Escenas de una película de bajo presupuesto

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Christopher Reeve, en una escena
de la película Superman, dirigida
por Richard Donner en 1978. (Fotografía: Keystone / Getty Images)
Escenas de una película
de bajo presupuesto
Ramón Castillo
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Uno de los primeros recuerdos que tengo es una serie fracturada de imágenes
apenas unidas por la ilusión de un tiempo perdido y el sentir de un sueño lejano.
Tengo tres o cuatro años. Estoy sentado en medio de una total oscuridad. No comprendo lo que va a suceder. Tampoco sé cómo llegué ni con quién; sin embargo,
todavía puedo saborear el asombro cuando, de repente, el inmenso recuadro frente
a mí se iluminó.
En la pantalla un niño juega con un descaro e impunidad que, lo sé bien ya en
ese entonces, escandalizarían a mi madre. Sin ningún adulto que le indique lo obvio,
aquél se balancea en una barandilla que delimita la tierra firme de las impetuosas
cataratas del Niágara. El imprudente, como era de esperarse, resbala. En la agónica
largueza de su caída, Lois Lane grita histérica en busca de ayuda. Los segundos se
prolongan lo suficiente para que Clark Kent, tras escuchar el llamado, devenga —al
quitarse lentes y ponerse mallas— el hombre de acero. Superman atrapa al chiquillo
justo antes de que éste se pierda en la espuma del agua.
En ese instante se logró imponer en mí una confianza a veces ciega, muchas
tantas escéptica, pero, al fin y al cabo, una esperanza genuina, en la posibilidad de
arrojarse al vacío sabiendo que, de una u otra forma, siempre tenemos una mínima oportunidad de salvarnos, aunque sea mediante un personaje proveniente del
planeta Krypton. Desde entonces, trato de vivir soltándome de aquello que me
mantiene atado, crédulo de que en el derrumbe hacia la nada aparezca no tanto la
fuerza imposible de un superhéroe, sino la más íntima y emocionante de no poder
distinguir entre sueño y realidad.
Aquellas instantáneas que dan forma a mi primer recuerdo respecto al cine
siguen iluminando las habitaciones más antiguas de mi memoria, acaso más difícilmente al continuar sumando años; lo que me maravilla es que sigan ahí, como par­te de una película que aún no termina y que al continuar su proyección en el presente
no puede evitar la pérdida de algunos fragmentos del pasado. La vida es, en definitiva,
una serie de fotogramas que en su inalterable avance arden con la chispa del olvido,
dejándonos sólo un montón de trozos sueltos de nuestra actuación en este escenario.
El cine había llegado para enseñarme el propósito esencial del arte: renegar del
mundo en el que nos encontramos, proponiendo en su lugar un orden distinto, tal
vez no mejor, aunque sí ajeno a la lógica de lo cotidiano. A partir de aquel momento, cada película vista ha abonado a la idea de que una existencia que no entrelaza
la realidad con los momentos estelares de la imaginación no es otra cosa más que
una escena montada sin creatividad alguna, un ensayo en el que el actor principal
se confunde con un extra cualquiera, un guión que sólo llega a esbozo flojo y sin
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sentido, ocasionalmente, conmovedor hasta la cursilería, pero, pase lo que pase,
predecible y aburrido.
De ahí que invariablemente termine aceptando la invitación a perderme entre
las tentaciones del celuloide, a preferir la alternativa de mirar un espectáculo que
amplía la aventura diaria de salir a la calle. La vida en technicolor y sonido dolby es
argéntea, es intensa, es sencillamente mejor, al menos durante un par de horas. Su
poder emerge gracias a que posee el embrujo de hacer evidente que, al final, un
beso no es capaz de augurar un próspero futuro, pero en todo momento valdrá la
pena recibirlo y, aun mejor, robarlo; que nos recuerda que un instante espléndido
necesita un soundtrack para que lo armonice; que existen villanos más entrañables
que los buenos de la película y que, pese a todo pronóstico, no todas las segundas
partes son peores que la primera.
