152 EMILIO GUINEA tusiasmo. Iba dirigida a la persona que me había elegido para realizar el trabajo de este verano, que satisface plenamente mi mayor ambición. Necesitaba volcarme materialmente en aquella carta para que las dos páginas escritas llevasen al ánimo de mi amigo toda la gratitud que le debía por todos los placeres que me había proporcionado. Además, el peso de la incomprensión negra hacía que sintiese con mayor viveza la necesidad de total inteligencia. ; Gomo mi manuscrito es un puro garrapato, y yo quería que Trii lector recibiera limpiamente mis ideas a través de letras de molde, recurrí a un escribiente «moreno». El buen hombre, de­ seando servirme, puso en su máquina una gran hoja de papel blanco y esperó a que le dictase. Comencé a dictar, poniendo mis cinco sentidos en hacer una carta definitiva, y al segundo ren­ glón me acerqué a leer lo que escribía mi ayudante. Quedé deso­ lado. Unas palabras estaban juntas, otras separadas por los sitios más disparatados, otras carecían de unas cuantas letras. La orto­ grafía era totalmente de negro. Sin embargo, me resultaba difícil renunciar a la idea de hacer una carta escrita a máquina. Se volvió a poner otro gran papel limpio. Volví a examinar los dos primeros párrafos, y comprobé, en efecto, que mis rectificaciones habían caído en el más completo vacío. Arranqué violentamente el papel de la máquina, y luego de hacer con él una bola y de arrojarlo al cesto de los papeles le dije al negro, con la mayor dulzura posible: «Amigo mío, me parece que será mejor escribir a mano esa carta». Mis garrapatos podrían ser leídos difícil­ mente, pero yo sabía, con seguridad absoluta, que mis ideas allí manifiestas irían derechas a su blanco, porqué; me dirigía a un hombre que me comprendía totalmente y cuyo entusiasmo se hacía eco del mío. Era un semejante mío. Un hombre civilizado.