada (similar a la sexualidad infantil, de creer al popular curandero vienés), de un entusiasmo que supedita la vida toda a la pasión literaria. Encauzado por el estudio, paso a paso va delimitando sus objetivos. La confianza en la superioridad del verso lo empuja primero a la lírica y después al poema épico. Nos pilla una pizca por sorpresa que no extreme tales pautas 282 hasta preconizar alguna suerte de poésie pure, «una concepción de la literatura como código sólo apto para iniciados», antes por el contrario se decida por la novela, al descubrir y alegar un factor que no esperábamos: que «ningún instrumento podía captar con mayor precisión y riqueza de matices la prolija complejidad de lo real». Convencido de la necesidad de hallar «en la literatura de nuestros antepasados un filón que nos exprese plenamente», de «retomar esa tradición e insertarse en ella», desdeña el «experimentalismo (...) autofágico» y los géneros menudos de la modernidad, y se dispone a volver a los clásicos del siglo XIX, a «regresar a Flaubert». Pronto advierte que la composición de la novela concebida sobre semejantes bases será más sencilla si se apoya en la observación de individuos de carne y hueso que presten rasgos suyos a los ficticios. Lector aplicado y metódico, Álvaro conoce las controversias eruditas sobre los «modelos reales» del Quijote (y las alude expresamente con esa fórmula). Por amigos comunes, supongo, sabe del grabado que Juan Benet tiene a la entrada de casa: «M. Emilio Zola tomando el expreso París-Burdeos para estudiar las costumbres de los ferroviarios». No duda en alinearse con el Zola del grabado y el Cervantes de Rodríguez Marín, con los maestros decimonónicos. Pone todo el empeño en informarse sobre el carácter, los hábitos, las singularidades de unos vecinos que se le ofrecen como prometedoras contrafiguras de sus protagonistas. Cuando de encontrárselos en el supermercado o espiarlos desde el baño pasa a trabar amistad con ellos e intervenir en su cotidianidad, comienza a urgirle la querencia de encarrilarlos de hecho por el camino que en la novela les corresponde. Así ocurre, en efecto: el propio Álvaro les sugiere comportamientos que repiten la trama novelesca que ha imaginado, y los vecinos las ponen por obra con variantes que asimismo forman parte del libro de Álvaro (etc.), el libro que empieza «Álvaro se tomaba su trabajo en serio...». Todo El móvil está contado con distancia e ironía, pero también con fe. En especial, el estilo se reconoce a menudo como un pastiche: no un remedo funcional (ni desde luego inocente) ni una parodia descarada, sino un estilo que finge (con 283 transparencia) ser el de unos lenguajes convencionales que no pertenecen al autor. (No otra era la tesitura preferida de Jorge Luis Borges). No falta en el desenlace la crítica de tal proceder, pero ella misma constituye a su vez un pastiche23. El caso es sin embargo que tras la distancia y la ironía ya del estilo hay, como digo, fe, una fe inmensa en las razones y esperanzas de Álvaro. Percibimos que Javier Cercas (cosecha 1986), por muchas cortinas de humo que interponga, cree como él en un primado de la literatura, en la literatura como una entidad de rara autosuficiencia. Por eso la juzga, verbigracia, «una amante excluyente» (Rubén Darío se mostraba más liberal: «Abuelo, preciso es decíroslo: mi esposa es de mi tierra; mi querida, de París»), que demanda «meditación y estudio» y no puede abandonarse «en manos del amateur». Por eso la imagina desbordando las fronteras de la realidad, imponiéndosele. Pues desengañémonos: si en un momento dado parece que las riendas se le escapan a Álvaro y los personajes se le desmandan, la rebelión está también en el libreto, es a la postre otro triunfo de la literatura. Esas convicciones se encuentran sin duda en la trastienda de El móvil y fijan los términos de su excelencia como nouvelle. Porque El móvil es obra de una perfección pasmosa no ya para un mozo de veintipoquísimos años, sino para el escritor más hecho y derecho. La intriga, narrada con desembarazo y gracia, atrae y absorbe desde el arranque. La estructura funciona, cierto, como «una maquinaria de relojería». El Leitmotiv de la puerta entre el sueño y el suelo presta al conjunto unos elegantes lejos simbólicos. Ni un cabo queda por atar. Si la palabra admirativa que se nos viene a los labios es «virtuosismo», probablemente demos en el clavo. Cuando menos es seguro que el relato responde expresamente a un desafío: «lo 284 esencial -aunque también lo más arduo- es sugerir ese fenómeno osmótico a través del que, de forma misteriosa, la redacción de la novela de su personaje modifica de tal modo la vida de sus vecinos, que el autor de la novela -personaje en la novela de Álvaro- resulta de algún modo responsable del crimen que ellos cometen». El problema se resuelve en El móvil con evidente maestría argumental. (Por las mismas fechas, si la memoria no me engaña, el joven Cercas había salido con bien de un reto análogo: la historia de un crimen en que el asesino tenía que ser el lector, cada lector que materialmente iba pasando las páginas del libro). Pero el planteamiento en clave de thriller ¿no está apuntándonos que nos las habemos con un ejercicio de dedos? Un cuento policíaco no puede ser hoy sino un más difícil todavía, el intento de descollar por la novedad del asunto y la destreza de la técnica en una larguísima hilera de precedentes, manteniendo las estrictas reglas marcadas por ellos. A la artificiosidad que el género nos destapa hemos de sumarle la aneja al de la literatura como tema medular. En su día, al publicarse el volumen originario, no me sorprendería que algún reseñador (no el pionero, J. M. Ripoll) tratara El móvil de «reflexión sobre la literatura» o «sobre los poderes la literatura». Que era como decir que entraba a competir en una palestra en que seguían frescas y provocadoras las palmas de tantos maestros del Novecientos, y sobre todo de Julio Cortázar. Pero insistamos en que el relato es efectivamente una pieza redonda, un logro notorio en las dos caras del empeño, policíaca y metaliteraria. Por ahí, todo lector, cronopio, fama o militar sin graduación, capta en seguida un desafío y ve a Cercas superarlo brillantemente. Tal es quizá el límite de El móvil: proponerse y alcanzar dentro de esas líneas el objetivo de su propia eminencia. Nos apetecería equipararlo a las mejores partidas de ajedrez que Álvaro, tras asimilar la bibliografía, ensayar entre amigos, adiestrarse frente al ordenador, disputa al viejo Montero. Porque el alcance de una partida de ajedrez es sólo la misma partida de ajedrez. Et pourtant... ¿No podríamos darle la vuelta a esas impresiones? La pasión literaria de Álvaro (etc.) se presenta inicialmente 285 con palpable simpatía, pero pronto va desenmascarándonoslo como a un insensato dispuesto a llevar hasta el crimen a sus «modelos reales» («Voluntaria o involuntariamente, arrastrado por su fanatismo creador o por su mera inconsciencia», «él era el verdadero culpable de la muerte del viejo Montero») simplemente para terminar un libro24. El desarrollo de los hechos ¿prueba o impugna la omnipotencia que Álvaro atribuye a la literatura? ¿Los personajes se le rebelan o, en última instancia, repito, la rebelión está de veras en el libreto? Nos consta que Álvaro es menos un personaje que un exemplum, la idolatría por la literatura, pero ¿es además una caricatura del novelista decimonónico? El ideal realista ¿está negado por la práctica metaliteraria? ¿Quién descubre, construye, da sentido a quién, la narración a la realidad o viceversa? Javier Cercas (dejémonos de pamplinas: no «Álvaro», ni «Álvaro (etc.)», sino Javier Cercas; en el peor de los casos, siempre nos queda el escape de justificarlo como una alegoría de Álvaro), Javier Cercas, digo, se cura en salud alegando al final que Álvaro «comprendió que con el material de la novela que había escrito podía construir su parodia y su refutación». La verdad es que juega con todas las cartas y no sabe a cuál quedarse. Los ardides de tahúr con que las maneja en El móvil revelan un aplomo admirable. Pero barrunto que acabará sacándole mejor partido a la incapacidad de decidir entre la vida y la literatura. 