Carlos Melero De la Cruz Salomé, síntesis de estéticas. La figura de Salomé ha sido siempre en la civilización occidental terriblemente atractiva. No hay más que dar un pequeño vistazo al imaginario artístico de todos los tiempos para ver cómo el personaje se ha convertido, si no en un mito, pues su comportamiento no es ejemplarizante, sí en un símbolo. Precisamente el objetivo de este trabajo va a ser ver cómo el símbolo ha ido evolucionando en su contenido y en su forma; en su ética y en su estética. Es curioso que el personaje de Salomé es paradójico ya desde su inicio. Salomé surge desde el no-surgimiento. El símbolo se crea desde la sombra. En principio, la primera aparición del personaje es en los dos evangelios más ficcionales del nuevo testamento, aquellos más alejados de las fuentes de primera mano, los evangelios de San Mateo, y San Marcos 1, que se centran mucho más que los otros dos en la vida previa del Jesús adulto, apoyando el texto con relatos que rozan mucho más lo literario que lo histórico. Sin embargo, el personaje de Salomé no aparece explicitado como tal. En un estilo narrativo con el cual se busca objetivizar los datos y alejarse emocionalmente de lo narrado, el autor explica la anécdota en la que aparecerá nuestro personaje: la danza seductora que hará la hija de Herodías a Herodes, y con la que conseguirá que éste le ofrezca todo lo que ella pida. Habiendo dicho esto, la joven pedirá, instigada por su madre, la cabeza de Juan el Bautista, que estaba encarcelado por denunciar a los cuatro vientos el matrimonio ilícito e inmoral de Herodes con Herodías -viuda de Filipo, hermano éste de Herodes-. El personaje, que insistimos nuevamente que aparece como anónimo, surge por lo tanto relativamente libre de culpa. La joven solo acata la petición de su madre. El narrador, neutral, nos muestra a la joven llevando la bandeja a Herodías, indicándonos la verdadera culpable del crimen. La figura de Salomé a partir de aquí va a reunir dos conceptos claves. Nos estamos refiriendo a la unión de lo erótico y lo mortal, de Eros y Tanatos, tan necesario y utilizado en la simbología literaria. Esta conjunción va a ser lo suficientemente atractiva como para dar el paso de matizar el imaginario colectivo, y otorgarle al personaje de Salomé el papel de la mujer malvada que con su seducción es capaz de conseguir lo que desee, llegando su maldad hasta el pecado de pedir la vida de alguien. Como sabemos, éste matiz maldad, de voluntariedad asesina, es una interpretación libre y posterior, , porque en ningun momento podemos saber si la joven era a su vez víctima de la tiranía 1 Evangelio de San Mateo, XIV, 6, y Evangelio de San Marcos, VI, 17 1 materna. Por otro lado, el Eros solo aparece desde la perspectiva del deseo masculino. El delito es, en principio, de Herodes, por desear algo prohibido, y muy pasivamente por Salomé, que únicamente baila ante el rey que acaba de cumplir años. Sin embargo, el nuevo símbolo de la maldad femenina seductora ha surgido, encarnada ya no en la tímida Eva entregando la manzana, sino en la delirante danza corporal de Salomé. Sin embargo, el símbolo de la maldad femenina se va gestando y evoluciona aún más a lo largo de la historia. Elisabet Frenzel 2 nos data ya del Siglo XII las primeras variaciones al símbolo donde las motivaciones de la joven Salomé cambian. Es en un texto en latín, el Ysengrimus, donde Salomé ya no es un personaje que obedece a la voluntad paterna, sino que el tema del amor aparece como constatación absoluta. Salomé surge como personaje enamorado locamente de Juan el Bautista, y tras ser rechazada, va a luchar por conseguir la muerte de éste. Aquí, y no antes, es donde vemos la verdadera unión definitiva de Eros y Tanatos en el personaje de Salomé, que ya desde la Biblia venía sugerido por su voluptuosidad. El amor y la seducción erótica se unen al sacrificio de la muerte. Ésta es la versión del símbolo que va