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CICLO: "Del derecho y del revés de la época “
Septiembre 2010
“Eso marcha así velozmente a su consumación,
eso se consume, hasta su consunción”.
Jacques Lacan, Discurso capitalista, Milán, 12 de mayo de 1972
Martes 28 / 20:00
“Prácticas de salud y educación: algunas reflexiones acerca de sus efectos en la
subjetividad infantil”
Ps. Alicia Bertaccini, Psicoanalista, Especialista en Psicología en Educación,
Docente e Investigadora de la Facultad de Psicología de la UNR.
Prácticas de salud y educación: Algunas reflexiones acerca de sus efectos
en la subjetividad infantil.
Alicia Bertaccini
Abstract
A partir de la modernidad, conforme a las nuevas tecnologías de poder que surgen en esta época,
la infancia no escapa a las prácticas disciplinares y a la política de normativización necesarias al
nuevo orden social, consolidando una imagen de la misma que se proyecta hasta nuestros días, en
que comienza a advertirse un cierto quiebre en esta construcción.
La ciencia y la educación construyen saber y poder en torno a la figura de niño, a la vez que le da
estatuto y consistencia específica, conforme a las estrategias apropiadas a la coyuntura liberal
capitalista. El niño no escapa a la normalización vía disciplinamiento del cuerpo y del alma bajo los
designios biopolíticos que le asignan un lugar en la sociedad a gobernar.
En la modernidad, la infancia peligrosa, indaptada o anormal se constituyen en campos de
expansión de las prácticas psiquiátricas, psicológicas y pedagógicas. Los niños junto a los locos,
adquieren un nuevo estatuto conforme a un dispositivo disciplinar presto a tratar lo degenerado o lo
salvaje que acecha escondido en el perverso polimorfo o en el atávico criminal.
La época actual asiste a una inevitable transformación de la infancia que para algunos significa su
negación como tal, la pérdida del estatuto que la modernidad construyó con tanto esmero.
Delleuzze habla de tecnologías de control, como el nuevo dispositivo que no desiste del
disciplinamiento pero que desarrolla nuevas formas apropiadas al Mercado y al desarrollo
tecnológico.
La infancia no puede verse menos que conmovida ¿cuáles son las tecnologías que le dan cuerpo,
la conforman, la cualifican? ¿las prácticas de salud y educación forman parte de este dispositivo?
¿si es así: de que manera?
El siglo XXI en la Argentina se inaugura con dos figuras infantiles contrastantes: el
niño de la calle y el niño consumidor (Carli S.,2006). Siniestro saldo de políticas
privatistas, de liberación de los mercados y de flexibilización laboral que generan
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una polarización extrema de la población en una parte mayoritaria sumida en la
miseria y una minoritaria concentrando la riqueza. En la década del 1970 la
población que vivía bajo la línea de pobreza era el 5%, en los 80 sube al 12%, en
el 98 al 30% y en el 2002 llega al 51%. En octubre de 2001 el 55,6% de los
menores de 18 años eran pobres y el 60% de los pobres eran menores de 24
años. (SIEMPRO, 2002/ Sistema de Información, Evaluación y Monitoreo de
Programas Sociales Nacionales). Las transformaciones globales y locales de la
economía llevan al desempleo y la expulsión social de grandes sectores,
afectando sustancialmente el tejido social. El mercado globalizado impone signos
de homogeneización cultural al tiempo que marca la diferenciación social que
distancia drásticamente las experiencias de los niños de diferentes sectores
sociales.
La niñez en la calle constituye el rostro terrible que adquiere tal expulsión al mismo
tiempo que el consumo infantil refleja el escenario socioeconómico de las clases
medias altas seducidas por las propuestas del mercado, seducción que más allá
del poder adquisitivo, permea al conjunto de los sectores sociales.
Es pertinente señalar que la figura del niño consumidor no es antinómica de la
figura del niño de la calle ya que el consumo supone una dimensión imaginaria,
donde la identificación con los objetos excede las posibilidades económicas del
consumidor, lo que prevalece es el valor simbólico de los objetos, y no el valor de
uso o de cambio.
