La sociedad como sistema de las condiciones humanas Pietro Prini

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Pietro Prini
La sociedad como sistema de
las condiciones humanas
Al empezar ios años ochenta, la filosofía de la política se enfrenta con la
posibilidad de profundizar en unos conceptos teóricos fundamentales.
El punto de Arquímedes de esta profundización decisiva es el constatar
sobre una escala planetaria que el concepto de las «clases» en su función
explicativa de los conflictos sociales ha caído definitivamente.
Bien entendido que hablo de la caída de un concepto y no de la realidad
ni de los problemas, cuyo sentido pretendía darnos este concepto. La realidad humana del trabajo y de la exigencia de una más alta justicia social está
ciertamente en el centro de la conciencia política contemporánea. Pero un
concepto cae en la medida en que es inadecuado frente a la realidad que
explica, o más bien cuando falsifica esta realidad. En efecto, el concepto de
las «clases» ha sido rechazado por el acontecer de ritmos cada vez más rápidos y más diferentes del desarrollo económico, social y político.
El análisis empírico nos lleva a averiguar que la clase ya no tiens el carácter homogéneo que Marx le reconocía. Al revés, la clase es una entidad
pluralista y profundamente diferenciada en su conjunto. La clase tiene una
movilidad en el interior de sí misma y tiende a dividirse en estratos y en
grupos en conflicto, como ya se ha puesto de manifiesto muchas veces a partir
de Weber. No se trata solamente de reconocer, al lado de las dos clases antagónicas, la aparición de las clases medias con un carácter que en ningún
sentido puede decirse transitorio, sino más bien, en el interior mismo de las
dos clases antagónica del esquema clásico, la sociedad industrial ha hecho
nacer una multiplicidad de modos de vida y de intereses en las clases inferiores que hace que hoy no tenga sentido hablar de modo unívoco de una
«conciencia de clase» en el proletariado. Por otro lado, en las clases altoburguesas, la «revolución de los managers» y, por consecuencia, el traspaso
de la dirección de las empresas grandes y medias a titulares que ya no son
sus propietarios, ha hecho desaparecer desde hace mucho tiempo el dato
principal de los análisis de Marx, es decir, la propiedad de los instrumentos
de producción. El «factor determinante» de la clase ha sido alternativamente,
Cuenta y Razón, n.° 6
Primavera 1982
según las escuelas sociológicas, desplazado desde el rol de los productores
al de los rentistas, desde el papel de los distintos niveles profesionales al de
los participantes en la gestión, desde el de los más próximos al de los más
lejanos del poder.
Que la sociología no tenga que insistir más en la búsqueda de este «fac tor determinante» en un sentido todavía unívoco de la clase ya era una conclusión a que había llegado Gurvitch en sus tesis célebres de la «sociología
diferencial». Pero ¿cómo es posible hablar todavía de clase, cuando la interpretación «monocéntrica» de la clase hay que sustituirla, según la expresión
de Gurvitch, «por una interpretación pluricéntrica»? El define las clases
sociales tradicionales como si fueran «grupos de hecho», e indica, al lado de
éstos, en su obra Les clases sociales, otros muchos grupos, como los grupos
de edad, los grupos de afinidad económica, los productores, los consumidores, los huelguistas, los diferentes públicos, los grupos étnicos, las minorías
nacionales, etc. Pero entonces, si todavía se habla de la clase como de un
«fenómeno social total», este fenómeno ya no tiene el sentido que la pala bra «clase» tiene en el marxismo clásico ni la función específica que éste
le reconocía en el desarrollo de la sociedad.
