La capacidad de decisión

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Unidad 2
• La capacidad de decisión
La capacidad de decisión
LA IMPORTANCIA DE LA DECISION
Nadie que reflexione un mínimo sobre la acción práctica puede dudar de la
importancia que la decisión tiene para ella. La causa ha sido acertadamente expresada
por Blondel: “un puro conocimiento jamás es suficiente para movernos, por que no nos
comprende por entero: en todo acto hay un acto de fe.. Toda regla de vida que
estuviera (sólo) fundada sobre una teoría filosófica y de principios abstractos sería
temeraria”1 Por “fe” no debe entenderse aquí algo ciego e irracional; pero sí algo que se
sobreañade a la mera racionalidad. Como ya hemos advertido,2 la acción no se produce
sólo concretando intelectualmente lo general y abstracto. El pensar de un modo
concreto coloca al hombre en potencia próxima para la acción; pero, por ello mismo,
puede detenerse en a perplejidad. Nadie da el salto a a acción desde lo intelectual
abstracto, sino desde lo intelectual concreto; pero hay que dar el solio: este paso a otro
terreno, el de la práctica, este parto de otra realidad distinta de la puramente intelectiva
es, precisamente, el acto voluntario de la decisión.
Frente a nacionalismos e intelectualismos más vigentes aún de lo que pudiera
pensarse, hay que rescatar hoy el valor de la voluntad; hay que redescubrir el papel
decisivo con el que a decisión toma parte en la escena de la vida práctica diaria. Dijeron
algunos que todos los principios activos que hay en el hombre se refieren... a la razón;
con lo cual, en verdad, si fuese cierto, bastaría que la razón fuera perfecta para obrar
bien..3
Hay un concepto socrático de la acción, como también lo hay de la virtud. Lo
mismo que no basta pensar bien para obrar bien, no basta simplemente pensar para
obrar. Es necesaria la intervención de la voluntad, no sólo para extender el uso de la
razón hasta lo particular concreto, sino, sobre todo, para decidirse a obrar en referencia
a esa particular concreción. Para actuar, no sólo se requiere que la razón esté bien
dispuesta por os hábitos intelectuales, sino también que la voluntad esté preparada por
os hábitos que a ella le conciernen. Pues bien: hay una serie de hábitos, que se refieren
a la voluntad, y en os que no vamos a detenernos detalladamente aquí, que hacen que
ésta, la voluntad, se encuentre pronta, dispuesta a tornar decisiones. Esto es, pronta y
dispuesta a resolver activamente, y no intelectualmente, las dudas en que el
1
M. Blondel, “L´action”, Introducción I.
Cfr. Cap. IV “El racionalismo en la dirección de la empresa”.
3
Tomás de Aquino, “Summa Theologiae”, I-II- p. 58 a. 2.
2
entendimiento se enreda siempre que tiene que habérselas con las acciones prácticas
concretas, perdidas en una selva de posibilidades, atrapadas en una maraña de
atracciones y peligros. A esta pronta disposición voluntaria le lamamos capacidad de
decisión.
INSUFICIENCIA DE LA RAZON
La real eficacia de la práctica no reside sólo en pensar con claridad y acierto,
sino en la capacidad de decisión. La capacidad de decidir suple a insuficiencia de las
razones que el entendimiento presenta a la voluntad para seguir un determinado curso
de acción. Si estas razones fueran suficientes por sí mismas, la voluntad no serla sino
un apéndice activo del pensamiento: no sería libre. La capacidad de decidir es una
cualidad requerida por la voluntad en virtud justo de la libertad de que goza. Es, pues,
en último término, la capacidad de ejercicio de la libertad potencialmente contenida en
la voluntad (que es libre por la insuficiencia del imperio del entendimiento, derivado a su
vez de la insuficiencia de los seres o bienes circundantes, que carecen de plenitud de
ser y de plenitud de bien).
Cuando se habla de la capacidad de decisión como imprescindible para aquél a
quien corresponde una acción directiva, suele pensarse en la capacidad de decidir bien
(esto es, de decidir con acierto). Para nosotros, no se trata exactamente de lo mismo. El
acierto no puede decidirse: es posterior a la decisión y consecuencia de ella. El acierto
puede predecirse -relativamente- en el entendimiento. Pero, supuesto que trata de una
predicción relativa e insegura (incierta), la voluntad ha de decidir; y debe tener la
capacidad de hacerlo. Es por tanto la capacidad del salto a la acción a partir de un
pensamiento no conclusivo ni determinante.
