Las claves del pensamiento metafísico de Fernando Rielo: el reto

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Las claves del pensamiento metafísico
de
Fernando Rielo:
el reto presente de las nuevas
generaciones
POR
JOSÉ MARÍA LÓPEZ SEVILLANO
PRESENTADO EN EL I CONGRESO MUNDIAL DE
METAFÍS ICA
LA METAFÍS ICA ANTE EL TERCER MILENIO
Roma, 4-7 Septiembre de 2000
Istituto dell’Assun zione
J.M. López Sevillano: Claves del pensamiento de Fernando Rielo
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CUESTIÓN PREVIA
Nos encontramos ante una personalidad, Fernando Rielo, de creación multiforme.
Es Fundador de una Institución religiosa y, al mismo tiempo, de la Escuela Idente y de
varias instituciones culturales y humanitarias. Sin embargo, su generosidad creadora no
se queda sólo en mecenazgo protector o patrocinador de los valores humanistas de
nuestro tiempo. Es conocida de sobra esta faceta religiosa y humana de este Fundador.
Pero lo mejor de la personalidad de nuestro autor está aún por descubrir como acontece
con los grandes próceres históricos.
Para un conocimiento general de la concepción genética de la metafísica en
Fernando Rielo, ajena a una concepción biologista o procesualista, véanse sus
publicaciones Teoría del Quijote. Su mística hispánica, Porrúa, Madrid, 1982; Homenaje
a Fernando Rielo (Georgetown University-Washington D.C., 1989), F.F.R., Constantina
(Sevilla), 1990; Fernando Rielo, Un diálogo a tres voces (Libro de entrevistas por la
Dra. Marie-Lise Gazarian, Nueva York, 1993), F.F.R., Constantina (Sevilla), 1995;
también sus estudios publicados por F.F.R., Constantina (Sevilla): “Hacia una nueva
concepción metafísica del ser” en ¿Existe una Filosofía Española? (1988), “Concepción
genética de lo que no es el Sujeto Absoluto y fundamento metafísico de la ética” en
Raíces y valores históricos del pensamiento español (1990), "La persona no es ser para sí
ni para el mundo" en Hacia una pedagogía prospectiva (1992), "Prioridad de la fe en la
educación" en Prioridades y ética en orientación (1993), "Función de la fe en la
educación para la paz" en Educar desde y para la paz (1994); “Formación cultural de la
filosofía” en Filosofía y educación (1995), “Tratamiento psicoético en la educación” en
Educación y desarrollo personal (1996). Véanse asimismo mis estudios sobre el
pensamiento de Fernando Rielo: "La metafísica pura en Fernando Rielo" y “Paso de la
mística española a la novela en Teoría del Quijote de Fernando Rielo”, en Homenaje a
Fernando Rielo (Georgetown University-Washington D.C., 1989), F.F.R., Constantina
(Sevilla), 1990; “La nueva metafísica de Fernando Rielo”, en Aportaciones de
pensadores españoles del siglo XX a la filosofía, Varios, F.F.R., Constantina (Sevilla),
1990; “Supuestos metafísicos en la obra poética de Fernando Rielo”, en Filosofía y
poesía, Varios, F.F.R., Constantina (Sevilla), 1994.
Serán las próximas generaciones las que ahonden la expresión lírica de las
posibilidades estéticas de su modelo, puestas de manifiesto en su prolífica y preciada obra
poética; serán las próximas generaciones las que acudan a la expresión ensayística de su
modelo, como son las numerosas conferencias y reflexiones sobre los diversos temas
aptos para todo tiempo y lugar; serán las próximas generaciones las que se ilustren y
comprometan con la expresión sistemática y vivencial de su modelo: un modelo que,
elevando la teología a metafísica y la mística a ontología, se constituye en formante de las
ciencias del espíritu; por tanto, un modelo abierto a todas las dimensiones de un ser
humano que, abierto, a su vez, constitutivamente a la infinitud de dos personas divinas o
monoteísmo binitario en el ámbito racional, o de tres personas divinas o monoteísmo
trinitario en el ámbito revelado, frente al identitático monoteísmo unipersonalista o
impersonalista, se presenta condicionado por múltiples factores que oscurecen ante la
inteligencia humana este carácter genético de su constitutividad transcendente. ¿No son
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acaso condicionantes agresivos o depresivos los factores síquicos, orgánicos,
ambientales, educacionales, ideológicos, de mentalidad y sensibilidad? ¿No vienen acaso
marcados por la bondad o malicia del espíritu humano, por la buena o mala voluntad, por
el esfuerzo o la desidia, por la generosidad o el egoísmo, por la justicia o la injusticia, por
la paz o la guerra, por el dolor o el goce, por la muerte o la vida, por el peso o la ligereza
de la propia existencia? ¿Cómo explicar ante esta riqueza o indigencia que nuestro
espíritu pueda adentrarse en esa su intimidad mística en la que constitutivamente se
encuentra la divina presencia de la Santísima Trinidad? Múltiples denominaciones ha
adquirido esta intimidad constitutiva: el Acies cordis de San Agustín (Evang. sec. Joh.,
Sermo XXXVIII), el apex mentis de S. Buenaventura (Itinerarium mentis in Deo, I), la
scintilla rationis de Santo Tomás (II Sent. 39, q. 9, a.1), la lex spiritus de San Juan
Damasceno (De fide orthod., IV, 23), la sustancia del alma de San Juan de la Cruz; el
centro del alma o lo muy hondo e íntimo del alma en Santa Teresa de Jesús…; pero,
sobre todo, lo pone de manifiesto aquella ilustrativa expresión agustiniana del tu autem
eras interior intimo meo et superior summo meo (Confesiones III,6).
