Gordiana Aquel día las nubes humedecieron sus mejillas. El viento

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Gordiana
Aquel día las nubes humedecieron sus mejillas. El viento había llevado
hasta ellas el eco de mis suspiros. El firmamento era la página que recogía mi
historia, escrita con tinta entrecortada.
Mi mundo se desmoronó en mil pedazos, Satán con éxito al infierno me
había llevado.
Yo, Gordiana, muchacha de ojos vivarachos, incrédula de la
ficción, tenía que afirmarlo ahora, -el Demonio existe.
Guapísimo jinete de negro y radiante corcel, con un guiño de
ojos trenzó mi destino y me condujo al brasero.
El declive vertiginoso aquel día empezó, yo ahogaba la pena con una copa
de insuperables recuerdos.
Estaba a punto de retornar a casa tambaleante, como si hubiera
ingerido mil botellas de vino.
Todo estaba pensado, esa noche habría derroche de amor en mis sábanas.
Prefería esperar una disculpa, de aquel que había jurado amarme eternamente y
en las faldas de una niña había dejado enredada su promesa.
Después de compartir una taza de café con el olvido, el recuerdo
jamás volvería a abatirme.
Frente al Hueco Arrecho estaba detenida, con la mirada fija en las estrellas
caídas que otras veces habían acompañado mis bailes en aquel salón, mientras
tanto rogaba al Creador o al Demonio que aliviara aquella pena, fue entonces
cuando apareció, Luci, así dijo llamarse y ante tal destello de eléctrico imán
atrayente, no pregunté más, creí que su nombre completo era Luciano.
Secó mis torrentosas lágrimas con delicado pañuelo, prometió que jamás el
dolor volvería a invadirme por traiciones de mi esposo, todo era asunto de ofrecerle
una toma de un brebaje sabor a miel disuelto entre una jarra de caldo de caña del
trapiche de papá.
Todo transcurriría de manera casi natural, mi esposo me amaría, mi belleza
sería eterna, mi juventud sería para siempre, el esposo fiel que yo soñaba
esperaba tiernamente sentado en el taburete de nuestra casa.
La fortuna nos sonreiría, las limitaciones que hasta ahora estaban como un
mal adorno en cada esquina de nuestro rancho, jamás volverían a asomarse.
Yo debía vivir sin recordar este acontecimiento, eso sí, si en algún momento
volviéramos a vernos, sería para que yo lo acompañara a su palacio, donde él
reinaba entre muchos servidores.
A cambio de tantas riquezas e insuperables maravillas, ¿por qué tendría yo
que temer la llegada de aquel día? Además, total, era a un castillo que yo debía
un día, posiblemente muy lejano, acompañar a don Luci.
De aquel día yo no volví a tener recuerdos, el viento se había llevado entre
sus garras la memoria de aquella fecha.
Ahora veamos lo que había antecedido aquel encuentro: mi esposo, cansado
del abandono en que yo lo había sumido, con el sueño partido entre los llantos de
nuestros hijos, el cántico del gallo y las frías sábanas de las innumerables
madrugadas en que había despertado sin mi presencia; mientras yo bailaba y
acariciaba extraños por unos cuantos pesos en el ya mencionado Hueco Arrecho;
él , mi hombre, mi buen esposo, había conocido a una recién llegada a Buenos
Aires, Luz Rosa, joven de belleza radiante y fresca, cual rosa humedecida por
suave sereno; Luz Rosa, cada mañana conversaba con mi esposo Daniel, por las
noches lo ayudaba con el agua dulce de los niños, y hasta con el canto de las
canciones de cuna. Daniel, jamás había tenido ojos para otra mujer que no fuera
su amada Gordiana, yo, inconsciente de la soledad y descuido en que había
sumergido a mi familia, no sospechaba la traición que mi vecina me narró aquel
día.
Furiosa había salido a ahogar entre copas la noticia recibida, pero el muy
hábil Satanás ahora me tomaba, más que antes entre sus uñas.
Después de sellar el trato con un beso en mi mano, semejante al galán que
despide a la princesa presa de sus dominios, así lo vi alejarse por la vuelta del
Puente del Peligro.