Quienes se esfuerzan sistemáticamente en eliminar la voluntariedad de los actos
humanos (el determinismo, en sus múltiples formas, que afecta a la teoría de la
dirección más que los teóricos de ella suponen) comienzan su análisis de la acción a
partir del pensamiento y de su entorno exterior. Lo exterior al pensamiento mismo
(incluso os apetitos irracionales, las tendencias subjetivas, los sentimientos, el
patrimonio genético y social, las “circunstancias”, en fin) condiciona al pensamiento y
éste, a su vez, condiciona a la voluntad, de manera que ella no posee más que una
libertad aparente: no hay acto voluntario (libre) más que en apariencia: el hombre
piensa ser libre, pero, atendiendo unívocamente a los estímulos exteriores, se
encuentra fatalmente necesitado por ellos. Sin embargo, esta hipótesis determinista no
explica con facilidad la presencia de la indecisión, fenómeno que no puede de ninguna
manera dejarse de lado.
LA INDECISION
Si, en nuestro análisis del acto voluntario, en lugar de partir del entorno exterior
al pensamiento y a la voluntad, analizamos el acto voluntario mismo, nos sorprende el
hecho persistente de la indecisión. El hombre, en su actuar voluntario, es más
consciente de sus indecisiones que de su decisión. Dicho de otra manera, la voluntad
libre no se detecta en un análisis de las decisiones, sino de las indecisiones. La
indecisión abarca una zona psicológica en el hombre mucho más vasta que la zona
psicológica de la decisión. Toda decisión viene precedida por un estado, más o menos
preciso y consciente, de indecisión. Es cierto que cuando el hombre decide, a
posibilidad misma de su acto decisorio opaca la negatividad de la indecisión previa, que
queda absorbida por a decisión positiva y real: la decisión da lugar a algo tan real y
“palpable” como la acción -y hacia ahí se dirige nuestra mirada intelectual- en tanto que
la indecisión ha quedado, pese a su precedencia temporal, en la irrealidad e
“impalpabilidad” de un mero estado psicológico. Ello no obstante, la indecisión, como
estado psicológico, es real y consciente con una realidad y conciencia previa y
condicionante de la decisión. Desde este punto de vista, el condicionamiento para la
decisión no es el estímulo exterior, sino, por el contrario, a inercia interna de la
indecisión. Esto hay que afirmarlo frente a todas las posiciones deterministas y frente a
todos los dogmas de la “administración científica”. En el origen inmediato de la decisión
no detectamos un estímulo que la incita, sino una indecisión que la inhibe Y sólo por
cuanto la inhibe, la decisión es posible. No hay ontológicamente decisión donde no hay
presencia de alternativas. Y la sola presencia de alternativas origina de suyo,
necesariamente, la indecisión ante ellas (de lo contrario, las alternativas de acción no
serían propiamente tales). El proceso, pues, no puede describirse como estímulo
exterior-decisión”, sino, más bien, como “alternativas-indecisión-decisión”. Si admitimos
corno real a segunda descripción del proceso, difícilmente podremos afirmar la falsa
apariencia de la libertad en a decisión; en cambio., si admitimos como real la primera,
bien que se torne fácil teóricamente afirmar a falsa apariencia de a decisión, difícilmente
puede explicarse a presencia persistente de a indecisión en el hombre. Esto lo sabe
muy bien todo hombre de acción, aunque no haya teorizado sobre ello. El paso previo
para decidir algo es, justamente, colocarse en un estado de indecisión, vale decir,
imaginar creativamente distintas alternativas, para decidir luego sobre una de ellas.
Pero, además, la indecisión constituye una zona psicológica más amplia que la
decisión misma, por cuanto que, si bien toda decisión exige entitativamente el estado
psicológico de la indecisión, la proposición contraria no tiene a misma validez: no todo
estado de indecisión termina en un acto decisorio. Por ello mismo, encontramos, en
nuestro análisis del acto voluntario, más estados de indecisión que actos decisorios. Lo
cual sucede, paralelamente, en los hombres tomados en su totalidad: hay más hombres
indecisos que decididos. (Aunque no debe confundirse a indecisión con el no decidir:
muchas personas prudentes deciden no decidir hasta que muden as circunstancias;
pero ello no significa que permanezcan indecisas, sino que deciden no actuar hasta que
se ofrezca una o una nueva oportunidad).
