Aspectos metodológicos y evaluación de los aprendizajes1 Este breve documento no pretende dar respuesta a una pregunta en sí misma inabarcable, ¿Cómo debemos enseñar y evaluar para ayudar a que los alumnos y las alumnas aprendan lo mejor posible? El objetivo es mucho menos ambicioso. En el texto se exponen algunos de los criterios o ejes de análisis que, desde un determinado marco teórico, podrían ser útiles para revisar las prácticas docentes de los centros de la FUHEM. De este objetivo se deriva la necesidad de hacer explícito, aunque sea de forma muy sucinta, el marco teórico que justifica los ejes metodológicos. Este no es otro que la concepción constructivista de la enseñanza y el aprendizaje que propone César Coll (2001, 2011). En ella se asume que el conocimiento de la realidad que tenemos los humanos no es una copia de ésta, sino una construcción y reconstrucción de la misma, posibilitada, pero también restringida, por nuestras estructuras de conocimiento. Por otra parte, estas estructuras son a su vez el resultado de una construcción y reconstrucción permanente y se desarrollan precisamente en los procesos de aprendizaje que nos permiten ir conociendo el mundo. La actividad mental del alumno y la ayuda del docente para promoverla son por tanto la clave del aprendizaje. Enseñar es ayudar a aprender, ejerciendo una influencia educativa imprescindible pero que no supla la actividad del alumno. 1 Este Documento ha sido elaborado por Elena Martín Ortega, Catedrática de Psicología de la Educación en la Universidad Autónoma de Madrid, por encargo de la Dirección de FUHEM, para contribuir a promover el debate en torno a los distintos aspectos englobados en el Libro Blanco de la Educación en FUHEM Este enfoque ha estado presente, de forma más o menos explícita, en todos los documentos que hemos debatido este año, por lo que confío en que el lector pueda establecer relaciones entre estos textos que han ido abordando un mismo y complejo objeto de reflexión desde perspectivas diversas pero también complementarias. A nuestro juicio no tiene mucho sentido pensar que hay unos métodos concretos que son los únicos que permiten ayudar al alumnado a aprender. Más bien creemos que hay determinados principios metodológicos que permiten discernir en qué medida una determinada forma de enseñar o evaluar puede contribuir a que todos los alumnos y las alumnas vayan adquiriendo unos conocimientos que les hagan progresivamente más competentes, en los términos planteados por Nacho Pozo (2013). De entre ellos, hemos seleccionado los tres que consideramos nucleares: el ajuste, la autorregulación y la cooperación. En estos tres ejes hay a su vez una doble dimensión que no podemos perder de vista: la cognitiva y la emocional. En puridad no deberíamos hablar de dos perspectivas, ya que con ello colaboramos a consolidar un falso dualismo. Los seres humanos sentimos influidos por lo que pensamos y aprendemos a concebir el mundo a partir de experiencias impregnadas de emociones y sentimientos. Separar ambos elementos ha acarreado muchas dificultades a la escuela. Optamos no obstante por hablar en estos términos para que lo emocional no siga siendo invisible, como por desgracia sucede en ocasiones en los centros escolares. El ajuste en la ayuda pedagógica Si tuviéramos que limitarnos a señalar una característica esencial para la mejora de los procesos de enseñanza y aprendizaje, sería la capacidad de ajuste de la intervención del docente a las características de cada alumno o alumna y a la forma en que se van desarrollando sus procesos de aprendizaje en torno a contenidos y tareas concretas. Todos los alumnos son diversos. Difieren en lo que saben, en cómo aprenden mejor (solos o en grupo; escuchando o leyendo; con capacidades diversas de mantener la atención…), en sus intereses y motivaciones, en el grado de seguridad con el que se enfrentan al aprendizaje, en sus experiencias de aprendizaje fuera de la escuela, en el compromiso y ayudas que reciben de sus familias. La lista sería mucho más amplia, pero los factores señalados resultan suficientemente elocuentes. ¿Puede enseñarse igual a quienes necesitan ayudas distintas? El fundamento de la escuela inclusiva se basa en esta premisa de atención a la diversidad del conjunto del alumnado, y no únicamente de aquellos cuyas peculiaridades destacan más y requieren recursos