la porfiada voluntad de dios

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LA PORFIADA VOLUNTAD DE DIOS
Volvamos nuevamente a Lienz. El lector recordará que
Simón Krassnoff se encontraba en este lugar acompañado por
su mujer, Dhyna Martchenko. Se habían casado en plena guerra y, aprovechando la paz reciente, ella había ido a encontrarse con su marido acompañada por su madre, María Yosipovna
Chipanoff, también noble cosaca. Nadie podía suponer la terrible experiencia que ambas mujeres iban a vivir.
Dhyna estaba embarazada y esperaba con la alegría de
toda joven madre la llegada de su primer hijo. Su marido alcanzó a saberlo y a vivir también esta esperanza, antes de que
se abatiera sobre los dos esposos la atroz tragedia.
Consumada esta, con el alma colmada de dolor por la
certeza de que su hijo nacería sin padre, obsesionada la memoria por los trágicas escenas que había presenciado, la valerosa mujer luchaba por sobreponerse. Era necesario vivir
para que su hijo también pudiera vivir.
Encerradas, las dos con su madre, en una casita del pueblo de Lienz, no tenían un día de sosiego. El huracán que se
había abatido sobre los desgraciados cosacos aún soplaba con
furor. El riesgo subsistía. Ya hemos visto antes que la ceguera de las autoridades inglesas llegó al extremo de autorizar el
ingreso de los soviéticos a su zona, para que los ayudaran a
capturar a algunos cosacos fugitivos. Es más, Tolstoy –que es
quien conoce más a fondo los archivos británicos– afirma con
certeza que estos admitieron la colaboración del Smersch (Servicio de contraespionaje militar soviético), para que les ayudara en esta verdadera cacería.
Y este servicio era eficiente. Apenas los cosacos se habían
instalado en la región, al término de la guerra –nos informa
Bethell–, las autoridades británicas descubrieron asombradas
los conocimientos del servicio de espionaje soviético sobre los
cosacos. Sabían exactamente el lugar de acantonamiento de cada
cuerpo, el número de sus integrantes, los nombres de sus jefes
y con especial interés dónde estaba cada uno de los Krassnoff.
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Es explicable, entonces, que Dhyna Martchenko y su
madre vivieran días de agonía. Bastaba el aviso de cualquier
soplón para perderlas, y más aún si –como era muy probable–
los espías soviéticos sabían que ella esperaba un hijo.
Pero, así como hay almas pervertidas, también hay, en
todas partes, almas nobles. Los oficiales británicos estaban
hartos del indigno papel que se les había obligado a jugar en
la entrega de los cosacos. Ahora varios de ellos se esmeraban
en proteger a Dhyna y a su madre. Cuando arreciaba el peligro, ocultaban a las dos mujeres e incluso las ayudaban a
abandonar clandestinamente, por breves lapsos, el territorio
de ocupación británico.
No sabemos cuántos días o semanas duró esta angustiosa situación, pero del cielo les cayó de pronto un auxilio
más definitivo. Un diplomático chileno de apellido Santa
Cruz había hecho amistad hacía años, en París, con el atamán
Krassnoff. Ahora, encontrándose en Italia, tuvo noticias de la
tragedia de Lienz y decidió, providencialmente, dirigirse allí.
En el lugar supo de inmediato sobre la difícil situación en que
se encontraban las dos parientas de su amigo y vino en ayuda de ellas. Haciendo uso del derecho de asilo diplomático,
alquiló una casa, donde las acogió a ellas y también a otras
familias cosacas en situación similar y las puso bajo la protección del pabellón chileno.33
Allí esperó la madre el tiempo que le faltaba para dar a
luz. En el mismo lugar regado por la sangre de los cosacos.
En esa pequeña aldea del Tirol que había sido para ella y para
su pueblo un signo de muerte, la vida volvería a imponer sus
derechos. El día 15 de febrero de 1946 abría sus ojos a la luz
de este mundo un pequeño niño cosaco.
33
Miguel Krassnoff no sabe más datos que el apellido de este diplomático chileno
que los salvó a él y a los suyos. El archivo del Ministerio de Relaciones Exteriores estaba transitoriamente cerrado al público en 2007, de modo que no fue posible identificarlo mejor. Es posible que no fuera un diplomático, porque Chile
había roto relaciones con los países del Eje, sino un funcionario internacional.
¿Tal vez un delegado ante la UNRRA, organismo creado, al terminar la guerra,
por la ONU, para ayudar a los refugiados?
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Había nacido Miguel Krassnoff Martchenko.
Verdaderamente, la porfiada voluntad de Dios es todopoderosa y deshace los planes mejor urdidos por los hombres.
Una semilla de la heroica dinastía de los Krassnoff había
sobrevivido.
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