Anteriormente, pues, al acierto de a decisión, se plantea a problemática de la
capacidad de decisión. Pues sólo puede decidir con acierto quien es capaz de decidir.
Cuando la acción se perfecciona en la pura línea del entendimiento, se desarrolla,
ciertamente, la capacidad de pensar, y de pensar bien, pero puede atrofiarse la
capacidad de decidir. Porque se supone que la capacidad de decidir está en
dependencia unívoca de la capacidad de pensar. Y, como es fácil advertir, hay quienes,
pensando bien, no deciden (por que no son capaces de hacerlo).
El pensamiento no puede siempre generar un estado psicólogico de seguridad.
Este estado sólo se produce en el conocimiento evidencial y en el pensamiento
rigurosamente lógico que de él parta. Sólo la patentización del objeto –”esta pared es
blanca”- y la ley lógica – “dos cosas iguales a una tercera son iguales entre sí”- son
capaces de generar en nosotros un estado de seguridad. Como ni una ni otra se dan en
el hacer concreto, lo que resulta en la voluntad a partir del pensamiento para a acción
es un estado psicológico indeciso. La indecisión no sólo manifiesta a libertad del acto
voluntario, sino que la hace posible. Por ende, la capacidad de decisión, que suele ser
definida como capacidad del uso de la libertad potencial, puede definir se ahora como la
capacidad de la voluntad gracias a la cual ésta –por sí misma, y no por el
entendimiento- puede pasar del estado de indecisión al ejercicio del acto decisorio, lo
cual significa, nuevamente, que el desarrollo perfectivo del obrar depende tanto de la
capacidad intelectual para pensar bien como de la capacidad volitiva para decidir sobre
lo pensado, en términos del hacer concreto. Y significa, por igual, que allí donde el
carácter inevidencial del objeto sea más fuerte, más fuerte ha de ser, por consecuencia,
la capacidad de decisión.
LA ACEPTAClON DEL RIESGO
A la situación evidencia-seguridad se contrapone la situación de inevidenciariesgo. La capacidad de decidir sólo •se desarrolla en a medida en que el hombre está
dispuesto a asumir un riesgo. Para querer algo es preciso arriesgarse a no conseguirlo.
El riesgo es, por tanto, el costo que la voluntad ha de pagar para el logro de algo cuya
consecución es incierta. El riesgo y el logro han de guardar una determinada
proporción: a mayor seguridad del logro, se requiere menor aceptación del riesgo, pero,
por ende, mayor precariedad en el logro mismo, :La articulación ontológica de estos
conceptos puede esquematizarse, pues, en una proporción de esta índole: la capacidad
de decisión depende de la mayor capacidad para asumir el riesgo y de la mayor
necesidad de logro. El asumir el riesgo es un condicionante negativo de la decisión que
sólo puede compensarse con la necesidad del logro. Es, pues, en la necesidad del
logro en donde encontramos el origen y la fuerza de toda capacidad de decisión, por lo
que quiere, aquélla, un análisis más detenido.
LA NECESIDAD DE LOGRO
La necesidad de logro puede ser independiente del sujeto o derivada de él. En el
primer caso, la necesidad de logro se impone: hay cosas a las que el hombre se
arriesga porque le va la vida en ello. Son las necesidades que derivan de su condición
natural o social no creadas por el sujeto a que se refieren esas necesidades. Estas
surgen de aquello que en otro lugar4 denominamos exigencias y requerimientos. En el
segundo caso, la necesidad de logro se crea: hay cosas a las que el hombre se
arriesga, porque ha creado en sí mismo la aspiración a ellas; la necesidad depende,
entonces, de los deseos y aspiraciones del sujeto La libre determinación de objetivos
coincide con la creación de necesidades de logro. No se trata, simplemente, de una
determinación intelectual. Esta determinación se resella, precisamente, con la decisión:
4
Cfr. cap. IX “Oportunidad y oportunismo:
Primacía de a oportunidad sobre el objetivo”
quiero lograr este objetivo, y es por ello por o que asumo este riesgo. La decisión no es
más que la determinación volitiva del objetivo, expresión concreta de la necesidad de
logro, con su riesgo aparejado.