286 - LVI La novela, o las cosas de la vida En el uso hoy más normal, la palabra novela designa básicamente una narración en prosa editada en volumen propio, destinada al público general y no leída como relato íntegramente de hechos reales. Si luego nos preguntamos por otras características, fácilmente podemos ponernos de acuerdo cuando menos en que las buenas novelas de nuestros días suelen combinar, en proporciones variables (y aparte otros posibles ingredientes), imaginación, realidad cotidiana y literariedad (vale decir, un cierto número de cualidades que las hacen meritorias a ojos de la institución literaria). Quiero subrayar que la conciliación de esos tres factores es cosa reciente. Hasta como quien dice anteayer, la realidad cotidiana, el dominio de la experiencia común, la representación de las cosas, personas y circunstancias equiparables a las conocidas y frecuentadas por la mayoría de los lectores, nunca habían formado parte significativa (no digamos ya determinante) de la ficción, donde entraban sólo, si acaso, como elemento incidental o cómico. Cuando por fin se presentan avasalladoramente, no es en ninguna rama de la literatura sancionada como tal -bajo la etiqueta clásica de «poesía»-, sino en la prosa de hechos pseudo-reales, que pertenece a una especie diferente. En la historia de las letras europeas, no hay sin embargo una convulsión mayor que la irrupción de la cotidianidad, primero en esa prosa pseudo-real y después, progresivamente, en todas las modalidades de la ficción. El auge del realismo es indisociable de la ruptura de las jerarquías que asignaban a los personajes un estilo, serio o grotesco, en función de su rango social; pero la meta realista también podía alcanzarse acatando en grado apreciable esas jerarquías. Al discurrir sobre la novela realista, especialmente en el horizonte de la tradición inglesa, es habitual marcar el acento en el retrato de los caracteres individuales; pero en ese campo los logros habían sido muchos en diversos géneros. A 287 decir verdad, el dato que más poderosamente marca la frontera entre los dos grandes estadios de la literatura occidental, el antiguo y el moderno (con la posmodernidad aneja), es el relieve y la centralidad que en el segundo cobran las contingencias de la cotidianidad menuda, la efectiva inserción de los personajes en el ámbito de la existencia compartido con los lectores, la atención a las cosas concretas, a los humildes detalles de espacio, tiempo, comportamientos, frente al olvido en que los dejaban las doctrinas literarias usualmente aceptadas. No es el momento de seguir los avances de la cotidianidad entre el Renacimiento y los maestros del siglo XIX, cuando la narrativa realista recibe sus primeras patentes de nobleza literaria. Por no movernos de España, recuérdese sólo que el Lazarillo y el Guzmán de Alfarache proponían una subversión casi ontológica: en vez de las categorías que durante milenios habían gobernado todas las especies de la ficción -de la ficción precisamente como modo de ser distinto de la vida real-, pretendían hacer suyas las mismas categorías que la vida real, y por tanto dando una insólita prominencia a las pequeñeces de la vida real. No era una reacción frente a la literatura convencional (según repiten los manuales), sino la encarnación de otro paradigma, ajeno en principio a la «poesía». Cervantes crea la novela moderna, todas las novelas modernas, contrastando y concertando el ideal de la «poesía», que le parece en gran medida válido, con ese nuevo paradigma de la cotidianidad, y no simplemente en el mundo narrado, sino también, y no menos decisivamente, en el lenguaje que narra. En el estadio antiguo, en cualquier caso, la regla era que los objetos, ambientes y situaciones de la cotidianidad no tuvieran lugar relevante en la ficción; en el moderno, la excepción es que no lo tengan. Podríamos comprobarlo repasando la inmensa mayoría de los títulos de cualquier biblioteca rica en novelas de los dos últimos siglos. Nos bastará asomarnos al cuarto de Gregor Samsa: acaba de despertarse convertido en un inmenso insecto, pero (y de ahí el drama) sobre la mesa tiene el muestrario de paños, y no quiere perder el tren de las cinco. O evoquemos la jornada de Stephen Dedalus y Leopold 288 Bloom: la elaboración lingüística lo transfigura todo en mito, pero el meollo del relato son el contexto y las minucias rutinarias de dos dublineses un 4 de junio de 1904. Verista o fantástica, histórica o contemporánea, seria o ligera, de personaje o de género, la ficción moderna, contra una teoría y una práctica milenarias, parece haber asumido para siempre la cotidianidad como aire que respira. De tan obvia y regular, la cosa suele escapársenos. - LVII Los pasos de Claudio Guillén Claudio Guillén siempre está de paso, siempre ha estado de paso. Lo he visto en Valladolid y en París, en Nerja y en el Cambridge de Indias, de diario y de fiesta, de catedrático numerario y de profesor invitado... Y siempre, en la mesa redonda, entre clase y clase, de copas, en la biblioteca, siempre yendo y viniendo, siempre de paso. Es ése, si no me engaño, el rasgo que mejor lo define y mayor ligazón da a sus trabajos y sus días. No creo engañarme, porque lo conozco ni sé desde cuándo; pero de antes lo conocía Pedro Salinas, y en 1931, con siete años, lo perfilaba ya «cada vez más "retrato del artista as a boy": posturas de desafectada elegancia, miradas perdidas y melancólicas, y de pronto, ya al borde de Van Dyck, el chico que surge y echa a correr»: precisamente que «echa a correr». La intemerata después, un fotógrafo menos al minuto y bastante más avispado que yo, Antonio Muñoz Molina, lo percibe también perpetuamente «de un lado para otro», con una «ligereza envidiable de nómada, una rapidez de pasajero de puertas giratorias», visto y no visto; y, aun así -el matiz que añade Antonio es importante-, nunca con «el aire de afantasmamiento y fatiga de quienes viajan demasiado, sino más bien lo contrario, un aspecto solvente y confortable de sedentarismo». 