y esfuerzos suplementarios (Echeita, 2013). A mayor heterogeneidad del alumnado, mayor riqueza en las experiencias educativas, mayor cohesión social, pero también sin duda mayor dificultad de atender a la diversidad, de ajustar la ayuda pedagógica. Cómo muchas cosas en la vida, esto puede verse como un problema o como una oportunidad. De lo que no cabe duda es que implica un gran esfuerzo. Promover metodologías que permitan un mayor ajuste requiere prestar atención a los siguientes factores, entre otros: Revisar nuestras concepciones (como docentes, como padres y madres, y como estudiantes) acerca de a qué atribuimos el aprendizaje y el desarrollo y qué papel concedemos a la escuela en estos procesos. ¿Qué es ser capaz? ¿Las capacidades son transformables? Tomar conciencia de que la peculiar forma de aprender de cada alumna o alumno tiene elementos emocionales y cognitivos y ambos deben tenerse en cuenta en el ajuste Trabajar con organizaciones flexibles de grupos-clase Orientar hacia esta meta la acción tutorial Aliarse con las familias tanto para poder conocer mejor a sus hijos e hijas como para coordinar la intervención en ambos contextos. La autorregulación La finalidad última de la educación escolar, como la de todo proceso educativo, es ir realizando una progresiva cesión del control que permita pasar de la heterorregulación a la autorregulación. Es decir que ayude a que los alumnos vayan desarrollando competencias que cada vez les hagan más capaces de planificar, controlar y evaluar sus propios procesos de aprendizaje. Cuando se enfatiza que el alumno debe ser activo, se quiere destacar que aprender implica movilizar procesos cognitivos y emocionales que permiten construir y reconstruir sus representaciones acerca de la realidad, y de sí mismo como aprendiz. Uno de los mayores compromisos de la educación escolar es que los alumnos no abandonen la educación obligatoria sin haber aprendido cómo pueden seguir adquiriendo los recursos que las demandas de la vida personal y laboral les planteen. El punto clave en la enseñanza de la autorregulación es que el alumno no sólo está realizando las actividades con un alto grado de compromiso e implicación, sino que entiende para qué lo está haciendo, por qué lo hace de una determinada manera, si va consiguiendo lo que se ha propuesto o tiene que variar su forma de actuar y, finalmente, puede hacer una valoración de lo que ha aprendido en el proceso que le puede ayudar a enfrentarse a nuevas situaciones. Se trata por tanto de una actividad de naturaleza metacognitiva. Implica planificar, supervisar la actividad mientras se está realizando, y evaluarla una vez se ha finalizado. La emoción tiene un papel esencial en la autorregulación. Si un alumno se considera incompetente, no es fácil que se ponga a la tarea. ¿Cómo se construye la percepción de competencia? ¿El autoconcepto, la autoestima –en último término, la identidad de aprendiz- constituye parte de nuestras intenciones como docentes? Los alumnos van construyendo una identidad de aprendiz segura en la medida en que van teniendo éxito y este se les va reconociendo. Las percepciones de los alumnos que se expresan con afirmaciones como “es que a mí esto no se me da bien”, “con esta asignatura no puedo, jamás la aprobaré”, o las más generales como “yo no valgo para los estudios”, son representaciones paralizantes; “bolas” que se han ido formando en una historia continuada de fracaso que expresan sobre todo emociones de baja autoestima, de rechazo y de huida de nuevas situaciones de fracaso que revivan el sufrimiento que esto genera. No se trata de percepciones injustificadas, carentes de un principio de realidad. Están ancladas en experiencias reales, pero la clave radica en cómo se han interpretado, teniendo en cuenta que la interpretación proviene en un primer momento sobre todo de los adultos que rodean al alumno. Sabemos que hay personas que han desarrollado más estas capacidades y seguramente conocemos docentes que han contribuido a ello estableciendo una forma de realizar las actividades en el aula en la que se ayuda a los alumnos y alumnas a que se pregunten de forma explícita: qué tengo que hacer, qué sé ya de este tema, me apetece hacerlo, cuál es la mejor manera de abordarlo, qué ayudas necesito, voy bien encaminado, he planificado bien el tiempo,…. Estas preguntas al principio tiene que