La sociedad, según la tipología de los grupos de Theodor Geiger, está
estructurada en esferas diferentes de vida, en las que sus miembros tienen
la tendencia a amalgamarse, a «fusionarse» (Versch Molzenheit). Los grupos
o estratos sociales son formaciones que nacen de estructuras psíquicas comunes en el ámbito de un «nosotros» que no pertenece solamente a lo económico. Estas estructuras están bajo el «modelo de la articulación de los
sectores culturales», en donde el interés económico puede ser marginal o más
bien sustituido por otros, como, por ejemplo, la participación en un mismo
culto religioso o la identificación con unas aspiraciones ideales u otras perspectivas de gusto o de costumbres, que sobrepasan el concepto marxista de
clase como «categoría de personas que se encuentran en la misma relación
de producción». Geiger hablaba de los estratos sociales a los que pertenecen,
por ejemplo, «los ancianos, los jóvenes, las amas de casa, la gente del pue blo, los obreros, los comerciantes, la gente de la ciudad o la del campo».
Cada una de estas categorías tienen su área específica típicamente estructu rada, a pesar de las diferencias individuales que existen entre una persona
y la otra.
Por tanto, el análisis sociológico ha puesto de relieve desde hace muchos
años el hecho de que los datos económicos no son el único ni el principal
factor discriminante de los estratos sociales y de sus causas de conflicto.
Lo que constituye el carácter específico de estos conflictos, que exasperan tal
vez a la sociedad contemporánea, es el hecho que el deseo, y no la necesidad, ha llegado a ser y ha sido propuesto explícitamente como la razón de
las tensiones, de las agitaciones y de las insurrecciones salvajes de los últi mos años. La protesta juvenil del 68, las reivindicaciones del feminismo, los
planteamientos de los palestinos o de los vascos son unos de los ejemplos
más chocantes, sin descartar el lado patológico del terrorismo.
La distinción del «deseo» y de la «necesidad», como he propuest o en
mi último libro La paradoja de I car o, tiene no poca importancia en la antropología. El concepto de «necesidad»,, o más exactamente, de las «necesidades», significa la falta de un objeto real y sensible para la continuidad vital
del tejido órgano-psíquico de nuestra existencia en el mundo.
El campo de nuestras necesidades se extiende a todo lo que concierne,
en cualquier modo, nuestra dependencia del mundo, sea natural sea social.
Es, por ejemplo, la necesidad del aire que respiramos, o de los alimentos que
comemos, o de los padres que cuidan de nuestra niñez. En este sentido, la
necesidad responde a lo que Freud llamaba el «principio de realidad», por
el cual el Yo, precisamente el Yo-realidad (Real-Ich) «distingue lo interior
de lo exterior por medio de un criterio objetivamente válido» (Ges. W. Imago, X, pág. 288).
Lo que es propio de la necesidad es, por un lado, la intencionalidad objetiva de una falta en nuestra experiencia de un mundo real y sensible, y por
otro lado, la tendencia a satisfacer esa falta a través de una acción específica. Esta acción específica es el trabajo, que consiste en la transformación
de la naturaleza de tal manera que sus objetos se adapten a las necesidades
del hombre. En el acontecimiento de esta transformación entre la necesidad
y la realidad se interpone la red de los proyectos y de los planes de produc ción, es decir, el mundo de las ciencias y de las técnicas. A través del tra bajo, según las bellas fórmulas del joven Marx, el hombre se hace naturaleza, proporcionándose a su objetividad, y la naturaleza se hace hombre,
cuerpo de la especie humana, mundo de la historia, de sus obras y de sus
instituciones. En este sentido, la sociedad civil, organizándose como sociedad
del trabajo para la transformación científica del mundo, es en su esencia,
como le llama Hegel, el «sistema de las necesidades».
Sin embargo, más allá de este inmenso esfuerzo de nuestra entáusserung,
de nuestra objetivación, se abren las posibilidades infinitas del deseo. ¿Qué
es el deseo, en su esencia primaria? El deseo se constituye en la relación originaria que nosotros tenemos con nuestro propio cuerpo, con «mi cuerpo»,
como dice Gabriel Marcel. Nosotros somos esencialmente seres encarnados;
existimos en cuanto somos nuestro cuerpo. La fenomenología del «mundo
de la vida», de la lebenswelt, desde Husserl a Merleau-Ponty, ha reencontrado este «vínculo sustancial» del alma y del cuerpo. Ser el cuerpo que
nosotros somos —es decir, nuestro cuerpo psíquico, nuestro leib, más bien
que nuestro cuerpo-objeto, nuestro kórper— significa que él es la estructura
de nuestra subjetividad y no uno de los objetos de nuestras necesidades.
