HOMILÍA en la Conmemoración de los fieles difuntos. Capilla del

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HOMILÍA E
LA CO
MEMORACIÓ
DE LOS FIELES DIFU
TOS
Capilla del Cementerio de Jerez, 2 de noviembre de 2009
Hermanos sacerdotes; queridos hermano/as todos:
Es una tradición de nuestro pueblo acudir al cementerio en este día en que
hacemos conmemoración de los fieles difuntos. Se trata de un momento
íntimo para la familia, un acto en el que se expresa el amor hacia aquellos
que ya no están con nosotros. Las flores y las oraciones se mezclan con los
paños y el agua para limpiar las sepulturas, que también son lavadas por no
pocas lágrimas.
Hay recuerdo agradecido, sí; pero también dolor y cierta sensación de abismo:
lo que suele ocurrirle a cualquier persona que mira de frente a la muerte y,
por tanto, a lo frágil y fugaz de la vida. También el Señor –como nos dice
el Evangelio- “se conmovió profundamente” ante la muerte de su amigo
Lázaro. (Jn 11, 33)
Precisamente porque son días de gran emotividad y, en muchos casos, de
desesperanza y angustia es necesario mirar al cielo -como nos indican los
cipreses- y dejarnos iluminar por la fe en Cristo Jesús, que vino precisamente
“para que el mundo se salve por Él” (Jn 3, 17)
No en vano, fueron los primeros cristianos quienes acuñaron el término
“cementerio”, que en griego significa “dormitorio”, lugar de descanso.
Como es también una tradición cristiana este simbólico homenaje realizado
con las flores -signo de vida- allí donde sus cuerpos “duermen” a la espera
de la Resurrección.
Lo primero a destacar es que esta celebración viene precedida del día en que
hemos celebrado a Todos los Santos: hombres y mujeres que se han llenado
de la gracia de Dios y han sido capaces de vaciarse de sí mismos por amor,
mostrando que es posible morir a toda una vida por amor a Dios y a los
hombres, especialmente por los más necesitados. Y ahora gozan ya de la
Vida Eterna.
Es decir, ambas celebraciones nos hablan de la vida más allá de la muerte y
nos invitan a renovar nuestra fe y nuestra esperanza en el cielo, en la vida
eterna, que trasciende las barreras de la muerte, tal como confesamos en el
Símbolo de la fe.
Creo en la comunión de los Santos
A su vez este día nos introduce en el misterio de la muerte y el destino de
aquellos que ya terminaron sus días en este mundo. Misterio que se ilumina
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con la verdad que también confesamos en el Credo: “creo en la comunión de
los Santos”.
Nosotros, los creyentes, no vivimos totalmente aislados de nuestros difuntos.
Los que han muerto, en cierto modo -en otra dimensión-, viven también con
nosotros, porque nosotros y ellos vivimos “en Cristo” y “con Cristo”. Es ésta
la realidad de la Iglesia, un misterio de “comunión”, que no se limita a
nuestra vida terrena, sino que comprende también a los fieles difuntos.
De la misma forma que los Santos interceden por nosotros, también nosotros
podemos interceder por aquellos que ya partieron. Así en la Misa se ofrece
un verdadero “sacrificio de propiciación”, es decir, de intercesión por los vivos
y por los muertos.
Cada vez que celebramos la Eucaristía pedimos por los fieles difuntos
cumpliendo así un acto de caridad, pues aquellos que, aún muertos en la
gracia y en amistad de Dios, si no están del todo libres de las manchas de
sus pecados, necesitan un tiempo de purificación para alcanzar la santidad
necesaria para entrar en el cielo. La fe de la Iglesia nos enseña que nosotros
podemos ayudarles mediante la oración y la celebración de la Eucaristía para
que puedan alcanzar la bienaventuranza de ver el Rostro de Dios. Pues bien,
ése es el principal motivo de esta celebración.
Al mismo tiempo, nosotros estamos aquí, cercanos a la tumba de nuestros
difuntos, no como aquellos que no tienen esperanza. Hemos venido para
hacerlos presentes no sólo en nuestra memoria, sino ante el Señor. En esta
Eucaristía nos unimos a la Iglesia celeste donde Cristo le presenta al Padre las
llagas de su pasión intercediendo por todos nosotros y por nuestros difuntos.
Nuestra presencia en el cementerio expresa, pues, una certeza: “ni la
angustia, ni la muerte ni la vida, .. ni criatura alguna podrá nunca
separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús” (Rm 8, 35-39). Ni
siquiera la muerte.
...... en la resurrección de los muertos
La esperanza cristiana está fundada en la promesa de Dios, cumplida ya en
lo que Dios ha hecho en Cristo, resucitándolo de la muerte. Esto que Dios ha
realizado en el Señor, Jesús mismo prometió que lo hará a todos aquellos que
creen en Él.
“El que cree en Mi, aunque haya muerto vivirá. Y el que vive y cree en Mi
no morirá para siempre. .. Y Yo lo resucitaré en el último día” (Jn 11, 25; 6,
54)
Los hará vivir en su misma vida divina. Esta promesa proviene de la verdad
del Amor, de la omnipotencia divina. Ella se cumplirá. Nuestro destino
definitivo no es la muerte, sino la vida eterna.
Y en la Vida Eterna
La misma naturaleza es en este lugar un “signo” para nosotros:
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tanto los
cipreses apuntando al cielo, como las flores, signo de vida y de belleza, nos
dicen que no es la muerte la que tiene la última palabra, sino la certeza de la
promesa de Dios de recibir en Cristo la vida eterna.
En definitiva hermanos dirijamos nuestra plegaria a Dios Padre y pidámosle
por todos nuestros hermanos difuntos para que libres de toda culpa, participen
de la gloria del Señor Resucitado.
Que así sea.
+ José Mazuelos Pérez
Obispo de Asidonia-Jerez
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