el nacionalcatolicismo en nuestra iglesia

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JOSÉ MARÍA SETIÉN
EL NACIONALCATOLICISMO EN NUESTRA
IGLESIA
Repercusiones del Nacionalcatolicismo en la vida de nuestra Iglesia, Iglesia Viva, 30
(1971), 485-496
NACIONALCATOLICISMO Y CONCORDATO
La idea fundamental del nacionalcatolicismo consiste en hacer de la fe y de la vida
religiosa de la comunidad un elemento constitutivo de la nación. Y en España, consiste
en hacer del catolicismo un factor constitutivo de la unidad política y cultural de la
nación.
Un ideal político-religioso
El nacionalcatolicismo no puede ser más que una meta, un objetivo político-religioso.
Porque, en realidad, nación y estado - lo mismo que "bautizados" y comunidad creyenteno son conceptos coincidentes. El estado nacional es asimismo un concepto límite, al
igual que la plena comunidad de fe es una aspiración hacia la que han de mirar
permanentemente los cristianos. El intento del nacionalcatolicismo es, pues, instaurar la
situación límite en la cual, en un estado, sólo existan una nación y una única fe
religiosa.
Esa doble identificación podría parecer ventajosa tanto para la religión (cuya práctica
será más fácil por la presión del clima social), como para la política (porque el
sentimiento de la única patria facilita un sentir común y posibilita una vida política
coherente y fácil en la que la autoridad refleja, necesariamente, la voluntad de todos).
La patria caminaría así por cauces de unidad, libertad y grandeza.
En teoría, no habría nada que oponer a esa situación ideal en la que la única nación
fuera el contenido sociológico de la unidad política del estado, y todos, los miembros de
esa nación-estado fuesen creyentes de verdad. Pero como tal situación es una situación
límite, el nacionalcatolicismo se convierte en simple meta política.
Ahora bien, como el ejercicio de la política es inseparable del poder, resulta que si la
Iglesia o el Estado (o ambos a la vez) hacen del nacionalcatolicismo su objetivo
político, han de contar con el poder al servicio de ese objetivo.
Incorporada la realidad sociológica del catolicismo al contenido previsto para realizar la
patria, el estado ratifica los objetivos religiosos y los hace operativos poniendo el poder
a su servicio. Este poder configurará de una manera determinada el estado y sus
instituciones: es decir, el nacionalcatolicismo tendrá sus repercusio nes en la vida civil.
Pero, a su vez, ese poder configurará también la vida religiosa: surge un estilo de
comunidad cristiana, cuyo elemento determinante proviene de la utilización del poder
político al servicio de los intereses, medianamente religiosos, pero en último término
político-religiosos, patrióticos.
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Y todo ello puede adquirir, incluso, la ratificación de la voluntad divina. Basta que esos
objetivos se hagan coincidir con el plan de Dios.
El concordato de 1953
En España, el instrumento puesto al servicio del nacionalcatolicismo (por lo que se
refiere a los objetivos religiosos como integrantes de la política nacional) fue el
concordato de 1953. Hoy que se habla de su revisión es preciso comprender que ésta
carecerá de importancia si no se revisan los presupuestos ideológico-políticos de 1953.
Porque los sistemas y las políticas, en medio de sus contradicciones internas, tienen su
propia coherencia. Lo fundamental es el punto de partida.
Así, por ejemplo, el tema del nombramiento de obispos, sobre el que tanto se insiste,
puede convertirse en cortina de humo que impida ver el problema de fondo. Porque lo
determinante es clarificar lo que la Iglesia y el estado esperan mutuamente en orden a la
realización de sus propios intereses: la postura que ha de adoptar la Iglesia en relación
con la política del estado (y, más en general, con la comunidad política), y la postura
que ha de adoptar el estado frente a esa comunidad que es la Iglesia católica.