289 No es observación demasiado aguda que para estar siempre de paso hay que venir de alguna parte e ir a otra, ni tampoco que semejante tute resulta más llevadero si uno tiene muchas casas a lo largo del camino. Don Juan Manuel le decía a su hijo que podía correr del reino de Navarra al de Granada durmiendo cada noche en villa cercada o en castillo de los suyos. Claudio va y viene por el espacio y por el tiempo alojándose cada día en domicilio propio. De dónde viene es cosa clara; adónde va, a veces no tanto. Claudio Guillén viene ante todo, y no es de regla, del singular entorno en que se crió. Que su padre fuera Jorge Guillén, a quien los manuales etiquetan como «poeta y catedrático»; que ese escorzo que lo pinta «al borde de Van Dyck» se lea en una carta de Pedro Salinas; que su hermana Teresa y él recuerden perfectamente a un amigo de la familia «llamado Federico» que «tocaba el piano y les hacía reír», lo dicen todo sobre sus bases de partida. Claudio viene de la primera generación española de intelectuales y creadores que asumieron la modernidad sin distancia y sin alarde. Sin necesidad de predicarla como programa ni exhibirla con alharacas, sino con la naturalidad de lo que se da por supuesto, por justo y necesario. Gentes a la altura más eminente de las circunstancias europeas, pero asimismo, y aun como nota distintiva, con poderoso anclaje en una tradición castiza, y hasta de patria chica. ¿O cabe imaginar a alguien más esencialmente castellano que Jorge Guillén, más madrileño que Salinas o más andaluz que Lorca? De ahí, reconoce él, la «vocación literaria» del arranque: en el comienzo, «de lector, ¡conformes!», y en seguida «de estudioso y luego de escritor». De ahí a su vez, con las marejadas de la guerra civil, la serie inaugural de mudanzas, a Francia, a Canadá, a los Estados Unidos, permanentemente de paso -cuenta- «no ya de un país a otro, de los años del colegio a los de la universidad, sino de la lengua española a la francesa y luego a la inglesa, de unos métodos de estudio a otros, de unos hábitos de juventud a nuevas normas de comportamiento». La correspondencia de don Pedro y don Jorge nos deja entrever a «Claudie» en esa época, del liceo en París, convertido en «"el último conquistador", primero de su clase», 290 al aprendizaje del latín en Montreal, el posesionamiento del inglés en Wellesley con «desenvoltura» que pasmaba a su padre o el servicio en la Fuerzas del General De Gaulle, hasta encontrarlo en 1946 «muy "excitado" por su vida en Harvard, definitivamente (...) entregado a su sino de intelectual». Es obvio que no fue el suyo un exilio o, si queréis, un destierro penoso como el de los niños de Morelia ni trágico como el de los internados en los campos de concentración. Los Estados Unidos que lo acogieron para decenios representaban en más de un sentido una reconstrucción y una edición corregida y aumentada del círculo originario. Cerca de los Guillén, y supuestos los fraternales Salinas, se había reconstituido la aristocracia republicana de los García Lorca y De los Ríos, y no lejos andaban el inextinguible don Américo Castro o (permitidme citarlos también a título mío personal) el gran José F. Montesinos, el estupendo Ferrater Mora o el admirable Vicente Llorens. Pero, por otro lado, la diáspora española tuvo allí ocasión de convivir o concurrir más apretadamente que hasta entonces con otra de europeos parejos en amplitud de horizontes, inteligencia y finura: en particular, los fugitivos del nazismo, un Leo Spitzer, un Roman Jakobson o un Erwin Panofsky. En esa equidistancia de Granada y Viena, en el marco norteamericano de unas universidades inmensamente enriquecidas por la aportación de los emigrados, llega Claudio a Harvard, decía, en 1946 y pronto cae en las gratas redes de tres maestros. Amado Alonso, por una parte, le transmite la filología hispánica de la escuela de don Ramón, del Centro de Estudios Históricos, en la versión más sugestiva y puesta al día con la estilística. Después, ya en el Departamento de Literatura Comparada, en la dirección que nunca abandonará, el eslavista Renato Poggioli lo atrae con la figura del estudioso de excepcional solidez a la par que hombre de letras militantes. El gigantesco Harry Levin, a su vez, lo deslumbra con una erudición, perspicacia y claridad cuyo más alto testimonio es el consejo de Jorge Luis Borges a un curioso: «Si de veras le interesa Joyce, lea el libro de Harry Levin o, en su defecto, el Ulysses». 291 No voy a seguir mucho más hacia acá el itinerario vagamundo de este viejísimo amigo y flamante compañero de Academia. Lo pillaríamos de lector en Colonia o peregrino en su patria hacia 1950 y poco, avanzando en Princeton en la carrera universitaria, catedrático en San Diego en 1965, en Harvard en 1978, en Barcelona en 1983; pero, igualmente en esas etapas, de profesor visitante en Johannesburgo, São Paulo, Málaga, Venecia, de relator o conferenciante en Utrecht, Budapest, Pekín, Moscú, Porto Alegre... Demasiado trote para mis huesos; y, en cualquier caso, va siendo hora de indicar qué diablos hacía Claudio siempre de paso por tanta plaza, por tanto albero. La respuesta es sencilla: hacía Literatura Comparada. El saber más hondamente suyo, con el que se identifica y se le identifica, por excelencia y con la máxima categoría, es la Literatura Comparada. Falta en nuestro diccionario corporativo la definición correspondiente, y para remediar la ausencia lo hemos traído a él. En otro contexto, me atrevería a sugerir que entra en el dominio del comparatismo, as a matter of fact, cualquier modalidad de estudio cuyo asunto no puede elucidarse como es debido sin recurrir a más de una tradición lingüística y literaria. Pero en la circunstancia en que nos hallamos, y tras sobrevolar vertiginosamente sus mocedades, me basta apuntar que la Literatura Comparada es la traducción a «arte, facultad o ciencia» de la biografía de Claudio Guillén. Del salón en el ángulo fúlgido, mon cher Claudie, Literatura Comparada eres tú. Literatura Comparada es estar de paso. Entre lo uno y lo diverso reza justamente el título de 1985 al amparo del cual ofreció Claudio su magistral introducción a la disciplina. Entre lo uno y lo diverso: tanto, pues, el recorrido mismo, la andadura de suyo, como el punto de partida y la meta última; tanto, y acaso más. El libro expone e ilustra con pulso certero los principales conceptos -«viajeros y estables», como en las pensiones de antaño- que maneja el comparatismo: los géneros, los temas, los mitos y las metáforas, las relaciones literarias, los períodos y los estilos, las morfologías, el multilingüismo, voire même la intertextualidad... Pero el meollo del volumen es la reflexión sobre su propia razón de ser, sobre la entidad misma de la Literatura Comparada. Frente 292 a la firmeza de la Poética antigua y la seguridad (falsa) de la moderna Teoría, el comparatista, inevitablemente a la lumbre todavía de la desmembración y la incertidumbre románticas, se funda en la evidencia histórica y crítica de que la literatura es ancha y heterogénea como el mundo, cambiante e imprevisible como los hombres. Y existe un modo de leer en que la experiencia del texto concreto mira siempre a la multiplicidad de los otros textos y a la totalidad proteica que los engloba, y viene y va y vuelve al todo y a las partes por unos senderos que se cruzan indefinidamente. Es la Literatura Comparada. Entre lo uno y lo diverso, vale decir, de paso. En la perspectiva que tan corta y torpemente resumo, Claudio por fuerza ha de concebirla menos como una doctrina o una técnica que como un talante y un proyecto, y yo diría que también una ilusión. Él insiste en caracterizarla como vocación y actitud, inquietud y tensión, al cabo condición vital. «El talante del comparatista -escribe, ya en nuestro milenio- acaba siendo una consecuencia, el resultado de sí mismo, de su propio dinamismo, del proceso