política secreta: el roa y la conferencia de yalta

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POLÍTICA SECRETA: EL ROA
Y LA CONFERENCIA DE YALTA
Una realidad prácticamente desconocida hasta ahora era
la preocupación con que, hacia el final de la guerra, los altos
mandos militares aliados veían la hegemonía creciente de la
Unión Soviética en la política mundial. Para los más clarividentes de ellos, el choque entre las democracias y el régimen
comunista era algo absolutamente inevitable. Entre los norteamericanos, por ejemplo, los generales Patton y MacArthur
compartían esta opinión y al parecer también, entre los ingleses, tenía esta preocupación el mariscal Alexander.
Fue así como esta inquietud generó un proyecto secreto que consistió en la idea de utilizar la excelente fuerza militar que significaban los cosacos como núcleo principal para la
creación de un Ejército de Liberación Nacional Ruso, bajo la sigla ROA (Ruskaya Osbobidelnaya Armya). Consumada la derrota de Alemania, estas fuerzas armadas se volverían contra la
URSS, con la certeza, compartida por todos los jefes cosacos, de
que los rusos anhelaban sacudirse del yugo comunista y recibirían al ROA como en un comienzo recibieron a Hitler, es decir,
como a un libertador y aun mejor, puesto que ahora quienes
venían a libertarlos eran sus propios compatriotas.
Los altos mandos castrenses de Occidente creían poder
comprometer su poderosa ayuda para una empresa así, porque les parecía –con justa razón– que derrotado Hitler y su
política totalitaria, el mayor enemigo de la libertad y de la
democracia eran Stalin y el régimen comunista.12
El hombre designado por los militares aliados para la coordinación de este plan secretísimo fue el mayor general Simón
Krassnoff, en su calidad de miembro del alto mando cosaco.
De este plan visionario no ha quedado, como es lógico,
ningún documento escrito.
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Ver artículo de Jessica Herschman en El Mercurio del 4-10-1992. Este artículo,
que contiene datos muy precisos sobre los Krassnoff, no fue conocido por Miguel hasta su publicación, de manera que él no sabe qué fuentes utilizó.
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Lamentablemente, los dirigentes políticos de Occidente
no tenían tanta visión o bien tenían otros compromisos igualmente secretos que les impedían respaldar estos planes.
En estas circunstancias, con la victoria ya a las puertas,
los jefes de Estado de las potencias aliadas se reunieron para
una conferencia tripartita. Esta se inició el 5 de febrero de
1945 en Yalta, Crimea, al sur de Rusia. Asistían a ella Stalin,
Churchill y Roosevelt –los Tres Grandes, como los llamaba
la prensa de esos años–, más sus respectivos equipos asesores. Entre ellos, el ministro de Relaciones Exteriores de Gran
Bretaña, sir Anthony Eden, que jugaría un decisivo y nefasto
papel en los sucesos por venir.
El tema de esta reunión fue principalmente el reparto de
las zonas de influencia que controlaría cada uno de los países
aliados, después de la victoria. No es necesario decir hoy día que
en este reparto la Unión Soviética se llevó la tajada del león.
Pero en esta oportunidad Stalin les planteó además a
sus dos colegas occidentales una petición muy concreta: la entrega inmediata a la URSS –una vez terminada la guerra– de
todos los ciudadanos soviéticos, ya se tratara de prisioneros o
de combatientes en el ejército alemán. En realidad, era difícil
establecer alguna diferencia, porque ciertamente había quienes combatieron contra su propio país, por odio al comunismo. Pero había otros, y muchos, que habían sido obligados
por los alemanes a tomar las armas a su favor, mediante la
presión del hambre.
Al plantear esta petición, Stalin quería obviar un problema
que lo habría puesto en evidencia a él y a su sistema de gobierno:
todos los prisioneros –vencedores o vencidos– deseaban volver
a sus patrias.
Solo los ciudadanos soviéticos seguramente no querrían
regresar. Para evitar este hecho inexplicable ante Occidente,
la única solución era la repatriación forzada.
Churchill y Roosevelt aceptaron esta solicitud, así como
también la exigencia de Stalin de que esta cláusula permane56
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ciera secreta. En realidad, también a ellos les convenía este sigilo, puesto que por mucho que ellos adularan constantemente
a Stalin, la opinión pública de sus países no vería con buenos
ojos la entrega forzada de víctimas al régimen comunista.
Los líderes occidentales tomaron con manifiesta ligereza
esta decisión que conculcaba principios básicos de las naciones libres, como el derecho de asilo. Pero a ellos lo único que
les preocupaba en esos momentos era derrotar a Alemania y
no incomodar a Stalin, quien condicionaba su aceptación a
determinadas aspiraciones políticas y estratégicas occidentales precisamente al cumplimiento de esta exigencia.
Este acuerdo quedó, pues, guardado bajo secreto. Pero
no así el resto del temario, que –ya lo hemos dicho– era fijar
las áreas de influencia de las potencias vencedoras. En este
tema las ventajas que obtuvo Stalin fueron tan desproporcionadas, que echaron por tierra las creencias de los altos mandos militares occidentales –y de los cosacos– en una próxima
ruptura de las naciones democráticas con la tiranía soviética.
El ROA murió, por lo tanto, antes de nacer. Esta sigla se
aplicó después a las fuerzas del general Vlassov, quien, por lo
demás, también creyó durante mucho tiempo en la futura guerra de las democracias contra el comunismo, hasta que los hechos lo desengañaron y él mismo murió ajusticiado en la URSS.
Finalmente, entrando en el terreno incierto de las suposiciones, es probable que esta futura guerra hubiera terminado
por ser una realidad. Lo que la impidió fue el lanzamiento de
las dos bombas atómicas sobre Japón y el temor consiguiente a
unas armas cuyo poder destructivo podía alcanzar a la humanidad entera. La inevitable hostilidad entre los ex aliados se convirtió entonces en la «guerra fría», en la que todas las naciones,
incluso Chile, se vieron envueltas.
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