Permítasenos recordar un par de textos que resultan aclaratorios. El primero es el
acuerdo de 1941 sobre la presentación de obispos en el que se dice que el gobierno
español se compromete "por su parte" -¿como compensación por el privilegio
concedido?- "a concluir con la Santa Sede un nuevo concordato inspirado en su deseo
de restaurar el sentimiento católico de la gloriosa tradición nacional" (nótese la
asimilación del sentido católico a la tradición nacional, así como la idea de objetivo
latente en el término restauración).
El segundo es el mensaje del Caudillo a las Cortes, previo a la ratificación del
concordato, en el que se afirma expresamente que "nuestra fe católica ha venido siendo
a través de los siglos la piedra básica de nuestra nacionalidad", y que "el renacimiento o
la decadencia de la fe, la expansión o reducción de la fe verdadera son problemas
capitales ante los que (el estado) no puede ser indiferente". En consecuencia, "en la
historia de España es imposible dividir a los dos poderes eclesiástico y civil, porque
ambos concurren siempre a cumplir el destino asignado por la providencia a nuestro
pueblo".
Mirando al futuro
Este recuerdo histórico no quiere ser hoy juicio de lo que entonces se hizo. Aspiramos a
algo más actual y práctico: saber si la ideología político-religiosa que estuvo en la base
de la firma del concordato es todavía válida y, en consecuencia, si puede servir como
punto de partida para fijar las relaciones Iglesia-estado en el futuro.
La respuesta ha de ser negativa. Prescindimos del problema crítico (qué derecho puede
atribuirse al estado para restaurar, desde el poder, una determinada tradición cultural o
nacional). Pero desde la perspectiva estrictamente religiosa se ha de rechazar toda forma
de identificación entre los objetivos religiosos y los estatales. Por eso, lo preocupante de
cara al nuevo concordato no es lo que pueda establecer su articulado, sino el espíritu
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religioso-político sobre el que se base. Cualquier residuo de nacionalcatolicismo será un
vicio de raíz que hará quebrar la aplicabilidad y la permanencia de lo que se pueda
estipular.
Lo que el concordato no podrá ser de ninguna forma es la instrumentalización del poder
estatal al servicio de la Iglesia y, en un momento lógico posterior, la instrumentalización
de la Iglesia al servicio de unos ideales patrióticos o nacionales determinados.
EL CONCORDATO, ACUERDO DE AUTORIDADES
Representación exterior y coherencia interior
Supuesto que el nacionalcatolicismo es irrealizable sin el recurso al poder, el concordato
-tomado como instrumento que posibilite su instauración- sólo será concebible como
una relación a nivel de poderes. Ni la masa de ciudadanos, ni la comunidad eclesial
intervinieron en la elaboración del concordato de 1953.
Es cierto que la elaboración de tratados internacionales compete a la autoridad
ejecutiva, porque las personas morales no pueden actuar más que por medio de sus
representantes. Pero este principio -elemental en derecho internacional- nada implica
sobre la posición de las autoridades respectivas de cara a las comunidades (políticas y
religiosas) a las que representan (es decir, no de cara "a fuera" sino de cara "a dentro").
Puede suceder que los poderes "convengan" una política "nacional" y "católica", hecha
operativa en virtud de las prerrogativas de la autoridad, pero al margen de las
comunidades respectivas. Si esto ocurre se producirá la separación entre autoridad que
impone y pueblo que padece: la repulsa de la ordenación jurídica que ha surgido del
concordato.
Repercusiones internas a la Iglesia
Esa separación (prescindiendo ahora del ámbito civil) es perniciosa en el ámbito
eclesiástico. El pacto entre las autoridades hace más difícil el entendimiento (ya de por
sí no fácil) entre la autoridad religiosa y su comunidad. Las consecuencias que de ahí
surgen tienen todas como denominador común una disgregación entre autoridad e
institución eclesiástica, por una parte, y entre autoridad y vida de la comunidad
creyente, por otra.
