Cuando era niña (aunque según mi padre, lo siga siendo) decía que de mayor iba a ser escritora. O bailarina. O, y no se lo digáis a nadie, Presidenta del Gobierno. Cuando era niña, me encantaba soñar con lo brillante que iba a ser mi futuro. Estaba segura de ello, y lo cierto es que me avergüenza decir que ya no lo estoy, o por lo menos no tanto. Pero dilemas existenciales propios de la adolescencia y del dudosamente bien llamado “pavo” aparte, cada día tengo más claro que de niña yo quería ser científica. Todos los niños quieren ser científicos porque, en esencia, ya lo son. Si bien cualquier diccionario que se precie me condenaría a la hoguera por tan deficiente definición, para mí la ciencia es querer saber. No, no solo eso. Querer saber por qué. Ser un científico no es ver una partícula y decir “es una partícula”. Tampoco es ver una partícula y decir “es esta partícula en concreto, está hecha de esto y hace esto”. Si así fuera, sería muy fácil ser científico, casi trivial. Ser un científico es ver una partícula y decir “dicen que es esta partícula en concreto, está hecha de esto y hace esto. ¿Por qué es esta partícula en concreto? ¿Por qué sus componentes se unieron de esta forma? ¿Por qué la unión de sus componentes de esta forma ha conseguido que haga esto? Y lo más importante de todo, ¿cómo puedo conseguir que toda esta información, que posteriormente millones de alumnos en todo el mundo estudiarán en otros tantos libros de texto, sirva para algo? Es eso lo que verdaderamente admiro de la ciencia, de la labor de un científico. Y es que parece fácil ver una partícula y pensar todo eso, pero no lo es (que ojalá lo fuese). Eso es lo que marca la diferencia entre un científico y el resto del mundo, pero también lo que marca la diferencia entre un niño y un adulto. Ser niño, y ser científico, es no aceptar que eso que ves es todo lo que hay. Es jugar con el mundo que te rodea para hacer felices a otros niños que, como tú, quieren saber por qué el cielo es azul, o por qué tienen masa las partículas que constituyen la materia (bueno, quizá esto último no, pero Roma no se hizo en un día). Tras la pantalla de este ordenador, una niña que no es tan niña quiere reivindicar el papel del científico, esa oportunidad que te da la vida de volver a ser un niño, o de nunca dejar de serlo. Esa oportunidad de hacer cosas grandes a partir de algo muy, muy pequeño. Parece difícil imaginarse a un “mini-yo” construyendo un castillo de princesas con pequeños bosones de Higgs, pero no es más que eso: los científicos consiguen la admirable hazaña de ver el castillo de princesas en que vivimos y decirnos que no, que no está hecho con piezas de Lego®, con plastilina o con cartón, está hecho con bosones de Higgs. O no, quién sabe. Hay quien dice (y si no lo hay, ya lo digo yo) que lo bello de la ciencia está en la duda, en el “quién sabe”, en que no haya un caso cerrado, en que hoy es así y mañana a lo mejor ya no, que hoy el castillo es de princesas y mañana a lo mejor es de una bruja malvada. En querer saber cómo somos, y por qué somos como somos, y qué, quién, cómo, dónde, desde y hasta cuándo… Para un padre gruñón, eso no son más que preguntas incómodas. Para un niño, y por ende, para un científico, son las puertas a un nuevo Universo. A un castillo de conocimiento. Cuando era niña decía que de mayor iba a ser escritora. Ahora, digo que de mayor quiero ser científica. Ahora, que soy casi adulta, quiero volver a ser una niña. ¿Irónico, verdad?