Los niños en las últimas décadas del siglo XX, nacen en un escenario de profunda
mutación social, cultural y tecnológica, épocas en que adquiere visibilidad como
sujeto de derecho al tiempo que pierden visibilidad las trágicas consecuencias de
la mercantilización de la infancia. Esta mercantilización es el resultado del
creciente peso del mercado en la modulación de la sociedad y la cultura que
deviene mediática, visual y esclava del consumo. El mercado se impone a los
niños a través de una cultura uniforme sostenida en el consumo impactando en las
formas de vida de los niños y niñas, en las relaciones entre adultos y niños, en los
procesos de escolarización, etc. (Sandra Carli, 2006)
Es lo que Cristina Corea (1999) denomina imperio del discurso massmediático,
como causa de los niños, que hace ineficaces las operatorias de la familia y la
escuela, en tanto quedan debilitadas por el dispositivo mercado-técnológico, y que
la lleva a afirmar que la niñez se ha destituido. La variación del soporte subjetivo
estatal que operaba en la modernidad -que ha trocado en el soporte massmediático- tiene su correlato en la transformación de la subjetividad del ciudadano
en la subjetividad del consumidor y consecuentemente ha caído la figura de
infancia, que se disuelve en la del niño consumidor, con lo que, concluye Corea, la
publicidad es causa de niños.
Los niños en el mundo de hoy no escapan a las polarizaciones que los
transforman en ciudadanos del mundo o en extranjeros hasta en su propia ciudad.
Para los niños también hay dos mundos, definidos por el consumo.
La sociedad actual despliega un escenario de maravillas insospechadas.
Maravillas que capturan el deseo infantil y el de quienes asumen su cuidado y
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educación. Se ha desarrollado en torno de la infancia una cantidad enorme de
objetos, prácticas y discursos que no escapan a la globalización y adquieren
formas estandarizadas trascendiendo fronteras regionales y culturales: rituales de
inscripción social, modos de intercambios entre pares y con los adultos, agenda de
ocupaciones, etcétera.
La Convención Internacional sobre los Derechos del Niño (1989) significó un
importante paso político, en el sentido de reconocer los derechos sociales de los
niños y niñas. Pero la garantía de este tratado internacional, ratificado por la gran
mayoría de la naciones, exige además políticas que corresponde al conjunto de la
sociedad implementar, asumiendo la nueva configuración social.
Políticas que a partir de la modernidad adquiere la forma de lo que Foucault
denomina biopoder, o sea el gobierno de las poblaciones centrada en el control de
la vida y regulación de las poblaciones.
La política, bajo la égida poderosa del mercado, toma el bios dejándolo zoé, según
la nominación de Agamben. Estos conceptos griegos designan, el primero, a la
vida en tanto lenguaje, política y ciudadanía, y el segundo, al simple hecho de
estar vivo. A esa vida como fuerza biológica pura, Agamben la llama nuda vida, en
tanto despojada de lo que la hace humana. La mitad de los niños y niñas del
mundo, sobreviven careciendo de los bienes materiales y simbólicos
imprescindibles a la condición humana. La infancia constituye un campo de lucha
central en donde el biopoder aparece de manera paroxística, definiendo el acceso
a la vida, las estrategias para asegurarla y las formas de permanencia.
Tenemos por un lado la legitimación de derechos, necesidades especiales de
filiación, educación, protección, amparo, etc. Por otro, la terrible imposibilidad de
su realización con las premisas del mundo capitalista global. Guerras, miseria,
sida, drogas, trabajo y prostitución infantiles, abusos y malos tratos sexuales,
físicos y psíquicos, son los nombres del horror que recae en la infancia.
Pero también hay otros espantos que no se visualizan tan francamente. Se trata
de violencias naturalizadas porque se mimetizan con el discurso social
hegemónico.