Aparecen así ciertas formas de hablar que quizá no son teológicamente precisas, pero
que se van imponiendo. La Iglesia "oficial", la Iglesia "institucional", los "obispos" (y
aun la "Santa Sede") van por un lado; por otro, van "las comunidades cristianas", el
"pueblo de Dios", la "Iglesia de los pobres y de los oprimidos"... Aparece un
enfrentamiento entre la "Iglesia concordataria" y la "Iglesia libre", como si hubiera que
ver a la Iglesia "oficial" unida al poder civil, y a la Iglesia "no oficial" unida al pueblo.
Y con ello tenemos que una cuestión político-religiosa ha puesto en juego lo que
constituye la entraña misma de la Iglesia: la "comunión", sin la cual no hay Iglesia
católica; "comunión" que no puede sacrificarse -desde la perspectiva teológica- a
ningún objetivo de política civil o religiosa.
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Hay quienes ven en todo concordato una reducción antievangélica de la Iglesia, que
pasa de la condición de comunidad pobre a la condición de poder internacional
equiparado a los estados. Esta reflexión merecería ser tenida en cuenta y valorada desde
una eclesiología renovada, en la que la "kénbsis" (el vaciamiento o humillación) de la
encarnación (cfr Flp 2, 7) adquiriera el valor que ha de tener en la comprensión del
misterio de la Iglesia. Pero aunque no lleguemos a esta conclusión hay que decir, al
menos, que son indefendibles aquellos concordatos en los que la posición de la Iglesia
sólo pueda sostenerse por una voluntad estatal desvinculada de la comunidad política y
de la comunidad religiosa.
La opción autoridad-pueblo
A partir de lo dicho cabe concebir el gobierno de la Iglesia como una opción entre
alianza con el poder civil o acercamiento al pueblo. Pero para que este planteamiento
sea más lúcido y comprometedor, es preciso analizar y purificar lo que significa la
opción por el pueblo.
1) Libertad para el servicio
Optar por el pueblo significa que la Iglesia ha de estar al servicio de la comunidad (a la
cual también ha de servir, a su modo, la autoridad civil); y como a la comunidad sólo se
la sirve desde la justicia, significa que la Iglesia ha de rechazar cualquier complicidad
con la injusticia. Pero de ninguna manera significa sustituir la opción en favor de la
autoridad por otra opción en favor del pueblo enfrentado con la autoridad civil: la
Iglesia no recupera su libertad sólo por separarse de un régimen o sistema si lo hace
para vincularse a otro y entrar así en el juego político. La libertad de la Iglesia es su
misma casta virginidad de esposa de Cristo y de nadie más, por la que solamente es de
Aquel a quien pertenece.
Entendido así el servicio al pueblo, un concordato no puede tener otro objetivo que
posibilitar esa forma de servicio. Si no ayuda a ella es perjudicial. Si este servicio puede
conseguirse de otro modo (por ejemplo, mediante el reconocimiento de un clima
garantizado de libertad) entonces el concordato es innecesario.
Añadamos finalmente que la Iglesia ha de velar por no confundir esa independencia de
su "castidad" con un refugio de evasión, cosa que ya hizo otras veces.
2) Libertad, pobreza y cruz
La casta libertad de la Iglesia es inseparable de la pobreza y, con ella, de la cruz.
Inseparable de la pérdida del poder humano que le supondría el ir de la mano de quien
tiene fuerza y dinero. El estado tiene ambas cosas; pero si una Iglesia no comparte sus
puntos de vista no puede pretender que las ponga a su servicio. Y si una Iglesia se ve
llamada a denunciar abusos de poder (téngase en cuenta que el poder está siempre
inclinado a sacrificarlo todo en aras de la eficacia), debe contar con que un estado
soberano no aceptará esa interferencia en su propia política: la Iglesia tropezará al
principio con "medidas obsequiosas" pero suficientemente claras, luego con tolerancia
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represiva y quizá, por fin, con una tolerancia última según los intereses que entren en
juego.