LA BURGUESÍA
Los estudios sobre la acción no toman generalmente en cuenta que el actuar
humano tiene su raíz en el deseo de consecución de un objetivo incierto e inseguro, y
no sólo en el deseo de satisfacer una necesidad perentoria y apremiante. Es falso que
el hombre tienda, por naturaleza, a la seguridad. La aspiración al logro de nuevos
objetivos proviene de la espiritualidad humana: al poder concebir un objetivo plenario (el
bien in genere y sin limitaciones) el hombre se sabe insatisfecho con la consecución de
cualquier bien parcial. Por ello mismo, aspira a bienes más altos y a bienes más arduos.
El estado natural del hombre es un estado de superación en todos los órdenes, y no de
aspiración a la seguridad.
Es éste precisamente el sentido que damos nosotros al término de burguesía:
una situación, individual o social, en la que el hombre tiende a adquirir la seguridad, o a
conservar la ya adquirida. En este sentido, el estado de burguesía (el de quien se cobija
bajo la protección del “burgo”) es un estado inauténtico para el hombre: porque su
tendencia natural lo es hacia el logro, no hacia la seguridad. El deseo de seguridad,
como en el caso del avaro, no es a veces más que el encubrimiento de la radical
indecisión del cobarde. Tal calificativo debe recibir quien vende su libertad por la
seguridad que le promete el Estado. Hay, pues, tanta posibilidad de cobardía en el
capitalismo como en el socialismo.
Todo logro lleva implicado el riesgo de su no consecución e incluso la pérdida de
la seguridad que se apuesta y compromete en el nuevo logro.
La necesidad de logro, por otra parte, no puede identificarse con la tendencia al
progreso material, individual y social. La identificación del logro con el logro material
deriva de una concreta perspectiva materialista de la vida y no de la noción de logro y
progreso en si mismo. No obstante, cada vez somos más conscientes de que el
progreso material mismo depende menos de los avances científicos y de la
disponibilidad de recursos extrínsecos, y más de las necesidades de logro por parte de
los individuos que componen una comunidad social. Para el caso especifico de la
empresa, la relación entre su éxito y la necesidad de logro de los individuos que la
integran se hace más patente cada día. Los estudios de Mc Clelland5 en esta linea son
dignos de tenerse en cuenta, precisamente por su carácter experimental.
¿QUIEN ES CAPAZ DE DECIDIR?
Para analizar la relación entre la necesidad de logro y la capacidad de asumir
riesgos debe notarse, entre otras cosas, que la necesidad de logro es una necesidad en
5
Mc Clelland, “Tire Achieving Society, van Nostrand Co., Princeton, 961.
el sentido más fuerte del vocablo, y se distingue, por ende, de la mera aspiración ideal.
De ahí que, de igual manera, la aceptación del riesgo no pueda asemejarse al espíritu
aventurero que tiene justo una necesidad de aventura, y no de logro. El hombre que
posee una auténtica necesidad de logro acepta el riesgo en el grado en que tal
aceptación es necesaria para a consecución del objetivo a lograr; y sólo en ese grado.
De ahí que puedan deducirse lógicamente -y no sólo experimentalmente- las
características que definen al hombre poseedor de una elevada necesidad de logro:
a) Está dispuesto a correr riesgos relacionados con el logro mismo, cuando el logro
depende de su capacidad; en esto difiere la aceptación del riesgo por el riesgo.
El aventurero se arriesga ante circunstancias que le son incontrolables -azar-; el
hombre con necesidad de logro se cimienta en sus personales capacidades,
aunque el logro como tal permanezca incierto.
b) Está dispuesto a asumir la responsabilidad de sus decisiones: de lo contrario, o
no habría aceptación del riesgo o el logro no podría ser suyo.
c) Tiende a adelantarse al futuro partiendo de una oportunidad. Quien no tiene
necesidad de logro carece de la visión de oportunidades y de disposición para
transformarlas en objetivos.
d) Está dispuesto a emprender acciones concurrentes a un objetivo siempre que
tenga la posibilidad de reapreciar el resultado de la acción. Precisamente porque
la necesidad de logro no se le impone, sino que es creada por él, quiere saber si
logra o no lo propuesto, ya que sólo así satisface realmente la necesidad del
logro.