Ser un niño o niña “normal” implica tener una agenda que incluye la escuela y una
variedad de actividades que dejan de tener su significado exploratorio y lúdico
para transformarse en una agenda de exigencias. También poseer una serie de
objetos y participar de una serie de ceremoniales determinados por el mercado
(festejos, alimentos, juguetes, ropas, diversiones, espectáculos, programas de
entretenimiento, etc). Se conforma un mundo consumista que excede las
posibilidades reales de consumo por parte de los niños y niñas. El acceso a esos
emblemas otorgan valor social al tiempo que instalan la lógica del consumo que es
la de la insatisfacción infinita.
Los imperativos de adaptación son cada vez más exigentes: acelerar la
independencia, la autonomía, imponer rutinas rigurosas acomodadas al trabajo de
los padres desde el nacimiento. Imperativos que desdicen las teorías psicológicas
y pedagógicas que recomiendan tiempos de desarrollo imposibles de ajustar a los
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apremios económicos de los tiempos regidos por el mercado. La contracara de la
hiperadaptación es el destino de los niños cuyos padres ya han sido condenados
por la miseria a la inexistencia simbólica. Unos y otros tienen cada vez menos
soportes subjetivos humanos disponibles y tiempos desregulados necesarios a
los procesos de constitución psíquica.
“Vivimos en el crepúsculo del siglo del niño, un siglo en el que el desarrollo más increíble de la
ciencia y de la técnica, el dominio de la naturaleza basado en la informática, la telemática y la
genética, coinciden con la falta de seguridad, la ausencia de justicia e igualdad y la desesperanza,
que se adueña de la infancia, y que bien podría resumir sus condiciones de vida o, más bien, sus
condiciones de muerte.” (Volnovich: 1999, pag. 37)
En el supuesto reinado de su máxima libertad, la infancia padece el mayor
desamparo. En nombre de la felicidad y del bienestar de los niños, se realizan
grandes negocios, los niños “venden” muy bien: medicamentos, juguetes,
“servicios” de salud y educación, vacaciones felices, y todo tipo de objetos
publicitarios, espectáculos, rating televisivo ... Devenidos el máximo objeto de
amor y cuidado, la humanidad no parece reservarles el mejor de los mundos
posibles.
Mis reflexiones no intentan una nostalgia por otros tiempos supuestamente
mejores, no quieren analizar el presente remitiendo a la idealización de épocas
pasadas ni la visión pesimista sobre las nuevas formas de crecer y criar. Lo que
me incita es pensar ciertos efectos de prácticas que en muchos sentidos han
ganado en placer, libertad, bienestar, despliegue de capacidades, apertura a
nuevas experiencias, vencimiento de prejuicios, etc. Decía efectos de prácticas
que si en mucho han cambiado para bien -en lo que quizá se podría enunciar
como un cambio de paradigma en cuanto situar al niño como sujeto de derecho,
que se incorpora a nivel de la sociedad como un nuevo sentido común acerca de
los niños y niñas- no logran neutralizar aquellas que desde el texto social actual
se imponen como una letra subjetivante de inmenso poder.
La infancia de hoy habita paradojas nuevas. Si la infancia moderna debía aceptar
que por amor se le pegara y silenciara, que en nombre del amor debiera aceptar
razones de autoridad más allá de su justicia, la infancia de la modernidad tardía se
enfrenta a más sutiles violencias que también en nombre de su bien se ejecutan.
Se han decretado ilegítimas todas las formas del abuso y del maltrato pero estas
se han trasvestido de insospechadas formas. Por pensar ejemplos: nadie dudaría
en censurar el trabajo infantil ¿pero no son simpáticos los niños y niñas que
protagonizan publicidades o programas de televisión? ¿no nos parece que es
divertido que la nena desfile marcas carísimas por puro placer? Todos acordamos
con que el deporte es salud pero ¿quién no quiere que su hijito sea el jugador
elegido del semillero, para lo que tiene que entrenar como si jugara en primera
división y comportarse como un soldadito con su entrenador? Este criterio no rige
sólo en el fútbol, sino que es visto como algo natural en el ámbito deportivo y de la
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danza, donde muchos niños y niñas son sacrificados en pos de una promesa de
satisfacción futura de un deseo sospechosamente propio.