a circular en el imaginario colectivo europeo, y a ésta se aferrará Oscar Wilde cuando prepare su obra de teatro Salomé (1893). El texto que tenemos que analizar corresponde a la parte final de la obra de teatro. En él, Salomé, que acaba de recibir la cabeza recién cortada de Jokanaan -Juan el bautista en la tradición cristiana castellana- establece un falso diálogo con dicha cabeza. Pero una vez más el símbolo evoluciona desde su misma base. En el texto bíblico Salomé es inocente, pues ella es instrumento de su madre. Posteriormente, la tradición la culpabiliza, convirtiéndola en una seductora que a partir de su belleza y alevosamente busca conseguir la muerte vengativa de quien la ha rechazado. Pero al leer los párrafos de Wilde, Salomé recupera cierto perdón en el lector. El texto, escrito con un estilo descarnado y sincero, muestra las palabras de una loca, de una neurótica obsesiva. El énfasis, las interpelaciones y repeticiones a la mirada de Juan, a sus ojos cerrados, a las partes de su cuerpo, el tono poético utilizado, las numerosas preguntas retóricas que efectúa el personaje, y el mismo beso a la cabeza del decapitado que se entrevé a lo largo de todo el texto nos determinan claramente que Salomé es un ser que ha sufrido, ha enfermado de amor hasta llegar a una locura irracional que la libera de culpa. Salomé es aquí nuevamente víctima. Víctima de las pasiones, víctima de un amor que la ha superado y que no ha sabido gestionar, superándola y enloqueciéndola. De esta manera, el personaje de Salomé se sitúa perfectamente dentro de la estética 2 FRENZEL, ELISABETH, Diccionario de argumentos de la literatura universal, Gredos, Madrid, 1976 2 romántica y simbolista finisecular. No mucho después Richard Strauss se va a servir exactamente de dicha obra de teatro para crear su primera ópera. Strauss había estado creando diversos poemas poemas sinfónicos, y escogió la obra de Wilde, que se podía adaptar perfectamente a la estructura operística del momento, para crear su primera ópera. Para ello escogió la traducción del texto que había hecho al alemán Hedwig Lachmann, y que se basaba en la primera versión que Wilde había hecho de la obra en Francés. La aportación que Strauss hace musicalmente al texto es muy relevante. Concretamente en el momento escogido de la obra, el beso a la cabeza cortada, la música de Strauss llega a un clímax dramático que musicalmente Strauss soluciona con un acorde terriblemente disonante y poco ortodoxo, un acorde muy discutido y hablado en el mundo operístico y musical 3. Strauss utiliza orquestaciones como ésta para dar a Salomé el simbolismo necesario, y hacer llegar al espectador esa mezcla de sentimientos donde el deseo, la muerte, el horror, la repulsión y la locura nos lleguen directamente. El perdón en esta interpretación se nos hace mucho más difícil, sobretodo con las últimas palabras de Herodes, inmediatamente a continuación del fragmento escogido, donde insta a los soldados a matar a Salomé, y con las que acaba la ópera. Pictóricamente la evolución del símbolo también ha sido muy llamativa. La interpretación más antigua que nos toca comentar es la de Tiziano, de 1550, un cuadro enmarcado dentro del renacimiento, y con un artista castigado por el paso de los años. La versión que tenemos nos muestra una Salomé en primer plano, atrevida, que se gira sobre sí misma y nos dirige una mirada de poder, con cierto despotismo. No es tanto una mirada seductora como una mirada de poder directamente a los ojos del público, del observador que casi debe retirar la mirada tímidamente. La cabeza de Juan, que se encuentra en un segundo plano, se esconde entre las sombras, perdiendo todo protagonismo, mientras que la iluminación, la situación en el cuadro, y la mirada de la joven, le otorgan toda la prioridad. Tiziano reproducirá la misma composición aunque con una estructura luminosa diferente en Muchacha con un plato de frutas.4 Reni