EL LOGRO Y EL VALOR DEL DINERO
La necesidad de reapreciar los resultados sería una válida explicación del
desmesurado valor del dinero en la sociedad contemporánea. Las economías liberales
y socialistas no parecen haber enfocado este decisivo problema con toda racionalidad.
El hombre no es un ser económico que aspire de suyo a a posesión del dinero (ni
siquiera como mero instrumento para procurarse una adecuada felicidad material), Se
ve con claridad que hay muchos hombres a quienes el dinero nada les dice en términos
de felicidad material, en términos de seguridad futura, ni en términos de poder o falsa
significación social (status); y, sin embargo, sigue perpetuada en ellos a necesidad de
una mayor posesión cuantitativa de dinero. Ante tales fenómenos pensamos que el
valor de dinero como recompensa descansa en su valor informativo, como señal de
haber emprendido una acción afortunada. En otras palabras, a aspiración al dinero
proviene de una deficiencia de reapreciación: hay personas que sólo saben medir sus
ogros en términos económicos; carecen, pues, de otra medida” para “apreciar” si han
logrado o no o que se propusieron. Debe tenerse en cuenta que esta importancia
adquirida por e dinero, como valor informativo de ogro, se deduce también de una
perspectiva materialista del hombre. Esto explica que tal sistema de reapreciación del
éxito basada en el dinero, no sea un fenómeno que surge sólo en las sociedades
capitalistas (lo cual es obvio) sino también, al parecer, en las socialistas: “’¿Cuánto
ganas?” -pregunta un personaje de Soljenitsin-- si uno no disfruta de un sueldo decente,
significa que es un imbécil o un desgraciado y es generalmente considerado como un
hombrecillo insignificante”6. Si los logros que el hombre puede alcanzar son
exclusivamente materiales, deben poder medirse. Y el dinero es a forma más cómoda
no sólo de cambio o negociación, sino de medición de logros alcanzados.
Estas observaciones no nos hacen concebir la pretensión de suprimir el dinero
como factor integrante de nuestra civilización, siguiendo así las expresas intenciones de
Marx. Podemos concebir una sociedad en la que no haya dinero; pero no podemos
concebirla sin intercambios personales. Por ello, los marxistas, que proclaman la
supresión de la moneda, deberían decirnos qué medio arbitrarán para regular tales
intercambios, en lugar de lanzar diatribas contra la función enajenante del dinero, lo
cual sabe hacerlo cualquier estudiante de bachillerato, especialmente cuando carece de
él.
Dejando aparte las desviaciones a que aludirnos, derivadas de las ideologías
materialistas (contemporáneas), habrá de afirmarse que el dinero no es, en sí, un
producto del materialismo, sino un artificio noble del entendimiento humano, hasta el
punto que, hoy, alguien que no puede de ningún modo ser calificado de materialista o
de plutócrata, se ha atrevido a afirmar que el dinero, por haber sido constituido
formalmente como un poder universal de adquisición, es un gesto del espíritu del
hombre.7
CAPITALISTA Y DIRECTOR
Las cuatro disposiciones a que arriba hemos aludido, configuran una elevada
necesidad de logro, con su consecuente aceptación de riesgo; dan al hombre la
capacidad de decisión requerida en toda acción directiva. De ahí que el burgués se
signifique, precisamente, por a atrofia de su capacidad de decisión. La acción directiva
y la mentalidad del burgués se oponen entre sí. Si consideramos que las notas que
constituyen para nosotros la burguesa coinciden con muchos aspectos del actual
capitalismo y del actual proletariado!, la acción directiva no es fácilmente desempeñada
por el capitalista y el proletario en su estado actual. El “buen capitalista' y el “buen
obrero” son, generalmente, “malos directores”. Este es el fundamento en el que tiene
que basarse la distinción, de la que tan necesitada se encuentra conceptualmente
nuestra sociedad, entre propietario, adinerado, ahorrador, inversionista, por un Lado; y
gerente, director, empresario, por el otro.