La concepción genética de la historia y de la vida y las causas de sus disgenesias
ontológicas, morales, sociales, biológicas, etc., es lo que profundiza en todas sus
dimensiones la concepción genética del principio de relación de Fernando Rielo.
CUESTIÓN CRÍTICA
La metafísica histórica ha consistido en un esfuerzo de reflexión sobre el sentido
último del ser. La actitud de ultimidad ha sido una constante epistemológica que ha
puesto a la inteligencia humana en estado de búsqueda del fundamento y de la unificación
del saber. Esta constatación nos lleva a una afirmación indubitable: no ha habido filosofía
alguna en la historia del pensamiento que no haya tenido vocación a la metafísica. Afirma
Rielo: «Metafísica no hay más que una, que tiene como objeto la concepción auténtica
del ser. Filosofías hay muchas. Aunque la metafísica esté en crisis, es una. Las filosofías
tienen, de alguna manera, vocación a ser la metafísica. Este metafísico carácter incoativo
en los pensadores se debe a la elevación a absoluto de una noción o concepto que les
sirva de axioma en orden a dar explicación a la realidad. El filósofo Tales, por ejemplo,
elige por axioma “el agua”; Parménides, “el ser es ser”; Heráclito, “el devenir”;
Descartes, “el cogito ”» (Fernando Rielo: un diálogo a tres voces, 128).
La historia de las ideas ha quedado atrapada entre los dos polos en que se han
movido, convulsivamente, los sistemas filosóficos: el análisis de la estructura del objeto y
el análisis de la estructura del conocimiento. Esta bipolaridad ha perseguido, en última
instancia, el mismo propósito: el conocimiento de una realidad puesta siempre en
cuestión.
Si la matemática ha impulsado el enorme y continuado desarrollo de las ciencias de
la naturaleza o ciencias experimentales, no puede decirse lo mismo de la decrépita
metafísica en relación con las llamadas ciencias del espíritu o ciencias experienciales,
cuyo apelativo “ciencia” hoy, más que nunca, es negado a esta parcela del conocimiento
infinitamente más amplia, importante y decisiva que la que se refiere a las ciencias de la
naturaleza. Algo ha pasado a la metafísica cuando no ha sido capaz de fundamentar,
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dirigir y desarrollar, eficazmente, las ciencias del espíritu. Cfr. F. Rielo: Introducción a
mi pensamiento I: Metodología (en imprenta). Fernando Rielo divide las ciencias en
ciencias experimentales o ciencias de la naturaleza, que no tienen razón de ser sin la
matemática con su lógica formal, y en ciencias experienciales o ciencias del espíritu que
tampoco tienen razón de ser sin la metafísica con su lógica vivencial. La matemática ha
sido el motor de las ciencias de la naturaleza, que intentan invadir, con su método
experimental, el dominio de las ciencias del espíritu: éstas poseen, según Rielo, la propia
metodología experiencial.
Afirma F. Rielo que “Hoy la matemática parece alzarse, sin titubeos, como suprema
ciencia en la que hallan su aplicación las ciencias de la naturaleza. Si esto es así, se hace
necesaria, con mayor motivo, una nueva metafísica que dé forma a las llamadas ciencias
del espíritu. Si las ciencias experimentales o ciencias de la naturaleza no tienen razón de
ser sin la matemática con su lógica formal, las ciencias experienciales o ciencias del
espíritu tampoco tienen razón de ser sin la metafísica con su lógica vivencial”.
Lejos queda de la concepción genética de la metafísica de Fernando Rielo la
Destruktion heideggeriana, que es, en Jacques Derrida, deconstrucción. La historia de la
metafísica es, para estos autores y sus seguidores, historia de una deconstrucción por estar
resurgiendo de su destrucción inmanente. Si se admite esta continua “destrucción
inmanente”, su causa no es otra que la asunción, por parte de la metafísica histórica, de
un seudoprincipio de identidad que llevan solapado todos los sistemas filosóficos,
incluyendo el pensamiento del propio Derrida. Heidegger asevera que metafísica es
“preguntarnos por los fundamentos y fundamentar de una determinada manera”; de este
modo, “la filosofía —continúa diciendo— es tan sólo la puesta en marcha de la
metafísica”. Fernando Rielo afirma con frecuencia que todo sistema filosófico posee
vocación metafísica. La razón es simple: la capacidad metafísica del ser humano le viene
de la apertura de su inteligencia al infinito. Ahora bien, existen muchos niveles de
vocación: hay quienes frustran su vocación, la hacen endeble o la ostentan de una forma
ficticia; otros ejercen su vocación de modo equivocado, o se sirven de ella para fines
inconfesables; otros, finalmente, viven su vocación con autenticidad y firmeza sabiendo
que va su vida en ello, porque en la vivencia de su vocación está la clave de su origen y
su destino.