hacerlas el docente, pero poco a poco deben planteárselas los alumnos sin necesidad de ayuda de externa. Se trata de ir estableciendo en el aula un hábito, un saber hacer, un protocolo de pensamiento y de acción. En suma un formateo de la mente que “se acostumbra” a actuar de esta manera. Como en otros ámbitos, aprender a autorregular el aprendizaje implica usar recursos de regulación externa que tendrán que ir retirándose progresivamente a medida que se comprueba que el alumno se apropia de ellos. Las verbalizaciones del profesor a las que se ha hecho referencia, su comportamiento como modelo, la presencia recurrente de una estructura de actividad organizada en torno a la planificación, supervisión y evaluación, son algunas de estas ayudas. Resultan también muy útiles las guías escritas, en las que se va recordando al alumno estas formas de pensamiento y de acción para favorecer que las convierta en rutinas. Cuando las preguntas o las instrucciones de la guía van estando “dentro de la cabeza” del alumno, se puede ir retirando este apoyo. Utilizar a otro compañero como guía-modelo es igualmente valioso. El alumno va realizando la tarea explicando por qué hace lo que hace (Monereo y otros, 1999). Como veremos en el siguiente apartado, los alumnos aprenden a menudo más de sus propios compañeros que del docente. Cooperación Dos mentes conectadas aprenden mejor que una sola. Cuando se está de acuerdo con esta afirmación, se comparte el tercero de los pilares de la calidad de los procesos de enseñanza y aprendizaje que proponemos: la cooperación. Jesús Menes aborda este tema en profundidad por lo que yo me limitaré a señalar los mecanismos psicológicos que explican las ventajas de la cooperación para el aprendizaje. Desde el punto de vista cognitivo, realizar una tarea con otro hace más probable tener en cuenta la existencia de perspectivas diferentes a la propia. Aprender significa entender que nuestro conocimiento es necesariamente una perspectiva sobre la realidad, no la realidad misma; una construcción, un mapa del territorio, no el territorio (Pozo, 2008, 20013). Trabajar en cooperación favorece una mente perspectivista. Por otra parte, cuando se quiere exponer el punto de vista propio, dentro de un grupo, es preciso explicitarlo. Como se ha señalado anteriormente, expresar una idea no es meramente volcar algo que ya estaba anteriormente construido. Al formularlo lo reelaboramos. Asimismo, es frecuente comprobar que a veces los alumnos entienden mejor la explicación de un compañero que la del docente. Es fácil entender que las representaciones de un alumno que acaba de entender un conocimiento estén más próximas a las de sus compañeros y compañeras que las del profesor. Por eso a veces un estudiante explica algo que el profesor lleva varias veces intentando hacer comprender sin conseguirlo y - ante el asombro del docente que cree que el alumno ha dicho lo mismo que él- ahora el resto de la clase lo entiende. Un último mecanismo al que queremos hacer mención es la ausencia del criterio de autoridad. Lo que un docente dice tiende a considerarse lo correcto. Ello hace difícil desarrollar en los alumnos la actitud crítica, tan presente como objetivo de la educación en los documentos curriculares y tan ausente en las aulas. La probabilidad de que una alumna ponga en duda lo que otro compañero dice y argumente para ello sus motivos es mucho mayor cuando la interacción se produce entre iguales. Desde la perspectiva emocional, sentirse parte de un grupo, desarrollar las habilidades sociales que ello implica, entender las actitudes de los demás y las propias son aprendizajes sumamente valiosos. Por otra parte, la probabilidad de tener éxito en la tarea cuando se trabaja en grupo es mayor y con ello se pone en marcha el circuito de la percepción de competencia y la identidad segura de aprendiz a la que ya hemos hecho referencia. Entender los mecanismos que potencian las estructuras cooperativas nos ayuda a tomar conciencia de dos consecuencias didácticas. La primera es que no siempre hay que organizar el aula de esta manera. El trabajo individual o en gran grupo son necesarios dependiendo de la meta de aprendizaje que persigamos en cada momento. La segunda, que el papel del profesor en la estructuración de los grupos y en el apoyo a estos durante la tarea es esencial. Un inadecuado reparto de las funciones