ENSAYO FILOSÓFICO SOBRE LAS

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PIERRE SIMON DE LAPLACE
Ensayo filosófico
sobre las
probabilidades
Descubra como se aplican las
probabilidades en los testimonios
judiciales,, en las elecciones, en las
asambleas, en las sentencias de los
tribunales
Participa en:
http://groups.msn.com/ARGUMENTACIONJURIDICA
Indice
Presentación: la búsqueda de nuevas lógicas.
Introducción de Laplace
De la Probabilidad
Principios generales del cálculo de probabilidades
Primer principio
Segundo principio
Tercer principio
Cuarto principio
Quinto principio
Sexto principio
Séptimo principio
De la esperanza
Octavo principio
Noveno principio
Décimo principio
Aplicación del cálculo de probabilidades a las ciencias morales
De la probabilidad de los testimonios
De las elecciones y las decisiones de las asambleas
De la probabilidad de las sentencias de los tribunales
De los diversos medios para aproximarse a la certeza
1
Presentación: La búsqueda de nuevas lógicas
En el mismo año que Napoleón retorna a Francia, luego de perder
la Campaña en Rusia, Pierre Simón de Laplace (1749-1827), publica la
Teoría Analítica de las Probabilidades, esta obra tendría un éxito
inmediato. Seis años después, en la tercera edición de 1820, se le agrega
una capitulo llamado Ensayo Filosófico de las Probabilidades, cuyos
fragmentos más importantes publicamos ahora. Este ensayo introductorio
extendía el uso del calculo de las probabilidades a las ciencias morales:
el derecho y la política.
Para Laplace las sentencias judiciales podían fundarse en el calculo
de probabilidades. Esto no debe parecer muy razonable cuando hoy en
día, de modo uniforme, en las teorías de la argumentación jurídica o
razonamiento jurídico se enseña que las sentencias judiciales, en el
llamado “contexto de justificación” se rigen por los dictados de la lógica
deductiva, en la forma del silogismo .
Sin embargo, Laplace pertenece a la larga lista de filósofos
matemáticos que desarrollan herramientas deductivas para aumentar
nuestro conocimiento de la realidad y mejorar nuestras decisiones
prácticas. Estos consideran que la lógica tradicional, en particular el
silogismo, no es suficiente. Por ejemplo, en 1637, el propio Rene
Descartes, quien inicia el pensamiento moderno, en su famoso Discurso
del Método cuando examina las ciencias de su tiempo dice:
“en lo tocante a la lógica, sus silogismos y la mayor parte de las demás
instrucciones que da, más sirven para explicar a otros las cosas ya sabidas o
incluso, como el arte de Lulio, para hablar sin juicio de las ignoradas, que para
aprenderlas. Y si bien contiene, en verdad, muchos, muy buenos y verdaderos
preceptos, hay, sin embargo, mezclados con ellos, tantos otros nocivos o
superfluos, que separarlos es casi tan difícil como sacar una Diana o una
Minerva de un bloque de mármol sin desbastar. “1
Durante el siglo XVII y XVIII la lógica era considerada inferior que la
Geometría (el método axiomático, para ser precisos) y se sabia que
ambos procedimientos no eran suficientes para tomar decisiones
prácticas. En todo caso la moda imperante aceptaba que para fundar un
razonamiento no se debía partir de premisas, tal como recomendaba la
lógica, sino de principios, axiomas verdaderos e incontestables, como
exigía la axiomática. Pascal, en un texto olvidado en las facultades de
derecho, titulado El Espíritu Geométrico, diría al respecto:
1
Discurso del Método, Parte Segunda.
http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/23581733103477295015568/p0000001.htm#10
2
“El método de no errar es por todo el mundo buscado. Los lógicos hacen
profesión de conducir á él; sólo los geómetras llegan, y fuera de su
ciencia y de los que la imitan no hay verdaderas demostraciones”2
Lo que quiere decir es que si el razonamiento o argumentación no
partía de axiomas, las demostraciones no demostraban nada, eran
insuficientes y el test de la lógica contra el error no era fiable. Pero no por
eso endiosa al método axiomático, Pascal muestra que a) no se puede
demostrar todo y que b) en las cuestiones prácticas interesan más los
detalles, los cuales una excesiva generalización no puede percibir.
Obviamente la lógica tradicional no se escapa de ese defecto:
“Ce n' est pas barbara et baralipton qui forment le raisonnement. Il ne faut pas
guinder l' esprit ; les manières tendues et pénibles le remplissent d' une sotte
présomption par une élévation étrangère et par une enflure vaine et ridicule au
lieu d' une nourriture solide et vigoureuse.”
Pascal nos dice “No con barbara y baralipton3 se forma el
razonamiento. No hay que inflar el espíritu; las maneras rígidas y
penosas le llenan de una necia presunción, con un ensoberbecimiento
(élévation) extraño y una hinchazón vana y ridícula, en lugar de una
nutrición sólida y vigorosa”. La razón era sencilla: para actuar en la vida
cotidiana se debe decidir sobre múltiples cuestiones que requieren
adhesión de las partes, convencerlas a participar, para esto se requiere el
espíritu de la finesa, postulando un método que es mezcla de retórica con
lógica para resolver los asuntos prácticos. Inclusive Leibniz a pesar de
salvar a la Lógica de su total debacle también ensayaba otras formas de
calcular el valor de los argumentos a fin de resolver disputas y formulo
como reformó a lo largo de su vida un proyecto de Arte Combinatoria y
lenguaje universal4.
Existen muchas evidencias que muestran que durante el siglo XVII
y XVIII se buscaba una lógica de la justificación de las decisiones mejor
que la lógica silogística o lógica tradicional, se propusieron desde una
2
De l'esprit géométrique en : http://gallica.bnf.fr/scripts/ConsultationTout.exe?O=N089259
3
Barbara y Baralipton son nombres nemotecnicos usados en la edad media para el silogismo (nota
editor)
4
inclusive como se descubrió a comienzos del silo XX gracias a la obra de Couturat que revisó sus
manuscritos dejados en la Biblioteca de Hannover, Leibniz corrigió el silogismo llegando a ensayar una
teoría de los conjuntos siglos antes que Boole. Ver en Couturat, Louis La logique de Leibniz : d'après des
documents inédits en http://gallica.bnf.fr/scripts/ConsultationTout.exe?O=N021048
3
mezcla de métodos deductivos con retórica (Pascal), un calculo de las
palabras (Leibniz), una tabla de castigos y premios (Bentham) y Laplace
nos muestra un procedimiento mucho mas refinado.
Las preguntas que vienen a la mente son ¿Porqué se perdieron
estas líneas de investigación?, ¿Por qué se olvidaron las advertencias?.
Son muchos factores, por un lado tenemos la Revolución Francesa que
propaló una serie de ideas falsas sobre el carácter axiomático-deductivo
de principios como la libertad, la igualdad (no necesitaban ser tratados
como entes geométricos) y el silogismo judicial, cambiando el problema
de cómo usar la axiomática para hacer leyes y el papel de la lógica
tradicional en ese proyecto (que fue el problema el siglo XVII y XVIII) al
problema de como justificar su uso y corregir todas las anomalías que
causaban. La Revolución impuso la drástica práctica de que los jueces
utilicen la forma silogística para fundar sus fallos y que tomaran como
premisas leyes supuestamente demostradas axiomáticamente. Todos los
políticos creían que eso era posible sin ningún problema y también lo
creían filósofos tan influyentes como Kant y Hegel, quienes fueron muy
limitados en sus conocimientos de matemáticas y lógica5 pues estaban
embelesados con la física newtoniana y su extensión al conocimiento de
lo humano.
Pero eso no fue lo peor, a veces la sociedad toma decisiones
prácticas y se olvida de las conjeturas, para luego retomar las
correcciones necesarias al modelo adoptado. Es como si ya no hubiera
tiempo para discutir los planos y proyectos y se pasa a la obra, confiados
en que los problemas que aparezcan se podrán corregir. En este caso
acabado el edificio del Estado y Derecho moderno (al menos la parte
básica) los planos se arrojaron al mar con sus anotaciones y
observaciones y se eliminaron a los diseñadores. Esto ocurrió a
mediados del siglo XIX con una reforma educativa6 que, con la idea de
modernizar los estudios universitarios dejó a la ciencia jurídica sin cultura
clásica y sin ciencia moderna. Primero se proscribió de las escuelas de
derecho toda formación en lógica tradicional y retórica, como del idioma
en que se aprendían mejor: el latín ( eran la cultura clásica), cultivadas
durante siglos estaban demasiado contaminadas de metafísica y teología
para una época de técnicas y empirismo. Pero esta reforma también
impidió todo contacto con las ciencias. A lo largo del siglo XIX no existía
un manual de metodología de la ciencia, por tanto se imponen los cursos
de literatura e historia como los únicos estudios generales universitarios
5
Ver en Kneale, William y Martha El desarrollo de la lógica Ed. Tecnos, madrid, 1972, reimpreso en 1980.
Con mas detalle sobre esta reforma: Ver el articulo Ureta, Juan (2004) La enseñanza de las lógicas aplicadas al
derecho en http://groups.msn.com/ARGUMENTACIONJURIDICA
6
4
para poder ingresar a la escuela de derecho, expulsando de la Facultad
de Derecho a la axiomática, a la inducción, al calculo de probabilidades, a
la lógica tradicional y a la retórica.
Esta demás decir que los que hicieron posible crear el Código Civil
francés, como los juristas Domat, Pothier, los tratadistas posteriores
Demolombe, Aut y Aurby, Lacantiere, Savigny, Puchta, Winscheid., se
educaron bajo la forma clásica teniendo a mano las disputas modernas.
La reforma provocó que las generaciones siguientes no puedan entender
los fundamentos metodológicos de sus maestros, fundamentos
provenientes de fuentes tan diversas y opuestas.
Ya sabemos la historia siguiente, poco a poco se fue cuestionado
el Plan de Estudios de las facultades de derecho, pero como las ciencias
avanzan, se cogía lo moderno y no se buscaban las raíces. A mediados
del siglo XX se prefería discutir si se introducía el curso de sociología o
economía y todos hubieran rechazado el curso de retórica. La lógica
tradicional ya inutilizada, fue reemplazada por la lógica matemática que
poco o nada sirve al jurista sin conocimientos de la lógica tradicional.
Conclusión no se entiende nada o se entendía todo mal. Hoy en día las
universidades europeas ofrecen maestrías para los abogados que
contienen prácticamente pura Retórica, pero ignoran el papel de la
axiomática moderna y la lógica tradicional, pues también desconocen
este pasado y la practica actual donde aún se usan diversas lógicas.
El propósito de estas ediciones y del grupo de discusión
http://groups.msn.com/ARGUMENTACIONJURIDICA es rescatar los
textos y documentos que permitirán, a usted amigo lector, formar su
propio juicio sobre las fuentes que alimentan la argumentación jurídica y
su riqueza. Como aun hay mucho por investigar y desarrollar esperamos
fomentar problemas que permitan generar la curiosidad de los
investigadores. Tal vez una sentencia judicial contenga elementos de
diversas fuentes, hilos que representan las huellas de distintas lógicas
que se han sucedido en el tiempo y que las hemos asimilado como parte
de nuestras prácticas y cultura. Creo que si esto es cierto, el único modo
de mejorar nuestra forma de argumentar es conocer sus bases, para
continuarlas o removerlas como intentó hacerlo Pierre Simon de Laplace.
Juan Ureta Guerra
Lima, enero de 2004
5
Portada de la 3era Edición del libro Teoría Analítica
de las Probabilidades, que incluye el Ensayo filosófico
sobre las probabilidades. París, 1820
6
ENSAYO FILOSÓFICO SOBRE LAS
PROBABILIDADES7
Introducción
Este ensayo filosófico es la exposición de una lección sobre
probabilidades que di en 1795 en las Escuelas Normales donde fui
designado profesor de Matemáticas, junto con Lagrange, por decreto de
la Convención Nacional. Poco después publiqué una obra sobre el
mismo asunto titulada: Teoría analítica de las probabilidades.
Aquí presento, sin valerme del Análisis, los principios y resultados
generales de esa teoría aplicados a los problemas fundamentales de la
vida que, en su mayoría, no son en el fondo más que problemas de
probabilidades. Rigurosamente hablando, se puede afirmar también que
casi todos nuestros conocimientos no son más que probables y en el
reducido número de cosas que se pueden conocer con certeza, aun en
las ciencias matemáticas, los principales procedimientos para llegar a la
verdad -la inducción y la analogía- descansan en las probabilidades, de
modo que todo el sistema de los conocimientos humanos está ligado a la
teoría que expongo en este ensayo. En su transcurso se verá, tal vez
con interés, que aun cuando sólo se consideren las oportunidades
favorables, constantemente unidas a los principios eternos de razón,
justicia y humanidad, es muy útil seguirlos y es peligroso apartarse de
ellos: sus probabilidades, como las favorables en las loterías, al final
prevalecen siempre entre las oscilaciones del azar.