abierto de aprendizaje que su práctica viene significando de año en año», porque «el objeto mismo de sus investigaciones puede o debe surgir, como un recién nacido, de su propia experiencia, su iniciativa y su imaginación». Amén. En Guillén el Joven, cierto, nosotros no podemos dejar de entender la Literatura Comparada como una dimensión de la biografía. «Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace», otro español más rico de aventura literaria, en una encrucijada más fértil de personas, lugares y épocas, y más dotado para aprovechar y transmitir su vivencia a la vez andariega e intelectual. Sé que vengo pecando de brevedad y de abstracción. No me queda otro remedio que confiar en que la escueta enunciación de unos nombres y la alusión a unas ideas logren suscitar las resonancias que quisiera. Poco más podré hacer con la corpulenta bibliografía del nuevo académico. Un saludo de bienvenida no da para una docena de libros y una miríada de otras contribuciones. Pongamos que menciono unos cuantos artículos: «La disposición temporal del Lazarillo de Tormes», «Sátira y 293 poética en Garcilaso», «Luis Sánchez, Ginés de Pasamonte y el descubrimiento del género picaresco», «Estilística del silencio»... Necesitaría bastantes más páginas de las que ellos ocupan para insinuar simplemente la profundidad de los panoramas que abren a cualquier lector y la trascendencia que en efecto han tenido entre historiadores y críticos de la literatura española. Y ¿qué hacer con otros trabajos, con las piezas y el entero engranaje de Literature as System, El primer Siglo de Oro, Teorías de la historia literaria? Señores, ahí queda eso. «De Carthagine silere melius quam parum dicere». Para cifrar en dos palabras cuál ha sido siempre el quehacer primordial de Claudio Guillén, he recordado sin embargo el volumen de 1985 que tan lúcidamente delinea los grandes caminos por donde discurre la Literatura Comparada. La justicia y la simetría aconsejan sacar siquiera a relucir otro libro mayor, Múltiples moradas, Premio Nacional de Ensayo en 1999, que por el momento supone el más brillante despliegue de las mañas de Claudio como comparatista práctico y una espléndida summa de todos sus trajines por el universo mundo. Los títulos son (o podemos hacerlos) locuaces. Entre lo uno y lo diverso nos llevaba, más de paso y a paso más ligero, por una infinidad de cuestiones de formidable enjundia, atendiendo sólo en segundo término, aunque no secundariamente, a la casuística de los ejemplos. Múltiples moradas se detiene y se complace en las estaciones del trayecto, en un tour du propriétaire por algunas de las muchas casas que el autor posee. Dice bien con mi planteamiento (y con mis resabios retóricos) que la primera de esas moradas sea el destierro. Guillén escudriña las poesías y las prosas de expatriados de las lenguas y las edades más distantes, llámense Ovidio o Dante, T'ao Ch'ien, Nabokov o Juan Ramón Jiménez, y advierte, por ejemplo, cómo la realidad elaborada por un gran escritor se convierte en pauta ya estrictamente imaginativa para sus sucesores, o cómo al destierro sucede a menudo, con el retorno, el trance no menos doloroso del destiempo. Por encima de los siglos y de los países, una imagen preside numerosos exilios: «Conforme unos hombres y mujeres desterrados y desarraigados contemplan el sol y las estrellas, aprenden a compartir 294 con otros, o a empezar a compartir, un proceso común y un impulso solidario de alcance siempre más amplio». Contra las modas y las ortodoxias críticas, varios de los mejores capítulos de Múltiples moradas insisten en ese arrimar vida y literatura, contemplando la una como faceta de la otra. Concuerdo. Sólo ese enfoque permite abordar con provecho una especie tan delicada como la carta, con sus incontables gradaciones entre la ficción y la realidad, y por ende tan capital en la génesis de la suprema revolución de la Weltliteratur: la novela. O sólo en tales coordenadas cabe echar cuentas de veras con la poética de la obscenidad, oscilante entre los extremos del mero insulto procaz y el impulso hacia «la expresión total», entre la literatura fantástica y la ciencia aplicada, con la pornografía como refutación inconcusa de toda cábala sobre el arte por el arte. Postergo de mala gana otras secciones de Múltiples moradas, sobre todo cuando se enfrentan con materias tan deleitosas e instructivas como la invención de las literaturas nacionales, que a mí me incitaría más bien a disertar sobre el género literario que son las naciones. Si he privilegiado tres capítulos, es porque refuerzan los rasgos del perfil que vengo esbozando y me parecen representantes especialmente felices de las capacidades y los procedimientos de Claudio Guillén. Nada tan propio de él como la indagación en forma de paseo, según en Múltiples moradas ocurre en grado superlativo. Salimos de unas primeras consideraciones generales, y en seguida hacemos un alto en un texto que normalmente las matiza para orientarlas en otro sentido. Luego se nos llama la atención sobre un detalle de un paisaje lejano, nos demoramos en unos versos, bordeamos una torrentera, descansamos de nuevo en una fábula..., siempre revisando y refinando las consideraciones de partida. De Ortega a Jenofonte, de Maquiavelo a Shakespeare, de Tolstoy a Petrarca, Claudio nos guía cordialmente, mostrándonos en cada trecho las vistas más eficaces para sacar partido de la excursión, pero sin atosigarnos; sin que perdamos nunca el diseño de conjunto, pero sin imponérnoslo como único itinerario posible ni abocarnos necesariamente a un punto de llegada: porque las conclusiones 295 de la Literatura Comparada no se distinguen en rigor de las revelaciones y las amenidades del viaje. Para meternos insensiblemente en tales caminatas, para sortear el catálogo o el repertorio, hace falta mucho talento de escritor. Claudio lo tiene. El depauperado adjetivo «personal» recobra la dignidad referido a su estilo, vivaz, afable y envolvente. No sé de otro estudioso de la misma o análoga cuerda que con más frecuencia miente o directamente apele al «lector» y establezca con él un terreno de diálogo en tan cortés pie de igualdad. La presencia del autor se siente continua, no ya porque cuente de sí mismo, que también lo hace (no lo hay con mayor garbo para convertir la presentación de la bibliografía en un auténtico Bildungsroman), sino porque advertimos que no está produciendo pura scholarship, sino ejercitando los studia humanitatis, las «letras de humanidad», es decir, moviéndose en un ámbito que es igualmente el nuestro, tocando asuntos que no se limitan a pasto para profesionales, antes tienen que ver con los gustos, opiniones, conductas de cualquier mortal con dos dedos de corazón y de frente. Dejábamos antes a Claudio Guillén en las puertas de la madurez, a mitad del cursus honorum, y, cambiando de derrotero, de lo vivo a lo pintado, lo acompañábamos a trota caballo por las avenidas y las trochas de la Literatura Comparada, entre lo uno y lo diverso, de paso por múltiples moradas. Tomemos otra vez el hilo, todavía dos minutos, en 1983. En ese año, catedrático de la Universidad Autónoma de Barcelona por orden ministerial que firma Javier Solana, su centro de gravedad se traslada a España. No es cosa de incurrir en la enésima versión del motivo, bellamente expuesto por Vicente Llorens, de «el retorno del desterrado». Claudio, a