Homilía para la Misa en la Vigilia Pascual

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Homilía para la Misa en la Vigilia Pascual
Corrientes, Iglesia Catedral, 30 de marzo de 2013
La Vigilia Pascual en la Noche Santa es la mayor y la más noble entre
todas las fiestas cristianas, y a ella hacen referencia todas las demás. Esta noche,
la Iglesia se reúne para expresar el inmenso gozo que siente porque Jesús está
vivo en medio de ella. Su presencia luminosa da sentido a la existencia del
hombre y a toda la creación. No es casual que sea precisamente la luz el primer
signo que nos brinda la liturgia de la Vigilia pascual. La luz es señal de vida,
como lo son el agua, el aire, el fuego. En la vida ordinaria, la tecnología nos
pone la luz a la distancia de un clic y la luz se hace. Casi en todas partes
podemos ‘hacer’ la luz, por así decir. En la práctica hemos dominado la
oscuridad, salvo cuando nos someten a los cortes de luz. Esos cortes, sobre
todo cuando son prolongados, nos hacen sentir la importancia que tiene la luz
en lo cotidiano de la vida: ¡por fin, llegó la luz!, exclamamos aliviados.
Esto que en el mundo material nos parece tan obvio, no lo es tanto
cuando se trata de realidades más profundas de la vida. Allí la luz ya no está a
un toque de la mano. Veamos qué les sucedió a aquellas mujeres, que fueron
de madrugada al sepulcro para completar la tarea que no pudieron realizar el
día anterior: terminar de preparar el cadáver para la sepultura como lo
prescribía la costumbre de la época. Al ver el sepulcro vacío, quedaron
desconcertadas porque no hallaron el cuerpo del Señor Jesús. Cuando fueron a
contárselo a los otros discípulos, éstos las trataron de delirantes y no les
creyeron. La realidad para todos era obvia: del sepulcro no sale la luz; de un
crucificado, muerto y sepultado no se podía esperar nada; la cruz fue siempre
señal de humillación y fracaso. Sin embargo, tuvieron que rendirse ante la
evidencia de los hechos: también ellos vieron a Jesús resucitado, comieron con
él y descartaron que se tratara de un espíritu o de un fantasma (cf. Lc 24,36-42).
Y, poco a poco, Jesús mismo les fue dando a entender que el misterio de la
Cruz, vivido con amor hasta el extremo, forma parte de la estructura íntima del
misterio pascual (cf. Lc 24,44-46). La cruz es una realidad inseparable de la
resurrección; la dinámica del morir para vivir, que nos deja perplejos y nos
cuesta asumir, se convierte en clave cristiana que da verdadero sentido a la vida.
Los comienzos de la creación y de la historia humana, el presente que
nos toca vivir y el futuro que nos espera, se iluminan a partir de esa nueva luz
que brilla en Jesucristo Resucitado. La liturgia de la Vigilia Pascual es muy
hermosa y rica de signos, a través de los cuales se deja entrever algo de la
extraordinaria belleza y verdad que hay en Dios. Dios sabe que el hombre
necesita de la luz para vivir, pero también sabe que no puede dársela a sí
mismo, lo que equivale a decir que el hombre por sí sólo no alcanza a dar
respuesta a los interrogantes más profundos de su existencia: el sentido de la
vida presente y la futura; por qué el mal, el dolor, la muerte. Por eso se presenta
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ante él como un Dios de luz: “Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no
andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la Vida” (Jn 8,12), dijo Jesús. Esa luz
que brilló en las tinieblas cuando el Hijo de Dios nació en Belén (cf. Lc 2,32),
resplandece en la mañana de la resurrección con todo su fulgor iluminando la
creación entera.
En el Año de la fe es necesario que digamos con fuerza y claridad que
nuestra fe se apoya en el hecho de que Cristo, la Palabra hecha carne, “rompió
las ataduras de la muerte y surgió victorioso de los abismos”. Esta victoria sobre
la oscuridad del pecado, nos revela que Dios es bueno y que todo lo que hace
lo hace por amor a los hombres. Gracias a Jesucristo muerto y resucitado, la
noche de la historia humana se convierte en una peregrinación llena de luz y de
alegría, en la que nos reconocemos Hijos de Dios y hermanos unos de otros.