Aspiro a que las reflexiones diseminadas en este ensayo merezcan
la atención de los filósofos y la orienten hacia una finalidad digna de sus
preocupaciones.
De la probabilidad
Todos los acontecimientos, incluso aquellos que por su pequeñez
parece que escapan a las grandes leyes naturales, forman un
encadenamiento tan necesario como las revoluciones del Sol. En la
7
Ensayo filosófico sobre las probabilidades. Buenos Aires, Espasa-Calpe Argentina, 1947 (trad. cast.
de A. B. Besio y José Banfi).
7
ignorancia de las relaciones que guardan con el sistema total del
universo, se los ha supeditado a causas finales o al azar, según
ocurrieran o se repitieran con regularidad o sin orden aparente; pero esas
causas imaginarias han cedido poco a poco ante nuestros conocimientos
y desaparecen frente a la, sana filosofía que las considera como la
expresión de nuestra ignorancia de las causas verdaderas.
Los acontecimientos actuales se vinculan a los precedentes en
virtud del principio evidente de que nada puede comenzar a ser sin una
causa que lo produzca. Este axioma, conocido con el nombre de
principio de razón suficiente, vale también para las acciones que se
consideran indiferentes. No hay voluntad por más libre que sea, que
pueda originarlas sin un motivo determinante, pues, al ser absolutamente
semejantes las circunstancias de dos situaciones, si obrara en una con
preferencia a la otra, la elección sería un efecto sin causa, sería -dice
Leibniz- el ciego azar de los epicúreos. Lo contrario es una ilusión del
espíritu que, al perder de vista las razones transitorias de la elección cle
la voluntad en las cosas indiferentes, se convence de que se ha
determinado a sí misma y sin motivos.
Hay, pues, que considerar el estado actual del universo como
efecto de su estado precedente y como causa del que lo sucederá. Una
inteligencia que en un determinado instante pudiera conocer todas las
fuerzas que impulsan la naturaleza y la respectiva posición de los seres
que la componen y que, además tuviera la suficiente amplitud para
someter esos datos al análisis, incluiría en una sola fórmula los
movimientos de los mayores cuerpos del universo y los más ínfimos
átomos; nada le escaparía y tanto el pasado como el futuro estarían en
su presencia. El espíritu humano brinda un atisbo de tal inteligencia que
se manifiesta en la perfección la que ha sabido llevar la astronomía. Y
puede, merced a sus descubrimientos en mecánica y en geometría,
unidos al de la gravitación universal, comprender en las mismas
expresiones analíticas, los estados pasados y futuros del sistema
universal. Al aplicar idéntico procedimiento a otros objetos de su
conocimiento alcanzó a concretar en leyes generales los fenómenos
observados y predecir los que acaecerán en determinadas
circunstancias. Todos sus esfuerzos en pos de la verdad lo aproximarán
continuamente a esa inteligencia que acabamos de describir aunque sin
entrar nunca en su contacto. Esta peculiar aspiración de nuestra
inteligencia la ubica por encima de los animales y los progresos obtenidos
señalan las naciones y los siglos y constituyen su verdadera gloria.
8
Pensemos que en una época no muy remota, una lluvia o una sequía
prolongadas, un cometa de larga cola, los eclipses, las auroras boreales
y, en general cualquier fenómeno extraordinario, se concebían como
signos de cólera celeste. Se invocaba al cielo para conjurar su nefasta
influencia. No se le rogaba por que interceptara el curso de los planetas
y del Sol; la observación hubiera en seguida demostrado la inutilidad de
tales súplicas. Pero como esos fenómenos aparecían y desaparecían
espaciosamente, se los interpretaba como opuestos al orden universal,
se suponía que el cielo, irritado por los crímenes del mundo, los
provocaba para anunciar su castigo. La larga cola del cometa de 1456
sembró el pánico por Europa desalentada ya por los triunfos de los turcos
que habían abatido el Bajo Imperio. Después de cuatro revoluciones,
este astro excitó nuestro interés de muy diverso modo. El conocimiento
de las leyes que rigen el sistema del mundo, adquirido en ese lapso,
había desvanecido los temores engendrados por la ignorancia de las
verdaderas relaciones entre el hombre y el universo y Halley, que había
descubierto la identidad del cometa con los de los años 1531, 1607 y
1682, predijo su retorno para fines de 1758 o principios de 1759. Los
científicos aguardaron ansiosamente esa vuelta que debía confirmar uno
de los más importantes descubrimientos científicos con la que se cumplía
también la profecía de Séneca cuando, al referirse a la revolución de
estos astros que proceden de distancias inmensas, afirmaba: "Vendrá el
día en que, mediante el estudio continuado de los siglos, las cosas ahora
ocultas, resultarán evidentes y la posteridad se asombrará de que no
hayamos conocido verdades tan claras". Clairaut sometió al Análisis las
perturbaciones que la acción de los dos planetas mayores, Júpiter y
Saturno habían ocasionado al cometa; después de muchos cálculos pudo
predecir su próximo paso por el perihelio para principios de abril de 1759,
lo que se verificó. Esta misma regularidad que la astronomía nos señala
con respecto al movimiento de los planetas, aparece en todos los
fenómenos. La curva trazada por una simple molécula de aire o de vapor
responde a la misma precisión de las órbitas planetarias. Toda diferencia
en ellas, es producto de nuestra ignorancia.
La probabilidad se vincula en parte con nuestra ignorancia y en
parte con nuestro saber. Sabemos que de tres o más acontecimientos
sólo uno acaecerá, pero nada nos induce a creer que se cumplirá uno
con preferencia sobre los otros.
Tal incertidumbre nos impide
pronunciarnos exactamente sobre su verificación. Sin embargo, es
probable que uno de esos acontecimientos, tomado al azar, no ocurra,
porque vemos muchos casos igualmente posibles de existencia, pero
sólo una la favorece.
9
La teoría del azar consiste en llevar todos los acontecimientos
semejantes a una cierta cantidad de casos igualmente posibles, es decir,
que nos despierten la misma duda sobre su existencia y en establecer el
número de casos favorables al hecho cuya probabilidad se persigue. La
relación de este número con el de todos los casos posibles da la medida
de esa probabilidad que no consiste más que en una fracción cuyo
numerador es el número de los casos favorables y el denominador el de
los casos probables.
Este concepto de probabilidad supone que si aumenta en la misma
proporción el número de casos favorables y el de los posibles, la
probabilidad permanece constante. Para convencernos, tomemos dos
urnas A y B. La primera contiene cuatro bolillas blancas y dos negras y la
segunda sólo dos blancas y una negra. Imaginemos las dos bolillas
negras de la primera urna unidas por un hilo que se rompe en el
momento de querer sacar una de ellas; las cuatro bolillas blancas forman
dos sistemas semejantes. Las probabilidades que harían tomar una de
las bolillas del grupo negro, harán extraer una bolilla negra.
Al romperse el hilo que une las bolillas, es evidente que el número de
casos posibles no se altera, así como el de los casos favorables a la
extracción de bolillas negras, pero se sacarán dos bolillas a la vez; la
probabilidad de extraer una bolilla negra no ha variado, es la misma.
Queda la urna B en la que las tres bolillas son sustituidas por tres
sistemas de dos bolillas invariablemente ligadas.
Cuando en un acontecimiento coinciden todos los casos favorables, su
probabilidad se transforma en certeza y su expresión resulta igual a la
unidad. Bajo este aspecto, probabilidad y certeza son comparables,
aunque entre los dos estados del espíritu hay una diferencia fundamental;
cuando una verdad le es absolutamente demostrada y cuando reconoce
todavía una pequefía causa de error.
Si se trata de cosas verosímiles, la diferencia entre los datos que cada
hombre posee sobre ellas, es una de las causas fundamentales de las
distintas opiniones sobre los mismos objetos. Supongamos por ejemplo,
que se tienen tres urnas, A, B y C. Una de ellas contiene sólo bolillas
negras y las otras dos no contienen más que bolillas blancas; se debe
extraer una bolilla de C y se desea saber qué probabilidad existe de que
esa bolilla sea negra. Si se ignora cuál es la urna que contiene sólo
bolillas negras, de modo que no existe motivo para creer que sea C más
que A o B, estas tres hipótesis parecerán igualmente posibles y, como
10
una bolilla negra no se puede obtener más que de la primera hipótesis, la
probabilidad de su extracción es igual a 1/3.
Si se conoce que la urna A no contiene más que bolillas blancas, la
incertidumbre pasa a B y C, y la posibilidad de que la bolilla extraída de C
sea negra es igual a 1/2. Por último la probabilidad se transforma en
certeza cuando se tiene la seguridad de que las urnas A y B no contienen
más que bolillas blancas.
Análogamente, un mismo hecho presentado ante una asamblea
numerosa, será aceptado diversamente según los conocimientos de los
oyentes. Si la persona que lo relata está absolutamente convencida de
él, si logra inspirar gran confianza, su narración por extraordinaria que
sea, tendrá para los oyentes sin mayores alcances, la misma
verosimilitud que un hecho común presentado por la misma persona y le
creerán ciegamente.
Pero, si alguno de los oyentes sabe que ese hecho no es aceptado por
otras personas igualmente respetables, dudará y el hecho será
considerado falso por los oyentes ilustrados que lo verán contrario o bien
a los hechos comprobados, o bien a las invariables leyes de la
naturaleza. La difusión de estos errores que en tiempos de ignorancia se
han desparramado por el mundo, se debe a la influencia de aquellos
reputados instruidos por la multitud y en quienes suele depositar su
confianza sobre los más importantes hechos de la vida. La magia y la
astrología son los dos grandes ejemplos de ellos.
Estos errores recibidos desde la infancia, aceptados sin prueba, sin más
apoyo que la creencia universal, han perdurado largamente, hasta que el
progreso de las ciencias los ha aniquilado en el espíritu de los hombres
cultos, quienes los han desterrado después del mismo pueblo, mediante
el poder de imitación y de costumbres que los había difundido. Este
poder, gran resorte del mundo moral, crea y conserva en toda una nación
ideas enteramente contrarias a las que alimenta en otra parte con la
misma fuerza.
¡Qué indulgentes debemos ser con las opiniones diferentes de las
nuestras ya que esta desigualdad no se debe, generalmente más que a
los distintos puntos de vista en que las circunstancias nos han ubicado!
¡Ilustremos a los que consideramos insuficientemente instruidos; pero
examinemos previamente con rigor nuestras opiniones y meditemos con
imparcialidad en sus respectivas probabilidades!
11
La desigualdad en las opiniones obedece también a cómo influyen los
datos conocidos. La teoría de las probabilidades va unida a
consideraciones tan delicadas que, naturalmente, con los mismos datos,
dos personas llegan a resultados diferentes, sobre todo en cuestiones
complicadas.
Veamos los principios generales de esta teoría.
Principios generales del cálculo de probabilidades
Primer principio
El primero de estos principios está contenido en la definición misma de
probabilidades que, como vimos, consiste en la razón entre el número de
casos favorables y el de todos los casos posibles.
Segundo principio
Lo cual supone que todos los casos diversos son igualmente posibles.
De no serlo, habrá que determinar primero sus respectivas
probabilidades, cuya exacta apreciación constituye uno de los puntos
más delicados de la teoría del azar. Entonces se establecerá la
probabilidad mediante la suma de las probabilidades de cada caso
favorable.
Supongamos que lanzamos al aire un tejo grande y muy delgado, cuyas
dos caras opuestas, que llamaremos cara y cruz, son exactamente
iguales. Tratemos de encontrar la probabilidad de sacar “cara" al menos
una vez en dos tiradas. Pueden ocurrir cuatro casos con la misma
posibilidad a saber: "cara", en la primera y segunda largadas; “cara" en la
primera y "cruz" en la segunda; "cruz" en la primera y "cara" en la
segunda y finalmente, “cruz" en las dos.
Los tres primeros casos favorecen el hecho cuya probabilidad se busca,
la cual es, por lo tanto, igual a 3/4, de modo que es posible apostar tres
contra uno a que resultará "cara" por lo menos una vez, en dos tiradas.
12
En este juego pueden ocurrir tres casos diferentes: "cara" en la primera
jugada, lo que exime de arrojar una segunda vez; "cruz" en la primera y
tocara" en la segunda y por último "cruz" en las dos con lo que la
probabilidad quedaría reducida a 2/3 Si con D'Alembert, atribuimos a
estos dos casos la misma posibilidad.
Evidentemente, la probabilidad de obtener "cara" en la primera tirada es
1/2, en tanto que en los otros dos casos es 1/4 al ser el primero un
acontecimiento simple que corresponde a los dos compuestos, "cara" en
la primera y en la segunda largada y "cara" en la primera, "cruz" en la
segunda.