decir verdad, llevaba muchos años retornando, cogiéndole el tranquillo a las circunstancias, en un proceso cuyo relato aún nos debe. Yo me pregunto, por ejemplo, qué pensaría el 9 de octubre de 1951 mientras comía en Lhardy con su padre y Dámaso Alonso, con Vicente Aleixandre y Fernández Almagro, Cossío y Gerardo Diego, Luis Rosales y, felizmente aquí para contarlo, Carlos Bousoño. A varios no los conocería sino 296 de nombre, y no siempre orlado con las mejores connotaciones. ¿Se le ocurriría que medio siglo después iba a tocarle figurar en la misma nómina de todos los recién mentados como miembros de la Real Academia Española? Tampoco quiero invitar descaradamente al titular fácil: «Con Claudio Guillén entra en la Academia la segunda generación del exilio». Pero él mismo ha recordado hoy con cariño a media docena de hijos de emigrados con quienes compartió esfuerzos y esperanzas. Si no me engaño, sólo uno de los nombrados ha vuelto para quedarse. Dolernos de que haya tenido que ser así es no obstante una razón más para celebrar que el regreso de Claudio Guillén esté resultando tan fecundo, enriqueciéndonos tanto. El caso es que a la mañana siguiente de llegar parecía como si nunca se hubiera ido. En la universidad, se ha movido como el más ducho de los numerarios, no ya en el aula o en el departamento, formando discípulos y espoleando colegas, sino también bregando con el Ministerio o los tribunales de oposiciones. Fuera de la universidad, dirige colecciones (alguna, de la mano asimismo de otro queridísimo amigo suyo y mío, Jaime Salinas), es consejero de revistas y fundaciones, presenta y prologa libros, publica en editoriales no especializadas, alterna cum modo en la vida literaria, escribe en los periódicos... Es el conjunto de actividades a que en Europa, a diferencia de otros lugares, suele extenderse el círculo de un universitario de prestigio, pero precisamente el círculo que su condición migratoria le vedaba en etapas previas y que ahora, en cambio, está dando a su quehacer, día a día creciente, los justos ecos intelectuales y sociales, y por ende beneficiándonos a todos. Porque gracias a su ágil instalación entre nosotros sin perder la naturaleza ni la historia de ave de paso, gracias a que lo vemos a la vez como igual y distinto, uno y diverso, no es ya que Claudio traiga siempre lecciones o propuestas valiosas, sino que con su mera presencia estimula a dar mayor vuelo, perspectivas más anchas, a cualquier empresa en la que intervenga. No será de otro modo en la Academia, en esta casa, como pide el ritual que se la llame en parejas circunstancias (con mayúscula que no acaba de convencerme). Al final de su discurso 297 en la ceremonia del Premio Cervantes, don Jorge Guillén aducía una frase petrarquesca, «laureatus in Urbe», que había espigado en unas paginillas mías. Dejadme que al agradecérselo ahora saque yo a colación para su hijo otra cita de Petrarca: «peregrinus ubique», 'por todas partes de paso'. La Real Academia Española espera mucho de la ciencia y los ánimos de Claudio Guillén, porque está convencida de que teniéndolo aquí, «laureatus in Urbe»», con todos sus saberes de «peregrinus ubique», hará ventajosamente de esta casa la primera y más favorecida de sus múltiples moradas. He dicho. - LVIII ¡Que salga el autor! Por unanimidad, los tribunales del siglo pasado dictaron para el autor sentencia de muerte. Mallarmé y Proust, los New critics y los formalistas, el estructuralismo y la poética se mostraban curiosamente de acuerdo: el texto da cuenta de sí mismo sin necesidad de referirlo a la biografía, la intención ni la circunstancia del escritor. Hay que tener bien presente, sí, al autor implicado (fidedigno o infido, ¡mucho ojo!), pura función del texto, hechura del texto en la misma medida que el lector ideal destinado a reconocerlo. Pero el poeta o el prosista cuyo nombre figura en la portada es un accidente baladí, tan irrelevante desde una perspectiva literaria como la persona del cajista o el encuadernador... La verdad es que la obra de arte del lenguaje no se distingue sustancialmente de los demás productos lingüísticos, ni, como ellos, puede descifrarse a derechas sin referirla a un determinado emisor. Que luego ese emisor hable en serio o en broma, que quiera engañarnos o nos invite a jugar ni quita ni pone a la evidencia de que para entender la obra, mal o bien, debemos identificarlo a él, mejor o peor, en la realidad de la historia. El Lazarillo (persisto en repetirlo) no es un 298 libro anónimo, sino apócrifo, firmado como va por «Lázaro de Tormes»; pero para apreciarlo como apócrifo tenemos que remitirlo a la silueta enigmática de un anónimo. Todas las cabalas sobre las «instancias narradoras» en el Quijote (¡querido, inolvidable M. M.!) se evaporan cuando uno le echa valor a la cosa y se atreve a admitir que quien cuenta las andanzas de Alonso Quijano es un cierto Miguel de Cervantes que vivió más o menos en la época del protagonista. Ni siquiera es cierto que una vez en la calle el texto literario no ofrezca posibilidad de vuelta atrás o que no entable con los «narratarios» un diálogo que quizá lleve a modificarlo, exactamente igual que ocurre con cualquier enunciado en cualquier conversación de la vida diaria. La Comedia de Calisto y Melibea instigó «dísonos y varios juicios»: «Unos decían que era prolija, otros breve, otros agradable, otros escura...». La «mayor parte» de los lectores, no obstante, coincidía en querer «que se alargase en el proceso de su deleite destos amantes», y Fernando de Rojas, «muy importunado» y «contra su voluntad», determinó «meter segunda vez la pluma» y convertirla en la Tragicomedia de Calisto y Melibea. Que, desde luego, es una obra distinta de la Comedia, pero no independiente de ella: que es la Comedia como don Juan de Austria es Jeromín o como el insufrible «infido» que he escrito arriba es el todavía más irritante «infidígrafo» que con razón me había echado en cara G. V. B. Pocas refutaciones más contundentes de la crítica vigesimonónica (páseseme el centauro) que el clamor que antaño se oía en los estrenos afortunados: «¡Que salga el autor!». Y, en efecto, al volver a alzarse el telón hete aquí que aparecía por un lado del escenario un sujeto sin maquillar que avanzaba entre sonrisas a los cómicos y discretas inclinaciones a los espectadores. ¡Toma ya Roland Barthes! La costumbre no existía aún hacia 1600, pero el corral se llenaba con el mero señuelo de una etiqueta: «Es de Lope». Y el hecho de ser de Lope añadía a la comedia un valor que el mismo texto, letra por letra, no habría tenido con otra firma: no simplemente un valor de cambio, sino un valor de uso, la garantía de una genuinidad que agudizaba la percepción de la pieza. 