Me extrañó que segundos más tarde apareciera por allí Natalio Villanueva,
hombre serio a quien jamás se le escuchó una mentira, él, pasados los saludos
acostumbrados y ante mi insistencia si había visto a Don Luci, me mandó callar
con esa voz autoritaria que solía hablar cuando veía a alguien en peligro, aseguró
que a ese Luci pocos lo veían, que solía aparecer cuando veía una alma débil.
Pero ¡pobre de mí!, ojalá hubiera puesto más atención a Don Natalio, pero,
claro, quién recuerda la prudencia cuando tan solo al otro día, el pueblo
comentaba de mi suerte, el premio mayor de la lotería nacional era de Gordiana,
la bailarina del Hueco Arrecho.
Los años pasaron, Daniel no perdía minuto que no exaltara la belleza de su
amada Gordiana, el espejo de esta dama parecía el de la Bruja de la Blanca
Nieves, cada vez delataba, como encantada la belleza de esta, que hoy con más
que su piel marchita, cuenta para ustedes esta real historia.
Pero el tiempo necio jamás se detuvo y en medio de un tormentoso huracán,
como caído del otro mundo, con su caballo finamente aperado, con estriberas
decoradas con deslumbrante oro, espuelas con peón brillante igual que los frenos
del agitado animal, así apareció aquel que hacía tantos años en la puerta de aquel
ya cerrado infiernillo me había hecho jurar la perdición de mi alma.
Los árboles tronaban sus ramas, las vacas se hincaron y bramaban con el
hocico hacia el suelo, los cerdos pusieron sus espinazos erizos, los perros en vez
de ladrar lloraron con el rabo escondido y se ocultaron debajo del piso de la lujosa
mansión que tenía yo ahora por casa.
Ante tal ruido los vecinos trancaron sus puertas, y aunque yo intenté hacer lo
mismo, sabrán que no lo logré, intentos fallidos por recordar el Padre Nuestro que
hacía años no rezaba, quise llamar a Dios en mi auxilio, pero aquellas bestias, una
sobre la otra impidieron mis intenciones. Cegada por los destellos de fuego que
salían de sus hocicos, quemada por esas llamas que todavía me persiguen, no
pude escapar de los tridentes que aquel había clavado en mi pecho; ya casi sin
aliento, logré decir “!Dios Mío¡” esa frase que tantos años estuvo ausente de mi
boca. Al oír aquello, los monstruos me dejaron caer desde lo alto, ya habíamos
sobrepasado la arboleda aledaña a mi casa y Don Luci, fuera de sí, con sus ojos
de fuego y su boca emanando bocanadas de humarasca, dejó al descubierto unas
garras finamente afiladas que amenazaban con tomarme de nuevo entre aquellos
estirados, flacos y peludos brazos.
De mi desgarrado cuerpo, salían torrentes de sangre, mi cara y cuerpo
estaban cruelmente heridos; mi pobre y amado Daniel, estaba como amarrado en
la silla del corredor, apenas como para que hubiera quién pudiera narrar la historia
de mi perdición.
Vi pasar toda mi vida, como flecha lanzada por un certero griego, reconocí
que Don Luci, no era Don Luciano, como antes yo había creído, sino el mismo
Lucifer.
Sabía que mi alma era presa de aquel, pero un hálito de vida aún me
permitió mirar con amor aquella que fuera mi familia. Caballo y caballero
desaparecieron misteriosamente, mientras el Demonio gritaba que yo le
pertenecía. Hoy yo no sé si vivo o soy lo que llaman un fantasma, ¡no lo sé!, pero
algunas veces como hoy me filtro entre las gentes o en las líneas de alguna
historia para que sepan que Gordiana perdió su familia, su paz y su alma, por
prestar oído a Lucifer.
Otras veces, por las noches recorro misteriosa las calles de mi Buenos Aires,
desde lejos observo otras Gordianas como yo, conversando placenteramente con
gallardo caballero llamado Lucifer.
Roj de Pìlas.
[email protected]
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