Si conforme al segundo principio se añade la posibilidad 1/2 de sacar
"cara" en la primera jugada a la posibilidad 1/4 de hacer "cruz" en la
primera jugada y "cara" en la segunda, se obtendrá 3/4 para la
probabilidad que se persigue, lo que coincide con el resultado obtenido
en el supuesto de que se realicen las dos jugadas. Tal supuesto no
modifica la suerte del que apuesta a este acontecimiento; se limita sólo a
reducir los diversos casos a casos igualmente probables.
Tercer principio
Uno de los temas más importantes de la teoría de las probabilidades y el
más ilusorio, es el modo en que las probabilidades aumentan o
disminuyen por sus recíprocas combinaciones. Si se trata de
acontecimientos independientes, la probabilidad de la existencia de su
conjunto es el producto de las probabilidades parciales. Así, si la
probabilidad de sacar un as con un solo dado, es 1/6, la de sacar dos
ases jugando con dos dados a la vez, es de 1/36. En efecto, si cada una
de las caras de uno puede combinarse con las seis caras del otro,
resultan treinta y seis casos igualmente probables, de los cuales sólo
uno, presenta dos ases. En general, la probabilidad de que en idéntica
circunstancias un hecho simple ocurra determinado número de veces, es
igual a la probabilidad de este hecho simple elevado a la potencia
indicada por ese número.
Así como las potencias sucesivas de una fracción menor que la unidad
disminuyen continuamente, un acontecimiento supeditado a una serie de
probabilidades puede hacerse enormemente verosímil.
Imaginemos que un hecho llegue a nuestro conocimiento a través de
veinte testigos de modo que el primero lo haya comunicado al segundo,
13
éste, al tercero y así sucesivamente y que la probabilidad de cada testigo
sea iguala 9/10: la del hecho resultante de los testigos será inferior a 1/8.
Cabe comparar esta disminución en la probabilidad con la pérdida de
nitidez de los objetos por la intercalación de varios fragmentos de vidrio;
unos cuantos trozos de vidrio bastan para impedir la visión de un objeto
que, a través de un solo vidrio se puede percibir nítidamente.
Los historiadores parecen no haber tenido muy en cuenta esta
disminución de la probabilidad de los hechos cuando se los enfoca a
través de numerosas generaciones sucesivas; muchos acontecimientos
históricos, aceptados como verdaderos, serían al menos dudosos si se
los sometiera a análogo procedimiento.
En el campo de las ciencias puramente matemáticas las más remotas
consecuencias participan de la certidumbre del principio al cual están
sometidas.
Aplicando el Análisis a la Física las consecuencias
participan de toda la certeza de los hechos o de las experiencias. Pero
en las ciencias morales, donde cada consecuencia no es deducida más
que con verosimilitud de la que le precede, por más probabilidad que
encierren estas deducciones, la posibilidad de error aumenta con su
número y concluye por exceder la posibilidad de verdad en las
consecuencias muy distantes del principio.
Cuarto principio
Si dos acontecimientos dependen el uno del otro, la probabilidad del
acontecimiento compuesto es el producto de la probabilidad del primero
por la probabilidad de que si ocurre este acontecimiento, ocurrirá el otro.
Así, en el caso anterior, tres urnas A, B y C, de las cuales dos no
contienen más que bolillas blancas, y una sola, bolillas negras, la
probabilidad de extraer una blanca de C es 2/3, pues de las tres urnas,
dos encierran sólo bolillas blancas.
Pero si se ha sacado una bolilla blanca de la urna C, como la
incertidumbre con respecto a dicha urna que no contiene más que
bolillas negras sólo alcanza a A y B, la probabilidad de sacar una bolilla
blanca de B es 1/2; el producto de 2/3 por 1 2 sea 1/3 es la posibilidad
de obtener simultáneamente dos bolillas blancas de B y C. En efecto,
para ello es menester que A sea de los tres recipientes el que contenga
bolillas negras y su probabilidad es, indudablemente, 1/3.
14
De este ejemplo resalta la influencia de los acontecimientos pasados
sobre la probabilidad de los futuros. Pues, la probabilidad de sacar una
bolilla blanca de B, que originariamente es 2/3, queda reducida a 1/2
cuando se ha obtenido una bolilla blanca de C, pero se transforma en
certidumbre si se obtiene una bolilla negra de la misma urna.
Estableceremos esta influencia por el próximo principio, que es un
corolario del precedente.
Quinto principio
Si se calculan a priori la probabilidad del hecho producido y la de un
hecho compuesto de él y de otro que se aguarda, la segunda
probabilidad dividida por la primera, será la probabilidad del hecho
esperado, deducida del hecho observado.
Se plantea aquí la cuestión suscitada por ciertos filósofos acerca de la
influencia del pasado sobre la probabilidad del futuro.
Supongamos que, en el juego de "cara o cruz", se presente “cara" más
frecuentemente que "cruz"; sólo podríamos pensar que la causa de esa
frecuencia existe en la constitución del tejo.
Igualmente, la felicidad constante no prueba más que la habilidad de la
vida que, para producirla, hace actuar a las personas felices
preferentemente.
Ahora bien, si la inestabilidad de las circunstancias nos lleva
incesantemente a una situación de completa incertidumbre; si en el juego
de "cara o cruz", por ejemplo, se realiza cada jugada con un tejo
diferente, entonces el pasado no puede incidir sobre el futuro y sería un
absurdo considerarlo.
Sexto principio
Cada una de las causas a las que puede referirse un hecho observado
está indicada con tanta mayor verosimilitud cuanta mayor probabilidad
tiene de producirse el acontecimiento si se supone dicha causa existente;
la probabilidad de la existencia de una cualquiera de estas causas es,
pues, una fracción cuyo numerador es la posibilidad del hecho producido
15
por dicha causa y el denominador es la suma de las posibilidades
semejantes referentes a todas las causas.
Si, consideradas a priori, estas causas tienen distinta probabilidad en
vez de la probabilidad del hecho producido por cada causa, hay que
utilizar el producto de esta probabilidad por la probabilidad de la causa.
Tal es el principio fundamental de esta parte del análisis del azar, que
consiste en ascender de los hechos a las causas. Este principio indica el
motivo por el cual se atribuyen los hechos regulares a una causa
determinada. Ciertos filósofos creen que estos acontecimientos son
menos probables que los otros y en el juego de "cara o cruz" que dimos
como ejemplo, la combinación en que se obtiene “cara" veinte veces
seguidas, es más difícil para la naturaleza que aquéllas en que "cara" y
"cruz” salen confundidas irregularmente.
Esta manera de pensar supone que los hechos pasados repercuten en
la posibilidad de los futuros, lo que es inadmisible. Las combinaciones
regulares se presentan con menos frecuencia porque son menos
numerosas. Si buscamos una causa donde encontramos simetría, no es
porque juzguemos el hecho simétrico con menos posibilidad que los
otros, sino que, como este acontecimiento debe ser producido por una
causa regular o por el azar, la primera suposición es más probable que
la segunda.
Encontramos tipos de imprenta sobre una mesa dispuestos en este
orden: Constantinopla, y pensamos que esta combinación no depende
del azar, no porque sea imposible -ya que si esta palabra no existiera en
ningún idioma no le atribuiríamos una causa particular- sino porque al
ser usada entre nosotros, es mucho más probable que alguien haya
dispuesto los caracteres en ese orden y no que tal combinación sea
fruto del azar.
Se impone aquí la definición de la palabra "extraordinario". Ordenamos
mentalmente todos los hechos posibles en distintas clases y
consideramos extraordinarios los de las clases que abarcan un número
muy reducido de ellos. En el juego de “cara o cruz", si aparece "cara"
cien veces seguidas, nos resulta extraordinario porque, al distribuirse las
combinaciones que pueden presentarse en cien jugadas consecutivas,
en series regulares que ofrecen un orden fácil de comprender y en
series irregulares, las irregulares resultan mucho más numerosas.
16
Si sale una bolilla blanca de una urna que contiene un millón de
negras, una sola blanca nos parece extraordinario porque no
concebimos más que dos clases de hechos respecto a los dos colores.
Pero la salida del número 475.812 por ejemplo, de la caja que contiene
un millón de números, nos resulta natural porque, al comparar
individualmente los números entre sí, sin distribuirlos en clases, no hay
ningún motivo para que salga uno más que otro.
De lo que antecede se deduce que, cuanto más extraordinario sea un
hecho, tanto más debe apoyarse en sólidas pruebas, pues pudiendo
engañar o ser engañados los que lo comprueban, estas dos causas
tienen tanta mayor probabilidad cuanto menos realidad tiene el hecho en
sí.
Esto se verá detalladamente al ocuparnos de la probabilidad de los
testimonios.
Séptimo principio
La probabilidad de un hecho futuro se obtiene por la suma de los
productos de la probabilidad de cada causa, deducida del hecho
observado, por la probabilidad de que, al existir dicha causa, el
acontecimiento futuro se realice. Con el ejemplo que sigue se aclarará
este principio.
Supongamos una urna que no contiene sino dos bolillas, y que cada una
sea blanca o negra. Se saca una de las dos bolillas que se introduce
nuevamente en la urna para repetir la operación de extraer una bolilla.
Imaginemos que en las dos primeras extracciones se obtuvieron bolillas
blancas; se quiere saber ahora la posibilidad de sacar una bolilla blanca
en una tercera extracción.
No caben aquí más que dos hipótesis: o una de las bolillas es blanca y
la otra negra, o las dos son blancas. En el primer caso, la posibilidad del
hecho observado es 1/4; en el segundo es la unidad o sea, la certeza.
Así, tomadas estas hipótesis como causas, según el sexto principio, sus
respectivas probabilidades serán 1/5 y 4/5. Ahora, si la primera hipótesis
se realiza, la probabilidad de sacar una bolilla blanca en la tercera
extracción es de 1/2 y en la segunda hipótesis, la unidad; y si
multiplicamos estas últimas probabilidades por las de las hipótesis
17
correspondientes, la suma de los productos, 9/10, dará la probabilidad de
extraer una bolilla blanca en la tercera operación.
Cuando se ignora la probabilidad de un hecho simple se le pueden
atribuir, del mismo modo, todos los valores entre cero y uno. La
probabilidad de cada una de estas hipótesis deducida del hecho
observado es, según el sexto principio, una fracción cuyo numerador
consiste en la probabilidad del
hecho en dicha hipótesis y el
denominador, la sum de las probabilidades semejantes correspondiente a
todas las hipótesis.
Resulta así que la probabilidad de que la posibilidad del acontecimiento
esté incluida dentro d los límites dados, es la suma de las fracciones
contenidas entre esos límites.
Si multiplicamos cada fracción por la probabilidad del hecho futuro,
establecida en la hipótesis respectiva, la suma de los productos
correspondientes a todas las hipótesis será, conforme al séptimo
principio, la probabilidad del hecho futuro deducido del acontecimiento
observado.
Se tiene así que, si un hecho se repite seguidamente cualquier
cantidad de veces, la probabilidad de que ocurra una vez más es igual a
este número más uno y dividido por este mismo número más dos.
Por ejemplo: haciendo llegar la más remota época de la historia a cinco
mil afíos o sea a 1.826.213 días y habiendo salido el sol invariablemente
durante ese lapso en cada período de veinticuatro horas, se puede
apostar 1.826.214 veces contra uno a que saldrá también mañana.
Pero esta cifra es infinitamente mayor para quien en conocimiento por el
conjunto de los fenómenos, del principio regulador de los días y las
estaciones, vea que nada detendrá su curso en la actualidad.
En su aritmética política, Buffon calcula de distinto modo esta
probabilidad. Supone que sólo se diferencia de la unidad en una
fracción que tiene la unidad por numerador y el número dos elevado a
una potencia cuyo exponente es igual al número de días, transcurridos
desde aquella época. Pero Buffon desconocía la verdadera forma de
ascender de los acontecimientos pasados a la posibilidad de las causas
y de los hechos futuros.
18
De la esperanza
La probabilidad de los acontecimientos sirve para establecer la
esperanza o el temor de los individuos interesados en su realización.
La palabra esperanza tiene varios significados; generalmente se refiere
a la ventaja del que espera un bien cualquiera dentro de hipótesis que
sólo son probables. Dentro de la teoría del azar, esta ventaja resulta del
producto de la suma esperada por la probabilidad de recibirla; debe
recuperarse la suma parcial cuando no se quieren correr las
contingencias del hecho, suponiendo que la repartición sea proporcional
a las probabilidades. Cuando no se tienen en cuenta todas las
circunstancias extrañas, ésta es la única repartición justa porque el
mismo grado de probabilidad da el mismo derecho a la suma esperada.
Designaremos con el nombre de esperanza matemática esta ventaja.
Octavo principio
Cuando la ventaja está subordinada a muchos acontecimientos, para
obtenerla hay que considerar la suma de los productos de la probabilidad
de cada acontecimiento por el beneficio unido a su verificación.