No es éste el momento y el lugar para afirmar las semillas de verdad esparcidas en
la cultura y pensamiento humanos. Este hecho es una obviedad. Tratamos, más bien, de
llevar a límite nuestra reflexión como corresponde al recto proceder metafísico para
dilucidar el mal que ha dificultado el deseado desarrollo histórico de las ciencias del
espíritu. Entendidas así las cosas, la realidad ha aparecido al filósofo a modo de un lienzo
del que, a imagen y semejanza de una enfermiza reflexión, más que antropocéntrica,
egocéntrica, se han dicho y se dicen infinidad de cosas dispares que, con aparente
pretensión de verdad, parecen más bien inevitable evacuación de la mente. Las filosofías
han soslayado al pintor del que procede el cuadro, sustituyéndolo por una inteligencia
humana que ha preferido dar saltos en el vacío, o caminar a la deriva, para terminar,
luego, agarrándose a no se sabe qué tabla de salvación cuya función única es flotar en el
gran océano de la duda: la duda sólo produce duda, y la actitud de los dudosos es que
todos duden. Hoy es lugar común llamar “giro” al pensamiento que mejor se hace con la
susodicha tabla de salvación. Ahí tenemos, si no, los diversos giros de la moderna
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filosofía: epistemológico, lingüístico, sociológico, fenomenológico, y hasta podemos
incluir el giro informático.
Una cosa es cierta: los filósofos de todos los tiempos han cuestionado a sus
predecesores, poniendo como estandarte —como orteguiana tabla de salvación— a su
propio absoluto: una noción, concepto, fenómeno o hecho, que le sirviera de axioma,
principio, modelo o fundamento explicativo de la realidad. El hallazgo de este absoluto
modélico ha sido por tautologización de un objeto material [agua es agua, fuego es fuego,
materia es materia], o de un hecho de evidencia [movimiento es movimiento, devenir es
devenir, fenómeno es fenómeno], o de una acción totalizante [ser es ser, pensar es pensar,
existir es existir, vivir es vivir], o de un concepto expresivo [idea es idea, sustancia es
sustancia, yo es yo, realidad es realidad], con la exclusión de sus contrarios. Así la
absolutización del “ser” o del “yo”, o de cualquier otro modelo o principio filosófico, ha
sido obtenida, depurado su límite reflexivo, por el mismo procedimiento maniobrero:
afirmación de “A” por la negación de “- A”, afirmación del ser o del yo por la negación
del “- ser” o del “- yo”. Esta posición refleja o irrefleja de la inteligencia humana es la
actitud de una ignava ratio que, cerrándose en sí misma, ha hecho de su absoluto una
tópica petitio principii.
La moderna lógica sentencial no ha hecho otra cosa que formular este proceder
inevitable, mimético, más bien compulsivo, de la reflexión humana cercada por tres
grandes tautologías: la ley de identidad, la contradicción y el tercio excluso. Un análisis
más profundo lleva a F. Rielo a atribuir esta tendencia tautologizante de la inteligencia al
seudoprincipio de identidad A3A, al que se reducen, según él, no sólo los de
contradicción [-(A1-A)], y tercio excluso [A2-A], sino también los de doble negación
[A4--A], intercambiabilidad o conmutación [(A1B) 4 (B1A), modus ponens
[((A3B)1A)3B], modus tollens [((A3B)1-B)3-A], las leyes de distribución,
transitividad, bicondicional, las llamadas “leyes De Morgan”, etc. Más aún, el
seudoprincipio de identidad contamina, con su densa oquedad insalubre, a todos los
axiomas, fórmulas y esquemas de fórmulas de las diversas lógicas conocidas,
convirtiéndolas en simples estructuras que nada dicen. Lo que ha sido simple uso y
contexto del lenguaje común se ha elevado a lenguaje metafísico, lo que es tópico en la
comunicación entre los seres humanos se ha elevado a principio o ley.
Fernando Rielo es taxativo con esta forma de actuar de la que no ha escapado una
inteligencia sujeta a la abstracción especulativa: “La consecuencia de esta
tautologización, resultado necesario del proceder abstractivo, ha sido una constante
insoslayable en todas las filosofías con vocación metafísica: rendir culto intelectual a un
seudoprincipio de identidad que se transforma él mismo en su propia petitio principii”
[Definición mística del hombre y el sentido del dolor humano, Roma, 1996].
Las lógicas son producto de las distintas formas del filosofar, y el acto de filosofar
ha estado, según Rielo, infectado por el virus mutágeno del seudoprincipio de identidad
quedando éste inoculado en los modelos filosóficos. Lo mismo da utilizar la supuesta
fórmula “A es A” que sus afines “A en cuanto A”, “A en A”, “A=A”, “A3A”, etc. Todas
poseen la misma estructura del functor monádico, carente de sentido sintáctico, lógico y
metafísico. Las expresiones, por ejemplo, “yo soy yo”, “yo en cuanto yo”, “yo en yo”, “si
yo, entonces yo”, “yo en tanto que yo”, “yo en mí mismo”, “yo para mí mismo”…, son,
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elevadas a lenguaje metafísico u ontológico, seudoenunciados porque poseen la estructura
de un functor monádico, esto es, un sólo término reduplicado al que se le ha querido dar
forma sintáctica y lógica, añadiéndole el elemento o elementos de enlace (functor); en
estos casos, los functores son, por orden de enumeración los siguientes: yo [soy] yo // yo
[en cuanto] yo // yo [en] yo // yo [si, entonces] yo // yo [en tanto que] yo. Las
expresiones “yo soy en mí mismo” o “yo soy para mí mismo” son, dentro del lenguaje
metafísico u ontológico, expresiones absolutas que siguen el mismo esquema porque el
pronombre personal “mí”, reforzado o no por el adjetivo “mismo”— es forma gramatical
ablativa de sustituir el pronombre personal “yo” precedido de una preposición, en tal
grado que decir “yo soy en mí mismo” o “yo soy para mí mismo” sería idéntico a decir
—no importa la incorrección gramatical— “yo soy en yo” o “yo soy para yo”. Por tanto,
los functores monádicos de estas expresiones son: yo [soy en] yo / yo [soy para] yo.