Guillermo Cabrera Infante aseguraba que un cinéfilo de cepa no es aquel que
selecciona con meticulosidad la película que habrá de ver, sino ese otro que llega
a cualquier sala y contempla con idéntica fascinación lo que encuentre. En efecto,
cuando el embrujo que iniciaron los hermanos Lumière se infiltra en nuestro cuerpo
no importa la categoría de lo que se mire, ya que el acto en sí es razón suficiente
para aventurarse en lo desconocido; sin embargo, cuando las opciones son escasas,
sí es preciso observar con mayor detenimiento las alternativas. Él mismo lo señaló,
a veces hay que escoger entre cine o sardina. Si bien, para mi infortunio he sido más
proclive al yantar; suscribo aquello que consignara el cubano al afirmar que aunque
la vida se podría concebir sin sardinas, nunca será posible hacerlo sin el cine. Aun
así, en el periodo comprendido entre aquella primera visita para ver Superman II
y la llegada de mi libertad económica, el número de veces que fui a uno de estos
complejos donde había matinés e intermedio fueron pocas. El cine era no sólo un en­tretenimiento, era un lujo, no en el sentido de los placeres de la alta burguesía, sino
en ese otro más terrenal que sopesa cada experiencia con la medida de la estrechez.
Las ocasiones que visité salas cinematográficas durante mi infancia nunca
tuvieron una frecuencia definida, es más, ni siquiera había frecuencia. Idénticas a
los milagros, su fuerza radicaba en suceder de manera azarosa e inesperada, manifestándose como la excepción que confirma la regla. Por tal motivo, cuando por fin
los astros se alineaban, la ocasión era un acontecimiento tan épico como la escena
en la que Charlton Heston, disfrazado de Moisés, dividió las aguas en The Ten Com­
mandments. Estas peregrinaciones hacia la tierra prometida, donde en lugar de maná
había palomitas y pasas cubiertas con chocolate, fijaban su importancia de manera
inversamente proporcional a la cantidad de veces que sucedían.
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El celuloide irradiaba un aura que volvía todo
lo demás superfluo; jamás se trató de una forma
de pasar el tiempo, sino una vía de conocimiento
que alcanzaba cotas de epifanía. Así pues, el hecho
de crecer con una dosis moderada de minutos ante
la gran pantalla hizo que cada uno de ellos tuviera
un valor especial. Las enseñanzas del señor Miyagi a
Daniel San, que aún atesoro, fueron repetidas en mi
memoria, una y otra vez, durante las pruebas que el
tiempo me fue imponiendo. De manera similar, hube
de cuestionarme sobre las implicaciones de mis actos y
su relación con el porvenir, tras haber mirado la lucha
de Marty McFly para evitar la paulatina disolución de
sí mismo en un futuro-presente siempre inacabado.
De esta manera, mis primeras lecciones en disciplina
y física cuántica las obtuve mientras me atiborraba
de chatarra metida de contrabando en una sala con
permanencia voluntaria.
Las exiguas idas al cine me empujaron a buscar
nuevos horizontes visuales más cercanos y modestos.
Esa es la razón por la que el mundo, tal y como lo he
experimentado, lo comprendo más bajo la luz de los
rayos catódicos de la t.v. que a través de la ventana
abierta por la literatura. A los libros llegué tarde, ni
siquiera teníamos en casa; pero la televisión ocupó,
desde meses antes de mi nacimiento, no sólo el cen­tro de nuestra sala, sino el de la vida familiar. Fruto de
la oferta del canal cinco, crecí bajo la tutela, con doblaje
incluido, de figuras como las que protagonizaban Roc­
ky, Terminator, Die Hard o Tango and Cash. Por fortuna,
los tiempos cambiaban y mi papá observó que tener
una videocasetera era no sólo una inversión útil, sino
también una opción más que válida para llevar a la sala
del hogar lo que antes era un privilegio difícilmente
asequible. Proliferaron los videoclubes, negocios cuyo
espíritu pionero los llevaba a ofrecer una analogía,
limitada y tal vez honesta en su ingenuidad, de la experiencia cinematográfica. Gracias a ellos vi los estrenos
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que anhelé durante su estancia en cartelera, con la
salvedad de hacerlo tres años después. Por desgracia el
idilio económico no duró y tuve que volver, una vez
más, a la televisión abierta.
Cuando mi destino parecía inevitablemente
reducido a los blockbuster más apantallantes, y no
necesariamente refinados de la historia del cine, llegó
a Guadalajara una nueva señal. Era un canal de corte
cultural y educativo que apenas comenzaba transmisiones. La programación diurna estaba armada de
documentales de Deutsche Welle o de la bbc, lecciones
de telesecundaria, producciones locales de ínfimo presupuesto, repeticiones de viejas caricaturas, así como un
amplio mosaico de programas que parecían más útiles
para rellenar espacios que para construir una propuesta
visual coherente. No obstante, a partir de las veintidós
horas sucedía otro de esos prodigios que sólo la imagen
cinematográfica es capaz de ofrecer.