Apliquemos el principio a algunos ejemplos: supongamos que en el
juego de "cara o cruz" Pablo recibe dos francos si obtiene "cara" en la,
primera jugada y cinco francos si solamente la extrae en la segunda.
Multiplicando 2 francos por la probabilidad 1/2 del primer caso y 5 francos
por la probabilidad 1/4 del segundo, la suma de los productos, 2 1/4
francos será la ventaja de Pablo. Es la suma que debe adelantar a quien
le ha dado esta ventaja, pues para equilibrar el juego, la postura debe
igualar a la ventaja que proporciona.
Si Pablo obtiene 2 francos al sacar "cara" en la primera jugada y 5 en la
segunda, aun en el supuesto de que la hubiese obtenido en la primera, la
probabilidad de obtener "cara" en la segunda tirada es 1/2 y multiplicando
2 francos y 5 francos por 1/2, la suma de estos productos será igual a 3
1/2 francos, lo que representará la ventaja de Pablo, y por lo tanto será
también su apuesta en el juego.
19
Noveno principio
En una serie de acontecimientos posibles, de los cuales algunos
producen beneficios y otros ocasionan pérdida, la ventaja resultante se
obtendrá mediante la suma de los productos de la probabilidad de cada
acontecimiento favorable por el beneficio que rinde, deduciendo de esta
suma la de los productos de la probabilidad de cada acontecimiento
desfavorable por la pérdida que entraña.
Si la segunda suma es superior a la primera, el beneficio se transforma
en pérdida y la esperanza en temor.
En la vida se debe tratar de equilibrar, al menos, el producto del
beneficio que se espera por su probabilidad con el análogo producto
relativo a la pérdida.
Pero para obtenerlo se deben apreciar
exactamente los beneficios, las pérdidas y sus probabilidades
respectivas. Esto exige gran ecuanimidad, tacto y experiencia de las
cosas; es indispensable precaverse de los prejuicios, cuidarse de las
ilusiones del temor y la esperanza y de las falsas ideas de fortuna y
felicidad con que la mayoría de los hombres, satisface su amor propio.
La aplicación de estos principios a la cuestión siguiente ha sido dura
prueba para los matemáticos.
Pablo juega a "cara o cruz": ha de recibir 2 francos si obtiene "cara" en
la primera jugada, 4 francos si sólo la obtiene en la segunda, 8, si no la
saca más que en la tercera, y así sucesivamente. Según el octavo
principio, su postura debe igualar el número de jugadas, de manera que
si el juego se prolonga al infinito, las posturas deben ser también infinitas.
Pero ningún hombre prudente sería capaz de exponer en este juego
siquiera una pequeña suma, 50 francos pongamos por caso.
¿De dónde procede esta diferencia entre el resultado del cálculo y lo
que aconseja el sentido común? Se comprendió en seguida que
procedía de que la ventaja moral que nos beneficia no equivale a esa
utilidad y está supeditada a mil circunstancias generalmente difíciles de
definir, pero de las cuales la más general e importante es la fortuna.
Evidentemente, un franco representa mucho más para quien no tiene
más que cien, que para el millonario.
En el beneficio esperado hay, pues, que distinguir entre su valor
absoluto y su valor relativo, que se rige por los motivos que lo hacen
20
desear, mientras que el absoluto es independiente. No es posible
establecer un principio general para aquilatar este valor relativo. Sin
embargo, hay uno propuesto por Daniel Bernouilli, que puede ser útil en
muchos casos.
Décimo principio
El valor relativo de una suma infinitamente pequeña es igual a su valor
absoluto dividido por el bien total de la persona interesada. Lo cual
supone que todo hombre posee siempre algún bien cuyo valor no puede
ser nunca considerado nulo. Efectivamente, aun el que nada tiene
atribuye al producto de su trabajo y a sus esperanzas un valor al menos
equivalente a lo que le es indispensable para subsistir.
Sometiendo este principio al análisis, se obtiene la siguiente regla:
Si se considera como unidad la parte de la fortuna de una persona que
no depende de sus expectativas, si se establecen los distintos valores
que esa fortuna puede recibir mediante esas expectativas y sus
probabilidades, el producto de ciertos valores elevados respectivamente a
las potencias señaladas por tales probabilidades será la fortuna física que
daría al individuo la misma ventaja moral que obtiene de la parte de su
fortuna considerada como unidad de ese producto; la diferencia será el
aumento de la fortuna física debido a las expectativas; no quedando más
que la unidad de ese producto, la diferencia será el incremento de la
fortuna física debido a las expectativas.
Daremos a este incremento el nombre de esperanza moral. Se advierte
fácilmente que coincide con la esperanza matemática cuando la fortuna
considerada como unidad se hace infinita con respecto a las variaciones
que le imprimen las expectativas. Pero cuando tales variaciones
constituyen una parte apreciable de dicha unidad, las dos esperanzas
pueden diferir fundamentalmente entre sí.
Esta regla lleva a resultados coincidentes con lo que el sentido común
aconseja, pudiéndose así apreciar con cierta exactitud. De lo que
antecede tenemos que, si la fortuna de Pablo es de 200 francos, no debe,
ciertamente, apostar más de 9. La misma regla lleva también a distribuir
el riesgo entre las varias partes de un bien que se espera antes que
exponer el bien íntegro al mismo peligro. Igualmente resulta que, aun en
21
el juego más equilibrado, la pérdida es siempre relativamente mayor que
la ganancia.
Por ejemplo, si un jugador cuya fortuna asciende a 100 francos expone
en el juego de "cara o cruz", 50 francos, después de la apuesta su fortuna
quedará reducida a 87 francos, vale decir, que esta suma le
proporcionará la misma ventaja moral que la fortuna después de la
apuesta. El juego es entonces desventajoso aun cuando la postura
iguale el producto de la suma esperada por su posibilidad. Por eso se
puede apreciar la inmoralidad de los juegos en los cuales la suma
esperada es inferior a ese producto. No perduran más que por los falsos
razonamientos y' la codicia que despiertan y que, al llevar a la gente a
inmolar lo necesario a vanas esperanzas cuya inverosimilitud no puede
discernir, son el origen de muchos males.
El perjuicio de los juegos, la ventaja de no exponer al mismo riesgo todo
el beneficio esperado y todos los resultados semejantes aconsejados por
el buen sentido, persisten no importa cuál sea la función de la fortuna
física que, para cada individuo, representa su fortuna moral. Es suficiente
que la causa del incremento de esta función respecto del aumento de la
fortuna física, disminuya a medida que ésta se acreciente.
Aplicación del cálculo de probabilidades a las ciencias morales
Acabamos de considerar las ventajas de la teoría de las probabilidades
en la investigación de las leyes de los fenómenos de la naturaleza, cuyas
causas o son desconocidas o son tan complejas que sus efectos escapan
al cálculo.
En las instituciones humanas actúan tantas causas
imprevistas, ocultas o imponderables que no podemos a prior¡ postular
sobre sus resultados. La sucesión de los acontecimientos producidas por
el tiempo engendra esos resultados y proporciona los medios para
corregir los perjudiciales.
Sobre esto se han dictado frecuentemente leyes sabias, pero como se
había descuidado la consideración de los motivos, muchas han sido
desechadas por inútiles y, para restablecerlas, hubo que recurrir
nuevamente a experiencias molestas. Por eso es muy importante
considerar cada aspecto de la administración pública, un registro exacto
de los resultados obtenidos por los medios empleados, son otras tantas
experiencias intensamente realizadas por los gobiernos.
22
Apliquemos a las ciencias políticas y morales el método basado en la
observación y el cálculo, tan eficaz para las ciencias naturales. No
opongamos estéril resistencia, frecuentemente peligrosa, a los inevitables
resultados del progreso de la ilustración, pero no alteremos sino con
extremada cautela nuestras instituciones y las costumbres seguidas
durante mucho tiempo. La experiencia del pasado nos señala claramente
sus inconvenientes, pero no conocemos el alcance de los males que su
transformación puede ocasionar.
Frente a tal ignorancia, la teoría de las probabilidades aconseja evitar
todo cambio especialmente los bruscos que, tanto en lo moral cómo en lo
físico no se producen nunca sin gran desperdicio de fuerza viva. El
cálculo de las probabilidades ha sido ya ensayado exitosamente en
muchas cuestiones de las ciencias morales.
Ofreceré aquí sus principales resultados.
De la probabilidad de los testimonios
Como la mayor parte de nuestros juicios se basa en la probabilidad de
los testimonios, es muy importante someterlos al Cálculo. Aunque esto
resulta frecuentemente imposible, por la dificultad de establecer la
veracidad de los testigos y la cantidad de circunstancias que se
presentan unidas a los hechos atestiguados.
Sin embargo, muchas veces es posible resolver problemas que tienen
gran semejanza con las cuestiones propuestas y cuyas soluciones
pueden considerarse como acercamientos propicias para encaminarnos y
librarnos de los errores y peligros a que nos exponen los razonamientos
desvirtuados. Una tal aproximación, cuando está bien orientada, es
siempre preferible a los razonamientos particulares.
Procuremos ofrecer algunas reglas generales para alcanzarla.
Se ha sacado un solo número de una urna que contiene mil. Un testigo
afirma que ha salido el número 79; se desea saber cuál es la posibilidad
de esa salida.
Si sabemos por experiencia que ese testigo miente una vez sobre diez,
la probabilidad de su testimonio será 9/10. En este caso el hecho
observado es el mismo testigo que asegura que ha salido el número 79.
Este hecho puede resultar de una de estas dos hipótesis: o el testigo dice
23
la verdad, o el testigo miente.
Según el principio anteriormente
observado, es necesario establecer a priori la probabilidad del hecho
dentro de cada hipótesis.
En la primera, la probabilidad de que el testigo anuncie el número 79
es la probabilidad misma de la salida del número o sea 1/1000.
Multiplicada por la probabilidad 9/10 de la veracidad del testimonio se
tendrá 9/1000 como probabilidad del hecho presenciado.
Si el testigo no es veraz, el número 79 no ha salido; la probabilidad
será en este caso 999/1000. Pero como para anunciar ese número el
testigo debió elegirlo entre los 999 restantes, y/como se piensa que no
tiene ninguna razón para preferir un número más que otro, la probabilidad
de que haya escogido el 79 resulta 1/999; multiplicada esta probabilidad
por la anterior, se obtiene 1/1000 para la posibilidad de que el testigo
afirme la salida del número 79 en la segunda hipótesis. Al multiplicar esta
probabilidad por la probabilidad 1/10 de la hipótesis se obtiene 1/10.000
para la posibilidad del hecho correspondiente a esta hipótesis.
Formando una fracción cuyo numerador sea la probabilidad de la
primera hipótesis, y cuyo denominador la suma de las probabilidades
relativas a ambas, se tendrá, por el sexto principio, la probabilidad de la
primera hipótesis 9/10, es decir, la veracidad misma del testigo y también
la probabílidad de la salida del número 79. La probabilidad de que el
testigo haya mentido o de que el número no haya salido, es 1/10.
Si el testigo, al querer engañar, lo hizo movido por algún interés en
elegir el 79 entre todos los demás números no aparecidos; si por ejemplo,
por una importante apuesta hecha sobre ese número, el anuncio de su
salida aumentaría su crédito, la probabilidad de que lo hubiere elegido no
sería ya 1/999; podría ser 1/2, 1/3, etcétera, según su interés en
anunciarlo. Suponiendo que sea 1/9, habrá que multiplicar ¡esta fracción
por la probabilidad 999/1000 para obtener, en la hipótesis de que mienta,
la probabilidad del hecho observado que hay que multiplicar también por
1/10, lo que da 111/10.000 como probabilidad del hecho en la segunda
hipótesis. Por la regla anterior, la probabilidad de la primera hipótesis, o
sea la salida del número 79, queda entonces reducida a 9/120. Está,
pues, muy disminuida por la reflexión sobre el interés del testigo en
anunciar el número 79.
En realidad, este mismo interés aumenta la probabilidad 9/10 sobre la
veracidad del testigo, si aparece el número 79. Pero esta probabilidad
no puede ser superior a la unidad o sea 10/10; en esa forma, la
24
posibilidad de la aparición del número 79 no excederá a 10/121. El
sentido común nos indica que ese interés debe despertar desconfianza,
pero el cálculo nos permite valorar su influencia.
La probabilidad a priori del número anunciado por el testigo consiste en
la unidad dividida por el total de números contenidos en la urna; en virtud
del testimonio se convierte en la veracidad misma del testigo que puede
ser disminuida por el propio testimonio. Como ejemplo: si la urna
contiene dos números solamente, lo que arroja 1/2 para la probabilidad a
priori de que aparezca el número 1, y si la veracidad del testigo que la
expresa es 4/10, esta aparición se torna más improbable. Está claro que
como el testigo se inclina más a la mentira que a la verdad, su testimonio
disminuye la probabilidad del hecho atestiguado, siempre que esta
probabilidad sea igual o mayor que 1/2.