DESICION Y VANIDAD
El afán de Logro, como punto de arranque de todas las decisiones humanas,
como generador de la capacidad de decisiones, tiene en el hombre una clara
depravación, una caricatura suya, que le hace perder todo el vigor de su eficacia. Hay
individuos muy activos, que dejan siempre una buena impresión en sus trabajos y en
6
7
A. Soljenitsin, El pabellón del cáncer,” Apunar, Madrid, 970, I, p. 128.
Millán Puelles, “Economía y libertad” Madrid, 9 74, p.9 3.
sus relaciones personales y públicas, pero que arrastran tras de si, no ya un
background de realizaciones, sino una estela de vacuidades y de proyectos truncos;
parece que han decidido muchas cosas, pero no han logrado nada. ¿Tienen en realidad
afán de logro? ¿Nos hallamos ante un afán estéril, y no respaldado por la eficacia de la
ejecución duradera?
No es inútil tratar de responder a estas cuestiones. Y la respuesta puede sugerir
muchas posibilidades. Vamos a referirnos ahora sólo a dos posibilidades concretas, no
siempre suficientemente analizadas; la vanidad y la inconstancia.
Al hombre vanidoso no le interesa el logro real, subsistente. Busca sólo la
apariencia de logro. No busca la “realidad” de las “realizaciones” verdaderas, sino el
buen parecer ante las gentes. La apariencia, como irreal que es, es momentánea, nace
y muere en el mismo instante en que aparece; por eso no tiene consistencia ni
permanencia alguna. El único fin que persigue con su acción el hombre vanidoso, es la
buena impresión que ella produce ante quienes se actúa, y en el mismo momento en el
que la acción se realiza; se agota allí toda la realidad -pobre realidad- del logro. Por eso
nada se consigue realmente, fuera de esa impresión momentánea perseguida.
Esta es la razón por la cual podemos dar una definición de la vanidad, con a que,
en nuestro contexto, adquiere perfiles muy precisos: la vanidad es el afán de logro a
plazo cero. La decisión que arranca del afán de logro nada consigue por ella misma, a
no ser que de desencadene una serie de acciones prácticas -ejecución- tendientes al
logro de lo decidido. En efecto, las acciones no pueden juzgarse en sí mismas,
plenamente, sino a la luz de sus resultados: ello requiere tiempo, tiempo que la vanidad
impide invertir, pues ella exige el juicio social -más bien la impresión- de las acciones en
el momento mismo en que se realizan, mientras que los logros exigen, de su parte, un
determinado plazo en su consecución. Para los logros valederos la historia de un
hombre es corta; permaneciendo las demás condiciones constantes, un mayor tiempo
de trabajo es garantía de un logro más valioso. Por eso los ogros aparentes, frutos de la
vanidad, no tienen ningún valor: estando el logro en una razón directamente
proporcional al plazo) puede concluirse que a plazo cero no hay logro alguno.
Fuera ya de una actitud patológicamente femenina, esta vanidad reviste para el
hombre de acción una forma solapada y engañosa: la demagogia. No siempre el
demagogo ejerce su arte con el fin de engañar, en el sentido fuerte de la palabra. En
buena parte, lo único que persigue es causar buena impresión, o, en el peor caso,
opacar con su actuación brillante la deficiencia de sus resultados: la búsqueda de una
buena impresión antes que la patentización de resultados ostensibles y claros, he ahí la
descripción más real de la actual demagogia. Lo peor, sin embargo, se da cuando la
acción política se hace consistir en el arte de perseguir una buena impresión no
respaldada en resultados reales: la política se convierte, así, en una tarea de meras
relaciones públicas, lo cual es, en sustancia, la profesionalización de la demagogia. En
este sentido -y sólo en éste- la acción directiva la acción política poseen
configuraciones antitéticas. Mientras el director busca el resultado haciendo caso omiso
de la impresión social que producen sus acciones, el político persigue la buena
impresión, con independencia de los logros que consiga. El director logrará resultados
pese a la mala impresión que produce con sus actos, en tanto que el político medrará
gracias a la buena impresión que produce, a pesar de la nulidad de su eficacia. Parece,
así, que el director debería ser más político, en tanto que el político habría de hacerse
más director.
CAPACIDAD Y FIRMEZA DE LA DECISIÓN
La decisión no es nada, cae en el vacío, si no se ejecuta. La ejecución de lo
decidido se lleva a cabo, precisamente, por medio del mando, gracias al cual oriento las
acciones de los otros -y de mí mismo - hacía e logro del objeto de la decisión. El acto
de decidir no es un punto aislado en la acción: siendo su foco central, se perpetúa
después en la ejecución, por medio del mando. El objetivo decidido es la regla que
orienta toda la acción organizada. La misma organización carece de sentido si no es
organización justo hacia el objeto. Lo cual significa que la decisión ha de ser una
decisión continuada. Esto es lo que debe entenderse realmente por una decisión firme:
una decisión que está dispuesta a continuarse por medio de a ejecución de la acción.