299 Lope se escribió incansablemente en verso y en prosa, en manuscritos y en impresos, sobre las tablas, en las academias, los certámenes, las fiestas públicas. ¿Que no escriba decís o que no viva? Haced vos con mi amor que yo no sienta, que yo haré con mi pluma que no escriba. Sobre ningún sentir, sin embargo, volvió tan obsesivamente, con tanta tenacidad, como sobre la estela que en él dejó la pasión por Elena Osorio. Pues bien: sin duda un individuo de otra galaxia, el Santiago Paganel de Julio Verne o ciertos críticos de obediencia relativamente moderna podrían leer La Dorotea ignorándolo todo sobre aquel episodio juvenil, y aun así descubriéndole infinidad de virtudes "estrictamente literarias". Pero quien conozca el episodio de marras ¿acaso no estará en condiciones de estimar esas virtudes y encontrarle otras no menos positivas por menos estrictas o por dudosamente literarias? Porque ¿dónde esta dicho que el placer de la "literatura pura" (supongámosla) no se lleva bien con los placeres de distinto orden o es de una especie superior? No he visto, naturalmente, el volumen de Cartas, documentos y escrituras de Lope de Vega que va a publicar Chris Sliwa, ni puedo por tanto juzgar el acierto en la selección de las fuentes, los criterios de edición y demás exigencias de la buena filología. Gustosamente la doy por supuesta. Sea como fuere, sí tengo la certeza de que un libro (y, esperemos, un cederrón) como el que nuestro benemérito amigo ha preparado ha de constituir por fuerza una aportación mayor para el conocimiento y el disfrute de todo Lope de Vega. 300 - LIX Elogio de los tipógrafos de la Federación Socialista Madrileña He leído pocos libros de memorias tan hermosos como El tiempo amarillo de Fernando Fernán-Gómez. Las páginas más fascinantes de la obra, siempre en estupenda prosa, son las que acogen el porfiado esfuerzo de Fernán-Gómez por situarse y definirse a sí mismo en el cambiante marco de las circunstancias y por contarse al lector con toda la transparencia a la vez que con un pudor extremo. Pero con frecuencia no valen menos los perfiles de otros personajes y la crónica de hechos externos, de los teatros de la guerra al cine de la posguerra. Una de las siluetas que mejor se recortan en las memorias es la del abuelo, Álvaro Fernández Pola, en la Villa y Corte de finales del siglo XIX. Visto como se le ve, con los ojos de la abuela -la heroína y desde luego la figura más atractiva de El tiempo amarillo-, se trataba ciertamente de un tipo difícil y atrabiliario. Pero, por otra parte, era hombre «muy inteligente», «bastante leído», con «ínfulas de escritor, de actor y también de inventor», regente de la imprenta de la Diputación, en el recinto del Hospicio (Fuencarral, 84). No hubiera hecho falta añadir que, sobre colega, fue amigo y correligionario de Pablo Iglesias, para que reconociéramos de inmediato a un típico espécimen de la Federación Socialista Madrileña. Porque, como es bien sabido, las raíces del Partido Socialista Obrero Español (1879) están en el sector de tipógrafos de la Internacional integrado en 1873 en la Asociación General del Arte de Imprimir; y principalmente de tipógrafos se nutrieron sus filas en la época originaria. Más que un activista como Pablo Iglesias o José Mesa, Álvaro Fernández parece haber sido de una cuerda afín al protagonista de La Verbena de la Paloma (1894). Pues no dudemos de que Julián militaba en el PSOE. Cuando se describe como «un honrado cajista / (¡maldita sea la...!) / que gana cuatro pesetas / y no debe na», podemos incluso preguntarnos si no precisará 301 la cuantía del jornal para celebrar una reivindicación conseguida en alguna de las numerosas huelgas de tipógrafos encabezadas por Iglesias o la satisfacción de tener un trabajo (y bien pagado: según Álvaro, un cajista se las arreglaba con diez o doce reales) cuando muchos compañeros estaban en la calle por su participación en conflictos laborales... En cualquier caso, el regusto de su declaración de principios, recién salido a escena, es inequívoco: «También la gente del pueblo / tiene su corazoncito...». Tanto, que, según Indalecio Prieto, Pablo Iglesias llegó a esgrimirla en los mítines. Como a muchos colegas, a Álvaro le gustaba darle a la pluma, y escribió dos funciones de teatro: una «absolutamente ilegible», según su nieto, y otra que a su mujer la sacaba de quicio porque salía a relucir cierta tabernera (¿la «señá Rita»?) con quien el regente se había liado. Cuesta poco imaginar por dónde irían literariamente esas piezas, mezclando las esperanzas nuevas con las formas viejas y sobadas, únicas al alcance de los obreros de entonces. Es el estilo de la versión española de «La Internacional»: «Arriba, parias de la tierra; / en pie, famélica legión...». Con las luces y sombras de cada quisque, Álvaro Fernández acompañaba a los otros tipógrafos de la Federación en el respeto casi supersticioso por la cultura, la confianza en la instrucción pública y la creencia de que los trabajadores de la imprenta debían contribuir a una y otra con especial tesón. Con ese designio compuso (intelectual y materialmente) y publicó en 1904 un notable Manual del perfecto cajista. La parte más gruesa del libro, y probablemente la más útil en aquellos años, es la que versa sobre las imposiciones y casados, es decir (a grandes rasgos), sobre la manera de disponer las planas en la platina de suerte que salgan impresas en buen orden y con los márgenes adecuados. Claro está que las soluciones específicas tanto de ésas como de otras secciones del Manual se quedaron anticuadas hace muchos años (la sustancia, no: el asunto es en verdad esencial, y nunca se remachará demasiado). Pero aún son bastantes los capítulos que están pidiendo a voces ser estudiados en los departamentos de producción de las editoriales, sobre todo de las grandes editoriales. 302 Hoy cualquiera se atreve a hacer un libro sin saber más que copiar un texto informático en un programa de autoedición. Álvaro Fernández sabía muchas otras cosas, comenzando por ortografía y puntuación. Sabía y enseña cómo dividir las sílabas de una palabra entre línea y línea para evitar efectos no buscados (dis-puta, sa-cerdote), intercalar una poesía justificando al medio el verso más largo, insertar nombres y acotaciones en las obras dramáticas. O de qué forma y con qué contenido poner las cabeceras y los folios, qué sangría dar al principio de párrafo, la manera de ajustar una página sin calles o corrales que la recorran de trazos blancos... Sabía, en suma, la diferencia entre un libro fácil y grato de leer y un mazacote impreso. El hincapié en tal diferencia obedecía expresamente al espíritu declarado por el más sabio de los tipógrafos del grupo, Juan José Morato, con palabras, también de estilo inconfundible, que Álvaro hacía suyas: los cajistas habían de ser «cooperadores inteligentes, no oficiosos, en la obra de hacer llegar al público la Idea», «en la noble tarea de grabar el Pensamiento». Morato, benemérito asimismo por varios estudios históricos, difundió en 1900 y renovó en 1933 una Guía práctica del compositor tipógrafo que es sin duda el repertorio clásico de la imprenta española del Novecientos. Preside la Guía un lúcido criterio de racionalidad y economía funcional inspirado en la convicción de que el arte de imprimir «necesita no solamente ser bueno en sí mismo, sino poseer tal bondad en relación a una finalidad general»: en concreto, la concepción del libro como «servicio público». Así lo escribía en 1929 el supremo maestro de la tipografía moderna, Stanley Morison, cuyas propuestas no por azar coinciden o concuerdan a menudo con las de Morato y Fernández. Entre nosotros no ha habido un Morison. Pero en los tiempos que corren, cuando como libros se venden tanto productos que no merecen el nombre, vale la pena aprovechar la experiencia y no olvidar la tradición que tan dignamente encarnan los tipógrafos de la Federación Socialista Madrileña. 