Pero al haber tres números en la urna, la probabilidad a prior¡ de la
salida del número 1 se acrecienta por la afirmación de un testigo cuya
veracidad sobrepase a 1/3.
Supongamos ahora que la urna contiene 999 bolillas negras y una
blanca y que al extraer una bolilla de la urna el testigo asegura que es
blanca.
Establecida a priori; en la primera hipótesis la probabilidad del hecho
observado, será aquí, como en el caso anterior, igual a 9/10.000. Pero
según la hipótesis de que el testigo miente, la bolilla blanca no ha salido y
la probabilidad es 999/1000. Multiplicada por la probabilidad 1110 de la
mentira, produce 999/10.000 como probabilidad del hecho observado
referente a la segunda hipótesis.
En el caso anterior esta probabilidad no era más que 1/10.000; Ja
enorme diferencia está en que, al salir una bolilla negra, el testigo, si
quiere mentir, para anunciar la aparición de la bolilla blanca no tiene por
qué elegir entre las 999 bolillas.
Ahora bien, si formamos dos fracciones cuyos numeradores sean las
probabilidades de cada hipótesis y cuyo común denominador, la suma de
esas probabilidades, obtendremos 9/1008 como probabilidad de la
segunda hipótesis y de la extracción de una bolilla negra. Esta última
probabilidad es la que más se aproxima a la certeza y lo haría mucho
más dando 999999/1000008 si en la urna hubiera un millón de bolillas de
las cuales sólo una fuera blanca siendo, entonces, mucho más
25
extraordinaria su aparición. Vemos cómo aumenta la probabilidad de la
mentira a medida que el acontecimiento se hace más raro.
Hasta ahora supusimos que el testigo no se equivocaba, pero si
añadimos la posibilidad del error, el hecho extraordinario va resultando
más inverosímil. Se tendrán entonces, en lugar de dos hipótesis, estas
cuatro: la del testigo que no engaña y no se equivoca, la del testigo que
engaña y no se equivoca; la del testigo que no engaña y se equivoca y
por último la del testigo que engaña y se equivoca. Determinando a priori
la probabilidad del hecho comprobado en cada caso, tenemos, conforme
al sexto principio, que la probabilidad de la falsedad del hecho es igual a
una fracción cuyo numerador consiste en la cantidad de bolillas negras
contenidos en la urna, multiplicada por la suma de las probabilidades de
que el testigo no engañe y se equivoque o de que engañe y no se
equivoque, y cuyo denominador es el mismo numerador aumentado en la
suma de las probabilidades que el testigo no engañe y no se equivoque o
que engañe y se equivoque a la vez. Vemos que si la cantidad de bolillas
negras de la urna es muy grande, lo que hace extraordinaria la aparición
de la bolilla blanca, la probabilidad de que este hecho no se realice, se
acerca considerablemente a la certeza.
Aplicando esta conclusión a todos los acontecimientos extraordinarios,
resulta que la probabilidad de error o mentira del testigo aumenta cuanto
más raro sea el hecho denunciado. Ciertos autores han sostenido lo
contrario basándose en que, al ser absolutamente semejantes la
observación de un hecho extraordinario y la de uno ordinario, los mismos
motivos nos harán creer por igual al testigo cuando afirma cualquiera de
esos acontecimientos.
El sentido común no admite afirmación tan insólita, y el cálculo de
probabilidades que confirma la posición del sentido común, valora
también. La inverosimilitud de los testimonios sobre esos acontecimientos
extraordinarios.
Pero aquellos autores insisten y suponen dos testigos igualmente dignos
de crédito: el uno u afirma haber visto muerta una persona hace quince
días, y el otro que asegura haberla visto ayer plena de vida. En ninguno
de los dos casos hay nada de inverosímil. La resurreción de la persona.
es una consecuencia de su conjunto, pero como ninguno de los dos
testigos la afirma directamente, Io que puede haber en ella de
extraordinario no debe disminuir la creencia que se le debe.
(Encyclopédie, art. "Certitude").
26
Sin embargo, si la consecuencia resultante del conjunto de los
testimonios fuera imposible, uno de los dos tendría que ser
necesariamente falso. Ahora bien, toda consecuencia imposible es el
término de las consecuencias extraordinarias, así como el error es el
término de las inverosimilitudes; por lo tanto, el valor de los testimonios
que en el caso de una consecuencia imposible desaparece, debe
disminuir fundamentalmente en el caso de una consecuencia
extraordinaria. El cálculo de probabilidades lo confirma.
Para comprobarlo tomemos dos urnas A y B. La primera contiene un
millón de bolillas blancas y la segunda igual cantidad de negras. Se
extrae una bolilla de una de las urnas y se coloca en la otra, y de esta
urna se saca luego otra bolilla. Dos testigos, uno de la primera operación
y el otro de la segunda, sostienen que la bolilla que han visto aparecer es
blanca sin indicar de qué urna procede. Considerando cada testimonio
por separado, el hecho no tiene nada de inverosímil y se advierte
fácilmente que la probabilidad del acontecimiento declarado es la
veracidad misma del testigo.
Del conjunto de los testimonios se infiere que de la urna A se ha sacado
una bolilla blanca en la primera extracción y que, puesta luego en la B, ha
vuelto a salir por segunda vez, acontecimiento harto extraordinario ya que
la urna B no contiene más que una bolilla blanca entre un millón de
negras. .La probabilidad de obtenerla es l/l.000.001. Para establecer la
disminución que ello determine en la probabilidad del hecho afirmado por
los dos testígos, diremos que aquí el hecho observado es la declaración
hecha por cada uno de ellos en el sentido de que la bolilla que ha visto
aparecer es blanca.
Expresemos con 9/10 la probabilidad de que se dice la verdad, lo que
puede haber sucedido en este caso si el testigo no engaña ni se
equivoca, o si engaña y se equivoca a la vez. Caben las cuatro hipótesis
siguientes:
1) Los dos testigos dicen la verdad. En este caso, primero se ha
obtenido uno bolilla blanca de A y su probabilidad es 1/2 ya que la bolilla
obtenida pudo muy bien proceder de cualquiera de las dos urnas.
Luego, la bolilla extraída, colocada en B, ha vuelto a salir en la segunda
extracción; la probabilidad es l/l.000.001 para este acontecimiento y la
probabilídad del hecho declarado por los testigos resulta, pues,
1/2.000.002; multiplicado por el producto de las probabilidades 9/10, y
27
9/10 de los testigos son veraces, se obtendrá en esta primera hipótesis
81/200.000.200 para la probabilidad del hecho observado.
2) El primer testigo dice la verdad y el segundo, no: engaña y no se
equivoca o no engaña y se equivoca. Aquí se ha sacado de la urna una
bolilla blanca en la primera extracción y la probabilidad de este
acontecimiento es 1/2. Introducida luego esta bolilla en B, ha salido de
esta urna una bolilla negra; la probabilidad de esta operación es
1.000.000/ 1.000.001, y como probabilidad del acontecimiento compuesto
tenemos 1.000.000/2.000.002. Multiplicada por el producto de las dos
probabilidades 9/10 y 1/10 de que el primer testigo es veraz y el segundo
miente, se tendrá en esta segunda hipótesis 9.000.000/2.000.000.200
como probabilidad del hecho observado.
3) El primer testigo no dice la verdad y el segundo sí. En la primera
extracción se ha sacado una bolilla negra de la urna B, y después de
haberla depositado en la A, se ha obtenido de esta urna una bolilla
blanca. La probabilidad para el primer caso es 1/2 y para el segundo 1000.000/1-000.901, la probabilidad del acontecimiento compuesto es
1.000.000 /2.000.002 que multiplicado por el producto de las
probabilidades 1/10 y 9/10 de que el primero no diga la verdad y el
segundo sí, resultará 9.000.0001 200.000.200 como probabilidad del
hecho observado con respecto a esta hipótesis.
4) Ninguno de los dos testigos dice la verdad. En la primera
extracción ha salido una bolilla negra de la urna B, la que puesta en
seguida en la urna A ha reaparecido en la segunda operación; la
posibilidad de este hecho compuesto es 1/2.0002.002. Al multiplicarla por
el producto de las probabilidades 1/10 y 1/10 de que ninguno de los dos
testigos sea veraz, se tendrá para esta hipótesis 1/200.000.200 como
probabilidad del hecho presentado.
Ahora bien, para alcanzar la probabilidad del acontecimiento indicado
por los testigos, o sea de que ha salido una bolilla blanca cada vez, hay
que dividir la probabilidad de la primera hipótesis por la suma de las
probabilidades correspondientes a las cuatro hipótesis, y se obtiene
entonces para esta probabilidad 81/180.000.082 que es una fracción
sumamente pequeña.
Si de los dos testigos, el primero asegura que ha salido una bolilla
blanca de una de las dos urnas, A y B, y el segundo que también ha
aparecido una bolilla blanca de una de dos urnas A' y B' completamente
análogas a las dos primeras, la probabilidad del hecho afirmado por los
28
dos testigos sería el producto de las probabilidades de sus test¡monios,
es decir, 81/100, por lo menos ciento ochenta mil veces mayor que la
anterior. Así comprobamos cómo se reduce su valor, en el primer caso,
por la reaparición, por segunda vez, de la bolilla blanca obtenida en la
primera; consecuencia extraordinaria de los dos testimonios.
No creeríamos en la afirmación de una persona que, habiendo arrojado
cien dados al aire, asegurara que han caído todos sobre la misma cara.
Y si hubiéramos presenciado nosotros mismos tal acontecimiento, no
daríamos fe a nuestra vista sino después de prolijo examen de todas las
circunstancias y de haber acudido al testimonio de otros ojos para no
creernos víctimas de alucinación o encantamiento. Sólo después de
prolijo examen, podríamos admitirlo a pesar de su excesiva
inverosimilitud, sin que a nadie se le ocurriera pretender alterar las leyes
de la visión para explicarlo.
Según eso concluimos que la probabilidad de la firmeza de las leyes
naturales vale para nosotros más que la no realización del hecho,
probabilidad que supera ella misma a la de la mayoría de los hechos
históricos aceptados como irrefutables. Se puede apreciar de ello qué
magnitud de testimonios se requiere para admitir la cesación de las leyes
naturales y qué arriesgado sería aplicar a ese caso las reglas corrientes
de la crítica.
Todos quienes, sin presentar esa cantidad de testimonios, sostienen lo
que ellos afirman sobre narraciones de hechos que contrarían esas leyes,
en lugar de robustecer la fe que pueden inspirar, la disminuyen, pues en
ese caso todos los relatos hacen muy posible el error o la mentira de sus
autores. Lo que debilita la creencia de los sabios, fortifica la del vulgo,
siempre al acecho de lo maravilloso.
Ocurren cosas tan extraordinarias cuya inverosimilitud no tiene
parangón, pero una opinión dominante puede aminorar esa
inverosimilitud hasta hacerla parecer inferior a la probabilidad de los
testimonios; cuando esa opinión se modifica, un absurdo relato de ella,
unánimemente admitido en su época, resulta para los siglos sucesivos
una prueba más de la enorme influencia que la opinión general ejerce
aun sobre los más altos espíritus. Racine y Pascal, dos grandes hombres
del siglo de Luis XIV, son ejemplos sorprendentes.
Es doloroso comprobar con qué satisfacción Racine, el admirable
intérprete del corazón humano y el poeta más perfecto que ha existido,
refiere como milagrosa la cura de la joven Périer, sobrina de Pascal e
29
interna de la abadía de Port-Royal; aflige leer los argumentos con los
cuales Pascal trata de demostrar que la religión necesitaba de ese
milagro para justificar la doctrina de las religiones de esa abadía, a la
sazón perseguida por los jesuítas.
Hacía tres años y medio la joven Périer sufría de una fístula lacrimal;
bastó que tocara su ojo con una reliquia que atribuían a una espina de la
corona del Salvador, para que se creyera inmediatamente curada. Pocos
días después los médicos y los cirujanos verificaron la curación y
aseguraron que no había sido obra de la naturaleza ni de los ,remedios.
Tal acontecimiento, ocurrido en 1656, produjo gran revuelo: "todo París escribe Racine- se dirigió a Port-Royal. La muchedumbre era cada vez
mayor y Dios mismo parecía complacido con la devoción popular por la
cantidad de milagros que se operaron en esa iglesia". Era una época en
la que se aceptaban los milagros y los sortilegios como verosímiles, y
para explicarlos se los incluía en las rarezas de la naturaleza.
