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Esgrima
El sentimiento de la Espada
Texto por Luis del Río Malo
El príncipe de Salina entra en el gran salón de baile del palacio de Ponteleone. Su aire envejecido revela un cansancio que no oscurece el porte señorial que aún mantiene la solidez de
su linaje. Cruza unas palabras con un amigo, otro viejo león, elegante y distinguido, que
como él acepta que quizás sean ellos los últimos caballeros de un tiempo que se acaba. Son
personajes que pueblan la historia y la literatura, paseándose distantes, majestuosos, impregnados de una recia cultura aristocrática. Los vemos en sus gabinetes rodeados de arte, diletantes, atesorando en sus bibliotecas vetustos volúmenes, o administrando sus propiedades
como antes lo hicieran sus padres, sus abuelos... Y los imaginamos practicando esgrima.
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l deporte actual de la esgrima pertenece a ese tipo de actividades que
entroncan con la naturaleza noble de
quien lo ejercita. Uno no puede evitar sentirse parte de una tradición ancestral cuando empuña y domina armas como el sable,
la espada o el florete, las tres disciplinas
que hoy vertebran la competición. Algo permanece de un tiempo en el que acomodar
una espada entre las ropas simbolizaba al
mismo tiempo poder, fe y honor. Un noble,
heredero de aquellos guerreros que iniciaron el culto a las armas en guerras y justas
recreativas, necesitaba de su espada para
integrarse en su estamento. Gobernar con
maestría la espada era para el erudito italiano Baltasar de Castiglione componente
primordial del perfecto cortesano: “Un
hombre que tenga la espada en la mano ha
de hacerlo de forma desenvuelta, en dispuesta actitud, con tal facilidad que parezca que el cuerpo y sus miembros están en
esa disposición de forma natural y sin ningún esfuerzo, como si no hubiera hecho otra
cosa en su vida, mostrando una extrema
perfección en el ejercicio.”
E
La espada es la inteligencia frente a la tosquedad de la infantería, y con más razón
cuando en torno a 1450 las armas negras,
las endemoniadas, las de fuego, empiezan a
imponerse poco a poco a las blancas en el
campo de batalla. En el siglo XVI España crea
la “espada ropera”, antecesora de las armas
de hoy, y Carlos V se la lleva por toda Europa
para ser moda gentil en las ciudades.
Cada espada es cómo
una pequeña ave.
Sujétala con demasiada
fuerza y se ahogará;
con demasiada ligereza
y saldrá volando
La nueva arma da paso al florete francés,
más ligero, y éste engendra por primera vez
verdaderas academias y maestros de esgrima
encargados de forjar al caballero civilizado:
“Venga, señor; el saludo. El cuerpo recto. Un
poco inclinado sobre el muslo izquierdo. No
tan separadas las piernas. Los pies en la
misma línea. La muñeca ante vuestra cadera. La punta de la espada en la línea de vuestro hombro. La mirada resuelta. Avanzad. El
cuerpo firme. Avanzad. ¡En garde, monsieur,
en garde!”. De los siglos XVII a XIX Francia da
forma a lo que será la esgrima moderna.
Sin embargo, el duelo es el auténtico precursor de la esgrima. Nace como elemento
judicial en el siglo VI d. C., auspiciado por la
Iglesia como un juicio de fe, y pese a intentarse ya en el siglo XIV su prohibición, nada
ha podido eliminar de la conciencia europea su papel como mediador en los lances
de honor. Como una fiebre incurable, ofensores y ofendidos se baten denodadamente
cada vez que se les presenta la ocasión. Las
sales d’armes y los clubs de esgrima se llenan. A partir del siglo XIX los duelistas se
ciñen a estrictos códigos, que parten en su
mayoría de lo que estableció el conde de
Chateauvillard en su “Essai sur le duel”, de
1836. El duelo ha de celebrarse durante las
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48 horas siguientes a la ofensa, en un
lugar apartado para no ser molestados, en
presencia de padrinos y jueces, y en general se terminaba tras la primera sangre.
Llegó a ser un pasatiempo para la juventud, parte de la educación de la futura
clase dirigente, casi una religión. Las hermandades universitarias alemanas establecían los duelos como ritos de paso hasta
hace poco, y lucían con orgullo las heridas
infligidas; las del rostro eran las más deseadas, y las ostentaban con verdadero orgullo. El escritor Joseph Conrad, que se vio
envuelto en algún duelo en su juventud,
hacía confesar a uno de los personajes de
su relato Los Duelistas: “Sin el reto victorioso de un duelo, la vida se me antojaba
desprovista de su encanto, simplemente
porque nada la amenazaba ya.” En Rusia,
camuflado entre el afrancesamiento de la
Gant nos traslada, a través de su colección, a las
viejas “sales d´armes”.
sociedad acomodada, el duelo se cobró la
vida de escritores como Pushkin, o
Lérmontov, que había consagrado su obra
maestra Un héroe de nuestro tiempo a
Pechorin, un ambiguo y atormentado duelista. La esgrima de hoy mantiene una
deuda con los esgrimistas de la primera
mitad del siglo XX. Fue un deporte olímpico desde sus inicios en 1896. Tiradores
franceses, italianos o húngaros, todavía
deudores de la tradición militar, cruzaron
magistralmente sus hierros por la supremacía de sus naciones en la pista. La cosecha de esos años encumbró a grandes
maestros, como Eduardo Mangiarotti y
Nedo Nadi para Italia, o Lucien Gaudin y
Christian d’Oriola para Francia, artífices de
una esgrima de corte clásico, basada en la
belleza de la ejecución. La elegancia de
esta forma de batirse perdió peso cuando
en los años 50 se impuso la electrificación
de armas y vestimenta. Esta nueva forma
de puntuación ha democratizado la esgrima, y otras escuelas como la alemana, la
rusa o cubana han accedido a lo más alto.
Pero actualmente un movimiento clasicista
pretende restar importancia a la máquina
para que la antigua forma de blandir la
espada, más estética, más profunda, con
más confianza en la opinión de los jueces,
recobre su terreno perdido. Una nueva
perspectiva que puede devolver al arte de
la esgrima, al noble oficio de las armas,
una renovada forma de sentir la espada.
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