303 - LX Acuse de recibo a Jorge Guillén ¿Décima a Jorge Guillén? Es mandar vasos a Samos. ¡Pobres quienes la enviamos sin pensar muy bien a quién ni saber cómo muy bien! Pero han llegado unos versos... Arte largo y vida breve dan sólo el ocio más leve, para decir: nobles, tersos, todos unos. ¡Y diversos! [304] 305 Procedencias I. «Primavera perpetua de la lírica europea», El País (Libros), 4 de diciembre de 1983. II. «La crítica de Jorge Guillén»] «La obra crítica de Jorge Guillén», El País (Libros), 12 de febrero de 1984. III. «La sombra del tiempo»] De una carta a Carlos Pujol (Pascua de 1983), publicada en Cuadernos de traducción e interpretación, IV (1984), págs. 163-164. IV. «Paradojas de la novela», El País (suplemento extraordinario 100 años de novela española), 14 de marzo de 1985. Versión italiana: «Paradossi del romanzo», Alfabeta, núm. 77 (octubre de 1985), págs. 15-16. V. «Prolegómenos a un poema de Jaime Gil de Biedma», en colaboración con Dámaso Alonso, Litoral, núms. 163-165 (1986: Jaime Gil de Biedma. El juego de hacer versos, ed. Luis García Montero, Antonio Jiménez Millán y Álvaro Salvador), págs. 86-89. VI. «"Sobre un posible préstamo griego en ibérico"», Litoral, núms. 166-168 (1986: Palabra, Mundo, Ser. La poesía de Jaime Siles, ed. Amparo Amorós), pág. 164. VII. «Romanticismos»] Publicado con título de la redacción («Romanticismo y posmodernismo. Analogías entre dos finales [sic] de siglo») en El País, 12 de febrero de 1987; reimpreso (de El País) en Vuelta Sudamericana, núm. 11 (junio de 1987), pág. 72. VIII. «Discurso contra el método. Entrevista con Francisco Rico», por Daniel Fernández, Quimera, núm. 62 (1987), págs. 25-33. IX. «Herrumbrosas lanzas»] «El destino y el estilo»] «Prólogo», en Juan Benet, Herrumbrosas lanzas, Barcelona, Círculo de Lectores, 1987, págs. I-VII; versión reducida: «Unas lanzas por Benet», Saber/Leer, núm. 3 (marzo, 1987), pág. 8. «La guerra de Juan Benet», Círculo. Temas-textos-personajes, núm. 2 (abril-junio de 1987), págs. 24-25. X. «La literatura de las naciones»] I. De la «Presentación», en Biblioteca de plata de los clásicos españoles, Barcelona, Círculo de Lectores, 1988 y sigs. II. De las respuestas a una encuesta sobre «Història de la literatura, encara?», por Rossend Arqués, El País, edición de Barcelona (Quadern), 20 de septiembre de 1990. III. Palabras pronunciadas 306 en el Quirinale (y luego escritas por indicación del destinatario) en la clausura del Convegno internazionale «La cultura letteraria italiana e l'identità europea» (Roma, 6-8 aprile 2000) de la Accademia Nazionale dei Lincei. XI. «Sobre si el arte es largo», en Certamen XX Aniversari: «Ars longa vita brevis», Bellaterra (Barcelona), Universidad Autónoma de Barcelona, 1989, págs. V-VI. XII. «Envío», en Octavio Paz, El romanticismo y la poesía contemporánea, Barcelona, Stelle dell'Orsa, 1987, págs. 137-139; y luego como «Persicos odi... a Octavio Paz», en F. R. y Eduardo Arroyo, Garibay, París, Maeght Éditeur, 1999. XIII. «¿Quién como él?», El País, 27 de enero de 1990. XIV. «La brevedad de los días»] «Introducción», en Lope de Vega, El Caballero de Olmedo, versión de F. R., Madrid, Ministerio de Cultura-Compañía Nacional de Teatro Clásico, 1990, págs. 7-8; y posteriormente en El País, 28 de septiembre de 1990. XV. «Un adiós a Gianfranco Contini», El País, 13 de febrero de 1990. XVI. «Un par de razones para la poesía»] Extractos (secos) de «Abecé de la poesía», en La poesía española. Antología comentada, al cuidado de F. R., en colaboración con José María Micó, Guillermo Serés y otros, I, Barcelona, Círculo de Lectores, 1991, págs. 15-37, que a su vez retoman y revisan algunos pasajes del «Tratado general de literatura» (en Primera cuarentena, Barcelona, El Festín de Esopo, 1982). XVII. «La ciudad de las almas»] Presentación de Soledad Puértolas en el Taller de Literatura NQSN, Salamanca, 29 de marzo de 1991. Publicado (con un grave error en el encabezamiento) en F. R., Historia y crítica de la literatura española, IX: Darío Villanueva y otros, Los nuevos nombres: 1975-1990, Barcelona, Crítica, 1992, págs. 375-380. XVIII. «Elogio de Juan Manuel Rozas»] «J. M. R.», Revista de estudios extremeños, XLVIII (1991), pág. 623; y luego, con el título actual, en Garibay (arriba, núm. 12). XIX. «Los códigos de fray Luis», Ínsula, núm. 534 (junio de 1991), págs. 4-5. XX. «De hoy para mañana: la literatura de la libertad», El País (suplemento extraordinario Francfort 1991), 9 de octubre de 1991. Recogido en Historia y crítica de la literatura española, IX, págs. 86-93. 307 XXI. «La mirada de Pascual Duarte», prólogo al catálogo de la exposición «La familia de Pascual Duarte» de Camilo José Cela. 50 años. Repertorio de ediciones, Madrid, Biblioteca Nacional-Fundación Camilo José Cela, 1992, págs. I-IX. XXII. «El otro latín», El País (Babelia), 11 de septiembre de 1993, con la adición de una «Nota al pie» publicada en El País (Babelia), 9 de noviembre de 2002. XXIII. «Lógica y retórica de la locura»] Fragmentos del texto publicado (en eusquera) como "Hitzaurrea", en Rotterdamgo Erasmo, Eromenaren Laudoroia, trad. Julen Kalzada, Bilbao, Klasikoak, 1994, págs. 7-21. XXIV. «Tombeau de Julio Caro Baroja», ABC, 19 de agosto de 1995; y luego en Garibay (arriba, núm. 12). XXV. «"Con voluntad placentera"»] Fragmentos de «Vida y muerte en las Coplas de Manrique», en Jorge Manrique, Obra poética, ed. Vicente Beltrán, Burgos-Barcelona, Caja de Ahorros del Círculo Católico, 1994, págs. 7-18. XXVI. «Última hora de la poesía española: la razón y la rima», Temas para el debate, núm. 17 (abril de 1996), págs. 76-77. Reproducido en El correo de Andalucía (suplemento La mirada, núm. 118), 2 de mayo de 1997, y en Litoral, núms. 217-218 (1998: Luis García Montero, Complicidades), págs. 52-54. XXVII. «Eugenio Asensio»] «En memoria de Eugenio Asensio», El País, 23 de septiembre de 1996; reproducido en Bulletin of Hispanic Studies (Glasgow), LXXIV (1997), págs. 513-514. «No fue sólo Erasmo», El País (Babelia), 7 de octubre de 2000. XXVIII. «"Biblioteca clásica"»] Columnas publicadas en la revista Qué leer. § «Cuestión de grados», núm. 5 (noviembre de 1996), pág. 71. § «Qué leemos», núm. 6 (diciembre de 1996), pág. 75. § «Al trasluz», núm. 7 (enero de 1997), pág. 79. § «El clavo (palinodia)», núm. 9 (marzo de 1997), pág. 73. § «¿La poesía pura?», núm. 12 (junio de 1997), pág. 87. § «Allá películas», núm. 13 (agosto de 1997), pág. 79. § «Yo, maestro Gonçalvo...», núm. 15 (octubre de 1997), pág. 80. § «La prosa como prosa», núm. 16 (noviembre de 1997), pág. 79. § «Puntos y aparte», núm. 18 (enero de 1998), pág. 77. § «Panerotismos», núm. 20 (marzo de 1998), pág. 83. § «Lectura y crítica», núm. 23 (junio de 1998), pág. 93. § «Géneros de edición», núm. 25 (septiembre de 1998), pág. 84. § «Las cosas en su sitio», núm. 26 (octubre de 1998), pág. 84. § «El albatros», núm. 27 308 (noviembre de 1998), pág. 84. § «Rimas humanas», núm. 28 (diciembre de 1998), pág. 114. XXIX. «La niña de la guerra»] «Contestación», en Ana María Matute, En el bosque, Madrid, Real Academia Española, 1998, págs. 35-48. XXX. «Centenarios (1997-1998)», El viejo topo, núm. 117 (abril de 1998); reproducido por Francisco Umbral, «Diario con guantes», El Mundo, 21 de junio de 1998. XXXI. «Cartas cantan»] De la correspondencia de Javier Marías y F. R. Algunos fragmentos se habían publicado en J. M., «El profesor contado», en Literatura y fantasma, edición ampliada, Madrid, Alfaguara, 2001, págs. 270-272 (y antes en El País, 12 de junio de 1998). XXXII. «Don Juan Tenorio y el juego de la ficción»] «El juego del Tenorio», en José Zorrilla, Don Juan Tenorio, ilustrado por Eduardo Arroyo, Barcelona, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, 1998, págs. 167-177. XXXIII. «El texto de los clásicos», La Razón, 15 de noviembre de 1998. XXXIV. «Suicidios»] «Surtido de suicidios», Matador, núm. CH, con un Cuaderno de artista de Eduardo Arroyo (1998), págs. 42-43, y edición exenta, s. e., s. l., s. d. [pero 1998], 10 págs. Recogido en Diario de Andalucía (suplemento El mirador, núm. 10), 23 de julio de 2000. XXXV. «Pórticos»] Notas preliminares a algunos volúmenes de la Biblioteca Universal del Círculo de Lectores, Barcelona. § «"De los sos ojos tan fuertemientre llorando"»] en Cantar de Mio Cid, ed. Alberto Montaner, 1999, págs. 7-8. § «"Desordenado apetito"»] en Fernando de Rojas, La Celestina, ed. Guido M. Cappelli y Gema Vallín, 1999, págs. 7-10 (recogido, con el título «Para La Celestina», en Actas de las jornadas «Surgimiento y desarrollo de la imprenta en Burgos» [De la «Ars Grammatica» de A. Gutiérrez de Cerezo a «La Celestina» de Fernando de Rojas], ed. Marco A. Gutiérrez, Burgos, Instituto Municipal de Cultura del Ayuntamiento de Burgos, 2000, págs. 59-62). § «"Lo trágico y lo cómico mezclado"»] en Lope de Vega, Fuente Ovejuna, ed. Mari Carmen Llerena, 2000, págs. 7-9. § «"El orbe de zafir"»] en Pedro Calderón de la Barca, El alcalde de Zalamea, ed. Gerardo Salvador, 2000, págs. 7-10. § «"The Art of Wordly Wisdom"»] en Baltasar Gracián, El criticón, ed. Carlos Vaíllo, 2000, págs. 7-8. § «"Hablar en prosa"»] en Leandro Fernández de Moratín, El sí de las niñas, ed. Patrizia Campana, 2000, págs. 7-8. XXXVI. «Despedida de José María Valverde»] Publicado como «Coda» a «El profesor Valverde», de Victoria Camps, en El ciervo, núm. 541 309 (abril de 1996), pág. 15; segunda versión, con el título actual, en Garibay (arriba, núm. 12). XXXVII. «Elogio de Mario»] Fragmentos de «Laudatio», en Mario Vargas Llosa. XIII Premio Internacional Menéndez Pelayo. Discursos pronunciados en ocasión de la entrega del XIII Premio Internacional Menéndez Pelayo a don Mario Vargas Llosa el 12 de julio de 1999 en el Palacio de la Magdalena, Santander, Universidad Internacional Menéndez Pelayo, 1999, págs. 17-28. XXXVIII. «Miserias del "diseño"», El País (Babelia), 26 de junio de 1999. XXXIX. «El alma de Garibay», Saber/Leer, núm. 128 (octubre de 1999), pág. 12. XL. «La librería de Barcarrota»] Del «Preliminar» a Antonio Vignali, La Cazzaria, ed. Guido M. Cappelli, trad. Elisa Ruiz García, Mérida, Editora Regional de Extremadura, 1999, págs. VII-XI, reproducido parcialmente en El País (Babelia), 26 de febrero de 2000. XLI. «Decir el verso», El País (Babelia), 15 de enero de 2000; la nota añadida ahora procede de una columna de Qué leer, núm. 21 (abril de 1998), pág. 87. XLII. «Ovallejo»] De una entrevista en El País, 25 de junio de 1996. XLIII. «Quién escribía y quién no», El País (Babelia), 19 de febrero de 2000. XLIV. «¡Vivan las caenas!», El Mundo (suplemento El cultural), 10 de mayo de 2000. XLV. «Del fragmento (fragmento)», en Veintiún clásicos para el siglo XXI, Barcelona, Crítica, 2001, págs. 7-9. XLVI. «Memoria y deseo»] «Prólogo», en Antonio Muñoz Molina, El jinete polaco, Madrid, Bibliotex-El Mundo, 2001, págs. 5-7; reproducido en parte, censurado y con el título de «El círculo del deseo y la memoria», en El Mundo, 27 de junio de 2001. XLVII. «Yerros de imprenta», La Vanguardia, 16 de noviembre de 2001. El artículo de A. T. se publicó simultáneamente en su libro Las vidas de Miguel de Cervantes. Una biografía distinta, Barcelona, Península, 2001, págs. 272-277. No merece respuesta la salida por la tangente de Trapiello en «Asesinato en la imprenta de Cuesta», La Vanguardia, 23 de noviembre de 2001. 310 XLVIII. «Epitafio ex abrupto para C. J. C.», El País, 18 de enero de 2002. XLIX. «Notas al pie»] Publicadas en El País (Babelia). § «Filología y vanguardia»] 23 de marzo de 2002. § «Reflujos de la historia»] 20 de abril de 2002. § «Con denominación de origen»] 1 de junio de 2002. § «Los textos de la escena»] 29 de junio de 2002. § «La literatura como conversación»] 7 de septiembre de 2002. § «Peajes del clásico»] 5 de octubre de 2002. § «Renacimientos»] 21 de diciembre de 2002. § «Sopa de lenguas»] 22 de marzo de 2003. § «La ficción de la realidad»] 31 de mayo de 2003. § Véase también arriba, nota al núm. XXII. L. «La función del Arcipreste», El Mundo (suplemento El cultural), 8 de mayo de 2002. LI. «Idea y poéticas del cuento», en Todos los cuentos. Antología universal del relato breve, presentación de Ramón Menéndez Pidal y F. R., II, Barcelona, Planeta (Enciclopedias Planeta. Serie Mayor), 2002, págs. 1381-1393. LII. «Canela pura»] En prensa en La centuria. Visor 500, Madrid, Visor. LIII. «Antiguos y modernos»] Fragmentos (con la adición de un ejemplo español) de «Classicismo e realismo. Cenni per un dialogo», intervención en la mesa redonda Cultura Classica e società contemporanea, Scuola Normale Superiore di Pisa, 8 de junio de 2002, en prensa en el volumen Rimuovere i classici?, Turín, Einaudi. LIV. «Sobre Otoños y otras luces», Litoral, núm. 233 (2002: Ángel González. Tiempo inseguro, ed. Susana Rivera), pág. 160. LV. «Javier Cercas, cosecha 1986»] «Nota de un lector», en Javier Cercas, El móvil, Barcelona, Tusquets, 2003, págs. 101-110. LVI. «La novela, o las cosas de la vida»] Fragmentos de «Don Chisciotte della Mancia, ovvero la storia del romanzo», en Il Romanzo, V, ed. Franco Moretti, Turín, Einaudi, en prensa. LVII. «Los pasos de Claudio Guillén»] «Contestación», en Claudio Guillén, De la continuidad. Tiempos de historia y de cultura, Madrid, Real Academia Española, 2003, págs. 43-55. LVIII. «¡Que salga el autor!», prólogo a Chris Sliwa, Cartas, documentos y escrituras de Lope de Vega, en prensa. LIX. «Elogio de los tipógrafos de la Federación Socialista Madrileña», El País, 13 de julio de 2003. 311 LX. «Acuse de recibo a Jorge Guillén»] Billete enviado a don Jorge en 1974, publicado en Garibay (arriba, núm. 12) y previamente, en versión ad hoc, en El ciervo, núm. 385 (marzo de 1983), pág. 15. Ilustraciones 1-4. De las litografías insertas en Garibay, por Francisco Rico y Eduardo Arroyo, París, Maeght Éditeur, 1999. 5. Doña Inés (1992), últimamente en Sala del Banco Zaragozano, 2000; reproducido en José Zorrilla, Don Juan Tenorio, ilustrado por Eduardo Arroyo, epílogo de Francisco Rico, Barcelona, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, 1998. 6. De las ilustraciones originales para Don Juan Tenorio (§ 5). 7. Suicidio de Ángel Ganivet (29-XI-1898) (1978), colección particular, Bruselas. 8. El paraíso de las moscas, o el último suspiro de Walter Benjamin en Port Bou (1999), expuesto en Eduardo Arroyo, Pinturas, terracotas y piedras, Kutxaespacio de arte, San Sebastián, 2002. 2006 - Reservados todos los derechos Permitido el uso sin fines comerciales ____________________________________ Facilitado por la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes Súmese como voluntario o donante , para promover el crecimiento y la difusión de la Biblioteca Virtual Universal www.biblioteca.org.ar Si se advierte algún tipo de error, o desea realizar alguna sugerencia le solicitamos visite el siguiente enlace. www.biblioteca.org.ar/comentario