Lo mismo da, metafísicamente hablando, poner como axioma el “agua en cuanto
agua” que el “ser en cuanto ser”, que el “yo en cuanto yo”, que la “realidad en cuanto
realidad”. Estos supuestos axiomas son constructos abstractos, vacíos, con las mismas
carencias de sentido que los enunciados de functor monádico: carencia de sentido
sintáctico, porque, siendo el sujeto el mismo que el predicado, nada pueden comunicar ni
aportar al conocimiento de la realidad; carencia de sentido lógico, porque la afirmación
de los constructos identitáticos poseen la misma validez que su negación; carencia de
sentido metafísico, porque todo constructo identitático incurre en petitio principii. El acto
de filosofar llega, de este modo, a su paroxismo deformando la reflexión sobre una
realidad que, con el seudoprincipio de identidad, se le presenta, a todas luces,
fantasmagórica.
Se sigue de este hecho una consecuencia históricamente repetida. La visión de la
realidad, fascinada la inteligencia humana por el morbus identitatis, ha sufrido el
estrabismo que ha hecho del discurso metafísico multitud de ideologías de cuño
“ideolátrico”. El corazón humano ha sido proclive al politeísmo: adorador impenitente
inclinado a abrazarse a los ídolos de turno. El ei[dwlon pasa por el ei\do", el ídolo pasa por
la idea: una idea que, a nivel de cultura primitiva, se materializa en estatua, en árbol, en
montaña, en sol, o en cualquier otro objeto de la mitología o de las religiones sobre todo
animistas; una idea que, a nivel de contemporánea sensibilidad, se proyecta en una forma
de ser para sí, en una inclinación, en una moda, en una pasión o en una mímesis; una idea
que, pasada a nivel metafísico por el seudoprincipio de identidad, se “metamorfosea” en
“ei[dwlon aujtou'”, en ídolo de sí misma, en estructura ideológica donde caben, como en
cajón de sastre, las diversas formas oblicuas del pensar y del decir sobre la realidad.
Afirma Fernando Rielo “que el ei[dwlon es, negado a Dios, una seudoverdad, una
creación ficticia de un ‘yo en su yo’ donde el ser humano, degradando su pivsteo"
ejnevrgeia, proyecta su egolatría. La diosa de la verdad parmenídica, lejos de ser un Qeov",
ha quedado hipostasiada en el propio ei[dwlon, ‘ser es ser’, que instaura el pecado original
de la metafísica: este pecado no es otro que el seudoprincipio de identidad que ha sido
transmitido, como castigo ontológico, a toda la historia del pensamiento” [Fernando
Rielo, Filosofía sicoética, Madrid, 1996].
Muchos intelectuales pueden verse, de este modo, como una especie de sacerdotes
que, con sus letradas y eruditas togas, se dedican a rendir culto a las ideas que celebran en
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los altares de sus cátedras o que ofrecen a sus devotos para veneración en las hornacinas
de sus escritos. Los sistemas filosóficos se han edificado, por lo general, sobre
constructos ahítos de gratuita voluntariedad, sobre ideas malformadas a las que se ha
rendido demasiada pleitesía. Preside hoy, aún, en el panteón de los sistemas filosóficos, el
hechizo seductor de la viscosa y ofuscante diosa de la identidad: una identidad cuyo
mayor éxito ha consistido en su resistencia a desaparecer aun cuando, estratégicamente,
se la haya intentado negar. Todo en vano.
Rielo ha desenmascarado también la apariencia “dinámica” de la identidad. La
naturaleza estática de este seudoprincipio, impresa en las formulaciones ya conocidas, es
asumida por los defensores de la identidad como principio metafísico y lógico: desde
Parménides, con la formalidad de su enunciado “el ser es el ser y el no ser es el no ser”,
hasta los filósofos que sostienen, no sólo de modo explícito, sino también implícito este
supuesto principio. Pero una cosa es cierta: los negadores de la identidad —entre ellos,
Hume, Hegel, Wittgenstein o Husserl— incurren también en los mecanismos
seudoanalíticos de la propia identidad, una identidad que, como falaz ángel de luz, se
disfraza y se transmuta en apariencia dinámica. Es cierto que Hume rechaza, en su
Tratado de la naturaleza humana, la cuestión de la identidad por considerarlo el
problema más abstruso de la filosofía; que Hegel en Ciencia de la lógica dice que la
identidad no es más que “la expresión de una vacua tautología” que carece de todo
contenido; que Wittgenstein afirma, en su Tractatus Logico-Philosophicus, que la
fórmula “A3A” es un seudoenunciado pues la identidad ni es propiedad de nada ni es
tampoco ninguna relación; que Husserl impugna la identidad por su carácter
absolutamente indefinible; que Lacan confirma que la proposición “A3A” no sólo no es
verdadera, sino que es absurda… Estos impugnadores ilustres quedan incursos también
en el vicio solitario de la identidad, porque lo que realmente están negando, no es la
identidad, antes bien, sólo su supuesto carácter estático con el cual la identifican. No
pueden desprenderse de lo que están rechazando porque permanecen envueltos en la
identidad a la que transfieren el seudodinamismo que les dicta su propio método: un
proceder autorreflexivo de carácter egocéntrico.