Este modo de concebir los efectos extraordinarios se halla en las más
famosas obras del siglo de Luis XIV, en la propia obra del sabio Locke
Ensayo sobre el entendimiento humano quien, al referirse a los grados de
asentimiento expresa: "Aunque la experiencia corriente y la marcha
ordinaria de los acontecimientos ejerzan, con razón, poderosa influencia
sobre el espíritu humano, para llevarlos a otorgar o negar su asentimiento
a algo que se les induce a creer, existe, sin embargo, un caso en el que
lo raro de un hecho no disminuye el asentimiento que debemos conceder
al testimonio sincero en que se basa. Cuando hechos sobrenaturales
coinciden con los fines que se propone el que puede modificar el curso de
la naturaleza, en esa época y en esas circunstancias, pueden ser tanto
más aptos para despertar fe en nuestro espíritu, cuánto más sobrepasen
las observaciones corrientes o también, cuanto más se opongan a ellas".
Como los filósofos, por quienes principalmente progresa la razón,
desconocen los verdaderos principios de la probabilidad de los
testimonios, me siento en la necesidad de exponer ampliamente los
resultados del cálculo aplicado a tan importante asunto.
Surge aquí naturalmente la discusión de un famoso argumento de
Pascal, que el matemático inglés Craig reprodujo en forma geométrica.
Algunos testigos afirman la participación de la divinidad de modo que,
adaptándose a una cosa, se disfrutaría no de una o de dos sino de
innumerables vidas felices. Por escasa que sea la probabilidad de los
testimonios con tal que no sea excesivamente pequeña, es evidente que
los beneficios de los dos que se ajustan a la cosa prescripta son
30
inmensos puesto que se trata de la resultante del producto de esta
probabilidad por un bien infinito; no se debe, pues, titubear en perseguir
tal ventaja.
Se basa este argumento en la cantidad de vidas felices que los testigos
prometen en nombre de la divinidad; será indispensable, pues, hacer lo
que indican, porque exageran enormemente sus promesas, consecuencia
que el sentido común rechaza. Por otra parte, el cálculo pone de
manifiesto que esta misma exageración disminuye la probabilidad de su
testimonio hasta reducirla considerablemente o anularla. En efecto, este
caso corresponde al de un testigo que afirmara la salida del número más
alto de una urna que contiene gran cantidad de. números de los que se
ha extraído sólo uno, y que estuviera particularmente interesado en
anunciar la salida de este número. Hemos visto ya cómo tal interés
debilita su testimonio. Si ponderamos sólo en, 1/2 la probabilidad de que
si el testigo miente elegirá el número mayor, el cálculo de la probabilidad
de su anuncio será menor que una fracción cuyo numerador es la unidad
y cuyo denominador es la unidad más la mitad del producto de todos los
números por la probabilidad de la mentira, considerada a priori o con
prescindencia del anuncio. Para relacionar este caso con el del
argumento de Pascal, se pueden representar todos los números posibles
de vidas felices por los números de la urna, con lo que resulta infinito el
total de esos números; vemos que si los testigos engañan es porque
tienen el mayor interés en prometer una vida dichosa para justificar su
mentira y la expresión de la posibilidad de su testimonio disminuye
infinitamente. Al multiplicarla por el número infinito de vidas dichosas
anunciadas, desaparece el infinito del producto que expresa la ventaja
consiguiente a esa promesa y el argumento de Pascal se desvanece.
Veamos, ahora, la probabilidad del total de numerosos testimonios sobre
un hecho determinado. Supongamos, para aclarar, que el hecho en
cuestión sea la extracción de un número de una urna que contiene cien,
de los que se saca uno solo. Dos testigos afirman que salió el número
dos y se averigua la probabilidad obtenida del conjunto de estos
testimonios. Caben estas dos hipótesis: los testigos dicen la verdad, los
testigos mienten. En el primer supuesto salió el número 2 y la
probabilidad del hecho será 1/100. Multiplicada por el producto de las
veracidades de los testigos, veracidades que suponemos 9/10 y 7/10 se
tendrá 63/10.000 como probabilidad del hecho. Conforme a la segunda
hipótesis, no salió el número 2, la probabilidad de este hecho es 99/100
pero el acuerdo de los testigos requiere que al procurar engañar elijan
ambos el número 2 entre los 99 que quedaron en la urna; si los testigos
no están de acuerdo, la probabilidad de esta elección es el producto de la
31
fracción 1/99 por sí misma; hay que multiplicar, pues, estas dos
probabilidades entre sí y por el producto de las probabilidades 1/10 y 3/10
de que los testigos mienten, lo que dará, así, 1/330.000 como
probabilidad del hecho observado según la segunda hipótesis.
Para obtener la probabilidad del hecho declarado, la salida del número
2, habrá que dividir la probabilidad de la primera hipótesis por la suma de
las probabilidades de las dos hipótesis, esta probabilidad será 2079/2080
y la probabilidad de que los testigos mienten y el número 2 no ha salido
será 1/2080.
Si dentro de la urna no estuvieran más que los números 1 y 2, resultaría
del mismo modo 21/22 para la probabilidad de la salida del número 2 y
por lo tanto 1/22 para la probabilidad de que los testigos mienten. Esta
probabilidad será por lo menos 94 veces mayor que la primera. En esta
forma se advierte cómo disminuye la probabilidad de la mentira de los
testigos cuando el hecho que afirman es probable de por sí. Resulta
también que el acuerdo de los testigos, cuando mienten, se hace más
difícil a no ser que estén de acuerdo, lo que no suponemos aquí.
En el caso anterior, al no contener la urna más que dos números, la
probabilidad a priori del hecho aseverado es 1/2; la probabilidad que
surge de los testimonios es el producto de las veracidades de los testigos
dividido por este producto, más el de la probabilidad de cada una de las
mentiras respectivas. Resta ahora examinar la influencia del tiempo
sobre la probabilidad de los hechos trasmitidos por una tradicional serie
de testigos. Es indudable que esta probabilidad tiene que disminuir a
medida que la serie se alarga. Si el hecho carece por sí de probabilidad,
tal como la salida de un número de una urna que contiene una infinita
cantidad, la que le confieren los testimonios disminuye de acuerdo al
producto de las veracidades de los testigos. Si el acontecimiento tiene
una probabilidad por sí mismo, por ejemplo si el hecho es la salida del
número 2 de una urna que contiene un número infinito, y de la que con
certeza no se ha sacado más que un solo número, lo que la serie
tradicional añade a esta posibilidad, disminuye conforme a un producto
cuyo primer factor es la relación del total de números de la urna menos
uno con este mismo número y cada uno de cuyos factores restantes es la
veracidad de cada testigo reducida en la proporción de la probabilidad de
su mentira con todos los números de la urna menos uno, en forma tal que
el alcance de la probabilidad del hecho es la de este hecho considerada a
prior¡ o prescindiendo de los testimonios, probabilidad igual a la unidad
dividida por el conjunto de los números de la urna.
32
El paso del tiempo disminuye, pues, incesantemente la probabilidad de
los acontecimientos históricos así como modifica los más perdurables
monumentos.
En realidad, es posible retrasarla, aumentando y
conservando los testimonios y los documentos que los sustentan. Para
ello la irnprenta proporciona un medio poderoso que los antiguos
desgraciadamente no conocían. A pesar de sus enormes beneficios, las
revoluciones físicas y morales que conmoverán siempre la faz del mundo,
unidas a la acción inevitable del tiempo, concluirán por hacer dudosos, al
cabo de milenios, los acontecimientos históricos más verdaderos de la
actualidad.
Craig intentó someter al cálculo el paulatino debilitamiento de las
pruebas de la religión cristiana: Suponiendo que el mundo acabara en la
época en que ella habrá perdido su probabilidad, resulta que ocurrirá
1454 años después del instante en que lo escribió. Pero su análisis es
tan imperfecto, como arbitraria su hipótesis sobre la duración del mundo.
De las elecciones y las decisiones de las asambleas
La probabilidad de las determinaciones de una asamblea obedece a la
cantidad de votos, a la cultura y a la ecuanimidad de sus participantes.
Tantas son las pasiones y los intereses particulares que en ella
intervienen, que resulta imposible someter al cálculo esta posibilidad.
Poseemos, sin embargo, algunas conclusiones generales sugeridas por
el simple sentido común que han sido corroboradas por el cálculo. Por
ejemplo, si la asamblea no está suficientemente informada sobre el
asunto, requiere Consideraciones delicadas o si su verdad contradice
principios heredados, de modo que es posible apostar más de uno contra
uno a que cada votante se alejará de ella, entonces el veredicto de la
mayoría será presumiblemente malo y el temor a este respecto será tanto
más justo cuanto más nutrida sea la asamblea.
Es importante, pues, para la cosa pública, que las asambleas no tengan
que dictaminar más que sobre asuntos al alcance de la mayoría; que la
instrucción esté uniformemente distribuida y que obras buenas, basadas
en la razón y la experiencia, alumbren a aquellos a quienes corresponde
decidir sobre la suerte de sus semejantes o gobernarlos y los amparen de
antemano de las engañosas apariencias y los prejuicios de la ignorancia.
Los sabios tienen múltiples oportunidades de verificar que las primeras
opiniones son generalmente erróneas y que lo verdadero no siempre es
33
verosímil. No es fácil conocer, ni menos establecer el voto de una
asamblea ante la diversidad de opiniones de sus componentes.
Procuremos dar algunas reglas al respecto teniendo en cuenta los dos
casos más comunes: la elección entre varios candidatos y la elección
entre varias proposiciones sobre el mismo asunto.
Cuando una asamblea se debe pronunciar entre varios candidatos
presentados para uno o más cargos análogos, lo más elemental parece
hacer escribir en un papel a cada uno de los votantes los nombres de
todos los candidatos conforme a los merecimientos que se les atribuyen.
Suponiendo que hayan sido clasificados de buena fe, el examen de esos
papeles dará a conocer los resultados de la elección, prescindiendo del
criterio seguido para la comparación de los candidatos, de modo que
nuevas elecciones no agregarían nada al respecto.
Se trata ahora de establecer el orden de preferencia que esos papeles
han revelado sobre los candidatos. Supongamos que se entrega a cada
lector una urna con infinidad de bolillas que puede utilizar para determinar
las distintas gradaciones en el mérito de los candidatos; imaginemos
también que extraiga dé su urna cierto número de bolillas proporcional al
mérito de cada uno y que se escriba en un papel ese número junto al
nombre correspondiente. Es evidente que al sumar todos los números
correspondientes a cada candidato en cada papel, el que haya obtenido
la suma mayor será el que la asamblea prefiere y que, en general, el
orden de preferencia de los candidatos será el de las sumas
correspondientes, a cada uno de ellos.
Pero esos papeles no indican el número de bolillas que cada elector
atribuye a los candidatos; indican simplemente que el primero tiene más
que el segundo, éste más que el tercero y así sucesivamente. Si
suponemos para el primero un número cualquiera de bolillas en un papel
determinado, serán igualmente admisibles todas las combinaciones de
los números menores que llenen las condiciones precedentes y el
número de bolillas que corresponde a cada candidato se obtendrá
sumando todos los números que cada combinación le asigna,
dividiéndola luego por el número total de combinaciones.
De un análisis muy simple resulta que los números que se han de
consignar en cada papel junto al último nombre, al penúltimo, etcétera,
son proporcionales a los términos de la progresión aritmética 1, 2, 3 ... Si
se anotan en cada papel los términos de esta progresión y se añaden los
términos correspondientes a cada candidato, la magnitud de las diversas
sumas indicará el orden de preferencia entre los candidatos. Ésta es la
34
forma de elección que indica la teoría de las probabilídades, que sería
indiscutiblemente la mejor si cada elector ordenara los nombres de los
candidatos de acuerdo al orden que les atribuye. Pero los intereses
particulares y toda clase de consideraciones ajenas a los propios méritos
alteran ese orden, y muchas veces pasa a ocupar el último lugar el
oponente más temible al candidato que se prefiere, con lo que se
benefician mucho los mediocres. Además, la experiencia aconsejó
abandonar esa forma de elección a las instituciones que la habían
adoptado. La elección por mayoría absoluta de votos ofrece además de
la ventaja de no aceptar ninguno de los candidatos que la mayoría
rechaza, la ventaja de expresar lo más frecuentemente, la voluntad de la
asamblea. Concuerda siempre con el sistema que antecede, cuando sólo
hay dos candidatos. En realidad, tiene el inconveniente de alargar las
elecciones. La experiencia ha demostrado que tal inconveniente no
existe ya que, el deseo de terminar hace que se reúna pronto la mayoría
de votos en un solo candidato.
Parece que el pronunciamiento entre varias proposiciones relativas a un
mismo objeto obedece a las mismas normas que el pronunciamiento
entre candidatos. Pero hay una diferencia entre ambos casos, o sea, que
el mérito de un candidato no excluya el de sus oponentes, pero si las
proposiciones entre las que hay que elegir son contradictorias, la verdad
de una excluye la de las otras. Veamos cómo hay que plantear,
entonces, la cuestión.