Es ésta precisamente la razón por la cual el cuerpo que nosotros somos no es
una connotación del concepto de lo económico, no pertenece, o no pertenece
totalmente, al mundo económico.
En el esquema general del «propio cuerpo», la subjetividad, al inicio del
proceso genético de nuestra personalidad, en el punto de convergencia indisociable de lo somático y de lo psíquico, ya es desde el principio el acto de
producirse con placer. Nuestra subjetividad es en sí misma vitalidad o viven-
cía, es decir, una fruición edónica de sí misma. Ella es el lugar originario
de la epithumía, que es, según la definición de Aristóteles, «la apetencia de
lo agradable».
Por tanto, la posibilidad de interiorizarse en su propio ser como deseo
de sí mismo es el carácter que distingue a la subjetividad humana de todas
las otras formas de subjetividad animal. La subjetividad que es solamente
animal es totalmente extravertida, y no percibe otros placeres que no sean
la satisfacción objetiva de sus necesidades. La diferencia entre el deseo y la
necesidad es propia del hombre en cuanto él es al mismo tiempo una auto-relación y una relación a lo otro. El hombre es un tener necesidad que percibe
su móvil originario en su propio ser deseante; él es una estructura carente
que se articula en una estructura deseante. Por eso la esencia propia del
hombre consiste en desbordar sin límites el dominio de sus necesidade s.
La esencia del hombre es abrir siempre de nuevo el «sistema de las necesidades» a través de una invención continua de nuevas necesidades. Es ésta
la diferencia fundamental entre la historia de la especie humana y los acontecimientos individuales de cada especie animal. Pero por la misma razón
nace desde esta diferencia el mundo de lo imaginario, en el que el hombre
se expone fatalmente a los riesgos de la alternativa entre creación y frustración, entre entusiasmo e inhibición. El mundo de lo imaginario es el horizonte
en donde aparece lo que yo llamo la angustia de la libertad. El deseo, no
siendo condicionado por la realidad de los objetos, los rodea y carga de
sentido agradable o, como dice Freud, de inversión libidinal. Y, por tanto,
el deseo es al mismo tiempo contingente y gratuito, de tal manera que él
puede revertirse en su contrario, él puede decir no a su ser, él puede cesar
de desear. El hombre, como ser que desea, es el único ser sobre .la tierra
que puede oponerse a sí mismo, rechazar el sentido de su propia existencia.
Vienen de este poder oscuro y terrible las dos vías opuestas de la angustia
de la libertad: la angustia del esteta, del Don Juan de Kierkegaard, que se
pierde en la «mala infinidad» del deseo, en un desear sin razón ni finalidad,
con el miedo de que no le quede nada para desear; y la angustia del reprimido, del melancólico de Tellenbach, que se bloquea en la inmovilidad de
aquel que no tiene nada para desear, en la vida monótona del tiempo demasiado bien programado y de un orden de reglas sin sentido, como para colocarse más acá de cualquier desilusión posible, en un lugar de seguridad sin
opciones. La angustia de la libertad es la angustia de la caída del deseo, bien
que se tenga el miedo de perderlo o bien que se acepte situarse en ella; hay
aquí una correspondencia chocante entre lo psíquico y lo social, y de esta
raíz vienen, como veremos, las dos ideologías de la producción sin límites
y de la igualdad sin opciones.
La infinidad del deseo, que proviene de su falta de condicionamiento por
los objetos, es un estado intrínsecamente ambiguo. Y es esta ambigüedad
que se nos revela en la angustia de la libertad la que pone en marcha la
transformación de la vitalidad edónica en la auténtica humanidad del deseo.