Desvelado pero con la experiencia que un nuevo horizonte despliega en nuestra comprensión del
universo y sus misterios, diariamente platicaba a mis
compañeros de secundaria cada detalle de las películas
que a escondidas paladeaba. En esas primeras incursiones, comencé a trazar un itinerario en el que mi
libido encon­tró los primeros llamados para emerger
al mundo, tanteos hambrientos e indomables que se
entrelazaron con imágenes en las que Anita Ekber, Juliette Binoche, Monica Bellucci o Sophia Loren fueron
mis maestras de anatomía. Me regodeaba gustoso en
paladear sus cuerpos al narrarlos.
A mi manera y con obvias restricciones, sin saberlo
recreaba esa figura que ha acompañado a los pueblos de
todas las épocas, el contador de historias. Me encontré
en el centro de las miradas, develando el misterio de
llevar a los demás a un plano en el que la ficción se
confirma más intensa que las clases de aritmética. Al
escucharme, su incredulidad era tan evidente como
su ánimo por no perderse ninguna de mis palabras.
Christopher Lloyd, en una escena del filme Back
to the Future, dirigido por Robert Zemeckis en
1985. (Fotografía: Universal/Getty Images)
Como buen charlatán, durante el recreo
utilizaba cuanto recurso podía para
compartir mis hallazgos, disfrutando el
momento de alargar cada escena y crear
mayor incertidumbre, gozando la descripción adjetivada de los pormenores.
Así descubrí, verdaderamente, el resabio
agridulce de la palabra, la dificultad que
entraña su manejo y la alegría inmensa
que proporcionan sus revelaciones. Era un
juglar adolescente, con sobrepeso y des­peinado, cuyo impulso creativo nacía de
una efervescencia de las hormonas y la
necesidad, hasta ahora presente, de llamar
la atención.
Acumulé infatigables horas nalga
contemplando películas que no podía entender del
todo con el doble afán de alimentarme de esas imágenes, tan seductoras y enigmáticas, al tiempo de hacerme
de instrumentos con los cuales granjearme algo de popularidad. Nombres como Lynch, Kurosawa, Cronenberg, Tarantino, Fellini, Bergman, Kubrick, Hitchcock,
Scorsese, Buñuel y un prolongado etcétera señalaron
un camino cuya personalidad extravagante y atípica
demostraba que la rareza es menos una falla que una
virtud. Para un adolescente, tal certeza es necesaria por
cuanto abona a la aceptación de la incomodidad que en
esos años despierta en nosotros. A la manera de Superman, comencé a aceptar la feliz condena de mi doble
vida. Poseedor de un secreto que sólo es comprensi­ble mediante la libertad que otorga la invención de
uno mismo, cada mañana despertaba siendo un pálido
reportero del día a día, pero en las noches, frente a estas
cintas, y luego al narrar mis aventuras cinéfilas, era el
übermensch que rescataba del aburrimiento a mis amigos. Los filmes que conforman mi videoteca mental y
emotiva representan la validez vibrante de la renuncia
a ser como habitualmente somos; las películas son la
ratificación de que nuestra vida no es una sola, es la
superposición de planos y fragmentos que hemos ido
coleccionando con paciencia y cariño, un montaje en
el que lo ridículo se empalma con lo sublime a fin de
crear nuevos sentidos que den cuenta de la pluralidad
de nuestras fantasías.
Ahora, muchos años después, me siento frente a
la computadora y de manera similar a lo que le ocurre
al personaje de Woody Allen en Deconstructing Harry,
mis inseguridades, angustias y deslices se proyectan en
una sucesión que confirma mis neurosis cotidianas,
paralizando mis intentos de triunfar en sociedad y en
la escritura; con todo, queda la enseñanza de que todo
se reduce a abrazar la comedia negra de mi existencia,
dejándome llevar por el mal gusto, el humor en todas
sus variantes, los ardores que la belleza y el sexo despiertan en el cuerpo, las tramas que por inverosímiles
resultan fabulosas, en fin, queda el deseo de continuar
estrechando esas historias que al igual que las buenas
borracheras ensanchan nuestro mundo y nos regalan
un atisbo de felicidad.
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