o una dinámica en la que uno de los alumnos se convierte en el “profesor en pequeño” impiden la puesta en marcha de los mecanismos analizados. Finalmente la cooperación contribuye al desarrollo social: para convivir es necesario aprender a cooperar. No es probable que las familias, los docentes o los administradores de la educación nieguen esta función de la escuela. Sin embargo, sí es más infrecuente que en la planificación de los proyectos educativos y en su puesta en práctica esta intención se traduzca realmente en decisiones precisas de cómo se va a ejercer la influencia educativa en este ámbito. ¿En cuántos proyectos curriculares se puede encontrar una secuencia vertebrada a lo largo de los distintos ciclos o cursos de la etapa de cómo se va a enseñar la capacidad de ser empático, es decir de entender el punto de vista del otro, pero también de compadecerse (padecer-con) su situación emocional? ¿Cómo se construye una forma de situarse en las relaciones que lleve a un alumno a intervenir cuando ve que otro compañero está siendo acosado aunque ello le pueda suponer ser tachado de chivato o convertirse él mismo en víctima? ¿Cómo hay que organizar un aula para que un estudiante no anteponga hacer sólo su trabajo para sacar mejor nota que el resto y disfrute realizándolo con otros, por más que ello pueda suponerle más tiempo y el esfuerzo de coordinarse con personas cuyas formas de trabajar puedan no ser las que él preferiría? Como señalábamos en el apartado anterior, los sentimientos y las emociones deben ser objeto de enseñanza y aprendizaje y los que se experimentan hacia uno mismo y hacia los demás en las relaciones interpersonales constituyen uno de los ámbitos esenciales de lo que últimamente viene denominándose inteligencia emocional. Sin embargo educar esta inteligencia trasciende con mucho algunas propuestas didácticas recientes en las que, una vez más, se busca un espacio separado del resto de las experiencias escolares para enseñar estos contenidos. Afortunadamente el día a día de las aulas, de los recreos, de los comedores ofrecen suficientes momentos de relación que pueden y deben ser utilizados para hacer pensar a los alumnos sobre lo que sienten y lo que hacen sentir. Oportunidades que no pueden dejarse pasar, porque al hacerlo se está de hecho educando en una forma de relacionarse. La relación entre cooperación y convivencia no se discute en este momento. Por citar únicamente una de las prácticas que ejemplifica este vínculo nos referiremos a los espacios de reflexión sobre las propias experiencias escolares – o relativas a otros contextos. Estos espacios no pueden perderse en ninguna etapa educativa. Si se quiere enseñar a convivir es imprescindible que haya momentos reservados para revisar cómo ha ido la semana, qué metas de las que nos habíamos propuesto hemos logrado, cuáles no; qué problemas hemos tenido y cómo los hemos solucionado. Cualquier comportamiento debe poder ser objeto de análisis; sin duda los de los alumnos, pero también las conductas de los docentes. ¿Puede haber algo más formativo que ser la alumna que ese día dirige la asamblea en la que el profesor está presente como un par más y tener que regular lo que se dice, cómo se dice, y conseguir acuerdos y compromisos? Cuando algún compañero o el propio docente reconoce un error y explica las razones de ello y cómo cree que puede evitar repetirlo ¿no es probable que toda la clase vaya aprendiendo que los errores son parte inevitable de la vida y que saber pedir ayuda no es una debilidad sino por el contrario una de las capacidades más valiosas del ser humano? Promover la convivencia en el aula implica que el docente es modelo del comportamiento que pretende ayudar a construir. No se burla de los alumnos y por tanto no admite que ellos lo hagan con ningún compañero. No se muestra despreciativo ni colérico. No es injusto ni desproporcionado en sus juicios y actuaciones. Muestra comprensión ante las debilidades y presta la ayuda necesaria para superarlas. La coherencia entre lo que se dice y lo que se hace permite al docente ejercer autoridad - que no mero poder- y le legitima para pedir a los alumnos y alumnas que cooperen con él en la tarea de cuidar el bienestar de todos. ¿Hay metodologías de enseñanza y de evaluación más coherentes con estos principios? Prácticamente cualquier metodología puede vertebrarse en