Mis pensamientos vuelan esperando la inminencia presumible de la

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ELLA
Mis pensamientos vuelan esperando la inminencia presumible de la muerte,
mientras la vida escapa de entre mis labios con el gemido efímero de aquél que se siente
virtualmente al borde de lo que tanto ha deseado. Diez años pasaron ya desde que
aquellos dulces jugueteos y caricias dejaron los míos de alimentar, de que mis sentidos
se expresaran torpemente a lo largo del resto de mi existencia, pues ya no había nadie
con quién me sintiera cómo con ella. Ella fue la primera. En todas la veía y a ninguna he
logrado querer como a aquella.
Murió, como una más de entre las anónimas vidas que la fea Parca -monstruo
grande y negro- exige sin piedad como libación ritual en culto sangriento. Murió...
murió... murió... , me lo repito una y mil veces, pero algo dentro de mí se niega a
aceptarlo. Es demasiado duro, es demasiado triste, demasiado...
He esperado día tras día a que aparezca, alegre, rebosante de vida, de calor, de
sangre palpitante y no como sangre inútilmente perdida. Espero, porqué la casa es
grande y la siento vacía; porqué los ecos de su silencio aletean. Miro a un lado, miro a
otro, y continuamente los recuerdos de tiernas escenas me embelesan. Espero,
inútilmente, volver a sentir su cabeza en mi pecho, sus miembros atrapados en mi
cintura, su dormitar plácido cuando se recostaba en mis piernas.
¡Murió! Sin saber por qué moría. ¿Por qué me abandonaste? ¿Por qué no me
llevaste contigo? ¡No!, No pienso que así lo quisieras. Pero, ¿no ves que ahora no puedo
acariciarte ni tenerte entre mis brazos?
Ella, pálida y radiante como el amanecer trémulo de una primavera, silenciosa
como la escarcha depositada en la noche. Era hermosa, pero el más rico origen de
encanto no radicaba en su exterior, sino más bien en su interior escondido y refulgente
que atacaba con insistencia y con piedad el mal que había en mí y que raramente quería
reconocer. Supuso, en cierto modo, la voz de mi conciencia.
Porque germinando de la tierra calmaba mi sed su fruto maduro, prieto de pulpa
y zumo vital. Ahora, germinando de la tierra, después de tantos años, me sostengo cual
árbol sin frutos, sin obras que puedan ser semillas a la hora de que la leña de mi cuerpo
se corrompa y sea también, posiblemente, pasto de las llamas cómo inútiles troncos que
ya no se asemejan a lo que fueron.
Por ello, durante años, por no mirar al mundo que te arrebató de mí, agacho la
cabeza con vergüenza ajena, con el mirar triste, hablar huidizo, semblante pálido y
desolado; agacho la cabeza resentido, devorado por el odio, por el olvido de tu faz
paulatino y por ello, sin paz dolido. Agacho la cabeza, mas no humilde sino duro altivo
en mi hundimiento y con furor desabrido. Me tienta la sumisión, pero es el corazón el
que recupera la entereza.
Pero de mi corazón, no de la tierra, germina la esperanza; por qué ella, bella
entre las bellas rosas marchitas, primorosa entre los montes áridos y calcinados de mi
interior, bonita entre las ruinas de mis proyectos e ideas cuando aún no había despertado
del letargo que el odio y resentimiento me habían provocado y alimentado; ella, preciosa
entre lo deformado, me dio nueva existencia.
Levántate frente, acoge tu dignidad inherente, tanto en los momentos de interior
lucha, cómo en la hora decisiva y, a veces temible, de la triste escucha. ¡Levántate, no te
hundas! No consientas corazón mío ser también destruido, si no por las armas, por el
delirante raciocinio.
¡Pobre de mí, cuanto tiempo perdí! Roce sus pelos cómo en un sueño, con la
inquietud y sensación que se tiene cuando se toca algo que se cree prohibido y a la vez
maravilloso. Nada había en ellos que no dejara de traslucir la cariñosa personalidad de
su dueña.
Ahora, mis sienes plateadas desde hace tiempo me traen noticias de que un
invierno total e inminente se acerca a los noviembres de mi vida; y así, mientras tanto,
anhelo y sueño con la eterna primavera por venir, a la cual me acercaré de nuevo y para
siempre a mi perra en un infinito y tierno abrazo por el fin de los tiempos, donde las
lágrimas no existirán, ni habrá dolor, ni caninos cuerpos que sean arrebatados por
borrachos y mezquinos conductores, y habrá vida, y habrá calor.
Lo que me diste nadie me lo arrebatará, está dentro de mí. En mí interior
permanecen la fidelidad, la paciencia, la mirada sin reproches, la alegría al recibirme al
llegar a casa tras una larga jornada, el restregar de tu cuerpo en mis piernas como si algo
de gato tuvieras, los brincos, saltos, juegos, destrezas; los momentos en los que sólo a ti
te tuve como única compañera.
Llegué a quererte -quizá egoístamente- más que a los seres humanos, pues en mi
ser nunca me sentí tan admirado y aceptado como por ti.
La reina no es la muerte, ni el rey el olvido, sino tú, mi chucha callejera.
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