Nuestra sociedad, supuestamente condescendiente y protectora de los derechos
de nuestros niños, se muestra deficitaria por diferentes flancos. El desarrollo
tecnológico, no ha venido a auxiliar a las funciones humanas sino en muchos
sentidos a interferirlas.
El ser humano nace prematuro y su desarrollo no es un hecho meramente natural,
sino que requiere del sostén y de los sentidos que solo puede aportar el otro
humano. Si afirmo este concepto, es para insistir sobre lo que creo que se pone en
riesgo en cierto rumbo biologicista que toman ciertas prácticas que se refieren a
los niños y niñas en diferentes ámbitos, que resucitan ideas que parecían si no
muertas, al menos en extinción. Al punto que empezamos extrañar pensamientos
innovadores de principios del siglo XX, cuando vemos que retrocedemos a
períodos pre Rouseaunianos y pre freudianos. Extrañar a una María Montessori, a
una Señorita Olga, mujeres que se acercaban a los niños dispuestas a descubrir lo
singular en cada uno de ellos. ¿Hubieran sido posibles sus experiencias si
hubieran pensado que todo estaba jugado en una fórmula genética? ¿si hubieran
pensado que se podían estandarizar sus rasgos y tratar según un catálogo?
¿Cómo es posible que en un mundo que ha podido pensar al niño como sujeto de
derecho, lo objetalice en prácticas tan fundamentales como la salud y la
educación, que quisiéramos verlas libradas de intereses mezquinos y que
proclamamos ejercer en cumplimiento de derechos?
Quizá convenga pensar la tensión propia de todo derecho en el borde de su
legitimación y de su ejercicio. Tal como afirma Foucault (2006) el derecho debe
ser visto por los mecanismos de sometimiento que pone en acción, más que por
las legitimidades que establece ya que el poder desborda las reglas del derecho,
se vuelve capilar, se inviste de instituciones y se ejerce por técnicas e
instrumentos materiales de intervención, incluso violentos (ejemplo: poder de
castigar, quienes, a quienes, de que manera, etcétera).
Por lo mismo, el poder transita por los individuos, circula a través de ellos,
funciona en cadena, se ejerce en red y en ella los individuos no sólo sufren el
poder sino que también lo ejercen.
“En realidad, uno de los efectos primeros del poder es precisamente hacer que un cuerpo,
unos gestos, unos discursos, unos deseos, se identifiquen y constituyan como individuos.
Vale decir que el individuo no es quien está enfrente del poder; es creo, uno de sus efectos
primeros. El individuo es un efecto del poder y , al mismo tiempo, en la medida en que lo
es, es su relevo: el poder transita por el individuo que ha constituido.” (2006, pag. 38)
Entonces, el poder repartido a través de los cuerpos, no lo es de manera
democrática o anárquica. Su reparto obedece a procedimientos específicos,
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mecanismos infinitesimales, se extienden, se ramifican, se modifican, son
investidos y anexados por fenómenos globales, y se instalan aquellos que
demuestran utilidad política o ganancia económica.
Los mecanismos finos mediante los cuales el poder se ejerce consolida un aparato
de saber que es mucho más que una ideología, son instrumentos de formación,
acumulación, organización y puesta en circulación de un saber. Por ello es que el
poder desborda el edificio jurídico de la soberanía y a los aparatos del Estado.
¿Qué aparato de saber organiza y construye sentido en las prácticas actuales de
salud y educación? ¿Qué régimen de verdad lo sostiene? Que discurso instituye?
Me parece oportuno partir de interrogar algunos signos que se instalan como
obvios, naturales, que no parecen cuestionar el curso esperable de las prácticas
de salud y educación.