torno al ajuste en la ayuda pedagógica, la autorregulación y la cooperación si el docente que la planifica y desarrolla tiene estas metas en sus intenciones educativas. Hay no obstante formas de enseñar que difícilmente pueden conseguirlo, como es el caso de la enseñanza frontal, esencialmente transmisiva, en la que un busto parlante vuelca conocimiento en unas cabezas cuya papel se limita a escuchar un discurso igual para todos, dirigido a un “alumno medio” que por definición no existe. Por el contrario, ciertas metodologías se fundamentan precisamente en estos principios y promueven un tipo de actividad en el aula que implica a todo el alumnado y tiene mayores probabilidades de promover una actitud motivada y activa por su parte. Ejemplos de ello serían el estudio de casos, el aprendizaje por problemas y el aprendizaje por proyectos.2 Estas metodologías tienen la virtualidad de partir de situaciones auténticas, es decir, que presentan problemas complejos bastante próximos a las situaciones reales. Con ello se consigue en mayor medida superar la artificialidad que habitualmente caracteriza a las actividades escolares, que tienen sentido porque en la escuela se decide que es así, pero que de hecho resultan menos motivadoras. Se trata de actividades con un “para qué” explícito que tiene sentido para el alumnado. Conviene diferenciar entre los objetivos que guían la enseñanza del docente y la razón que lleva a los alumnos y alumnas a asumir la tarea como suya. Junto a la autenticidad, la complejidad del caso, problema o proyecto, es decir, la confluencia que en él se produce de múltiples factores o variables interesantes que es oportunidades preciso de tener aprendizaje. en cuenta Se ofrece favorece la comprensión de la multicausalidad, la capacidad de desentrañar analíticamente los elementos y de establecer a su vez la síntesis a la que lleva su interrelación. Se desarrollan los procesos implicados en la solución de problemas. Los procedimientos y las destrezas se trabajan estratégica y no técnicamente, ya que no se trata de un mero ejercicio repetitivo. Es por tanto una situación abierta que exige al alumno tomar la iniciativa de la actividad y regular el proceso supervisando y reajustando las tareas. Por otra parte, 2 No incluimos el análisis de las TIC ya que se ha elaborado un documento específico sobre este tema. son metodologías que favorecen la interdisciplinariedad y permiten trabajar aprendizajes de distintas áreas de forma interrelacionada. Las citadas metodologías suelen realizarse en trabajo en grupo mediante estructuras cooperativas. En sí misma esta organización social del aula permite ya un mayor ajuste a las necesidades de la diversidad del alumnado por las razones comentadas anteriormente. Pero la posibilidad del docente de ayudar diferencialmente a los miembros de los distintos grupos es también mucho mayor que en una clase meramente expositiva. Estas metodologías son coherentes y a su vez se potencian cuando el aula se organiza en ámbitos o en lo que se conoce como aulas cooperativas multitarea. El avance se asienta en dos pilares básicos: el primero, la integración de varias áreas en unidades de organización sociolingüístico didáctica y más ámbito amplias –habitualmente científico-tecnológico- que ámbito rescata la interdisciplinariedad y facilita al autenticidad de las tareas; el segundo, el menor número de profesores que trabajan con un mismo grupo, que comparten por tanto más horas con él, lo que facilita un mayor conocimiento de cada alumno y el ajuste a sus características de aprendizaje. Por su parte, las aulas cooperativas multitarea reúnen la mayoría de las potencialidades que hemos venido señalando hasta aquí y añaden un factor esencial de innovación: la incorporación de dos o tres docentes al aula. La presencia de varios profesores o profesoras en la clase redefine la dinámica de los procesos de enseñanza y aprendizaje. El papel de los docentes ya no puede limitarse a una transmisión unidireccional de los contenidos. Sin que se excluyan momentos exposición o síntesis por parte del profesor, estos responden a una estructura más dialogante e interactiva y desempeñan su función dentro de un proceso basado esencialmente en el trabajo cooperativo de los alumnos y alumnas. Los docentes pueden atender de forma más individualizada y ajustada a las necesidades de cada grupo