CONMEMORACIÓN DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS Homilía

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CONMEMORACIÓN DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS
Homilía del P. Josep M. Soler, abad de Montserrat
2 de noviembre de 2010
Is 25, 6-9; Sal 26; 2Tim 2, 8-13; Jn 14, 1-6
La liturgia monástica, hermanas y hermanos queridos, alaba a san Odilón, abad
benedictino del monasterio de Cluny de finales del s. X, porque, movido por su caridad
hacia los difuntos, instituyó en las casas monásticas de su jurisdicción que el 2 de
noviembre fuera un día especial de oración por quienes ya habían dejado este mundo.
Después, toda la Iglesia de tradición latina adoptó esta práctica, que aún continúa hoy.
Es cierto que la Iglesia, tanto en oriente como en occidente, recuerda cada día a los
difuntos en su oración. Pero, como Madre solícita les dedica un día al año, y tiene
presentes, también, a tantas y tantas personas anónimas ya fallecidas por las que
nadie tiene un recuerdo particular en la oración, pero que están muy presentes en la
mirada de Dios. Nosotros recordamos hoy con amor a nuestros difuntos. Pero no nos
limitamos a ellos, sino que abrimos nuestro pensamiento y nuestro corazón a todos los
que han muerto. Lo hacemos con la confianza que nos infunden las palabras de Jesús
en el evangelio: no perdáis la calma: [...]. En la casa de mi Padre hay muchas
estancias, y me voy a prepararos sitio. La serenidad que nos infunden estas palabras
contribuye a secar las lágrimas de nuestros ojos al recordar el tránsito de nuestros
seres queridos. Y nos mueve a tenerlos presentes en la oración para que el Señor los
acoja, si todavía no estuvieran, en la casa de la vida eterna y gozosa.
Monjes, escolanes y peregrinos manifestamos con nuestra oración y con la
celebración de la Eucaristía nuestro recuerdo y nuestro afecto hacia nuestros
familiares, amigos, benefactores y conocidos difuntos. De una manera particular, en
nuestra comunidad hacemos memoria de los hermanos que han pasado a la eternidad
este último año: los PP. Josep M. Cardona, Oleguer Porcel e Hildreband Miret, los tres
fallecidos recientemente en un período de pocas semanas. Pero, tal como he dicho,
también queremos abrir nuestro corazón y nuestro pensamiento a todos los difuntos
para no excluir a nadie de nuestro amor fraterno. Para todos ofrecemos esta Eucaristía
en sufragio.
La conmemoración de los difuntos, sin embargo, no sólo nos lleva a orar por ellos, sino
que comporta el pensamiento de la finitud de esta vida y, por tanto, del momento,
desconocido, pero cierto, de nuestra muerte. La Sagrada Escritura nos recomienda
tenerlo presente: en todo lo que haces, piensa en tu último destino (Sir 7, 36). Y,
consecuentemente, los maestros espirituales cristianos también lo enseñan: ten "cada
día la muerte presente ante los ojos" (cf. RB 4, 47). No lo hacen por un sentido trágico
de la existencia. Sino para enseñarnos a relativizar positivamente las cosas de este
mundo y para tener un comportamiento que nos aproveche para acertar el camino que
lleva a las estancias de la casa del Padre. No se trata de vivir con miedo ante la propia
muerte ni, por el contrario, de evadirnos de la vida de aquí pensando en la del más
allá. Se trata de estar a punto, de velar, porque la muerte se puede presentar como un
ladrón (cf. Mt 24, 43) y no nos coja desprevenidos. Esta sabiduría espiritual, como
veis, es bien opuesta a la tendencia actual de esconder en lo posible la realidad de la
muerte y de no querer pensar en ella, a pesar de estar tan presente en las pantallas de
nuestros televisores.
La muerte nos cuestiona profundamente; no quisiéramos encontrarla en nuestro
camino personal. Pero, el pensamiento de que llegará un día en el que nos
encontraremos con la muerte, es saludable porque nos lleva a "vigilar en todo
momento los actos de la propia vida", por decirlo con palabras de san Benito (RB 4,
48); vigilarlos para poder agradar a Dios en el seguimiento de Jesucristo. Es más, si
amamos a Jesucristo, si amamos a Dios, desearemos ardientemente llegar a la vida
eterna (cf. RB 4, 46) para encontrarlo cara a cara. Este deseo, sin embargo, propio de
los hombres y mujeres de Dios, no puede ser una evasión sino un estímulo para llevar
a cabo la misión que Dios nos ha confiado en su plan de amor por el bien de nuestra
persona y de quienes se benefician de nuestra actuación. Pensar en la propia muerte,
pues, no debería ni de entristecer ni de amargar la existencia, sino motivarnos a vivir
muy intensamente para ser fieles al Evangelio y a darnos más y mejor a los demás.
Porque es sobre el amor a los demás que seremos examinados en el momento en que
Dios evalúe nuestra aptitud para entrar en las estancias de la Casa del Padre. Este, el
del amor y del servicio abnegado a los demás, es el camino que lleva a dichas
estancias porque es el camino de Jesús, que nos enseña la verdad sobre Dios y sobre
el ser humano y nos da la vida.
Nos disponemos a participar de la Eucaristía, que además de ser en sufragio por los
difuntos es, para los vivos, fuente de vida en Cristo para que seamos constantes en
las pruebas y fieles en el amor. Si ahora vivimos en él y como él para llegar a morir
con él, cuando hayamos pasado el umbral de la muerte vendrá a tomarnos para
llevarnos a su casa, y podremos seguir viviendo con él para siempre en la alegría
eterna propia de allí donde él está.
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