¿Por qué se recurre tan rápidamente a la medicación de cualquier signo
inesperado de la salud o de la conducta de un niño?
¿Por qué no se descartan minuciosamente los compromisos orgánicos de
trastornos de causa ignorada?
¿Por qué se estereotipan los diagnósticos y no se realizan adecuadas
diferenciaciones diagnósticas en base a historias clínicas singulares?
¿Por qué los padres vienen a la consulta con diagnósticos curiosamente
reiterativos acerca de lo que le sucede sus hijos?
¿Por qué los padres esperan cada vez más que lo que explique el padecimiento
de su hijo sea una razón orgánica y tenga un fármaco como remedio?
¿Por qué los maestros creen lo mismo, y piden a los padres que consulten para
confirmar diagnósticos preestablecidos?
¿Por qué se recurre con tanta ligereza a la prescripción de límites, premios,
castigos y condicionamientos comportamentales varios?
¿El aumento de los diagnósticos de trastornos de la atención con o sin
hiperactividad, se trata de una patología que crece o de un diagnóstico
conveniente a cierta conformación de poder?
¿Se trata de un diagnóstico que refiere a una entidad clínica específica o es una
agrupación conveniente de fenómenos de diversa índole para el gerenciamiento
de la salud por parte del mercado?
¿Se relacionan las prácticas de educación y de salud en la producción y
tratamiento de dicho “trastorno”?
¿Por qué la actividad infantil es leída en términos patológicos?
¿Por qué la psicología del niño y de la niña es cada vez más asimilada a pautas
genéticas, siendo que ha habido tantos y tan claros desarrollos teóricos que dan
cuenta de la compleja y singular trama que constituye el psiquismo?
¿Por qué se recurre a fármacos y al condicionamiento comportamental para tratar
déficits que tienen que ver con procesos de la constitución psíquica?
¿Por qué diversos profesionales de salud y educación sugieren el abandono
inmediato de objetos tan sensibles al niño como son la mamadera y el chupete
para favorecer su desarrollo psíquico?
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¿Por qué se prescribe cómo una experiencia que estimula el desarrollo la
concurrencia precoz al jardín maternal?
¿Por qué se sostiene que el vínculo primario debe ser interrumpido
prematuramente?
¿Por qué los pediatras recomiendan lactancia a pecho prolongada y prescindir
cuanto antes de chupetes y maderas?
¿Por qué una fonoaudióloga recomendaría, para estimular el lenguaje de una niña
de dos años que tiene un vocabulario reducido y se comunica predominantemente
con gestos, tirar chupete y mamadera y concurrir al jardín?
¿Por qué en los aprendizajes escolares se adelantan cada vez más las
competencias pedagógicas, sin respetar las necesidades lúdicas de los niños?
¿Por qué el juego se considera opuesto al trabajo en los procesos formales de
aprendizajes infantiles?
¿Por qué cada vez más son los tiempos cronológicos los que dominan la escena
educativa y no los tiempos lógicos?
¿Por qué las maestras ven como un problema que un niño que está aprendiendo
sus primeras letras en imprenta, no incorpore la cursiva en el plazo definido por la
escuela?
¿Por qué las maestras jardineras están tan entusiasmadas en que los niños
aprendan a dormir fuera de su casa desde muy temprana edad?
Podríamos continuar haciendo preguntas pero creo que se entiende el tipo de
mirada que intento.
El sustento epistemológico de estas prácticas lo constituyen teorías biologicistas y
reduccionistas del psiquismo que suponen una explicación neurofisiológica de la
subjetividad humana, donde lo social es un mero estímulo positivo o negativo.
Me interesa tomar como analizador de estas prácticas, la categoría diagnóstica
Trastorno por déficit de atención con o sin hiperactividad, por la capacidad que
demuestra de imponerse como un modo de mirar – ver y actuar sobre la infancia,
constituyéndose en un modo de subjetivación de los niños.
El denominado trastorno, refiere a una serie de manifestaciones conductuales de
diversa índole y significación a las que se adjudica una interpretación codificada.