y de los distintos alumnos que lo componen y, si fuera preciso, uno de ellos puede quedarse a cargo del grupo grande, mientras el otro se centra en el apoyo a algún alumnos o alumnos que lo requieran. El espacio y el horario, recursos determinantes en la metodología, rompen también la habitual rigidez de la estructura escolar. El aula tiene zonas diferenciadas por los grandes ámbitos de conocimiento en los que se localizan los recursos propios de ese ámbito. Los alumnos rotan por estás zonas realizando el conjunto de las tareas previstas para cada unidad didáctica. Los tiempos se acompasan con las necesidades de las actividades rompiendo con ello el rígido corsé de las sesiones de una hora. Por lo que respecta a la evaluación, desde el punto de vista del ajuste a la diversidad del alumnado, debemos recordar dos ideas fundamentales. La primera, que es imprescindible utilizar procedimientos que permitan acceder al proceso aprendizaje, es decir que dejen “rastros” externos, observables y accesibles al docente, de los avances o estancamientos que se están produciendo en el estudiante. El tradicional cuaderno, el portafolio, o los sofisticados procedimientos que ahora permiten las TIC deberían ponerse al servicio de una tarea de seguimiento continuado que ayude a desentrañar la situación en la que se encuentra cada alumno y permita ofrecer una ayuda ajustada. La segunda idea se refiere a algunas características que deberían tener las tareas de evaluación para ser coherentes con la meta de atender a la diversidad. Si se comparte el supuesto de que una actividad escolar no es esencialmente de enseñanza y aprendizaje o de evaluación, sino que eso depende de para qué la usa el profesor, es innecesario insistir en que las tareas cuya meta sea evaluativa deberían tener las mismas características que ya se han señalado anteriormente: autenticidad, relevancia, funcionalidad. Pero además de esto, es importante cuidar que las actividades puedan ser resueltas en diferentes grados de aprendizaje. Las tareas muy cerradas permiten al docente saber quién las resuelve y quién no, pero dicen muy poco con respecto a lo que sí saben quienes no las han solucionado adecuadamente. No es lógico plantear el conocimiento de forma dicotómica, se sabe o no se sabe. En realidad se tienen conocimientos con diferentes grados de significatividad o elaboración. Regular la enseñanza supone conocer en cuál de esos puntos se encuentra cada alumno y no únicamente quiénes ya han sobrepasado un determinado nivel. Por otra parte, las tareas más abiertas remiten a varias dimensiones del aprendizaje y admiten formas diversas de abordarse. Todo ello facilita el ajuste de la ayuda del docente. La autorregulación encuentra en las actividades de evaluación uno de los pilares fundamentales. Es necesario que realice la evaluación de tal manera que a su vez vaya enseñando a los alumnos a autorregular sus propios procesos de aprendizaje. Esta función de la evaluación, conocida como formadora, tiene actualmente una escasa presencia en las aulas a pesar de su claro potencial (Sanmartí, 2007). La autoevaluación y la co-evaluación son experiencias muy valiosas para enseñar esta competencia (Martín y Moreno, 2007). El portafolio y las rúbricas constituyen recursos valiosos para la evaluación formadora. También en el caso de la evaluación resulta útil contar con otra mente para pensar. Así como se ha avanzado bastante en la incorporación de las metodologías cooperativas para el aprendizaje, es muy poco frecuente que los docentes usen la coevaluación en sus aulas. Las resistencias vienen de nuevo asociadas a la idea de que un compañero no sabe lo suficiente para corregir a otro. A esto se añade en muchos casos la confusión entre coevaluación y co-calificación. No se está proponiendo que los alumnos se califiquen entre sí. Lo que sí resulta muy valioso en cambio es habituar a los alumnos a señalar a un compañero lo que ha hecho bien, los errores que ha cometido, lo que debe seguir aprendiendo y cómo hacerlo. Llevar a cabo una tarea de este tipo exige una toma de conciencia notable tanto acerca del contenido concreto que se esté trabajando como sobre los procesos de aprendizaje más adecuados. Por lo que respecta a la dimensión emocional del aprendizaje, los docentes deben ser conscientes de que a través de la evaluación se ejerce una enorme influencia