Decíamos que la capacidad de decisión no garantiza más que la decisión misma, y no
su acierto o desacierto. Pero la capacidad de decisión, corno tal, es en cambio garantía
de su firmeza. Al decidir, no hago un acto intelectual: al decidir, en verdad, me pongo en
marcha, porque lo que me mueve no es el decidir mismo, sino el alcanzar lo decidido.
Por ello, el hombre que posee una auténtica capacidad de decisión es el que se ha
decidido a algo, todo entero, y no simplemente ha decidido sobre algo. Y este decidirse
a algo es lo que hace que la decisión se continúe en la ejecución. La capacidad de
decisión es, al mismo tiempo, tendencia a la ejecución.
La decisión se prolonga al ejecutar el curso de acción decidido, esto es, al actuar
para el logro del objetivo: es la ejecución, la acción física misma. La ejecución sola no
es tampoco la acción: pero la acción no se efectúa sin ella. Sin ella, la decisión no sería
realmente conclusiva: no sería decisión. Con la ejecución -el uso de los medios para
lograr el objetivo- comienza una nueva operación de la voluntad que deriva del acto de
decisión, pero que es de naturaleza diversa: por la decisión, quiero algo; por la
ejecución, tiendo a lograr la cosa querida.
A pesar de su diversidad de naturaleza, el acto o los actos de la ejecución no son
más que una consecuencia natural de la decisión, mientras ésta subsiste.
Ahora bien, el acto o los actos de la ejecución pueden no alcanzar el objetivo por
tres razones:
a) porque la oportunidad en base a la cual el objetivo fue configurado no era real
(falta de objetividad en el diagnóstico) : los hechos exteriores fueron mal
comprendidos; mis capacidades personales fueron mal evaluadas
b) porque el objetivo no corresponde a la oportunidad real detectada (falta de
racionalidad en la deliberación, o en la decisión)
c) por inconstancia (ausencia de decisión continuada, falta de firmeza en la
decisión)
LA INCONSTANCIA
El perfeccionamiento de la acción requiere ejercitarse en estas tres posibles
causas de su deficiencia. No obstante, debe reconocerse que, por tener las dos
primeras un marcado carácter intelectual, la atención de los intelectuales de la acción, y
de los prácticos mismos, se polariza hacia ellas. Nuevamente, el desarrollo de la acción
discurre por una pura vía racionalista. Sin embargo, as deficiencias de la acción (y
especialmente de la acción directiva) tienen su origen más en la inconstancia de la
voluntad que en la carencia de objetividad o en la perversión del raciocinio deliberatorio.
De donde se deduce que sería más útil -aunque resulte más arduo- el fortalecimiento
de la voluntad que el desarrollo de las capacidades intelectuales racionales requeridas
en ¡a acción. La inconstancia puede) en ocasiones, ser más grave que la negligencia y
la omisión. La omisión representa un claro no a la oportunidad; pero la inconstancia
significa más bien un falso sí al objetivo, En la omisión no hay pérdida directa de
recursos activos; en la inconstancia, por el contrario, existe una apariencia de acción: la
ineficacia está velada por un simulacro de actividad.8
Frente a los fines particulares y limitados, el hombre puede deliberar sobre sus
ventajas o desventajas en comparación con otros fines, de igual naturaleza limitada y
parcial; y puede incluso llevar a cabo una decisión pulcramente racionalizada. Pero tal
vez lo importante en la acción directiva no sea precisamente eso; tal vez o importante
reside en la respuesta a esta cuestión: “¿podré.... llevar a cabo lo que he resuelto, sea
lo que sea, tal y como o he resuelto?”9. Lo que equivale a decir que la verdadera
cuestión de la acción directiva es la de si quiero realmente lo que decido. Porque, si la
decisión tornada no se continúa en la ejecución, habrá siempre entre lo que sé, lo que
quiero y lo que hago una desproporción inexplicable y desconcertante”.10
8
L. Figuerola, La empresa en acción. Metodología de la acción política”, IESE, Barcelona, 1969, p. 192.
M. Blondel, “L´action,” Introducción, I.
10
Ibidem.
9
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