Esta categoría diagnóstica y la maquinaria de detección, asistencia, y prevención
que se despliega en torno a ella, constituyen una tecnología de disciplinamiento y
control, que se muestra sumamente eficaz para la sujetivación de niños y niñas,
en la era de las neurociencias, la biotecnología y la farmacología asociadas.
La institución de tal categoría diagnóstica, determina una compleja trama en la que
se conjugan diversos dispositivos médicos, psicológicos, pedagógicos y jurídicos
constituyendo un conjunto de prácticas interdependientes que producen y
reproducen el
denominado “Trastorno por déficit de atención con o sin
hiperactividad”, determinada por el Manual Diagnóstico y Estadístico (DSM IV),
referente oficial exigido para la autorización de prestaciones psicológicas y
psiquiátricas. Con el Manual como usina codificadora, se abre una red constituida
por fichas de diagnóstico médico - psicológicas, reglamentaciones de prestaciones
de salud, documentaciones referidas a instructivos ministeriales sobre el
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tratamiento pedagógico de los niños, grupos de padres para autoayuda,
instituciones avocadas al estudio del síndrome, editoriales y publicaciones afines,
etc., conformando una verdadera tecnología de poder (Foucault: 1977).
Un creciente número de niñas y niños son diagnosticados como sujetos que
padecen ADD o ADHD –o simplemente nominados ADD / ADHD- categoría que se
impone dejando de lado contextos y significaciones subjetivas ya que se plantea
como un problema individual en su etiología y en su abordaje terapéutico.
Tanto los “Trastornos por déficit de atención con o sin hiperactividad” como las
demás categorías diagnósticas de este tipo de nomenclaturas, son presentadas
como descubrimientos objetivos acerca de modos de comportamientos,
desconociendo su papel productor de miradas científicas que se generalizan en el
campo social cristalizando en un modo de concebir la infancia.
El dispositivo muestra una gran eficiencia, ya que atraviesa las prácticas sociales
de formación de la infancia como un agente benéfico que auxilia en la tarea de
educar y curar generando consenso entre padres, maestros, médicos, psicólogos
y otros especialistas instalando un problema y su solución. Tiene eficacia
simbólica en tanto define al mismo tiempo la infancia normal y la anormal,
impactando en los niños y niñas diagnosticados al tiempo que involucra al resto de
la infancia, mostrándose como un dispositivo formidable de disciplinamiento y
control de la misma.
Estas prácticas son aceptadas y naturalizadas ya que no se perciben como
portadoras de violencia, pero remiten a lo que Pierre Bordieu (2003) define como
violencia simbólica, es decir, a las significaciones imaginarias colectivas que
actúan como organizadores de sentido determinando en los sujetos que piensen,
sientan y actúen de una manera acrítica.
Estas formas de violencia, a las que se somete a la infancia por acción u omisión,
se filtran en innumerables prácticas políticas, pedagógicas, médicas, jurídicas,
mediáticas, comerciales, deportivas, artísticas, etcétera, que conforman el lugar y
el estatuto que la sociedad actual da a la infancia.
Se trata de una tecnología de poder que fabrica niños y niñas (futuros hombres y
mujeres) pero que también selecciona, ubica y descarta a los mismos como parte
de una maquinaria que culmina en la muerte física o simbólica de muchos.
El análisis de las categorías diagnósticas establecidas en el DSM IV, nos muestra
que su racionalidad se sostiene anudada a una red de poder que se impone como
discurso que subjetiva/desubjetiva.
En la actualidad, el DSM IV es la referencia obligada para regular las políticas, las
prestaciones y las asistencias de salud mental. La agenda de preparación del
próximo Manual, DSM V circula desde 2006 con un anuncio de publicación para el
2012, dando lugar a renovadas pujas por incluir entidades diagnósticas, que
parecieran multiplicarse como virus incontrolables. No es por tanto un mero
ejercicio intelectual, sino un deber ético, interrogar la legitimidad de tales
artefactos científicos, ya que entendemos tienen un enorme poder productor de
enfermedades y están muy lejos de cumplir una función neutral de observadores y
detectores del infortunio mental.