La dialéctica hegeliana, pongamos por caso, de la superación de las tesis y antítesis
en las síntesis, introduce dinámicamente tres identidades que se incluyen y se excluyen
mutuamente. En la superación de contradictorios, como es el caso del ser, “ser1-ser” en
la noción de devenir, introduce dos identidades “ser3ser” y “-ser3-ser” que se superan
en la de “devenir 3-devenir”. Esta identidad dialéctica nos lleva, según Rielo, al absurdo
de una atomización en progresión geométrica al seudoinfinito. El estudio rieliano
“Concepción genética de lo que no es el Sujeto Absoluto” en Raíces y valores históricos
del pensamiento español, F. F. R., Constantina (Sevilla), 1990, págs. 100ss., contiene un
amplio análisis crítico de los seudoprincipios de identidad y de contradicción.
Teniendo en cuenta que la elevación a principio de algo es hacer de este algo un
“absoluto” en tal grado que dé razón y sentido metafísico de la persona y su universo, si
hacemos a fondo una terapia intelectual y comportamental del seudoprincipio de
identidad, descubrimos que éste no es más que la elevación a absoluto del “yo soy yo”,
esa expresión que no sólo extasiara a Fichte en su formulación expresa, sino que ha
recorrido, implícita, toda la historia del pensamiento. Esa gratuidad egolátrica es la que,
instalada en nuestro ser, pensar y vivir, se ha proyectado en la misma raíz del acto de
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filosofar dando lugar a constructos, estructuras y sistematizaciones creados a imagen y
semejanza de un seudoprincipio de identidad cuyo referente último no puede ser otro que
el “yo soy yo”: su comportamiento es a modo de un agujero negro de ínfima masa, pero
cuya infinita densidad, causante de una fuerza de gravedad a la que nada se resiste, nada
deja escapar, ni siquiera la luz que define al propio ser humano; de aquí, su cavernosa
oscuridad. La historia de la filosofía, dejemos de lado ahora la historia de los
acontecimientos, ha sido una espectacular especulación continuada que no va más allá del
“horizonte de sucesos” de un agujero negro.
CUESTIÓN FORMAL
¿Qué hacer, entonces, con esta absolutización de la identidad? ¿Cómo liberarse
realmente de ella? ¿Qué puede seguirse de esta liberación? ¿Podremos contemplar una
verdadera y auténtica metafísica, que pueda estar en permanente desarrollo sin necesidad
de comenzar siempre de nuevo?
La metafísica histórica, hija de la abstracción desde Parménides y Aristóteles con el
visto bueno de la Escolástica y de la filosofía moderna, late todavía metamorfoseada en el
pensamiento finisecular. Múltiples son las opiniones acerca de la metafísica en la época
moderna: Bacon sostiene que es “ciencia de las causas formales y finales”; Descartes la
considera como “estudio de la existencia del yo y de Dios”; Fichte la hace “partir del yo
es yo”; Ortega y Gasset propugna una metafísica del “saber acerca de la realidad radical”;
Zubiri asume, por su parte, una metafísica del “estudio de la realidad en cuanto realidad”;
finalmente, el neopositivismo tardío —abandonadas sus posiciones dogmáticas— y las
corrientes hermenéuticas, vacían de contenido la metafísica, reduciéndola a un supuesto
“referente con el intento de fundamentación última”. Esta variedad de opiniones nos debe
llevar a la consideración final, no sólo de la ambigüedad significativa de la “metafísica”,
antes bien, del desgaste que, sobre este término, ejerce su uso hiperbólico. Fernando
Rielo distingue entre metafísica o teología pura, que estudia la actuación ad intra de la
concepción genética del principio de relación; y ontología o teología mística, que estudia
la actuación ad extra de este mismo principio en el ser humano con el ser humano. [Cfr.
Fernando Rielo: Un diálogo a tres voces, p. 125ss.].
Seamos conscientes del engaño: la metafísica histórica posee el virus mutante que
ha infectado a todas las filosofías; consiguientemente, a todas las culturas y, dentro de
éstas, a las artes. Este virus no es otro que la seudovocación a una identidad que, elevada,
explícitamente, a principio por Parménides, ha frenado la apertura de una inteligencia
que, lejos de su contacto con la vida misma de las personas, ha sido contusionada en sus
mismas raíces por el autismo de la incomunicación. Parménides es el “padre de la
metafísica”, que, proyectándose en sus sucesores, y sistematizada por Aristóteles, sigue
ejerciendo su influencia en nuestros días fuera de la órbita de un escolasticismo que fue
sólo una de las interpretaciones radicales —una especie de “derecha aristotélica”— que
se dieron del Estagirita.
¡Cuánta incomunicación existe, por causa de la identidad, en las diversas formas de
comunicación que el ser humano, a pesar de aquella resistencia autista, siempre ha
acometido y, de modo especial, en nuestro tiempo! ¡Con cuánta pasión también el ser
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humano se ha dedicado, y hoy más que nunca, a buscar su propia identidad, la identidad
de una cultura, la identidad de la ciencia, la identidad de un país, la identidad de sí
mismo! Y es que el filósofo, parece anclarse de manera inevitable en los sutiles
tentáculos de una identidad que tiene como referente último de “su yo” a “su propio yo”.