Guido ilustra también el tema con su Salomé con la cabeza de Juan el Bautista (1630). Aquí la cabeza de Juan el bautista está por delante, perfectamente visible, y Salomé, vestida de manera cohetánea a la época del pintor, nos muestra 3 Como ejemplo de este debate vease “Salome's final monologue” en PUFFET, DERRICK, Richard Strauss, Salome Cambridge University Press, pp. 123-130 4 Cabe remarcar, aunque de manera anecdótica, que en ambos casos la joven retratada es la propia hija del autor, Lavinia. De hecho, algunas interpretaciones dejan entrever que dicho cuadro puede ser una alusión a la simbólica traición de Lavinia al padre por contraer matrimonio en estas fechas, y abandonar el hogar del anciano pintor. 3 con un gesto frío, insensible, y casi clasicista, una cabeza que tampoco muestra signos de dolor, ni heridas de ningún tipo. Es, por lo tanto, una decapitación idealizada, y una Salomé alejada de pasiones, que dirige una mirada vacía al espectador, que acaba encontrando en el tema una excusa más para mostrar los detalles preciosistas y el dominio técnico que Guido nos quiere enseñar en los juegos de luces tenebristas, y la perfección en las dobleces del vestido. Es claramente un encargo para un espectador adinerado, que ha pagado un cuadro que va a ser mostrado como ejemplo de su nivel económico, y que no pretende tremendismos sentimentales ni simbólicos. La década que aleja los dos cuadros que nos quedan por comentar marcan una diferencia drástica en el enfoque visual por el que se opta. Son, quizás, los cuadros más alejados entre sí desde un punto de vista estético, y sin embargo son los más cercanos cronológicamente. El óleo de Pierre Bonnaud (1865) se alejan de la importancia que los autores anteriores le habían dado al rostro de Salomé, y concretamente a su mirada, para dar prioridad al cuerpo desnudo de la bailarina, motivo del deseo de Herodes, y causa de la promesa pecaminosa. Sin embargo, más que el propio desnudo, lo que diferencia y caracteriza especialmente a Salomé en este cuadro es su gesto: Aquí Salomé se muestra altiva, dura, castigadora, vengadora, y su posición frente a la cabeza de Juan no es de amor, sino de poder, de dominio. Frente a eso, la cabeza aparece por primera vez como una cabeza doliente, un Juan que entreabre los ojos, suplicando, y que quizás sean los restos de la mirada del vivo profeta pidiendo misericordia. La escena se ve envuelta de los típicos adornos que la sociedad burguesa de finales de siglo exigía. El interés por el exotismo oriental se aprecia detalles como la piel de león, el tocado de la bailarina, sus joyas, mientras que la técnica realista del pintor centrada en el retrato, las transparencias y su pulidez en el retrato hacían de esta pintura un mensaje en la línea exigida por el público receptor de la obra. Finalmente, la estética simbolista y decadentista halla en Salomé, y de las manos de Gustave Moureau, el personaje ideal para representar esa temática monstruosa de las mujeres perversas que tanto gustaba a dicho autor, y que repetirá numerosamente en otros símbolos parecidos, como el de la Dalila que cortó el cabello a Sansón, o el de la Deyanira que por amor acabó con la vida de Hércules. En este caso el personaje cede su importancia en el cuadro a la creación de un ambiente tenebroso, oscuro, onírico, también orientalizante, pero desde un punto mucho más misterioso y negativo. Salomé ya no es Salomé, y desaparece porque lo que realmente cobra importancia es la escena, una escena que el público finisecular ya conoce, y que no necesita ser explicitada. Por lo tanto el cuadro se convierte en 4 símbolo del símbolo, y recordando las palabras de un escritor de la época, en la escena del cuadro todo se nos oculta, y lo único que tenemos es que nos queda “clara la pena y confusa la historia”5. 5 MACHADO, ANTONIO; “Yo escucho los cantos”, dentro de Soledades.Galerías. Otros poemas. Catedra, Madrid, 1990, p. 96 5