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¿Qué hace esta clasificación del Manual algo verosímil?
Entiendo que la consistencia / inconsistencia, no se refiere a una cuestión que
concierna a una mayor o menor precisión del saber sobre el objeto, sino a criterios
anudados a demandas biopolíticas que hacen que ciertos conocimientos resulten
tácticamente eficaces a cierta conformación estratégica del poder. La legitimidad
de la clasificación se anuda a una especial configuración que le otorga estatuto
científico a un saber más allá de los fundamentos que pueda demostrar. Estos
fundamentos son producidos en un círculo tautológico pero eficaz, dentro de una
lógica en la que se sostienen mutuamente.
¿Qué ha hecho posible que los comportamientos humanos raros, en la segunda
mitad del siglo XX hayan sido agrupados en esta clasificación? ¿qué razón hace
que se los llame trastornos mentales? ¿por qué si su validez es tan discutida, su
vigencia se impone con más vigor en el siglo XXI?
En el campo de la salud, se entiende por diagnóstico (diagnosis, del griego:
conocimiento) al conocimiento diferencial de los signos de una enfermedad. En
salud mental, este conocimiento se realiza a través de categorías establecidas por
las diferentes teorías sobre el psiquismo. Las corrientes teóricas biologicistas de
base positivista, son las predominantes dentro de este campo. El Manual declara
resolver las diferencias teóricas asegurando no adscribir a ninguna teoría
psicológica ni psiquiátrica. Su política le ha permitido conquistar un lugar
hegemónico dentro de las comunidades científicas, rigiendo sobre los criterios
diagnósticos con los cuales se definen las prácticas de salud mental. Esta
diplomacia científica se logra confeccionando un instrumento realizado a partir de
“datos empíricos” y con una metodología “descriptiva”, que según expresan, no
tiene la pretensión de explicar las diversas patologías, ni de proponer líneas de
tratamiento farmacológico o psicoterapéutico. Se asume una objetividad
garantizada, una transparencia del objeto, una neutralidad del observador y una
vigilancia epistemológica sostenida en la multiplicación de reportes y en la
declarada discusión y verificación.
El desarrollo del DSM no es ajeno a las confrontaciones científicas ni al desarrollo
tecnológico y de la industria farmacológica de mediados del siglo XX.
El primer manual de fuerte influencia de la corriente psicodinámica y psicoanalítica
en tensión con la tradición somática en psiquiatría, va siendo relevado por
perspectivas cada vez más biologicistas coincidiendo con el gran despegue de la
industria farmacéutica que junto a las investigaciones en biogenética y sus
hallazgos moleculares dan lugar a una cada vez más incisiva concepción
neurofisiológica del comportamiento y sus desvaríos. El haloperidol se constituye
en la primera camisa de fuerza química y nacen verdaderos íconos farmacológicos
como el prozac y la viagra que se suman a la vieja aspirina. La benzodiazepina y
la más nueva fluoxetina (prozac) son las herramientas científicas de lucha contra
la depresión devenida una alteración a nivel de los neurotransmisores.
