EL PROCESO DE MADUREZ MENTAL Ser adulto no significa necesariamente haber alcanzado el estado de madurez. De hecho, en mi deambular por estas lides terrenales, he observado mucha inmadurez entre los adultos, hasta el punto de que me parece justo, en cierto modo, declarar que, en mi tiempo, los adultos con madurez representan la excepción y no la regla. Yo sé que habrá algunos que no estarán de acuerdo con mi aseveración. Por consiguiente la siguiente pregunta me luce pertinente, a fines aclaratorios ¿En que me baso para hacer lo que aparenta ser tan radical afirmación? Simplemente, en el principio fundamental del dar y del recibir. Me explico: El deseo de recibir posee características que pertenecen al proceso de inmadurez, en virtud de que existe mayor dependencia del entorno, mientras que el deseo de dar es consecuencia de un estado de madurez, en el sentido de que existe mayor independencia interior. Empecemos por reconocer que este mundo fue concebido por Creador con el fin de que recibamos primero para luego estar en medida de poder dar. La razón principal por esto es que debemos de imitar a Dios, el cual lo dio todo altruistamente, es decir, a cambio de nada. Por eso, es preciso entender que la satisfacción de darnos generosamente a los demás es proyección social, en virtud de haber desarrollado la condición de amor en nuestras vidas cotidianas. Dar significa proyectarse o ser útil al universo, en virtud de que es la consecuencia de un movimiento de expansión de la conciencia. Sin embargo, recibir con el exclusivo ánimo de consumir o de saciar los temores propios psicológicos, producto de la inseguridad permanente, significa una carga para el universo porque genera desigualdad y egoísmo o contracción espiritual. El estado ideal del humano consiste en recibir durante el periodo de formación para luego, en el periodo de adultez, contribuir a establecer un mundo mejor. El individuo consecuente, por consciente, ha de demostrar su gratitud, en función de todo lo recibido, tratando de mejorar las condiciones del mundo, en virtud de su particular aporte. Esto es felicidad en acción. Digo en acción porque la verdadera felicidad consiste en convertirse en ayuda para los demás. En este sentido, recuerdo que mi santa madre, antes de morir me bendijo de la siguiente manera: “…Hijo mío, que el Todopoderoso te constituya en árbol para que des belleza, sombra y alimento para los demás…”. Finalmente, quisiera reconocer que la quintaesencia de la existencia del humano es como el continuo fluir de la aguas del río, las cuales, a su paso, dan generosamente su preciado liquido, haciendo posible la vida. Incluso con el chasquido de sus aguas, ofrecen armonía a nuestros oídos. La vida, como el agua, divina sustancia, abundante, generosa y en permanente acción, todo ello unido en un mismo y noble propósito, al servicio del Santísimo Creador y de la amada humanidad hermana, sin distinción de ninguna índole, sino todo puesto al servicio del amor, de la verdad, del juicio y de la justicia universal.