Estado laico y libertad ideológica - Suprema Corte de Justicia de la

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Estado laico y libertad ideológica
José Ramón Cossío D.
El pasado 19 de julio se publicó en el Diario Oficial de la Federación la reforma al párrafo
primero del artículo 24 constitucional para quedar como sigue: “Toda persona tiene derecho
a la libertad de convicciones éticas, de conciencia y de religión, y a tener o adoptar, en su
caso, la de su agrado. Esta libertad incluye el derecho de participar, individual o
colectivamente, tanto en público como en privado, en las ceremonias, devociones o actos de
culto respectivo, siempre que no constituyan un delito o falta penados por la ley. Nadie
podrá utilizar los actos públicos de expresión de esta libertad con fines políticos, de
proselitismo o de propaganda política”. A pesar de que durante el proceso que condujo a
esta reforma se dieron numerosas participaciones en los medios y en el Congreso, es poco
lo que a partir de la publicación del texto oficial se ha escrito sobre las implicaciones de
esta modificación. Por ello, cabe preguntarnos por los alcances jurídicos del nuevo texto.
Lo primero que conviene advertir es que el nuevo texto constitucional está regulando tres
derechos humanos diferenciados: la libertad de convicciones éticas, la libertad de
conciencia y la libertad de religión. Asimismo, está garantizando que cada persona pueda
adoptar la que más le agrade, así como participar en las ceremonias o actos de culto que, en
su caso, correspondan a cada una de ellas. En principio pareciera que las tres libertades
apuntadas se ejercen únicamente frente a los diversos órganos del Estado, a efecto de que se
abstengan de realizar actos que interfieran con el desarrollo de las convicciones, conciencia
o creencias de las personas. Es decir, podría parecer que el precepto constitucional tiene
como único propósito lograr que los órganos estatales dejen que los habitantes del territorio
nacional desplieguen sus libertades de la manera que mejor les parezca, sin enfrentar
ninguna posibilidad de intervención. A mi parecer esta lectura es equivocada, pues el
artículo 24 debe ser entendido como parte del sistema constitucional que nos rige.
En primer lugar, veamos el problema desde un punto de vista que, por comodidad en el
lenguaje, llamaré “horizontal”. El hecho de que a las personas se les reconozca
constitucionalmente la libertad de convicciones éticas, de conciencia o de religión, no
supone en modo alguno un reconocimiento para imponerlo a los demás. Lo que la
Constitución reconoce, en principio, es un ámbito de lo privado, pero no una autorización
para actuar sobre los demás. Dada la pluralidad de convicciones, posibles contenidos de la
conciencia o credos religiosos, aquello que alguien tenga como bueno para sí no tiene un
respaldo constitucional que le permita suponer que es o debe ser bueno para otros. Con base
en este mismo precepto constitucional, el Estado debe velar para que las colectividades que
compartan determinadas creencias o credos limiten su actuar a quienes voluntariamente lo
hayan adoptado, pues solamente así se salvaguarda el derecho que a cada cual se reconoce
para que adopte aquello que sea de su agrado. Obviar esta implicación constitucional sería
tanto como anular la pluralidad que se está reconociendo en favor de quienes, por contar
con una mejor organización o un mayor número de seguidores, estén en condiciones de
imponer a los demás aquello que –insisto– sea de su agrado.
Como segunda implicación, ¿qué le impone el nuevo precepto constitucional a las
autoridades públicas, sean estas federales, locales o municipales, ejecutivas, legislativas,
judiciales o administrativas? Esencialmente y por lo dispuesto por el artículo 40
constitucional a partir del 30 de noviembre del año pasado, un comportamiento laico. Es
decir, la permanente voluntad de no incorporar las propias convicciones o creencias en los
asuntos públicos en que deban participar en tanto servidores públicos. La Constitución no
prohíbe ni podría prohibir que las personas crean o piensen en lo que quieran; lo que sí hace
es exigir a tales servidores un ejercicio constante de autocontención a efecto de resolver los
asuntos de su competencia conforme a la racionalidad propia de un orden jurídico
construido democráticamente, humanamente, y no a partir de una convicción personal o
comunitaria, por más arraigada que en él se encuentre. Quien actúa como funcionario no
puede pretextar su libertad religiosa o de creencia para disponer de las normas en el sentido
que lo manden sus propias convicciones. Por el contrario, tiene que asumirse dentro del
juego de las relatividades jurídicas para argumentar y construir sus decisiones a partir de
ellas. Igualmente y para garantizar a todos su libertad de convicciones, conciencia o
religión, tiene que garantizar que cada cual adopte y exprese aquello que sea de su agrado,
aun frente a la creencia propia o del grupo al que pertenezca.
Por curioso que parezca, las diversas y fundamentales obligaciones que termina
imponiendo el nuevo párrafo primero del artículo 24 constitucional, deben leerse como
medio jurídico para la construcción de una sociedad plural en democracia. En primer lugar,
se impone a toda la población el deber de respetar las convicciones, creencias y credos que
existen en nuestra sociedad; en segundo lugar, las autoridades deben hacer lo necesario para
lograr esa condición de respeto y, en tercer lugar, se prohíbe a los funcionarios públicos
imponer a la población sus propias convicciones, creencias y credos.
Ministro de la Suprema Corte de Justicia
Twitter: @JRCossio
Correo electrónico: [email protected]
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