El ascenso del paradigma positivista biologicista termina por afirmarse en el DSM
IV, que no sólo se presenta como un manual descriptivo estadístico de
desórdenes mentales, sino también como un soporte técnico educativo que brinda
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instrucciones para el diagnóstico y las terapéuticas pertinentes. Esta supuesta noteoría, o a-teoría plantea una búsqueda estandarizada del síntoma o del síndrome
por un lado y la medicación adecuada por otro. El experto tiene como función la
descripción codificada del comportamiento y la elección del tipo de medicación. El
éxito o fracaso terapéutico, son equiparados al logro o no de esos dos pasos. Las
medicaciones y las terapias comportamentales, aplicadas a un diagnóstico
obtenido por la “observación objetiva”, lograda a través del relevamiento de items
que ofrece el manual, constituyen la nueva clínica en salud mental. La lista
detallada de desórdenes mentales amplían el número de expertos capaces de
realizar diagnósticos, controlarlos, verificarlos, impugnarlos, alimentando la
compleja burocracia del sistema de salud y sus múltiples instituciones efectoras y
administradoras, deudoras y acreedoras, oficiales y paralelas. El manual permite
el diagnóstico y el autodiagnóstico favorecido por su amplia difusión en diversas
entidades de ayuda, difusión, prevención, tratamiento, etc., que se organizan en
función de cada síndrome. Fundaciones y foros -de afectados, de padres y
familiares de afectados, de educadores especializados o simplemente inquietos
por la creciente multiplicación de los síndromes, de profesionales de la salud y
afines, etc.- pueblan la internet y diversos espacios sanitarios y educativos,
ofreciendo protocolos de detección, informes sobre las “enfermedades”, consejos
terapéuticos y de cómo conducirse y paliar los efectos y consecuencias, etcétera.
El empirismo a ultranza hace posible una globalización de criterios diagnósticos
con la hegemonía de la American Psychiatric Association, la activación del
mercado de los laboratorios de medicamentos, como también la potenciación de
psicoterapias cognitivo – comportamentales por su funcionabilidad a la lógica
rentable del mercado, ya que se ajustan fácilmente a los códigos estandarizados.
Se construye un instrumento óptimo para producir ganancias al menor costo con
diversas piezas de una red medicalizada, que desecha de las prácticas de salud y
educación, todo lo humanizante. El DSM IV, se ofrece como el manual
imprescindible para psiquiatras, médicos, psicólogos, trabajadores sociales,
enfermeros, fisioterapeutas, consejeros, coordinadores de programas de salud y
diversos profesionales y técnicos de la salud y de la salud mental, como
gerenciadores de salud, aseguradoras y autoridades políticas, etc. Asimismo se
constituye en el referente obligado para las investigaciones epidemiológicas
dirigiendo la observación y recolección de la información. El principio que rige es la
ganancia basada en el ahorro de tiempo y dinero que es la medida de la eficacia y
la eficiencia. Los datos epidemiológicos obtenidos definen los requerimientos
psiquiátricos que son los utilizados para organizar los programas de tratamiento y
prevención de enfermedades, en una lógica circular que se retroalimenta. El
mercado de la salud que incluye las también estandarizadas maneras de “vivir
bien”, crece de una manera incalculable, filtrándose por todos los circuitos de la
vida humana bajo la forma de la promoción de la salud. Las terapias
comportamentales son notablemente asimilables a esta hiperflorecencia de
malestares codificados, ofreciendo los consejos que complementan los
tratamientos farmacológicos. El concepto de enfermedad se ha expandido a todo
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tipo de padecimiento o problemática existencial, que de esta manera se hace
adecuado a la medicalización. “Saber vivir” es un imperativo de los tiempos que
corren y es una cuestión médica.
Cada edición del Manual agrega nuevas patologías (desórdenes / trastornos) que
pretenden ser un signo de progreso del conocimiento sobre las enfermedades,
cuando en realidad se trata de una producción de enfermedades que se
multiplican en el mismo ritmo que se producen drogas para curarlas.
El disciplinamiento actual de los niños pasa por una compleja tecnología en la que
se conjugan ciencia y mercado reciclando viejas estrategias, en las que la familia
la escuela y los especialistas forman parte de una maquinaria que los captura en
la lógica necesaria al sistema. Actualmente las redes de disciplinamiento y control
incluyen a la familia y a los especialistas de salud y educación pero su papel
queda en franca disparidad con el poder del marketing que es de llegada directa a
los sujetos, incluidos los niños. La impronta que el sistema busca imponer en
educación y en salud es la de la producir un consumidor adaptado. Nada más
conveniente para este funcionamiento que la visión codificada de la subjetividad y
de la vida.
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