Cuando exclamamos ‘creo’, estamos convencidos de que el bien es más fuerte
que el mal y que el amor vence realmente la muerte. Todo lo que no es bueno y
todo aquello que no esté inspirado por el amor y vivido en la verdad, es
inconsistente y dañino para las personas y la comunidad.
Nuestra respuesta a la Pascua del Señor es la fe. Esa fe ilumina a todo el
hombre: espíritu y cuerpo, inteligencia y voluntad. Por eso, profesar a Jesucristo
Resucitado nos debe llevar a un verdadero cambio en el trato que tenemos con
nuestros semejantes. Si decimos que creemos en Jesús, eso se debe notar en el
modo cómo nos conducimos entre nosotros: “munición pesada” –en el lenguaje
periodístico– dirigida a quien fuere, descalifica al que la descarga, ya se trate de
la relación en el ámbito de la pareja, de la familia, del comportamiento en la
calle, o del modo de tratarse mutuamente los que tienen responsabilidades
públicas. El daño que causa en la comunidad un modo inapropiado de dirigirse
a otra persona aumenta en proporción a la importancia de la función que se
tiene. Para construir vínculos duraderos y fecundos entre las personas, sea en el
orden interpersonal, sea en el ámbito de la vida pública, hay que volver a la
sabiduría de la Cruz y aprender del Maestro crucificado en ella. Allí resplandece
el verdadero poder del amor y del servicio que no tiene límites ni exclusiones.
La sabiduría de la Cruz de Jesús nos enseña que los vínculos humanos se
construyen en la medida en que nos ponemos en el lugar del otro, estemos
dispuestos a caminar juntos, y nos decidamos a sobrellevar mutuamente las
cargas de la vida; a cuidar de las personas más vulnerables y a colocar la vida
humana por sobre cualquier otro interés. El Papa Francisco recordó en estos
días la ejemplar actitud de Jesús, que toma sobre sí el mal, la suciedad, el
pecado del mundo, también el nuestro, y lo lava con su sangre, con el amor de
Dios. Abrazados a él, nos purifica del amor al dinero y al poder, de la corrupción
y de las divisiones, nos limpia la vista para ver de otro modo a los que tenemos
a nuestro lado y enciende en nuestros corazones sus mismos sentimientos para
que en esa luz nos amemos, caminemos y construyamos un mundo más
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humano. Este es el bien que Jesús nos hace a todos en el trono de la cruz –
continuó diciendo el Santo Padre Francisco–, la cruz de Cristo, abrazada con
amor, nunca conduce a la tristeza, sino a la alegría, a la alegría de ser salvados y
de hacer un poquito eso que ha hecho él aquel día de su muerte.
La luz de la fe jamás impide nada de lo que hace al bien integral de la
persona humana y de la comunidad. Al contrario, le proporciona claridad para
discernir aquello que favorece la vida y beneficia su auténtico desarrollo. Solo
las tinieblas que oscurecen la mente no nos permiten ver una verdad tan
sencilla y tan razonable como es la necesidad de escucharnos, respetarnos y
trabajar en conjunto. En el camino luminoso que nos abre Jesucristo Resucitado,
nos alientan las palabras del apóstol San Juan: “Antes, ustedes eran tinieblas,
pero ahora son luz en el Señor. Vivan como hijos de la luz. Ahora bien, el fruto
de la luz es la bondad, la justicia y la verdad” (Ef 5,8-9).
Finalmente, como expresión de nuestra fe y alegría pascual,
comprometámonos a ser más tolerantes y amigables en la familia, y en los
demás ámbitos de nuestra convivencia social y pública; y acompañemos esos
gestos de amistad y buen trato con acciones efectivas que alivien el sufrimiento
y la pobreza de nuestros hermanos. Entonces, los deseos de felicidad, de alegría
y de paz que intercambiamos con el saludo pascual, no quedarán apenas como
una piadosa comunicación de buenos sentimientos, sino una real y gozosa
manifestación de esa verdad que ya resplandece con toda su belleza en la
Santísima Virgen, “vida, dulzura y esperanza nuestra”. Amén.
Mons. Andrés Stanovnik OFMCap.
Arzobispo de Corrientes
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