Esta actitud “yoísta” —más aún, “egolátrica” o “egotista”— ha llevado, al filósofo a la
anómala búsqueda de un personalismo evanescente que, bajo el recurso de un doble yo
ineludible con negación de lo que no es él, toma manifestaciones múltiples que no
traspasan la diminuta esfera maciza de la identidad: la “alteridad” de estirpe platónica; la
“otredad” de estirpe nietzscheana; el “alter ego” unamuniano; etc., etc. ( Véase, a este
respecto, un amplio análisis sobre esta materia en Antonio Carreño, La dialéctica de la
identidad en la poesía contemporánea, Gredos, Madrid, 1982). La dualidad yoísta es
sistematizada filosóficamente por Fichte. Consiste en la identidad del “yo es yo”,
obtenido dialécticamente por el “no-yo”, que tanto habría de influir en Hegel y la
filosofía posterior.
La ruptura del seudoprincipio de identidad establece las condiciones de posibilidad
de la metafísica y su ontología. Por eso, F. Rielo propone, frente a esta maraña del
seudoprincipio de identidad, formar bien una visión de la realidad que quede potenciada,
racionalmente, al máximo posible. Tres son los instrumentos metódicos indispensables
para dicha profilaxis: la elevación a absoluto de la relación, la ruptura de la identidad y el
remonte del campo fenomenológico. Así las cosas, la connatural tendencia relacional del
ser humano, corrompida por el seudoprincipio de identidad es, frente a éste, un fecundo
principio de relación que no puede ser de cualquier manera: prima la geneticidad de la
relación frente a la ageneticidad de la identidad. Si centramos nuestra mirada en el ser
humano, nada mejor que la palabra “inspiración” para justificar el concepto de relación
frente al de identidad. La inspiración exige la aceptación por “alguien”, no de “algo”, sino
de otro “alguien”. Requiere, por esta causa, dos actitudes fundamentales: negativa, la
abnegación de sí mismo en atención a “alguien”; positiva, la salida de sí mismo para “ir a
alguien”. Este “salir-de-sí-para-alguien” es en lo que consiste el éxtasis. En Dichos de luz
y amor San Juan de la Cruz define: “éxtasis no es otra cosa que un salir de sí y arrebatarse
en Dios”.
Efectivamente, la inspiración no es el abstracto de una fuerza impulsiva que viene
de no se sabe dónde. Es más bien un diálogo de amor puro con el Sujeto Absoluto, con el
prójimo, con la naturaleza, con las cosas: un amor y una dicha que, en nuestro estado
viador, son acompañadas por el dolor, el esfuerzo y la muerte. La ruptura de la identidad
afecta también al concepto “dios”: de él, pasado por infinidad de denominaciones, ha
hecho el filósofo un constructo a imagen y semejanza de su propio egocentrismo.
La negación de la identidad, roto el “yo soy yo” con su “ser es ser”, visualiza para
la metafísica una concepción genética de la relación, que, elevada a absoluto, no puede
más que “videnciar” un metafísico “ser+” constituido, cuando menos, por dos términos
en inmanente complementariedad intrínseca que sean, a su vez, la máxima expresión del
ser, esto es, dos seres personales que constituyen único principio absoluto: no menos de
dos, porque habríamos incurrido en el vacío de la identidad “ser es ser”; no más de dos,
porque una tercera persona, no precisándose a la simplicidad absoluta dada a la videncia
racional para constituir la concepción genética del principio de relación, es un excedente
metafísico. Cualquier proposición metafísica, esto es, relativa a la concepción genética
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del principio de relación rechaza a priori la identidad. La identidad está, no obstante, al
acecho en todo análisis de nuestra inteligencia; por eso, debemos aplicar siempre la
identidad como hipótesis crítica. No es correcto, por ejemplo, decir que “[P1] es activo y
[P2] es pasivo” o que “[P1] tiene con [P2] una relación de oposición”, porque: primero,
habríamos incurrido en las identidades “activo en cuanto activo”, “pasivo en cuanto
pasivo”, “oposición en cuanto oposición”…; segundo, porque habríamos introducido en
el ámbito metafísico los absurdos de la pasividad y oposición absolutas. Las
proposiciones genéticas son: [P1] es acción agente de [P2]; [P2] es acción receptiva de
[P1]; no hay oposición entre [P1] y [P2], antes bien inmanente complementariedad
intrínseca de [P1] con [P2].
Son dos términos en inmanente complementariedad intrínseca porque sin ésta no
podrían darse dos seres personales realmente distintos constituyendo único principio
absoluto. Si constituyen único principio absoluto, también único Sujeto Absoluto, único
acto absoluto, única naturaleza absoluta, etc. El concepto “inmanente”, dado a la
complementariedad, posee el significado de que nada hay transcendente a los dos seres
personales. El concepto “intrínseco” significa, por su parte, que nada es extrínseco a una
persona en relación con otra: [P1] es todo en [P2] y [P2] es todo en [P1]. El concepto
“complementariedad” significa, finalmente, que una persona [P1] no es sin la otra [P2].
Los términos “sujeto absoluto”, “naturaleza”, sustancia, “inmanente”, “intrínseco”,
“complementariedad”, … son, en el ámbito racional, binitarios, esto es, constituyen la
forma como se dan entre sí, a nivel absoluto, los dos términos que, por rechazo a priori de
la identidad, conservan sus lugares metafísicos [“1” y “2”]. Estos lugares metafísicos
significan el orden absoluto de los dos seres personales: [P1] es origen de [P2]; [P2] es
réplica genética de [P1]. [P1] tiene la forma de Padre de [P2] porque es origen, y [P2] tiene
la forma de Hijo de [P1] porque es réplica.