La Iglesia, que querría ofrecer muchas cosas en favor de los hombres, descubrirá así que
sólo puede ofrecerse a sí misma, porque no tiene nada más que dar. Es la enorme
pobreza pero, a la vez, la gran riqueza del don de sí. Mas todo esto supone una imagen
distinta de la Iglesia: más sierva que señora y más testigo de la fe en Dios que de las
obras que hacen los hombres.
Antes de concluir no sería superfluo preguntar si el estado está dispuesto a aceptar la
libertad de una Iglesia que quiera obrar así, y aceptarla en virtud de un compromiso
solemne e internacional. Y mucho más, la misma Iglesia habría de interrogarse sobre lo
que pretende lograr mediante cualquier concordato que no le garantice poder ser fiel a
Cristo en la forma expuesta.
La Iglesia "protegida" y "protectora"
Para intentar una valoración de la Iglesia uncida al carro del nacionalcatolicismo es
preciso (aun a costa de simplificaciones) una descripción de la postura sociopolítica
característica de esa Iglesia. Nos atrevemos a definirla como la posición de una Iglesia
"protegida" y "protectora".
a) Favores recibidos
Entre las consecuencias "positivas" de la protección recibida, podemos enumerar la
tutela de la fe católica mediante las limitaciones a otras confesiones religiosas; la
seguridad para el ejercicio del culto católico en el templo y fuera de él; la obligatoriedad
de la enseñanza religiosa en todos los centros, oficiales y no oficiales; la ruptura del
monopolio estatal de la enseñanza universitaria en favor de los centros universitarios de
la Iglesia en materias no estrictamente eclesiásticas; la ayuda económica para la
realización de obras materiales en favor de la Iglesia; la dotación económica del clero;
la asistencia religiosa a tropas; la exención del servicio militar para los ordenados "in
sacris"; la protección de los clérigos frente a los tribunales del estado en materia
criminal; el reconocimiento del matrimonio canónico como único válido para los
católicos; el acceso de la Iglesia a los medios de comunicación social; el reconocimiento
del derecho de asociación en favor de las asociaciones apostólicas de la Iglesia; y ciertos
residuos de lo que podríamos llamar un "derecho de asilo" en los templos.
Esta relación, sin tratar de ser exhaustiva, no deja de ser significativa. No obstante, no
puede ser valorada sin analizar también lo que implica el otro aspecto de la situación: la
Iglesia en su condición de "protectora".
b) El precio pagado
En primer lugar se atribuye o reconoce al estado su condición de católico. Un estado
que trate de instaurar o restaurar una tradición católica tendrá que ser católico él mismo.
Importa poco que el concepto de estado católico sea más o menos claro. Lo que importa
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es el juicio de valor que tal denominación contiene y que implica una posición de las
conciencias (respecto de las cuales los estados no suelen ser indiferentes). Equivale, por
eso, a una legitimación del poder y de su ejercicio.
Ahora bien, es normal que la política nacional-católica, en la férrea unidad que ha de
protagonizar, lleve consigo una limitación en el ejercicio de los derechos de expresión,
asociación, participació n y crítica que un régimen pluralista habría de llevar consigo.
Tales limitaciones se aceptarán como reglas del juego, como exigencias del bien común,
político y religioso a la vez, aun cuando afecten a la libertad de expresión y acción de la
misma Iglesia.
Pero es muy posible que los miembros de la comunidad cristiana pretendan una mayor
libertad de acción en las inevitables interferencias que la estructuración del orden social
(en la que entra en juego el respeto a la persona) ha de crear entre lo religioso y lo
profano. Tal pretensión de los miembros de la comunidad (surgida incluso desde un
compromiso cristiano) se verá llevada a cuestionar o negar el carácter cristiano de una
política de esta naturaleza. Y entonces, el mantenimiento de las "reglas del juego"
aceptadas a nivel de autoridades, llevará fácilmente a una desautorización "oficial" de
aquellas pretensiones, tildándolas de "políticas". Se recurrirá a una identificación entre
la "legalidad" y la "moralidad", como arma para proteger a la política del estado de las
embestidas de aquellos que pretendan poner la conciencia y la moralidad por encima de
la ley y de los acuerdos convencionales.