Desde el momento que el hombre es el único ser sobre la tierra que puede
decir no a su propio ser, a su propio deseo de ser, el hombre es al mismo
tiempo fruición edónica de sí mismo y opción de sí mismo. Es lo que no ha
sido comprendido en las antropologías naturalistas de la libido como fuerza
motora fundamental del hombre. La posibilidad de optar por su propio ser
constituye el estatuto ontológico del deseo, que, por tanto, llega a ser no
un apeirón, no una indeterminación sin límites. La posibilidad de optar por
sí mismo tiene su ley y su medida no en las cosas, como la economía de la
satisfacción de las necesidades, sino, al revés, en nuestro mismo ser, como
él se manifiesta en la concreción de nuestra encarnación natural e histórica.
A través de esa «noche oscura» que es la angustia de la libertad, puede nacer
el espíritu como la libertad del deseo, puede nacer la elección del ser que
nosotros somos en nuestra inalienable encarnación biológica, psicológica y
cultural en la sociedad de los hombres.
Por consecuencia —en el campo de lo que los economistas llaman quizá
impropiamente las «necesidades secundarias»—, el deseo concierne esencialmente la calidad de la vida. Esta calidad significa la felicidad de vivir sin
oponerse a su propia identidad real y, por lo tanto, consiste en la creatividad,
en la madurez ética, en la aceptación de lo que hay de original y de distinto
dentro del horizonte de las manifestaciones auténticas del ser.
De esta manera ha sucedido que, en nuestro tiempo, la lucha por la calidad de la vida no ha tenido su protagonista en la «conciencia de clase»
del proletariado, sino más bien ha sido puesta en marcha por los estratos
sociales, cuyos caracteres comunes vienen del estatuto ontológico concreto
de sus miembros más que de la dialéctica de las necesidades. Estos caracteres comunes constituyen las diferencias de las condiciones humanas, sean ellas
la condición juvenil o femenina, la condición racial o étnica religiosa o areligiosa, la condición del ser reprimido en una alienación o en una marginación social en todas sus formas o también la condición obrera en los procesos de un trabajo que es vitalmente represivo.
El cuadro teórico-práctico de una sociedad de clases —y más exactamente, de la «lucha de clases», bipolar, dialéctica— en los países de democracia
occidental y en los del pretendido socialismo real ha sido revertido y sobrepasado por las aspiraciones de una sociedad de las condiciones humanas.
En éstas, los estratos sociales tienen la raíz de su diferencia en un carácter
que incide Cabalmente sobre su ser humano más bien que sola o principalmente en una relación de los procesos de producción y de consumo.
El ideal del siglo xix de la historia como desarrollo total, donde las diferencias sociales tendrían que desaparecer en la totalidad que las contiene
y las sobrepasa, está en vía de disolverse, ya sea la ideología burguesa de la
great-society, es decir, del advenimiento de la totalidad homogénea de los
consumidores, ya sea la ideología comunista de la «sociedad sin clases», es
decir, del salto revolucionario en la totalidad homogénea de los trabajadores,
ambas conducen hacia la deformación del hombre más bien que a su realización. En los dos casos, el hombre está de-caracterizado; es despojado de
las cualidades de su ser histórico disti nto, es decir, de esa particularidad
o finitud concreta que es el fundamento real de su sociabilidad.
El rechazo de esta doble ideología del desarrollo total o, en términos hegelianos, de lo Absoluto como desarrollo ha encontrado su expresión en la
idea de liberación, que ha sido la nueva palabra carismática, la insignia común
a escala planetaria de todas las luchas por la independencia frente a los sistemas de represión y para el reconocimiento de derecho de la diversidad.
Es muy significativo el hecho de que, incluso en los países del socialismo
real, el desacuerdo concierne tanto a la ideología del comunismo ortodoxo
como a la ideología burguesa, porque las dos son «olistas», como diría Popper, en el sentido que ellas tienden a cancelar las diferencias de las partes
en la sociedad de los hombres.