Demos a cada elector una urna con un número infinito de bolillas, y
supongamos que las distribuye entre las distintas proposiciones conforme
a las respectivas probabilidades que les asigna. Es claro que como el
número total de bolillas expresa la certeza y el elector está convencido,
por hipótesis, de que una de esas proposiciones tiene que ser verdadera,
distribuirá íntegramente ese número entre las proposiciones. La cuestión
consiste, pues, en establecer las combinaciones en que se repartirán las
bolillas, de modo que para la primera proposición haya más que para la
segunda, para ésta, más que para la tercera, etcétera; sumar luego el
total de los números de bolillas correspondientes a cada proposición en
las distintas combinaciones y dividir esa suma por el número de
combinaciones; los cocientes indicarán los números de bolillas
correspondientes a las proposiciones en una cédula cualquiera.
El análisis establece que, empezando por la última proposición para
llegar a la primera, esos cocientes están entre sí como las cantidades
siguientes: primero, la unidad dividida por el número de proposiciones;
segundo, la cantidad precedente más la unidad y dividida por el número
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de proposiciones menos una, y tercero, esta segunda cantidad más la
unidad y dividida por el número de proposíciones menos dos, y así
sucesivamente. En cada cédula se anotarán esas cantidades junto a las
proposiciones respectivas, y al sumar las cantidades correspondientes a
cada proposición en las distintas cédulas, se obtendrá, de acuerdo con la
magnitud de la suma, el orden de preferencia atribuido por la asamblea a
tales proposiciones.
Veamos algo sobre la renovación de las asambleas que deben cambiar
totalmente cada determinado número de años. Esa renovación ¿debe
ser simultánea o conviene distribuirla, entre esos años? En este último
caso se constituirá la asamblea de acuerdo con las distintas opiniones
imperantes durante el tiempo de su renovación; la opinión diariamente en
ella sería entonces, muy posiblemente, el promedio de todas esas
opiniones. En ese caso! la asamblea obtendría del tiempo el mismo
beneficio que recibe de la extensión de las elecciones de sus
componentes a todo el ámbito del territorio que representa.
Ahora bien, si se tiene en cuenta que la experiencia nos enseña
sobradamente que las elecciones se inclinan exageradamente hacia las
opiniones dominantes, se advertirá la conveniencia de equilibrar esas
opiniones mediante la renovación parcial.
De la probabilidad de las sentencias de los tribunales
El análisis corrobora lo que establece el simple sentido común, o sea
que la justicia de las sentencias es tanto más probable cuanto más
ilustrados son los jueces. Es importante, pues, que los tribunales de
apelación reúnan esas condiciones.
Los de primera instancia, más en contacto con los litigantes, los
benefician en el sentido de que les brindan un primer juicio ya probable,
que frecuentemente aceptan, sea transando, sea desistiendo de sus
derechos. Pero si la incertidumbre del hecho en litigio y su importancia
mueven al litigante a recurrir al tribunal de apelación, debe tener, con la
mayor probabilidad de alcanzar un fallo justo, mayor seguridad para su
fortuna y la compensación de las molestias y gastos que le ocasionaría
un proceso nuevo.
Esto no ocurría con la institución de apelación recíproca de los
tribunales de departamento, institución que perjudicaba los intereses de
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los ciudadanos. Quizás convendría, y ello estaría de acuerdo con el
cálculo de las probabilidades, exigir por lo menos una mayoría de dos
votos en un tribunal de apelación para anular el dictamen del tribunal
inferior. Se llegaría a este resultado si persistiera la sentencia en el caso
de igualdad de votos por estar constituido el tribunal de selección con un
número par de jueces.
Examinaré particularmente los juicios en lo criminal.
Desde luego, para condenar a un acusado los jueces necesitan pruebas
irrefutables del delito.
Pero una prueba moral es tan sólo una
probabilidad. La experiencia ha mostrado sobradamente los errores a
que están expuestos los juicios criminales, hasta los que parecen más
justos. El mayor argumento de los filósofos contra la pena de muerte es
la posibilidad de reparar estos errores. Habrá que abstenerse de juzgar
antes de tener la evidencia- matemática. Pero el juicio se impone por el
peligro que resultaría de la impunidad del crimen. Si no me equivoco,
este juicio se reduce a resolver esta cuestión: la prueba del delito del
acusado ¿posee el alto grado de probabilidad requerido para que los
ciudadanos teman menos los errores de los tribunales, si el inocente es
condenado, que sus nuevos atentados y los de los desdichados a
quienes. exasperaría el hecho de su impunidad si el culpable fuera
absuelto? La solución de este problema obedece a muchos elementos
difíciles de determinar. Tal el peligro inminente a que estaría expuesta la
sociedad si el criminal acusado quedara impune.
A veces este peligro es de tal magnitud que el magistrado se ve en la
necesidad de desistir de las formas prudentemente dispuestas para
garantizar la inocencia. Pero lo que casi siempre dificulta la cuestión es
la imposibilidad de establecer con exactitud la probabilidad del delito y de
determinar la que se requiere para condenar al acusado. A tal efecto
cada juez debe atenerse a su propia prudencia. Forma su opinión al
comparar los diversos testimonios y las circunstancias que rodean el
delito con los resultados de sus reflexiones y su experiencia; en este
sentido, un inveterado hábito de indagar y de juzgar a los acusados es
muy favorable para descubrir la verdad entre indicios frecuentemente
contradictorios.
La cuestión que antecede depende también de la importancia de la pena
impuesta al delito, pues para la pena de muerte se exigen, naturalmente,
pruebas muy superiores a las que se requieren para aplicar una
detención de algunos meses. Éste es un fundamento para adecuar la
pena al delito, pues una pena grave para un delito leve debe,
37
necesariamente hacer absolver a muchos culpables. Una ley que permita
a los jueces aminorar la pena en los casos de circunstancias atenuantes,
conviene simultáneamente a los principios de humanidad hacia el
culpable y al interés social. Si la probabilidad del delito da por su
gravedad la pauta del peligro a que estaría expuesta la sociedad por la
absolución del acusado, cabe pensar que la pena debe subordinarse a
esta probabilidad. Esto se hace indirectamente en los tribunales que
demoran por cierto tiempo al acusado contra el cual se reúnen pruebas
muy grandes, pero que no bastan para condenarlo; a la espera de
pruebas más convincentes es que no se lo deja de inmediato entre sus
conciudadanos quienes no lo verían sin inquietarse. Los países en los
que más valor se da a la libertad individual han rechazado esta medida
por su arbitrariedad y por el uso excesivo que se puede hacer de ella.
Cabe preguntar cuál es la probabilidad de que el fallo de un tribunal, que
sólo puede condenar en mayoría, sea justo, es decir, adecuado a la
auténtica solución de la cuestión antes propuesta. Este importante
problema, perfectamente resuelto, proporcionará el medio de comparar
los distintos tribunales. La mayoría por un solo voto en el caso de
tribunales muy numerosos, indica que se trata de un asunto muy dudoso,
la condena del acusado no se ajustaría a los principios humanitarios en
pro de la inocencia. El voto de los jueces dado por unanimidad,
proporcionaría una gran probabilidad de decisión justa, pero
conformándose a ella serían absueltos muchos culpables.
Habría, pues, que limitar el número de jueces para que sean unánimes o
bien, aumentar la mayoría requerida para condenar, cuando el tribunal es
más numeroso. Procuraré aplicar aquí también el cálculo, convencido de
que es siempre el mejor camino cuando nos apoyamos en los datos que
nos proporciona el sentido común.
La probabilidad de que la opinión de cada juez sea justa es fundamental
en este cálculo. Es evidente que esta probabilidad corresponde a cada
asunto. Si en un tribunal constituido por mil y un jueces, quinientos uno
tienen una opinión, y quinientos la opinión opuesta, evidentemente la
probabilidad de la opinión de cada juez apenas supera 1/2, pues si se la
supusiera notablemente mayor, un solo voto de diferencia sería un hecho
inverosímil. Pero si hay unanimidad en los jueces ello significa que las
pruebas son convincentes, y en ese caso la probabilidad de la opinión de
cada juez está muy próxima a la unidad o la certeza siempre que
pasiones o prejuicios vulgares no perturben simultáneamente a todos los
jueces. Exceptuando estos casos, sólo mediante la relación de los votos
a favor o en contra del acusado se determina esta probabilidad. Pienso
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que puede oscilar entre la unidad y 1/2, pero no ser inferior a 1/2. De no
ser así, la decisión del tribunal será ínfima como la suerte; tiene validez
mientras la opinión del juez se incline más a la verdad que al error.
Luego establezco la probabilidad de esta opinión por la cantidad de votos
favorables y contrarios al acusado.
Bastan estos datos para llegar a la expresión general de la probabilidad
de que el fallo de un tribunal que delibera con una mayoría conocida, es
justo. En los tribunales en los que sobre ocho jueces se necesitaron
cinco votos para condenar un acusado la probabilidad del error que se
podría temer sobre la exactitud de la decisión sería superior a 1/4. Si el
tribunal se redujera a seis miembros que no podrían condenar sino con
cuatro votos, la probabilidad del error que se podría temer sería menor
que 1/4, de manera que esta reducción del tribunal favorecería al
acusado. En ambos cas,os, la mayoría es la misma, o sea, igual a dos.
Al .ser constante esta mayoría aumenta con el número de jueces, la
probabilidad de error, lo que es general, cualquiera sea la mayoría
requerida, con tal que no se altere. Si se considera la razón aritmética
como regla, el acusado se halla en una situación cada vez menos
favorable cuanto más aumenta el número del tribunal. Podría suponerse
que en un tribunal donde es necesaria una mayoría de doce votos,
independientemente del número de jueces, como los votos de la minoría
equivaldría a igual número de votos de la mayoría, los doce restantes
darían la unanimidad a un jurado de doce miembros indispensable en
Inglaterra para condenar a un acusado. Lo que sería un error. El sentido
común nos señala la diferencia entre la decisión de un jurado de
doscientos doce jueces, de los cuales ciento doce condenan al acusado y
cien lo absuelven, y la de un tribunal de doce jueces que lo condenan por
unanimidad.
En el primer caso, los cien votos favorables permiten pensar que las
pruebas carecen de fuerza de convicción; en el segundo, la unanimidad
de los jueces hace pensar que la han alcanzado. Pero el buen sentido
solo no basta para valorar la gran diferencia que existe en la probabilidad
del error en ambos casos. Mediante el cálculo tenemos casi 1/5 para la
probabilidad del error en el primer caso y solamente 1/8192 para la
misma probabilidad en el segundo caso y que no alcanza ni a un
milésimo: de la primera, con lo que se confirma el principio de que la
razón aritmética no conviene al acusado cuando aumenta el número de
jueces. Tomando en cambio como regla la razón geométrica, disminuye
la probabilidad de error en la decisión cuando aumenta el número de
jueces. Por ejemplo en los tribunales que necesitan la pluralidad de los
2/3 de votos para condenar, debe haber una probabilidad de error de casi
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1/4, para seis jueces y es inferior a 1/7 si los jueces alcanzan a doce. De
modo que para que la probabilidad del error no esté nunca por debajo ni
por encima de una fracción determinada, no deben regir ni la razón
aritmética ni la geométrica.
Pero, ¿cuál es la fracción que debe fijarse?
Aquí empieza la
arbitrariedad, y los tribunales tienen en esto las mayores variantes. En
los tribunales especiales donde por cinco votos sobre ocho se puede
condenar al acusado, la probabilidad de error que debe temerse sobre la
justicia del fallo es 65/256 o sea superior a 1/4. La medida de esta
fracción. es tremenda y lo que a veces intranquiliza un poco es que
cuando el juez absuelve al acusado no lo declara inocente, sino tan sólo,
que no hubo pruebas suficientes para condenarlo. Nos tranquilizamos
por ese sentimiento de compasión que la naturaleza puso en el corazón
del hombre y que raramente lo inclina a considerar culpable al acusado.
Este sentimiento, más intenso en los que no están habituados a los
juicios criminales, nos resarce de los inconvenientes propios de la
inexperiencia de los jurados.
Si en un jurado de doce miembros la mayoría de votos requerida es
ocho, la probabilidad del error que debe temerse es de 1093/8192, es
decir, algo más que un octavo y es casi 1/22 si la mayoría necesaria
alcanza a nueve votos. Al tratarse de unanimidad, la probabilidad de
error que debe temerse es 1/8192 o sea más de mil veces menor que en
nuestros jurados. Esto supone que la unanimidad obedece solamente a
las pruebas favorables o adversas al acusado pero entran en ella,
frecuentemente, elementos extravíos cuando se impone al jurado como
condición indispensable de juicio.
Ya que las decisiones obedecen al temperamento, al carácter, a los
hábitos de los jurados y a las circunstancias que los rodean, resultan a
veces opuestas a las determinaciones que habría tomado la mayoría del
jurado si solamente se hubiera atenido a las pruebas, lo que me parece
un gran defecto de este modo de juzgar.