Estas dos personas divinas en inmanente complementariedad intrínseca [P1=P2] o
Santa Binidad [P1=P2], patrimonio de todo buen inteligir, es el comienzo del pensamiento
metafísico y ontológico de Fernando Rielo. La Santísima Binidad es, para el fundador de
la Escuela Idente, el reductivo racional de la Santísima Trinidad, aportada ésta por
revelación de Jesucristo que, supremo metafísico, nos declara: a) que Él es persona
divina, el [P2] del principio genético, en inmanente complementariedad intrínseca con
[P1]; b) que [P1] posee como nombre propio “Padre” y [P2] como nombre propio “Hijo”;
c) nos declara, además, que existe una tercera persona divina [P3], denominada Espíritu
Santo. El Sujeto Absoluto es, pues, dentro de esta concepción genética del principio de
relación: en lo racional, dos personas divinas en inmanente complementariedad intrínseca
o Santísima Binidad [P1=P2]; en lo revelado, tres personas divinas en inmanente
complementariedad intrínseca o Santísima Trinidad [P1=P2=P3]. No existe, pues, el “ser
en cuanto ser”, ni el “yo en cuanto yo”, antes bien un ser + absoluto o un Sujeto Absoluto
constituido: a nivel racional, por dos personas divinas en inmanente complementariedad
intrínseca; a nivel revelado, por tres personas divinas en inmanente complementariedad
intrínseca.
La primera manifestación ad extra del Sujeto Absoluto es la imposibilitación de
cualquier otro absoluto, significado en la aniquilación a priori de la identidad nada en
J.M. López Sevillano: Claves del pensamiento de Fernando Rielo
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cuanto nada o “nada absoluta”. Esta imposibilitación ad extra de la nada en cuanto nada
es subeterna, esto es, antes de todo espacio y de todo tiempo; por tanto, inespacial e
intemporal. La cuestión planteada por San Agustín y San Buenaventura acerca de la
eternidad o no eternidad del mundo, y la afirmación de Santo Tomás de que no puede
demostrarse racionalmente la no eternidad del mundo, queda resuelto por la dimensión ad
extra de la concepción genética del principio de relación.
Lo que no es el Sujeto Absoluto es lo que Rielo denomina “genética posibilidad” o
“matémata”, que hace posible la libre creación de seres y cosas, establecida ad extra por
el propio Sujeto Absoluto. El Sujeto Absoluto no tiene ninguna necesidad de crear. La
creación no es, tampoco, de una “nada absoluta”, resultado absurdo de la identidad “nada
en cuanto nada”. La creación es ex genetica possibilitate.
Hay que distinguir, dentro de la creación, entre seres y cosas: los seres son
constituidos por la divina presencia constitutiva (intrínseca en los seres personales,
extrínseca en los seres impersonales); las cosas son constituidas en sus leyes por la actio
in distans del Sujeto Absoluto. El Sujeto Absoluto define, pues, como único principio ad
extra: con su divina presencia constitutiva, a los seres; con su actio in distans, a las cosas.
El ser humano es, de este modo, un ser personal inhabitado, intrínsecamente, por la
divina presencia constitutiva del Sujeto Absoluto: ésta es su patrimonio genético en
virtud del cual es, supuesta la libre creación, imagen y semejanza del Sujeto Absoluto.
Llegados a este punto, Rielo hace diferencia entre metafísica y ontología. La
metafísica tiene por objeto el ámbito ad intra de la concepción genética del principio de
relación. La ontología tiene por objeto el ámbito ad extra de la concepción genética del
principio de relación en la persona creada; esto es, la divina presencia constitutiva en el
espíritu creado. Hay que tener en cuenta, de este modo, que lo que es ad intra de la
concepción genética del principio de relación es por naturaleza [divino o metafísico]; lo
que es ad extra de la concepción genética del principio de relación en el espíritu creado
es por gracia [místico u ontológico]. Lo que es ad intra por naturaleza lo es ad extra por
gracia en el espíritu creado. Así se forman las proposiciones rielianas de carácter
ontológico o místico: “el ser humano es mística u ontológica deidad de la divina o
metafísica Deidad”, “el ser humano es místico u ontológico amor del divino o metafísico
amor”… La divina presencia constitutiva personaliza al espíritu creado, esto es, lo
constituye como persona. Las personas divinas, con su divina presencia constitutiva, se
personalizan en el espíritu creado, personalizándolo, a su vez; esto es, hacen de nuestro
espíritu una personalización o prosopopeya ontológica o mística, una mística deificación
[mística u ontológica deidad de la divina o metafísica Deidad. La persona humana tiene,
por tanto, dos elementos: creado, la naturaleza humana; increado, la divina presencia
constitutiva. Si se negara la divina presencia constitutiva, la persona humana sería
imposible porque ésta habría quedado, absurdamente, en creada en cuanto creada; si se
negara el elemento creado, la divina presencia constitutiva permanecería ad intra del
Sujeto Absoluto, por tanto, imposibilidad de la persona humana. La concepción genética
de la ontología o mística hace, finalmente, imposible cualquier forma de panteísmo.