El contraste entre la idea de liberación j la idea de desarrollo total aparece sin equívocos cuando la «negación», en vez de referirse a la parte, como
sucede en la dialéctica de Hegel, se refiere a la totalid ad, que resuelve en sí
y hace desaparecer la diversidad de las condiciones humanas.
En el origen de toda marginación y de toda represión existe la intole rancia frente a una diversidad constitutiva de una condición humana, sea generacional, racial, cultural o religiosa.
Se entiende que no hay que confundir el doble sentido en el que se
puede asumir la expresión, que yo he usado hasta aquí, de «condiciones
humanas». Es una condición humana lo que constituye el carácter especí fico de un estatuto ontológico concreto, como ser hombre o mujer, joven
o viejo, blanco o negro, obrero o campesino; pero existe también la condi ción humana que deriva de la marginación social del pobre, del ignorante,
del indeseable, del delincuente.
En el primer sentido, las condiciones humanas son necesarias, aun cuando cambian los sujetos, como la condición juvenil o la del obrero, y, por
tanto, hay que asegurar sus posibilidades de realización plena y libre. En el
segundo caso es necesario, al contrario, que las diferentes formas de marginación, como, por ejemplo, las de las «favelas» brasileñas, se eliminen en
cuanto son un error de la sociedad y siempre en cualquier modo un pecado
colectivo. No se trata, por tanto, ya que sería un malentendido, de volver
al viejo tópico de todos los inmovilismos sociales, según el cual todos los
hombres están predestinados al poder o al sometimiento por sus diferencias
naturales. Cierto que no es el fatalismo del prólogo del Gran Teatro del
Mundo el ideal que debemos proponernos en una sociedad como sistema
abierto de las condiciones humanas. El dios de Calderón de la Barca, repitiendo el mito plutónico de Er, distribuye a cada uno de los seres humanos
que tienen que vivir su aventura en el mundo la carta de identidad, el papel
de rey o de pobre, de campesino o de prostituta. Pero no es éste el Dios
del Evangelio. Nadie está llamado o predestinado a ser mendigo o prostituta,
killer o acumulador de capital, proletario o dictador. Para cada uno de los
movimientos de auténtica liberación, cada parte en conflicto es una totalidad
irreducible, cuando el hecho de ser parte constituye el carácter de su estatuto
ontológico concreto, que hay que defender frente a las prevaricaciones que
lo amenazan. Sucede lo contrario en el programa del comunismo clásico,
donde en la lucha de clases se tiende a llegar a una totalidad englobadora
con la misma pretensión «olista» de la ideología burguesa. En efecto, la abolición de la pluralidad ontológica-concreta de las condiciones humanas no es
una síntesis, no es una aufhebung, como la llama Hegel; es solamente una
prevaricación intolerante y destructora, como el racismo de Hitler.
Si se reconoce que ha caído la utopía de la sociedad homogénea, no queda más que la sociedad ontológicamente pluralista y, por consiguiente, conflicto a en las relaciones entre las condiciones humanas de sus miembros.
Esta esencia perpetuamente pluralista y conflictiva de la sociedad implica
e impone un criterio universal de la coexistencia de los estratos sociales
que la componen. Este criterio, yo pienso, se puede formular en estos términos: es la ley de la co-posibilidad de las perspectivas de valores pertenecientes
a cada una de las condiciones humanas, es decir, la obligación recíproca de
reconocer las exigencias y las aspiraciones, las necesidades y los deseos de
los que viven en una condición que constituye su ser fisiológico, económico
y cultural con el solo pacto de que ellos reconozcan la posibilidad de coexistencia y de realización de los que viven en las otras condiciones humanas.
Esta es la regla esencial de todas las democracias auténticas. Esta regla constituye el principio inspirador de una crítica firme y constante de todos los
absolutismos ideológicos, de todos los imperialismos represivos y de todos
los autoritarismos inhibidores.
P. P.*
* Profesor de Filosofía de la Universidad de Roma.
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