En nuestros jurados es muy escasa la probabilidad de las decisiones y
creo que para garantizar suficientemente la inocencia se requiere, por lo
menos, la mayoría de nueve votos sobre doce.
De los diversos medios para aproximarse a la certeza
40
Los principales medios para alcanzar la verdad son: la inducción, la
semejanza de las hipótesis basadas en los hechos y rectificadas
incesantemente por nuevas observaciones, y un seguro tacto
suministrado por la naturaleza y enriquecido por las innumerables
confrontaciones de sus indicaciones con la experiencia.
Pero tales relaciones están rodeadas con frecuencia de tantas
circunstancias extrañas, que se necesita gran penetración para aclararlas
y encontrar ese principio: ahí se manifiesta el verdadero genio científico.
Los mas importantes descubrimientos del análisis y la filosofía natural se
deben a ese magnifico medio que es la inducción. A el debe Newton un
teorema del binomio y el principio de la gravedad universal. No es fácil
valorar la probabilidad de los resultados de la inducción que se apoya en
el hecho de que las relaciones más simples son las más comunes; las
fórmulas del análisis lo verifican y lo encontramos también en los
fenómenos naturales, en la cristalización y en las combinaciones
químicas. La simplicidad en las relaciones demuestra que todos los
fenómenos naturales no son más que resultados matemáticos de unas
cuantas leyes naturales.
Pero si la inducción alcanza a descubrir los principios generales de las
ciencias, no basta para establecerlos rigurosamente. Es necesario
confirmarlos con demostraciones o experiencias irrefutables, pues la
historia de las ciencias nos demuestra que la inducción ha llegado
muchas veces a resultados inexactos.
Como ejemplo daré el teorema de Fermat sobre los números primos.
Este gran matemático que había meditado largamente su teoría, trataba
de hallar una fórmula que al comprender solamente números primos,
diera directamente un número primo mayor que cualquier otro número
indicado. Por inducción llegó a pensar que dos, elevado a una potencia
que a la vez fuera potencia de dos y sumado a la unidad, formaba un
número primo. Por ejemplo, dos elevada al cuadrado más uno, forma el
número primo cinco; dos, elevado a la segunda potencia de dos, o sea,
dieciséis, más uno, ,forma el número primo diecisiete. Comprobó que era
cierto aun para las octava y décimosexta potencias de dos más la unidad,
y esta inducción, basada en ciertas consideraciones aritméticas, lo llevó a
generalizar su resultado.
41
Sin embargo verificó que no lo había comprobado. Euler estableció, en
efecto, que eso no ocurría con la trigésimo segunda potencia de dos
que, más uno, da 4294967297, divisible por 641.
Por inducción consideramos que si hechos diferentes, por ejemplo
movimientos, aparecen continuamente y desde tiempo, vinculados por
una relación simple, seguirán sin cesar regidos por ella, y llegamos a la
conclusión, por la teoría de las probabilidades, que esa relación no
obedece al azar, sino a una causa regular.
Por ejemplo, la regularidad de los movimientos de rotación y revolución
de la Luna, la de los movimientos de los nodos de la órbita y del ecuador
lunares y la coincidencia de esos nodos, la extraordinaria relación de los
movimientos de los tres primeros satélites de Júpiter, o sea que, la
longitud media del primer satélite, menos tres veces la del segundo, más
dos veces la del tercero, equivale a dos ángulos rectos; la constancia
del intervalo de las marcas con el de los pasos de la Luna por el
meridiano, la coincidencia de las más altas mareas con las sicigias y de
las más bajas con las cuadraturas, son fenómenos que se producen
desde que se los observa, acusan, por lo tanto, con extremada
verosimilitud, la existencia de las causas constantes que los
matemáticos han vinculado felizmente a la ley de la gravitación universal
y cuyo conocimiento indica la perpetuidad de tales relaciones.
El canciller Bacon, tan brillante creador del verdadero método filosófico,
abusó extrañamente de la inducción para probar la inmovilidad de la
tierra.
Veamos cómo argumenta en su más hermosa obra, el Novum Organum:
El movimiento de los astros, de oriente a occidente, se acelera tanto más
cuanto más lejos están de la Tierra. Ese movimiento se acentúa en las
estrellas; se aminora tanto en Saturno, y así sucesivamente en la Luna
los cometas menos alejados. Se percibe también en la atmósfera,
especialmente sobre los trópicos, por las grandes circunferencias que allí
recorren las moléculas del aire; es casi imperceptible en el océano y nulo
en la Tierra.
Pero con esta inducción, prueba solamente que Saturno y los astros
inferiores a él tienen movimientos propios opuestos al movimiento real o
aparente que agita toda la esfera celeste de oriente a occidente, y que
esos movimientos parecen más lentos en los astros más distantes, lo que
se conforma a las leyes de óptica.
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Bacon se habría maravillado de la incalculable velocidad que seria
necesario atribuir a los astros para que cumpliesen su revolución diurna si
la tierra permaneciera inmóvil, y de la asombrosa simplicidad con que su
rotación explica cómo cuerpos tan alejados unos de otros como las
estrellas, los planetas, el Sol y la Luna, revelan estar sujetos también a
dicha revolución.
Al tratarse del océano y la atmósfera, no debía vincular sus movimientos
a los de los astros alejados de la Tierra, ya que el aire y el mar forman
parte del globo terrestre y participan, por lo tanto, de su movimiento o su
quietud. Es raro que a Bacon, llevado por su genio a las grandes
concepciones, no lo haya seducido la extraordinaria concepción de
Copérnico, aunque podía haber encontrado en favor de ese sistema, gran
analogía con los descubrimientos de Galileo, que le eran conocidos. Dio
la idea para la investigación de la verdad, pero no el ejemplo. Insistió
elocuentemente, con todo el poder de su razón, en la necesidad de
alejarse de las pequeñas sutilezas de la Escuela, entregarse a la
observación y la experiencia y señalar así el método seguro para
alcanzar las causas generales de los fenómenos.
Con esto contribuyó el gran filósofo al inmenso progreso realizado por el
espíritu humano durante él brillante siglo en que terminó su carrera.
La analogía se basa en la probabilidad de que hechos semejantes
tienen causas semejantes y producen los mismos efectos. Cuanto mayor
es la similitud, mayor es la probabilidad. Así pensamos, sin lugar a duda,
que seres provistos de los mismo?, órganos realizan las mismas cosas,
experimentan las mismas sensaciones y son impulsados por los mismos
deseos.
La probabilidad de que los animales que tienen órganos semejantes a
los nuestros experimentan sensaciones parecidas, aunque con menos
intensidad que las de los individuos de nuestra especie, es aún muy
grande y se ha necesitado todo el peso de los prejuicios religiosos para
que ciertos filósofos concibieran a los animales como puros autómatas.
La probabilidad de la existencia de sentimiento disminuye a medida que
se aleja la semejanza de sus órganos con los nuestros; pero de todos
modos es muy grande, aun con respecto a los insectos. Cuando vemos a
seres de una misma especie realizar actos muy complicados
exactamente del mismo modo, de generación en generación y sin
aprendizaje alguno, debemos creer que obran por una especie de
afinidad semejante a la que acerca las moléculas de los cristales, pero
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que, al combinarse con el sentimiento inherente a toda organización
animal, produce, con la exactitud de las combinaciones químicas,
consecuencias muy particulares: tal vez podría llamarse afinidad animal a
esa síntesis de afinidades efectivas y sentimiento.
Aunque hay mucha semejanza entre la organización de las plantas y de
los animales, no basta sin embargo, para atribuir a los vegetales la
facultad de sentir; pero no hay nada en contra para negársela. Como por
la acción benéfica de la luz y del calor del sol se desarrollan los animales
y las plantas que pueblan la tierra, juzgamos que por analogía produce
semejantes efectos sobre los otros planetas; no es lógico pensar que la
materia que, como vemos, desarrolla su actividad de tantas maneras,
pueda ser estéril en un planeta tan inmenso como Júpiter, el cual, a
semejanza del nuestro, tiene sus días, sus coches y sus años y, según se
observa, tiene cambios que presuponen fuerzas muy activas.
Pero sería ampliar demasiado la analogía, deducir de ella una
semejanza entre los habitantes de la Tierra y los de los demás planetas.
El hombre, conformado para la temperatura en que vive y para la
atmósfera que respira, no podría aparentemente, vivir en los demás
planetas. Pero, ¿no existirán infinitas organizaciones hechas a las
distintas conformaciones de los globos del universo? Si la simple
diferencia de ambientes y climas origina tanta diversidad en las
producciones terrestres, cuánto mayores deben ser entre las de los
distintos planetas y sus satélites. La más fértil imaginación no puede
concebirla, pero es muy verosímil que exista.
Una notable analogía nos inclina a considerar a las estrellas como otros
tantos soles que, al igual que el nuestro, tienen un poder de atracción
directamente proporcional a su masa e inversamente al cuadrado de la
distancia. Efectivamente, como está demostrada la existencia de ese
poder en todos los cuerpos del sistema solar y en las más pequeñas
moléculas, cabe pensar que debiera existir en toda la materia. Parecen
indicarlo los movimientos de las pequeñas estrellas llamadas dobles, a
causa de su proximidad; con un siglo o más de observaciones exactas,
verificados los movimientos de revolución de unas alrededor de las otras,
quedará fuera de duda la reciprocidad de sus atracciones.
La analogía, que nos hace concebir cada estrella como el centro de un
sistema planetario, es mucho menos visible que la anterior, aunque
verosímil de acuerdo con la hipótesis que hemos formulado sobre la
formación de las estrellas y el Sol. Como, según esta hipótesis, el Sol y
las estrellas han estado originariamente envueltos por una vasta
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atmósfera, podemos atribuir a esta atmósfera los mismos efectos de la
solar y suponer que su condensación ha originado los planetas y los
satélites.
La analogía es la fuente de muchos descubrimientos científicos. Entre
los más notables citaré el de la electricidad atmosférica al que se ha
llegado por la analogía de los fenómenos eléctricos con los efectos del
rayo. El método más directo en la búsqueda de la verdad consiste en
pasar por inducción, de los fenómenos a las leyes y de las leyes a las
causas.
Las leyes son las relaciones que ligan los fenómenos
particulares; cuando se conoce el principio general de las fuerzas del cual
provienen, se lo verifica, si es posible, mediante experiencias directas o
investigando si corresponde a los fenómenos conocidos; si mediante un
análisis minucioso se prueba que todos proceden de ese principio hasta
en sus menores detalles, si además son muy variados y numerosos, la
ciencia ha logrado su máxima certeza y perfección. Es lo que ha ocurrido
en la astronomía después del descubrimiento de la gravitación universal.
La historia de las ciencias indica que este lento y arduo camino de la
inducción ha sido siempre el de los investigadores. La imaginación en su
afán por encontrar las causas, se complace en crear hipótesis y
frecuentemente desvirtúa los hechos para someterlos a su labor; en esos
casos, las hipótesis son peligrosas. Pero cuando no son más que medios
para relacionar los hechos y descubrir sus leyes, cuando, al no atribuirles
realidad, se las enmienda constantemente con nuevas observaciones,
pueden conducirnos a las causas verdaderas o al menos permitirnos
inferir de los fenómenos conocidos los que los pudieron originar en
circunstancias determinadas.
Si se probaran todas las hipótesis que se pueden expresar sobre la
causa de los fenómenos, se llegaría a la verdadera, por eliminación. Este
medio ha sido utilizado con éxito, llegándose a formular, a veces, varias
hipótesis que explicaban perfectamente bien y por igual, todos los hechos
conocidos y entre ellas se pronunciaban los sabios, hasta que los hechos
decisivos indicaran la verdadera.
Por eso interesa a la historia del espíritu humano revisar esas hipótesis,
observar cómo podían explicar gran número de hechos e investigar las
modificaciones que debieron experimentar para participar de la
naturaleza.
Así, el sistema de Ptolomeo, que es la realización de las apariencias
celestes, se transforma en la hipótesis del movimiento de los planetas
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alrededor del Sol, concibiendo iguales y paralelas a la órbita solar las
circunferencias y los epicielos que Ptolomeo les hace recorrer
anualmente y cuya magnitud no estableció. Finalmente, al transferir a la
Tierra, en sentido contrario el movimiento aparente del Sol, se transforma
esta hipótesis en el verdadero sistema del universo.
Resulta frecuentemente imposible, someter al cálculo los resultados
alcanzados por estos distintos medios, como sucede también con los
hechos históricos. Pero el conjunto de los fenómenos explicados o de los
testimonios se ofrece a veces en tal forma, que aun sin poder abarcar su
probabilidad, no cabe ninguna duda a su respecto. En los otros casos
conviene no admitirlos sino con mucha cautela.
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