sobre el autoconcepto de los alumnos. Si se quiere formar personas seguras, capaces de enfrentarse a la incertidumbre que supone seguir aprendiendo, es preciso evitar sentimientos de incompetencia. No se trata de ocultar los problemas, ni de ejercitar un “buenismo” que en nada ayuda. Lo que se busca es hacer entender a los alumnos y alumnas que con las condiciones adecuadas, la ayuda necesaria y el trabajo continuado y bien orientado aprenderán y, lo que es más importante, disfrutarán de la vida escolar. Cuando la evaluación se produce a lo largo de todo el proceso de aprendizaje y se cuida de hacer atribuciones de los éxitos y fracasos que remitan a causas transformables sobre las que el alumno puede ejercer control se está contribuyendo a construir una identidad de aprendiz positiva. La forma en que se comunican los resultados de la evaluación es otro de los ámbitos de la práctica docente a los que conviene prestar atención. La normativa obliga a calificar. Sin embargo, nada impide que los informes de evaluación amplíen esta información con otra más cualitativa que matice la nota y complemente y amplíe los aprendizajes objeto de valoración. Algunas consideraciones finales Antes de finalizar este documento queremos destacar muy brevemente cuatro ideas que podrían ayudar a un centro a llevar a cabo una reflexión acerca de sus prácticas metodológicas. La primera se refiere a que parte de la respuesta al cómo enseñar trasciende las paredes del aula. Las alumnas y los alumnos también aprenden las competencias que queremos ayudarles a adquirir en los patios, en los pasillos, en los comedores, en las actividades extraescolares…etc. Hay que analizar desde esta perspectiva metodológica estos espacios y tiempos escolares porque son tiempos y espacios educativos. La segunda puede parecer un mantra, pero sigue siendo preciso insistir en ello. La calidad de un centro depende de la coherencia del equipo docente. Los cambios metodológicos cobran potencia en la medida en que configuran “surcos” por los que recorrer la escolaridad. Caminos de aprendizaje que van “formateando” la forma de situarse en el mundo. La tercera se ha señalado en las primeras líneas del documento y queremos recordarla en el cierre. No creemos que exista un método mejor que el resto. Como en otros ámbitos de la vida, necesitamos criterios que nos permitan analizar la realidad y actuar en consecuencia, pero lo importante es acordar estos criterios e impulsar los cambios que de ello se deriven. Esto nos lleva a la última consideración. Los principios metodológicos que se han venido exponiendo, como cualesquiera otros que pudieran plantearse, se concretarán de forma distinta dependiendo de la etapa o el ámbito de conocimiento, por citar sólo dos factores. Por otra parte, llevarlos a la práctica puede suponer un cambio importante para algunos docentes, que necesitarán el apoyo adecuado. Al igual que en otros ámbitos que se han abordado en este rico proceso de elaboración del Libro Blanco de la FUHEM, deberíamos conseguir ese difícil equilibrio entre lucidez en el análisis, firme voluntad de favorecer el cambio y compromiso de ofrecer las condiciones necesarias para llevarlo a cabo. Referencias Coll, C. (2001). Constructivismo y educación: la concepción constructivista de la enseñanza y el aprendizaje. En C. Coll, J. Palacios y A. Marchesi (coords.) (2001). Desarrollo psicológico y educación. Vol II. Psicología de la educación escolar (157-188). Madrid: Alianza. Coll, C. (2011). Enseñar y aprender. Construir y compartir: Procesos de aprendizaje y ayuda educativa. En C. Coll (coords.) Desarrollo aprendizaje y enseñanza en la Educación Secundaria. (31-61). Madrid: Alianza. Echeita, G. (2013). Proyecto Educativo de FUHEM. Un proyecto inclusivo. http://libroblanco.fuhem.es/competencias-y-contenidos-de-aprendiz aje/ Martín, E. y Moreno, A. (2007). Competencia aprender a aprender. Madrid: Alianza. Monereo, C., Castelló, M., Clariana, M., Palma, M., Pérez, M.L. (1999). Estrategias de enseñanza y aprendizaje. Editorial Graó. Barcelona. Pozo, J.I. (2008). Aprendices y maestros: la psicología cognitiva del aprendizaje. Madrid: Alianza Pozo, J.I. (2013). Educar en tiempos revueltos ¿qué personas queremos formar y para qué? http://libroblanco.fuhem.es/competencias-y-contenidos-de-aprendiz aje/ Sanmarti, N. (2007). Evaluar para aprender. Barcelona: Graó