Espiritualidad en la vida terrenal Por el Dr. H. Spencer Lewis, F.R.C. Revista El Rosacruz A.M.O.R.C. Sin duda la humanidad se está dando cuenta más y más del lado espiritual de su vida. Aquellos que dicen que las críticas modernas de las doctrinas religiosas, acompañadas por la indiscutible disminución del interés en las actividades de la iglesia, son un indicio de que el hombre está alejado del estudio religioso, han pasado por alto el punto muy evidente de que el hombre se está volviendo verdaderamente más religioso en su pensamiento y menos propenso a admitir los credos y dogmas que en el pasado ha aceptado solamente por fe. El hombre no discute ni analiza profundamente esas cosas en las que tiene poco o ningún interés. El hombre no habría comprado y leído tantos libros relacionados con religión y dogmatismo publicados en los últimos años, empleando una cantidad considerable de tiempo y dinero que podrían haber sido empleados para el placer, sin tener un profundo interés en el tema. Desde el amanecer de la civilización, el hombre ha levantado su vista por encima de su presente horizonte y ha tratado de encontrar en las vastedades del espacio etéreo el más leve símbolo de algo superior a sí mismo, a lo que él podría adorar y hacer homenaje. Mirando hacia las alturas, él ha levantado el rumbo de su progreso a cumbres más altas. Las fragilidades de la vida humana, las debilidades de la existencia humana hicieron que los primeros pensadores creyeran que en el propósito de la existencia del hombre había más de lo que esas cosas indicaban. Cualquier cosa que estuviera detrás de ese propósito y cualquiera que existiera en éste, en esencia debe estar mucho más allá de él. Nada podría estar más allá de lo material, excepto lo espiritual; únicamente lo divino podría ser superior a lo mortal y sólo una omnipotencia sobrenatural incomprensible, inconcebible, pero con todo comprensible internamente, podría gobernar, guiar y compensar las experiencias de la vida. Por supuesto el hombre ha tropezado mucho en su intento por reducir a una expresión finita las imágenes infinitas de su comprensión espiritual. Aún en la presencia de experiencias que habrían debilitado su fe en algo de menor importancia, el hombre se ha asido con firmeza a su creencia en este mundo espiritual y en las criaturas espirituales que se desarrollan a través de las formas materiales que él conocía. ¿Es la parte espiritual del hombre un elemento esencial en su existencia terrenal? ¿Es útil para nuestra vida material un conocimiento de las cosas espirituales de la vida? Si bien estas preguntas parecen difíciles de contestar y existen esas personalidades no desarrolladas que están listas a contestar negativamente, sólo necesitamos contemplar por un momento el lado negativo de la pregunta para darnos cuenta qué significan para nosotros aquí y ahora, las cosas del mundo espiritual. ¿Qué haríamos y cómo actuaríamos si nos convenciéramos en este momento de que no existe Dios o consciencia cósmica gobernando el universo e impregnando todas las cosas vivientes del universo? Si no hubiera un alma, un elemento divino en la constitución del hombre, un principio divino en su personalidad, un poder divino en su fuerza vital y una consciencia omnipotente en cada una de las células de su cuerpo, ¡qué vida más inútil, carente de esperanza, solitaria y desvalida sería ésta! El primer resultado de una fe así sería la transmutación deplorable del magnífico elemento del amor en la atracción básica del magnetismo sexual. El poder divino y trascendental de un amor universal que gobierna el mundo, sería extirpado de nuestra consciencia y todas sus influencias tendrían que ser atribuidas al más sórdido y más común de los impulsos y principios. La belleza, la elegancia, el refinamiento en el arte, la música y el color, se transformarían en meros accidentes de combinaciones materiales y resultados simples de accidentes momentáneos. La ambición y la aspiración no se elevarían más allá del horizonte de nuestra naturaleza bestial. Lo que nos eleva a alturas trascendentales y nos da la perspectiva de la vida como si estuviéramos sobre la cima de una montaña mirando las colinas y valles de la existencia y viendo el amanecer muy lejano antes que éste sea visible en los llanos de abajo, es el lado espiritual de nuestra naturaleza. A través de nuestros ojos espirituales vemos las cosas del pasado que están fuera del alcance de nuestra visión objetiva y vemos la llegada de un nuevo día cuyo amanecer está más allá de la comprensión de la concepción material del hombre. La consciencia de Dios viene en nuestro rescate en momentos de pesar, tristeza y melancolía; entonces, como los susurros de la voz de la madre cuando consuela, la vocecita suave que está dentro de nosotros habla con palabras magníficas y nos anima a seguir senderos de paz y poder. La música de las esferas infundida en todo el espacio por las vibraciones armónicas de la sabiduría omnipotente de Dios nos transporta como si estuviéramos navegando sobre un océano de música donde cada ola es un acorde armónico y donde cada momento de tranquilidad es una nota dominante de alguna dulce melodía. Es la espiritualidad que está dentro de nosotros lo que se expresa en la grandeza de la arquitectura, en la fantasmagoría de los colores que el hombre mezcla en su paleta y aplica sobre el lienzo en imitación de la belleza de la respuesta resplandeciente de la naturaleza a las vibraciones de la ley divina. La espiritualidad en nosotros es Dios en nosotros y sin ésta no seríamos nada, nada contemplaríamos, nada dominaríamos, porque su ausencia significaría que el hombre sólo es un mecanismo que el mágico hechizo de los poderes creativos que nos dan la vida y el ser, no ha tocado ni movido. Por lo tanto, el hombre aspira siempre a elevarse más alto en el reino de lo espiritual, a que las cosas sórdidas de la vida, las cosas que lo atan sobre la cruz de la existencia material, puedan ser dejadas bajo sus pies para servir como un escabel mientras él se arrodilla en el Santo de los Santos y mora en la Catedral del Alma. En esta gran Catedral es donde él encuentra aquella paz que es tan estable como el silencio de labios inmóviles que dicen palabras que no tienen sonido. Sentado allí, él oye la música y los poderes en los radiantes rayos de color, mientras el coro celestial de mentes maestras canta el himno de la misericordia y el amor gozosos de Dios e inspira todo con la belleza, la dulzura y la eterna bondad del Reino de Dios.