En España, la legitimación del ejercicio del poder se realiza automáticamente en virtud
del segundo de los principios del movimiento nacional. En virtud del artículo 2.º de la
"Ley de Principios del Movimiento" cualquier disposición legal que fuera contraria a la
doctrina de la Iglesia, dejaría de ser ley. Con ello, las disposiciones no denunciadas por
la Iglesia como contrarias a su doctrina, parecen recibir la sanción moral que se deriva
de la coherencia afirmada con la ley de Dios. En virtud de los textos citados, una
disposición legal -en España- o no existe como tal, o es conforme a la doctrina de la
Iglesia. De aquí que tampoco sea extraño que la jerarquía haya de estar representada en
diversos niveles de la expresión política del estado. En tales casos, las personas que
representan a la Iglesia no pueden hablar a título personal: su testimonio ha de tener
repercusión legislativa. Y tampoco es extraño que la fidelidad a la doctrina de la Iglesia
sea puesta, en el texto a que hemos aludido, en estrecha relación con la "conciencia
nacional".
Ahora bien, y notémoslo para concluir: es en esta perspectiva donde ha de situarse el
alcance del privilegio de presentación de obispos. Se ha dicho que tal privilegio no era
un privilegio más -del que el estado puede prescindir sin ulteriores consecuencias-, sino
que es algo que afecta a la totalidad del sistema instaurado por el concordato. Tal
afirmación tiene todos los visos de ser cierta: una política eclesiástica y civil unitaria y
coherente, exige un principio de acción también coherente. Por ello, como indicábamos
arriba, la solución de este problema no puede plantearse al margen de la posición global
que adopten la Iglesia y el estado.
JOSÉ MARÍA SETIÉN
VALORACIÓN CRÍTICA
El criterio valorativo del nacionalcatolicismo no puede ser otro que el pastoral. Aparte
la valoración de mutuos beneficios, creemos que han de hacerse las siguientes reservas
fundamentales al sistema político-religioso que venimos analizando: produce la
separación intraeclesial entre la autoridad y la comunidad cristiana. Ésta reivindicará
para sí una autenticidad evangélica (de la que carecerá la Iglesia "oficial"), invocando el
acercamiento a los pobres que es el signo dado por Cristo para conocer a sus discípulos.
1) La Iglesia ligada a una política nacional-católica no puede pretender ser la Iglesia de
todos. En la política nacional-católica existe la contradicció n de que pretendiendo la
unidad ha de limitarse a una porción. El estado resuelve este problema desde su propia
postura. Pero la Iglesia no puede ni aceptar que se plantee así tal problema.
2) La Iglesia adquiere una situación de poder político y económico que no responde a su
condición de Iglesia pobre, y la hace incapaz de testificar la "fuerza de Dios".
3) La situación de "Iglesia privilegiada" la imposibilita para compartir la suerte de los
políticamente pobres. Todo intento de presencia entre ellos dará necesariamente la
impresión de una presencia "desde fuera".
4) El acercamiento a nivel de autoridades entre Iglesia y Estado
5) La libertad de la Iglesia aparecerá como una concesión del estado, en vez de brotar
del reconocimiento que el estado debe hacer de la libertad religiosa, dada su
incompetencia en esta materia.
6) De hecho, cuando la acción de la Iglesia interfiera con los intereses políticos del
estado, deberá padecer las mismas limitaciones que el resto de los ciudadanos. Esta falta
de libertad se hará notar sobre todo en el "ministerio de la Palabra" por el que la Iglesia
debe hacerse presente como conciencia "crítica" en todos los sistemas y medios
político-sociales.
7) El encumbramiento aparente de todo lo religioso y católico tiende a convertir a la
Iglesia en un subproducto del sistema. Le impide trascender las realizaciones históricas
concretas y oscurece la perenne validez de su mensaje. La hace entrar en el juego de la
caducidad dialéctica de cada momento histórico.
Condensó: EMILIANO ROMERO
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