La sustitución de la identidad por la congenitud de dos seres personales en
inmanente complementariedad intrínseca [P1=P2] proporciona al carácter racional o
ecuménico del pensamiento rieliano, el fundamento seguro para el discurso metafísico y
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ontológico de la revelación de Cristo. El ámbito deificans o racional del modelo, la
constitución del Sujeto Absoluto por dos personas divinas en inmanente
complementariedad intrínseca [P1=P2], no pertenece a la revelación objetiva; sí a la
inspiración general o constitutiva de todo ser humano; por tanto, es propiedad de toda
cultura, de toda religión y de toda forma de pensamiento. Este orden racional posee
carácter de suficiencia, no de satisfacibilidad, en virtud de que este ámbito deificans está
ordenado al ámbito transverberans o de la revelación objetiva. Dicho de otro modo: el
ámbito racional o deificans permanece abierto, por su misma naturaleza, a la revelación
cristológica, que es la que proporciona el carácter de satisfacibilidad al modelo genético.
Los dos discursos se formulan como sigue: el metafísico, con el axioma de una
congenitud divina de [P1=P2=P3]; el ontológico, con el teorema de una congenitud
mística de la divina presencia constitutiva de [P1=P2=P3] en la persona humana con la
persona humana. La mística u ontología cristiana estudia:
a) a nivel de ser, la elevación de la divina presencia constitutiva en el espíritu
creado a mística procesión;
b) a nivel de operación, las modificaciones entitativas que experimenta el
espíritu creado en virtud de la elevación de la divina presencia constitutiva a
mística procesión.
Esta mística procesión o gracia santificante es fruto de la redención de Cristo y
tiene como sujeto atributivo al Espíritu Santo; por tanto, la mística procesión o gracia
santificante pertenece al ámbito revelado; esto es, a la revelación por Cristo: de que Él es
persona divina que se ha encarnado en una naturaleza humana y de que existe una tercera
persona divina, el Espíritu Santo, que, procediendo del Padre y del Hijo, nos llevará a la
verdad completa.
La divina presencia constitutiva del Sujeto Absoluto en la persona humana es, pues,
el fundamento de todas las ciencias del espíritu, referencia última de las ciencias de la
naturaleza, y la dirección y el sentido últimos de la vida y quehacer del ser humano en
todas sus dimensiones: espiritual, sicológica, cósmica, social, cultural, histórica…
CUESTION FINAL
Ha habido en la historia del pensamiento dos grandes periodos:
1º) Periodo teocéntrico, hasta Descartes, en el que el monoteísmo unipersonalista ha
tenido la primacía, refrendado por filosofías con vocación metafísica.
2º) Periodo antropocéntrico, a partir de Descartes, en el que el hombre, centro del
pensamiento, ha incurrido en el vacío caótico de las distintas filosofías sin metafísica:
idealismos, materialismos, fenomenología, existencialismos, estructuralismo.
Quizás nos encontremos en los albores de un tercer período teantropocéntrico,
teantrópico o teándrico, con el pensamiento rieliano, que tiene como paradigma la
concepción genética del principio de relación en conformidad con los dos niveles:
intelectual o ecuménico y revelado o cristológico. Cristo es, por otra parte, la plenitud del
modelo: el modelo real por excelencia que, revelándose Hijo del Padre y dador del
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Espíritu Santo, a su vez nos revela con sus dos naturalezas, divina y humana, en su
persona divina, la suprema expresión de un movimiento teantrópico del que Él es
Supremo Maestro que nos enseña en el Espíritu Santo que Él es el camino, la verdad y la
vida hacia un Padre del que nos dice: “Sed perfectos, sed misericordiosos, sed justos, sed
santos, como vuestro Padre celestial es perfecto, misericordioso, justo, santo”.
La teantropía es, para el pensamiento rieliano, la historia de la acción ad extra de
las personas divinas en la persona humana con la persona humana; esto es, el ser humano,
supuesta su creación, ha quedado elevado al mayor rango posible: mística u ontológica
deidad de la divina o metafísica deidad; de aquí, la confirmación escrituraria de Cristo:
“¿No está escrito en vuestra Ley: ‘Yo he dicho: dioses sois’?” (Jn 10, 34). El ser humano
es, en este sentido, el homo mysticus, el alter Christus, alter Deus, en el que, roto el
síndrome autista de su propia identidad, se comunica con sus semejantes con la misma
comunicación de amor que se tiene con las personas divinas: éste es su modelo de
actuación, de creatividad y de existencial vivencia.
Esta experiencia vital, no matematizable, incomparablemente más amplia y rica que
toda experiencia sensible o sensorial, es la que siendo deificada por las personas divinas,
nos deifica en un amor creacional que se proyecta, como afirma F. Rielo, en la
concepción mística de todas las ciencias del hombre, sobre todo, en una concepción
genética de la ontología con supuesto en una concepción genética de la metafísica.
Cristo, camino, verdad y vida, es, para nuestro autor, el Metafísico por excelencia.
San Pablo amonesta el partidismo de que unos sean de Pablo, otros de Apolo, otros de
Cefas (1Cor 1,12), ¿no habría que decir lo mismo de las adscripciones del pensamiento
cristiano cuando éste se aferra, con carácter de exclusividad, a una determinada
metafísica que no sea la de Cristo: el más grande Metafísico de la Historia? Quizás, por
ello, sean válidas aquellas palabras de Ortega y Gasset cuando, con razón, se lamenta de
la falta de originalidad de la filosofía cristiana: “La verdad —afirma Ortega— es que lo
que hubiera sido la auténtica y original filosofía cristiana ha quedado nonato, y con ello
ha perdido la humanidad una de sus más altas posibilidades” ( La idea de principio en
Leibniz, 19, Obras completas, t. VIII, p. 167.)
He terminado.
José María López Sevillano
Presidente de la Escuela Idente
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